LA GRAN RUEDA (James E. Gunn)
Publicado en
diciembre 15, 2017
I
Desnudo y anónimo me estremecí en el frío corredor con los brazos cruzados sobre el pecho; una cifra humana esperando en una línea de hombres igualmente desnudos, igualmente anónimos.
El hábito hace al monje, pensé. Pero no era eso exactamente. Las ropas nos dan el valor de ser hombres. Sí, eso era un poco mejor.
Algo se puede decir en favor del nudismo: sin sus ropas, todos los hombres son hermanos. Ricos, pobres mendigos...
Era apropiado que estuviéramos ahí parados y desnudos. Por algún desconocido pecado, algún crimen insospechado contra la sociedad, perdimos el derecho de ser hombres. Nos despojaron de nuestros trabajos, del lugar que nos correspondía en la sociedad. Se nos arrancó el orgullo y la hombría. Ninguna indignidad sería demasiado grande para expiar.
La inseguridad hace así a los hombres.
Este no era diferente de ningún otro proyecto del gobierno: prisas para llegar, prisas para desvestirse, prisas para esperar. Tenía la esperanza de que fuera sólo ineficacia. No me gustaría pensar que era una política de trato, una indignidad calculada para hacernos más maleables.
Pero en aquellos días había muchas cosas que no me gustaba pensar.
La línea se movió con impaciencia. Alguien tosió. Miré el reloj. Media hora. Me estremecí nuevamente.
El hombre que estaba frente a mí se volvió, haciendo una mueca. Era grande, rubio y de vientre prominente.
—¿Frío?
—Bastante.
—Debería tener algo de aislante como yo —dijo, palmeándose el vientre—. Pero si cree tener frío, mire al tipo que está a su espalda.
Me volví. Tras de mí estaba un muchacho delgado, de cabellos oscuros. Lo miré fijamente sin poderlo evitar. Siempre creí que la frase “azul de frío” era una hipérbole.
—M-m-me gustaría q-que se a-p-presuraran —dijo el chico entre dientes.
Tras de él estaba un hombre magro, melancólico, de cejas negras y movibles, enmarcando los ojos hundidos.
—Los molinos de nuestros dioses económicos, muelen despacio —dijo con resonante voz de orador—, pero habrán de molernos extremadamente fino.
Sonreí.
—Mi nombre es Bruce Patterson —dije a los tres.
—Jock Eckert —respondió el hombre del vientre prominente, extendiendo una robusta mano al extremo de un grueso antebrazo.
—George Kendrix —se presentó el que estaba tras el chico.
—Clary Calhoun —dijo el muchacho.
—¡Estás bromeando! —protestó Eckert.
—No, ése es realmente mi nombre —dijo el chico azorado.
—Anímate —le dije—. Quizá puedas sobreponerte.
Reímos juntos. Fue un acto de alquimia que nos hizo hombres nuevamente.
Al extremo de la línea se abrió una puerta. Una voz seca y autoritaria dijo:
—Que pasen los primeros días. —La voz los contó—. Eso es todo. Atenderemos a los demás tan pronto como sea posible.
La línea se movió hacia adelante. Conté las cabezas frente a nosotros: trece.
—¿Y cuál es el trabajo? —pregunté—. ¿Alguien lo sabe?
Eckert se encogió de hombros.
—¿Qué importa? Es un trabajo del gobierno, es un trabajo de construcción y la paga será triple por condiciones riesgosas. Cualquier trabajo de construcción que tengan, es bueno para mí.
—No exactamente del gobierno —corrigió Kendrix—. C.I.C. Hay una diferencia.
—No para mí —gruñó Eckert—. Es un paquetazo como las obras del Hell River, pero cuando se empiece a trabajar, el pequeño Jock estará presente. La triple paga es una ganga en estos tiempos.
—Es verdad —concedí, notando en mi voz una voracidad que me desagradó.
La puerta se abrió nuevamente.
—Diez más. De uno en uno. No empujen. Ya les tocará su turno.
La puerta se cerró. Nos movimos. La siguiente vez, pensé.
—Yo era capataz en Hell River —dijo Eckret—. Este trabajo me pareció mejor, así es que renuncié y vine.
—Entonces no eres casado.
—¿En una época como ésta? ¡Diablos, no!
—Tienes suerte —dije.
Eckert se volvió hacia Clary.
—¿Por qué sonríes? ¿Acaso sabes algo?
—Tal vez. —La sonrisa de Clary se amplió—. Pronto lo sabrán.
—¡Oigan al chico! —Eckert movió la cabeza—. Se cree mayor porque está entre los hombres. Apuesto a que es su primer trabajo. ¿Y tú, Patterson? ¿Qué hacías antes de la crisis?
—Era inspector de una cadena de producción en serie. —Me reí amargamente—. Entonces trajeron un pedazo de metal, alambres y transistores para ocupar mi lugar.
—¿Kendrix?
—Créanlo o no —dijo Kendrix— yo era profesor de economía en un colegio del medio oeste. Me echaron por llamar al pan pan y al vino vino. Específicamente, les dije que estábamos en medio de la mayor depresión económica que hubiera conocido el hombre.
—¿Cómo llaman entonces al hecho de que veinte millones de hombres estén sin empleo —dijo Eckert— sino una depresión?
Clary pareció confundido.
Kendrix se rio y pareció realmente divertido.
—Vaya, es una recesión circulante, un reajuste tecnológico, una corrección un retorno a la normalidad, un altibajo, cualquier cosa, menos la palabra proscrita. Fui llamado a rendir testimonio ante un comité del Congreso. Y por hacer honor a mis convicciones, engrosé las filas de los desempleados.
La puerta se abrió.
—Diez más —dijo la voz autoritaria.
La voz pertenecía a un hombre de más o menos mi edad, pero que portaba el uniforme gris del C.I.C. Quítenle las ropas, pensé, ¿y dónde quedará su autoridad?
Pasamos a la blancura antiséptica de un pabellón de hospital. Estaba desnudo a excepción de algunos escritorios, sillas y una mesa de examen médico. Tras los escritorios, y en las sillas, esperaban doctores uniformados de blanco que llevaban colgados al cuello los estetoscopios, a manera de medallones de identidad.
Eckert siguió la línea, respondiendo a las preguntas con no más libre albedrío que el más íntimo servomecanismo.
—¿Ha tenido alguna enfermedad grave? ¿ataques? ¿desórdenes mentales en la familia? ¿se marea en el mar? ¿al hacer algún vuelo? Inclínese. Infle los carrillos. ¿Ha tenido alguna hernia...?
Más adelante, los solicitantes subían y bajaban de unos bancos; trataban de conservar el equilibrio sobre un solo pie, y con los ojos cerrados; hacían sentadillas profundas; ajustaban cuerdas atadas a boyas distantes; leían cartas ópticas.
Cerré los ojos. Denme el trabajo, pensé suplicante. ¡Por favor, denme el trabajo!
—Le diré lo que es —murmuró Clary a mi oído.
Me volví. El rostro de Clary tenía una vivacidad extraña, sus ojos brillaban con un secreto entusiasmo.
—Vamos a construir un satélite —murmuró.
II
El salón de reuniones estaba caliente y pegajoso con el calor animal y la transpiración de quinientos hombres. Por lo menos éramos quinientos los que esperábamos lo que vendría, sentados en las duras sillas plegables. Empecé a contar las cabezas, y llegué hasta 373 antes de perder la cuenta y abandonar el intento.
Los cuatro nos sentamos atrás; Eckert, Clary Calhoun, Kendrix y yo. Todos pasamos el examen físico. Era bueno estar vestido otra vez, pero aún era mejor estar un poco más cerca del trabajo. Trescientos dólares a la semana, pensé con codicia, y sentí vergüenza.
—¿Qué te hace pensar que sea el satélite? —pregunté a Clary.
—Si no lo fuera no estaría yo aquí —dijo Clary confidencialmente—. No pude conseguir que me admitieran en la Academia. Fui al colegio, estudié ingeniería de cohetes y cosas por el estilo. Pero cuando me gradué la depresión estaba en todo su apogeo y ya nadie construía cohetes. Entonces oí hablar de esto.
Me imaginé flotando allá en el cielo, en el éter frío, rodeado por la noche eterna, construyendo un satélite, y me estremecí a pesar del calor.
—¿Y para qué construir otro satélite? —le pregunté incrédulo.
Hendrix arqueó las cejas con conocimiento de causa.
—El C.I.C. tiene sus razones, públicas y privadas.
—¿Y yo soy el único que no estaba enterado?
—Yo soy otro —dijo Eckert, y rio quedamente—. Pero me importa un comino. Si es trabajo, yo lo haré. Si me pagaran lo suficiente les construiría un anillo extra para Saturno.
