EL BARRIL DE PÓLVORA (James E. Gunn)
Publicado en
febrero 28, 2018
A Phillips no le gustaba la habitación. Otro hombre se hubiera encogido de hombros sin darle importancia, pero, Phillips, apartándose por completo de su profesión, no podía descansar hasta que la respuesta intuitiva hubiera sido aislada y analizada.
Además, fue neutral, por lo menos, cuando estuvo ahí anteriormente, con otro hombre sentado tras del amplio y pulido escritorio de cedro.
Era una habitación grande, aun en comparación con las de la parte superior. Para el sub-Pentágono, era gigantesca.
Una de las tres puertas conducía a la antesala, las de los muros laterales a las secciones de comunicaciones y planeamiento. Las tres puertas imitaban la madera casi a la perfección. En realidad eran de blindaje de dos pulgadas de grueso.
El piso estaba cubierto, de pared a pared, con una espesa alfombra gris. Los zapatos de Phillips no hicieron ningún ruido cuando cruzó el cuarto y permaneció en actitud de firmes frente al escritorio. El único sonido era el apagado murmullo del aire acondicionado al hacer circular aire fresco a través de los ductos del techo.
Phillips se preguntó si el general olvidaba su presencia. Haven Ashley estaba sentado dando la espalda al escritorio, y a Phillips. Parecía estudiar el mosaico del muro trasero de la oficina, el único toque decorativo que se veía. Los otros muros eran de color gris acero.
El mosaico era una auténtica obra de arte. Consistía en pequeñas rajuelas de vidrio de colores, laboriosamente ordenadas para formar una reproducción fiel del aspecto de la Tierra desde mil millas de altura. Los continentes eran de tonos pardos, amarillos y verdosos tamizados por un azul desvaído; los océanos eran azul grisáceo, casi negro.
El mosaico era plano pero daba la ilusión de ser un perfecto hemisferio. Ahí abajo siempre era de noche, pero cuando el Sol se ponía más allá del Potomac para los moradores de la superficie, el disco se oscurecía en la oficina de Ashley y se salpicaba de parches rojizos, que eran ciudades, de estrellas aisladas que eran las más luminosas concentraciones de luz. Y en la aterciopelada oscuridad del rededor del planeta, aparecían estrellas auténticas, brillantes puntos oscurecidos hasta entonces por el brillo de la Tierra a la luz del día.
No se veían satélites en el cielo. La escala era demasiado pequeña para la órbita de veinticuatro horas de la Gran Rueda y demasiado grande para que la Rueda Pequeña fuera algo más que una mota. De cualquier modo, la Rueda Pequeña no hubiera aparecido; ahí estaba el artista que logró la obra.
El mosaico estaba estratégicamente situado. Para Phillips, quien entró por la puerta del lado opuesto, parecía como un halo en torno de la cabeza del general Haven Ashley.
Phillips estudió por tercera vez el dorso de la cabeza del general. Ashley no era muy alto, pero era ancho. Llenaba el sillón de brazo a brazo, los gruesos muslos abultaban los pantalones del uniforme gris de la fuerza aérea y los botones dorados de la casaca eran tensados por el robusto pecho.
Pero eso ya lo había observado Phillips al entrar. Ahora podía ver los hombros erguidos, el cuello enrojecido engrosado en la nuca por la grasa, los cabellos, grises cepillados firmemente contra su tendencia natural a erizarse, y pensó: ¿Qué hay de extraño en este cuarto? Es el mismo en donde Pickrell estaba, hasta con el modelo de acero inoxidable de un cohete de tres etapas, que servía de pisapapeles, en el escritorio. Un poco más ordenado, quizá, pero eso no es de mayor importancia.
Tenía una tendencia incipiente hacia la claustrofobia. Quizá era eso. Podía sentir la masa de ciento cincuenta metros de concreto armado pesando sobre sus hombros y su pecho. Hasta el aire parecía enrarecido, aunque sabía bien que era más puro que el que podía respirarse en las calles de Washington.
Tal vez era la incertidumbre de que por qué lo habría llamado Ashley. No era una llamada de cortesía como las anteriores. Esto era en serio y, por alguna razón, Ashley no podía hablar de ello.
El general no llamaría a su oficina a un oscuro psicólogo de la fuerza aérea para discutir las opiniones personales del profesionista de la fuerza. Ni se trataba de sus neurosis personales; eso sería imposible en Ashley.
Era el trabajo.
Ashley lo recibió en herencia seis meses atrás, y con ello la más terrible responsabilidad de la Tierra. Sobre sus hombros, como en los de un moderno Atlas, descansaba el cielo. Si se debilitaba, si vacilaba, el cielo caería y la humanidad quedaría destruida.
Posiblemente, pensó Phillips, era lo incierto de la situación mundial en sí misma, la cual ciertamente había empeorado en los últimos meses.
Al inclinarse Phillips sobre el escritorio para apagar su cigarrillo en el impecable cenicero, Ashley se revolvió en su asiento, golpeó el escritorio violentamente con la palma de la mano y dijo con voz enérgica:
—¡Intolerable!
Phillips se inmovilizó con la mano sobre el cenicero y el cigarrillo ardiendo cerca de sus dedos.
—No me refiero a usted, capitán —gruñó Ashley—. Apague esa cosa. Tendrá que dejar de fumar.
Phillips lo obedeció y se sentó permaneciendo en estado tenso.
—Ordene usted, señor.
Ashley pareció absorberse en la contemplación del pulido pisapapeles.
—¿Qué sabe usted acerca de la situación mundial? No importa; se lo diré en una sola palabra: desesperada. Ha sido desesperada durante cuarenta años, pero ahora es peor. Hasta las naciones más pequeñas tienen un arsenal lleno de armas atómicas y de hidrógeno; hasta la última de ellas está dispuesta a volarle la cabeza a quien les hable sin el respeto que creen merecer.
—Estamos sentados en un barril de pólvora —dijo llanamente Phillips—, y todos tienen una mecha en una mano y un trozo de yesca ardiendo, en la otra. Si uno se mueve, todos vuelan. Tal vez decidirán, sin embargo, arrancar las mechas y apagar los fuegos.
Las espesas cejas rojas de Ashley se fruncieron acentuando más los surcos que se marcaban entre ellas, y preguntó agriamente:
—¿Y cómo se puede estar seguro de que todos lo harán al mismo tiempo?
¡Idealistas! La última nación que conserve encendida su mecha dominará al mundo.
—Yo creía que esa era la función de la Rueda Pequeña —dijo Phillips lentamente—, mantener a todos actuando honestamente.
Ashley dijo sobriamente:
—No sirve de gran cosa. Es como si alguien tuviera una ametralladora mientras uno tiene una .45. Si empiezan los disparos, de todos modos se muere.
—¿Y qué me dice usted de los satélites espías? Cada dos horas aparecen a la vista todos los puntos de la superficie terrestre.
—¡Eso! ¿Y cómo se puede ver debajo de la tierra? No se puede. Y es ahí donde las fábricas y las máquinas IBM están instaladas.
—Pero el espionaje...
—Entonces retrocederíamos a donde empezamos hace veinticinco años. —Ashley se veía sólido e impasible en su sillón, pero sus ojos acariciaban el adorno con forma de cohete—. ¿Ha estado alguna vez arriba? ¿O allá afuera, como dicen los locos del espacio?
—Sí señor. Viajes de práctica y un fin de semana en la Gran Rueda.
—¿Y la Pequeña Rueda?
—No, señor.
—No. No lo dejarían ir. No dejarían que llegara allá arriba ningún psicólogo. —La voz de Ashley se hizo monótona y sus ojos miraron, sin ver, en dirección de la puerta de entrada—. Cuando tomé el mando de la fuerza aérea, heredé una orden existente en el sentido de que ningún psicólogo sería admitido, jamás, en el interior de la Pequeña Rueda. ¿Por qué, capitán? —su voz se hizo más fuerte y continuó sin aguardar una respuesta—. Temían lo que pudiera encontrar el psicólogo. Temían que acabara con su juguete.
»Pickrell trató de hacerme seguirles el jueguito. Ya los médicos brujos han tenido a mis hombres en la Academia, decía, y no los quiero ahora que ya hay un trabajo que hacer. Bien ahora yo estoy al mando y haré las cosas a mi modo.
Phillips trató de tranquilizarlo.
—No hay duda de que los hombres que están arriba son estables.
—¿Y de qué modo? —demandó fieramente Ashley—. Como hombres del espacio, quizá. ¿Pero son igualmente estables como ejecutivos? Muchacho, aquellos hombres tienen el dedo en el gatillo y no hay nadie qué les diga cuándo deben disparar; a excepción de un lunático. ¡No me interrumpa! Claro que estamos en comunicación, durante veinte minutos, cada dos horas. Pero la radio puede descomponerse. Cualquier enemigo puede esperar a que haya manchas solares, eso es obvio. ¡Eso lo complica todo! Y los astrónomos no tienen nacionalidad.
»Nuestros hombres han estado allá arriba, durante veinte años, con el dedo tenso en el gatillo. No son hombres sensibles, capitán, no son hombres que hayan sido entrenados en las responsabilidades y las decisiones cuidadosas, sino hombres que deben estar un poco más que chiflados, en primer lugar, para querer ir allá arriba y permanecer una temporada. —Había un tono indefinible de horror en la voz profunda de Ashley—. ¡Pero sí hay un hombre allá arriba que no ha regresado durante doce años, que no ha puesto los pies en la Tierra desde que partió a la Pequeña Rueda! ¡Y ese hombre está al mando!
» ¿Qué estable puede ser un hombre, capitán, que responde a una orden de su superior con estas palabras: En mi opinión eso es impráctico o, respetuosamente sugerimos que usted considere otras alternativas posibles?
»Eso es todo, capitán. Recoja sus órdenes al salir. Hará una minuciosa investigación de la situación sicológica en la Rueda Pequeña y se reportará cuando haya terminado. Cuando regrese, deberá tener una respuesta a esta pregunta: ¿Es competente cada uno de aquellos hombres para ejercer un juicio maduro e infalible en los casos que comprometan el bienestar de la Tierra; son incapaces de ceder bajo la tensión constante de estar sentados en un barril de pólvora?
»Ah si. Otra cosa. Están construyendo algo, tras de la Rueda; donde no podemos verlo. Quiero saber qué cosa es.
Phillips miró las manos del general. El modelo del cohete estaba entre ellas y bajo los rojos vellos, las manos estaban blancas por la tensión. El pisapapeles se rompió. El sonido fue impresionante en el silencio. Ashley miró sorprendido sus manos y, despreciativamente, arrojó los pedazos lejos de sí.
—Sí, señor —dijo Phillips pensando acerca de la pregunta que habría de contestar al término de su tarea. Sólo había una posible respuesta: no. No había en ningún lado un grupo de hombres, uniformemente competentes, para tener un juicio maduro e infalible, ningún hombre dejaría de ceder bajo la tensión de la responsabilidad, si la responsabilidad era lo suficientemente grande.
Podía dar la respuesta a Ashley ahora mismo, pero eso no era lo que el general quería. Este deseaba el olor de la legalidad; deseaba evidencia que presentar a la Secretaría de la Defensa, al Presidente, o al Congreso.
Estaba determinado a romper la Pequeña Rueda del mismo modo que rompió el modelo de cohete de su escritorio.
—¿Qué clase de hombre es el comandante de la Rueda Pequeña? —preguntó Phillips con curiosidad.
Ashley lo miró fríamente con ojos iracundos.
—Ya se lo he dicho. Es un loco. Está fuera de sus cabales.
Phillips decidió tomar al toro por los cuernos y preguntó:
—¿Por qué no le ordena retornar?
Ashley vaciló por un momento y después contestó con voz apenas audible:
—¿Y si rehúsa venir?
El capitán Lloyd Phillips, doctor en medicina de la fuerza aérea de los Estados Unidos de Norteamérica, estaba sentado en la sala de espera del vasto espaciopuerto de Cocoa, Florida, mirando el Lago de los Cisnes en la amplia pantalla de televisión que se extendía en el muro opuesto. La ejecución era indescriptiblemente graciosa, inimaginablemente bella; nunca se habían asemejado tanto las bailarinas a los cisnes como cuando saltaban, casi en movimiento retardado, a través de un aire que más bien parecía el interior de un estanque cristalino.
El programa procedía de la Gran Rueda, posada eternamente a 22.000 millas de altura, en órbita, sobre los Estados Unidos. La ejecución tenía lugar en un estudio de baja gravedad en la fabulosa Telecity, no lejos del satélite comercial, y la recepción era impecable.
Aquello era algo que Phillips podía apreciar, algo de lo que la conquista del espacio daba y que pagaba, en parte, los sacrificios de vidas humanas, trabajo, agonía, recursos terrestres, que podían haberse empleado con más provecho y en forma más realista.
