• 10
  • COPIAR-MOVER-ELIMINAR POR SELECCIÓN

  • Copiar Mover Eliminar


    Elegir Bloque de Imágenes

    Desde Hasta
  • GUARDAR IMAGEN


  • Guardar por Imagen

    Guardar todas las Imágenes

    Guardar por Selección

    Fijar "Guardar Imágenes"


  • Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35

  • COPIAR-MOVER IMAGEN

  • Copiar Mover

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (5 seg)


    T 4 (s) (8 seg)


    T 5 (10 seg)


    T 6 (15 seg)


    T 7 (20 seg)


    T 8 (30 seg)


    T 9 (40 seg)


    T 10 (50 seg)

    ---------------------

    T 11 (1 min)


    T 12 (5 min)


    T 13 (10 min)


    T 14 (15 min)


    T 15 (20 min)


    T 16 (30 min)


    T 17 (45 min)

    ---------------------

    T 18 (1 hor)


  • Efecto de Cambio

  • SELECCIONADOS


    OPCIONES

    Todos los efectos


    Elegir Efectos


    Desactivar Elegir Efectos


    Borrar Selección


    EFECTOS

    Bounce


    Bounce In


    Bounce In Left


    Bounce In Right


    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


    Wobble


    Zoom In


    Zoom In Down


    Zoom In Up


    Zoom In Left


    Zoom In Right


  • OTRAS OPCIONES
  • ▪ Eliminar Lecturas
  • ▪ Ventana de Música
  • ▪ Zoom del Blog:
  • ▪ Última Lectura
  • ▪ Manual del Blog
  • ▪ Resolución:
  • ▪ Listas, actualizado en
  • ▪ Limpiar Variables
  • ▪ Imágenes por Categoría
  • PUNTO A GUARDAR



