EL SÍNDROME DE LOT (Domingo Santos)
Publicado en
febrero 11, 2018
(De la conferencia pronunciada por Huber Bocuse, Jr., ante los alumnos de la Universidad de Nuevos Medios Audiovisuales de Berkeley, California, el 31 de diciembre de 1999, víspera del inicio del Nuevo Siglo Triunfal. Falso eufemismo, se apresuró a señalar el conferenciante, ya que entre otras muchas cosas el nuevo siglo no empezaría en realidad hasta el 1 de enero del año 2001.)
El punto álgido del fenómeno que vamos a estudiar aquí y ahora tuvo lugar a finales de la penúltima década de este siglo, aunque muchos autores no se ponen de acuerdo en si hay que citar como año clave el 1988 o el 1989. De todos modos, lo que sí es cierto es que su nombre, el «Síndrome de Lot», fue acuñado a mediados de 1989, cuando un periódico sensacionalista norteamericano empezó a hablar de la gran cantidad de casos psiquiátricos, neurosis, demandas de divorcio, agresiones, etc., provocadas por sujetos a los que al principio se les llamó «voyeurs de la televisión». De hecho, como apuntaron rápidamente algunos otros periódicos (quizá como autodefensa, o como reacción porque la idea no se les había ocurrido a ellos), el nombre, como ocurre tantas veces, no podía ser más desafortunado. En primer lugar, fue la mujer de Lot, y no el propio Lot, quien quedó convertida en estatua de sal. Pero pese a todo el nombre arraigó entre el gran público, y para el otoño de aquel mismo año el fenómeno, en plena expansión, era ya conocido mundialmente con ese nombre.
Algunos historiadores han querido fijar exactamente los inicios del gran boom televisivo que condujo finalmente a la aparición del síndrome. La mayoría están de acuerdo en señalar el primer lustro de los años ochenta como el arranque de todo el proceso. Otros, más puristas, se remontan hasta mucho más atrás: concretamente hasta el año 1933.
Fue en 1933, en efecto, cuando se iniciaron las emisiones comerciales de televisión en los Estados Unidos, aunque fuera de una forma experimental. Al principio tan sólo se trató de un juguete: unas imágenes que se movían en una pantalla luminosa, el cine en casa. Los primeros receptores eran auténticos armatostes, la señal resultaba a menudo deficiente, pero había allí en el comedor de casa unas figuras que se movían, que hablaban y que hacían cosas. Era divertido. Y cómodo. Y, sobre todo, atractivo.
El invento tuvo un éxito inmediato.
En pocos años, la televisión se extendió prácticamente por todo el mundo, tanto en los países desarrollados como en los menos desarrollados. En la década de los cincuenta se estableció la primera red europea de televisión: Eurovisión, y en la década de los sesenta la primera mundial: Mundovisión, mediante el empleo de enlaces por satélite. También en la década de los sesenta se produjo la aparición de la televisión en color.
Y poco después vino el gran boom del vídeo.
La televisión, como medio de comunicación y como espectáculo, es un fenómeno que ha interesado, apasionado, inquietado y alarmado a gran número de personas desde su mismo nacimiento. Los sociólogos, desde los años cincuenta hasta hoy, han hablado de su nefasta influencia, sobre todo en los niños. Los políticos han visto en ella un medio ideal de lavado masivo de cerebros. Los publicistas también, aunque con otros objetivos. En todo el mundo se ha creado en torno suyo una industria floreciente, una industria en constante expansión. La televisión, para los muchos que viven de ella, material, artística o ideológicamente, se ha convertido en la gran panacea.