—El moderno Hércules y sus motivos —dijo Kendrix.
—¿No les llena de emoción —preguntó Clary ávidamente—, ser parte de la mayor aventura de nuestro tiempo?
—A mí no se me ha perdido nada allá arriba —le respondí agriamente.
Se abrió una puerta a un lado de la plataforma que precedía el salón. Cuatro hombres entraron y ascendieron al improvisado escenario: uno, portando el uniforme gris de la C.I.C, otro el azul de la fuerza aérea; los otros dos en trajes color obscuro, de hombres de negocios. Los cuatro tomaron asiento en sillas plegadizas, al fondo del estrado, y hablaron entre ellos, ignorándonos.
Después que me cansé de mirarlos, estudié la plataforma. Estaba decorada con festones y un par de banderas colocadas en bases, a ambos lados de la escena. Encima colgaba una insignia: CAPITAL INVESTMENT CORPORATION. Dos leyendas destacaban en el muro trasero: “Compre una acción del futuro”. “Invierta en América”.
Seguro, pensé, pero, ¿con qué dinero?
Ya el hombre de la C.I.C. se movía hacia el proscenio.
—¿Me escuchan bien todos? —dijo al micrófono.
—¡Sí, diablos! —trono Eckert a mi lado.
—Empecemos entonces. Mi nombre es John Bradley, gerente de proyectos de la C.I.C. —Se volvió a medias hacia los otros personajes—. El caballero alto, de aspecto distinguido, que porta el traje marrón, es Sam Franklin, representante de la Tesorería de los Estados Unidos. Lo llamamos Tío Sam.
Reímos comprensivamente.
—El otro caballero, con cuerpo de luchador, es Carmen Vecchio, contratista general. El oficial de la fuerza aérea es el capitán Max Kovac, comisionado con nosotros como instructor técnico y director de la obra. Después escucharán a los otros, al capitán Kovac en particular. De momento es mi turno. Quiero decirles algo acerca de ustedes. Cada uno es uno en un centenar.
Lo escuchábamos atentamente cautivos ya de su fácil y seguro flujo verbal.
—Cincuenta mil como ustedes llenaron las solicitudes. Un millar fueron invitados a presentarse a los exámenes físicos. Quinientos fueron aceptados. Habrá más exámenes, tanto físicos cuanto sicológicos, y el entrenamiento será lo más rudo que se puedan imaginar. Cuando éste haya terminado, quedará menos de la mitad de ustedes.
Hizo una pausa para dejar que nos compenetráramos, y después vino el cerrojo.
—Pero a partir de ahora todos están cobrando sueldo. No triple, entendámonos. Eso vendrá después. Pero tendrán su salario hasta que se separen o se queden en definitivo.
Aplaudimos frenéticamente. Yo también. Ahí estaba, de pie, batiendo palmas con el resto.
—Este es un proyecto de la C.I.C. —dijo Bradley con seriedad—, y a partir de este momento son empleados de la C.I.C. Nos gusta pensar en cada empleado de la C.I.C. como un embajador ante el público. Como tales, será su deber corregir algunas de las ideas extrañas acerca de la C.I.C, que habitualmente circulan.
»Una —levantó un dedo— la C.I.C. no es una organización de alivio. Dos; no es una oficina de gobierno aunque el gobierno federal participa de ella. Tres —hizo una pausa y descargó el puño contra la palma de su otra mano—. ¡No! Mejor les diré qué es la C.I.C. La C.I.C. es una organización lucrativa destinada a invertir capital en proyectos a largo plazo, demasiado grandes para ser manejados por una sola empresa.
Aplaudimos. Estábamos de humor para aplaudir cualquier cosa.
—Casi todas las corporaciones del país tienen acciones de la C.I.C. La mayoría de ellas contribuyen con hombres y elementos que se les solicitan. Pero no controlan la C.I.C. Como todas las corporaciones, la C.I.C. es controlada por los accionistas. El interés de la C.I.C. es el único motivo en que ustedes pueden confiar: el lucrativo. Queremos hacer dinero, y, la C.I.C, es la mejor inversión, a largo plazo, del mundo. Fuera del gobierno de los E.U., por supuesto.
Entre los aplausos, alguien vitoreó. Franklin sonrió.
—¿Por qué es una buena inversión la C.I.C? —Bradley parecía dirigir la pregunta a cada uno de nosotros—. Porque nosotros invertimos en los poderes cerebrales y en los elementos necesarios para proveerlos de los datos que necesitan para trabajar. Invertimos en la ciencia básica y en la tecnología para aplicarla. Invertimos en el futuro.
»Si no se hubiera descubierto la energía nuclear, estaríamos descubriéndola. Ahora, la estamos adaptando a una multitud de usos, desde pequeñas plantas de energía hasta motores cohete. Aprovechamos el calor interno de la Tierra, construimos sistemas de hidroeléctricos con la fuerza de las mareas, trabajamos en la recuperación de vastas áreas como el Proyecto del Sahara y financiamos un centenar de diferentes exploraciones científicas dentro de lo desconocido.
»Uno de los ineludibles hechos de esta mitad del Siglo Veinte es que la investigación científica ha crecido más allá de los recursos del científico individual, y, a veces, de la corporación. La investigación debe ser financiada por la economía, como un todo, si deseamos proporcionar la esencial verificación experimental de la visión de nuestros brillantes científicos; o nuevos hechos acerca del universo para que sobre éstos, construyan sus teorías. Nuestro trabajo es ofrecer los medios para esa investigación y el clima para la especulación científica.
Miré de reojo a Kendrix. Sonreía sardónicamente.
—Muy bien —gritó alguien—, pero, ¿qué vamos a hacer?
—Vamos a construir un satélite artificial de un millar de usos. Para lucro inmediato: retransmisión de televisión y observación meteorológica. Para negocios futuros: laboratorios de atmósfera cero, gravedad cero, y temperatura cero, para la astronomía, física, química, biología...
—¿Qué pasa entonces con la Dona? —gritó alguien.
La voz resonó cerca de mí. Miré. Era Kendrix. Aquello me sorprendió; la voz sonaba diferente.
Bradley trató de localizar a su interlocutor, sin lograrlo. Pero sonrió con facilidad.
—No pasa nada a la Dona, excepto que pertenece a la fuerza aérea y que es demasiado pequeña. Su función primordial es militar, y las otras funciones requieren demasiado personal. El satélite que vamos a construir tendrá diez veces más espacio y cien veces más comodidades que ninguno.
»Tenemos el S.1.1., el primer satélite, tripulado del espacio; aún está allí y Rev Mc Millen aún está allí, mirando ciegamente a las estrellas por toda la eternidad. En la misma órbita está el S.1.2., la Dona, de la fuerza aérea. Les voy a predecir algo. Antes de un año, todo el mundo la llamará la Rueda Pequeña.
Bradley nos dio oportunidad para digerir el significado de lo dicho.
—Porque nosotros vamos a construir la Gran Rueda, la S.2.1., y las estaciones de retransmisión de televisión, S.2.2. y S.2.3. Construiremos la Gran Rueda a veintidós mil millas de altura, donde su velocidad será la misma de la Tierra al girar sobre su eje, por lo que colgará, para siempre, sobre el centro de los Estados Unidos, como una nueva estrella fija. Servirá de guía para que los hombres orienten sus naves y sus sueños. Y nosotros vamos a construirlas.
Nos pusimos de pie gritando de entusiasmo y palmeándonos las espaldas mutuamente.
Kendrix acercó sus labios a mi oído.
—Nunca confíes en un economista —dijo quedamente—. Bradley es un economista. La C.I.C. está infestada de ellos.
¿Qué trataba Kendrix de hacer? O quizá tenía razón, la C.I.C. no construía el satélite sólo por lucro; hay maneras más rápidas y fáciles de ganar dinero. Existía otro motivo, y me atemorizaban los motivos ocultos. Por eso temía a Kendrix. ¿Qué sacaría él en claro de esto?
Desconfiaba de la C.I.C. Desconfiaba de Kendrix también, no porque, como Bradley, hablara de lo que no creía, sino porque él no creía en nada.
Bradley presentó al capitán Kovac y éste empezó a hablarnos del entrenamiento que nos esperaba, pero yo no escuchaba.
Pensaba en cómo lo tomaría Gloria.
III
Di vuelta a la llave, en la cerradura, y empujé, pero la puerta no se abrió. Las cosas se torcían allí, en el seco viento del desierto: la madera y la gente. La puerta era de madera verde, barata.
Se distinguía de la interminable hilera de casas vecinas sólo en el desvaído número pintado hacía mucho tiempo: 313. Empujé con el hombro. Se abrió, rechinando quejumbrosamente.
