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diciembre 27, 2017
Su amabilidad era irresistible. ¿Qué había detrás de ella?
Por Pico Iyer
DURANTE los siete meses de mi recorrido por el continente asiático, siempre fui importunado por los habitantes de los lugares que visitaba: muchachas que comerciaban con su cuerpo, vivales que echaban mano de su ingenio para ganarse el pan y comerciantes que fingían amistad para atraerme a sus tiendas.
En el aeropuerto de Bangkok, por ejemplo, un individuo de amplia sonrisa se me presentó como "guía oficial del Gobierno". Me enseñó la fotografía de una atractiva joven y me dijo: "La señorita Joy. Lo llevará por todas partes en Bangkok. Sólo diez dólares. ¡Es un servicio oficial!" No bien había declinado la invitación, cuando otros dos "guías del Gobierno" se me acercaron con proposiciones del mismo jaez.
Era ya un escéptico, por tanto, cuando conocí a Maung-Maung, al bajar del tren nocturno que me había llevado de Rangún a Mandalay, en Birmania. Se encontraba afuera de la estación, esperando turistas que transportar; era un tipo flacucho que frisaba en los 30 años, con la camisa blanca rota, barbudo y de facciones toscas. Junto a él estaba su triciclo de pasajeros. En un costado lucía un letrero: "Mi Vida"; en el otro se leía: "Licenciado en Matemáticas".
Regateamos varios minutos. Luego, me convenció, con una sonrisa, de "desprenderme" de 20 centavos para cruzar la ciudad. Al iniciar el recorrido intercambiamos la información de costumbre: edad, lugar de nacimiento, estado civil. Poco después, mi conductor, guiando cuidadosamente su vehículo con una mano, metió la otra en uno de sus bolsillos y me entregó un pequeño pedazo de jade.
"Es un regalo", me dijo.
¿Qué tramará?, me pregunté. ¿Me está sobornando, o me está obligando mañosamente a quedar en deuda con él?
"Quiero que tenga algo", dijo Maung-Maung, "para que siempre me recuerde. También para que tenga gratos recuerdos de Mandalay". No supe qué contestar. "Mire usted", prosiguió, "si amo a otras personas, ellas a su vez me amarán. Es como el principio de Arquímedes. Creo que siempre es bueno aplicar la física a la vida".
Esto no me lo esperaba.
—¿Estudió usted física en la escuela? —pregunté.
—Soy graduado de la Universidad de Mandalay. Licenciado en matemáticas —me contestó sonriendo.
Señaló con orgullo hacia la inscripción de su triciclo.
—Entonces, ¿por qué desempeña este trabajo?
—No gano mucho —explicó—, pero en esta forma puedo conocer muchos turistas y mejorar mi inglés. Creo que la experiencia es la mejor maestra.
Hurgó en la canasta adosada al manubrio, sacó de ella un libro encuadernado en piel y me lo pasó. Todavía con desconfianza, me preparé a lo que creí sería una colección de tarjetas postales pornográficas. En su interior, sin embargo, había unas fotos en blanco y negro. Cada una tenía una cuidadosa anotación en inglés. "Mi Director", "Mi Monje", "Mis Hermanos y Hermanas". En el reverso, Maung-Maung había consignado con esmero los principios que regían su vida:
1. Abstente de la violencia.
2. Abstente de relaciones sexuales ilícitas.
3. Abstente de consumir sustancias intoxicantes.
4. Sé siempre servicial.
5. Sé siempre amable.
—Debe de ser difícil cumplir con estas reglas —comenté, con tono burlón.
Sonrió. Mi ironía, al parecer, pasó inadvertida.
—No siempre es fácil. Pero debo intentarlo. Mi monje dice que siempre debo perdonar, aun a los que me dañan. Si se infla un balón y se lanza contra la pared, rebota. Pero si no se infla, se achata contra el muro.
La fe, en resumen, era su propia justificación.
Pensando en que no encontraría un guía más encantador que me mostrara Mandalay, pedí a Maung-Maung que él lo hiciera. "Sí, gracias. Pero me gustaría que, por favor, primero visitara mi casa".
¡Ah!, pensé, ya salió el peine... Una vez que esté en su casa, seguramente pondrá una droga en mi té o sacará una navaja. Me daré cuenta, demasiado tarde, de que su amabilidad no era más que el medio para alcanzar un fin.
Mi aprensión crecía mientras Maung-Maung pedaleaba entre sucios callejones y estrechos caminos hasta llegar a una casucha, en cuyo frente desbordaba la maleza. No había mucho que ver en su pequeña habitación. Además del catre, el otro mueble que había allí era una pizarra colocada en un rincón, en la que había escrito su credo: "Los turistas son mi forma de ganarme la vida. Si no les ayudo, jamás me lo perdonarán".
Tomé asiento. Mi anfitrión puso solemnemente en mis manos lo que deduje eran sus dos pertenencias más valiosas. La primera era un libro de texto de sociología: Life in Modern America. ("La vida en los modernos Estados Unidos"). La segunda era un viejo y polvoriento diccionario inglés-birmano, cuyas amarillentas hojas se desprendían de sus pastas. "Todas las noches", explicó, "leo esto. También busco todas las palabras que desconozco".