Phillips no tenía nada en contra de los vuelos espaciales, la Gran Rueda o la Rueda Pequeña. Estaba intensamente interesado en ellas, como fenómeno sicológico. Lo habían traído a la fuerza aérea y ahí lo retenían.
Él deseaba una respuesta a su propia pregunta: ¿Por qué?
¿Por qué los hombres se alistaban en el cuerpo espacial de la fuerza aérea? ¿Qué los llevaba a un medio brutal y extraño donde lo más que podían esperar eran durezas y una vida estéril acortada por el daño físico debido a la mala alimentación, el aire enrarecido, el sacrificio acumulativo de presiones de aceleración y un cincuenta por ciento de probabilidades de terminar afectado de las facultades mentales o de morir de modo violento?
¿Por qué una raza empleaba lo mejor de su juventud en un gesto grandioso y fútil?
El vuelo espacial era impráctico; eso era cierto. Nunca reintegraría ni la mitad de la inversión en trabajo mental, sudor, sangre y dinero puestos en ello.
Un día habría un libro grueso, erudito, con el nombre de Phillips puesto en él. Quizá lo llamaría: Los Que Salieron, subtitulado, “Los Factores Sicológicos Involucrados en las Decisiones Vocacionales de los Voluntarios de los Cuerpos Espaciales, Ilustrado con Casos Reales”.
O quizá: La influencia de los Hogares Desdichados en Veinte Voluntarios de los Cuerpos Espaciales...
O, más simplemente: Los Astronautas. Un estudio de los Cuerpos Espaciales...
Después vendría el tratado sociológico: ¿Y Por Qué el Espacio? Una Consideración de las Necesidades Sociológicas Tras el Desarrollo de la Astronáutica.
Phillips miró en torno de la sala de espera. Estaba solo, a excepción de un oficial, dormido en un rincón alejado, con el yelmo espacial echado hacia adelante para cubrirle los ojos.
Phillips volvió la vista a los cisnes humanos de la pantalla, pero había exigencias más urgentes e inmediatas en su mente, por ejemplo, lo referente al general Haven Ashley.
Sus órdenes le daban un plazo de veinticuatro horas, pero las había empleado bien antes de partir. No tenía nadie a quien decir adiós: su madre descansaba en paz desde muchos años atrás, a su padre no le importaba un comino que se despidiera o no y, sus relaciones con las chicas eran de tal naturaleza, que ninguna se preocuparía demasiado si él no las llamaba por teléfono. En un compartimiento cerrado de la maleta espacial de nylon azul, estaban los resultados de sus veinticuatro horas de trabajo: microfilms de los expedientes de servicio y exámenes médicos de todo el personal de la Rueda Pequeña, desde un recién llegado de cinco meses de antigüedad en servicio, hasta un increíble veterano de doce años, el coronel Danton, a quien el general Ashley había insistido en llamar rematadamente loco.
Phillips los estudió varias veces durante el tiempo de espera, alargado por los continuos retrasos para el despegue del cohete, pero un análisis más severo tendría que aguardar hasta que conociera personalmente a cada uno de los hombres y pudiera correlacionar sus observaciones con los detalles impersonales registrados en el microfilm. No deseaba prejuzgar a nadie.
Era un rasgo de conciencia que resultaría un poco incómodo en esas circunstancias. La situación ya había sido prejuzgada para él. Pero ese era su modo habitual de trabajar y tendría que hacerlo nuevamente tal como acostumbraba.
Phillips utilizó sus órdenes y su autoridad personal para hurgar en un expediente más privado, el del mismo Ashley. Ahora conocía más a fondo a Ashley, que el mismo general. Le hubiera gustado tener confirmación, certeza absoluta; una prueba de Rosschac sería buena para ello. Pero había tantas probabilidades de que Ashley se sometiera a dicha prueba como de que Danton obtuviera un ascenso. Sabía, además, por qué deseaba Ashley destruir la Rueda Pequeña. Tenía la clave una pequeña anotación en la hoja de servicios de Ashley: incapacitado para el servicio espacial, mareo del espacio.
Ashley era uno de los de la pequeña minoría de hombres que no pueden estar sometidos a la sensación de falta de peso sin una completa desorientación sensorial y una violenta e irreprimible náusea.
Un hombre de menor carácter no hubiera hecho caso de aquello; o, si tenía suficiente, se hubiera perdonado a sí mismo. Pero Ashley no podía hacer ninguna de las dos cosas. Lo había sublimado, y la derrota moral se convirtió en una ambición motriz que lo llevó hasta la jefatura de la fuerza aérea a través de una cantidad inconmensurable de ardua labor, mucha política y la voluntad férrea de abrirse paso a cualquier precio.
Vio a los héroes del espacio obtener ascensos pasando sobre la antigüedad de él en el servicio, y esperó, trabajando, conspirando, bajo las órdenes de los precursores del servicio espacial como fueron Beauregard Finch y el recientemente retirado Frank Pickrell.
Y, laboriosamente, escaló hasta la cima.
En el expediente de Ashley aparecían artículos que escribiera y publicara, en los que hacía énfasis en la necesidad de un control civil para la defensa nacional.
Ashley proclamaba que las promociones debían ser normadas en consideración de la capacidad ejecutiva y administrativa, y no por las hazañas espectaculares, pero inútiles, que solamente podían reflejar valor o destreza individual. “El hombre equilibrado, con los pies bien plantados en la Tierra y preocupado principalmente por el bienestar de la humanidad, deberá tener precedencia sobre visionarios e idealistas imprácticos”.
Claro que Ashley sería el primero en negar que albergara alguna hostilidad para los cuerpos espaciales bajo su mando y estaría diciendo la verdad. Pero su subconsciente ya había decidido, largo tiempo atrás, que el vuelo espacial carecía de valor. Estaba ligado con una experiencia terrible, de angustia psíquica y física; grabada en una área inaccesible de la mente de Ashley, estaba una frase que era artículo de fe: El Hombre es una criatura terrestre.
La combinación de genes que determinó que Ashley fuera incapaz de tolerar la falta de gravedad, condenó a la Pequeña Rueda, y quizá al futuro mismo de la astronáutica, a cincuenta años de atraso. Fue el destino. Así como el destino quiso que el primer hombre que viajó al espacio fuera incapaz de regresar, y que la angustia que dominó al mundo durante su dramática proeza hubiera sido el combustible, del gran impulso sicológico que puso en órbita la Rueda Pequeña.
El hecho de reconocer los factores subconscientes en la decisión de Ashley, sin embargo, no la invalidaba. Ashley podía tener razón a pesar de sus prejuicios. Phillips pensaba que era muy probable que el general estuviera en lo cierto.
Pero le parecía que su misión era un poco inútil. Ninguna respuesta que trajera a su regreso —a excepción de una mentira inaceptable— podría salvar la Rueda Pequeña. Aun así, para Ashley y el mundo, el viaje era indispensable.
La Rueda Pequeña y la astronáutica morirían pero su muerte habría de obedecer a muy buenas razones, y tendría que estar acompañada de todo el ritual y ceremonia oficiales, para que la muerte fuera definitiva.
—Con su permiso, señor —repitió la voz.
Phillips levantó la vista con el hilo de sus pensamientos definitivamente roto. Un teniente de los cuerpos espaciales permanecía respetuosamente frente a él, con el yelmo azul del espacio colgando de una mano.
—Con su permiso, señor —dijo el teniente por tercera vez—, pero creía, es decir..., me pareció que usted no miraba realmente la pantalla de televisión —hizo una vaga señal hacia el muro más lejano—. ¿Le importaría si cambio el canal?
Era un joven delgado, alto, con hombros anchos y el pelo cortado casi al rape según la última moda, y su sonrisa era franca y amable. La clase de joven que más hace lucir el uniforme y a quien mejor sienta éste. Su rostro mostraba un bronceado ligero. Sus ojos azules miraban directamente a los de Phillips. Era un joven completamente normal, como salido de los carteles de reclutamiento de los cuerpos espaciales. La irritación de Phillips desapareció como por encanto.
—Por supuesto que no, hágalo —dijo.
En un momento los cisnes se convirtieron en una asombrosa exhibición de acrobacias en gravedad cero, pero el joven teniente, después de volver a tomar asiento junto a Phillips, no puso ninguna atención al acto. Se volvió de inmediato al psicólogo y le preguntó con entusiasmo.
—¿Va usted también allá arriba, señor?
—Sí.
—¿Es su primer viaje?
—El primero a la Rueda Pequeña —Phillips sonrió involuntariamente.
—Entonces ya tendrá algo de experiencia.
—Así es, en efecto —dijo Phillips sonriendo más ampliamente.
—Vamos a ir juntos —dijo el chico con gran entusiasmo.
—Bien —aseguró Phillips.
El teniente pareció azorado.
—Perdóneme, señor. A veces hablo más de la cuenta. Lo que ocurre es que estoy de regreso tras de una breve licencia y a duras penas puedo esperar para estar nuevamente allá arriba. Mi nombre es Grant. Jack Grant.
Grant, pensó Phillips. Ambos padres viven felizmente casados. Relación familiar normalmente afectiva. El hermano mayor es ingeniero de energía solar. La hermana menor está en la escuela secundaria. Experiencias sexuales de la adolescencia, normales. Seis meses de servicio en el espacio. Personalidad bien ajustada para su edad cuando dejó la Academia.
Phillips frunció el ceño. El muchacho no encajaba de ningún modo en la trama. ¿Por qué habría deseado ir allá arriba?
—El mío es Lloyd Phillips —respondió.
Grant continuó charlando, contándole a Phillips acerca de la Academia, la Rueda, su reciente licencia, y la chica que había conocido y lo que habían hecho juntos, deteniéndose en el límite justo de lo que un caballero debe relatar de esas cosas. Su apetito por nuevas experiencias y su incalculable buen humor eran contagiosos. Le recordaban a Phillips los de un cachorro juguetón, saltando y moviendo la cola alegremente. Phillips sintió desvanecer sus preocupaciones y casi sintió deseos de dar al chico un par de palmaditas amistosas en la cabeza.
—¿Qué clase de hombre es el coronel Danton? —preguntó casualmente.
La sonrisa de Grant se desvaneció. Por un momento adquirió un aire de seriedad.
—Un oficial muy bueno, señor. Un comandante brillante, completamente leal con sus hombres, por lo que éstos son leales con él. Es muy dedicado, trabaja con más energía que nadie.
Phillips sonrió dándole ánimos.
—Puedes hablarme con franqueza, Jack. Te diré algo. ¿Puedes guardar el secreto? —Su voz adquirió un tono confidencial sin esperar una respuesta—. Soy un psicólogo asignado a la Rueda Pequeña. Uno de mis trabajos será determinar si Danton está calificado emocionalmente para un puesto en que la responsabilidad va más allá de la comprensión común. —Ello era cierto, aunque no en el sentido en que Grant lo tomaría—. Tú puedes ayudarme.
—Me pone usted en una posición difícil. Me gustaría ayudarle, pero no puedo hacerlo.
—Esto no es un chismorreo, Jack. Es mucho más importante que eso.
Grant movió la cabeza con pesadumbre.
—Lo siento, señor. Tendrá que investigarlo personalmente.
Phillips movió la cabeza con aprobación, descubriendo que su opinión acerca del muchacho mejoraba.
—Está bien. Entiendo lo que debes sentir.
Grant no podía estar más de unos cuantos minutos. Pronto su alma juvenil se expresaba con toda libertad.
Quince minutos más tarde el teniente Kars cruzó la entrada. Usaba uniforme de trabajo, color azul, un cinturón de vuelo ceñido al pecho, una sombría expresión cubría su rostro moreno.
Joseph Kars, veintitrés años de edad, hijo único de una madre viuda. Tuvo tiempo de recordar Phillips antes de que Kars dijera secamente:
—Vayamos, capitán. No podemos esperar toda la noche.
—Ya casi era tiempo —dijo Phillips amablemente—. He estado esperando por espacio de dos días.
Kars lo miró. Sus ojos eran negros y fríos.
—Nunca es “casi”, capitán. Es tiempo o no lo es. Tome la maleta del capitán, Grant —ordenó bruscamente, y volvió las espaldas para conducirlos.
Phillips se volvió rápidamente para tomar su equipaje pero ya Grant lo tenía en la mano. Sonrió al psicólogo.
Phillips lo miró perplejo, mirando después a Kars como si los comparara y los siguió hacia el oscuro exterior.
Caminaron a través del campo de aterrizaje de concreto hacia el cohete de tres etapas que se erguía como un rascacielos. Grant venía veinte pasos atrás. Phillips no miraba el cohete. Miraba a Kars.