  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"
  • CATEGORÍAS
  • ▪ Libros
  • ▪ Relatos
  • ▪ Arte-Gráficos
  • ▪ Bellezas del Cine y Televisión
  • ▪ Biografías
  • ▪ Chistes que Llegan a mi Email
  • ▪ Consejos Sanos Para el Alma
  • ▪ Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • ▪ Datos Interesante. Vale la pena Saber
  • ▪ Fotos: Paisajes y Temas Varios
  • ▪ Historias de Miedo
  • ▪ La Relación de Pareja
  • ▪ La Tía Eulogia
  • ▪ La Vida se ha Convertido en un Lucro
  • ▪ Leyendas Urbanas
  • ▪ Mensajes Para Reflexionar
  • ▪ Personajes de Disney
  • ▪ Salud y Prevención
  • ▪ Sucesos y Proezas que Conmueven
  • ▪ Temas Varios
  • ▪ Tu Relación Contigo Mismo y el Mundo
  • ▪ Un Mundo Inseguro
  • REVISTAS DINERS
  • ▪ Diners-Agosto 1989
  • ▪ Diners-Mayo 1993
  • ▪ Diners-Septiembre 1993
  • ▪ Diners-Noviembre 1993
  • ▪ Diners-Diciembre 1993
  • ▪ Diners-Abril 1994
  • ▪ Diners-Mayo 1994
  • ▪ Diners-Junio 1994
  • ▪ Diners-Julio 1994
  • ▪ Diners-Octubre 1994
  • ▪ Diners-Enero 1995
  • ▪ Diners-Marzo 1995
  • ▪ Diners-Junio 1995
  • ▪ Diners-Septiembre 1995
  • ▪ Diners-Febrero 1996
  • ▪ Diners-Julio 1996
  • ▪ Diners-Septiembre 1996
  • ▪ Diners-Febrero 1998
  • ▪ Diners-Abril 1998
  • ▪ Diners-Mayo 1998
  • ▪ Diners-Octubre 1998
  • ▪ Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • ▪ Selecciones-Enero 1965
  • ▪ Selecciones-Agosto 1965
  • ▪ Selecciones-Julio 1968
  • ▪ Selecciones-Abril 1969
  • ▪ Selecciones-Febrero 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1970
  • ▪ Selecciones-Mayo 1970
  • ▪ Selecciones-Marzo 1972
  • ▪ Selecciones-Mayo 1973
  • ▪ Selecciones-Junio 1973
  • ▪ Selecciones-Julio 1973
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1973
  • ▪ Selecciones-Enero 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1974
  • ▪ Selecciones-Mayo 1974
  • ▪ Selecciones-Julio 1974
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1974
  • ▪ Selecciones-Marzo 1975
  • ▪ Selecciones-Junio 1975
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1975
  • ▪ Selecciones-Marzo 1976
  • ▪ Selecciones-Mayo 1976
  • ▪ Selecciones-Noviembre 1976
  • ▪ Selecciones-Enero 1977
  • ▪ Selecciones-Febrero 1977
  • ▪ Selecciones-Mayo 1977
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1977
  • ▪ Selecciones-Octubre 1977
  • ▪ Selecciones-Enero 1978
  • ▪ Selecciones-Octubre 1978
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1978
  • ▪ Selecciones-Enero 1979
  • ▪ Selecciones-Marzo 1979
  • ▪ Selecciones-Julio 1979
  • ▪ Selecciones-Agosto 1979
  • ▪ Selecciones-Octubre 1979
  • ▪ Selecciones-Abril 1980
  • ▪ Selecciones-Agosto 1980
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1980
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1980
  • ▪ Selecciones-Febrero 1981
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1981
  • ▪ Selecciones-Abril 1982
  • ▪ Selecciones-Mayo 1983
  • ▪ Selecciones-Julio 1984
  • ▪ Selecciones-Junio 1985
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1987
  • ▪ Selecciones-Abril 1988
  • ▪ Selecciones-Febrero 1989
  • ▪ Selecciones-Abril 1989
  • ▪ Selecciones-Marzo 1990
  • ▪ Selecciones-Abril 1991
  • ▪ Selecciones-Mayo 1991
  • ▪ Selecciones-Octubre 1991
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1991
  • ▪ Selecciones-Febrero 1992
  • ▪ Selecciones-Junio 1992
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1992
  • ▪ Selecciones-Febrero 1994
  • ▪ Selecciones-Mayo 1994
  • ▪ Selecciones-Abril 1995
  • ▪ Selecciones-Mayo 1995
  • ▪ Selecciones-Septiembre 1995