—¿Eres tú, Bruce? —Llamó Gloria desde la cocina.
—¿Quién más podía ser?
Gloria vino hacia mí, limpiándose en el delantal las manos enjabonadas.
—¡El hombre del hielo, tonto! —Me besó y después retrocedió para estudiar mi semblante—. ¿Te dieron el trabajo?
Sus mejillas estaban arreboladas por el calor de la cocina y aún me parecía bonita después de cinco años de matrimonio. Pero el desierto y la preñez no eran generosos con ella. Su piel estaba reseca y su rostro mostraba abotagamiento alrededor de los ojos. A pesar de eso la amaba. No podría decir por qué la amaba.
—¿Bien? —preguntó terminantemente.
—Sí —le dije—. Me lo dieron. Ya estoy nuevamente a sueldo.
—¿Cuál es el trabajo?
—Construir un satélite.
No fue sorpresa. Algún femenino sistema de alarma o la intuición de tragedia, ya la habían advertido.
—No —dijo llanamente—. No te dejaré ir. Tendrás que buscar otra cosa.
—No seas tonta. —Mi voz era rígida y desagradable—. No hay alternativa.
—¡No puedes hacerlo, Bruce! —Suspiró dolorosamente—. Eso me matará. Quédate. Qué importa el dinero...
Moví las manos con impaciencia.
—Siéntate. Trata de entenderlo.
Se dejó caer lentamente en el maltratado sofá y se sentó en la orilla, con el rostro obstinado y la mirada que tan bien le conocía. Tendría que hacerla entender.
—No lo hagas más difícil. No es el dinero; es el trabajo. No puedo quedarme. El campo está terminado. Ya no nos necesitan.
—Busca trabajo en otra parte. Odio el desierto, ya lo sabes.
—No te empecines Gloria —supliqué. Miré mis manos que se abrían y cerraban inútilmente—. No puedo hacer otra cosa. Son trescientos a la semana. En seis meses son casi ocho mil dólares. Con ocho mil podemos aguantar la depresión. No tendremos que preocuparnos.
—¡Preocuparnos! —Dijo como si la palabra fuera de su propiedad—. ¿Qué sabes tú de preocupaciones? ¿Qué te hace pensar que regresarás vivo? Muchos no regresan. El espacio se los lleva.
—Es peligroso —admití—. Para eso pagan bien.
—¿Cuánto vale la vida de un hombre?
—No mucho —dije amargamente—, ya no vale.
Se llevó la mano al pecho como si le doliera.
—No me hagas eso por favor. Trata de hallar otro trabajo en cualquier parte. No te pediré nada más por el resto de mi vida.
—No hay empleos. No los ha habido durante dos años, desde el derrumbe del sesentaiséis. En cada trabajo hay un hombre aferrado con temor a perderlo. No sabes lo que la inseguridad hace en un hombre, cómo acaba con su valor y devora sus entrañas con el temor de perder su trabajo, de no tener un techo y alimento para su familia. Ya he sentido una vez disolverse el suelo bajo mis plantas. No deseo sentirlo otra vez.
—La pasaremos de algún modo.
—De algún modo no es suficiente —le dije con enojo—. Tiene que ser una certidumbre. Tengo responsabilidades. Tengo que tener seguridades. ¿No lo entiendes? —Mi voz se hizo aguda—. Si no te hubieras embarazado...
—¡No pretendas que fue culpa mía!
—¿Bien? Si no hubieras olvidado tomar la píldora...
—No lo olvidé —gritó—. ¿Cuántas veces habré de decirlo? Simplemente no dio resultado. Aún ocurren accidentes. —Lágrimas de indignación rodaron por sus mejillas.
—Si algo me ocurriera —le dije suavemente—, hay una póliza de accidentes de trabajo por valor de diez mil dólares. Bastará para ti y el niño.
—¡Dinero! —dijo fríamente, mirándome—. ¿Es todo lo que puedes pensar? ¿Crees que quiero el dinero? ¿Y si regresas tullido, o ciego, y con el constante temor de tener hijos monstruosos...?
—No sucederá eso —le dije—. Está prevista en el contrato la esterilización obligatoria.
—Si me haces eso —dijo con voz extrañamente calmada—, si me dejas para tomar ese trabajo, no me encontrarás a tu regreso.
—No tiene caso —dije—. Es demasiado tarde. Ya firmé el contrato.
Se hundió en el asiento, mirando ciegamente, con lágrimas aflorando a sus ojos y resbalando lentamente por sus mejillas.
Durante un instante la mire, después me volví, y salí de la casa azotando furiosamente la puerta tras de mí.
IV
De algún modo continuamos viviendo; era un hábito hacerlo. Ninguno de los dos admitió estar equivocado; ninguno cambió su actitud. No volvimos a hablar del asunto, pero Gloria se conducía con una tranquilidad que me hacía sentir a disgusto.
El disgusto me acompañó a lo largo de los exámenes que siguieron: los insidiosos interrogatorios de los psicólogos, las angustias de la centrífuga y la cámara de descompresión, y un centenar más de tormentos para la mente y el cuerpo. Apreté los dientes y soporté estoicamente, pensando en la insoportable alternativa, y de algún modo logré pasarlos.
Jock Eckert también lo consiguió, divertido y riéndose con alegría gargantuesca. George Kendrix —el profesor— también logró pasar, sonriendo sardónicamente; superior a todo lo que pudieran hacerle y mostrando una sorprendente resistencia en su magro cuerpo. Igualmente pasó Clary Clahoun, permitiendo que sometieran su cuerpo a pruebas más allá de la resistencia, mientras por dentro se aferraba a sus sueños.
Pero más de la mitad abandonaron la empresa antes de que iniciáramos el verdadero entrenamiento.
Se distinguía de las pruebas únicamente en que era más estricto. El rostro duro y curtido de Kovac nos acompañaba a todas horas del día, y me perseguía por las noches, mostrando los ojos salpicados con diminutas cataratas, mirándome implacablemente mientras decía:
—Esto no es nada, terrestres piojosos, no es nada comparado con la realidad allá afuera. A los cadetes les toma cuatro años aprenderlo; ustedes tendrán que hacerlo al dedillo en tres meses. ¡Tendrán que hacerlo a la perfección o el espacio los matará! ¿Lo entendieron? Morirán como un miserable pez boqueando fuera del agua.
Pasábamos hora tras hora en el gigantesco planetario, mirando las películas panorámicas del espacio: el fijo brillo de las estrellas, la fiera luz del Sol imposible de mirarse directamente, el resplandor de la Luna, más tenue, la enorme masa de la Tierra, una imagen gigantesca enmarcada por un resplandor blanco, reflejando la luz solar en los casquetes polares o en el mar, y, por doquier, el vacío del espacio, una negrura más allá de lo negro. Era un lugar de fuertes contrastes y algunas veces, cuando la cámara giraba o cambiaba de dirección, resultaba un sitio de vértigo y disgusto.
Después me quedaba un taladrante dolor de cabeza.
—¡No es nada! —gritaba Kovac—. Estas películas se parecen al espacio lo que la fotografía de una nena con poca ropa puede parecerse a una verdadera mujer. El espacio es más feo, más letal y más real. En el momento en que supongan que lo saben, están perdidos.
Flotábamos en un tanque lleno de agua que había sido calentada a la misma temperatura de la sangre. En la obscuridad, daba a uno la sensación de estar descuartizado. Una vez, cuando nos anestesiaron el oído interno, fue peor. Muchos casi nos ahogamos y una quinta parte de los hombres sufrieron de fuertes náuseas. No los volvimos a ver.
Encontré a Clary, con el semblante demudado inclinado sobre una coladera en un rincón escondido.
—¿No me denunciarás, verdad que no, Bruce? —murmuró angustiado—. Me echarán si se enteran. La siguiente vez tomaré dramamina.
Asentí lentamente. Su temor de quedar sin empleo era mayor que el mío.
—Esperen a que estemos en gravedad cero —rugía Kovac, con el rostro ensombrecido—. Sus sentidos no estarán embotados entonces. Estarán vivos y toda la información que proporcionen será equivocada. Los órganos otológicos les dirán a gritos que ustedes caen y, si mueven la cabeza, el líquido de los canales semicirculares les dirá que están girando locamente...
Hizo una pausa.
—No hay modo de describirlo. Para describir algo se requiere de una experiencia análoga, y no hay nada semejante en la Tierra. ¡Cualquiera que tenga miedo, dudas, escrúpulos, renuncie ahora mismo! ¡Sálgase de esto! ¡O tendrán que salir del modo más difícil! —Dio medio vuelta y se alejó pisando fuertemente.
¿Por qué está tan enojado? Me pregunté.