Hay una semejanza entre ellos. Una dedicación, una manía que modela sus facciones, una mirada en los ojos que está hecha para ver más allá que otros hombres. Sus rostros son diferentes así como su aspecto físico, pero las diferencias sólo sirven para dar énfasis a su especie. Todos vienen de moldes idénticos con una etiqueta que reza: “Experimental Homo Espacialis”.
Son hombres marcados. No solamente por el bronceado oscuro de los rayos ultravioleta no filtrados por la atmósfera terrestre o por las cataratas producidas por las aceleraciones, sino también por una experiencia común y por el sueño que comparten, señalados de tal modo que cualquiera puede reconocerlos y decir: “Allá va un astronauta”.
Todos, a excepción de Grant. Él es demasiado normal. No pertenece a la misma categoría. Phillips sentía ya afecto por Grant, como si fueran hermanos que se acabaran de reconocer, entre un grupo de extraños.
—¿Qué nos detiene, Joe? —preguntó Phillips.
—Si no le importa, capitán, prefiero que me llame Kars o teniente.
—Muy bien, teniente. ¿Cuál es el problema?
—Ninguno, capitán.
—¿No le llama usted retraso a dos días?
Kars lo miró en silencio como si ponderara su capacidad de comprensión. Señaló en dirección del cohete que se erguía parcialmente iluminado en el oscuro espaciopuerto. Había vida alrededor. Algunos motores rugían en sus armazones de prueba, escupiendo llamas y haciendo temblar el piso. Era como caminando de noche por un zoológico, pensando si los barrotes de las jaulas serían suficientemente resistentes.
—He ahí una bestia, capitán. —Dijo secamente Kars—. Una bestia salvaje, impredecible, viciosa, lista a soltarse y matarme si olvido cualquier pequeño detalle de una larga lista de precauciones a tomar.
»Estoy al mando de esa cosa. No se mueve hasta que estoy satisfecho de todo. Cada resistencia, cada bomba, cada conducto deberá trabajar a la perfección, cada conexión estará sólida; cada línea limpia, o ¡blamm! No más tripulación, no más Joseph Kars, no más capitán Lloyd Phillips. ¡Y no más carga para la Rueda Pequeña!
»Inspeccionamos personalmente cada parte, capitán. ¿Le sorprende eso?
—No. ¿Entonces, había algo malo?
—No estábamos muy seguros de que todo funcionara a la perfección.
—Me alegra que me lo diga. Odiaría tener que reportar que hubo una demora deliberada en la ejecución de mis órdenes. El general Ashley deseaba que yo estuviera desde ayer en la Rueda.
Kars dijo a Phillips a donde se podía ir el general Ashley.
—Además —concluyó—, siempre existe la posibilidad de sabotaje. Alguien de la tripulación debe estar siempre de guardia en el cohete.
—¿Sabotaje enemigo? —dijo Phillips sorprendido.
Los ojos impasibles de Kars lo miraron.
—¿Después de toda la impedimenta oficial por la que ha pasado, cree usted que podría colocarse un agente enemigo?
—¿Le dijo eso el coronel Danton? ¿Qué le pasa?
—Capitán —dijo Kars con tono helado—, no se necesita que nadie lo diga. Y en cuanto al coronel, es el hombre más grande que jamás haya existido.
Al descender los escalones de concreto que conducían a la plataforma de despegue, el cohete, a esa distancia, parecía tambalearse sobre sus cabezas. Se acercaron a la gigantesca grúa que estaba a un lado. Las pisadas de Grant resonaban a sus espaldas.
Había olor a quemado en la plataforma, mezclado con el acre aroma de ácido y el de substancias químicas y aceite.
—Parece que no le simpatizo, teniente —observó Phillips—. ¿Por qué?
—No es eso, capitán —respondió inexpresivamente Kars—. No tengo nada contra usted, a excepción de la antipatía general que tengo contra los doctores. Ya tuve de ellos lo suficiente en la Academia. Siempre preguntan lo que no deben capitán.
»Si no le doy precisamente la bienvenida es porque usted ocupará un espacio que podría ser llenado por alguien útil. Si no tuviéramos que llevarlo, podríamos trasportar otro tanque de oxígeno. Necesitamos el oxígeno capitán.
—Y yo soy peso muerto —dijo Phillips de buen humor—. Muy bien, teniente. El hombre propone, pero la fuerza aérea dispone. Yo también he recibido mis órdenes y pienso obedecerlas si usted puede hacerlo.
Grant los alcanzó en el elevador que formaba parte de la armazón de la grúa que los elevó a lo largo del costado de la nave, y entraron a través de la puerta cuadrada. Kars los siguió más lentamente.
Kars condujo a Phillips a una silla sobre soportes flotantes.
—Esa es la suya —le dijo, y pasó a ocupar el asiento de control.
Con mano firme Phillips se abrochó el cinturón de seguridad, riendo quedamente. Así que eso era: una prueba para el psicólogo.
Dejémoslo divertirse, pensó. Lo necesitarán.
Después del tedio interminable del chequeo final, el arranque del cohete lo tomó por sorpresa. Kars no le advirtió por medio del sistema de intercomunicación; repentinamente hubo más de media tonelada de peso sobre su pecho, sacándole el aire del cuerpo, e impidiéndole aspirar más.
Su cabeza se vio forzada a un lado, incrustada en el acojinado, y sin que pudiera moverla. En el exterior la noche se incendió de rojos, amarillos y blancos, hasta que tuvo que cerrar los ojos para evitar el brillo. La nave tembló y se estremeció, y el rugido de los motores llenó todo torturando todas las células de su cuerpo.
Después de un breve descanso, durante el cual Phillips notó que la luz del exterior había desaparecido, y sus ojos deslumbrados pudieron advertir solamente la negrura absoluta, el peso volvió nuevamente. Esta vez, al acelerar la segunda etapa, la presión duró casi un minuto.
Al desprenderse la segunda etapa, Phillips tomó una profunda bocanada de aire. Por comparación, la aceleración de la tercera etapa pasó casi desapercibida.
Repentinamente la vibración desapareció. Los motores quedaron en silencio y Phillips empezó a caer.
Asió vigorosamente los brazos del sillón. Es una ilusión, se dijo desesperadamente. Lo que enviaban sus sentidos, girando en la noche eterna, era la ausencia de la aceleración, la liberación de los líquidos del equilibrio en el aparato auditivo por el tirón de la gravedad...
Su estómago se rebeló. Ácidos amargos afluyeron a su boca y tragó con dificultad...
Caída libre, se dijo. En ese sentido estoy cayendo como caen los hombres cuando no hay resistencia a la atracción de la gravedad. Pero en realidad voy navegando hacia arriba, rumbo al abismo de la noche, protegido del hambriento vacío, de sus extremos de frío y calor, por delgadas paredes de metal y la flor y nata de la habilidad ingenieril y artesanal del hombre.
Cayendo, cierto, ¡pero cayendo hacia arriba!
Phillips aspiró profundamente varias veces, y una sensación de bienestar poco común se extendió por su cuerpo. Él era uno de los afortunados. Después de algunos breves momentos de incómoda transición, la gravedad cero era un deleite para él.
Phillips miró a su alrededor. Grant estaba a su lado, del otro lado de la escalerilla de acceso, pero parecía estarla pasando bastante peor. Su rostro estaba blanco y sus quijadas se apretaban fuertemente.
Los auriculares zumbaron y la voz sardónica de Kars llegó claramente a Phillips.
—¿Están bien, capitán?
—Muy bien, teniente —respondió Phillips alegremente—. El mejor despegue que pueda recordar. —Y con eso, pensó, termina la recepción especial.
Después no hubo tiempo para hablar más: la tripulación estaba demasiado ocupada atendiendo problemas de navegación y determinando el intervalo de la aceleración final que estabilizaría la órbita de la nave a 1.075 millas, en la que también se movía la Rueda Pequeña.
El tiempo pasó rápidamente para Phillips. Grant no estaba todavía de humor para conversar, pero el psicólogo podía ver las estrellas a través de la clara campana de plástico. Siempre le habían fascinado; se mostraban tan diferentes de las temblorosas, filtradas e intocables lucecillas de las noches terrestres. Afuera —Phillips ya empleaba los términos que acostumbraban usar los astronautas— las estrellas se contemplaban claras, firmes, con los colores bien diferenciados, y casi al alcance de la mano.
Eso era también ilusión. Como psicólogo sabía que el artículo de la fe de Ashley era un hecho: “El Hombre es una criatura terrestre. En ningún sitio podía existir el hombre en más de un sentido marginal. Ningún otro suelo le daría sustento; ningún otro mundo sería jamás su hogar”, el delicado equilibrio de su metabolismo; aun cuando los fantásticos problemas para alcanzar las cercanas estrellas —hasta los planetas más cercanos del sistema solar— estuvieran resueltos, siempre habría hombres para recorrer el largo camino hacia fuera. Dentro de las delgadas paredes de metal estarían los hombres y, dentro de los hombres, mentes que se enfrentarían al temor extremo de enloquecer.
Los dos satélites artificiales eran casos especiales. Contenían el medio ambiente terrestre enlatado y trasportado, a un costo increíble, a órbita en torno al mundo materno, y siempre que las presiones sicológicas se hicieran insoportables, los hombres podían mirar por las escotillas y ver el tibio, nutritivo seno materno, a sólo horas de distancia.
Una nueva voz interrumpió los ensueños de Phillips. No era la de ninguno de los miembros de la tripulación; él ya se había acostumbrado a la entonación de todos ellos. Esta voz era despreocupada, casi risueña.
—Muy bien, Joe —dijo—. Ya estás en rumbo; no desperdicies la hidrazina. Y ten cuidado con el cargamento especial. —Se rio—. No queremos que le pase nada al mandadero del general.
La nave pasó al lado iluminado por el Sol. El resplandor era cegador, palidecía las estrellas. La Tierra —¿abajo? ¿arriba?— llenaba la mitad del cielo. Le recordó a Ashley el mosaico de la oficina del general. La diferencia es que esto era real y él estaba en el exterior flotando a 1.075 millas sobre el mundo que se veía abajo con sus océanos de color azul negro, sus nubes, delgadas como algodón, cubriendo casi la mitad del planeta, sus continentes borrosos, verde-café-amarillentos, distorsionados casi hasta el punto de hacerlos irreconocibles en las orillas del hemisferio; todo enmarcado en un resplandor blanquecino. Esto era real, y era majestuoso y escalofriante.
Al otro lado, la brillante y blanca Rueda con sus dos rayos, girando lentamente, era algo triunfante deslumbrando los ojos en el sitio en donde el Sol ardía tras de su circunferencia. Era el plateado anillo del dedo de un gigante descansando en el negro y aterciopelado cojín de la noche.
Phillips, enfundado en su traje espacial, esperó el pequeño taxi de forma oblonga que lo llevaría a ella. No lejos de la Rueda se veía un vasto círculo de metal revestido, brillando como un espejo a la luz del Sol. Pero no podía ser un espejo, no un arma para concentrar los rayos sobre una ciudad enemiga como un vidrio de aumento sobre un hormiguero, ni un reflector para iluminar la noche o calentar los casquetes polares. Estaba alineado en ángulo recto con la Tierra.
Más allá de la Rueda estaba otra estructura. Phillips no pudo darse cuenta de lo que parecía ser; la Rueda ocultaba gran parte, pero era un armatoste extraño formado por tanques esféricos y motores cohete débilmente ensamblados.
Un hombre lo esperaba en el cubo, de gravedad cero, y lo ayudó a despojarse del estorboso traje. El hombre tenía rostro duro, muy bronceado, y pelo blanco como la nieve; el daño ocasionado a los folículos por los rayos cósmicos era el responsable de aquello. Usaba un uniforme de trabajo, corriente, raído en el cuello y puños, y no llevaba ninguna insignia.
No es el uniforme reglamentario, notó Phillips.
El hombre era delgado y un poco más alto que la estatura regular, según se podía juzgar sin tener alrededor las habituales medidas de perspectiva. El contraste de sus cabellos y cejas incoloros, con el moreno rostro, era dramático. El hombre se parecía sorprendentemente al retirado general Pickrell hasta en los ojos punteados por las cataratas, pero al sonreír se desvaneció el parecido.
—¿El capitán Phillips? —dijo con soltura flotando libremente en el aire—. Soy el coronel Amos Danton, a sus órdenes.
Phillips lo miró sorprendido, y trató de disimular el hecho extendiendo una mano para saludar. Pero el movimiento fue demasiado violento y tuvo que trastabillar con un aire de embarazo. Los músculos no aprenden con tanta rapidez, notó Phillips.