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1995
  • ▪ Selecciones-Junio 1996
  • ▪ Selecciones-Mayo 1997
  • ▪ Selecciones-Enero 1998
  • ▪ Selecciones-Febrero 1998
  • ▪ Selecciones-Julio 1999
  • ▪ Selecciones-Diciembre 1999
  • ▪ Selecciones-Febrero 2000
  • ▪ Selecciones-Diciembre 2001
  • ▪ Selecciones-Febrero 2002
  • ▪ Selecciones-Mayo 2005
  • CATEGORIAS
  • Arte-Gráficos
  • Bellezas
  • Biografías
  • Chistes que llegan a mi Email
  • Consejos Sanos para el Alma
  • Cuidando y Encaminando a los Hijos
  • Datos Interesantes
  • Fotos: Paisajes y Temas varios
  • Historias de Miedo
  • La Relación de Pareja
  • La Tía Eulogia
  • La Vida se ha convertido en un Lucro
  • Leyendas Urbanas
  • Mensajes para Reflexionar
  • Personajes Disney
  • Salud y Prevención
  • Sucesos y Proezas que conmueven
  • Temas Varios
  • Tu Relación Contigo mismo y el Mundo
  • Un Mundo Inseguro
  • TODAS LAS REVISTAS
  • Selecciones
  • Diners
  • REVISTAS DINERS
  • Diners-Agosto 1989
  • Diners-Mayo 1993
  • Diners-Septiembre 1993
  • Diners-Noviembre 1993
  • Diners-Diciembre 1993
  • Diners-Abril 1994
  • Diners-Mayo 1994
  • Diners-Junio 1994
  • Diners-Julio 1994
  • Diners-Octubre 1994
  • Diners-Enero 1995
  • Diners-Marzo 1995
  • Diners-Junio 1995
  • Diners-Septiembre 1995
  • Diners-Febrero 1996
  • Diners-Julio 1996
  • Diners-Septiembre 1996
  • Diners-Febrero 1998
  • Diners-Abril 1998
  • Diners-Mayo 1998
  • Diners-Octubre 1998
  • Diners-Temas Rescatados
  • REVISTAS SELECCIONES
  • Selecciones-Enero 1965
  • Selecciones-Agosto 1965
  • Selecciones-Julio 1968
  • Selecciones-Abril 1969
  • Selecciones-Febrero 1970
  • Selecciones-Marzo 1970
  • Selecciones-Mayo 1970
  • Selecciones-Marzo 1972
  • Selecciones-Mayo 1973
  • Selecciones-Junio 1973
  • Selecciones-Julio 1973
  • Selecciones-Diciembre 1973
  • Selecciones-Enero 1974
  • Selecciones-Marzo 1974
  • Selecciones-Mayo 1974
  • Selecciones-Julio 1974
  • Selecciones-Septiembre 1974
  • Selecciones-Marzo 1975
  • Selecciones-Junio 1975
  • Selecciones-Noviembre 1975
  • Selecciones-Marzo 1976
  • Selecciones-Mayo 1976
  • Selecciones-Noviembre 1976
  • Selecciones-Enero 1977
  • Selecciones-Febrero 1977
  • Selecciones-Mayo 1977
  • Selecciones-Octubre 1977
  • Selecciones-Septiembre 1977
  • Selecciones-Enero 1978
  • Selecciones-Octubre 1978
  • Selecciones-Diciembre 1978
  • Selecciones-Enero 1979
  • Selecciones-Marzo 1979
  • Selecciones-Julio 1979
  • Selecciones-Agosto 1979
  • Selecciones-Octubre 1979
  • Selecciones-Abril 1980
  • Selecciones-Agosto 1980
  • Selecciones-Septiembre 1980
  • Selecciones-Diciembre 1980
  • Selecciones-Febrero 1981
  • Selecciones-Septiembre 1981
  • Selecciones-Abril 1982
  • Selecciones-Mayo 1983
  • Selecciones-Julio 1984
  • Selecciones-Junio 1985
  • Selecciones-Septiembre 1987
  • Selecciones-Abril 1988
  • Selecciones-Febrero 1989
  • Selecciones-Abril 1989
  • Selecciones-Marzo 1990
  • Selecciones-Abril 1991
  • Selecciones-Mayo 1991
  • Selecciones-Octubre 1991
  • Selecciones-Diciembre 1991
  • Selecciones-Febrero 1992
  • Selecciones-Junio 1992
  • Selecciones-Septiembre 1992
  • Selecciones-Febrero 1994
  • Selecciones-Mayo 1994
  • Selecciones-Abril 1995
  • Selecciones-Mayo 1995
  • Selecciones-Septiembre 1995
  • Selecciones-Diciembre 1995
  • Selecciones-Junio 1996
  • Selecciones-Mayo 1997
  • Selecciones-Enero 1998
  • Selecciones-Febrero 1998
  • Selecciones-Julio 1999
  • Selecciones-Diciembre 1999
  • Selecciones-Febrero 2000
  • Selecciones-Diciembre 2001
  • Selecciones-Febrero 2002
  • Selecciones-Mayo 2005

