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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Cherish Youre Day - Instrumental - Einarmk - 3:33
  • 10. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 11. España - Mantovani - 3:22
  • 12. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 13. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Drons - An Jon - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 25. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 26. Travel The World - Del - 3:56
  • 27. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 28. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 29. Afternoon Stream - 30:12
  • 30. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 31. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 32. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 33. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 34. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 35. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 36. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 37. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 38. Evening Thunder - 30:01
  • 39. Exotische Reise - 30:30
  • 40. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 41. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 42. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 43. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 44. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 45. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 46. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 47. Morning Rain - 30:11
  • 48. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 49. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 50. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 51. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 52. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 53. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 54. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 55. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 56. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 57. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 58. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 59. Vertraumter Bach - 30:29
  • 60. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 61. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 62. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 63. Concerning Hobbits - 2:55
  • 64. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 65. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 66. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 67. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 68. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 69. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 70. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 71. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 72. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 73. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 74. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 75. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 76. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 77. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 78. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 79. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 80. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 81. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 82. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 83. Acecho - 4:34
  • 84. Alone With The Darkness - 5:06
  • 85. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 86. Awoke - 0:54
  • 87. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 88. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 89. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 90. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 91. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 92. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 93. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 94. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 95. Darkest Hour - 4:00
  • 96. Dead Home - 0:36
  • 97. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 98. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 99. Geisterstimmen - 1:39
  • 100. Halloween Background Music - 1:01
  • 101. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 102. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 103. Halloween Time - 0:57
  • 104. Horrible - 1:36
  • 105. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 106. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 107. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 108. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 109. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 110. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 111. Long Thriller Theme - 8:00
  • 112. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 113. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 114. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 115. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 116. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 117. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 118. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 119. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 120. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 121. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 122. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 123. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 124. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 125. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 126. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 127. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 128. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 129. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 130. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 131. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 132. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 133. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 134. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 135. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 136. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 137. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 138. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 139. Mysterious Celesta - 1:04
  • 140. Nightmare - 2:32
  • 141. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 142. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 143. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 144. Pandoras Music Box - 3:07
  • 145. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 146. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 147. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 148. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 149. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 150. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 151. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 152. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 153. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 165. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 166. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 168. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 169. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 170. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 171. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 172. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 173. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 174. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 175. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 176. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 177. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 178. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 179. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 180. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 181. Tense Cinematic - 3:14
  • 182. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 183. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 184. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 185. Trailer Agresivo - 0:49
  • 186. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 187. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 188. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 189. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 190. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 191. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 192. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 193. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 194. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 195. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 196. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 197. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 198. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 199. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 200. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 201. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 202. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 203. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 204. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 205. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 206. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 207. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 208. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 209. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 210. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 211. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 212. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 213. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 214. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 215. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 216. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 217. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 218. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 219. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 220. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 221. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 222. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 224. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 225. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 227. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 228. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 229. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 231. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 232. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 233. Noche De Paz - 3:40
  • 234. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 235. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 236. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 237. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 240. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 241. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 242. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 243. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    EL NIÑO ASOMBRADO (Antonio Rabinad)

    Publicado en diciembre 11, 2017

    A mi madre


    ...como el niño que en la noche de una fiesta se pierde entre el gentío y el aire polvoriento y las candelas chispeantes...
    Antonio Machado


    1
    LA CALLE


    Mediodía solar. La calle empedrada es como un río gris. Hace un momento, con la salida de los obreros de las fábricas, la calle se ha llenado por el fondo, desbordando el paso a nivel, de una coloreada masa humana, que, a medida que avanzaba, iba disgregándose en islotes vivos, cálidos de risas y conversaciones. Ahora, la calle es como un río gris. Aprisa, un rezagado pasa bajo las farolas; dobla la esquina. Hay un instante de silencio. Hervor de un gallinero cercano. Una paloma cruza por el azul. La calle parece de pueblo; el sol ilumina de arriba abajo su única fachada de casas. Sobre el empedrado, una masa de estiércol se ha ido aplastando cada vez más, pisada por coches y caballerías, y ahora es una delgada lámina de oro. Y allá, en el fondo de la calle, una chiquilla solitaria, en el ámbito soleado, una chiquilla con vestido verde, los brazos en horizontal, gira y gira sobre sí misma, sin parar.

    La mesita con la máquina de escribir está junto al balcón, abierto de par en par. Contemplo los tejados rojo oscuro, que, en opuestas vertientes, se extienden hasta el arranque de la calle Mayor, y los altos y grises depósitos de agua de la RENFE, y la empalizada que corre a lo largo de la calle, dibujando sobre la acera de tierra una erizada hilera de puntas, y allá, en el fondo soleado, la niña que gira y gira. Se hincha su faldita.

    —¡Huy, qué mareáaada!

    Mi libertad es absoluta. ¡Tantos años deseándola! Y ya está: la libertad. Puedo hacer lo que quiera. ¿Qué es lo que quiero hacer? Sueño del pulchinela liberado. Estoy fuera del tiempo y del espacio. Evadido de la cuadrícula y de la nómina. Los trabajadores de las fábricas desfilan cuatro veces al día bajo el balcón, en un cansado vaivén de noria. Pasan, en las horas vacías, gitanos, mendigos, algún trapero. Circulan ligeras tartanas, volquetes llenos de arena, diablos con enormes toneles colgando de cadenas. Y camiones de gran tonelaje, haciendo vibrar los cristales. A veces un caballo resbala sobre el empedrado, y el carretero lo hace levantar a latigazos. A intervalos, la barrera del paso a nivel se cierra, y una hilera de coches y de carros se va acumulando a ambos lados, y los conductores se impacientan, abren las portezuelas, tocan las bocinas. Y yo, que apenas tengo otra cosa que hacer, miro. Y todo lo que miro está como deformado bajo una presión invisible, la idea lúcida y escalofriante de mi libertad. ¿Quién soy yo? Necesito una medida para conocerme. La diaria rutina del trabajo suplía la personalidad. Uno caía cotidianamente en las bolsas de lo conocido. Pero ahora todo aparece cambiado bajo esta irreal luz terrible. Imágenes antiguas surgen de un vacío límpido, de una concavidad llena de sonoridades. Y he aquí al pulchinela nuevamente cogido en hilos más opresores, más tirantes: en la indestructible malla de los recuerdos.


    2
    ESTOY ENFERMO


    Mi cuarto de niño era una pequeña habitación pintada de azul pálido que daba a la escalera. Recuerdo los días en que estaba enfermo y no iba al colegio. Febril, semidormido, permanecía en la cama: mi madre había entrado ya en el cuarto y estaba enterada de mi malestar. "¿Dónde te duele, hijo?" Yo respondía: "Aquí, en el estómago". O bien: "Me pesa mucho la cabeza..." Mi madre había puesto su mano en mi frente; una sensación de frescura perduraba en ella. Una vez reconocido el estado de enfermedad, empezaba, por contraposición, a sentirme bien; mantenía los últimos restos de malestar como una excusa, como una defensa: me abandonaba, con un ligero remordimiento, a la suave caricia de las sábanas, a la tibieza de la almohada. Oía a mi madre en la cocina, preparándome alguna tisana, y me sabía a salvo, bajo el cuidado maternal.

    Estos días de enfermo me ponía en contacto con un mundo distinto. Desde mi cuartito atendía los ruidos de la escalera, el subir y bajar de los vecinos, a los que procuraba identificar. En ocasiones se paraban dos vecinas en el rellano, de camino o de vuelta del mercado, y ambas, dejando sus cestas en un escalón, se ponían a hablar inacabablemente; y yo me enteraba entonces de que la carne estaba carísima, que hacía un día frío, pero seco, y acaso, en una voz más susurrante, que, de las tres hermanas del tercero, la mediana, ¿sabe usted? había sido vista de nuevo en el portal con un hombre, a las tantas de la noche. Esto formaba el preludio de mi día especial: las conversaciones semi oídas desde la cama, la luz cada minuto más intensa, y mi conciencia cada vez más clara. La inicial dulzura de las sábanas iba perdiéndose, gastándose, hasta llegar un momento en que estar en la cama no era agradable en absoluto, y notaba mi cuerpo como de corcho. Revestidos de una nueva gracia, los juguetes acudían a mi imaginación y, con violento deseo inesperado, discurría maravillosas combinaciones con el "meccano" (luego siempre faltaba la pieza necesaria), o se me antojaba dibujar algo, mitad soñado, mitad visto; la cama, en esto, con unas cuantas vueltas, ya estaba en desorden, y la almohada, caída en el suelo, fría y apagada al recogerla, y yo aguardaba con ansia la señal de mi liberación: un ruido de llaves en el pasillo, el cerrarse de la puerta del piso. Mi madre, al fin, se iba a la compra. Un minuto más, y luego, en la intensa sensación de libertad que me envolvía, apartaba la ropa de un tirón, y ponía los pies en el suelo. Me vestía de cualquier manera, y sacaba, uno a uno, mis tesoros: el tren de cuerda rota al que era preciso ir empujando, como una cosa inerte, a lo largo de la niquelada soledad de sus raíles puestos en círculo; el cuaderno de láminas marchitas, a medio iluminar; la cajita de construcciones mecánicas, cuyas piezas taladradas empezaban a oxidarse...

    Pronto quedaba aquello exhausto, árido y pobre ante mis ojos; sentía pesada la cabeza; doloridas mis rodillas, apretadas contra el mosaico helado. Me paseaba entonces por el piso silencioso, mágico. Veía, sobre la mesa de la cocina, un plato de agua límpida con guisantes verdes en el fondo. En la alcoba, la ropa de la cama, amontonada sobre una silla; una puerta del armario de luna, a medio cerrar. Por doquier, prendas, objetos que recoger. Todo indicaba la ausencia de alguien, el inminente retorno de alguien... Y yo, inmerso en el extraño mundo de los adultos, a la caza de sus secretos, registraba las mesillas, intentaba abrir los pesados cajones de la cómoda, palpaba, hurgaba, olía... Expectantes, los espejos me seguían en mis maniobras.

    Finalmente, aburrido, me asomaba a la ventana del patinillo, de rodillas sobre una silla. Veía, muy próxima, una pared blanca y sucia, rematada por una hilera de hierros como lanzas, y arriba el cielo azul, entre dos muros que se perdían en lo alto. Oía el rumor del mercado, y pensaba vagamente en mi madre. El tiempo no parecía pasar en aquel tubo de ventanas herméticas. Mi mirada caía indiferente allá abajo, sobre un tejadillo de uralita, en el que se acumulaban papeles de periódico, prospectos, cajitas, alguna corteza de naranja, todo hundiéndose en una pelusa gris y blanquecina, como las antiguas ciudades del desierto, hasta que, al cabo, con un destello de emoción, descubría, entre las ruinas polvorientas, vencido, casi sin forma, y con las alas carcomidas por la lluvia, aquel aeroplano de papel que un día construyera...


    EL ESQUELETO

    Mis mañanas de enfermo concluían a veces con un permiso para bajar al patio de la escalera. Allí, sentado en el primer escalón, en posesión de un recortable, traído por mi madre a su regreso del mercado, me abismaba en la construcción de una casita o un barco, luego de doblar cuidadosamente cada pieza por su línea de puntos.

    Estar en la escalera, en aquel cuadrilátero grisáceo donde revertían todos los sonidos de la espiral sombría que se elevaba sobre mi cabeza, tenía un raro encanto para mí. No era aún la calle, pero era ya no estar en casa, en el claustro materno. Vivía; a mí llegaban, como llamadas premonitorias, voces confusas, chirridos, lejanas puertas cerrándose allá arriba. La misma ascensión hasta la claridad del terrado, luego de doblar rellanos oscuros y puertas herméticas, equivalía a un segundo nacimiento. Con todo, yo perduraba sentado, encogido, en posición fetal, entregado al sueño del recortable.

    Al margen, como seres de otro mundo, se sucedía el subir y bajar de los vecinos, al filo de las doce. Había caras de mal humor, sin afeitar, de hombres que bajaban rápidamente la escalera, salvándome como un obstáculo. Otras, en cambio, se detenían a hablarme, a buscar mis respuestas, a provocarlas de una manera rudimentaria, siempre observándome, más allá de la sonrisa, con una expresión especiosa, ambigua, que parecía su distintivo de adulto. Y subía el vecino de al lado, que trabajaba en una harinera, todo él espolvoreado de harina, sus pantalones de pana, su blusa, sus cejas; el mecánico de arriba, con su mono manchado de grasa; el del segundo, cobrador de autobuses, colgada al hombro su mugrienta cartera, de la que asomaban los tacos de billetes. Seres todos anodinos, casi inexistentes, de caras oscuras, trabajadas por la rutina y las preocupaciones.

    También subía, a las doce y pico, el hombre del quinto piso. Ebanista, constructor de ataúdes. Detenía su bicicleta ante la puerta, la entraba al patio y, levantándola (yo tenía que arrimarme a un lado), la cargaba hábilmente en un hombro, y emprendía la subida al quinto. Le habían robado una vez la bicicleta; no se la robarían más. Con la cara levantada hacia el hueco, interrumpiendo mi juego, yo le seguía en su ascensión: y oía chocar la bicicleta en los recodos, quejarse con una leve vibración del timbre, de las varillas de los radios, sonar toda ella tenuemente en lo oscuro, como si el hombre llevara sobre su hombro, tenaz, arriba, arriba, un ligero esqueleto.


    LAS TRES HERMANAS

    Las tres hermanas del tercero eran hijas de un funcionario del Ayuntamiento, y se pasaban todo el día cosiendo. Yo subía a su casa algunas tardes. Las tres hermanas eran rubias y pecosas, blancas y alegres. La mayor llevaba lentes blancos, y era la más blanca, redonda y pecosa de las tres. La más pequeña era alta, desgalichada, casi sin senos, pero se notaba en su sólida osamenta que algún día sería como la mayor. La mediana se hallaba también en el punto medio: ni demasiado gorda, ni demasiado delgada. Era la más cavilosa de las tres. A mí me gustaba el gesto grave, experimentado, con que enhilaba la aguja, elevando un poco la vista —unas arruguitas se le marcaban en la frente—, gesto que yo asociaba, sin saber por qué, a la expresión de mi padre al liar un cigarrillo. Era ella también la que me daba idea de hasta qué punto los mayores eran misteriosos e impenetrables. Porque yo había oído vagos rumores en torno a ella, cosas confusas que presentía No—buenas, y que en vano trataba de identificar con aquel rostro sereno, empero firme como una ciudadela.

    Las conversaciones de las tres hermanas eran atrevidas. Cuchicheaban entre sí, reían, haciendo señas desde la galería al gimnasio de la otra calle. No tenían una madre que les dijera: "¡Niñas!". En cuanto al funcionario, era un hombrecito callado, de cara vacía y gris, al revés de las hijas, en cuyos rostros podían leerse vivos y joviales secretos.

    A media tarde las hermanas suspiraban, encendían la luz eléctrica, merendábamos. El pequeño taller se desbarajustaba un momento. Revuelo de piernas, cabelleras pesadas, senos discordes. Todo en el piso alto era rosado, rubio, claro, lleno de retales y hebras de hilo: algo infinitamente desordenado y acogedor.

    ¡Qué bien me sentía en el tercero! Costaba trabajo arrancarme de allí para hacerme bajar al principal, donde no hallaría más que frío, severidad y aburrimiento. A cada escalón que descendía, una luminosidad se iba apagando en mí. Ya en casa, mi madre, prometiendo no dejarme subir más, me quitaba los hilos blancos pegados a la ropa.

    —Pareces una niña —refunfuñaba.


    LA MANO

    El loco de la casa de al lado. Casi nunca se le veía la cara, pero sí la mano, golpeando constantemente sobre el alféizar de la ventana. Así se estaba horas y horas.

    Alguna vez le vi la cara: una cara borrosa, ausente, con una semisonrisa que era ya una mueca, y un cráneo cubierto de un pelo clareante, fino como una pelusilla, un pelo que casi hubiera podido quitarse —esa impresión daba— tan sólo con pasar la mano por encima...

    Iba siempre con un batín astroso. Aun de lejos, daba la impresión de oler a enfermo, a cosa estancada, a cadáver viviente. Se le podía imaginar en su cuarto, en su yacija, oliendo a bestia, como un animal del zoológico. A su lado, su madre, de negro, ya muy vieja, atendiendo ella sola aquel pedazo de carne suya, aquella carne muerta ya, aún no descompuesta, siempre monstruosa.

    —No mires, hijo —me advertía mamá—. No le mires la cara.

    Pero yo lo que veía era su mano. Aquella mano golpeando horas y horas. Llamando a no sé quién. Eternamente.


    NORTE Y SUR

    Mi calle limitaba al norte con la calle Mayor, y al sur con la vía del tren.

    La corta calle, que podía recorrer sin obstáculo en toda su longitud, me era tan familiar como mi casa: sus ventanas enrejadas y grises, el hueco de sus escaleras, sus puertas despintadas y leprosas, hendidas de clavos muertos. La cuadra oscura, con denso olor a alfalfa, donde podían robarse algarrobas; los bajos que habitaban el Manco y los suyos, dedicados al transporte de hortalizas, y a cuyo comedor entraban cada noche el caballo, como una persona más de la familia; el suelo de otra casa, ya en la frontera, junto al paso a nivel: un suelo de ladrillo rojo siempre cubierto de tomates, naranjas, o cebollas doradas que sembraban el piso de cáscaras livianas...

    La calle Mayor, ruidosa de tranvías amarillos, del griterío del mercado, se abría a pocos pasos de mi casa, a la vuelta del estanco. Contradictorios olores e imágenes le asaltaban a uno, a su paso por la acera: la fragancia de la panadería, y el agradable crujido del pan al ser cortado: las abiertas cajas de arenques en la pesca salada, con olor a países lejanos y puertos desconocidos; o allá, en la pollería, la siniestra visión de unos conejos colgando de ganchos relucientes, cabeza abajo, sin piel, sanguinolentos, los ojos desorbitados... La salida hacia el norte era la salida oficial: la utilizada por mi padre para ir al trabajo, por mi madre para la compra, y por mí mismo rumbo al colegio. La salida a las obligaciones, la rutina diaria y las visitas aburridas, siempre bien peinado y de la mano de mis padres.

    Hacia el sur, la cosa cambiaba. Allí iba siempre solo, o con la pandilla de la calle. De súbito, cruzado el paso a nivel, la vida adquiría aire de aventura. Cualquier cosa era admirada, vigilada, utilizada: los vagones varados en la vía muerta, medio podridos y de cristales rotos, un par de ruedas sostenidas por un eje, montadas sobre la vía, y la pila de oscuros tablones manchados de grasa, viejas traviesas desahuciadas, que ofrecían en sus extremos, como heridas ya cicatrizadas, profundas muescas de antiguos tornillos. Y, cerca de la garita del guardabarreras, la tétrica casilla de ladrillo rojo, en cuya puerta, gris y hermética, una calavera con dos tibias cruzadas parecía hacer el vacío en torno suyo.