—Encantado de conocerlo, coronel Danton —dijo—, pero deseo enmendar cierta observación errónea. Soy demasiado viejo para ser mandadero.
—No creí que hubiera una edad límite para ello. —Sonrió Danton—. Pero conociéndolo personalmente, me inclino a considerarlo así. No me haga caso. Soy franco hasta la brutalidad.
—Entonces espero que continuará su franqueza conmigo, coronel. Tengo una tarea difícil que llevar a cabo y necesito toda la ayuda posible.
—Lo sé.
—¿Sabe cuál es mi misión? —preguntó Phillips bruscamente.
—¿Quiere que le repita textualmente las órdenes que recibió?
—¿Acaso cuenta usted con espías?
—Llámelos espías si usted gusta. —El rostro de Danton se endureció—. Ahora hay espías a mi alrededor. Saboteadores. Enemigos. —Tomó aire y volvió a hablar con el habitual tono fácil. Se encogió de hombros. El gesto lo hizo iniciar un leve giro, pero lo detuvo casi sin esfuerzo—. Pensamos en ellos como astronautas forzados a permanecer en tierra. El que es astronauta una vez, lo es siempre.
—¿Cómo me clasificaría a mí?
—Ni una ni otra cosa, capitán. Usted es un habitante del océano, con sacos aéreos capaces de absorber oxígeno de la atmósfera, que aún no ha decidido si no sería mejor, después de todo, reptar de regreso a las flotantes extrañas del mar.
—Estoy en desacuerdo con su análisis y su analogía, coronel.
—Es privilegio suyo. Pero todas estas formalidades me ponen nervioso. Aquí no nos preocupamos mucho por las formalidades. Mi nombre es Amos. Y yo lo llamaré Lloyd. ¿Está bien?
Phillips movió la cabeza afirmativamente, y eso originó una serie de sacudidas que no trató de impedir porque no sabía cómo hacerlo. Quizá no veía tan difícil como imaginaba. Danton podía estar tan loco como Ashley suponía, o ser un gran hombre tal y como Kars lo llamaba, pero obviamente no era del tipo agresivo y desconfiado. Phillips pensó en convertirlo en un aliado activo. Sintiéndose un poco tonto, por las sacudidas que aun no terminaban, dijo.
—Si usted conoce cuál es mi misión, espero que se encargara de que yo tenga toda la cooperación que requiere.
—Seguro —dijo Danton—. Usted viene a destrozar la Rueda. Hágalo. Si le fuera posible hacerlo, la Rueda no merecería estar aquí arriba. Usted tendrá cooperación. Y si alguno de los chicos le causa molestias, dígamelo de inmediato. Como usted sabrá, no les es nada simpático. No sólo están apegados a esta vieja Rueda, sino que usted va a frenar un trabajo que ellos saben que es importante; y usted va a consumir espacio, oxígeno y alimentos inútilmente. Pero cooperarán o se atendrán a las consecuencias.
Como si repentinamente se hubiera cansado de la conversación, tomó la mano de Phillips y le dio un rápido tirón que detuvo las sacudidas y envió a Phillips a través de uno de los rayos tubulares. Phillips alcanzó apenas a tomar un peldaño de la escala de cuerda que subía a lo largo de uno de los costados del túnel.
Danton estuvo a su lado en un instante.
—Aquí Danton, por el túnel B, con ciento sesenta libras de médico brujo —dijo a un micrófono, añadiendo a Phillips— acomódese ante todo. Le daré la cabina próxima a la mía. Es pequeña e incómoda, pero es lo mejor que tenemos. Y usted necesitará aislamiento, imagino. Aquí, afuera, la comodidad es más escasa.
—No demasiado aislamiento —respondió Phillips rápidamente mientras subían por la escala, con el peso aumentando a medida que se acercaban al borde—. Desearía tener libre acceso a todos los rincones de la Rueda. Haré una serie de entrevistas privadas con todos, pero quiero comer con los hombres.
—Han pasado por tantas cosas que creo que también sobrevivirán a ello. Estará usted en libertad de ir a donde le plazca, pero el oficial de control de peso tiene órdenes de registrarlo si abandona su cuarto. Saboteadores, usted sabe.
La cabina era increíblemente pequeña. A su lado, los camarotes de tercera clase de la Gran Rueda eran modelo de lujo. Ahí el espacio permitía un catre, una mesa y una silla; cuando el catre estaba doblado contra la pared podían bajarse la mesa y la silla. Cuando todos estaban alzados, se podían dar dos pasos, si estos no eran muy amplios.
De dar crédito al letrero de la puerta, albergó anteriormente al oficial contralor de proyectiles guiados.
A pesar de todas las privaciones, era un cuarto con vista. Cuando se removía la cubierta de la escotilla exterior, el universo era vecino de Phillips, un infinito oscuro salpicado brillantemente con muchas linternas de colores para alumbrar el camino; alternativamente, al girar la Rueda, el grande y hermoso disco de la Tierra aparecía ante él, tan cerca, como para tomarla con las manos.
Ocasionalmente, tras de un delgado panel de metal, Phillips oía a Danton moverse en lo que debía ser una cabina gemela de la suya. ¡Aislamiento! Pensó agriamente Phillips y se alegró de tener un micrófono de oído para su grabadora.
Si su camarote era diminuto, el dormitorio de la tripulación era imposible. Como vagabundos que rentaran camas piojosas, por hora, en los mesones más miserables, la tripulación dormía por turnos en literas acabadas de desocupar por el turno anterior y, al deslizarse en ellas, sus rostros no estaban a más de seis pulgadas de distancia de la lona de la litera superior.
Por lo menos no había piojos.
La comida, principalmente alimentos congelados para ahorrar espacio en el transporte, evitar los servicios de un cocinero y el espacio necesario para una cocina, era sorprendentemente buena, y aunque al comer por turnos no se podía evitar el amontonamiento humano en el pequeño comedor, era casi necesario comer al unísono para evitar hacer una madeja con los brazos.
Siempre había una línea eterna esperando una oportunidad para hacer uso de la ducha o de los servicios sanitarios. Ocasionalmente celebraban juegos de frontón, a gravedad cero, en el cubo de la Rueda —contra todos los reglamentos, pero aun Danton participaba en ello— y juegos más arriesgados, fuera de la Rueda, en trajes espaciales o en los taxis de dos cohetes. Inevitablemente se practicaban juegos de cartas, ajedrez y las damas.
Los hombres no hablaban cuando Phillips estaba cerca. Lo miraban fríamente o lo ignoraban.
Aun cuando los llamaba a su cuidadosamente preparada cabina, la arcilla de Roschach sobre la mesa, la grabadora fija en la parte inferior, se mostraban hoscos y monosilábicos. Sabían para qué estaba él con ellos y lo resentían violentamente. Sólo las órdenes explícitas de Danton los hacían acudir a él.
Phillips grababa todo. Ashley se encantaría con las grabaciones. Todos parecían estar deprimidos al punto de convertirse en maniáticos. Ninguno de ellos se daba cuenta de que la arcilla que oprimían entre sus dedos —ya que todos eran compulsivos y tomaban lo primero que estaba al alcance para mantener las manos ocupadas— revelaba más acerca de ellos que nada de lo que hubieran dicho.
Alumbaugh, Baker, Charman, Dean, a todos diagnosticó Phillips basándose en los pedazos de arcilla que dejaban sobre la mesa. La sicología había avanzado a pasos agigantados en el último cuarto de siglo; las manchas de tinta de Roschach, interpretadas por el paciente, se convirtieron en los trozos de arcilla de Roschach manipulados inconscientemente por el paciente, y Phillips pudo clasificar a los tripulantes con certeza: esquizoides, cicloides, paranoides, homosexuales, sádicos, homicidas incipientes... todos sicópatas.
En cierto modo, parte de esto era injusto. La moral era mejor de lo que podía esperarse entre hombres que trabajaban, manualmente muchos de ellos, en turnos de doce a dieciséis horas diarias y viviendo en condiciones que se hubieran antojado un castigo cruel y poco usual aun para los criminales más irreformables. Por otro lado, no era tan buena como podría haber sido bajo la guía de un psicólogo experimentado.
Aun así, no les confiaría Phillips las decisiones que requería la seguridad de una pequeña ciudad. Ya no dudaba: ellos tenían personalidades inestables en un medio artificial y antinatural.
Era un dilema: sólo hombres con defectos del carácter huirían de las diarias tensiones y decisiones de la vida en la Tierra; sólo hombres de ese tipo conquistarían el espacio porque sólo ellos desearían hacerlo, y tales hombres no podían ser responsables del futuro de la Tierra.
Si algo podía ser llamado un barril de pólvora, era esto, esperando una chispa que volara al mundo que suponía proteger.
Sólo existía una salida; la conquista del espacio tendría que sacrificarse en aras de la seguridad de la raza humana.
La decisión era de Ashley, pero Phillips la confirmó. El problema era cómo fundamentarla.
Las entrevistas grabadas, sus propias notas y observaciones, los reveladores resultados de los trozos de arcilla —conservados en una pequeña caja de seguridad mientras él estaba ausente de la cabina— quizá fueran suficientes para satisfacer al jurado que decidiría la suerte de la Rueda; aunque los neófitos siempre ven los trozos de arcilla con la misma desconfianza con que los iletrados suspicaces miraron los libros en alguna época.
Phillips deseaba más las conversaciones casuales de la tripulación cuando creían estar solos, por ejemplo, pero no tenía los conocimientos técnicos suficientes para instalar micrófonos en el dormitorio de los tripulantes. De cualquier modo, siempre habría alguien ocupándolo.
Con la ayuda de Danton podría arreglárselas pero antes tendría que estar seguro de que su evidencia era suficiente para justificar la necesaria decisión. Sólo entonces podía correr el riesgo de que el análisis de Danton podía ser incorrecto.
Phillips recorría la Rueda con su problema, buscando algo patente, algo que pudiera señalar y decir:
—¿No ve? He aquí un hombre que se ha derrumbado bajo la tensión. Él ha hecho esto o dejado de hacer aquello en un acto inconsciente de su deseo de agresión paranoica o su impulso suicida. Puede llevar a cabo también un acto que destruya a todo ser viviente sobre la Tierra.
Pero no había nada que señalar.
Tan neuróticos como ciertamente eran los miembros de la tripulación, tan sicopáticos como muchos de ellos parecían ser, en su trabajo hacían sólo aquellas cosas que se suponía debían hacer y no se olvidan de nada. Las áreas de la Rueda Pequeña que eran vitales para el bienestar de los hombres que la habitaban —¿y cuál no lo era?— se conservaban en inmaculadas condiciones, más inmaculadas y con mejor aspecto que los hombres que las atendían.
La sala de control, que distribuía la energía obtenida de la radiación, enfocada a un calentador de mercurio mediante un espejo solar, se mostraba implacable. El sistema del aire acondicionado, que extraía el dióxido de carbono y la humedad del aire, inyectaba oxígeno fresco y conservaba la presión interior del satélite, era atendido con tanta solicitud como un bebé delicado. El cuarto de bombas brillaba y la planta de recuperación de agua burbujeaba alegremente en su tarea de hacer potables los desechos.
Phillips llegó al cuarto de observación terrestre.
La pantalla estaba activa, pero se había permitido que el telescopio se descentrara. La vista del área bajo la Rueda, era borrosa e indescifrable.
Sólo había un tripulante de servicio y estaba dormido en una silla cercana al mamparo que separaba el cuarto de observación terrestre de lo que fue antes servicio meteorológico y que ahora era dormitorio para treintaidós hombres.
Phillips sacudió bruscamente al hombre para despertarlo. Tan pronto como se abrieron los ojos del hombre, Phillips disparó:
—¡Nombre y rango!
Soñoliento, el hombre se puso en pie de un salto.
—¡Soldado Espacial de Primera Clase, Miguel Delgado, señor! —tartamudeó. Entonces reconoció a Phillips. Se sacudió de la mano que aún aprisionaba su hombro y volvió a la silla—. Oh, el médico brujo —dijo con insolencia.
—¿Está usted de servicio aquí?
—Sí, capitán.
—¿Usted solamente?
—No se ve a nadie más, ¿no es así?
—¿Sabe cuál es la pena por dormirse estando de guardia?
—Lo que diga el coronel.
—El coronel no tiene nada que ver con esto. La pena es automática y consiste en ser juzgado por una corte marcial, seguido por lo que la corte decida qué es pertinente, incluyendo la pena de muerte.
—El coronel lo decidirá —repitió tercamente Delgado—. Lo que diga el coronel está bien.
—Su lealtad para el coronel Danton es admirable. Lo malo es que no sea igual su lealtad para su país y la fuerza aérea.
—¿De qué sirve hacer tanto escándalo por una pequeña siesta? —Delgado se encogió de hombros—. No es tan importante.