  • SOMBRA DEL TEMA
  • ▪ Quitar
  • ▪ Normal
  • Publicaciones con Notas

    Notas de esta Página

    Todas las Notas

    Banco 1
    Banco 2
    Banco 3
    Banco 4
    Banco 5
    Banco 6
    Banco 7
    Banco 8
    Banco 9
    Banco 10
    Banco 11
    Banco 12
    Banco 13
    Banco 14
    Banco 15
    Banco 16
    Banco 17
    Banco 18
    Banco 19
    Banco 20
    Banco 21
    Banco 22
    Banco 23
    Banco 24
    Banco 25
    Banco 26
    Banco 27
    Banco 28
    Banco 29
    Banco 30
    Banco 31
    Banco 32
    Banco 33
    Banco 34
    Banco 35
    Ingresar Clave



    Aceptar

    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
  • Código Hexadecimal


    Seleccionar Efectos (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Tipos de Letra (
    0
    )
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    Seleccionar Colores (
    0
    )
    Elegir Sección

    Bordes
    Fondo

    Fondo Hora
    Reloj-Fecha
    Normal
    Aleatorio
    Activar Desactivar Borrar
    LETRA - TIPO

    Desactivado SM
  • ▪ Abrir para Selección Múltiple

  • ▪ Cerrar Selección Múltiple

  • Actual
    (
    )