Si bien en los primeros tiempos no dejó de ser, como ya hemos dicho, un simple «cine en casa», lo cierto es que, como indica muy bien el historiador Alfred Wyllis en su libro La televisión y el embrutecimiento de las masas, ya desde sus inicios se dejaron sentir los primeros síntomas premonitorios de lo que luego sería el Síndrome de Lot. Uno de los párrafos de su libro es, a este respecto, esclarecedor:
«Pronto empezó a detectarse -dice Wyllis- un grupo de gente, un estrato social, que hacía de la televisión el dios de su hogar. El marido llegaba a casa, y su primer gesto automático, antes incluso de darle un beso a su esposa, quitarse la chaqueta y ponerse las pantuflas, era conectar el aparato. Gesto que muchas veces ni siquiera tenía que hacer, puesto que su esposa ya lo tenía conectado desde primeras horas de la mañana. La familia comía con los ojos fijos en la pantalla, sin importar que la sopa se derramara sobre sus regazos. Veían todos los programas, y, lo que era peor, gozaban con la publicidad intercalada. El babeo ante cualquier bodrio que brotara del tubo catódico era cosa común. En muchas casas la imagen hogareña más característica era la del aparato de televisión siempre conectado, siempre en funcionamiento, aunque no hubiera nadie a su alrededor contemplándolo. Se trataba, simplemente, de un miembro más de la familia.»
El problema se complicó cuando, en todos los países, empezaron a diversificarse las ofertas, a crearse nuevos canales. El problema ya no consistía en conectar el aparato y ver lo que éste ofrecía en aquel momento, sino elegir una opción. Una opción que al principio consistía sólo en dos o tres alternativas, pero que pronto, en los países más desarrollados (y sintomáticamente, también en algunos de los menos desarrollados) se multiplicó y pasó a ser de seis, ocho, diez o más. El problema se centraba entonces en qué programa ver con preferencia a todos los demás, y fue esto precisamente lo que produjo las primeras rupturas familiares, leves por aquel entonces. En muchos casos, el problema quedó resuelto mediante la multiplicidad de receptores: uno en el comedor, otro en el dormitorio matrimonial, otro en la habitación de cada chico... Algunos sociólogos hablaron inmediatamente de la «disgregación televisiva de la familia»; el marido en el comedor viendo un partido de fútbol, la mujer en la habitación viendo la telenovela, los chicos cada uno por su lado viendo un programa pop y otro de divulgación científica... Pero, pese a todo, a veces surgían terribles problemas de incertidumbre cuando un miembro determinado de la familia se hallaba ante dos opciones simultáneas igualmente apetecibles. ¿Cuál de ellas ver, cuál desechar?
El vídeo vino a resolver ese terrible problema cuasishakespeariano. Era (es, con todos sus perfeccionamientos actuales) un artilugio que los fabricantes de televisores se encargaron en beneficio propio de hacer rápidamente asequible a todas las economías, y que permitía grabar un programa mientras se estaba viendo otro, y luego reproducirlo en el propio televisor cuando uno quisiera. Además, permitía grabar y conservar los programas preferidos de uno, pasándolos por el televisor tantas veces como se quisiera. La biblioteca de los hogares, que se había convertido en fonoteca, pasó a ser una videoteca. La imagen venciendo al sonido y a la letra impresa.
Pero el Síndrome de Lot no surgió directamente de nada de eso, aunque los hechos enumerados aquí fueran sus antecedentes inmediatos. El problema no estribaba en el hecho en sí de contemplar más o menos tiempo, con mayor o menor asiduidad, la televisión, sino en la propia relación número de opciones/tiempo disponible. En los años sesenta y setenta, época del gran desarrollo de la televisión, la mayoría de los países disponía de sus redes televisivas propias con su número correspondiente de canales: cada usuario sabia lo que tenía y a lo que podía optar. Algunos países ofrecían opciones limitadas; otros, más progresistas, permitían, a distintos horarios, distintas opciones para segmentos determina-dos de público: culturales, infantiles, de diversión, eróticas, incluso hará core. Pero esas opciones se hallaban siempre limitadas y supervisadas por las leyes y reglamentaciones del país en cuestión. Había un techo, y de ahí no se podía pasar.
Los años ochenta, concretamente 1982 y 1983, vieron el inicio de la gran internacionalización de la televisión. La red de satélites comerciales que orbitaba la Tierra por aquel entonces permitía traspasar fácilmente las fronteras. Y, evidentemente, eso fue lo que no se tardó mucho en hacer.