Los 512 originales se redujeron a 250, a 200 y aún menos. Lo soporté porque no había otra salida. Jock Eckert lo hizo con facilidad. Nada podía borrar la sardónica sonrisa de George Kendrix. Clary se aferró con determinación.
Teníamos que aprender mucho, que experimentar, que recordar, y traté de hacerlo con todas mis ganas sabiendo que mi vida dependería de ello. Los que quedamos fuimos divididos en cuadrillas: construcción básica, electricidad, soldadura plomería, calderería, aparejos y ajustes. Jock Eckert fue instalado como capataz; yo quedé como miembro de su cuadrilla de construcción básica.
Trabajábamos en los trajes que emplearíamos allá afuera. Eran complejos monstruos, de articulaciones metálicas, cuyas mangas estaban equipadas con herramientas en vez de guantes. Dentro se localizaban controles para ser operados con la punta de los dedos; para hacer girar los desatornilladores magnéticos, para apretar o soltar las pinzas y hacerlas dar vuelta, y para ajustar las llaves de tuercas y moverlas en los ajustes.
Día tras día arrastrábamos los pesados trajes, mientras practicábamos el ensamblado de las innumerables secciones de plástico y nylon. Cuando estuvieron ensambladas, las inflamos y revestimos con la cubierta metálica que Kovac llamaba la defensa anti-meteoros. Instalamos los reguladores de temperatura, la tubería, el alambrado, la planta de energía solar y toda la ingeniosa y compacta maquinaria, instrumentos, mobiliario y accesorios.
Sudamos hasta conocer de vista y al tacto todas y cada una de las partes, hasta que hubimos memorizado el nombre, el número y la colocación de la más pequeña sección de cubierta y el más insignificante tubo o alambre.
La probamos a cinco atmósferas de presión, la desensamblamos, finalmente, y la empacamos en cajas etiquetadas estibando las que llevaban la marca PRIMERA SEMANA en el compartimiento de carga de diez cohetes de tres etapas. El resto fue guardado cuidadosamente en el almacén; nuestras vidas dependerían de que aquellas piezas llegaran a nosotros a medida que las necesitáramos; en el momento oportuno, en el orden justo.
Tres meses duró el adiestramiento. Tres meses para hacernos hombres del espacio. Tres meses para aprender a construir la Gran Rueda. Y terminó la práctica.
Ciento setentaiocho hombres aguardaban en la vasta lobreguez de un gigantesco cobertizo. Allí otros hombres construyeron las naves que nos llevarían a 22.000 millas sobre la superficie de la Tierra. El amanecer era gris y frío. Los hombres se estremecían en sus delgados uniformes de trabajo, de una pieza, tensos, quietos, temerosos y tratando de no demostrarlo.
Caminé a través del vasto local, empequeñecido por el tamaño de la construcción. Me incorporé al grupo de hombres. Éramos 179.
Clary me tomó del brazo. Mis ojos lo enfocaron.
—¿Conseguiste hablar con ella? —preguntó.
Moví lentamente la cabeza.
—No puedo entenderlo. No me habló esta mañana. Ni siquiera me miró. Era como si ya me hubiera ido.
—Tú sabes cómo son las mujeres —me consoló Jock—. Tienen ideas locas. Déjalas solas y se componen. Gloria estará bien.
—No me preocupó al principio. Sabía que la afectaba mucho. Me imaginé que deseaba hacerlo fácil, evitar las despedidas. Pero... ¿por qué no contestó el teléfono?
—Quizá regresó a la cama —sugirió Clary, pero su mente no estaba en ello. Pensaba en lo que ocurriría pronto y su voz se quebró.
—Gloria no acostumbraba a eso —insistí—. Después que despierta por la mañana, no puede volver a dormirse. El niño se mueve, dice. No, se ha ido... o está sentada en el apartamento escuchando sonar el teléfono.
—CERO MENOS TREINTA MINUTOS —dijo una potente voz metálica en las oscuras alturas del cobertizo—. PASAJEROS, PREPÁRENSE PARA SUBIR.
—Voy a intentarlo de nuevo —dije repentinamente.
Clary me tomó nuevamente del brazo.
—No puedes. Ya no hay tiempo. Aquí vienen los camiones.
Silenciosamente se alinearon en una fila; los conductores eran misteriosas figuras negras tras el resplandor de los faros. Los hombres, a mi alrededor, se agolparon para ascender. Los seguí lentamente, ignorando las manos que se extendieron para ayudarme.
—CERO MENOS VEINTICINCO MINUTOS —decía el altavoz—. MIEMBROS DE LA TRIPULACIÓN TOMEN SUS PUESTOS. PASAJEROS PREPÁRENSE A ABORDAR LA NAVE. DESCONECTEN TODAS LAS JUNTAS, RETÍRENSE LOS TRABAJADORES DEL ÁREA DE FUEGO.
—Quizá llegó el momento del parto —dije.
—Entonces el problema es de los doctores. Para eso les pagamos. —Jock se palmeó el hombro.
Los camiones rodaron lentamente hacia las naves que nos aguardaban. Se erguían como gigantes contra el impreciso cielo matutino.
V
Las terceras etapas de cinco de aquellas naves fueron nuestro hogar durante dos meses; mientras, los otros cinco iban y venían con suministros. Dos meses. Parecieron dos años. Dos años de infierno.
Las congestionadas cabinas fueron construidas para servir de cuartos de control y no de dormitorios. Fueron diseñadas para dar asiento a cinco hombres y mantenerlos en buena forma física para operar la nave durante el vuelo. Nunca se pretendió que estuvieran indefinidamente en órbita, expuestos de lleno a los rayos del Sol, como barracas para treinta y siete hombres.
Desmantelamos la cabina y colgamos hileras de literas, de aluminio y lona, en las paredes. Comíamos nuestras raciones condensadas, frías, y bebíamos agua tibia y píldoras; nos afectaron enfermedades estomacales, afecciones de la piel y de la orientación. El único remedo de la gravedad ocurría cuando alguien se daba impulso a partir de una de las paredes o chocaba contra otra.
Pero lo peor era el calor, y la humedad. El sistema de aire acondicionado de la nave podía haber enfriado un edificio de dieciocho pisos, pero no podía con el calor animal de treinta y siete hombres o el calor radiante de la Tierra y el Sol.
El sistema de absorción de la humedad estaba siempre sobrecargado; la humedad no descendía casi nunca de 100%. Los ventiladores trabajaban de continuo impidiendo que nos asfixiáramos en nuestras propias emanaciones. El aire que respirábamos era caliente, húmedo y pesado, espesado con el olor de la maquinaria y de treinta y siete hombres sin bañarse.
Y ante todo el trabajo, duro, doloroso. Peligrosas tareas exteriores en la quemante noche. Construimos la Gran Rueda en un ambiente tan nuevo y letal, como el sufrido por las primeras criaturas marinas abandonadas sobre una playa paleozoica.
Nosotros fuimos elegidos para este ambiente, y nos adaptamos a él; casi todos, al menos. Quizá ese es nuestro talento básico: nos ajustamos, y a lo que no podemos ajustarnos, lo cambiamos.
Uno de los que no se ajustaron fue Clary Calhoun.
Día tras día yacía interminablemente en su litera, con los ojos fijos en la lona de la litera superior, con los dedos como arañas blancas engarfiados en los cinturones entrelazados que impedían que flotara impelido por la propulsión de su aliento desacompasado. Se veía pálido y enjuto cuando me acerqué a él, deslizándome a lo largo de la escala de metal y asiéndome al marco tubular de su litera.
—Hola chico —le dije alegremente—. Terminamos hoy la sección dieciocho. Sólo faltan ochentaidós.
Clary volvió su cabeza hacia mí con los ojos brillantes y asombrado.
—¿De veras? —Pero, al decirlo, sus labios se apretaron, apareció una mirada vidriosa en sus ojos y sus manos se aferraron al marco.
—¿No te sientes mejor?
—No. —Mantuvo rígida la cabeza—. Cada vez que muevo la cabeza siento que giro sin descanso. Es la ley Weber-Fechner, creo. Cuanto menos estímulo reciben mis órganos sensoriales, más sensitivos resultan a los cambios exteriores. Pero lo peor es cuando duermo. Las pesadillas en las que caigo, interminablemente, hacia la noche... —Se detuvo y sonrió animosamente diciendo—. Pude comer alguna sopa hoy.
—Maravilloso, muchacho —le dije con orgullo—. Unos días más y estarás afuera con nosotros.
—No. No. No tiene caso engañarme. Tengo mareo espacial crónico. Kovac me enviará de regreso en la próxima nave.
—Quizá si yo le hablara...
—¿Para qué? Tiene razón. Yo estoy ocupando el sitio de un hombre capaz, respirando su aire, comiendo sus alimentos.