    A intervalos, tañía la campanilla, la barrera se echaba, y segundos después pasaba el tren, una hilera de vagones desdibujados por la velocidad levantando un huracán de polvo a cada lado. Nuestra diversión consistía entonces en acercarse lo más posible al torbellino y, con los ojos entornados, los pies firmes en el suelo, sentir en todo el cuerpo y en la cara el cálido bufido de la fiera, ver cómo allí mismo cada rueda girante golpeaba el raíl en el mismo sitio, en la juntura, produciendo un ruido monótono, y cómo los tornillos de las traviesas se hundían levemente al paso del vagón, para levantarse de nuevo y otra vez volver a hundirse, como si respirasen. Pasado apenas el último vagón, nos agachábamos a tocar la vía: el hierro ardía.

    En equilibrio sobre los raíles, avanzábamos hasta los desmontes de la plaza de las Glorias. A lo lejos, se divisaban las puntas de la Sagrada Familia. En el ámbito gris pálido y violeta de la mañana, se oía el runrún de las fábricas; los mayores estaban trabajando; y nosotros, felices, sin horario, vagábamos cerca de algún carromato de gitanos, dando patadas a las latas vacías. Bajo nuestros pies, entre los claros de la maleza, cruzaban como rayos las lagartijas. Su caza nos seducía un minuto. Cuando alguien lograba atrapar una, era en seguida rodeado por los otros. Y uno sentía en su mano cerrada el jadear del fino cuerpecillo; y separaba un dedo con cautela, conteniendo la respiración y allí, en el hueco de la mano, surgía una cabecita diabólica, unos ojos como punzones, una lengüecita triangular...


    BARCOS

    A veces mi padre, que tenía su trabajo en el muelle, me llevaba con él a ver los barcos. Esos eran días de fiesta para mí. Un tranvía color amarillo nos dejaba en la plaza Palacio. Cogido a la mano de mi padre, pasaba ante el blanco edificio de la Escuela Náutica. Las pesadas guirnaldas de cadenas que delimitaban el jardín de la Escuela, atraían siempre mi atención: era obligado sentarse en ellas y balancearse. En medio del jardín, un mástil para prácticas, ahora un palo carcomido y despintado, el cordaje podrido por las lluvias, constituía entonces para mí la avanzadilla de las imágenes marineras. Y, en seguida, pasada la verja de acceso al puerto, y la garita gris del carabinero, el agua cabrilleaba allí mismo, bajo los pórticos: un agua que olía a petróleo, a cosa fétida, sobre la que flotaba una capa oleaginosa, amarillos trozos de madera, y naranjas podridas.

    Un mundo nuevo se abría para mí: barcos oscuros, de altísimas paredes de acero, que engullían incesantemente la volandera carga de una grúa; vagones de carga que corrían paralelamente al borde del agua, llenas sus tablas de rótulos e inscripciones en yeso, que mi padre anotaba cuidadosamente en una vieja libreta de hule; tinglados vastos y apenumbrados, poblados de olor denso, y con cientos de sacos estibados. Y ese mundo de piedra, agua, y acero, me era franco gracias a mi padre, a cuyo paso se vivificaba todo aquello. Tal, arriba, el hombre tiznado de la grúa, saludando con una mano; el conductor de la vagoneta eléctrica, en su rígida posición de firmes, que sonreía al pasar; o el escribiente de cara amarilla, y de amarilla y desgastada bata, que, tras la pantalla verde de la pobre bombilla, en el desnudo despacho portuario, se interesaba súbitamente por mis problemáticos progresos escolares (que cobraban, en boca de mi padre, envalentonadas precisiones).

    Más que los altos buques de carbón, inabordables y feos, me agradaban los barcos de vela, a cuya cubierta podía llegarse de un salto; en ella, entre barriles de alquitrán y rollos de cuerda, se veía algún viejo barbudo, fumando con calma, sin pensar en nada; a popa, en la minúscula cocina, acaso habían encendido fuego, y hasta mí llegaba un penetrante olor a sardina frita...

    A veces, mi padre me dejaba para algún recado momentáneo, recabando antes mi promesa de no moverme de sitio. Sentado en un noray, del que partía el cable grasiento que ataba al muelle el navío inmediato, yo, el niño que era yo, contemplaba el adoquinado gris, en cuyos intersticios brillaban a veces granos dorados, recogidos por una paciente vieja de negro, o la tasca de enfrente, donde bebían los descargadores. Estaba solo; el mundo en torno mío se hacía más intenso, y de una inquietante sugestión. La teoría de grúas formaba al fondo como una bóveda, con los barcos dulcemente acostados contra el malecón, y, de vez en cuando, un aleteo resplandeciente, de paloma o gaviota, resumía durante un segundo toda la belleza del cielo. El barco sujeto, al noray donde yo estaba sentado, gruñía y se agitaba como un viviente que estuviera soñando; en la concavidad de su alta proa el agua producía una escintilación fascinante; observándola, yo imaginaba olas azules, mucho sol, y un vasto soplo de aire llenándome los pulmones: el mar abierto, lleno de caminos.

    En esto, el sol doblaba la cima de Montjuich y una rápida ala de sombra se extendía por el agua; los colores se afinaban, disgregándose, tocado todo de melancolía. En ese creciente de grises era cuando el puerto tenía su momento más bello. Sentado en el noray, yo, sin moverme, las manos en las rodillas, sentía descender uno tras otro infinitos cendales de sombra sobre el paisaje duro y rectilíneo, dulcificándolo, en tanto el agua, ahora ciega y misteriosa, lamía las paredes verdosas del malecón y los nerviosos flancos de los navíos.


    GLOBOS

    Pero lo que da carácter y dimensión celeste a esa época son los globos.

    Algunas tardes aparecía en el cielo un punto negro, altísimo. Sentados en el bordillo, o estirados en la acera, nosotros mirábamos tebeos, o, con los ojos muy próximos al suelo, el afanarse de alguna hormiga entre la cuadrícula de las baldosas. De pronto, uno se ponía en pie, gritando:

    —¡Un globo! ¡Un globo!

    Los demás, en el acto, interrumpíamos nuestro juego. Observando el punto con atención, se le veía cabecear, brillar, allá arriba, agitado por remotas corrientes. Podíamos distinguir ya sus colores, era un globo enorme, blanco, listado de azul o de rosa. Elevado en alguna calle en fiesta de Horta o el Guinardó, iría, con su estopilla impregnada de alcohol rápidamente consumida, a caer al Pueblo Nuevo, tal vez al mar. Ah, lo que no haría era caer en nuestra calle; eso lo sabíamos por experiencia.

    Con todo, el globo descendía rápidamente; nuestra excitación iba en aumento; quizá aquella vez pudiéramos alcanzarlo. Sin ser formulada, aquella idea quedaba clara en todos. Y, de pronto, uno echaba a correr en pos del globo, y los demás le seguíamos electrizados. Tapias, campos, acequias, todo era franqueado sin dejar de mirar hacia arriba. Ajeno a este entusiasmo mágico e inasible el globo navegaba dulcemente en el azul de la tarde, trazando una diagonal vastísima para acercarse a la tierra. Cada vez más próximo, más grande, pero nunca a nuestro alcance, acababa casi siempre en una azotea, o enredado en los cables eléctricos, o, luego de pasar a ras de una hilera de edificios, atrapado por los chiquillos de la otra calle. Jadeantes, al doblar la esquina, ya veíamos sus brazos tendidos...

    Tocada, aquella medusa celeste se deshacía en un segundo: las ávidas manos que la aguardaban se hundían a la vez en su fofa epidermis, azul o rosa, y antes de que llegara a tierra el sacrificio del globo quedaba consumado, entre un rasgar de papel de seda y los gritos de la chiquillería.

    Nosotros reíamos, excitados por la carrera y su triunfal coronamiento. Los restos del globo, bajo un círculo de pies, (alpargatas y botas polvorientas), yacían cada vez más aplastados. Lentamente, salíamos de nuestro sueño; observábamos, con una impresión de frontera, las casas en torno nuestro, la calle ajena, los chicos extraños; nos agrupábamos, ante la quieta hostilidad de sus miradas; el regreso se imponía...


    3
    REYES 1936


    Mañana fresca y hermosísima; día de Reyes. Semidormido, imágenes enormes y coloreadas palpitan sobre mí, como mariposas gigantes. Tía Pilar se inclina sobre la cama y deposita en la almohada un objeto reluciente, un revólver. Su gatillo percute como nuevo, su tambor gira a cada disparo. Más que ninguno, he deseado este juguete. Y, de pronto, lo tengo en mis manos, frío, pesado, verdadero.

    —Cuidado —me advierte mi tía—. No lo dejes caer al suelo. Se rompería, es de hierro colado.

    Me deja. Ahora estoy solo en la sala, los pies descalzos sobre las baldosas. Absorto, aprieto el revólver en la mano, y en mi cerebro resuenan, como una admonición de cuento, las palabras de mi tía. Casi sin darme cuenta, abro la mano, y el revólver se desliza hasta el suelo. Un choque: el revólver se parte en tres pedazos. Yo permanezco quieto, sin decir palabra ni variar de rostro, mirando los pedazos. Distingo claramente los ruidos de la calle; suenan, alegres, tambores y trompetas, gritos excitados; es el día de Reyes. Mamá y tía Pilar han entrado en el cuarto, han visto el revólver partido en tres pedazos, y me han visto a mí, mirando al suelo, tan serio y tranquilo. Cuchichean entre sí, maravilladas:

    —Fíjate... Se le rompió el revólver.
    —Está asustado. Sin saber qué decir.
    —Aún tiene el corazón dormido.
    —Pobrecito... Con la ilusión que él tenía.

    Hablan entre ellas como si yo no estuviera allí, como si estuviese lejos. ¿Cómo explicarles la extraña sensación que tengo?

    Ellas creen que el revólver se me ha roto involuntariamente. Hay varios juguetes más por el cuarto. ¡Hermosura del día de Reyes! Más que ninguno, yo deseaba ese juguete. Suenan, alegres, trompetas y tambores. Y el revólver está roto en tres pedazos.

    Llenas de lástima, mamá y tía Pilar me acarician, me aseguran que me comprarán otro igual que ése. Casi me zarandean, como si quisieran despertarme.

    Ajeno a su solicitud, yo callo, ocultándoles la verdad, en tanto noto que esa curiosa sensación de diferenciamiento, de separación de los demás, va creciendo y creciendo en mi interior, como una cortina que se corriera lentamente.


    EL VIENTO

    Día claro y frío.

    Soñolienta, la mañana desenreda sus cabellos con el peine negro y fino de las golondrinas. Yo voy camino de la escuela, con una vaga música de multiplicar en la cabeza. Temo —con ese temor que es asiento del futuro odio— al profesor, a la aritmética, a la horrorosa precisión de la vida.

    Todavía no sé que se puede vivir sin saber dividir por dos cifras.

    Distingo ya, en la acera del colegio, las acacias, con sus erguidas y morenas ramas, como personas que se llevaran las manos a la cabeza.

    El viento arrastra papeles por la acera con un hueco chirrido, golpea altas persianas, y clava en las esquinas alfilerazos en mis piernas desnudas.

    Todo el ámbito está conturbado.

    Algo está sucediendo aquí fuera, en el aire, que yo no logro precisar. Algo alegre, importante.

    Y yo voy a entrar en el colegio, estoy entrando.

    Nada más girar el pomo de la puerta, el olor del vestíbulo me anula, me hace preso, y yo avanzo hasta mi puesto como un autómata.

    ¿El viento?


    UNA VOZ DE FUERA

    Estamos, mi primo y yo, en la galería de casa, jugando. Volublemente, extraemos su verdadera utilidad a los trastos inanimados que nos rodean. Nos introducimos en un cubo de hierro y, durante unos momentos, el cubo es un barco sacudido por la tempestad. Al fin vuelca, naufragamos sobre las baldosas heladas, conseguimos a duras penas asirnos a las patas de una mesa. Yo me subo a la mesa, sobre la que pende una bombilla desnuda, encendida, y observo, fascinado, el rojo filamento que, sin consumirse, arde allá dentro. De pronto, lanzo un grito: acabo de ver el rostro de mi padre en su interior. Al querer verlo de nuevo, es inútil; mi padre se ha marchado ya de la bombilla. Mi primo, a todo esto, intenta convertir a la tabla de planchar en un caballo. Pero la tabla no se deja, rechina, vacila, hemos de abandonarla por estúpida. Ahora extendemos una pesada manta entre la mesa y la máquina de coser, la sujetamos en los bordes con cuatro pilas de libros, y permanecemos varios minutos acurrucados debajo, muy juntos, respirando el olor de la manta, y el nuestro propio —un olor vagamente a conejo y orines—, felices, silenciosos, quietos. ¿Rememoramos acaso nonatas dulzuras, vagos sueños fetales? De pronto, una voz de fuera estalla como un trueno encima nuestro:

    —¿Qué hacéis ahí metidos? ¡Feos!, ¡eso no se hace!

    Nosotros no sabemos qué es lo que no se hace, pero en el acto nos sentimos culpables.


    EL DEMONIO

    Estoy en mi cuarto, encerrado. He debido hacer algo malo, y se me ha expulsado del comedor. Contemplo, con ojos ya secos de lágrimas, a la luz de la pobre bombilla, el empapelado de la pared, manchado, desgarrado en varios sitios, y cada mancha y cada desgarrón me sugiere algo... Apagadas, en el comedor, oigo las risas de mis hermanas; pertenecen a un mundo del que me siento definitivamente proscrito. Algo me ha sentado mal, después de todo; me noto enfermo, con el vientre hinchado. Ante mis ojos palpitan los dibujos del empapelado, y estoy alejado, no en el centro de la realidad, sino en una zona más fría donde todo empieza a distorsionarse. De pronto, un pedazo de muro se voltea y, con perfecta naturalidad, veo al demonio.


    TRANSFIGURACIÓN DE LA MOSCA

    Vosotras, moscas vulgares,
    me evocáis todas las cosas.


    A. M.

    Si no fuera por las moscas, ¿qué sería de nosotros, los colegiales? Ellas nos hacen soportable la vida, dulce, amena. Las moscas son, en la clase, los únicos seres vivos de que podemos disponer. Sin pensar ya en los perros de la calle, en los monos de los gitanos, lejos de las amadas lagartijas del talud del ferrocarril, sólo de tarde en tarde conseguimos alguna araña en un rincón del aula, o una cucaracha en el urinario del patio. Pero lo de cada día, lo seguro, son las moscas. Las moscas nunca fallan.

    Poseemos una habilidad muy desarrollada para cazarlas. Una mosca se puede utilizar de muchas maneras. Lo más frecuente es que, apenas cazada, sea sumergida en el tintero. La mosca, punto negro y brillante en el hervidero oscuro de la tinta, llega a la orilla de porcelana sucia y azulosa, salva el borde con dificultad y, con las alas pegadas a su cuerpecillo diminuto, se pone a corretear por la superficie del pupitre. Es entonces cuando puede ensayarse a ensartarlas disparando la pluma contra la madera. Otras veces, se les liga un hilo blanco a una patita, y se las ve elevarse lentamente. Si se desea hacerlas regresar a la base, basta con tirar del hilo. En ocasiones, sin embargo, ya en plan experimental, les arrancamos un ala, o las dos, según. Con un ala, vuelan a medias, dando saltos irregulares. Sin las dos, no vuelan.

    Pero lo más emocionante, el juego definitivo, algo que ese extraño adulto, el maestro, nunca comprenderá, consiste en lo siguiente:

    Se coge un cuadrado de papel blanco, se lo dobla por la mitad, y se coloca la mosca, previamente extirpada de sus alas, en el vértice interior del papel. A continuación, se aprieta con el dedo hasta alisar el papel. Entonces vuelve a abrirse el doble: en su interior se ha formado un dibujo simétrico, el dibujo de la mosca machacada y sanguinolenta repetido en ambas caras del papel. Es un dibujo fantástico, nunca igual al anterior, una floración rojiza en la que es posible adivinar muchas cosas.

    Las moscas nos hacen soportable la vida. Si no fuera por las moscas, ¿qué sería de nosotros, los colegiales?


    EL SEÑOR ADRIÁN

    El profesor es un cubano alto, flaco, lánguido, demasiado perezoso para levantarse e ir a castigar a los alumnos. Desdeña la palmeta; ha inventado un sistema nuevo que causa sensación en los alumnos. Cuando uno de ellos habla en la lección, o comete cualquier falta punible, el hombre le dispara el cepillo del encerado a la cabeza. Tiene una destreza increíble y raramente falla. Sólo falla si el alumno hace trampa y ladea la cabeza. Pero eso es algo que el alumno se guardará muy bien de hacer, si no quiere empezar a pasarlo mal de veras. Luego de "tocado", el alumno debe recoger el cepillo y devolvérselo al señor Adrián, que lo deposita sobre su pupitre con una sonrisa a todas luces inmodesta.

    El señor Adrián tiene unos labios gruesos, nariz aplastada, y una abundante melena extrañamente rizada. Nosotros aún no sabemos que es mulato. Le gustan mucho los pirulís, y cuando el hombre que los vende se instala abajo, en la acera del colegio, siempre envía a alguien a buscarle uno. También se conforma con un troncho de regaliz, o una barrita de la compuesta.

    Pero lo que más le gusta son los plátanos, se los come uno tras otro, y observando su manera de pelarlos, la habilidad simiesca de sus largos dedos oscuros, se podrían deducir muchas cosas.


    AYZA

    Lo recuerdo con sus pantalones cortos que dejaban al descubierto unas piernas largas y finas, sin vello, casi femeninas, de un color dorado que se desvanecía como un sueño rodillas arriba.

    Era firme, ágil, esbelto, cruel.

    Su cabello, también dorado oscuro, le caía siempre a un lado de la cara, en una pesada guedeja.

    Tenía unas facciones pequeñas, tersas, bien dibujadas.

    En todo él —pero eso lo descubrí mucho más tarde— latía algo indeterminado, asexual, intermedio.

    Entonces era un muchacho cuyo cuerpo, oculto por unos reducidos pantalones de pana y una camisa desteñida, parecía siempre visible, desnudo, moviéndose en un ámbito de oro.

    La sorpresa de sus piernas bajo el pupitre, al agacharme a recoger un lápiz: eran unas piernas de muchacha.

    Sentado frente a mí, en la otra vertiente del pupitre, nos apuntábamos mutuamente, cuando uno de nosotros, puesto en pie, era interrogado por el señor Adrián.

    Equidistante entre ambos, incrustado en el vértice de la mesa, un tintero de porcelana, sucio y desportillado, siempre con una mosca ahogada dentro, o en trance de ahogarse.

    A la salida, íbamos un trecho juntos, calle Independencia abajo. El vivía en la calle Valencia.

    Una vez, ya cerca de su casa, le vi admirado desabrocharse la bragueta, a la vista de unas muchachas, y mantener aquello unos instantes en su mano. Luego, con naturalidad, sin dejar de hablarme, se detuvo ante un árbol y se puso a orinar, con la cartera bajo el brazo.

    Una tarde, no sé por qué, subimos a su casa.