Los Estados Unidos, como siempre, fueron los pioneros. En los jardines de las casas ricas empezaron a florecer unos extraños espejos parabólicos que al principio llamaron la atención de la gente, extrañas construcciones junto a las piscinas y a las pistas de tenis de la gente acomodada, pero que pronto se convirtieron en un elemento común a muchas otras mansiones. Eran antenas cazadoras de emisiones extranjeras transmitidas vía satélite. Al principio, esas retransmisiones se efectuaban de forma clandestina (las emisoras pirata de televisión fueron un floreciente negocio durante un cierto tiempo, por aquella época), hasta que el gobierno de los Estados Unidos, declarándose impotente ante aquella solapada invasión de su territorio, decidió que lo más práctico para salvar su honor era conferir legalidad a lo que era ya un hecho y, mediante una decisión del Tribunal Supremo del país, dio «libre acceso al éter» a todos los ciudadanos, como un derecho constitucional más. El precedente sirvió para que muchos otros países, más tarde, se vieran obligados a hacer lo mismo, y los que no lo hicieron tuvieron que aceptar la realidad de un hecho que de todos modos tenían ante sus narices, y frente al que se sentían absolutamente impotentes.
Y los perfeccionamientos de la electrónica no tardaron en sustituir las engorrosas y llamativas pantallas parabólicas por antenas más discretas que se instalaban en el interior de los pisos, y finalmente por dispositivos aún más pequeños acoplados al propio receptor. El mundo entero quedaba así encerrado, todo él, en el comedor de casa.
De este modo se inició la multiplicidad ad infínitum de las opciones. Bastaba sentarse ante el televisor, o programar el vídeo, para tener la posibilidad de ver en cualquier momento no ya dos, cinco, diez canales, sino un número indeterminado pero siempre muy grande de programas, procedentes de todos los países y en todos los idiomas. La final de Wimbledon en directo, el último discurso del presidente norteamericano sobre la eterna crisis en el cono sur del continente, la Fiesta del Año Nuevo en Pekín, los carnavales de Río, la corrida de inauguración de la Feria de Abril en Sevilla. O, por supuesto, el último capítulo de la última serie de moda, todo violencia, dramatismo y pasión, que aún iba a tardar un par de años en llegar, convenientemente doblada, al país.
Esta «libertad de ondas», que fue calificada inmediatamente por muchos de libertinaje, constituyó una auténtica revolución a escala realmente mundial de las comunicaciones. Ya no más censuras, ya no más coacciones a la libertad de expresión. Cuando una televisión no estaba de acuerdo con la difusión de una determinada corriente de opinión o pensamiento, bastaba que sus defensores fueran al país vecino y la difundieran desde allí. Por supuesto, eso trajo inmediatamente consigo una exacerbada colonización ideológica imperialista por parte de las grandes potencias, siempre al acecho, que se lanzaron como leones sobre los países que siempre habían intentado llevar a su área de influencia.
Y, sobre todo, trajo consigo el Síndrome de Lot, que es de lo que estamos hablando en esta conferencia.
El espectador de televisión, ese hombre que había empezado sentándose ante un «cine en casa» y derramado la sopa sobre sus pantalones mientras comía y veía las noticias en vez de leer el periódico, se encontró de pronto ante un número de ofertas excesivo para su capacidad. Los últimos modelos de receptores de televisión, con vídeo incorporado, con localizador de satélites incorporado, podían captar más de cien canales distintos, muchos de los cuales transmitían las veinticuatro horas del día, y aunque no lo hicieran no importaba, puesto que las diferencias horarias entre los países hacía que siempre, en cualquier momento, hubiera algún canal retransmitiendo un programa estrella en su hora de máxima audiencia. Los periódicos, abrumados por la simple cantidad, dejaron simplemente de incluir la programación televisiva en sus páginas, y empezaron a editarse a cambio revistas especializadas, generalmente semanales, que incluían todos los programas nacionales e internacionales asequibles al espectador, y su forma de localizarlos en sus respectivos receptores. Algunas de estas revistas superaban las trescientas páginas... de las que al menos cien, todo hay que decirlo, correspondían a bien pagada publicidad. Cada sábado, un afanoso sector del público compraba fielmente esas revistas, y se pasaba el fin de semana revisando programas, tomando anotaciones, programando lo que querían ver. Una de las más importantes empresas de electrónica (japonesa, por supuesto) tuvo una idea feliz: lanzó al mercado el multivídeo, un aparato capaz de grabar simultáneamente hasta cinco cintas con cinco programas distintos. En un mes se vendieron dos millones de unidades.