—Es algo miserable. Yo sé lo que esto significa para ti.
Me miró fijamente.
—No. No lo sabes. No puedes saberlo. Nadie puede. Para ustedes es sólo un trabajo, un trabajo duro, desagradable y peligroso. Para mí es la única razón de mi vida. Y soy yo precisamente quien jamás podré ser un hombre del espacio. ¿No es risible?
—Nadie se reirá —le dije amablemente—. Espera a estar algún tiempo allá abajo. Las cosas te parecerán diferentes. Quizá más tarde, cuando hagan girar la Rueda, puedas volver.
—Nunca regresaré. —Por un momento sus ojos vieron al porvenir—. Esto es todo. Todo lo que haré. —Trató de sonreír—. ¿Terminaron la sección dieciocho, eh? Y no ha pasado una semana. Terminarán la Rueda antes de tres meses. —Se rio débilmente—. No trabajen tan rápido o se quedarán sin empleo.
—No es demasiado rápido.
—¿Has sabido algo de Gloria? —preguntó con avidez.
—Ni una línea. Ni una palabra. Nada.
—La falta de noticias son buenas noticias. —dijo Clary consolándome—. Si algo le hubiese ocurrido ya lo sabrías.
—Así es —Me moví a un rincón oscuro. Podía sentir el sudor brotando de mis poros y quedándose como pequeñas y perfectas esferas en mi semblante. Cuando movía la cabeza, se desprendían y seguían rutas meteóricas hasta que chocaban con algo que las desbarataba o las extendía como una delgada película en cualquier superficie. Casi todos los objetos de la nave eran pegajosos al tacto a causa de ello.
—¿Hubo algunas bajas hoy? —preguntó Clary.
—Sólo dos, ninguna de ellas fatal. Un tipo que trabajaba del lado oscuro y volvió la mirada al Sol. Aún esta ciego, pero el médico piensa que es temporal. El otro idiota olvidó de quitarse de la luz del Sol y su traje no resistió el calor. No aprenden nunca. El tipo estuvo asándose más de diez minutos o algo así antes de que nadie se percatara.
—Eso está mal. Alguien debería hacer algo.
—Nos han organizado con el sistema de parejas. Y cada cinco minutos pasan lista por el sistema de comunicación de la nave a los trajes espaciales. Pero no importa lo que hagan, es un asunto miserable. ¿Para qué quieren otro satélite? Ya tienen la Dona. Esto es una trampa mortal. Ya han muerto nueve hombres. Y el doble ha resultado heridos.
—La Dona no es suficiente —dijo Clary—. No sólo por su pequeño tamaño. La Dona es de la fuerza aérea, y la fuerza aérea tiene ya lo que quiere: el control de la Tierra. ¿De qué utilidad podría serle la Luna, Marte, Venus?
—¿Y de qué le sirven a cualquiera? —dije violentamente.
—El espíritu humano, para eso son buenos. A través de las edades de la inquietud humana, han estado allí, esperando, en eterno reto; ahora tenemos el poder de hacerlo, y debemos aceptar la empresa aunque no sea sino porque rehusar un reto es el principio de la decadencia. Pero si se acepta se renueva la vida, y el obstáculo conquistado fortalece al hombre para el siguiente de mayor tamaño.
»Pero hay razones más importantes —continuó Clary casi en un murmullo—. El hombre necesita un punto de vista más amplio, un horizonte más abierto. Dejémoslo salir al encuentro del universo y se hallará reflejado en él, no como terrestre con toda la estrechez y prejuicios de la mentalidad pueblerina, sino como hombre del espacio, ciudadano del universo.
»Dondequiera que va, el hombre se encuentra a sí mismo. Aquí se hallará un hombre mejor porque ha dejado tras de sí todos los odios y prejuicios. Estos pesan demasiado. Todo lo que puede traer consigo son sus sueños, los que encumbran. Y aquí encontrará las respuestas que tan larga e inútilmente ha buscado allá abajo.
La voz de Clary se extinguió en un murmullo inaudible. Se detuvo, y la visión de sus ojos murió como él resplandor del crepúsculo antes de la caída de la noche. Sus ojos se cerraron como sombras purpurinas.
—Vete, Bruce —murmuró—. Quiero soñar.
¡Sueña, astronauta! Tus sueños son mejores que mi realidad. Adiós.
VI
Primero construimos el cubo con sus plataformas de aterrizaje por ambos lados, para recibir los taxis espaciales de forma oblonga, y después ensamblamos los cuatro túneles que, a modo de rayos, se desprendían del cubo de la Rueda. Aquellos ofrecerían el único modo práctico de trasladarse de un arco de la Rueda a otro. Al extremo de cada rayo, las secciones de plástico y nylon del borde empezaron a crecer.
El área de trabajo disponible se multiplicó. Donde al principio sólo podían operar unos cuantos a la vez, pronto hubo sitio para todos. Después del primer mes empezaron a llegar los reemplazos que ocuparían el lugar de los heridos, los enfermos y los muertos. El ritmo de trabajo se estableció firmemente.
Sin embargo, fueron los trabajadores de relevo con sus quejas acerca de la estrechez de los alojamientos, la incomible y monótona alimentación y las eternas incomodidades, quienes nos reinfectaron a quienes habíamos ya logrado una adaptación al difícil medio ambiente.
Kovac nos trataba con dureza. Pero él mismo se trataba con mucho más rigor, aun cuando pocos de nosotros nos detuviéramos a considerarlo. Kovac sentía nuestras inquietudes y repentinamente hizo cambios en la organización. Nunca supe si hubo desacuerdo allá abajo, pero los envíos empezaron a llegar en diferente orden.
Los plomeros, electricistas y caldereros, se apegaron a su oficio. Los soldadores y ajustadores iniciaron el revestimiento del plástico y el nylon con una delgada capa de aluminio cubierta con cerámica, e instalaron los reguladores de temperatura.
El resto de nosotros trabajó en el interior fijando literas provisionales a los muros, instalando el aire acondicionado y el sistema de circulación de agua, aunque el complejo sistema de aprovechamiento de los desechos, y las algas productoras de oxígeno, tendrían que esperar hasta más tarde. Después ensamblamos lo que pudimos de la planta de energía solar.
Dos meses después de haber llegado al espacio, nos cambiamos a la relativa comodidad de la parcialmente terminada Rueda. A estas alturas parecía más bien un gigantesco engrane.
Es tal la naturaleza humana, que vimos nuestros nuevos alojamientos como el mismo cielo. Nos estiramos voluptuosamente en nuestro espacio asignado, de ocho por cuatro pies, que habríamos de compartir, claro está, con otros dos compañeros, en sus turnos de descanso.
—¡Esto es vida, hombre, esto es vida!
No se trataba solamente del espacio extra. El aire era mejor, más fresco, menos ponzoñoso, despojado de la molesta humedad. El control de la temperatura mejoró considerablemente y hasta teníamos una caseta, que más tarde sería empleada como ducha, en la cual tomábamos baños de esponja.
Pero así somos los hombres; al poco tiempo empezamos a quejarnos nuevamente. Teníamos razones para hacerlo. La Rueda era un poco más confortable, pero continuaba siendo uno de los círculos del Infierno.
—Mañana —anunció Kovac a través del sistema de sonido, haciendo una pausa como si pesara las consecuencias—, mañana haremos girar la rueda. Repórtense a mi oficina los capataces para recibir instrucciones.
Aplaudimos entusiasmados. El movimiento giratorio, significaba el retorno del peso, una simulación de la gravedad.
Pero la Rueda no fue diseñada para girar, hasta que el borde estuviera completo. Los rayos habrían de soportar tensiones que los diseñadores no podían calcular ni siquiera prever.
El plan era anclar un taxi espacial a cada uno de los cuatro segmentos del aro. En cada taxi, un experimentado piloto de la fuerza aérea aplicaría lenta y simultáneamente suficiente poder, hasta que se estableciera el movimiento de rotación cada treinta y dos segundos. Ello simularía una gravedad de un tercio de la terrestre en el nivel extremo del aro.
Se ordenó que todos salieran de la Rueda durante la operación, a excepción de los coordinadores. Los que no participaron en ella permanecieron como espectadores flotando en el espacio, uncidos a las etapas terceras por medio de líneas de seguridad. Con intervalos de cinco minutos, llevados por el hábito creado, tiraban de las cuerdas para colocarse a sí mismos dentro del radiante calor del círculo flamígero del Sol o en la absorbente negrura de la sombra, para ayudar a sus trajes espaciales a equilibrar la temperatura.
Floté hasta el final de la línea atada al cubo. Busqué con la mirada a Jock Eckert.