    Recuerdo la escalera oscura, llena de un olor turbio, malo, distinto del de la mía, más estrecha pero poblada de olores francos, a basura honrada, a vida de obrero. En un rellano, tras una puerta, se oían voces irritadas, de tono canallesco. En otro, una puerta se abrió de golpe a nuestro paso, y salió una vieja bruja, el pelo recogido en tenacillas, envuelta apenas en una astrosa bata... Mi amigo, sin inmutarse, seguía subiendo escalones.

    Arriba, un piso de habitaciones pequeñas, desarregladas, casi todas vistas a la vez. Las puertas de par en par, y el papel de las paredes, sucio y manchado, cayéndose a desgarrones en las junturas de las puertas, todo daba una impresión de desorden, suciedad y miseria.

    Nos abrió su hermana.

    Ayza, nada más entrar, le pegó un puñetazo en el estómago.

    Su hermana, ya una adulta, era más alta que él, delgada y floja, con una sonrisa dulce y semi—idiota en su cara demacrada; tenía el mismo pelo dorado que su hermano. Recibió el puñetazo sin apenas variar la sonrisa —el puño se hundió en su pancita como en una bolsa fláccida— y se retiró sin replicar.

    Mi admiración por mi amigo crecía sin límites ante aquellos hechos inexplicables.


    OALABUIG

    Cuando el rayo destructor los alcanzó —y no podía menos de alcanzarlos— los aviones enemigos que sobrevolaban el palacio cayeron envueltos en llamas. Entonces yo bajé aprisa de la torre y, pistola en mano, me acerqué a los pilotos, que, a salvo de las llamas, mal heridos y llenos de dolor, se retorcían en el suelo.

    —¡Pronto!, ¿quién os envía? Hablad, o de lo contrario os mato.
    —No —dijo uno de ellos—; sufrimos mucho, mátanos. Sólo te daremos esa información si prometes matarnos.
    —Sea —prometí. Y así lo hice.

    Calabuig era bajo, feo, cetrino, de cara aplastada y pelo negro pegado al cráneo. Era también algo jorobado y zambo. No sentía entusiasmo alguno por los deportes ni las proezas físicas. No brillaba tampoco por su aplicación en los estudios. Pero tenía una extraña y profunda voz de persona adulta, enormemente sugestiva, con la que nos contaba historias que no sé de dónde sacaba, pero siempre narradas por él como producto de una propia y alucinante experiencia; historias que tanto podían pertenecer al presente inmediato como a un pasado a veces muy lejano. Calabuig, entonces, daba la impresión de ser un gnomo de mil años de edad.

    —...la parte de popa quedó instantáneamente envuelta en llamas. Era un incendio pavoroso, que la negrura de la noche hacía aún más siniestro. Imaginaos: estábamos en pleno océano Pacífico, a mil leguas del primer puerto de refugio.
    —¡A las bombas! — rugí. Y me apoderé del mando.

    La popa, devorada por las llamas, estaba medio sumergida. Los marinos bombeaban sin cesar, desesperadamente, y yo, con el barco a toda máquina, mantenía aún la proa sobre el agua gracias a esa velocidad espantosa, y avanzaba en la noche cortando el oleaje. Pero esa situación no podía durar mucho tiempo...

    Y Calabuig contaba, contaba... Sus relatos eran a modo de capítulos de una vida suya no muy definida en el tiempo ni el espacio, pero indudablemente más real que la anodina y rutinaria que se desenvolvía en el colegio, a la par de la nuestra.

    De sus historias guardo la impresión confusa de que vivía en un caserón inmenso, con habitaciones oscuras y desnudas, patios y escaleras de caracol, más patios... En aquella casa ocurren cosas muy extrañas, Calabuig se desliza a medianoche de su cama. Lleva una linterna en la mano (al llegar aquí Calabuig saca de su bolsillo una linterna que todos miramos, fascinados; la acciona, y una débil claridad se enciende en el cristal; la apaga, satisfecho), y se interna en la negrura de las salas. Son muchas, las puertas rechinan, él las deja abiertas detrás de él, por si acaso. Con la linterna, investiga por las paredes y rincones. ¿Qué busca? No sabemos; algo escalofriante. Sólo ve telarañas; un segundo, qué espanto, un murciélago le roza la cara...

    —De pronto —su profunda voz de adulto se misterioriza, se enriquece de matices—, noto que ella me sigue... (Ella es primero una criada, luego el ama de llaves, pero en seguida pierde esa realidad vulgar, y es una mujer muda y hierática, vagamente peligrosa, emparentada con lo fantasmal). Ella me sigue de habitación en habitación... No creo pueda hacerme mucho daño... Lo importante es saber de quién, o qué, es espía...

    Poco a poco, la mujer atrae su atención, la describe, la borda:

    —Era una mujer alta, verdosa, toda ella verde... A la luz de mi linterna, que la alcanzaba a veces en el dintel de una puerta o en el ángulo de una habitación, aparecía toda verde, con dos ojos inmóviles fijos en mí, como dos llamitas frías, y verdes como los de un gato... Lo más raro es que no tenía pechos, es decir, tenía uno solo, enorme, monstruoso, situado más abajo de donde usualmente los tienen las mujeres, casi en la barriga...


    EL NUEVO

    Mi amistad con Ayza, mi admiración por él, hizo que éste pronto llegara a dominarme. La expresión de su cara, a la par delicada y atrevida, su cuerpo elástico, ligero pero firme, su piel morena como iluminada por dentro, me llegaron a fascinar.

    Ayza utilizaba mis lápices de colores, arrancaba hojas de mis libretas, disponía de mis cosas.

    Yo se lo toleraba todo, enorgullecido en el fondo de esa promiscuidad, de esa partición.

    Ayza era ágil y resistente como un gato. Con todo, yo, más torpe, era también más fuerte, y siempre le vencía en las luchas callejeras. Aunque procuraba no hacerle daño, experimentaba un oscuro placer en tenerlo inerme bajo mí, doblegados los brazos, las respiraciones juntas, y oliendo al mismo tiempo que su olor el polvo de las baldosas de la acera.

    Por aquellos días entró un chico nuevo en la clase.

    Era guapito, educado, buen muchacho; siempre bien vestido y peinado. Se le notaba de buena familia. Ayza le tomó antipatía en seguida.

    Le molestaba su olor a limpio, a agua de colonia; su aire honesto y su mirada franca.

    El nuevo era, además, estudioso sin vanidad, y sencillo con todo el mundo. Llevaba siempre plumas y libretas de la mejor calidad. Lápices de colores que nunca habíamos visto. Compases alemanes guardados en un estuche negro. Nadaba en la riqueza.

    Con frecuencia, venía una señora a buscarlo, una señora que era la más guapa que nunca habíamos visto. Perfumada, elegante y simpática, no se parecía a ninguna de nuestras madres, de gesto agrio y envejecidas por el trabajo. Nos sonreía a todos, deslumbrándonos, y se llevaba a su hijo de la mano.

    A Ayza, en la clase, se le entenebrecía el rostro; al lado del nuevo, él, con sus eternos pantalones de pana, que reducía aún más doblando el borde hacia arriba, sus sandalias polvorientas entre cuyo enrejado asomaban los pies llenos de mugre, parecía una bestezuela salvaje.

    Le demostraba su antipatía burlándose, habiéndole con desdén. El otro le respondía ignorándole, posando en él una mirada vacía, como si mirara una pared.

    Eso exasperaba a Ayza; llegó a odiarle.

    Me convenció que yo también lo odiaba, que el otro se había burlado de mí; sin saber cómo, me vi comprometido a pegarle. Si no lo hacía, no éramos amigos.

    Yo accedí a medias, considerando que su madre vendría a buscarle, y que no habría caso.

    Pero, al dar las doce y sonar el timbre, salimos tras él, mezclados al tumulto de las demás clases, y vimos que echaba a andar calle adelante, solo.

    Sentí angustia; el destino lo ponía en mis manos.

    —Vamos, acércate. ¿Qué esperas? — me conminó Ayza.

    Como un autómata, yo me aproximé a él, que me acogió sin desconfianza, con su sonrisa amable.

    Me fijé en su cartera nueva, que llevaba sujeta a la espalda con correas.

    —Oye —le advertí, sin preámbulos—. Vengo a pegarte.

    El me miró, todavía sonriendo.

    —¿Pegarme? — no entendía—. ¿Por qué? ¿Qué te he hecho?
    —Nada —confesé—. Pero se lo he prometido a aquél. Es mi amigo, y me ha pedido que te pegue.

    Y, volviéndonos a medias, vimos en la esquina el rostro fino y cruel de Ayza, que sonreía observándonos.

    Siguió una breve pausa embarazosa, en la que no nos miramos.

    —Escucha —dije al fin—. Yo no tengo nada contra ti. Pero debo cumplir mi promesa. Vamos a hacer una cosa. Yo voy a hacer como que te pego, y tú echas a correr.

    Apenas hube hablado, él, de acuerdo, o quizá asustado, echó a correr.

    En el acto yo corrí detrás, golpeando con el puño en la cartera, calle Mallorca adelante.

    —Corre, escápate... —le decía, sin dejar de golpearle—. Corre más, que te alcanzo... —los libros saltaban dentro de la cartera—. ¡Escápate, cobarde!


    EL INSTANTE DETENIDO

    Cae en mis manos una vieja foto de la clase. La foto está tomada de modo que salga el profesor, al fondo, de pie sobre la tarima. Se ven, en primer término, los pupitres al revés, enseñando sus cajones llenos de papeles. Los niños, desde sus sitios, han vuelto las caras hacia atrás, mirando la máquina del fotógrafo; toda la clase es una sonrisa estática; la presencia del invisible fotógrafo, donde convergen sonrisas y miradas, es impresionante. Ahí están todos los alumnos; yo podría citar todavía el nombre de todos; Pujol, Calabuig, Milán, Sabater, Ayza, Revérter... En la pizarra, el alumno más aplicado, el que ocupa siempre el primer puesto, ha trazado el principio de la lección de Ciencias: "Todos los cuerpos son pesados". Aún puede verse su brazo en el aire, detenido un segundo, mientras vuelve su cara pegada al encerado en la misma dirección de todos.

    Yo hago un esfuerzo visual, y leo, en un ángulo de la pizarra, pequeñísima, casi ilegible, la fecha del día: Lunes, 6—VII—36.

    Siento un ligero vértigo.

    ¿Qué va a ocurrir dentro de unos días? ¿Qué sucederá cuando, transcurrido ese pequeño instante detenido, la vida siga, el tiempo corra? De momento, suspenso todo, mágico, los alumnos miran al fotógrafo invisible. Por doquier, expresiones serias, sonrientes, burlonas, aburridas.

    Simón, el payaso, como siempre, sostiene horizontalmente una pluma entre el labio superior y la nariz.

    Gutiérrez mira serio, cruzado de brazos, como un santito.

    Gil alarga el cuello, allá abajo, con espanto de no salir en la foto.

    Y Pujol, como siempre, sonríe de oreja a oreja. ¿Qué les ocurrirá a esos niños dentro de doce días?

    Y vuelvo a leer, como una advertencia siniestra, el comienzo de la lección de Ciencias:

    Todos los cuerpos son pesados.


    4
    LAS SIRENAS


    ¡Primavera del año treinta y seis! ¿Cuántos años tenía yo entonces? ¿Ocho, nueve? No llegaban a diez. El mundo era algo tenue, ilimitado, casi mágico, donde todo era posible; cada palabra poseía una verdad conforme, maravillosa, exacta. Como poblado de dioses invisibles, el vasto cielo sobre los tejados, era, a la tarde, un ondular de túnicas, de nubes. De vuelta del colegio, me sentaba en el suelo del balcón a contemplar los vuelos de las golondrinas; bajo el balcón pasaban dialogando los obreros de las fábricas; reían grupos de mujeres; el río luminoso se apagaba...

    Luego, los días adquirieron peso, el cielo se vació de nubes. La luz gravitaba sobre caras y piedras. En casa se vivía con el balcón abierto y la persiana echada. Ardía la madera, el hierro, la ropa. Y cuando la manguera del riego, desde la acera de la casa de comidas, inundaba la calle, se producía un chirrido de cosa calcinada, se evaporaba el agua, y los adoquines blanqueaban en la calle, que parecía empedrada de calaveras.

    En el crepúsculo, después de la cena, cuando el sofocante calor cedía, los niños jugábamos en mitad de la calle, y los mayores, sentados en el quicio de las puertas, en sillas de anea y mecedoras, tomaban el fresco.

    Yo les oía hablar de política. Llegaban a mí palabras sueltas, frases: "Sindicato Libre... Único..." "Esta semana han caído dos más que la pasada..." Siempre caían a pares.

    Era aquél un extraño lenguaje, un idioma exclusivo de adultos, y que yo, quieto, cansado de jugar, percibía cada vez más disperso, incoherente, a través de oleadas sucesivas de sueño.

    Y así llegó aquel día el día en que las caras se apretaron, y se levantó una barricada en la calle Mayor.

    Yo no tengo conciencia clara de ese día; sólo sé que, más que los tiros, más que los rostros cambiados que veía, me angustiaba el sonar de las sirenas; ellas daban, con más intensidad que otra cosa, realidad a aquello anormal que estaba sucediendo. Angustiadas y gimientes, ora se perfilaban cielo arriba, planeando en círculos sobre azoteas y terrados, ora descendían a ras de tierra, en un largo aullido demencial.

    Aquel alarido interminable, una y otra vez recomenzado, llegó a ser obsesivo, enloquecedor. Y cuando, en la mañana del tercer día, se produjo un vacío de silencio, un ominoso vacío, todos nos observamos, aturdidos. Fue como si retirasen de cada cerebro una lámina heridora: las sirenas habían cesado.


    LA PATRULLA

    A partir de entonces, los días que siguieron se funden en uno solo para mí, día desorbitado, rápido como un río, en cuya corriente había de perderse mi padre. Recuerdos súbitos, visiones entremezcladas flotan en esa riada: de pronto, en lo alto de un camión cargado de gente, veo al mozo de la casa de comidas, levantando un fusil en su brazo arremangado. Ahora, mi padre se asoma a la ventana y una bala se estrella en el muro, por encima de su cabeza; mi padre observa el agujero de la bala, se sacude el polvillo de argamasa que ha caído sobre su cabello, ya griseante, y me guiña un ojo, sonriendo. Estamos jugando, en la calle, y un chico señala de pronto con el dedo un rincón oscuro; todos nos acercamos, temerosos, y nada vemos en la oscuridad, sí, un bulto, allí, contra la pared, y huimos de golpe, llenos de miedo. ¿Qué es eso? Mi cartera escolar. ¿Cuánto tiempo hace que no voy al colegio? No se sabe, no importa; se ha roto el resorte del tiempo.

    Se cierne algo protervo sobre la casa: primero es una sombra, luego una presencia viscosa. Mi padre sonríe pálidamente. "No pueden hacerme nada —asegura a un hombre que le visita—. Yo no he hecho nada". Y el hombre mueve la cabeza, y se va en silencio, serio. "Huye —le insta un amigo—. Pásate a la otra zona. Por lo menos, escóndete. Hay tantos así... Espera a que pase esto. Es cuestión de unos días, unas semanas, a lo sumo". Y mi padre repite monotonamente, como pensando en otra cosa:

    —Yo no he hecho nada.

    Ahora la casa está llena de hombres, y sus armas rutilan, imponen, les asoman por todos lados; son mucho mayores, mucho más pesadas de lo que yo hubiera imaginado. Brillos, imágenes de pesadilla en los espejos.

    —Acaba de salir —dice mi madre. Pero ellos, con los ojos alertas, llenos de recelo, registran la casa. Uno, que ha quedado en el rellano, monta rápidamente su fusil y apunta por el hueco de la escalera, hacia la claraboya. ¿Qué le pasa a ese hombre? Su rostro sin afeitar es el de un trabajador, es igual a los que pasan bajo el balcón, a los que me sonríen en los tinglados; igual al de mi padre. Pero esa cara, ahora, pálida y tensa en la sombra de la escalera, está cambiada, carece de humanidad, es tan sólo la de un autómata espantable.

    Los otros, en tanto, revuelven cajones, desordenan armarios. ¿Qué buscan? No lo sé. Acaso mamá lo sepa. Inmóvil, mi madre mira esas manos extrañas andar nerviosamente entre la ropas.

    Al fin, la patrulla se marcha. Mi madre respira. El piso respira. En el patio, la patrulla tropieza con un hombre:

    —Tú, ¿cómo te llamas?

    Mi padre se identifica. Y vuelve a salir a la calle, rodeado de hombres armados.

    No le han dejado subir al piso. La patrulla ha estacionado el auto en la esquina de la calle Mayor. Por el centro de la calle, mi padre avanza hacia el coche. Es un atardecer estival; la luz se ha adelgazado en el cielo, el aire está habitado por una suave brisa. En el bar de la esquina, en torno a una mesita de mármol, sobre la acera, unos hombres están jugando a cartas. Al pasar el grupo, se quedan mirando a mi padre con seriedad. También ha debido verle, desde dentro, tras el mostrador, el dueño del bar; tal vez enjuagando un vaso, la servilleta al hombro, por la luna del aparador. Lo ha visto el talabartero, un hombrón ubicado en una silla baja, a la puerta de su tendezuela. Hasta en el negro cuadrado de la herrería se interrumpe el sonido del martillo. Todos le ven, todos son amigos suyos; sin embargo, ahí están, mirando inertes cómo se lo llevan detenido. Nadie es capaz de acercarse, de preguntar, de... Mi padre se ha parado ante el coche, rodeado de miradas. El aire es tibio, lento el crepúsculo. Y, poco a poco, los hombres vuelven a sus cartas, el dueño deja el vaso sobre el mostrador, el talabartero mira a otra parte, y en el hondo hueco de la herrería vuelve a sonar, tímido, el martillo.

    Mi padre ha subido al coche. ¿Ha mirado rápidamente, desde el interior, aquí, al balcón? El coche parte.


    LO OSCURO

    La máquina cesa un instante de teclear. Cierro los ojos y me encuentro en el comedor de casa, pero que ya no es éste, sino otro más vasto e iluminado, el de mi infancia. Estoy sentado a la mesa bajo la lámpara, oigo el quedo choque de los cubiertos contra la loza, veo la jarra azul colmada de agua, y a mi padre partiendo el pan sobre la mesa.

    Por dos veces se lo han llevado detenido. Su rostro, después de cada inmersión en lo oscuro, aparece más claro, más sereno. Se ha ido quedando callado estos días, tiene conmigo ternuras desusadas, paciencias inmerecidas. Porque, ¿qué hay en mí de perverso que me incita a llevarle un puñado de balas relucientes que descubro en la calle? Mi padre, al verlas, dice suavemente:

    —Baja a la calle, y tíralas sin que nadie te vea.

    Una noche, llaman de nuevo a la casa. Es la tercera. Esta vez, los hombres son diferentes, más amables, con cierta confusión desenfadada.

    —No tema, sólo es un momento —aclaran a mi madre—. Una pequeña declaración...