La gestación del Síndrome de Lot fue larga, pero su cristalización rápida. El día sólo tiene veinticuatro horas, y el hombre sólo dos ojos. Las opciones superaban a las posibilidades. La gente descubría que los programas que deseaba ver cubrían veintisiete, treinta y dos, cuarenta horas diarias. Entonces aparecía la enfermedad. Los primeros síntomas eran el insomnio: ojos enrojecidos, desencajados, escaso o nulo rendimiento en el trabajo. Luego empezaban los trastornos. La frase típica era: «Doctor, voy con tres semanas de retraso respecto a mi vídeo.» Las grabaciones se iban acumulando esperando ser vistas, y el abrumado espectador avanzaba a pasos agigantados hacia el ataque de nervios, casi al colapso. La legislación norteamericana, siempre progresista en esas casas, llegó a instituir el bonito eufemismo de «excesivo apasionamiento por la televisión» como causa de divorcio. De hecho, en los últimos quince años, buena parte de los divorcios concedidos por los tribunales lo han sido por este motivo (un 57 %, según Higgins).
El Síndrome de Lot tiene unas características inconfundibles que hacen su diagnóstico fácil. El sujeto únicamente desea llegar a casa para sentarse ante el televisor y, como se dice en el argot, «tragar». Selecciona los vídeos que le ha grabado el aparato en su ausencia, los coloca en ordenada sucesión (hay vídeos automáticos capaces de cargar hasta doce cintas y reproducirlas una a continuación de la otra sin que el espectador tenga que levantarse de su silla), se sienta, mira... y se convierte en estatua de sal. Su rostro suele ponerse cerúleo. A menudo desorbita los ojos. A veces babea. Parece como sumido en un trance, del que nadie sabe cómo hacerle salir. Come automáticamente, y muchas veces ni siquiera come. Tan sólo está pendiente de la pantalla. Es un enfermo.
Los psicólogos y psiquiatras están haciendo su agosto con todo este asunto desde hace unos años. El Síndrome de Lot es sencillísimo de diagnosticar. Lo que no es tan fácil es curarlo. Están los casos simples, que con algunas sesiones de terapia pueden, al menos, aliviarse. Pero el irresistible atractivo de un panorama tan amplio de posibilidades, de ver programas procedentes de la otra parte del mundo, degustar su exótica publicidad, asimilar sus extrañas corrientes ideológicas, es demasiado fuerte, y las recaídas son frecuentes. Los casos extremos del Síndrome de Lot son incurables en más de un 90 %: personas aleladas, sentadas todo el día ante el receptor, engullendo programa tras programa, los maridos olvidando acudir al trabajo, las esposas ignorando la casa y la comida y los hijos... Se han dado caso verdaderamente terminales. Uno de los más publicitados fue el de aquel matrimonio de Wisconsin que fueron hallados sin vida ante su televisor aún funcionando: habían fallecido de hambre y de sed, sin ni siquiera darse cuenta de ello. Cuando fueron descubiertos por la policía llevaban ya tres dias muertos. Su videocassette tenía programadas automáticamente cintas para ochenta horas más.
En estos últimos tiempos se ha hablado incluso de la necesidad de recortar la «libertad del éter» para poner coto a este fenómeno que, entre muchas otras consecuencias, amenaza con desestabilizar la economía mundial. Se pide que los Estados Unidos, país pionero en esas iniciativas, sean los primeros en dictar una resolución drástica, que inmediatamente será secundada por todos los demás países. Pero hay un problema. Al parecer, el propio presidente del país sufre también el Síndrome de Lot. Se pasa los dias sentado ante su televisor, casi sin comer, apenas sin dormir, viendo lo que hacen los chinos, lo que maquinan los rusos, los problemas de los turcos, las revoluciones de los sudamericanos, las exigencias de los árabes, los inventos de los japoneses. No tiene la menor intención de dictar una ley que coarte esta libertad de contemplación, que personalmente tanto le complace. De hecho, no tiene intención de dictar ninguna ley en absoluto. Sólo babea. ¿La política? Oh, sí, parece que la lleva algún oscuro subsecretario...
Fin