—No hay nada más importante, ¿qué ocurriría si dejaras de ver una base de proyectiles a causa de tu pequeña siesta? A estas horas los proyectiles dirigidos podrían estar sobre Washington o sobre tu propio pueblo natal.
—¿Y quién quiere usted que haga algo como eso? —dijo Delgado sorprendido.
Phillips se dio por vencido.
—¿Dónde está el oficial de control de los proyectiles dirigidos?
—¿Quién?
—El oficial de control de los proyectiles dirigidos. De acuerdo con la tabla de organización, él está a cargo de la observación terrestre.
Delgado movió la cabeza estúpidamente.
—Nunca he oído hablar de él. Mejor pregunte al coronel.
—¡Eso mismo haré! —Phillips dio media vuelta tratando de no ver el irresistible bostezo de Delgado.
Era hora de ver a Danton.
Phillips sólo hubo de recorrer unos cuantos pasos. Tras de la siguiente puerta estaba el poco usado cuarto de observación celestial. Danton permanecía inmóvil frente a una de las pantallas amplificadoras. Phillips cerró la puerta cuidadosamente.
—¡Coronel! —dijo secamente.
Sin despegar la vista de la pantalla, Danton le hizo un gesto demandando silencio.
—¡Shhhh!
Phillips se acercó.
—¡Amos! ¡Es importante! —Miró de reojo la pantalla. En ella aparecía una vívida amplificación de un cuadrante de Marte, claro y rojizo, con los tan largamente discutidos canales claramente delineados.
—Oh, es usted, Lloyd —dijo Danton casualmente. Hizo girar su sillón—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Mejor sería preguntar: ¿Qué puedo yo hacer por usted? —dijo Phillips con seriedad.
—Está bien. ¿Qué puede hacer por mí?
—Puedo reportar una falta de respeto a su autoridad, una situación moral en decadencia y un posible desastre en la estructura interna.
—Bien, vamos —dijo perezosamente Danton—, creo que no es nada nuevo. Nunca ha habido mucho respeto por la autoridad en la Rueda Pequeña. Aquí afuera el uniforme y las insignias no son suficientes; un hombre debe ganar su propio respeto. La moral siempre ha estado en decadencia. Y siempre hay algo desastroso en la estructura. ¿Algo más?
—Acabo de encontrar a un hombre dormido durante su guardia. —Phillips vigiló la reacción de Danton.
El coronel saltó de la silla con movimiento fácil.
—¿Dónde?
—En la observación terrestre.
Danton tomó asiento nuevamente.
—¡Oh! Es una lástima.
—¿Eso es todo lo que tiene que decir, que es una lástima?
—¿Quién es el hombre?
—Miguel Delgado, su personalidad inestable y resentida no permite que se le haya dado jamás tal responsabilidad.
—Bueno, Loyd, tenemos que usar lo que tenemos. No creo que debamos ser demasiado duros con él. Tiene que trabajar ocho horas en las construcciones exteriores y después todavía le quedan seis horas más de una tarea aburrida y sin importancia...
—¿Sin importancia?
—Sin importancia para él.
Phillips estalló.
—En la fuerza aérea a la que pertenezco, los reclutas no son jueces de la importancia de sus trabajos.
—Supongo que Delgado sabe que tampoco es importante para mí.
Phillips estudió el bronceado semblante bajo los blancos mechones de pelo. Era un rostro que había envejecido más allá de su edad. Deseaba poder penetrar en él, llevar a Danton a su cabina con la grabadora bajo la mesa y la arcilla de Roschach a la mano, deseaba saber con certeza si Danton era paranoide como parecía.
Su táctica falló. Tendría que proceder sobre la suposición de la paranoia.
—No lo comprendo, Amos. Tiene usted el trabajo más duro que pueda estar encargado a un coronel de la fuerza aérea, quizá el puesto de mayor responsabilidad que existe, y no parece impresionarle en lo más mínimo.
—Tal vez mis valores sean diferentes —respondió secamente el coronel.
—La única respuesta posible es que doce años aquí afuera, sin un descanso o licencia, han alterado su juicio. —Danton empezó a hablar, pero Phillips levantó una mano y continuó, dispuesto a soltar el rayo que reservó para este momento—. No le sorprenderá saber que estoy informado acerca de las órdenes que el general Pickrell dejó en su expediente. Pero debe enterarse de esto: aquellas órdenes han sido destruidas. Usted podrá regresar a su hogar en el momento que así lo desee.
Por un momento Danton miró inexpresivamente a Phillips; entonces empezó a reír. La risa no era insana; ni siquiera histérica. Era la risa de un hombre que acaba de escuchar algo sumamente gracioso.
Finalmente Danton se limpió las lágrimas de los ojos y preguntó quedamente:
—¿Cree realmente que puede comprarme, no es así? ¿Cree que a cambio de algunas miserables semanas en la Tierra puede obtener mi ayuda para destruir la Rueda Pequeña?
—No era eso... —empezó Phillips, pero esta vez la mano de Danton se levantó.
—Ya lo escuché; ahora présteme atención. Claro que el Pescado, perdón, el general Pickrell puso esas órdenes en mi expediente y por una buena razón; una razón que quizá le diga algún día. Más tarde será un motivo de broma entre nosotros. Pero él nunca se ofreció a retirar esas órdenes y yo nunca le pedí que lo hiciera. ¿Por qué habría de desear ir a casa? Mi madre murió dos años después de que vine aquí, sí Lloyd, yo vengo de un hogar mal ajustado y ya no queda nada de ello que me interese lo suficiente como para traicionar a la Rueda en cambio. ¿Irme a casa, capitán? Mi hogar está aquí.
—Y por esa razón, Amos, usted no es un riesgo genuino.
—Los exploradores nunca han sido riesgos genuinos.
—No estoy hablando de riesgos de seguros; estoy hablando acerca del riesgo para la Tierra.
Danton sonrió.
—¡No continúe! Podría repetirle todo lo que el viejo cascarrabias le ha dicho. Sabe Dios cuantas veces me ha enviado las mismas órdenes: Bajo ninguna circunstancia iniciará acciones independientes, no importa cuál sea la provocación o el estado de las comunicaciones. Esperará siempre las órdenes de autoridades superiores. No necesito decirle, coronel, que no estoy satisfecho con una situación que incluye la posibilidad de que las decisiones finales estén en las manos de un hombre que no esté calificado para ello ni por carácter ni por entrenamiento.
Danton quedó en silencio por un instante. Su mirada se perdió en la pantalla luminosa que estaba frente a él.
—Ashley tiene un modo sórdido de proyectar sus propios deseos y carácter, en su concepto mental de sus subordinados. ¿Quién piensa que va a disparar un proyectil guiado, sin órdenes de la Tierra o sin confirmar y reconfirmar esas órdenes?
—Un neurótico podría. Cualquiera que se derrumbe bajo la angustia de estar esperando con el dedo en el gatillo. Aun usted, Amos, tan cierto como que el espacio es su hogar, aun usted podría derrumbarse. Y usted tiene en sus manos el poder de hacerse el dictador o el destructor del Mundo.
Esto pareció animar a Danton.
—Dictador, quizá, ¿pero por cuánto tiempo? Hay neurosis y neurosis, Lloyd; algunas son peligrosas y otras meramente funcionales. El temor a las alturas, por ejemplo, ha librado a muchas gentes de caer desde lo alto. Yo creo que nuestro tipo de neurosis es peligrosa sólo cuando está reprimida.
—Por desdicha, usted no es un psicólogo profesional —respondió Phillips cautelosamente—. Mi opinión personal es que la Rueda Pequeña está peligrosamente cercana a la inestabilidad. A usted le cuesta mucho esfuerzo hacer que cada parte de la Rueda esté equilibrada con la parte diametralmente opuesta. Es mucho más importante que los hombres que la tripulan, quienes deben tomar las decisiones, estén cuidadosamente equilibrados.
»En un ambiente que se distingue por servicios de guardia descuidados, falta de respeto a la autoridad, usted se las ha arreglado para inspirar una gran lealtad personal entre sus hombres. Quizá usted pueda mantenerlos bajo control. Pero le pido que considere esto: ¿qué pasaría si usted muriera o lo relevaran repentinamente del mando? —Phillips recordó, al decir esto, la temerosa mirada de Ashley cuando se preguntaba si Danton acudiría a Tierra en el caso de que lo llamaran.
Phillips continuó.
—Sus hombres son nerviosos, irritables e inestables. La Rueda es un barril de pólvora en espera de una chispa.
Danton volvió el rostro, para mirar a Phillips, con los labios sonrientes pero la mirada dura.
—Nerviosos, sí; irritables, tal vez; pero inestables, ¡uh, uh! Una fuerza liberada siempre es estable. Es la fuerza contenida la que es inestable, y sólo esa fuerza puede explotar.
»Seguro que somos nerviosos, pero tenemos derecho a serlo. Estamos sujetos a una docena de riesgos desconocidos para los hombres de la Tierra. Estamos conscientes continuamente de nuestro medio ambiente porque tenemos que traerlo todo. Vivimos en un mundo hueco, de setenta metros de diámetro; sus paredes no son más gruesas que una pulgada. Nos enfrentamos a una muerte inminente debido a causas tan exóticas como quemaduras solares, proyectiles meteóricos, asfixia y envenenamiento por radiación.
»Si no se muere por causas violentas, Lloyd, no se vive para llegar a sesenta años de edad. A mí no me importa. No estaría en otra parte ni aunque me ofrecieran vivir el doble. Esa es la nerviosidad de que habla, yo la llamaría conciencia del peligro, y mientras se esté nervioso, se puede estar vivo.
»No necesitan tener miedo de nosotros allá abajo, bastante ocupados nos mantiene el conservarnos vivos.
La cosa ocurrió justamente a tiempo. Demasiado a tiempo, pensó Phillips mientras la alarma dejó escuchar su clamor de timbres y su parpadeo de luces de emergencia.
Danton se irguió y Phillips miró con asombro las delgadas paredes del gabinete. Para cuando soltó el aliento, que instintivamente retuvo en los pulmones, y se hubo asegurado de que el metal que lo separaba del vacío y la muerte no había sido perforado, ya Danton estaba al teléfono de la pared.
—¿Dónde ocurrió? —preguntó—. Muy bien, estaré allá en dos segundos. Aumenten la presión del aire y suelten el gas testigo.
Danton abrió la puerta y salió antes de que Phillips pudiera moverse. Los siguientes minutos fueron un caleidoscopio de confusión que de algún modo ofrecieron un resultado positivo.
Las puertas automáticas del laboratorio de pruebas de aire se cerraron. Los muros interiores fueron perforados por un meteoro que pudo desgarrar la coraza que detenía el noventa y nueve por ciento de los que golpeaban la Rueda. Bombas de aire, de emergencia, aumentaban la presión interior para dar a los hombres atrapados dentro, tiempo suficiente para ajustarse los yelmos de oxígeno de emergencia, localizar las perforaciones por medio del inofensivo coloreado gas testigo que se inyectó a la sección, y obturarlas.
Pero algo salió mal.
—¿Por qué tardan tanto? —preguntó Danton.
De un enjambre de hombres desempeñando tareas incomprensibles en el exterior de la puerta estanco, un rostro sudoroso se volvió. Phillips reconoció al teniente Chapman, el encargado del control del aire.
—No lo sé. Ya debieran estar fuera. Fred está dentro y el joven Grant. Todo lo que se oye es un quejido débil. Alguien está vivo. Hay dos hombres en el exterior tratando de tapar las fugas desde afuera. Hasta entonces no podremos abrir la puerta. ¡Aguanten!
Se volvió al tripulante más cercano a él, que tenía unos auriculares.
—La presión está subiendo. Sí, aquí está el reporte. La fuga está obturada. Tardará sólo un par de minutos.
—¿Fuga? —preguntó suavemente Danton.
Chapman lo miró y dijo:
—Sí señor. Una fuga.
Los minutos pasaron lentamente.
—Está bien —dijo Chapman—. Abran.
La puerta se abrió. A través salió una neblina roja. Phillips la olió suspicazmente, pero era inodora. Segundos más tarde sacaron a dos hombres del cuarto, uno con la cabeza descubierta e inánime, en los brazos de uno de sus compañeros que llevaba sin esfuerzo un tercio del peso que hubiera tenido que cargar en la Tierra. El otro hombre salió por su propio pie, tambaleante, y con el yelmo puesto.
Danton dijo con impaciencia:
—¿Y bien, que espera?
Phillips lo miró. Danton fruncía el ceño.
—Usted es médico. Hágase cargo de ese hombre. —Señaló al hombre inconsciente que había sido depositado cuidadosamente en el piso.