    Tal como está, en mangas de camisa, mi padre se une a ellos, los cuatro bajan un tramo de escalera. De pronto, uno se detiene, indeciso:

    —Casi que... —se miran entre ellos—. Mejor será que se lleve la chaqueta.

    Y otro añade:

    —Refresca un poco, por la noche...

    El tercero nada dice, está fumando, y la luz roja del cigarrillo brilla apaciblemente en la oscuridad de la escalera.

    Silenciosamente, mi padre vuelve a subir el tramo. ¿Cuántas veces no ha llegado a subirlo, de vuelta del trabajo? Su pie se posa en el escalón de siempre, su mano en el mismo pedazo de barandilla. No entra siquiera en casa: mamá le saca su vieja chaqueta de trabajo. El la coge, la palpa, sí, está la documentación, y dobla la chaqueta bajo el brazo... Los hombres aguardan, callados, en el rellano. Ahora bajan en grupo. La luz del piso ilumina un trozo de barandilla negra, los primeros escalones del tramo, esos escalones que, a medida que descienden, se recubren de una capa de sombra cada vez más líquida, más consistente, hasta que se diría que los últimos chapotean en un lago negro. Los zapatos del grupo chocan aquí y allá, tantean, rechinan. Alguna mano palpa la pared, otro hace chascar su encendedor. ¿Cómo diferenciar las pisadas familiares de ese aluvión de pasos extranjeros? La muerte empieza aquí mismo su tarea disgregadora. Abajo, la puerta del patio suena como un disparo.

    Luego, el ruido de un coche al ponerse en marcha. Y nada más.

    Porque, esta vez, no vuelve. La noche, aguardándole, se hace larga y tediosa. Los ojos, que yo me esfuerzo en mantener abiertos, se me cierran de sueño. Veo la cara de los vecinos que nos acompañan en la espera, y la gorra de plato del vigilante, cuya visera lanza negros destellos bajo la lámpara. Caras extrañas, inertes; miradas vacías, silencio. Mi madre me insta con voz apagada para que me acueste. Todas las miradas convergen en mí. El reloj ha cruzado hace mucho la frontera de lo conocido; horas insólitas suenan en él. ¡Qué sueño, Dios mío, y qué silencio! Me recuesto vestido en el borde de la cama. Me duermo al instante.


    EL HOMBRE CALLADO

    Al despertarme, lucía una hermosa mañana. Me senté en la losa del balcón, ante el día deslumbrante. Nada me parecía, para llenarlo, suficientemente precioso. Una imagen flotaba en mi cerebro, una estampa entrevista en algún lado, quizá en el tomo de Historia de España que reposaba en la librería. ¿Por qué recordaba ahora aquella estampa? Fui a la estantería, cogí el volumen, y busqué entre sus páginas. La estampa saltó de pronto ante mis ojos. Representaba a una dama de otros tiempos arrodillada en un reclinatorio, la faz mate y serena, las manos juntas como una llama. ¿Era una reina, tal vez una santa? La luz caía sobre la figura por una alta ventana enrejada, estrellándose en los pliegues de su manto, en su cabello, nimbando su perfil absorto. Era aquella cara lo que había atraído mi recuerdo. Ahora, examinando bien la estampa, vi que, por el fondo de la capilla, casi confundido con el negro muro, se acercaba algo temible, un hombre, con una espada en la mano.

    Me puse a dibujar la estampa sobre la mesa del comedor. Paralelamente a mi tarea, en el entrar de una vecina, ahora otra, en el moverse de mi madre en torno mío, percibía algo anormal en el ambiente, algo que intentaba agarrarme, arrastrarme. Pero yo, dibujando con apremio, rehuía tenazmente la llamada: en seguida me abandonaría a aquello, indagaría en aquel acervo montón de temores, pero, entre tanto, sólo es un momento, a ver si termino mi dibujo. Y era una delicia perfilar aquellos pies desnudos, asomando apenas bajo el manto, y una voluptuosidad rellenar de sombra aquellos pliegues. El rostro de la reina, o de la santa, aguardaba inconcluso, en un vacío óvalo indeterminado. Asimismo, faltaba dibujar aquello oscuro, amenazante, que se aproximaba espada en mano... De pronto, levanté la cabeza: mi madre, sentada al otro lado de la mesa, tenía a cada lado a una de mis hermanas. Dos vecinas la hablaban en voz baja.

    Mi madre callaba; en su cara, mate y cambiada después de una noche sin dormir, había tal expresión de desánimo, de desfallecimiento, que me dejó conmovido y atemorizado.

    Súbitamente, los sucesos de la víspera, las largas horas de espera, adquirieron realidad para mí. Sentí remordimiento: mi padre aún no había vuelto a casa. Quedamente, con los nudillos, oí llamar entonces a la puerta. Alguien volvía, anunció una vecina, el pariente que salió a hacer averiguaciones:

    —Ahora sabremos algo.

    Abrió la puerta.

    Pero el hombre que aguardaba fuera no hizo más que entrar y, lentamente, como si estuviera muy cansado, se sentó. Puso las manos sobre sus rodillas y se quedó mirando al suelo, sin decir palabra. Hubo un delgado, difícil silencio que me sobrecogió. Repentinamente, mi madre empezó a llorar. Recostada en la silla, la cabeza abandonada a un lado, lloraba lanzando gemidos ahogados y palabras entrecortadas.

    Yo nunca había visto llorar a mi madre. Aquel llanto suyo me asombraba, me aturdía. No experimentaba pena alguna, pero sí un dolor físico casi intolerable. Era como si aquello que había estado amenazando en el ambiente, aquel elemento extraño, fácilmente conjurable entonces, hubiese de pronto tomado forma y luchara conmigo forcejando. Con la intensa idea de que allí había un error, de que todo se trataba de una equivocación, advertía a la vez, excitado, que algo totalmente falso iba a consumarse, se estaba consumando en la mente de todos. "No", quise decir. "Un momento, esperad". Me puse a patalear de nerviosismo. Unos brazos intentaron sujetarme, pero yo, desasiéndome de golpe, gateé por debajo de la mesa, y me apreté contra mi madre. Mi madre me enlazó en el mismo abrazo que a mis hermanas, y los tres la sentíamos jadear, respirar con ansia, allá arriba, fuertemente apretados contra ella, como si de nuevo nuestros cuerpos participaran del mismo latido de su vida.

    Pero en vano busqué su mirada para confiarle mi verdad, mi seguridad. El dolor, que sacudía físicamente su organismo, haciéndolo insensible a todo lo demás, vedaba también, en su mirada cristalizada, anegada, todo paso a su alma.


    PARECE MENTIRA

    De repente, se ha producido un vacío en la casa. Todo está vacío, desfondado. El vacío es tan intenso, que sentimos vértigo al asomarnos a las habitaciones. Las mantenemos prudentemente cerradas, evitamos mirar las paredes. Casi no nos reconocemos nosotros mismos. A nuestra madre, por ejemplo. ¿Qué es, ahora, mamá? Nada, un bulto inerte, echado sobre el sillón, algo al que han retirado un soporte interior. Y ese vacío finalmente nos absorbe, nos dispersa. Una vecina se lleva a mis hermanas, otra me lleva a mí. La vecina me da de comer. Me compra unos tebeos. Duermo.

    A mi madre se la han llevado mis tíos, los que viven en el Ensanche. Al día siguiente, me llevan allá.

    En lo alto de la clara escalera, de mármol, me aguarda una mujer vestida de negro, mi madre. ¡Qué cambiada está!

    Mi madre me abraza estrechamente, llorando. Yo estoy aturdido, asombrado.

    Como no podemos dormir en casa, debido a ese fenómeno del vacío, lo hacemos en casa de mis tíos, en un cuartito, sobre un colchón tendido en el suelo.

    El colchón cubre casi todo el suelo, se dobla ligeramente contra las patas de la máquina de coser, y llega hasta el armario ropero. El cuartito tiene una ventana estrecha y alargada que da a una claraboya. Al otro día, invento el juego siguiente: Provisto de un paraguas negro, enorme, que descubro arrimado a una esquina, me encaramo sobre la máquina, luego sobre el armario, y me lanzo al vacío con el paraguas abierto. Se baja bien.

    Ahora es mediodía, estamos en el balcón, mamá, mi tío y yo. Es un quinto piso de la calle Marina. Abajo se ve la zanja del ferrocarril que se curva hacia el desierto de las Glorias, y, más allá, la plaza de toros, con sus cúpulas de baldosas azules y blancas, que a mí me recuerdan las de los urinarios. Toda la plaza me parece un inmenso urinario.

    En esto, por la calle, pasa un camión cargado de ataúdes. Los ataúdes chocan unos con otros, saltan, parecen bailar, con los baches de la calle. Y cuando el camión frena en el cruce se deslizan alegremente contra la cabina, como si quisieran embromar al conductor.

    A mi madre le hacen una impresión terrible.

    —No es nada, mujer; no mires —dice mi tío, irritado—. Están vacíos. ¿No ves que están vacíos? Parece mentira.


    MI SECRETO

    Recuerdo poco los días que siguieron. Sé que hubo en ellos mucho silencio, que la casa parece más grande. Yo voy vestido de negro; unas señoras que no conozco, gordas, aureoladas de perfume, visitan a mi madre, y al despedirse me acarician, diciendo varias veces: "¡Pobre! ¡Pobre!" Sus palabras, autorizadas por sus ojos llorosos y sus crujientes monederos negros, me llenaban de una vaga angustia.

    Pero sólo un momento. Porque yo no podía creer que mi padre hubiera muerto. Detalles nimios venían a mi memoria, palabras suyas, gestos suyos, sentía el olor de su ropa a la vuelta del trabajo, la presión de sus manos contra mi cuerpo, y el tornasol de su sonrisa sobre mi cara. Miles de sensaciones reales y vivas, por él despertadas y convividas, existían en mí. ¿Cómo, pues, podía morir? ¿Qué significaba morir? Mi padre no había muerto. Esa verdad era poseída por mí a ciegas, sin investigarla; y, como un sol ardiente al que sólo se mira de soslayo, la retenía celosamente en mi interior, protegido y calentado por ella.

    La posesión de aquel secreto, no compartida con nadie, me daba una especie de superioridad sobre los demás. Miraba con seriedad a las visitas, amoldando mi rostro al suyo, por deferencia y disimulo, pero interiormente sonreía, deslumbrado por mi secreto. A veces, el rostro silencioso de mi madre me impulsaba a confesárselo, pero en seguida me contenía, considerando oscuramente que toda comunicación mermaría mi verdad. Así que, en su lugar, le dirigía enigmáticas frases de consuelo.

    La guerra, en tanto, se evidenciaba en la calle: hombres de gestos rápidos con chaquetas de cuero; camiones cargados de soldados, en dirección al frente; carteles explosivos en las paredes; largas, inacabables colas en los colmados.

    La iglesia del barrio eran unos muros ennegrecidos desde cuyo interior, cubierto de escombros y hierros retorcidos, podía verse el cielo.

    Vinieron días de miseria, en los que en casa no hay que comer; noches en las que el cielo parece desplomarse verticalmente, hecho añicos.

    Entre tanto, yo aguardaba la vuelta de mi padre.

    Y los días fueron sucediéndose, mensajeros que nada nos traían, y llegó el día de los Santos Difuntos, y mi madre puso una lamparilla de aceite en un rincón de mi cuarto.


    LA LLAMA

    Aquella lamparilla me fascinaba. Varias veces, en el curso del día, me acerqué a mi cuarto, para quedarme parado en el umbral: la llamita lucía en la oscuridad, sensitiva y vivaz, como una pequeña lengua que hablase en un lenguaje extraño que yo no acertaba a comprender, y que me henchía el corazón de misterio.

    ¡Presencias del Primero de Noviembre! Él estaba allí, habitando mi cuarto, proyectando su sombra por las paredes, hablando en el idioma de la llamita. Mi madre, en la cocina, con el rostro más pálido que de costumbre, recogido en una tensa atención. Mis hermanas, en la sala, junto a una muñeca despanzurrada. Y yo iba de la sala a la cocina, de la cocina a mi cuarto. Silencio en todas partes. El día transcurría de puntillas.

    Al tiempo de acostarme, mi madre me preguntó:

    —¿Te da miedo esa luz?
    —¿Miedo? Si me acompaña...

    Pero a media noche abrí los ojos, repentinamente despierto, aunque sin sobresalto; estaba oyendo llorar a mi madre. Era curioso: sin temor alguno, despejado del todo, estaba oyendo algo que no existía. Porque los gemidos eran los mismos que oyera meses atrás en el comedor de casa. Y aquellos gemidos, apagados y llenos de pena, eran terribles, arañaban en mi interior algo extremadamente delicado, causándome un mal horroroso.

    Largo rato estuve escuchándolos, y tan reales me parecieron al cabo, que llamé en voz baja a mi madre, que dormía en el cuarto de al lado.

    —¿Lloras, mamá?
    —No, hijo. Estaba pensando. ¿No puedes dormir?

    Incorporado en mi cama, yo la oía. La lucecita de aceite, sobre la cómoda, iluminaba un ángulo de la pared. Había en el cuarto y en toda la casa un silencioso rumor, el laborar de misteriosos telares en la noche, y la voz de mi madre, llegando desde el cuarto vecino, caía sobre mí dulce y triste, como si viniera de muy lejos, hecha luz de estrellas. Me sentí asustado. La lucecita, en la taza, chisporroteó. Miré la llama, que empezó a palpitar, dando rápidas cargas de sombra por las paredes; los contornos de la habitación se hicieron inseguros, y todo se fundía en una movible irrealidad...

    —Mamá —susurré, casi en sueños—. ¿Sabes? Él no ha muerto.
    —¿Qué dices, hijo?

    Entonces, suavemente, empecé a hablar desde la cama. Le conté mi secreto. Yo creía que era una cosa sencilla de explicar, que bastaba empezar a nombrarlo para que mi madre me comprendiera en seguida, y que yo mismo encontraría las palabras precisas y en su punto. Pero, cosa rara, a medida que me desenvolvía en palabras, me enredaba, balbucía... e iba perdiendo increíblemente la seguridad. Notaba que no era creído, y yo mismo no conseguía ya dar con la razón exacta, íntima, sustentadora de mi creencia. Al fin, callé, confundido.

    —Duerme, hijo mío —sonó la voz de mi madre, desde el cuarto de al lado, infinitamente lejana, infinitamente desesperanzada. La llama temblaba. Yo tenía los brazos helados; me alargué en el lecho y, en esto, la llama dejó de temblar, se apagó definitivamente, y yo, vacío e inerte, los ojos bien abiertos, vi cómo caían sobre mí consecutivas capas de negrura.


    5
    BOMBARDEOS


    Los bombardeos eran terribles. Uno se despertaba bruscamente, en la oscuridad; el mundo era negro ante sus ojos; las sirenas aullaban a lo lejos; sonaba el estampido de los antiaéreos. Yo, puesto en pie de un salto, encendía la luz; pero la luz no duraba un instante; decrecía hasta brillar tan solo el filamento rojo de la bombilla, y aun eso se apagaba. En el cuarto de al lado, oía vestirse a mi madre y a mis hermanas, que habían corrido allá con sus ropas. Lejanamente, en la noche profunda, oía el sordo rumor de las bombas. Algunas, cayendo más cerca, hacían vibrar los cristales del balcón. Con el corazón aún dormido, yo metía los pies en los zapatos sin ponerme los calcetines. ¿Dónde estaba mi camisa? Mi madre abría la puerta del piso.

    —Vamos, hijo, vamos —me apremiaba.

    La escalera era un pozo de tinieblas; por ella descendían cuerpos; uno los reconocía instintivamente en la oscuridad: el hombre del tercero; la mujer del segundo primera. Todos bajaban a la planta; era lo más seguro de la casa; algunos llevaban linternas y, a su luz movible, se veían rasgos humanos, ángulos de rostros, frentes pálidas, ojos hundidos: visiones de pesadilla.

    Los bajos, cuya puerta estaba entornada, se iban llenando de gente; la dueña ofrecía sillas, y todos nos sentábamos en torno a la mesa del comedor; se encendía una vela y aguardábamos la señal de pasó—el—peligro. En tanto, manteníamos silencio, o hablábamos en un susurro; parecía que se velase a un muerto. Las caras de todos, a la escasa luz de la vela, se entreveían macilentas, alargadas; sonaban toses en un lado, el frío subía por las piernas; uno sentía sueño, añoraba la tibieza del lecho abandonado. En un rincón, una mujer daba de mamar a un niño, que había empezado a llorar; en la penumbra, el seno era una suave mancha blanca. Todos éramos seres tristes, irreales, perdidos en el fondo de una caverna. Al cabo, algunos salían a la calle, poblada de una luz azul, fantasmal, y estudiaban el cielo, con ojos que ya no tenían sueño. De vez en cuando, alguno señalaba una lucecita: el escape de gas de algún avión. Ya casi no sonaban los antiaéreos; sólo, de tarde en tarde, retumbaba potente la batería del Carmelo. A poco, se elevaban las sirenas; el peligro había pasado. Entonces empezaba el lento ascender por las escaleras, el sonreír fatigadamente, alguna broma, y el entorpecimiento de los músculos. Entonces advertíamos cuán imperfectamente íbamos vestidos; las prendas que cada uno se había puesto, con las prisas: un zapato oscuro y otro claro; el jersey al revés. ¡Virgen María!

    En el aire negro se habían apagado ya las últimas sirenas; los refugios se vaciaban, volcando afuera una humanidad lenta y oscura, como si se desangrase la sombra almacenada en su interior; la radio sonaba fuerte en algún piso, anunciando el cese del bombardeo; poco a poco, todo volvía a quedar en silencio, y la ciudad, la sufrida, la gran mortificada, quedaba aguardando el día para contar a sus muertos.


    ESA FIESTA, LA GUERRA

    La guerra también se había hecho presente en el colegio. El director estaba ausente; se decía que escondido en su pueblo natal, allá, en Valencia. Otro hacía sus veces. Quedaban dos o tres maestros que, de golpe, habían perdido toda severidad con nosotros. El señor Adrián, ahora Adrián a secas, más estirado y lánguido que nunca, olvidando sus habilidades con el borrador, nos pasaba la mano por el hombro, y nos pedía, la mirada afectuosa, si le podíamos conseguir un pan.

    Un sofocante viento de libertad nos dio en la cara. Nombres, como de seres mitológicos, sonaban en torno nuestro: Durruti, Ascaso, García Oliver... UGT, CNT, gritaban las paredes. Y nos hacíamos muñequeras con las balas. PSUC. POUM. La guerra era una fiesta.

    El nuevo director era un pobre hombre. Habíamos llegado a expulsarlo del aula, ametrallándole con trozos de yeso y con bolitas de papel mascado. Recuerdo su rostro venerable, enrojecido por la indignación, por el miedo. No se atrevía a insultarnos mucho, ignoraba de quién fuéramos cría. La imagen del hombre de la FAI flotaba en la mente de todos los mayores. Los niños éramos los amos.