Luego sacó, de debajo de su cama, lo que a todas luces era su más preciado tesoro: una gruesa libreta negra. Dentro, en orden alfabético, estaban ordenadas todas las cartas que había recibido de visitantes extranjeros. Cada una estaba cuidadosamente fechada y rotulada; muchas iban acompañadas de testimonios o reminiscencias escritos a mano. En algunas páginas, Maung-Maung había pegado fotos maltratadas de sus amigos lejanos.
Al final del libro había un ensayo de cuatro páginas titulado "Mi vida". Se había criado —escribió Maung-Maung— en una pequeña aldea, y era el mayor de diez hijos. Su madre jamás había aprendido a leer y, sintiendo que su incapacidad era una especie de "ceguera", había decidido que sus hijos fueran a la escuela.
Cuando Maung-Maung terminó sus estudios en la escuela local, sus padres le informaron, tristemente, que no podrían costear sus estudios universitarios. "Tengo manos. Tengo cabeza. Tengo piernas", repuso el muchacho. "Deseo bastarme a mí mismo". Dicho esto, partió hacia Mandalay.
Se pagó sus estudios lavando platos y ropa en un monasterio. Finalmente, tomó un empleo nocturno como conductor de un triciclo de pasajeros.
Después de graduarse, decidió tomar en alquiler uno de estos vehículos por tiempo completo. Su sueño, concluía el ensayo, era comprar su propio triciclo; pero le costaría 400 dólares. Sin embargo, su meta más importante era obtener un "Certificado superior" en matemáticas. Ya tenía planeado los detalles de ese no tan lejano momento, cuando invitaría a sus padres a la graduación. "Debo comprarme un traje inglés. Debo costear el viaje de mis padres a Mandalay. Es caro, pero quiero expresarles mi gratitud".
Conmovido ante tan excelente obra de amor, busqué su mirada. Le dije:
—Seguramente tardó mucho en escribir esto.
—Sí —repuso con una tímida sonrisa—. Tuve que consultar el diccionario muchas veces.
Durante los tres días siguientes, Maung-Maung fue mi infatigable, alegre y servicial anfitrión. Cuando subí al tren para partir, prometió escribirme, y nos despedimos.
No nos fue fácil mantener correspondencia; yo tenía que enviar las cartas a cargo de una estación de triciclos, esperando que el Gobierno no se las confiscara. Él, a su vez, tenía que enviar sus misivas clandestinamente, por medio de turistas que pudieran ponerlas en el correo, en Bangkok. A veces recibí sobres vacíos, ostensiblemente violados para extraer su contenido. Pese a todos los riesgos, mi amigo logró hacer llegar hasta mí en forma periódica largas y reflexivas cartas.
Estación de Triciclos, Mandalay, Birmania
Mi querido Pico Iyer:
Muchas gracias por su carta y por sus gentilezas mientras estuvo en Mandalay. Conservo su fotografía para recordarlo. Le informo con tristeza que estoy preocupado por perder el triciclo, pues el dueño lo venderá a otro a fines de este mes. No tengo dinero suficiente para comprarlo. Ahora busco un nuevo empleo. Mi ambición es ser maestro de matemáticas.
Aunque nos encontramos muy lejos, nuestra amistad es el puente que salva la distancia entre nosotros. Le deseo lo mejor, y espero que todos sus asuntos marchen bien en Estados Unidos. Con el favor de Dios, volveremos a reunirnos.
Su amigo sincero, Maung-Maung (Licenciado en matemáticas)
Mes tras mes, en un inglés bellamente manuscrito que debe de haberle costado horas redactar y consultas constantes al diccionario, Maung-Maung me enviaba informes cada vez más fluidos sobre su propia vida, y sus mejores deseos por mi bienestar. Cuando el calor era intenso, a mediados del verano, me escribió que "a veces no gano ni un kyat (11 centavos de dólar) al día. De cualquier manera, tengo que buscar el éxito; luego, vendrá la felicidad. Pero no persigo imposibles. Por ejemplo: no anhelo que el cielo me regale una estrella. Algunas personas viajan en automóvil y viven en casas de ladrillo; yo no puedo poseer un triciclo. Pero rico o no, me gusta hacer lo correcto".
Cuando me disculpé por mi tardanza en responder, porque el trabajo me lo había impedido, escribió: "No se desanime si las cosas no le salen bien. Sepa que la laboriosidad es la clave del éxito. ¡Y, por favor, sea paciente en todo lo que emprenda!"
Cuando felicité a Maung-Maung por su inglés, me escribió: "Mi inglés no es mejor que el de la mayoría de los estadunidenses, porque soy un simple conductor birmano de triciclos en Mandalay, como usted bien sabe. Pero aprenderé con la experiencia".
Antes solía yo ver a los nativos que me asediaban en tierras extranjeras como pragmatistas mundanos, sólo interesados en sacarles algunos dólares a los turistas. Pero luego comprendí que sus esperanzas no son distintas de las nuestras: librarse de circunstancias desagradables y forjarse con tesón una vida y una identidad nuevas, sustentadas en el trabajo arduo y tenaz.
Para Maung-Maung, yo fui un mensajero del mundo de los sueños. Y a través de sus ojos pude medir mejor a mi país por la sombra que proyecta, y que llega hasta una estación de triciclos en la Ciudad de Mandalay.
CONDENSADO DE "VIDEO NIGHT IN KATHMANDU", © POR PICO IYER, PUBLICADO POR ALFRED A. KNOPF, INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. ILUSTRACIÓN: JAMES NOEL SMITH.