—El otro está en estado de shock —objetó Phillips—. También necesita ayuda.
—Vivirá. De todos modos no me importa. —Dijo Danton en tono cortante. Y notando la vacilación de Phillips, lo empujó con rudeza en dirección al hombre que yacía en el piso—. ¡Muévanse, con un demonio!
Phillips empezó a examinarlo. Danton, ya sin emoción en la voz, dijo:
—No lo entiende Phillips, ¿no es verdad? Cuando ese meteoro nos tocó y el aire empezó a escapar, Grant olvidó todo lo que aprendió. Se quedó paralizado. Fred empleó segundos preciosos en ponerle el yelmo, para entonces era ya demasiado tarde para ponerse el suyo.
Phillips levantó la vista. Habían quitado el yelmo a Grant. Su rostro juvenil no estaba abierto y animado. La nariz sangraba sobre sus labios y barbilla. Los ojos, abiertos y sin expresión, miraban fijamente; sus labios se movían pero no articulaban ningún sonido.
Repentinamente Phillips se sintió furioso. Era el único hombre normal en la Rueda y se le impedía prestarle ayuda.
—Está en estado de shock —dijo con ira.
—Los astronautas no sufren de shock. No podemos permitirnos ese lujo. Nuestras vidas dependen de la habilidad de cada uno de nosotros para actuar con energía en las emergencias en las que otros hombres serían víctimas del shock. Si un hombre no es capaz de reaccionar así, en toda ocasión, no pertenece a este grupo.
Phillips se puso en pie lentamente.
—¿Qué hace usted? —demandó Danton con rudeza.
—Está muerto —dijo Phillips.
Antes de que Phillips pudiera hacer ningún movimiento, Danton abofeteó violentamente a Grant. La cabeza del muchacho se sacudió, pero sus ojos continuaron inexpresivos.
—¡Asqueroso espía! —gritó Danton.
Cuando Phillips se volvió hacia Grant, Danton lo taladró con ojos enloquecidos. Phillips se detuvo. En un instante se aplacó la agitación del coronel. Dijo, casi calmadamente, a Chapman:
—Llévenlo a la enfermería. Cuando vuelva en sí, díganle que recoja sus cosas. Aquí ya acabó.
—Necesita atención inmediata —dijo Phillips con los dientes apretados—. Suero y...
—Se la darán. Venga conmigo.
A su pesar, Phillips siguió a Danton hasta su propia cabina. El coronel abrió la puerta y entró sin decir palabra.
Cuando Phillips lo hubo seguido y cerrado la puerta, Danton le dijo con tono ligero:
—Usted cree que fui muy duro con el chico.
Phillips llevó una mano a sus espaldas para accionar la grabadora que tenía oculta bajo su mesa.
—Sus leyes son duras.
—Este es un sitio duro; tenemos que ser duros para permanecer aquí afuera. No culpo al chico por ser tonto. Yo fui joven, y tonto también, y casi me regresaron allá abajo por serlo. La razón por la que lo regreso es porque no hizo lo debido instintivamente: retuvo el aliento en vez de soltar el aire, usted vio sangrar su nariz. La expansión de gases en sus pulmones lo ocasionaron; lo mismo podía haber arrojado los pulmones. Lo culpo por no ponerse el yelmo de emergencia. Lo culpo por matar a un hombre, a un buen hombre, a un hombre que no podemos permitirnos perder.
—No debía haberlo abofeteado.
—¿Lo hice? —dijo Danton, sorprendido. Debió haber visto la respuesta en el rostro de Phillips—. Siento haberlo hecho.
—¿Y llamarlo espía?
—¿También eso, eh? Tampoco debí hacerlo. —Danton sonrió sin alegría—. No sé por qué estoy discutiendo con usted el hecho de enviar de regreso a un muchacho. Usted es el que desea enviarnos a todos de regreso.
—Yo no. El general Ashley.
—Oh, sí, el general Ashley. Nos va a dar qué hacer —Danton dio un paso hacia delante y distraídamente tomó el trozo de arcilla de la mesa—. Aquí leemos sus artículos con profundo interés.
—¿Les llegan las revistas de sicología?
—Microfilms de cosas que nos interesan. Muchos de nosotros deseamos saber por qué tuvimos que salir de la Tierra. Pero usted no ha encontrado la respuesta con sus investigaciones acerca de hogares desdichados y neurosis, e inseguridades.
—¿Qué le da esa certeza?
—Muy fácil. Mis hombres no son tan simples. Es como un Neanderthal notando un arco-iris cada vez que llueve y decidiendo que la lluvia origina el arco-iris. La lluvia es parte de él, pero el Sol es más importante. Proporciona la energía. No se pueden reducir todos los impulsos —el espíritu de aventura, la criminalidad, la grandeza— a simples causas y efectos. Después de que todas las causas sean eliminadas, aún se tendría algo indefinible que hace Hombre de un hombre; un animal curioso, ansioso de buscar.
—No puede negar, sin embargo, el hecho de que ustedes son unos chicos, jugando a los exploradores, demasiado inmaduros para afrontar los problemas diarios de la vida allá abajo.
Danton no mordió el anzuelo. Sonrió.
—¿Es así como le parecemos? Bien, quizá lo somos. Pero sería muy triste para la raza humana si todos sus progresos tuvieran que ser explicados en función de los niños que huyen y encuentran algo nuevo y maravilloso detrás de la colina.
» ¿Se ha preguntado alguna vez, Lloyd, por qué el general Ashley lo eligió para hacer su operación de campaña? Usted es un oficial capacitado, ciertamente, pero tendrá que admitir que su rango en la fuerza aérea es de categoría menor.
—Soy joven. Mi promedio de adaptación es bueno.
—¿Pudiera ser —preguntó amablemente Danton—, que él estuviera seguro, de antemano, de la clase de reporte que usted presentaría a su regreso, sabiendo previamente su reputación y sus convicciones...?
Danton dejó morir la pregunta en el silencio de Phillips. Finalmente éste se encogió de hombros.
—Eso no importa. Regresaré en el próximo cohete. Ya tengo todo lo que necesito. Y mi reporte será el que cualquier psicólogo competente rendiría. —Contestó mirando desafiante a Danton.
Danton rio quedamente.
—No se preocupe. No lo detendremos. Podríamos hacerlo, pero no. El Cascarrabias enviaría a alguien más, y ese alguien pudiera no ser tan fácil de tratar como usted. ¿Qué va a decir a Ashley?
Phillips estudió a Danton durante un momento. El asunto de la paranoia estaba definido. Ahora tendría que decidir si la evidencia era suficiente o si tendría que correr el riesgo de empujar a Danton hasta el punto crítico. Decidió correr el riesgo.
—La Gran Rueda se ha hecho cargo de todas sus funciones no militares: observación meteorológica, investigación científica, retransmisión de radio...
—Y están haciendo un buen negocio con ello.
—Si la Rueda Pequeña no tiene otra función que la de observación y lanzamiento de proyectiles dirigidos —continuó imperturbable Phillips—, no tiene ya razón para existir. No puede hacer esas cosas satisfactoriamente, excederse en su cumplimiento. No puedo garantizar la solidez de los hombres que hay aquí.
—¿Y de quién puede garantizar la solidez? —Preguntó Danton—, usted ha visto al general Ashley y me ha visto a mí. ¿Cuál dedo le gustaría que estuviera en el gatillo?
—El pueblo ha escogido al general Ashley.
—¿Cuál pueblo? La única persona que escogió al general Ashley es el general Ashley.
Phillips insistió tercamente.
—Él fue elegido a través del funcionamiento adecuado de un gobierno democrático. Nadie puede ser autorizado para sustituir sus pertenencias personales o sus propias decisiones.
—¿Aun cuando “la elección del pueblo” sea obviamente un megalómano afligido por agorafobia? —Danton vaciló; cuando habló nuevamente, su voz tenía un tono de excusa—. Eso no fue justo. Lo mencioné solamente para probarle que usted confiaría en el general Ashley para este puesto, si pudiera resistirlo, menos todavía de lo que confía en mí. Ashley lo envió a usted aquí con una pregunta que sólo tiene una respuesta: no se puede confiar en nadie.
—Bueno, ¿no es esa una buena razón para regresarlo?
—Si ese fuera nuestro único propósito aquí afuera, y realmente pudiéramos servir a ese propósito como todos creen, sí, ciertamente. Pero no haría ningún bien, porque hay diez veces más poder destructivo almacenado allá abajo esperando un dedo nervioso que lo desencadene.
Danton miró directamente a los ojos de Phillips, con un tic nervioso en un párpado.
—Usted sabe la verdadera razón por la cual Ashley no nos quiere aquí. No teme en realidad que disparemos sin órdenes. Su verdadero temor es que nos ordene disparar y que no lo obedezcamos.
¿Cuánto del argumento de Danton era verdad y cuánto era casuística?
Se preguntó Phillips. Y recordó entonces el temor de Ashley para ordenar a Danton regresar a Tierra y no ser obedecido, y pensó: Si, Ashley está preocupado por eso.
Eso arrojaba una nueva y reveladora luz sobre Ashley, pero no cambiaba las premisas básicas de la situación: aún quedaban hombres que podrían destruir el mundo, si no eran más de lo que se espera que sea un ser humano.
El golpe en la puerta fue como la puntuación de sus pensamientos. Cuando Danton la abrió, Chapman estaba en el marco jugando con un trozo de tubo delgado que traía en la mano.
—¿Lo encontraron, eh? —dijo Danton sin demostrar sorpresa.
—Aún huele a pólvora.
—¿Nadie trató de hacerlo desaparecer?
—No podía decirlo —dijo Chapman moviendo la cabeza.
Phillips pasó la vista del tubo a Chapman y de éste a Danton.
—¿Qué es lo que quiere decir? ¿Qué la pared del laboratorio fue perforada por una bala y no por un meteoro?
Danton se encogió de hombros con impaciencia.
—Por supuesto. Un meteoro de ese tamaño hubiera pasado de lado a lado. Dos agujeros. El proyectil tuvo que proceder de dentro. Y eso derriba sus teorías, señor Freud.
Phillips no se detuvo a pensar.
—Por el contrario, refuerza mi creencia de que los hombres son inestables. Lo suficiente para intentar un asesinato. O un suicidio.
—¿Usted cree que un astronauta hizo eso? Tenemos un respeto natural demasiado grande por los meteoros, para crearlos, además, artificialmente. Además, ¿dónde hubiera conseguido una bala un astronauta inestable? No. Esto fue sabotaje.
—¿De quién?
—Imagíneselo. Ya hemos tenido problemas anteriormente, por espacio de seis meses, para ser más exacto. —Danton miró a Phillips repentinamente, con ojos duros y fríos—. Por cierto, capitán, que usted fue el último en llegar.
Hubo un momento de embarazoso silencio mientras Phillips se inclinaba hacia adelante, incrédulo, y las sospechas de Danton llenaban el cuarto. La voz llana y aguda del amplificador del muro se escuchó claramente.
—Todos a las estaciones de emergencia. Los taxis se soltaron. Están a la deriva. Todos a las...
Danton cambió instantáneamente de expresión.
—Quizá estoy equivocado. —Una sonrisa apareció en sus labios—. Capitán aquí le dejo su arcilla de Roschach. —Y dejó cuidadosamente el trozo de arcilla sobre la mesa, antes de salir.
Phillips miró la puerta por la que se había desvanecido Danton. ¿Acaso llegó a sospechar seriamente de él? ¿O solamente era un reflejo de su paranoia? No tenía motivos...
Pero ahí estaba el tubo oliendo a pólvora recién quemada. Si es que efectivamente olía a pólvora, si fue realmente encontrado en el laboratorio de pruebas de aire, y si no fue colocado ahí por el mismo Danton.
El pensamiento se le presentó cuando pensó en que ocurrió justo en el momento en que él discutía con el coronel. Pero eso implicaría una habilidad de actuación más allá de las limitaciones de la paranoia. Si Danton puso el tubo, no era paranoico. Y si no lo hizo, entonces alguien trató de sabotear la Rueda.
Phillips se dio cuenta, un poco a destiempo, de que todo el caso referente a la Rueda dependía del estado mental del comandante. Miró en dirección a la mesa y se inmovilizó.
La arcilla que Danton depositara encima no era un trozo informe. Era una figura, la figura de un niño erguido y mirando hacia arriba. Con soltura, mientras hablaba, los dedos de Danton trabajaron modelando, creando una obra de arte. Así debía de juzgársele y no en términos sicológicos. Con unos cuantos toques hábiles, Danton creó lo que describía: el niño que huyó y encontró algo nuevo y maravilloso tras de la colina. Pero aparecía algo más que eso... el concepto de grandeza y...