    En las clases se estudiaba apenas, y eran frecuentemente interrumpidas por las sirenas de alarma y el emocionante estallido de las bombas. Entonces, en un trueno, bajábamos alegremente al refugio.

    El refugio era un agujero en la calle al que se descendía por una rampa de tierra rojiza. Dentro se estaba bien, se estaba caliente; al principio se olía un poco a humedad, estábamos en el interior de la tierra. Candidatos a muertos, usurpábamos su terreno a los muertos de verdad, y notábamos que arriba, los de las bombas, hacían todo lo posible para adjudicarnos el pleno derecho. A veces, oíamos sonar y conmoverse la superficie por encima nuestro, habían caído muy cerca, y aun a la pobre luz de la bombilla desnuda, veíamos el rostro de algún profesor ponerse terroso, aflojarse por el miedo. A nosotros, muy juntos, acurrucados en un banco excavado en la pared, nos daba por reír, con la oscuridad, y con los chistes. Estábamos allí como en el fondo de un estómago, digeridos por la tierra, rezando quizá los mayores para evitar ser digeridos del todo, por aquella arcilla mansa y aparentemente amiga que los rodeaba, y en ocasiones temblando visiblemente de miedo, temblor disimulado a veces por la bombilla, que empezaba a vibrar por fallo de corriente, y entonces temblaba y oscilaba todo, el muro, nuestras caras, y el profesor, allí de pie, el primero en la salida, seguramente para protegernos mejor.

    Se rumoreaba que en el refugio ocurrían cosas extraordinarias, sobre todo entre los contingentes de las clases superiores; se dijo que, allí dentro, a una alumna le habían hecho un nene.

    En las aulas se vivía en plena orgía. Debajo de los bancos, a pocos metros del maestro, se producían cosas estupendas. Entre ambos e iguales sexos, funcionaba una verdadera prostitución, un comercio placentero por lápices, libretas, objetos caprichosos, y comida. La comida era de éxito seguro. Entre los alumnos existían relaciones que sólo después he visto descritas en comunidades de seres humanos como los prisioneros de la Guayana. El panorama sexual era nuestra asignatura más fuerte, se preguntaba y se explicaba todo, con demostraciones a la vista. El reacio a comprender era acogido con risas e insultos burlones. Con las chicas sólo era preciso audacia para hacer lo que uno quisiera.

    Y ese embate del sexo, el más fuerte, resbaló ante mis ojos como si nada. Yo ignoraba el objeto de aquellas raras posiciones, de aquellas actitudes, de aquel manoseo. Vagamente, pensaba que todo era una broma, y me reía yo también, como los otros, aunque sin comprender. Habían de pasar algunos años para que todo aquello cayera de repente sobre mí, como cálida lluvia de verano.


    CEMENTERIO DE PUEBLO

    El pan, redondo y blanco, estaba sobre la mesa.

    La señora bajaba del pueblo, adonde había huido con los suyos por temor a las bombas; se brindaba a llevarme con ella unas semanas. Mi madre, con los ojos húmedos —ambas habían llorado un poco recordando algunas cosas—, se resistía a abandonarme. La señora había traído consigo un pan, como obsequio, y cada vez que decía "pueblo", aquel pan, ahora sobre la mesa del comedor, daba a la palabra un relieve casi mágico.

    —Allí comerá bien— insistió la señora.

    Eso debió convencer a mi madre.

    Y un sábado por la tarde me vi en un cochecito negro, cuyo volante era conducido por un individuo mal humorado que no despegó los labios en todo el camino, al término del cual encontré de nuevo la señora llorosa, que ahora sonreía, primera de una hilera de cuatro criaturas astrosas y morenas, colocadas por orden de estatura, que resultaron ser hijos suyos y del individuo mal humorado.

    La casa donde iba a vivir estaba en una plaza, una explanada arenosa, frente al edificio del Ayuntamiento. Por un lado de la plaza corría la tapia del cementerio.

    La casa era anchurosa, con agradables suelos de gastado ladrillo; en todas partes, corral, patio y solana, podía uno encontrarse con un perro dormitando apaciblemente al sol; había un pozo que daba un agua muy buena —decían que comunicaba con el cercano cementerio— y a cuyo brocal yo me asomaba para distinguir en los negros reflejos del fondo imaginarias caras de ahogados.

    En el piso superior, los dormitorios. Cuatro camas en hilera daban a la sala de los niños una apariencia de hospital. Desde mi cama, próxima a la ventana, podía ver la hilera de cipreses del cementerio.

    La vida del pueblo era mínima. Apenas se veía gente. Una calle única, en cuesta. Ventanas y puertas atrancadas. Al fondo, la torre de la iglesia, hendida, sin campanas, ennegrecida de humo.

    Como si fueran los únicos habitantes del pueblo, recuerdo a un viejo que se pasaba las horas tomando el sol a la puerta de su casa, con una pernera del pantalón arremangada, y a un niño idiota que se acurrucaba a su lado, en el suelo, con la boca abierta, la nariz siempre llena de verdes mucosidades.

    El viejo se fabricaba un asiento con cuatro piedras. Cada mañana rehacía su asiento laboriosamente, colocando cada piedra tras un madurado cálculo, como un problema que hubiese que resolver siempre de nuevo. Se sentaba, al fin, y apoyando la espalda en la pared caliente, extendía ante él su pierna desnuda. De la rodilla abajo, la pierna era una llaga viva, una pústula que brillaba al sol. El viejo entornaba los ojos, recibiendo la luz amorosa; su camisa desabrochada permitía ver un pecho sin vello, flaco y rosado. Al pasar yo por delante, el viejo me seguía en silencio, sin mover la cabeza, con una lenta y cazurra mirada de campesino. En su cara rojiza, contraída por el sol, parecía petrificarse una sonrisa maligna.

    El niño de los mocos y el viejo de las llagas eran como dos inmóviles endriagos que guardaran la puerta. Sin embargo, alguna vez debí haber penetrado en aquella casa, porque recuerdo su interior como un cuadrilátero lleno de corrientes de aire, y cuyas paredes encaladas, casi desnudas, despiden una luz ligeramente azulada. Al fondo, hay una mesa de pino donde se amontonan racimos de panojas. Panojas doradas, de grano caliente, penden también de las vigas sin desbastar. Y una mujer delgada, vestida de negro, que es la madre del niño idiota y tal vez la hija del llagado, me tiende una panoja, a mí, el señorito de la ciudad, y yo veo unos ojos asustados, vacíos, ribeteados de rojo, que parecen mirarme a mí, y, al mismo tiempo, a otra cosa, un pensamiento secreto.

    Recuerdo también un cañaveral cercano donde íbamos los cuatro chicos y yo a coger cañas para fabricar silbatos. Es una imagen fresca y verde; la tierra cede bajo nuestros pies descalzos; estamos en una región intermedia: todo es casi líquido, casi sólido; el croar de las ranas se ha apagado a nuestro primer paso y, en el borde de la acequia, las altas cañas, conscientes de su destino, ensayan melodías imposibles, que luego no repiten los silbatos.

    Pero lo que más intensamente recuerdo es aquel soleado paraje de ecos inertes al otro lado de la tapia blanca y la hilera de cipreses. El cementerio abandonado, con tumbas removidas, fosas vacías, y misteriosos rincones donde la tierra rezumaba agua, ejercía una poderosa atracción sobre mí. De noche se convertía en un lugar desconocido, de sagrado pavor, al que por nada del mundo hubiera ido; pero de día, bajo el sol, me gustaba vagabundear entre las losas blancas que surgían del suelo crecido de yerba.

    A veces, me sucedía pasar una hora, totalmente inmóvil, ante algún cado de lagartos, con una piedra en la mano, por si asomaba alguno. En la espera, me adormecía; el sol zumbaba sobre mi cabeza, en el doble silencio del aire calmo y de la tierra oscura, bajo la cual se descomponían los huesos de los enterrados; todo adquiría un aire de extravío; y, entornando los ojos, contemplaba la acacia junto el arco de la entrada.

    La acacia era muy joven, casi sin hojas, de un color gris tierno, con una blanca muesca en el tronco. ¡Dios mío, había tal aburrimiento, tanto sol, en el pequeño cementerio! Una tarde me aproximé a la acacia y acaricié la hendedura de su tronco, a la altura de mi sexo. El cielo era azul, y la brisa, que soplaba a intervalos, traía un lejano olor a muertos.


    ASESINATO DE LA ACACIA

    No sé por qué lo hice. Pero aquella tarde de verano me abracé al delgado tronco de la acacia, doblándolo con mi peso, hasta que, con un claro chasquido, el árbol se quebró por la hendidura. Con las ramas por delante, fui girando alrededor del tronco. Cada vuelta me costaba más esfuerzo; la tierna carne de la acacia se retorcía en la rotura, resistiéndose a morir. Al fin, la copa quedó sin pulso por el polvo, pendiendo de la base por un exprimido ligamento de corteza verde.

    Yo estaba sudando; las últimas vueltas las había dado aprisa, casi corriendo, pues empezaba a estar asustado. Me detuve, y contemplé el círculo de mis pasos en el polvo.

    De pronto, al levantar la cabeza, me di cuenta de que el chiquillo bobo, el de las narices sucias, me había estado observando. Yo le sonreí pálidamente —el chiquillo sólo me miraba— sintiendo gravitar sobre mí la presencia del pecado. La acacia, con sus ramas caídas y polvorientas, y, sobre todo, el tronco desmochado, con su blanca y jugosa astilladura, me causó ahora, en la paz del cementerio pueblerino, una pena indecible.

    En aquel momento, por lo alto de la carretera, vi acercarse un camión en una gran polvareda. Sin saber por qué, me asusté terriblemente. Fue uno de esos terrores ciegos de la infancia; de súbito, eché a correr camino abajo, me lancé a través de los hondos y verdes campos, saltando acequias y subiendo repechos, sin respetar cercas ni sembrados. Corría y corría. Al fin, me detuve en un montículo, y me eché al suelo, respirando anhelosamente. Procuré serenarme, y miré hacia la explanada. Un miliciano, fusil al hombro, pequeñito en la distancia, estaba ante el niño idiota y movía los brazos. En aquel instante, el chiquillo alzó un brazo señalando hacia donde estaba yo. El corazón me dio un vuelco. Era imposible que me viesen, que supieran siquiera que yo estaba allí, pero, en aquel momento, se me figuró que el chiquillo acababa de contarle al miliciano lo que yo había hecho, y su brazo, apuntándome acusador, me pareció inmenso, como el brazo de Dios, y capaz de cogerme desde allá mismo.

    El miliciano subió al camión, y éste arrancó, y desapareció carretera abajo entre una nube de polvo.

    Yo regresé al pueblo ya oscurecido, por caminos desusados, dando un gran rodeo para no pasar ante el lugar de mi crimen.


    RECUERDO EN BLANCO Y NEGRO

    El hombre mal humorado se presentaba en el pueblo de improviso, decía cosas oscuras, feas, inimportantes, y regresaba a la ciudad al día siguiente en su cochecito negro que llevaba pintado con engrudo en el vidrio: ABASTOS.

    Yo lo veía partir con alivio; me resultaba desagradable aquel hombre de cara rojiza y nudosa, mal hablado, que representaba la ciudad con sus miserias y preocupaciones. Olvidado de mi madre y mis hermanas, yo vivía en el campo una vida salvaje, en una libertad casi absoluta.

    En compañía de los cuatro hijos de la señora, más devueltos a la tierra que yo, vagaba por los campos, robaba almendras verdes, o subía al campanario de la iglesia por la rota escalera de la torre, en cuya espiral tenebrosa podía uno muy bien encontrarse, inmóvil en un ángulo con olor a telarañas, la lechuza, dos ojos amarillos ardiendo sin consumirse en la oscuridad.

    A veces, acompañados de Juanito, el hijo de los masaderos, íbamos a bañarnos al río. Juanito no se bañaba nunca; se limitaba a vigilarnos, pensativo, sentado en una piedra, echando trocitos de rama al agua espesa y negra donde culebreaban nuestros cuerpos. En qué pensaba, no podía saberse. Alto, fuerte, ya desprendido de la infancia, tenía la mirada negra y dura de los adultos, pese a sus quince años. En su vieja bicicleta, de la que no se desprendía nunca, podía mantenerse en equilibrio casi parado, levantar la rueda delantera sin caerse, o poner los pies en el manillar. Casi siempre andaba fuera, ya comprando algo en los pueblos vecinos, ya llevando algún recado, o, simplemente, los domingos, de mirón en el baile de Montmeló, huyendo del espectral aburrimiento del pueblecito.

    En la casa había también dos muchachas de servicio; dos mozas zafias y groseras a las que nunca me acercaba mucho, por el indefinible tufo que despedían; dos fardos que se paseaban por la casa realizando sus tareas aburridoras, y que dormían ambas en una cama colocada en la sala de los niños.

    Una era alta, de pelo casi azul de puro negro, la piel de un moreno ceniciento, y las pestañas llenas de un polvillo gris que resultaron colonias de liendres. La otra, más bajita, gruesa y blanda, de cabello castaño tirando a dorado, tenía una piel blanca y aguanosa, manchada a trechos como un melocotón podrido.

    Una de las obligaciones de las mozas consistía en hacer orinar a todos los chicos cada noche, antes de acostarse; para ello mantenían encendida la bombilla del retrete, situado al fondo de un oscuro pasillo, y nos enviaban de uno en uno, como si nos confesáramos. Alguna vez, uno de los pequeños, despierto a media noche con la vejiga llena, aterrado ante la perspectiva de atravesar él solo el siniestro pasillo, lleno de sudor frío por el miedo y las ganas, llamaba a las criadas con voces primero tímidas, y cada vez más altas y suplicantes. Las criadas dormían allí al lado, inertes como muebles, meros cuerpos sin alma, caparazones vacíos, y el chiquillo, al cabo, sentía que algo caliente y dulce le corría piernas abajo... Al día siguiente, en el comedor, se hablaba largamente de ello.

    Una tarde, en compañía de Juanito, regresábamos de una excursión. Habíamos ido casi hasta Mollet, y volvíamos cansados y satisfechos. Ya cerca de la casa, al pasar ante la era, cubierta de partículas de oro, en el hueco de uno de los almiares, vimos a las dos mozas, en su tarde libre. Allí estaban, sentadas en el suelo, esparrancadas, como dos fardos llenos de algo mal colocado dentro. Y miraron al pasar nosotros. En sus ojos, en los que entraba la luz del crepúsculo, había un brillo especial. Miraron a Juanito, los demás no existíamos. Miraron largamente a Juanito, sonrientes, ambas con la misma mirada secreta. Juanito sonrió a su vez, volvió varias veces la cabeza y, finalmente, retrocedió, se acercó a ellas. Ellas le seguían mirando, sin hablar, siempre sonriendo, y allí se quedaron los tres, mirándose, enredados y ligados en sus miradas como en una baba invisible. Aburridos, ya nos íbamos para casa, cuando Juanito nos alcanzó corriendo.

    ¿Fue aquella noche? ¿O sucedió antes de lo que acabo de narrar? Como el día y la noche de una misma cosa, a esta visión luminosa de los almiares la acompaña un recuerdo impreciso, una escena nocturna, quizá producto de mi mente. Es de noche, estoy en la cama, la negrura me llena los ojos de arenilla. ¿Qué me ha despertado? Un coágulo de sombra todavía más negra se desliza ante mí. ¿Estoy realmente despierto, o sigo soñando? Ahí cerca, en la cama de las mozas, hablan en voz muy baja. Risas casi inaudibles, fantasmales; un siseo, un ensayo de siseo recomendando silencio.

    Una eternidad después —yo he caído en otra sima de inconsciencia— veo pasar de nuevo la sombra, cauta, irreal; la veo avanzar, casi invisible, desaparecer como un sueño. Imposible saber quién, si es que era alguien.

    Días después, el hombre mal humorado vino más inquieto que nunca; bajando su voz fosca, habló con la señora largamente, en la portada de la casona; Gandesa, el Ebro, sonaban en su bla—blá; marido y mujer parecían excitados, alegres...

    Una semana más tarde, regresé a la ciudad.


    LA COLA

    Encontré la ciudad silenciosa, con la marca del miedo y del hambre más profunda. En estos días finales de la guerra, no hay comida; imposible encontrar nada. Se caminan kilómetros para conseguir un chusco, un bote de leche. Se duerme en la acera, enrollado en una manta, contra la puerta de la carnicería que abrirá a las ocho. Los campesinos de los alrededores son seducidos, no con despreciado dinero rojo, sino con relojes, máquinas fotográficas, mantelerías finas. Y se regresa a la ciudad, a pie, desde Moncada, o Granollers, por el largo sendero de la vía del tren, con un poco de harina, o unas patatas.

    Yo estoy durante horas en una cola, con un solo pensamiento: que no se cuele alguien delante de mí. Siento admiración por el que me antecede, me parece un ser superior, le busco la gracia, y no puedo evitar un ligero desprecio hacia el que va detrás mío, le hablo con ligereza, por encima del hombro.

    Y estamos así tiempo, los pies se cansan, se hielan, la cola avanza lentamente hacia la panadería. Alguien entretiene el ocio tallando un pedazo de madera con una navajita. Más allá, una mujer teje punto de media, muy hacendosa, es como si estuviera en su casa. Otro no hace nada, sólo mira ante sí con la cara contraída. Es la cola, somos la cola. De vez en cuando, ésta se anima, ondula como una serpiente, aunque sin romper sus anillos, sus delicados engarces unitarios, y grita, enfurecida: "¡A la cola! ¡Eh, a la cola! ¡A ver, esos vivos!"

    Luego cae de nuevo en su somnolencia apática, en su avanzar centímetro a centímetro, y la mujer vuelve a su media, y el de la navajita a su madera.

    Hasta que el trueno de las primeras bombas, simultáneo al ulular de las sirenas, hace que la cola se fragmente, se disuelva, y todos corran como ratas a hundirse en el refugio más próximo, y que en la entrada de la panadería, milagrosamente franca, libre, se produzca la visión de un hombre en camiseta y calzoncillos que interpone, con mano temblorosa y apurada, bajándola de un tirón, la débil hoja de acero ondulado entre él y la muerte.


    LA MUJER ENLUTADA

    Pasaban los soldados. Sobre el montón de tierra del refugio, en la plaza del Mercado, yo alzaba el brazo saludando, y sentía al frío de aquella mañana abrileña metérseme manga arriba. A mi lado, una mujer de oscuro, contemplaba el silencioso desfile. La guerra había terminado.

    Pasaban los soldados. En la barbería, las personas que aguardaban turno habían salido a la acera, en grupito, y se veía al barbero, su bata blanca junto al leproso plátano, saludar a la bandera. Arriba, en las fachadas, por algunos balcones tímidamente abiertos, asomaban faces pálidas, ojos alucinados. La guerra había terminado.

    Pasaban los soldados. La marea de la tropa, procedente de la calle Mayor, afluía a la plaza para encajonarse, con sus banderas descoloridas, por la angosta calle con olor a curtidos que les llevaría al viejo camino de Francia, el mismo camino que debieron seguir las huestes de Aníbal. En las aceras y balcones, nadie aplaudía ni gritaba nada. Por doquier caras inertes, silenciosas. Y hasta la misma tropa avanzaba en un silencio irreal. La guerra había terminado.