Colgando de una argolla, Jock ataba uno de los taxis. Probó la resistencia de cada una de las tres líneas, individualmente, así como los pasadores de seguridad, zarandeando el vehículo sin misericordia.
—¡Vamos, Jock! —se quejó el piloto a través del circuito de intercomunicación—. ¡Ten compasión!
—Si algo malo pasa —gruñó Eckert—, no va a ser en mi Sector.
Pronto no quedó nada sin comprobar. Los ganchos se insertaron en las argollas que formaban parte integral de la cubierta de aluminio y se alejó Eckert. Flotó suavemente hacia mí.
En tanto, entre el murmullo monótono de la voz que pasaba lista, se dejó oír su nombre.
—¿Eckert?
—Presente —dijo descuidadamente, e hizo funcionar el circuito que establecía la comunicación sólo entre los trajes espaciales—. Oí llegar el correo mientras estaba con Kovac.
—Sí —le dije—. No hay nada para ti.
—No se puede confiar en las faldas —dijo Jock—. No pueden ser fieles aunque les vaya en ello la vida. Cuando regrese, les enseñaré un par de cosas. —Se rio—. ¡A propósito! ¿Has sabido algo de Gloria?
—No, pero ayer entregué mi renuncia a Kovac.
—¿Y qué te respondió?
—Me dijo que la C.I.C. había gastado veinte mil dólares en mí y que me obligaría a cumplir mi contrato.
—¡El muy cerdo!
—¿Patterson? —llamó nuevamente la lista.
—Presente.
—Aplaquen la charla. Se suspende la lista. ¿Todos preparados? Adelante. Listos los taxis.
Un hilo de vapor salió del escape posterior de nuestro taxi. Las líneas se tensaron. El taxi se colocó en posición mediante breves disparos de sus cohetes.
Jock se volvió, tirando de su línea, para ver los otros sectores. Cuando lo hubo hecho, detuvo su movimiento.
—Está bien.
—¡Listos! —dijo el coordinador—, uno... dos... tres...
El taxi estaba al extremo de tres líneas tirantes. El vapor salió violentamente de su escape. Tiró de la pesada pero silenciosa estructura. Miré a Jock. A través del oscuro cristal de su casco, pude ver sus ojos fijos en la pequeña nave.
La Rueda empezó a moverse.
—Aquella línea —dijo Jock de súbito—. Es demasiado corta. Está ejerciendo demasiada tensión en aquella lámina.
El vapor del escape se convirtió en llama.
—¡La plancha se está soltando! —dijo Jock—. Si se suelta, ocurrirá lo mismo con las demás. ¡Dios sabe que pasaría a la Rueda! ¡Detengan todo! —gritó.
—No tiene caso —le dije—. El sistema general de comunicación está desconectado. No pueden oírte.
—No van a estropear mi trabajo —rugió Jock. Con un tirón de su línea de seguridad se impulsó vigorosamente en dirección de la incompleta sección del aro.
Miré angustiado cómo una esquina de la plancha de metal se desprendía de sus remaches.
—¡Jock! —grité—. ¡No lo intentes! ¡No puedes hacer nada!
—Si puedo trabar mi línea en ese gancho, podré enlazarla con la siguiente y equilibrar la tensión.
Sucedió con impresionante rapidez. La plancha se soltó, ondulando mortíferamente al extremo de la línea.
Cortó el traje de Jock como un cuchillo caliente en mantequilla.
VII
El capitán Max Kovac permaneció en la entrada de nuestro compartimiento, con las piernas separadas por la desusada sensación de peso y el curtido rostro desprovisto de toda expresión.
—La plancha no llegó a tocar a Eckert —dijo sin entonación—pero ya estaba muerto cuando pudimos alcanzarlo.
—¿Qué lo mató entonces? —alguien preguntó.
—La falta de aire. Sus células cerebrales murieron por falta de oxígeno —explicó el capitán, como si los detalles sirvieran de expiación—. Los fluidos de su cuerpo se evaporaron en el vacío.
Yo permanecí tendido en mi litera.
—Está muerto —dije—. ¿De qué sirve hablar de ello?
Kovac me miró con frialdad.
—Por fortuna la Rueda no sufrió mucho daño. Podemos regresar al trabajo en el siguiente turno.
—Su satélite ya ha matado a veintitrés de nosotros —le dije—. ¿No está satisfecho?
Sus ojos me quemaron.
—¿Cree que yo no he muerto con cada uno de ellos? He tratado de hacerles entender... —se interrumpió—. No es mi satélite. Es de ustedes. Mi trabajo consiste en ayudarlos a construirlo y no estaré satisfecho hasta que se haya concluido.
—¡Este trabajo asesino no vale la vida de un hombre como Jock Eckert! —gritó alguien tras de mí.
Se elevó un sordo murmullo de asentimiento.
—¿Supongamos que decidimos no terminar este armatoste? —dijo otro.
—Ustedes firmaron para hacer un trabajo. —La voz de Kovac era metálica y desagradable—. ¡Tendrán que hacerlo!
—¡Obligarnos! —gritó alguien—. Tenemos derecho a renunciar si lo deseamos. ¡La constitución nos ampara!
—No los ampara. Y si los amparara... la constitución termina con la atmósfera. ¡Aquí tendrán que trabajar o atenerse a las consecuencias!
—¿Cuáles consecuencias, capitán? —preguntaron.
—No comerán.
—Es tonto pensarlo, capitán. Sólo tiene a cinco pilotos de su confianza. No podrá obligarnos a trabajar o privarnos de comida. No a doscientos de nosotros.
—¡No hable como un necio! —dijo Kovac con desprecio—. No están en la Tierra, y no podrán regresar sin las naves. Estarán aquí hasta que terminen su trabajo o yo los envíe de regreso.
—Capitán, vamos —continuó la voz anónima—, ¿quién habla ahora como un necio? si nos hacemos cargo de la situación y pedimos ayuda por radio, ¿cuánto tiempo podría la C.I.C. sostener una situación así?
—Tienen contratos. Rómpanlos y serán demandados.
—¿Todos nosotros? ¡Tontería! La C.I.C. no podrá ir muy lejos después de que un jurado escuche por lo que hemos pasado.
Kovac nos miró largamente.
—Si han leído sus contratos —dijo calmadamente—, se darán cuenta de que cualquier desobediencia, organizada sobre el límite de las ciento veinte millas, es un motín. Y será tratado como tal. Ustedes dicen que sólo tengo a cinco hombres. Correcto. Pero estamos armados y dispararemos.
»Quiero que piensen en lo que unas cuantas balas harían a esta estructura. Y pueden considerar esto: han perdido veintitrés hombres, pero lo peor ya ha pasado, y de aquí en adelante las bajas serán mucho menores. Si se amotinan, habrá más de veintitrés muertos antes de que termine.
Se enfrentó a nosotros con las manos vacías, como si estuviera por abajo de su dignidad desenfundar una pistola, y nos miró de arriba a abajo. Nos movimos con incomodidad bajo aquella implacable presión. Entonces se volvió rápidamente, cruzó el umbral y cerró de golpe herméticamente la puerta.
Por un momento nadie se movió; después un robusto soldador se lanzó a la puerta. Accionó la manija. Se volvió a nosotros con la ira y el temor luchando por dominar su semblante.
—Está cerrada —dijo roncamente.
—¡No puede hacer eso! —gritó alguien.
—¡Nos puede agujerar un meteoro! —sugirió otra voz—. ¡Moriremos atrapados aquí!
—¡Echemos abajo la puerta!
Un grupo de ellos se movilizó en dirección de la puerta.
—¡Un momento! —dijo George Kendrix. Todos escucharon su educada voz. Se detuvieron, no por simpatía ni por respeto, sino por la voz en sí y la advertencia que implicaba—. Morirán sin remedio si rompen esa puerta. Ya Kovac habrá evacuado el aire del siguiente compartimiento.
Los hombres vieron el rostro, enjuto y sardónico de Kendrix y retrocedieron lentamente.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó uno de ellos en tono inerme.
—No puede matarnos de hambre —dijo descuidadamente Kendrix—, y para alimentarnos, tendrá que abrir la puerta.
—Podrá enviar gas anestésico a través del sistema de aire acondicionado —sugerí.
Kendrix se encogió de hombros.
—¿De qué le serviría? No puede hacernos trabajar contra nuestra voluntad. El habla de motín, pero no podrá dispararnos o matarnos si no intentamos ninguna violencia. Resistencia pasiva, amigos míos, es la respuesta al ultimátum del capitán Kovac.
—Bien —dije—. Está muy bien. ¿Para qué sirve la Rueda, después de todo?
Kendrix se irguió ligeramente y descansó en mí sus maliciosos ojos.