Sin embargo, Phillips tenía que juzgarlo en sus propios términos y ahí era donde su derrota era mayor. Porque en aquella figura había entendimiento, compasión y fe en la Humanidad y ninguna traza de paranoia.
Y eso quería decir que Danton estaba realmente rodeado de espías. Tenía razón para ser suspicaz. Su neurosis era funcional.
El problema estribaba en que Danton sabía demasiado. ¿Qué dijo cuando se marchó? Capitán, aquí le dejo su arcilla de Roschach.
Eso implicaba que Danton se conocía a sí mismo perfectamente y a su estado psicológico, y que era un artista consumado como para crear lo que hizo.
Era demasiado. Phillips sintió que la cabeza le daba vueltas. La náusea jugó con su estómago como mareo espacial.
Deliberadamente tomó la figura, y la estrujó hasta convertirla nuevamente en una masa informe.
Pasaron algunos momentos antes de que recordara la razón por la que Danton saliera apresuradamente. Los taxis estaban sueltos, a la deriva. Y si los taxis se perdían, él estaba atrapado.
Al llegar al cubo lo encontró vacío. Sólo dos trajes espaciales colgaban de los soportes. Se metió en uno que era demasiado grande. Se escurrió a través de una escotilla y, enganchando cuidadosamente su línea de seguridad en una anilla adosada a la entrada, se impulsó para desprenderse de la Rueda.
Flotó suavemente, girando en la inmensa negrura de la noche; los puntos de luz de las estrellas semejaban rayas que cruzaban su visión como una fotografía astronómica de mala calidad. Con un breve tirón a su línea y empleando un instinto que nunca sospechó tener, Phillips disminuyó sus evoluciones.
Vio uno de los taxis, como una salchicha gruesa con escotillas de plástico, flotando suavemente al alejarse del brillante borde de la Rueda. Suavemente y, sin embargo, disminuyendo de tamaño con alarmante constancia. Entonces vio otro y otro más. Todos a la deriva. Hasta donde podía ver, no quedaba ninguno unido al satélite.
Los hombres se desbordaban por las escotillas de la Rueda, vistiendo los trajes espaciales. Dentro del aparente caos, existía un angustioso orden en silencioso movimiento.
Los astronautas enganchaban sus líneas de seguridad a los trajes de sus compañeros, en vez de hacerlo a la Rueda. Uno de ellos, el que encabezaba la increíble cadena, se desprendía ya del borde de la Rueda proyectándose con un impulso de las piernas alejándose hasta que la línea de seguridad se aproximaba a su máxima tensión; entonces saltó el hombre que le precedía.
Uno tras otro saltaron los hombres formando una cadena viviente, trabajando coordinadamente como una unidad dotada del instinto social de las hormigas termitas, tratando de alcanzar los taxis. Una débil llama escapó del traje espacial del primer hombre de la hilera, desviando su dirección hacia el más cercano de los pequeños navíos al garete.
Para Phillips eso tenía toda la potencia de un símbolo definitivo. Los hombres morirían, pero otros tomarían su lugar, y algún día cruzarían por el puente que el valor y sacrificio de sus camaradas construyeran, y alcanzarían las estrellas.
El taxi se alejaba más rápidamente, según parecía a Phillips, que la cadena que se extendía en su persecución. ¿Sería lo suficientemente larga?
Trató de proyectarse hacia el borde de la Rueda y algo lo detuvo. Alguien, vestido como él, había hecho presa de su cinturón con el gancho en que terminaban los brazos del traje. Phillips no podía ver quién era. El visor de los yelmos era obscuro para proteger contra los rayos ultravioleta. Pero reconoció una desvaída águila en el pecho del traje.
Su yelmo golpeó suavemente contra el otro. Transmitida a través de ese contacto, le llegó una voz metálica:
—¿A dónde cree que va? —Era Danton.
—Quizá no alcance la cadena.
Danton no necesitaba preguntar a qué se refería.
—Si no lo fuera, usted no puede hacer nada. Se requiere trabajo de equipo. Algo que usted tiene que aprender. Algo que se tiene que vivir. Cuando la vida de todos depende de la acción mancomunada, entonces se consigue con facilidad.
La deducción era clara: él no era parte del equipo, ni siquiera de ningún otro equipo.
—Pero es serio...
—Por supuesto que lo es. Si no alcanzan ese taxi, estamos plantados. No podremos traer las provisiones de los cohetes. No podremos terminar nuestro... trabajo.
—Hasta que les envíen otros taxis.
Aun a través de los yelmos, la voz de Danton sonaba irónica.
—Y eso es algo que Ashley puede vetar.
—¿Y usted cree que eso está haciendo Ashley?
—A usted le toca decidir.
—Mejor vamos a ayudarlos —dijo Phillips tratando de soltarse.
—¿Qué podríamos hacer por ellos? —preguntó Danton—. Sólo estorbar. Podrán hacerlo sin más ayuda.
Ante sus ojos apareció una vez más la cadena. El primer astronauta, con sus cohetes individuales lanzando breves chorros de llamas, estaba mucho más allá del segundo eslabón de lo que permitía la línea de seguridad. La había cortado. Phillips sintió escalofríos al darse cuenta de ello. Aquel hombre avanzaba solo, atravesando el negro río sin fondo.
Pero ya lo alcanzaba extendiendo un brazo hacia el taxi. ¡Falló! No, lo aferró a él. El traje espacial y el taxi se confundieron en uno solo...
Por primera vez Phillips se preguntó: ¿quién soltó los taxis y por qué? ¿qué estaría haciendo mientras todos estaban fuera?
Súbitamente, Phillips encontró la respuesta.
Se volvió, pero Danton no estaba a su lado. Se había ido, antes de que rescataran el taxi.
¿Iría Ashley tan lejos?, se preguntó Phillips a sí mismo, y la respuesta fue: sí. ¿Qué tan lejos iría para destruir la Rueda?, la respuesta fue: tan lejos como fuera necesario.
Phillips entró al cubo de la Rueda, alcanzando a ver cómo el taxi se dirigía hacia otro de los pequeños vehículos que derivaban lejos de la Rueda. Cuando se hubo terminado de quitar el traje, Danton no estaba a la vista. Phillips lo siguió, llamándolo:
—¡Danton! ¡Amos!
Las voces resonaron en la vacía Rueda. No recibió respuesta. El cuarto de control de peso estaba desierto. Así se encontraban la enfermería, el salón de bombas y el de control de aire. Phillips regresó al de observación celestial. Danton estaba sentado en una silla mirando calmadamente a la puerta hermética que lo separaba de la cabina de observación terrestre.
—Más vale que salgas, Grant —decía calmadamente Danton—. Te puedes hacer daño allá adentro. —Hablaba a un micrófono de pared.
De la bocina salió una explosión de risa histérica.
—Usted es el que saldrá dañado coronel, usted y aquellos estúpidos animales de allá abajo. —Era la voz de Grant—. Los proyectiles están listos, coronel y tengo mi dedo sobre el botón que los enviará. ¡Trate de sacarme y bomm! ¡Volará el Mundo! ¡Volará la Rueda!
—No podrás hacerlo, Grant —razonó Danton—. No tendrás tiempo de guiarlos. Se quemarán en la atmósfera.
—¿Grant? —Aunque Phillips lo sabía lógico, encontraba difícil creerlo—. ¡Pero si estaba en estado de shock!
Desde las primeras palabras de Phillips, Danton desconectó el micrófono.
—Así lo creímos —dijo volviéndose lentamente hacia el psicólogo—. Evidentemente caímos en un error. Lo de los taxis fue una diversión. Si tenía éxito, bien. Si no, aún le daría tiempo para apoderarse de la cabina de observación terrestre.
—¿Qué es lo que va a hacer?
Danton se encogió de hombros.
—Ya lo ha oído.
—¡Está loco!
—Usted es la autoridad competente para juzgar eso.
—¿No hay modo de caer por sorpresa sobre él?
—¿Antes de que oprima el botón? Ni por asomo, aunque no tuviera asegurada la puerta.
—¿No tiene algún gas? ¿Algo para hacerlo perder el sentido?
—¿Antes de que pueda darse cuenta de lo que ocurre? —Danton movió la cabeza con impaciencia—. No podemos hacer nada.
Phillips se aferró desesperadamente a su idea.
—¡Alguien se derrumbó finalmente! ¡Eso era lo que temía Ashley!
—¿Lo cree así? —preguntó Danton sonriendo. Sus ojos se clavaron nuevamente en la puerta.
—Continúe hablándole, Danton —le dijo Phillips rápidamente—. En su condición, si está solo demasiado tiempo, reunirá el valor necesario para oprimir el botón.
—Usted es el psicólogo. Háblale usted.
—¿Yo? —involuntariamente Phillips dio un paso atrás—. ¿Quién es su oficial de control de proyectiles guiados? El deberá saber cómo cortar el circuito de fuego, desarmar los proyectiles...
—Tuvimos uno pero lo transfirieron hace cinco años. Nunca lo remplazamos.
—Pero está en el personal reglamentario para...
—No nos serviría de nada. ¡Mire! —Danton giró en su silla. Oprimió un botón a un lado de la claraboya y la cubierta exterior se deslizó, abriendo paso a la noche—. ¿Ve aquello?
El gran círculo de brillante metal pasó ante la ventanilla.
—Eso es la pantalla antiproyectiles —dijo Danton sombríamente— y es absolutamente inútil. Está ubicada delante de nosotros, en la misma órbita, barriendo el espacio. Pero lo primero que haría un agresor sería enviar un proyectil con una carga de pólvora y perdigones. Cuando alcanzara nuestra órbita, yendo en dirección opuesta, explotaría y dejaría en nuestra ruta una nube de millones de pequeños proyectiles. Cada hora atravesaríamos esa nube. La primera vez, la pantalla antiproyectiles los interceptaría, quizá la segunda, pero para entonces parecería ya una coladera. Después, la coladera seríamos nosotros.
—Se podría devolver el golpe...
—¿Cómo? Aunque descubriéramos el proyectil al despegar, y supiéramos de donde procedía, nos llevaría horas hacer entrar un proyectil a la atmósfera, sin quemarlo. No, Lloyd, en una nueva guerra, nosotros seríamos las primeras bajas. Esto es un barril de pólvora, muy bien, y nosotros estamos sentados en él. Lo sabemos. Vivimos en él cada minuto de cada hora. Pero la mecha está abajo, y la única forma de salvar al barril es bajar y apagarla. O estar seguros de que nunca la encenderán.
—Entonces no hay razón alguna para que exista la Rueda Pequeña. La Gran Rueda ha tomado el desempeño de todas las otras funciones: observación meteorológica, retransmisión de televisión, investigación... Todo lo que resta es observación militar y envío de proyectiles. Usted ignora totalmente lo primero y no puede satisfacer lo segundo. Su presencia aquí es una tentación constante para resolver los problemas destruyendo su origen.
—¿Y destruirnos a nosotros? No somos tan estúpidos. No podemos existir independientes de la Tierra... todavía no.
—Las decisiones no son siempre lógicas. No lo son con frecuencia. Grant es el mejor ejemplo. ¡Deme ese micrófono!
Danton dijo suavemente.
—Creo que quizá él tenga sus razones. —Abrió el circuito del micrófono—. Pero, adelante.
Phillips dijo con vehemencia.
—¡Grant! ¡Soy el doctor Phillips!
—¿Qué es lo que quiere, ajusta-cabezas?
—¡Escúchame, Grant! ¡No oprimas ese botón! No tienes que hacerlo. Te garantizo que destruiremos la Rueda.
Durante un largo momento hubo silencio en la pequeña cabina donde la imagen de Marte brillaba desde la pantalla. Phillips se percató de pronto del olor de la Rueda, un compuesto de aceite y sudor humano, como un taller mecánico dentro de un cuarto de baños de vapor. Y encima, el acre olor del miedo.
Phillips sentía las gotas de sudor acumularse en su frente y escurrir hasta sus cejas.
Danton lo miraba. Phillips se volvió para encontrarse con el desprecio tolerante de sus fríos ojos.
El jadeo de Grant les llegó a través del altavoz.
—No me haga reír, ajusta-cabezas. Nadie me va a engañar. Cuando esté listo, voy a oprimir el botón. Nadie podrá detenerme.
Phillips habló fríamente.
—¡Escucha! El general Ashley me envió para hacerle un reporte, y el reporte que voy a hacer, Grant, borrará a la Rueda del cielo. Si oprimes el botón, el Mundo morirá, Grant, y tú morirás también. Tú no deseas eso. No tienes que morir, Grant. La Rueda está condenada.
—Aunque diga la verdad, no podrá hacerlo Phillips. Danton lo detendrá de algún modo. Está lleno de trucos. Encontrará el modo de escapar. ¡Pero no podrá impedir que yo oprima el botón!