    Pasaban los soldados. Rostros morenos, uniformes rotos; feces rojos, jaiques. Algunos avanzaban cojeando, como autómatas, con un brillo en la mirada. También ellos estaban cansados. Repentinamente, de entre las filas, surgió un murmullo:

    Soy valiente y leal legionario,
    soy soldado de brava legión...


    Apagada y triste, llena de belleza, la canción saltaba de fila en fila, como si nadie la musitara:

    Legionarios, a luchar,
    legionarios, a morir...


    En aquel momento, la mujer que estaba a mi lado, gritó, arrebatada:

    —¡No! ¡Morir, no!— y en un tono más bajo, reconcentrado—: Ya han muerto demasiados...

    Entonces me fijé en que iba vestida de negro de pies a cabeza. Un velo oscuro cubría su cara; se adivinaban unos ojos febriles, unos labios balbucientes. Temblaba toda, incapaz de dominarse.

    Yo sentí que, bajo la camisa, la carne se me escalofriaba. Vi en aquella mujer una pesadilla: algo conforme con los envejecidos pasquines que se superponían en las esquinas y que colgaban en largas tiras flotantes, y con el montículo de tierra húmeda y roja en el que estaba subido, y con aquellas caras vacías que me rodeaban, y con la fluencia gris y caqui que, arrastrando en su corriente islotes de camellos y sonoras piezas de artillería, se perdía por el callejón. Entonces comprendí que acaso la guerra no hubiera terminado aún; que subsistiría mientras el corazón de aquella mujer estuviera lleno de dolor y los muertos no se apagasen en su recuerdo; y me pareció que aquellos soldados que pasaban rumoreantes arrastraban consigo un formidable espectro, una sombra que cubría los añosos plátanos, las viejas fachadas de la plaza, y que bastaba a deslucir el sol, y todo yo me vi anegado bajo un ala fúnebre. ¡Qué tristeza, Dios mío!

    La mujer se había ido calle arriba, parándose a cada momento, gesticulante, y cuando alcé de nuevo el brazo para saludar a la bandera, un sentimiento nuevo, dulce y desesperado, hinchó mi pecho, y vi pasar sus orgullosos colores a través de una turbiedad de lágrimas.


    6
    PAZ


    Con la entrada de los nacionales había vuelto el orden. Se abrieron los balcones; la paz y el buen tiempo llegaron al fondo de las casas. Se quemaron papeles y retratos, y se arrancaron, de todos los cristales, las tiras de papel con que eran protegidos contra las vibraciones. Ya no había quien bombardeara.

    La ciudad aseó su cara: se rasgaron, pintaron, o hicieron ilegibles, rótulos e inscripciones en patios y fachadas. Gritos de lucha se extinguieron en los viejos muros. La cal lo tapó todo, y el pan blanco, bello y efímero como un sueño, renació en los mostradores de las panaderías.

    Por todas partes, vidrios deslumbrantes; suelos con olor a lejía.

    Y aparecieron seres fantasmales, a los que se suponía muy lejos, en Francia, en América, en el cementerio; seres tapiados, de cara pálida y ojos trasoñantes; seres que caminaban como autómatas, con las coyunturas oxidadas. Empujados por los sones de trompeta, salían de sus nidos a la luz, con un dedo tendido hacia delante. Y pronto los muertos mataron a los vivos.

    Mi madre, con ayuda de un cuchillo, vació el contador del gas, y a cambio de un puñado de monedas de cobre entró el primer pan de harina nacional en casa.

    Canciones. Misas de campaña. Júbilo.

    ¡España! ¡España! ¡España!

    Ojos arrasados en lágrimas.


    ESTAMOS VIVOS

    A mi regreso a la ciudad, me sentí extraño en casa, y me encontré sin amigos, fuera ya de la órbita familiar de sus vidas. No me importó. Las semanas pasadas en el pueblecito me habían habituado a la soledad, dejando en mi alma un sedimento de ensueños y nostalgias.

    Pero el tiempo libre e inestable había terminado; yo era un pequeño salvaje que debía enviarse al colegio. Mi madre suspiraba:

    —Habrá que comprarle libros... y zapatos... y un traje más decente. ¡Ay, Señor!

    Y un día, al lado de mi madre, anduve el viejo camino del colegio, y cruzamos su puerta.

    El colegio era y no era el mismo. Oscuro, silencioso, y desmantelado, el vestíbulo detuvo en seguida nuestros pasos. Tras una mampara, se adivinaba un aula solitaria, la mesa sobre una tarima, el negro reflejo del encerado. Se oía, en algún lado, un rumor de voces, y, a poco, en la penumbra, apareció un hombre con una bata blanca, el antiguo director.

    Ya no lo reconocí: delgado, amarillo, el cabello muy corto, agrisado en las sienes y extrañamente hirsuto, el director parecía un resucitado. En sus mejillas, a ambos lados de su boca, azuleaban unos profundos pliegues, como trozos sepulcrales. Al ver a mi madre, sonrió tenuemente, con los ojos, y su cara mortecina pareció dorarse un poco.

    —No me hable; no me diga nada —dijo, apretándole una mano—. Ya sé; ya me enteraron...

    Yo, mirando a mi madre, sentí nuevamente la molestia, la incomodidad física que me producía ver mojados sus ojos.

    —Mamá —susurré, descontento.

    El director abría la puerta del despacho.

    —Pase, señora; siéntese —él mismo se sentó detrás de la mesa—. Estamos organizando las clases. Son muy pocos, pero ya van volviendo. Los tengo a todos arriba, todos en un aula, para que abulten algo. Por lo menos, no están en la calle.

    Hubo un silencio; el despacho presentaba el mismo aspecto desolado que el vestíbulo: muebles estropeados, paredes desnudas, armarios vacíos. Sobre una mesita, tapada, una máquina de escribir. En la pared, recién instalado, un crucifijo.

    —Vea —comentó el director, con su sonrisita espectral—, vea como se encuentra eso. Se lo llevaron todo. Fíjese en ese armario: ahí tenía yo el Espasa. Lo he rellenado con carpetas vacías. Nada, por hacer bulto. Usted dirá: "Pero aún le dejaron la máquina". Pues, sí; es una máquina de escribir muy bonita. ¿Quiere usted verla? Anda —me ordenó—, levanta la tapa.

    La tapa, negra, parecía un ataúd pequeñito. Bajo la tapa no había nada. El director se reía:

    —¿Se da usted cuenta? Se lo llevaron todo. Miento: me dejaron la tapa. Quizá por un último escrúpulo. Quizá por gastarme una broma. Yo la he dejado ahí, para abultar.
    —Sí —musitó mi madre, que vestía de luto.
    —Yo les perdono —dijo el director. Regresé, de puntillas, al lado de mi madre—. Después de todo, hay que ser un buen cristiano. No crea, a mí también se me llevaron. Me tuvieron tres días detenido. Y una mañana, cuando creí que me sacaban para matarme, me pusieron en la calle. Así, sencillamente. Fue una especie de milagro.
    —Sí —musitó mi madre, sacando un pañuelito.

    Pensativo, el director pareció reparar del todo en mí.

    —¿De modo que éste es el hijo de él? No lo reconozco; está muy crecido —me atrajo hacia sí, y me dio unos golpecitos en el hombro—. ¿Sabe usted, señora —sonrió por encima mío—, dónde conocí al padre de este chico?

    Mi madre lo sabía perfectamente. Empero, le miró, tímida e interrogante.

    —En África. Sí, señora; en África. Estábamos en la misma compañía. Nos hicimos muy amigos. Me sacó de más de un apuro; en cambio, yo le enseñé a leer. ¡Qué tiempos! Fue ascendido en seguida a sargento, y propuesto para oficial. Él era muy valiente.
    —Sí —musitó mi madre, secándose una lágrima.

    Y el director, que me seguía dando golpecitos en el hombro, murmuró, distraído, pensando ya en otra cosa:

    —El caso es que estamos vivos.


    LO QUE YO SÉ

    Minutos más tarde, de la mano del director, penetraba en un aula donde había otros chicos de mi edad, sentados en largos y desgastados bancos.

    Reinaba en la sala un rumor sostenido y contumaz; el maestro, de espaldas a la clase, escuchaba al director; yo miraba.

    Luego, el director se fue, y el maestro me hizo sentar en un banco. Apoyó el codo sobre el pupitre, y me sonrió. Era un hombre canoso, huesudo, de mirada un tanto alocada, con un bigote blanco que amarilleaba de nicotina.

    —Bueno, chico, ¿cómo te llamas?

    Se lo dije, y no debió entenderme, porque se irguió, de pronto, y golpeando el pupitre con la palmeta, gritó con voz terrible:

    —¡Silencio!

    Todos callaron; el sol entraba por las empolvadas ventanas; se oía el golpear, una y otra vez, de un moscardón contra los cristales. Yo me sentía lleno de susto. El maestro volvió a apoyarse en la mesa, de nuevo sonriente:

    —¿Cómo decías?

    Le repetí mi nombre, cohibido.

    —Bueno, está bien. ¿Qué es lo que sabes?

    Pero yo no sabía qué era lo que sabía. Permanecí callado, fascinado por aquel bigote amarillo.

    —¿Multiplicar, dividir? — insinuó el maestro.
    —Dividir, así así —hice un gesto con la mano.

    Hubo unas risas; el rumor se había alzado otra vez. El maestro miró severamente en torno suyo; a medida que la mirada se posaba en ellos, los chicos enmudecían; se estancaban sonrisas y palabras. De nuevo gravitó el silencio. El maestro miró su reloj, y, con un gesto fastidiado, se apartó del banco; yo miré vacuamente a mi compañero de mesa, y mi compañero me dirigió otra vacua mirada.

    —¡Geografía!— tronó la voz del maestro, desde la tarima.

    Hubo un trasiego de libros, de cuadernos.

    Y en tanto aquí y allá, en el laborioso silencio, voces delgadas repetían la lección, yo miraba al negro encerado del fondo, abriéndose como un bostezo, como una amenaza. Viejos mapas descoloridos pendían de las paredes; ríos azules y líneas rojas atravesaban amarillos territorios acribillados de nombres; ríos que, en aquella hora matinal, estarían fluyendo por el haz de la tierra, con habitantes en sus orillas hablando en lenguas desconocidas...


    ENSOÑACIONES

    Poco a poco, la vida en el colegio volvió a su normalidad anterior. Regresaron los chicos, vinieron otros nuevos, y casi todos los maestros se reintegraron a sus puestos. Se repartieron los muchachos por clases, y pronto, para los más pequeños, se exigió el uniforme: un delantalito rayado con las siglas del colegio, en azul, sobre el bolsillo del pecho. Todo volvía a sus cauces, con nuevas órdenes, nuevas severidades. Era preciso olvidar la pasada orgía. La clase de Religión fue muy vigilada. Continuamente venían sacerdotes a catequizarnos. Asimismo, nuestra formación política no se descuidó. De esto se encargaron los falangistas. Y, cada tarde, antes de salir, todas las clases se reunían en el patio, y se cantaba el Himno Nacional, con el brazo levantado, mientras se arriaba la bandera.

    Desde un principio, el colegio fue para mí duro y amargo. Todas las asignaturas me causaban tedio y tristeza: ¿por qué tenía que estudiar "aquello"? Cada lección traía una secuela de castigos, de humillaciones. La Aritmética fue una larga pesadilla.

    Mis relaciones con los demás chicos adolecían de un importante defecto: la falta de espontaneidad. Algo impedía en mí fundirme con sus alegrías; siempre notaba, entre ellos y yo, una íntima barrera insuperable. Ellos tenían sus pequeñas convicciones y seguridades. A mí, demasiado maravillado para juzgar, todo me asombraba y aturdía. Conversando con ellos, tenía que esforzarme continuamente para adaptarme a su manera de ser, y notaba la insinceridad de mis palabras.

    Me pasaba, pues, la mayor parte del tiempo, callado en mi sitio, sin estudiar apenas, absorto en mis pensamientos. De vez en cuando, llegaba a mí la voz del maestro, explicando la lección, con su sonido familiar y grave, que era, en mi mente infantil, la voz siempre renovada de la lejana Sabiduría.

    A veces, despertaba bruscamente de mis ensoñaciones, encontrando el maestro a mi lado. Alto, envarado, el libro en una mano, y la terrible palmeta en la otra, el maestro me preguntaba la lección. Yo, puesto en pie, confuso, rojo, mirando su bigote amarillento, balbucía unas palabras de tanteo, sin idea de lo que se estaba dando.

    El maestro me escuchaba con los ojos entornados y, en determinado momento, levantaba la palmeta. Un instante de tensa atención en la clase. Pero no siempre, en mi mano, tímidamente alargada, sentía la quemadura de la fusta. A veces, la palmeta descendía a lo largo del cuerpo, y el maestro, perdida la ira, decía con voz resignada:

    —Está bien... Siéntate.

    Entonces, con algo de arrepentimiento, yo me esforzaba en atender, y oía las frases más diversas, según el tema que se desarrollara en aquel momento, pero, en seguida, una palabra, un reflejo de sol, un detalle cualquiera, cautivaban mi atención, y otra vez me sumergía en un estado de asombro, los codos sobre el pupitre, mecido en la belleza de no sabía qué cantos interiores.

    Una vez al mes, según la puntuación obtenida, el maestro nos iba designando, por gradación sucesiva, los sitios donde habíamos de sentarnos. Alineados contra la pared, y con las carteras bajo el brazo, los muchachos aguardábamos a oír nuestro nombre para ocupar un sitio.

    En estas revisiones mensuales, yo sentía una momentánea vergüenza, prometiéndome en lo sucesivo estudiar de firme y colocarme bien, para no tener que sentarme en los últimos bancos, entre la chusma de la clase, de costumbres abyectas y villano lenguaje. En estos propósitos de enmienda, y ocupado ya el primer banco, lugar perfectamente inasequible, veía con desaliento cómo los siguientes se iban llenando, y cómo se pasaba de aquél que para mí significaba todavía cierta honra, para llegar a los francamente deshonrosos.

    Al fin, mi apellido sonaba en la lista. Y, con la cabeza gacha, apretando mis libros y cuadernos, cruzaba ante los bancos ya ocupados para ir a sentarme en el mío, allá, en el fondo.

    El colegio fue para mí duro y amargo.


    MUCHACHAS

    A medida que fui haciéndome mayor, cambiando de aulas, y hallando nuevas caras y nuevos compañeros, la subjetividad se fue acusando en mí. Me volví taciturno y desconfiado. No decía nunca palabras obscenas, y me sonrojaba cuando alguien las pronunciaba a mi lado. Leía todos los libros que caían a mi alcance. Sin saber cómo, había empezado a hacer versos. Y fue precisamente a través de ellos como un día la vida se reveló, fascinante, para mí.

    En la habitación contigua a la nuestra, había la clase de las niñas; la mesa del profesor, colocada junto una puerta lateral, estaba dispuesta de modo que permitía ver las dos aulas al mismo tiempo. Nosotros no veíamos las chicas, pero oíamos constantemente su musical ronroneo y, alguna que otra vez, sus claras risas, hasta que la palmeta del profesor, golpeando el pupitre, imponía silencio.

    Alguna vez, durante la lección, el profesor hacía salir una muchacha al encerado; entonces, para mí, era como si aquel murmullo confuso, aquellos sones dispersos, se concretasen y resumiesen en la figura de la muchacha que avanzaba, haciéndose viva y turbadora realidad.

    La chica, en tanto, arrebolada, sin mirar a ningún lado, cogía el yeso y trazaba en la pizarra la solución al problema, la figura geométrica solicitada, y volvía a su sitio rápidamente, como si el suelo quemase.

    Llenos de seguridad en sus bancos, los chicos aprovechaban la ocasión para gastar disimuladas bromas a la muchacha, y algunos, ya iniciados en el Misterio, murmuraban sonriendo unas palabras al oído de su compañero de banco.

    A mí, las chicas me inspiraban inquietud y miedo; me parecían algo sagrado e incomprensible, y no entendía cómo mis compañeros podían hablarlas con tanta desenvoltura, y hacerlas objeto, en ocasiones, de bromas estúpidas y groseras.

    De todas las confusas voces que amanecían en mí, de los vagos atisbos de mi ser, ideas y creencias, se habían ido formando en mi interior un lento sueño de belleza, una entrevisión de un futuro y cautivante Reino. Cuando estaba ante alguna muchacha, yo me sentía en el mismo umbral de mis sueños, a punto de penetrar en ese reino desconocido. Mi corazón latía apresurado, y, si era forzoso dirigirle la palabra, lo hacía de tal modo, ora sonrojándome y balbuciendo, ora en tono tan frío y afectado, que en seguida desistía, desalentado, encontrándome profundamente estúpido.

    Una mañana, estando el profesor fuera del aula, pasó una de las chicas con una libreta en la mano, y me dijo rápidamente, sin mirarme:

    —Toma... La Milá dice que le hagas una poesía.

    Se fue, riendo. La libreta había quedado sobre mi pupitre. Maquinalmente, me puse a hojearla.

    La Milá era la más guapa del colegio. Ahora, contemplando su letra, su personal manera de encabezar los temas, la creía estar observando de un modo íntimo, secreto, tal como era en realidad. Y aquellos finos rasgos, que llevaban implícita su adorable presencia, me inspiraban ternura y entusiasmo.

    En aquel instante, como evocada por mi pensamiento, la vi acercarse, a ella, a la Milá, con el rabillo del ojo. Seguí mirando fijamente la página, sin distinguir ya nada, el corazón acelerado. Ella llegó a la mesa, y me arrebató el cuaderno de un tirón; un momento permaneció ante mí, ligeramente de puntillas, la libreta apretada contra el pecho; entonces, yo levanté la mirada, y ambos nos miramos sonriendo, sin decir palabra. No veía sus ojos, que todo lo ocupaban, súbitamente inmensos: sólo sentía la claridad de su mirada. En seguida, dando media vuelta, ella se fue, con su cuaderno, pero su sonrisa perduró por mi cara, como un rescoldo, toda la mañana.

    El que ella hubiera posado en mí sus ojos, el pensar que una imagen mía, aunque inmediatamente arrumbada, había figurado un instante en su cerebro, era algo que me emocionaba. La deliciosa sensación de voluptuosidad experimentada hojeando su libreta escolar, persistía en mí como un cálido recuerdo.

    Una duda, además, me atormentaba: ¿cómo sabía ella lo de mis versos? Yo nunca se lo había comunicado a nadie. ¿Era, entonces, que los poetas tenían en su cara un signo, una luz especial, acaso una sombra, que los diferenciaba de los demás?

    La tarde del sábado, estando en la calle con mi primo, volví la cabeza, súbitamente: ella pasaba por la otra acera. Iba con su madre, una mujer de oscuro, y levantó la mano, saludándome. Yo la saludé también, y me quedé mirando cómo se alejaba; una ligera brisa oreaba mi cara. Mi primo preguntó:

    —¿Quién es?