—¿Para qué sirve? Para todo, Patterson. La C.I.C. está llenando plenamente sus funciones.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Este es el mayor proyecto de alivio económico de todos los tiempos. Pensé que todos lo sabían. Estamos aquí para revivir la economía.
Las implicaciones de las afirmaciones de Kendrix eran demasiado para nosotros. Si tenía razón, todas las bajas, todos los tormentos, todos los sacrificios, habían sido en vano. ¡No era sino un proyecto de alivio!
—Cállate, profesor —gritaron.
—¡Estás loco! —gritó otro.
—Si creyera que eso es verdad —le dije lentamente—, si pensara que todo lo que hemos sufrido y pasado no es sino un...
—¿Qué harías? —me preguntó vivamente Kendrix, estudiándome—. Nada. Eso es lo que harías. ¿Qué podrías hacer? Es una empresa legítima. Sabías en lo que te metías cuando firmaste el contrato, las incomodidades, los peligros. Eckert lo sabía también.
—No sabes lo que dices profesor. Somos menos de doscientos aquí. ¿Qué clase de alivio económico podemos dar? —preguntó un muchacho rubio.
Kendrix sonrió a su nuevo oponente verbal.
—Te sientes solitario, ¿no es así muchacho? Pero por cada hombre aquí arriba hay cincuenta mil trabajando abajo: haciendo los cohetes que traen los suministros, el combustible que los mueve, el oxígeno que respira, produciendo y procesando los alimentos que consume, construyendo sus trajes y su satélite, y todas las incontables y costosas cosas necesarias para crear un medio ambiente de tipo terrestre en el ardiente y gálico vacío del espacio. Ustedes se encuentran en la cima de una pirámide construida con esfuerzos humanos. Ustedes son el pretexto para todo ello.
—Se equivoca, profesor —contestó el chico rápidamente—. La Rueda, es el pretexto de todo.
—Por supuesto —concedió Kendrix—. El Santo Grial. La piedra filosofal. Nadie los encontró jamás, pero la búsqueda fue inapreciable. Los experimentos de los alquimistas, por ejemplo, condujeron directamente a todos los milagros de la química moderna. Y ahora la Gran Rueda, la nueva piedra filosofal. Tales objetivos no son finales, sino metas. Los hombres no necesitan ser empujados sino conducidos. Y deben tener una justificación moral, real, aun para sus necesidades más obvias.
—¡Oh, cállate! —dijo un rudo soldador desde el borde de su litera—. Déjanos dormir. Mañana habrá algo de acción.
—¡Allí habla la humanidad! —señaló Kendrix—. ¡Escúchenla roncar! No la molesten con verdades. Como un oso iracundo, destrozará al hombre que lo despierte. Duerme amigo mío. Duerme. Aunque el mundo se desplome a tu alrededor, duerme, duerme...
—¿Quién dice que el mundo se esté derrumbando? —Demandé.
—Yo lo digo. —Los oscuros ojos de Kendrix se posaron en mí nuevamente—. ¿Cómo llamarías a la crisis del sesentaiséis? La sociedad humana es incapaz de atar sus propias energías, incapaz de consumir su propia abundancia. Debe desviar la inundación a menos que pretenda ahogarse en ella. La gran tragedia es que las aguas siempre retornan multiplicadas. Nuestra fertilidad nos ha dado alcance. No la fertilidad de los neo-maltusianos, sino la infinitamente más peligrosa fertilidad de la mente humana.
Lo miré sin entender ni la mitad de lo que decía.
—Si escogieran proyectos de desahogo económico, podrían escoger algo mejor que esto —le dije en tono desafiante.
—¿Podrían?, ¿para cuántas carreteras podemos escoger el menor pretexto? ¿cuántas presas se pueden construir antes de que agotemos los ríos factibles y el mercado para la energía resultante? ¿Cuántas escuelas podemos construir? Muchas, te lo aseguro. Pero no las suficientes. Lo que es más, son obras de construcción y sólo emplean a trabajadores experimentados. ¿Y el resto de nosotros? Y lo más importante: las carreteras se pagan solas, las presas devuelven multiplicada la inversión, y las escuelas, bueno, las escuelas son el mejor negocio de todos.
—¿Bien, por qué no había de ser negocio? —pregunté.
Los hombres ya formaban coro alrededor de Kendrix, con los rostros serios e interesados.
—¿No es para eso para lo que existe la C.I.C. —pregunté—, sino para invertir capital en proyectos promisorios y obtener lucro con ellos?
—La C.I.C., Patterson —dijo gravemente Kendrix—, es la respuesta de la democracia a una economía incontrolable. Cuando la automatización nos dio alcance y la Dona hizo predecible el estado del tiempo en un noventa y nueve por ciento, incrementando al doble la producción agrícola, y los proyectiles orbitales de la Dona con sus cargas nucleares imposibilitaron las guerras agresivas, repentinamente nos vimos hundidos en la abundancia. ¿La C.I.C? Les diré lo que es. La C.I.C.: es una pala para arrojar nuestros excedentes al espacio.
De una litera distante alguien gritó:
—¿Acaso eres comunista?
Kendrix se volvió y localizó a su interlocutor.
—¡La refutación final de lo irrefutable! No, amigo mío, no soy comunista. Aun siendo mala nuestra economía, es mucho peor la economía sobrecontrolada; sólo puede producir deficiencias. Si pudiera elegir, preferiría morir de glotonería que de hambre. Para producir, el hombre necesita de un incentivo; pero denle uno y producirá en exceso. El único terreno aceptable es aquél en que la economía pasa de un estado a otro.
—¿Existe una respuesta? —Kendrix pareció preguntarse a sí mismo—. Con seguridad existe una respuesta, algún lugar donde se encuentren el control y la empresa...
Se interrumpió y nos miró.
—El conocimiento tecnológico ha incrementado en progresión geométrica fantástica, en los últimos sesenta años, multiplicando el poder productivo, diez veces, en cada generación. Ni siquiera reconocimos el problema. Los excedentes fluyeron por los drenajes de dos guerras mundiales y los preparativos de una tercera.
»La Dona cerró esos drenajes y nuestros excedentes no tienen a donde ir. No estábamos preparados para la inundación y casi nos ahogamos antes de encontrar un alivio. Entonces se presenta la C.I.C. con una inversión que se espera consuma una mayoría de nuestros excedentes durante las siguientes décadas: la conquista del espacio.
Mis manos se aferraron al marco de aluminio de la litera.
—No tiene sentido. Si ese es el único propósito de la C.I.C, sería más fácil tirar todo, quemarlo, enterrarlo...
—¡Nunca! —dijo Kendrix sardónicamente—. O mejor dicho, no otra vez. Tratamos de hacerlo en la última gran depresión económica y la reacción sicológica fue desastrosa ¡Ya escucharon a su compañero! Déjenlo dormir, está pidiéndolo. No lo hagan enfrentarse al hecho de que puede conquistar el espacio pero no su propia economía. No le preocupemos con el rompecabezas de gente muriéndose de hambre mientras se incineran toneladas de alimentos. Si la humanidad ha de librarse de sus excedentes, debe ser por una causa que lo valga. Esta vez, es la cruzada del espacio.
»La eterna agonía, como la C.I.C. descubrirá, es que esto que estamos construyendo, aun el esfuerzo en sí para construir la Rueda, llevará hacia nuevos descubrimientos y a mejores medios de hacer las cosas que intensificarán el problema. No habrá espacio respirable en el que el hombre no pueda descubrir los mensajes interiores de su propia economía, antes que los secretos de los vuelos espaciales o del universo mismo.
Kendrix nos miró con aire de triunfo.
—Y nosotros... nosotros somos los cruzados, las tropas de asalto de este poderoso ejército humano lanzado contra los cielos. Se suponía que tuviéramos algunas bajas. Esa es nuestra función. Por eso nos pagan triple sueldo.
—No tenemos por qué detenernos aquí —dijo el muchacho de la litera superior, tercamente—, podemos continuar hasta los planetas y las estrellas. Así estaremos al mismo paso que nuestros excedentes.
Reconocí que el chico aceptaba los argumentos de Kendrix como verdaderos.
—Quizá —dijo irónicamente Kendrix—, los hombres hallarán lucro hasta en eso.
Alguien rio.
Después, el silencio. Y me di cuenta, de súbito, que el motín había terminado. Kendrix lo hizo. Por qué, no lo sé, pero lo hizo a plena conciencia y le dolió hacerlo. Sacrificó su acariciado concepto del hombre económico en aras de las necesidades del hombre. Desde este momento en adelante, tendría que pensar en un hombre íntegro, no en un fácil estereotipo fraccionado.