—¡Por amor de Dios, Grant...! —suplicó Phillips.
—No tiene caso, doctor. Creo que está mintiendo. Porque Ashley me envió a hacer este trabajo y lo voy a hacer. Si no hay otro modo, me dijo, suelta un proyectil. Eso será el fin de la Rueda. ¡Y voy a hacer un trabajo completo! —Grant rio insanamente—. Voy a enviarle todos.
—Está completamente loco —murmuró Phillips.
Danton se inclinó hacia el micrófono.
—No tiene caso oprimir el botón —dijo calmadamente—. No hay ningún proyectil. —Desconectó la intercomunicación y se recargó en el sillón.
—Cuando un hombre ha tomado una decisión, la verdad no sirve de nada.
—¿Qué quiere decir... la verdad?
—Eso no servirá. Grant oprimirá los botones de todos modos. —dijo Phillips rápidamente.
—Que no hay ningún proyectil. La Tierra no está en peligro por nuestra causa. Lástima que no podamos decírselos. Pero no podemos. Por tanto, debemos vivir en constante expectación de que un momento de locura los haga enviar contra nosotros un proyectil para destruir una amenaza que no existe.
—¿No hay proyectiles? —Phillips movió la cabeza con incredulidad. Su rostro estaba cubierto de gotas de sudor—. ¿Qué sucedió con ellos? ¡Ustedes los tenían!
—Oh, los teníamos. Pero como Ashley temía, su existencia era una tentación constante. Así es que los empleamos para un propósito mejor.
—¿De qué habla? ¿Qué mejor propósito?
—Un momento. —Danton miró a través de la claraboya hacia las estrellas que pasaban, de múltiples colores y de brillo constante—. Usted habla de barriles de pólvora. Le diré algo de la pólvora. Solamente es peligrosa cuando se aprisiona. Extiéndala al aire libre, préndale fuego, y todo lo que hará será dar una luz brillante y un sonido silbante. Mire, ahí está la Tierra. —Aquella rodaba más allá de la ventanilla, brillante por la luz solar del ocaso, como una joya increíble descansando en el terciopelo de la noche—. Ese es su barril de pólvora, masas de humanidad prisioneras en recipientes estrechos, más gente a cada minuto. Si no se les da algún escape, la explosión será inevitable. Cualquier cosa podrá encenderla; una chispa accidental, combustión espontánea...
—¿Y ustedes son el escape?
—Simbólicamente. No hay medio práctico de aliviar las presiones, a no ser mediante el control de la natalidad. No podemos exportar nuestros millones excedentes a los planetas o las estrellas. Pero podemos dar un escape a su exceso de energías, a sus agresiones frustradas, a sus sueños latentes. La existencia de una tierra de conquista es suficiente; no están obligados a ir todos.
Danton hizo una pausa con los ojos fijos en la claraboya; por un instante el tic de su párpado se alivió.
—¡Mire, ahora! —Pasó flotando enfrente la extraña armazón de tanques esféricos y motores cohete—. Ese es nuestro escape. Ahí es a donde han ido los proyectiles; sus motores son unidades para nuestra nave, sus cargas se han convertido en plantas atómicas. Las diseñamos con ese propósito.
Phillips dijo lentamente:
—Eso abarca todos los delitos del código: desobediencia, insubordinación, abandono del deber, uso indebido de materiales, motín...
Danton hizo todo a un lado con un movimiento de la mano.
—Palabras. No tienen importancia. Sobrevivir es lo importante. Y esa nave es la clave de la supervivencia.
—¿A dónde va en esa cosa?
Danton miró la amplificación fotográfica de la pantalla de proyección.
—Marte.
Phillips estudió el rostro duro y moreno. ¿Loco o profeta? ¿Traidor o algo más grande que patriota? Tendría que decidirlo pronto. Miró de nuevo a la claraboya, pero la endeble estructura había desaparecido.
—¿En eso?
—Los vikingos cruzaron el Atlántico en sus pequeñas naves dragón.
—¿Y cómo espera lograrlo?
—Planeábamos esperar hasta poder anunciar un viaje con éxito, pero es demasiado tarde para ello. Ashley está desesperado; podría no fracasar la siguiente vez. Quizá no estemos aquí cuando regrese la nave. Ahora daremos la noticia de que la nave partirá pronto. —Danton sonrió—. Y que lo niegue Ashley si se atreve.
—Nunca descansará hasta acabar con la Rueda.
—También lo dejaremos que trate de hacerlo, cuando el Mundo sepa lo que vamos a hacer. Es nuestra carta escondida, los sueños de billones de gentes. Regrese, Lloyd. Dígales que todos somos neuróticos, locos, y que no están en peligro a causa nuestra. Hemos convertido nuestras espadas en sueños. Les enseñaremos la Rueda, les mostraremos la nave de Marte, y los invitaremos espiritualmente, al primer viaje a otro mundo. Ellos vendrán. No pueden negarse. Son hombres como nosotros; son soñadores.
—No les es suficiente estar aquí afuera —dijo Phillips quedamente—. Todavía desean huir más lejos.
—Llámelo huida si así le place. Otros hombres lo llamarían conquista o aventura. Palabras. No importa, lo que hace correr al hombre es lo que hace, hacia donde va y lo que ello significa. ¿Qué le hace correr a usted, Lloyd?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Phillips alertado.
—Usted ha sido analizado. ¿Qué lo condujo a ser un psicólogo? ¿Qué lo hizo enlistarse en la fuerza aérea? ¿Qué lo forzó a investigar los motivos ocultos de los astronautas? ¿Qué fue: un hogar destruido, una madre excesivamente protectora o un padre desinteresado? ¿Cuál complejo fue? ¡Nómbrelo!
El pánico recorrió las venas de Phillips. No es posible que lo sepa. Está sólo tratando de adivinar.
—¡Nómbrelo! —continuó Danton sin detenerse—, no me importará un comino. Lo que me incumbe es que usted es muy buen material de astronauta, demasiado bueno para desperdiciarlo. Usted es de los pocos escogidos, uno de los primeros capaces de respirar el aire que no sube a tierra porque aún le queda algún temor. Es una lástima. Necesitamos hombres como usted. Nos puede ayudar a terminar con todo, así nuestras pequeñas disputas con Ashley como la gran victoria sobre Marte.
»Podemos usar sus conocimientos de sicología para ayudarnos a elegir a los hombres que deban hacer el viaje, permaneciendo sanos, y regresar a informar de su éxito a nosotros y al Mundo. Nos ayudaría a redactar nuestros llamados a la imaginación de los hombres, llamados que abrirían sus corazones y darían forma a sus sueños. No tiene que regresar; puede declararlo esencial y conservarlo aquí hasta que Cascarrabias o yo hayamos muerto de viejos.
—¿Ayudarlo a hacer eso? ¿Defraudar al pueblo como han defraudado ya al gobierno y sus defensas?
—La exploración de lo desconocido siempre es un fraude —dijo Danton, con la mirada perdida en la lejanía, recordando—. Porque no podemos saber, por definición, qué es lo que vamos a encontrar, no podemos dar las razones verdaderas que justifiquen el hallazgo o el viaje. Y las razones que nos damos a nosotros mismos serán siempre erróneas, porque la única razón real es que había algo desconocido en espera de ser descubierto.
»¡Fraude! —repitió Danton, con el tic del párpado nuevamente en acción—. Le contaré de cierto fraude. Cuando vine aquí por primera vez, mis ojos estaban llenos de visiones y mi cabeza navegaba entre sueños. Y encontré que las visiones eran falsas y los sueños equivocados.
»Así fue cuando yo hui. Hui al S.1.1. Usted sabe lo que es, la nave que recorre la misma órbita que la Rueda Pequeña, cien millas más adelante, en la que Rev Mc Millen conquistó el espacio por primera vez y en la que murió porque no pudo regresar.
» ¿Sabe lo que encontré? Un cascarón vacío. Nunca hubo nadie dentro. No fue construida para llevar un pasajero, no con los fondos que se disponían y Bo Finch, Pickrell y otros más, perpetraron un fraude al pueblo para que el espacio pudiera ser conquistado. Y lo fue por las razones erróneas y del modo equívoco.
»Las visiones eran erróneas. Los hombres jamás encuentran lo que buscan. Eso los mantiene buscando. Y nunca encontraron aquí afuera lo que buscaban, ni paz, ni bienestar económico, ni la conquista final.
»Aprendí entonces, como todo hombre que quiera llegar a ser hombre, que hay que ser más fuerte que los sueños, que debe ser capaz de verlos hechos pedazos y continuar. Llámelo infantil. Llámelo como guste.
La voz de Danton se apagó. Ahora parecía un anciano, en vez de un hombre menor de cuarenta años con el pelo prematuramente blanco.
—Sin embargo, el hecho es que eso es el alma del hombre y su salvación. Somos fabricantes de sueños y el último sueño es el mejor, no importa cuántos hayan sido destruidos antes.
»Vuelva allá abajo, capitán Phillips. Vuelva si así lo desea, y dígales lo que yo he dicho, todo absolutamente. Y yo mentiré, lo llamaré mentiroso, las mentiras no tendrán importancia, así como no la tienen los sueños rotos.
»La gente creerá en mí porque soy un soñador y ellos entienden los sueños. Este es el sueño más nuevo acerca del sueño más antiguo, la conquista del medio del hombre, del Universo.
»Y ese sueño es invencible.
La puerta de la cabina de observación terrestre se abrió. Grant salió, tambaleándose, con el rostro en blanco. Sus ojos eran inexpresivos.
—Oprimí los botones —dijo sin entonación—, los oprimí y no sucedió nada.
Danton estaba de pie desde que se abrió la puerta. Grant chocó con él. Al contacto, se desplomó. Hundió su rostro en el pecho del coronel y rompió en sollozos.
Danton le palmeó el hombro paternalmente.
—Está bien, está bien. Es duro enfrentarse a la verdad, siempre lastima. Lo sé porque he pasado por lo mismo.
Miró a Phillips.
—Véalo —dijo calmadamente—, no es de los hombres neuróticos de aquí de lo que haya de temer, no de los que han salido. Los peligrosos son los que salieron buscando otra cosa, dinero, o gloria.
Phillips miró a Danton durante un momento, después volvió la vista a las estrellas que aparecían enmarcadas por la claraboya. Brillaban vivamente, pero no tanto como Danton.
El coronel tenía razón.
Phillips no podía decir cuando se dio cuenta, finalmente, de ello. Quizá fue unos minutos antes mientras le suplicaba a Grant, no un astronauta, sino un terrestre desplazado, que perdonara a la Tierra. Quizás fue desde antes, cuando vio a los hombres del espacio construir un puente humano hacia las estrellas y sintió el impulso de ayudar. Quizá lo vio en la compasión y comprensión que descubriera en la arcilla de Roschach.
Pero también pudo haber sido mucho antes, cuando se dio cuenta de que él mismo era un astronauta, uno de los que respiraban aire y que se arrastró hasta la tierra firme para obtener la conclusión tan satisfactoria de que nunca más volvería al mar materno.
Si se tiene suerte, hay un momento de la vida en que se puede conocer alguien así mismo. Pero el concepto del animal humano tendría que cambiar radicalmente.
La cualidad básica de la vida es el movimiento. Un animal inmóvil es un animal muerto. Los carnívoros y sus presas lo saben instintivamente.
Y el hombre es un animal insatisfecho. Satisfáganlo y dejará de ser un hombre. Aquiétenlo y dejará de vivir.
Phillips permaneció con los pies firmemente plantados contra la fuerza centrífuga que simulaba un tercio de la gravedad terrestre normal, sabiendo donde estaba, con el seguro instinto de un astronauta. Estaba a 1.075 millas de la superficie de la Tierra, en una órbita de dos horas, en un satélite que giraba sobre su eje cada veintidós segundos.
La Tierra estaba adentro. Él estaba afuera, y con decisión, valor y sacrificios infinitos, podía permanecer afuera.
Se movía. Vivía. Y al permanecer vivo aquí, venciendo a los eternos enemigos, calor, frío, falta de aire, distancia, aceleración, meteoros, y a los demás hombres mantenía viva a la Humanidad.
Una sola vez en la vida, si tiene suerte, el hombre encuentra algo que valga la pena hacer. Él lo encontró.
El largo viaje a las estrellas era la cosa más humana que pudieran hacer los hombres. Conservaría a toda la raza humana.
El primer viaje fallaría, seguramente; quizá el segundo y el tercero. Pero algún día el hombre retornaría del largo viaje, si los hombres que nacieron equipados para llevar a cabo la tarea no perdían la fe.
Él era uno de ellos.
Fin