    Yo sonreí misteriosamente, al aire.

    —Es... mi novia —dije, impensadamente, con orgullo. Y mi corazón latía aprisa.
    —Bah —dudó mi primo.

    De improviso, abandonándolo, corrí hacia donde ella había desaparecido; en todas las esquinas había como estelas de su paso. No la encontré, acaso no deseaba encontrarla, pero anduve y anduve, como borracho, doblando cables, respirando aquel aire de primavera. Un ímpetu, un mareo, me encandecían por dentro. Al cabo, subí a casa, y me senté en la losa del balcón, hasta que el día, cayendo, me fue llenando las manos de sombra.


    AMOR

    Todas las cosas quedaron, de pronto, oscurecidas a su lado. Sólo ella existía: con ella la dulzura, la gracia, el suave resplandor. Ya no bajaba a la calle; hasta mí llegaba la gritería de mis antiguos compañeros de juegos. De vuelta del colegio, me sentaba en el balcón, frente al atardecer, a madurar mi ensueño mirando el vuelo de las golondrinas; y la sombra que invadía el cielo iba dejando un poso de serena dulzura en mi corazón.

    Mis noches eran pródigas en visiones; mis sueños, llameantes banderolas que me dejaban todo el día lleno de oculta alegría.

    Apenas acostado, la imagen de ella advenía naturalmente a mi pensamiento; vivamente reconstruía, con todo detalle, la escena del cuaderno: de nuevo sentía sobre mí el resplandor de su mirada. Mecido por aquella mirada, me iba durmiendo...

    Al despertar, la lenta corriente de mis sensaciones giraba en torno a una masa brillante, en cuyo núcleo no tardaba en adivinar a la Milá, como fuente dimanadora de felicidad.

    ¿Sabía ella lo que me estaba ocurriendo? No lo sé, tampoco era necesario. Mi amor se alimentaba de sí mismo. En el colegio la veía poco. Sentado en mi sitio, oía su voz, al otro lado de la clase, contestando a las preguntas del profesor; me la encontraba a veces a la salida, parada en la puerta del colegio, entre un grupo de amigas. Con las carteras en la mano, las muchachas reían frescamente, en el atardecer; eran otros tantos ángeles con espadas, flanqueando el paraíso; y yo, como un réprobo, como un criminal, pasaba ante ellas sin volver la cabeza, trémulo, dulcemente aterrado...


    LA MUERTE ERA UN SIMULACRO

    Teresina, mi hermana pequeña, iba también al mismo colegio. Aquel mes iba a tomar la Comunión. Tenía ya el vestido terminado, y mi madre, en un cajón del armario, le guardaba el devocionario de nácar, envuelto en papel fino. Teresina, muy emocionada, se sabía de memoria el catecismo, y a menudo se la oía canturrear, con su voz dulce:

    —Oh, Jesús, me preparo para comulgar... Te ofrezco mi corazón entero... Oh, amable Jesús...

    El verano llegaba incontenible. Por las tardes manaba del cielo una luz blanca, que parecía no agotarse nunca. De vuelta del colegio, mi hermana bajaba a la calle a jugar con sus amigas. Desde el balcón, yo las veía saltar a la comba, vestir muñecas, o jugar a ir de compras, en medio de una verborrea múltiple, llena de futuros condicionales. Otras veces, sobre las grises baldosas de la acera, dibujaban con yeso los compartimientos de una casita, sin olvidarse, claro está, del excusado, que trazaban con sobresaltadas risas. Una vez terminada la obra, se apiñaban un rato en el interior, merendando de verdad.

    Todo aquel grupo estático de faldas verdes, azules o rosas, en tonos suaves, como a la acuarela, era conmovido a intervalos por la oscura irrupción de los chicos, que iban en movimiento pendular de un extremo a otro de la calle, hostigados interiormente por imperiosos toques de corneta y rumores de gloriosas caballerías.

    El juego preferido era la guerra. Y el momento más bello, aquél en que uno se sentía "herido". Era hermoso morir, y yo, en las guerras del barrio, siempre había querido que me matasen. Era un artista de mi muerte. Unas veces caía fulminado al suelo, muerto en el acto. Otras, caído en tierra, levantaba la cabeza, pugnando por alcanzar un imaginario revólver en mi costado. Y en tanto mi enemigo me rociaba materialmente a tiros, con esfuerzo supremo, yo conseguía sacar mi Colt del 45. El otro se enfurruñaba: "Pero, bueno, ¡qué tío!, ¿te mueres, o qué?" Y mi mano aflojaba el arma, rodaba mi cabeza, moría...

    ¿Qué era la muerte? No lo sabíamos. Para nosotros, era un bello simulacro. De vez en cuando, oíamos decir: "Fulanito ha muerto", y quizá veíamos pasar una señora enseriecida, enlutada, y presentíamos entonces, sí, en aquellos crespones, en aquel rostro mate, sobre todo, algo que no comprendíamos, algo malo, terrible, unido a una impresión de lejanía; algo que, en todo caso, nada tenía que ver con nosotros, sino con los demás únicamente.

    La muerte no tenía presencia física. Era un nombre, tan ambiguo como para mí el amor, antes de conocer a la Milá. Y así como bajo este último podía yo descubrir algo adorable, y la palabra amor era ojos negros, era una tez morena, la muerte seguía siendo una palabra vacía de sentido, sin representación visual, y tan hueca como el ataúd de que usaba recubrirse.

    La muerte no había visitado hasta entonces nuestra casa. Porque, ¿cómo ligar a ella la ausencia de mi padre? Como una larga, límpida resonancia, la idea de su vuelta se había ido perdiendo, pero el recuerdo aún me lo devolvía vivo, tal como había partido. La muerte necesitaba corporeizarse. Y un día, hecha visible, se aposentó en nuestra casa. En la persona más débil, más confiada: en Teresina.


    LA DESPOSADA

    Todavía no sé exactamente cómo fue. Recuerdo que el médico del barrio vino a casa en una, rápida visita, y que dijo: "no es nada", y puede que entonces así fuera. El hombre tenía prisa porque se iba de vacaciones; además, nosotros éramos una familia pobre.

    —Estaré fuera una semana —agregó alegremente, ya en la puerta—. En todo caso, a mi regreso, me la trae al consultorio.

    Mi hermana pasó dos días en la cama, con fiebre, quejándose de dolor de cabeza. Cuando se avisó a otro médico, ya no hubo tiempo. El nuevo médico decretó un análisis de sangre. Se colocó a la enferma una bolsa de hielo en la cabeza... Toda la casa se puso en conmoción. Entonces sí se notó una sombra por el piso, se vio cómo cubría a parcelas el cuerpo de Teresina, apagándole ahora los ojos, ahora la voz, y cómo sus piernas, encogidas, levantando la colcha, se ponían rígidas; y hubo que estirarlas a la fuerza.

    La muerte se llamaba meningitis.

    Mi hermana murió al acabar la semana. Al día siguiente, fueron a verla todas las chicas del colegio. Y, entre ellas, la Milá. A mí, ese acontecimiento me turbó más que la misma muerte de mi hermana, sobre la que creía firmemente, y con cierta excitación, aunque sin saber definir mis sentimientos, que "no tenía verdadera importancia". Pero la llegada a mi casa de la Milá, el verla moverse luminosamente entre un coro de amigas, me desconcertó; y ante las palabras quedas que dirigió a mi hermana mayor, el beso silencioso que dio a mi madre, y la profunda mirada que me lanzó al pasar... quedé turbado totalmente, con el corazón encogido, sin saber qué pensar ni hacer. De pronto, tuve la impresión de que era un ser duro, como una piedra, por no experimentar en aquel momento pena, sino asombro, un vivo asombro, y hasta una alegría y una seguridad que no parecían provenir de mí. "Es igual, es igual... No hay que asustarse", hubiera dicho a todos: "Eso que os da miedo, no existe..." Y acaso contribuyera a esta creencia el aspecto de Teresina.

    Inmóvil en su cama, mi hermana no parecía muerta, sino dormida. Le habían puesto el vestido de primera comunión, y, toda blanca, rodeada de flores, parecía una desposada juvenil que, ataviada ya con el traje de boda, fatigada por el ajetreo matinal, por los preparativos, descansa un momento esperando el instante de ir a la iglesia. Su cara, a través del fino tul, tenía un aire lejano y solemne. El grupo de niñas, rodeando la cama, la contemplaba en silencio. De haberles dicho: "Mirad, vuestra amiga duerme, no temáis", seguramente lo hubieran creído, tan hermosa estaba, tan puro y dulcificado su semblante. Oh Jesús, oh amable Jesús. Seguramente lo hubieran creído.

    Sin embargo... esa mujer de cabellos despeinados y grises, que oprime un pañuelo contra su boca; esa mirada vacía de todos; y, sobre todo, la presencia de esa caja blanca, con cierres dorados, que allí, en la sombra, aguarda...


    UN SUEÑO

    Por aquel tiempo yo ignoraba los cuerpos; todo eran caras alrededor mío. Caras afables, fáciles de descifrar, como las de mis amigos; severas, de signo difícil, como la del profesor; luminosas y benignas, como la de mi madre... Yo mismo no sabía cómo era. Nunca me había parado a pensar, ante mi figura reflejada en el espejo: "Ese soy yo". Flotaba libremente en un mundo sin ataduras, simple y armonioso. De la Milá sólo conocía el rostro: su cuerpo era como un pedestal para su cara, tan sugeridora y profunda, que me era casi irresistible el contemplarla.

    Mis sueños eran agitados y confusos; lo de mi hermana no debió afectarme mucho, porque no recuerdo su paso por aquella madeja cálida y brillante de mis sueños nocturnos; pero algo había de revelárseme a través de ellos que cambió el curso de mi vida.

    Una noche, soñé lo siguiente: Me veo en un prado muy hermoso, verde, lleno de sol, y en el prado pacen siete vacas, y se balancean siete espigas; lejos, en algún lado, la voz del profesor explica una lección de Historia Sagrada; oigo un rumor de risas, cercano y argentino, y, por más que me esfuerzo, no consigo ver las muchachas que ríen. Mis ojos están como cegados; y esas risas, tan jubilosas y soleadas, me conmueven extrañamente. De pronto, las vacas se comen las espigas, las enrollan, las trituran, y todo el paisaje empieza a la vez a ondular, a retorcerse por los extremos, delicadamente; y me parece que algo va a romperse, no ya en la escena, sino en mi propia carne. Un inmenso dolor amanece en mi conciencia; me despierto, gritando; todo es de repente oscuro...

    Permanecí despierto hasta la hora de vestirme. Pálido y desmadejado, me levanté, cogí mi cartera, y salí a la calle. Era primavera; al salir, tropecé con la chica del piso de arriba, que entraba con un pote de aluminio en la mano, colmado de leche. Me pareció que la veía por primera vez: su cuerpo, que adquirió de súbito relieve ante mis ojos, me turbó. La saludé confusamente, y pasé.

    En la calle, todas las cosas parecían cambiadas. Vi fachadas con sol, acacias verdes, tensos cuerpos de mujer... Todo era nuevo y brillante; todo reía; sólo yo me sentía viejo, oscuro, íntimamente sucio, bajo aquel desbarajuste luminoso, caminando a lentos pasos hacia el colegio.


    7
    TRATOS CON DIOS


    A partir de entonces, sentí que algo se había incorporado a mi vida; un sentimiento peculiar de vergüenza, algo que debía ocultar, fingir, y que me hacía mirar a las muchachas sonriendo, con cierta tácita connivencia; algo que al mismo tiempo me azoraba, sin poder resistir sus miradas, llena la mía de inseguridad.

    De pronto, todas ellas se habían convertido a mis ojos en cosas concretas, delimitadas; apaciguado mi anterior deslumbramiento, las encontraba ahora próximas y terrenas, llenas de una extraña sugestión.

    Vivía encerrado en mí mismo. Apenas mis compañeros iniciaban una conversación que bordease estos temas, yo me sentía en posición falsa; me parecía que en seguida iban a descubrirme; a la vez que me esforzaba en despistar, les escuchaba con atención candente...

    ¿Les ocurría a ellos aquello que me ocurría a mí? No era posible. Yo observaba sus rostros, sus maneras de comportarse, y me parecían naturales, llenas de una sencillez que a mí me faltaba. Reían y hablaban, guiñándose el ojo, golpeándose la espalda: era la suya una especie de inconsciencia, una alegre entrega al vacío.

    Yo me sentía señalado, diferenciado de los demás, sin posible comunicación con ellos.

    Había contraído una rara enfermedad que, a la larga, pero de una manera fatal, iba a producirme la muerte. Vivía en la firme y alucinante seguridad de que mis días estaban contados. Aquella palabra vacía, la muerte, se había ido llenando de significado. Después de arañar en torno mío, cada vez más insistente, la sentía ahora latir en mi propia carne. Comía muerte y dormía muerte. Mi cara reflejaba angustia, asombro tenso. Pensaba en los ya desaparecidos. ¡Y se me hacía tan extraño, tan extraño que yo, este cuerpo mío, recién descubierto, estuviera condenado a disolverse!

    Dios se hizo una persona para mí, invisible pero de una intensa realidad; yo hacía tratos con él, le insultaba, le suplicaba. Los días eran su mensaje puro, pero algunas noches me abandonaba, me entregaba, y todo el acuerdo quedaba deshecho ante la repugnante realidad. Esas eran noches de terror, en las que yo, despierto en la oscuridad, vacío de Dios y lleno de amargura, preguntaba, inquiría en las tinieblas...

    A veces, cansadamente, me deslizaba fuera de las sábanas, hasta quedar de rodillas ante la cama. Juntaba las palmas de mis manos y hundía la cabeza en la negrura. No pensaba.

    Así permanecía largo rato, desnudo, avergonzado, con la conciencia de estar cometiendo una estupidez, notando bajo mis rodillas el frío de las baldosas. ¿Qué esperaba entonces? ¿Que descendiera acaso una celeste voz? Pero el milagro no se producía; sólo el cansancio, la pesadumbre del torso, el creciente frío de las baldosas, y las oscilantes negruras en torno mío.

    Al fin, me levantaba, el cerebro embotado; me tendía en la cama sin abrir los ojos, y me dormía pesadamente.


    IGLESIA DE BARRIO

    Sobre todo, yo sentía constantemente sobre mí la idea del pecado. No podía desprenderme de ella; estaba infusa en todos mis actos. En la escuela, los alumnos del curso superior, comulgábamos los primeros domingos de cada mes, a misa de ocho; y la tarde anterior íbamos a confesarnos, acompañados de un profesor. La iglesia, a aquella hora, se hallaba desierta y silenciosa; una débil claridad se filtraba por las altas ventanas de cristales desnudos. En la penumbra, el altar, apagado, con su fondo rojo e imprecisas formas y objetos, sugería vagamente una decoración de teatro.

    Largo rato aguardábamos los chicos a que viniera el confesor. De tarde en tarde, ascendía en la nave la tos asmática de un sacristán que limpiaba algo, o renovaba el aceite de una lámpara. Nosotros, sentados en los largos y crujientes bancos, reíamos ahogadamente, contándonos chistes, yo sin conseguir olvidarme del todo de lo que iba a venir, del momento de la confesión, siempre atemorizante.

    Por fin, llegaba el padre y, una vez instalado tras la celosía, empezaba un bisbiseo misterioso; cada uno, cuando se acercaba su turno, se salía del banco para arrodillarse a unos metros del confesonario, aguardando allí a que terminase el anterior. Yo los iba contando: faltaban cinco, tres, dos para que me tocase... La iglesia, en tanto, se había oscurecido; allá, en el fondo, junto la sacristía, habían encendido una luz, una bombilla sin pantalla, a cuyo intenso resplandor amarillo brillaba crudamente un pedazo de pared blanca —blancura que se amortiguaba hacia arriba, azuleante, en oleadas cada vez más suaves, hasta llegar a la difusa oceanografía de la bóveda. En el suelo, las sombras de los bancos, la del confesonario y el muchacho arrodillado, se atropellaban silenciosamente, en un negro tumulto desmesurado.

    Por fin, me arrodillaba, lleno de turbación; aquélla podía ser la tarde decisiva. El suelo, frío bajo mis rodillas, hincaba en la piel el granulado áspero de sus ladrillos, y la frialdad penetraba en mis piernas, dejándolas entumecidas y mortificadas; pero yo resistía ese dolor, sin moverme, y con cierta complacencia, como en ofrenda a la divinidad. El confesonario, en tanto, se desocupaba: yo, avanzando de rodillas, me situaba ante el enrejado; aunque no veía al confesor —ni siquiera me esforzaba en verlo— notaba su presencia al otro lado, su respiración tibia, su cuerpo ubicado en la negrura como el núcleo de la sombra; y todo él me parecía vagamente un peligro manso, suave y tenaz, algo blando que me envolvería si me abandonaba, y casi imposible de evitar. Pero, al mismo tiempo, él era el único medio con que contaba para comunicar con Dios, el medio oficial, y yo, hablando a aquel que representaba a Dios, al Dios que sabía mi secreto, hubiera querido contárselo todo, mis agonías nocturnas, preguntarle, saber..., pero una última vergüenza, una imposibilidad casi física me retenían, y al cabo murmuraba con voz premiosa los pecadillos de costumbre, mecánicamente contrito, recibía en cambio la penitencia de costumbre, mecánicamente adjudicada, y me levantaba de allí desalentado, con la íntima convicción de haber dejado un cabo suelto, algo que había que arreglar necesariamente en la próxima confesión... Pero siempre lo iba aplazando.


    CONFESIÓN EN EL MUSEO

    Una mañana, durante el mes de María, penetró en el aula el director, acompañado de un sacerdote.

    El director habló un rato con el maestro; de pie tras los bancos todos guardábamos silencio; en seguida, dirigiéndose a nosotros, el director nos explicó que aquel padre nos iba a confesar a todos, uno por uno, y que aquella confesión era de grandísima importancia para nosotros... por cuanto no se trataba de un Padre cualquiera... sino de Uno revestido de ciertos poderes especiales, que...

    En tanto hablaba, el director miró un par de veces en mi dirección. Era como si hablase sólo para mí. Comprendí que había llegado mi momento. "Debíamos aprovechar la ocasión para confesar todos nuestros pecados, especialmente aquellos hasta ahora mantenidos ocultos", terminó el director. A su lado, el sacerdote, permanecía inmóvil, con un brillo estancado en sus lentes.

    Para mayor comodidad, y hacer más solemne el acto, se hizo instalar al padre en el museo. El llamado museo era una pieza lóbrega, alargada y estrecha, a la que se accedía bajando tres escalones. Flotaba siempre en ella un denso olor a polvo, a aire enrarecido, a descomposición latente. La luz caía por unos altos cristales empolvados.