Puso un espejo frente a nosotros, nos mostró cómo éramos realmente y los cimientos egoístas de nuestra ira se derrumbaron.
Terminaríamos la Gran Rueda.
VIII
Caminé cojeando hasta la puerta que mostraba el desvaído número: 313. Me cansaba caminar. Descansé contra el marco de la puerta durante un momento, reuniendo fuerzas, y después llamé.
Aún se atascaba la puerta. Se abrió rechinando, después de un minuto, y un hombre apareció en el umbral, con una camiseta, húmeda de sudor, pegada al pecho. Me miró sin ninguna simpatía.
—¿Qué se ofrece?
Me sobresalté. Comprendí que mi aspecto era extraño. Cojeando. Con el rostro enfermizo pero curtido. Y los ojos con cataratas.
—Hace seis meses vivía aquí la señora Gloria Patterson —le dije—. ¿No sabe dónde se encuentra ahora?
—Nos cambiamos hace seis meses. No había nadie. Nunca oí hablar de ella.
—Tenía un bebé —insistí—. Un niño. ¿No dejó su dirección?
—Si vivió aquí antes que nosotros, no dejó ni un gancho para ropa. —Empezó a volverse pero vaciló, como si aún hubiera algo de humanidad en él—. ¿Por qué no pregunta en las oficinas?
—Ya lo hice.
—Si tuvo un niño, sabrán algo en el hospital.
—Vengo justo de allí.
Empezó a cerrar la puerta.
—Bueno, creo que no hay nada que pueda hacer por usted.
Me volví.
—No, creo que no.
Caminé, cojeando, a lo largo de la acera. A mis espaldas se escuchó la llamada del hombre.
—Si quiere dejar su nombre en caso que ella...
No volví el rostro. Continué hasta el sitio donde se detenían los autobuses.
El boletero me miró con impaciencia.
—¿Una mujer rubia con un niño? Cada semana veo a cinco o seis como ella. ¿Cómo espera que recuerde a una en particular después de seis meses? Por lo que a mi respecta, lo mismo podía haber tomado un avión.
Me recargué cansadamente contra el filo del mostrador y moví la cabeza.
—Ella tenía miedo de volar. Seguro tomó el autobús. No tenía coche y el autobús es la única forma de salir de aquí.
—Mire, amigo —me dijo el tipo amablemente—, no llegará a ninguna parte preguntando lo que ocurrió hace seis meses. Esa mujer debe haber venido de otro lado, aquí no hay nativos. Quizá tenga amigos o parientes en otra parte. ¿Por qué no la busca allá? La vida es dura para una mujer con un niño pequeño. No puede trabajar y cuidar del niño a la vez.
—Tal vez tenga razón. ¿Cuándo pasa el siguiente autobús?
—¿Hacia dónde?
—Rumbo al Este —dije tras un momento de vacilación.
—Una hora y media —dijo el vendedor de boletos—, espero que la encuentre... y que lo reciba a su lado.
No respondí. Gloria no regresó a su pueblo, a menos que su hermana me hubiera mentido. Pero trataría otra vez. Tal vez su hermana mintió. Me dirigí lentamente hacia el bar.
El cantinero deslizó un tarro de cerveza a través de la barra.
—Tenga, amigo —dijo con simpatía—. Parece que esto es lo que necesita.
—Gracias —dije. El bar con aire acondicionado estaba fresco y oscuro contrastando con el luminoso calor del desierto. El sudor corría por mi rostro mientras levanté el tarro.
—Parece que se ha asoleado mucho —dijo el cantinero tratando de hacer conversación.
—Así es. —Tomé un trago y me estremecí. El sabor era demasiado fuerte. Descansé el tarro y dibujé círculos en la humedad condensada de la barra. Parecían ruedas.
—Como le decía, gracias a Dios que los muchachos construyeron la Gran Rueda. —La voz sonora, propia de un vendedor, sonó a mi derecha.
Me volví violentamente y el hombre, sorprendido en el acto de ajustarse el cierre de cremallera, dio un salto hacia atrás, sorprendido.
—¿Q-q-que pasa? —tartamudeó.
—Perdone —murmuré.
—Vino usted por el lado donde no veo bien.
—¡Vaya! La verdad es que me asustó. Creí que iba a golpearme. —Me miró todavía con alguna hostilidad.
Tomó su vaso de jaibol y se encaminó a la sinfonola del rincón. Dejó caer una moneda y eligió una grabación. Al regresar, dijo al cantinero:
—Creo que los negocios han ido bien por acá, con la construcción y lo demás. Por Dios que las cosas están casi tan bien como antaño.
El disco empezó a tocar. La melodía me era familiar aun cuando no pude identificarla.
—Es la confianza —decía el vendedor—. Eso es. Es fe en la economía. Las mujeres quieren tener niños otra vez. Te diré francamente, Mac, por un tiempo me asusté. Vendo alimentos para niños, ¿sabes? temía tener que comérmelos yo mismo. Por eso es que digo: “gracias a Dios que los muchachos construyeron la Gran Rueda”. Esos chicos mostraron a la nación que no hay nada qué temer.
La música estaba llena de efectos de sonido, zumbidos y ruidos de estática, pero pronto se desvanecieron y un coro de voces cantó con claridad:
... la Gran Rueda,
en el camino a las estrellas,
los hombres que la hicieron,
los hombres del espacio…
—Oí que no todo fue cantar y reír allá arriba —comentó el barman.
—Siempre son rudas las cosas en el frente —dijo el vendedor—. Pero recibieron buena paga. Y obtuvieron algo más que eso. Podrán contar a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, que ayudaron a construir la Gran Rueda. Si yo fuera más joven, hubiera ido también allá arriba. Pienso lo que es poder decir: “Yo construí la Gran Rueda”.
—Costó bastante trabajo —confirmó el barman.
—Apuesto que sí —concedió el vendedor—. Mucho trabajo, como todas las cosas que valen la pena. ¡Sí señor! Me descubro ante los hombres que tuvieron las agallas de ir allá y hacer realidad sus sueños.
Se inclinó confidencialmente sobre la barra.
—Francamente, creo que las cosas están frenándose un poco ahora. Se terminaron las grandes obras de construcción. Aunque ya se habla de viajes a Marte y a Venus. No creo que será muy pronto. Así es como veo las cosas.
Me levanté y cojeé hacia la puerta.
—Hey, amigo —dijo el barman—, no terminó su cerveza.
No miré hacia atrás. Pasé por la puerta giratoria y salí al desierto, escuchando la sinfonola que cantaba acerca de la inspiración, el valor, la fortaleza. Cuando falta el ánimo, decía, cuando el trabajo es excesivo...
Miren arriba y vean la Rueda
colgando en medio del cielo…
Pero no era así. Y, lo más gracioso, era que, si alguien me lo preguntara, no hubiera podido decir cómo era.
No existían palabras. Si se tuviera que decir algo acerca de como construimos la Rueda, les diría:
Hubo cuatro hombres. Uno era un soñador, y encontró que sus sueños no bastaban. Otro era un constructor; para él sólo era otro trabajo más, pero fue el último. Uno era un hombre educado y aprendió que la gente es más importante que las teorías. Y otro tenía miedo y descubrió que no hay seguridad, ni modo de estar a salvo del temor, ni nada que valga la pena hacer, si no hay amor.
Y para amar no hay razones.
Fuimos a construir la Gran Rueda llevados por motivos erróneos y encontramos allá cosas equivocadas. Pero quizá eso no importaba. Pensaré acerca de ello y algún día tal vez seré capaz de creer que no importaba y que lo único digno de consideración, era ser hombre.
Ese día quizá, me dará gusto haber ayudado, ser parte de los constructores de la Gran Rueda.
El autobús ya estaba frente a la estación. La gente descendía de la frescura al calor del desierto.
Me apresuré, balanceando mi pierna rígida. De repente, me detuve.
Una mujer descendía, con un bebé en los brazos. No, no un bebé. Un chico con la cabeza erguida, los ojos curiosos, menor de un año de edad. Tal vez seis meses. Pero indiscutiblemente un chico.
La mujer era rubia y su rostro me era conocido. Muy conocido.
Me imaginé. Ella leyó acerca de nuestro regreso, de aquellos que quedábamos, y llevó la cuenta de los días durante seis meses.
Ella aprendió también algo durante aquellos seis meses y regresó a esperarme. Esta vez seríamos más listos, pensé, sabiendo que éramos humanos y falibles; también que lo nuestro era más importante que los sentimientos heridos, y determinando lo que corresponde a hombres y mujeres.
—¡Gloria! —grité.
Ella levantó la vista y yo corrí olvidando mi pierna, olvidándolo todo, salvo la necesidad de estar con ella y de estrecharla, una vez más, entre mis brazos.
Fin