    La puerta del museo, gruesa y claveteada, raramente se abría. Si alguno la hallaba entreabierta, no dejaba de observar, algo amedrentado, el interior; veía unas vitrinas adosadas a la pared, llenas de muestras de minerales y objetos raros; una esfera armilar; pero, lo que en seguida llamaba su atención era una hilera de animales disecados puestos sobre la cornisa de las vitrinas y en veladores colocados en los ángulos. La mayoría eran aves de plumaje oscuro lleno de polvo, a las que los ojos abiertos y brillantes daban apariencia de vida. Allí se estaban, inmóviles siempre, en un silencioso hacer miedo, y uno, desde su banco, las presentía quietas en sus palos o en lo alto de las vitrinas, al otro lado de la puerta claveteada.

    Pronto me llegó el turno. Turbado, pálido de emoción, fui a la sala del museo; la puerta estaba entornada. Ajusté la puerta detrás mío, y bajé los escalones. Al fondo, sentado en una silla de enea, estaba él; era una figura negra e inmóvil que amedrentaba: sus lentes fulgían a la escasa luz que penetraba por las altas ventanas, y no sabía si me miraba o no.

    Me acerqué, temblando. Las presencias de todas las aves gravitaban sobre mí.

    El se sentó de lado en la silla, mirando hacia la puerta. Con un gesto, me indicó que me arrodillase ante el respaldo.

    —Ave María Purísima —murmuré, arrodillándome.
    —Sin pecado concebida —repuso él. Y empezó, suavemente—: ¿Qué pecados tienes, hijo mío?

    Daba por descontado que tuviera pecados. Yo, con el mismo aire turbado y tímido que usaba ante los demás confesores —en parte era simulada esa turbación —comencé a desarrollar mi tanda de pecados corrientes: había hecho enfadar a mi madre, había mentido, o faltado a esto o aquello. En cada una de esas acciones yo había sentido pesar, efectivamente, pero ahora no experimentaba remordimiento alguno, eran una cosa pasada; las repetía, por lo tanto, mecánicamente, aunque fingiendo contrición. El confesor de los sábados me absolvía, sin pedir más, y yo rezaba, liberado, mi penitencia de tres padrenuestros y tres avemarías. Y así hasta el otro sábado, en que musitaría la misma cantinela.

    Pero, esta vez, el confesor no se conformó con aquello; su voz preguntaba, inquiría, bordeaba mi secreto, parecía presentirlo, hasta que, al fin, con palabras balbucientes, se lo fui contando todo; él me oyó sin inmutarse, lejanamente, como oyera todo lo anterior. Le hablé de mi complacencia nocturna en determinadas imágenes, de cómo la dulzura de algunos sueños se malograba imprevistamente, involuntariamente, y cómo yo, entonces, me sentía lleno de pecado y me refugiaba angustiado en Dios. Todas las peculiaridades de mi trágica dolencia pasaron por mis labios, sin omitir detalle. Al fin, callé; le miraba. Sentía amor hacia él, y entusiasmo. A él le había confiado mi yo más íntimo; él era portador de mi secreto. Ahora, aguardaba.

    El parecía algo fatigado. Entornaba los ojos, sus labios caían exangües. Empezó a hablar: sus palabras fluían monótonas, redondas, como desgastadas por una prodigiosa repetición; su voz era dulce, y yo la escuchaba contrito. Luego, por encima de mi cabeza, trazó un signo de absolución y me dio a besar su mano, blanda como una bayeta. La confesión había terminado.

    Yo me separé del respaldo y anduve hacia la puerta. Me sentía tranquilo, pero caminaba lentamente, notando a cada paso que no había quedado todo aclarado, todo perdonado; algo quedaba aún turbio en mi interior, algo que yo no conseguía discernir entre la conmoción de mi mente, pero que hubiera querido saber, que necesitaba saber. El me había exhortado a ser bueno: ¿es que yo deseaba otra cosa? Yo deseaba ser bueno, y vivir. Pero, ¿viviría? ¿Era normal que me ocurriera aquello? El nada me había aclarado. Aquella explicación tan largamente ansiada se había torcido inexplicablemente, todo había sucedido de otro modo.

    Pensando confusamente en esto, me detuve, indeciso. Volví la cabeza; mi mirada pedía ayuda. Pero él, sentado de nuevo de perfil, como a mi entrada, permanecía inmóvil; sus lentes volvían a brillar. Mi tiempo había pasado, yo no existía ya para él; sólo soñaba, si es que soñaba, con el siguiente. Seguí, pues, avanzando hacia la puerta, con una íntima reserva, descontento de mí mismo, como si algo me retuviese allí, después de todo, a poner las cosas en claro. Pero ascendí los tres escalones, empujé la puerta, y la oí cerrarse detrás mío, definitivamente, con un rumor denso y apagado.


    EL PECADO

    Y sucedió que me abandoné al pecado. Voluntariamente me entregué a las brillantes imágenes que se encendían en la negrura de mi cuarto. Las noches de terror habían desaparecido, el misterio me era familiar, y el pecado me parecía hermoso.

    Era lo único que poseía. Dios no existía ya, era una vaga nube en el azul cansado, en cuya lejana blancura no era grato fijar los ojos. Inclinado sobre el torrente de mi sangre, escuchaba las voces oscuras que partían de allí, las misteriosas consignas de mi espíritu, fuente de extrañas alegrías y de súbitas humillaciones.

    Mi carácter cambió por aquel tiempo: de reservado, me volví huraño. Trataba ásperamente a mi madre, durante largas semanas no dirigía la palabra a mi hermana, y, al hablar, lo hacía siempre a la defensiva. Las cosas más insignificantes me producían irritación, estallando mis nervios a la menor causa.

    Otras veces, en cambio, sentía repentinamente en mi ser una plenitud, una fuerza interior que no sabía dónde verterse, subiendo en rápidas pulsaciones por mis venas y ardientemente cantando en mi sangre. Era como si el enrejado de mis venas se hubiera vuelto transparente, y mi sangre luminosa. Mi corazón se henchía entonces de un peculiar sentimiento de ternura, de acercamiento; mis compañeros parecían cambiados, me miraban sonriendo, como si comprendiesen, y todo era colmado de sentido, lleno del ritmo de mi sangre. Entonces, yo hubiera querido hablar a los demás de aquella borrachera, aquella gloria que me traspasaba, pareciéndome, por un momento, posible unirme a ellos, cantar con ellos, pertenecer al mundo. Pero luego mi sangre se apagaba, las palabras perdían su brillo, y la pasarela era retirada: todo estaba igual, todo discurría conforme, y los rostros eran los mismos de siempre.

    Mis relaciones con la Milá seguían el curso penoso que parecía inevitable en todo lo mío. Mi timidez me cerraba todos los caminos. Alguna vez la acompañaba hasta su casa, y estos momentos eran de una gran belleza y un gran sufrimiento. Turbado, no sabía qué decirle; mi pensamiento estaba vacío. Aquello tan largamente ansiado estaba sucediendo, yo la sentía caminar a mi lado, morena, sonriente, como una nube de la que partieran hermosos relámpagos; notaba, a intervalos, el roce de su cuerpo, sus negras miradas, y, con todo, me hallaba serio, profundamente triste. Hubiera querido caminar junto a ella sin decir nada, con sólo su presencia, dejando que de mi corazón fluyera mansamente la oculta vena de su tristeza. Pero era necesario hablar, decir algo, y yo sonreía forzadamente, charlaba cualquier cosa, una tontería, y casi estaba deseando ya dejarla, para, una a una, desglosar a solas, en el retiro de mi cuarto, las imágenes del acontecimiento.

    Largamente repasaba entonces mis palabras y las suyas, encontrando las mías siempre amaneradas y ridículas, descubriendo en las de ella diversos significados, ora de sentido favorable, ora adverso.

    Mis sentimientos fluctuaban entre un desasido misticismo y una baja sensualidad. Mi historia era una serie de caídas, de tenaces y puras ascensiones.

    Me habitué a dar largos paseos solitarios, a gastar en fatiga mi sorda irritación, encontrando un oscuro placer en esas caminatas, de las que regresaba a casa liberado, tranquilo y feliz. A mi paso por las calles recogía mil retazos sensibles, mil visiones emocionantes: esta mujer casada que se asoma al balcón, y sonríe lentamente cuando yo la contemplo; esa otra que, al subir al tranvía, enseña, un segundo, una pierna luminosa; aquella muchacha que bebe, inclinada ante la fuente, mientras la brisa modela su grupa... Todo lo fotografiaba mi cerebro instantáneamente, en un disparo de sexualidad. Todo el mundo era anhelo, prodigio, cosa prohibida. Y yo regresaba a casa moviéndose en mi pecho una lenta constelación de senos y caderas femeninas, de piernas armoniosas, formas y colores dulcificados en el cielo del atardecer...

    Pero la noche, luego, se hacía tumultuosa y vibrante; todas las sensaciones, roces y entrevisiones diurnas tornaban a mí en el silencio de la noche, llovían cegadoras sobre mi ardiente piel desnuda, aturdiéndome, haciéndome girar en una masa tornasolada a la que, al fin, terminaba por entregarme. El pecado era hermoso. Sólo el pecado tenía sentido.


    MAGIA EN LA NOCHE

    Era la adolescencia. El tiempo fluía en una intensa irrealidad, los días giraban colmados de hastío. Mi vida era triste, algo sucio y sin brillo. El colegio, un lugar de suplicio, una cárcel a la que estaba condenado; las Matemáticas, una trampa continua, un infernal tormento.

    A veces, mi madre me insinuaba que pronto dejaría el colegio, entrando a trabajar en alguna oficina; ella soñaba con una gran empresa, en colocarme de por vida; a mí esa perspectiva me aterraba, hasta el punto de hacérseme deseable el colegio.

    Sentía una gran desesperación en mi interior; me parecía andar constantemente al borde de un abismo en el que, fatalmente, un día u otro, acabaría por caer. A veces experimentaba vértigo de ese abismo, y, asustado, intentaba evitarlo. Pero, otras veces, me atraía poderosamente, hubiera querido caer, que la sima me tragase, que los acontecimientos me envolvieran, fuesen los que fuesen. Sí: todo era preferible a aquel esperar, aquel descontento, aquella indiferencia.

    Se acercaba lo inevitable; el tiempo seguía su curso. La Milá había dejado ya el colegio. Me dijeron que trabajaba en una notaría. Me encogí de hombros: ¡qué me importaba! Pero, una tarde, me paseé largamente por la acera, ante la notaría... ¿Por qué lo hice? No deseaba verla, en aquel momento. Pero, a cada vuelta, leía la placa negra de la puerta, con el nombre del notario, y oía, arriba, en el primer piso, un fino tecleo de máquina... Y aquel tecleo, con el visillo blanco, corrido a medias, del balcón entreabierto, eran toda la Milá. Al cabo, me marché sosegado, casi de puntillas, como quien teme desvelar a un durmiente...

    Pronto empecé yo también a trabajar. Mi vida apenas varió; la misma corriente gris y lenta; cada día, copia del anterior.

    Al dejar el colegio había perdido a mis pocos amigos; la mayoría trabajaban, desperdigados aquí y allá. Apenas veía a la Milá, pero la seguía queriendo. Aunque, ¿era amor aquello que yo sentía? Mi amor era un culto sagrado, una religión con ofrendas nocturnas y misterios celebrados en la oscuridad. Una diosa resplandecía en las tinieblas; contemplando aquella imagen proyectada sobre mí, yo sentía miedo, y veneración, y amor; a la par imploraba y maldecía. Fuera del mundo amargo, sólo por mí era poseída; yo tenía la clave, únicamente, de su celeste encarnación. Por un momento, revivía en mi corazón la vieja dicha, la antigua e inocente dicha de nuestras primeras relaciones. Aún estaba a tiempo: mañana la telefonearía; todo quedaría puesto en claro.

    Imaginaba entonces escenas bellísimas, llenas de ternura: ella se acerca a mí en el crepúsculo; su vestido blanco parece flotar; su cara sonríe en la sombra. Yo tomo su mano en silencio, y en silencio nos alejamos, las manos juntas, hacia un fondo brumoso. Por un instante, me parecía posible todo eso, bueno y sencillo, pero luego la imagen se oscurecía, se desvanecían sus contornos, y caían como ceniza sobre mi piel. Ceniza, blanda y amarga ceniza, polvo de los huesos, residuo de la vida, de las lámparas que ardieron alegres. Todo estaba lleno de cenizas; la sentía caer sobre mis manos, sobre mi vientre, sobre mis párpados; llenar con oscura indiferencia mi cerebro y henchir mi corazón: mil muertos pesaban sobre mí en la oscuridad y yo mismo estaba entre los muertos.


    RESOL

    Alguna vez, venciendo mi timidez, iba a esperarla a la salida del trabajo; esas entrevistas fugaces, llenas de torpeza por mi parte, eran como jalones brillantes en mi apagada existencia, como fuegos de antorcha en mi noche oscura.

    Entonces todo se renovaba en mí, súbitamente volvía a creer en todo, en la bondad de Dios, en el encanto despreocupado de la vida. Sentía el cuerpo de ella apretado contra el mío, en la plataforma del tranvía; la brisa arremolinaba a ambos lados sus foscos cabellos; su rostro moreno sonreía; su negra mirada era una doble espada de sombra. Delicadamente yo la rodeaba con mis brazos, para evitar que la apretasen, aislándola de los demás; y, con el corazón palpitante, la contemplaba contra la mampara, viendo al mismo tiempo que su cara la imagen de la calle sucesivamente duplicada en el cristal.

    ¿Qué me detenía entonces? Unas pocas palabras hubieran bastado para asegurar mi felicidad. ¿Qué oculto temor, qué conciencia de desasimiento me impulsaba a callarlas? ¿Era ella la diosa de mi sueño, ella, esa muchacha morena que me sonreía? Y yo hablaba y hablaba, sepultando mi anhelo en lo más hondo; la dejaba a la puerta de su casa, y me hundía entre las sombras.

    Algo vivo y hermoso había aleteado a mi vera, había estado un momento iluminado por un gozoso fuego, sentido su claridad en mi cara y mis manos, y lo había dejado apagar, estúpidamente, impulsado por ocultos temores. De nuevo la noche me envolvía; ahora, la sonrisa de ella calentaba los rostros familiares; la celeste bengala había estallado, y, en medio de una lenta lluvia de estrellas, yo empezaba a soñar con la entrevista siguiente.

    Estos encuentros se fueron espaciando cada vez más. Verla era cada vez más absurdo, más anormal. Un día, me dijeron que ella tenía novio. Yo acogí la noticia con indiferencia.

    Pasaron varias semanas. Un domingo me la encontré en la calle.

    Ella iba del brazo de un joven ya mayor, un sujeto de bigote oscuro y expresión de reserva y superioridad. Los vi de súbito, al doblar una esquina, como surgidos de la tierra; se acercaban, inevitablemente, tal un astro en su curso invariable, y yo, inmóvil, les contemplaba, fascinado.

    ¡Qué hermosa y ajena a mí estaba ella! En unos segundos, se debatieron en mí encontrados sentimientos. Desesperación, ira, y también una curiosa indiferencia por todo, como si aquello le estuviera sucediendo a otra persona, y yo fuese, simplemente, un espectador. Aquello no tenía importancia, pertenecía al mundo mágico e incomprensible. Al mismo tiempo, me azaraba la idea de no saber qué decirles: sobre todo, no fuera ella a pensar que yo le guardaría rencor; no, yo la perdonaba, aquello era natural y justo, que—fuera—muy—feliz, yo—la—seguiría—queriendo.

    Ellos ya estaban junto a mí. Me vi sonreír pálidamente, como en un tiempo antiguo, y avanzar la mano, iniciando un saludo.

    Pero ellos, sin verme, pasaron por mi lado, absortos en su conversación risueña. Pasaron por mi lado como si yo no existiera, como si sólo hubiese ante ellos el ligero aire de la tarde... Su felicidad les envolvía como una gasa; me llegaron unas palabras sueltas, una sonrisa flotante... Nada más. Y yo seguí sonriendo, con la mano semi extendida, y la fui encogiendo lentamente hasta ponerla sobre mi costado, frotándome con cuidado las costillas, como si me doliesen. La tarde de domingo gritaba en las silenciosas fachadas del barrio. En torno mío, ¡qué sensación de indiferencia, de luminoso vacío!

    Parado en la esquina, me quedé mirando cómo se alejaban, y en mi interior se vertía el resol de aquella tarde, y mi corazón era un fruto amargo y dorado, y mi sonrisa era como aquel resol: cada vez más lueñe, más suave, más liberada, más irreal.


    8
    EL ASOMBRADO


    Fatigada de sus sueños, mi frente se inclina sobre la máquina de escribir. Confusos pensamientos se agitan en ella, vagos acordes, alas de sombra. Señor, ¡qué tortura! Ni fuerzas tengo para gritar... El alma se apaga poco a poco. La habitación se oscurece lentamente, y de la calle llegan, a intervalos, las risas frescas, los pasos vivaces de las muchachas de las fábricas.

    Cada una lleva en su cuerpo joven una tibia seguridad, una promesa de descanso. Apagar los ojos y tenderme en esa dorada isla. No pensar más.

    Pequeños universos cerrados, pasan y se van. Suenan sus risas. Pasan y se van.

    El cuarto en sombra y silencioso.

    Señor, ¿sabré algún día qué significa todo esto, me lo dirás algún día?

    Porque no es posible vivir sin embrutecerse.

    ¿La vida es una cosa absurda, una sucesión de escenas sin ilación, de actos malos sin castigo, de actos buenos con reprobación, de actos indiferentes o fortuitos con recompensa?

    Silencio.

    El cielo es de color de porcelana.

    Pienso en mi padre, en mi hermana pequeña; figuras desaparecidas, de carne devorada por el tiempo, ahora sólo espíritu en mi recuerdo. Y pienso en el niño que era yo. Que ya no soy yo. Me vuelvo, y le veo como dentro de una esfera luminosa, intraspasable; vaso de cristal límpido en el que cualquier hecho actual, el pormenor más insignificante, puede despertar un eco, un reflejo; yo lo estoy viendo, y él no puede verme a mí. ¿Desde dónde me miraría?

    Y siento una gran lástima por él, por ese niño que no ha muerto, pero que ya no vive, y que descansa —¡al fin!— en su limbo natural, ese paraíso intermedio de la nostalgia.

    Sobre la mesita, las cuartillas blanquean como huesos.

    Veo a mi alrededor la vida del barrio; el trajín de los vecinos; esas caras llenas de miedo, de preocupación, de estupidez. El sucesivo encenderse y apagarse de los días. El loco de la casa de al lado, siempre golpeando en su ventana. Y la hilera de cubos de basura que es preciso apartar de la puerta para entrar o salir de la casa.

    Todo ese subir y bajar; ese ir y venir de las gentes; el vaivén de la luz en el cielo, ¿por qué? ¿Para qué? Ese entrecruzamiento de muertos y vivos, esa delicada trama de carne, memoria, y ensueños, ¿qué significa? ¿Me lo dirás algún día?

    ¿Estamos, en verdad, alejados de nuestro país de origen? ¿De nuestro verdadero país? O esa sensación, ¿es también un espejismo?

    Habla, Silencioso.

    El cuarto se ha llenado de sombra como un vaso.


    Fin

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    Set personal 2:
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    Set personal 3:
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    Set personal 4:
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  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)