  • ▪ ADLaM Display: H33-V69

  • ▪ Akaya Kanadaka: H37-V71

  • ▪ Audiowide: H23-V53

  • ▪ Chewy: H35-V69

  • ▪ Croissant One: H35-V70

  • ▪ Delicious Handrawn: H55-V69

  • ▪ Germania One: H43-V70

  • ▪ Kavoon: H33-V69

  • ▪ Limelight: H31-V70

  • ▪ Marhey: H31-V71

  • ▪ Orbitron: H25-V58

  • ▪ Revalia: H23-V57

  • ▪ Ribeye: H33-V68

  • ▪ Saira Stencil One(s): H31-V68

  • ▪ Source Code Pro: H31-V69

  • ▪ Uncial Antiqua: H27-V60

  • CON RELLENO

  • ▪ Cabin Sketch: H31-V71

  • ▪ Fredericka the Great: H37-V68

  • ▪ Rubik Dirt: H29-V68

  • ▪ Rubik Distressed: H29-V68

  • ▪ Rubik Glitch Pop: H29-V68

  • ▪ Rubik Maps: H29-V68

  • ▪ Rubik Maze: H29-V68

  • ▪ Rubik Moonrocks: H29-V68

  • DE PUNTOS

  • ▪ Codystar: H37-V62

  • ▪ Handjet: H53-V70

  • ▪ Raleway Dots: H35-V69

  • DIFERENTE

  • ▪ Barrio: H41-V69

  • ▪ Caesar Dressing: H39-V66

  • ▪ Diplomata SC: H19-V44

  • ▪ Emilys Candy: H35-V68

  • ▪ Faster One: H27-V63

  • ▪ Henny Penny: H29-V64

  • ▪ Jolly Lodger: H57-V68

  • ▪ Kablammo: H33-V66

  • ▪ Monofett: H33-V66

  • ▪ Monoton: H25-V57

  • ▪ Mystery Quest: H37-V69

  • ▪ Nabla: H39-V64

  • ▪ Reggae One: H29-V64

  • ▪ Rye: H29-V67

  • ▪ Silkscreen: H27-V65

  • ▪ Sixtyfour: H19-V48

  • ▪ Smokum: H53-V68

  • ▪ UnifrakturCook: H41-V67

  • ▪ Vast Shadow: H25-V58

  • ▪ Wallpoet: H25-V57

  • ▪ Workbench: H37-V65

  • GRUESA

  • ▪ Bagel Fat One: H32-V66

  • ▪ Bungee Inline: H29-V66

  • ▪ Chango: H23-V55

  • ▪ Coiny: H31-V72

  • ▪ Luckiest Guy : H33-V67

  • ▪ Modak: H35-V72

  • ▪ Oi: H21-V46

  • ▪ Rubik Spray Paint: H29-V67

  • ▪ Ultra: H27-V62

  • HALLOWEEN

  • ▪ Butcherman: H37-V67

  • ▪ Creepster: H47-V67

  • ▪ Eater: H35-V67

  • ▪ Freckle Face: H39-V67

  • ▪ Frijole: H29-V63

  • ▪ Irish Grover: H37-V70

  • ▪ Nosifer: H23-V53

  • ▪ Piedra: H39-V68

  • ▪ Rubik Beastly: H29-V62

  • ▪ Rubik Glitch: H29-V65

  • ▪ Rubik Marker Hatch: H29-V67

  • ▪ Rubik Wet Paint: H29-V65

  • LÍNEA FINA

  • ▪ Almendra Display: H45-V70

  • ▪ Cute Font: H49-V75

  • ▪ Cutive Mono: H31-V70

  • ▪ Hachi Maru Pop: H25-V60

  • ▪ Life Savers: H37-V64

  • ▪ Megrim: H37-V68

  • ▪ Snowburst One: H33-V63

  • MANUSCRITA

  • ▪ Beau Rivage: H27-V55

  • ▪ Butterfly Kids: H59-V71

  • ▪ Explora: H47-V72

  • ▪ Love Light: H35-V61

  • ▪ Mea Culpa: H45-V67

  • ▪ Neonderthaw: H37-V66

  • ▪ Sonsie one: H21-V53

  • ▪ Swanky and Moo Moo: H53-V73

  • ▪ Waterfall: H43-V68

  • SIN RELLENO

  • ▪ Akronim: H51-V70

  • ▪ Bungee Shade: H25-V59

  • ▪ Londrina Outline: H41-V67

  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H33-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

  • ▪ Rubik Iso: H29-V64

  • ▪ Rubik Puddles: H29-V62

  • ▪ Tourney: H37-V67

  • ▪ Train One: H29-V64

  • ▪ Ewert: H27-V64

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V68

  • ▪ Miltonian: H31-V69

  • ▪ Rubik Scribble: H29-V67

  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

  • ▪ Tilt Prism: H33-V67

  • OPCIONES

  • Salir a Opciones de Imágenes
    Dispo. Posic.
    H
    H
    V

    Estilos Predefinidos
    Bordes - Curvatura
    Bordes - Sombra
    Borde-Sombra Actual (
    1
    )

  • ▪ B1 (s)

  • ▪ B2

  • ▪ B3

  • ▪ B4

  • ▪ B5

  • Sombra Iquierda Superior

  • ▪ SIS1

  • ▪ SIS2

  • ▪ SIS3

  • Sombra Derecha Superior

  • ▪ SDS1

  • ▪ SDS2

  • ▪ SDS3

  • Sombra Iquierda Inferior

  • ▪ SII1

  • ▪ SII2

  • ▪ SII3

  • Sombra Derecha Inferior

  • ▪ SDI1

  • ▪ SDI2

  • ▪ SDI3

  • Sombra Superior

  • ▪ SS1

  • ▪ SS2

  • ▪ SS3

  • Sombra Inferior

  • ▪ SI1

  • ▪ SI2

  • ▪ SI3

  • Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
    Fecha - Formato Horizontal
    Fecha - Formato Vertical
    Fecha - Opacidad
    Fecha - Posición
    Fecha - Quitar
    Fecha - Tamaño
    Fondo - Opacidad
    Imágenes para efectos
    Letra - Negrilla
    Ocultar Reloj - Fecha
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ No Ocultar

  • Ocultar Reloj - 2
    No Ocultar

    Dejar Activado
    No Dejar Activado
  • ▪ Ocultar Reloj y Fecha

  • ▪ Ocultar Reloj

  • ▪ Ocultar Fecha

  • ▪ Ocultar Dos Puntos 1

  • ▪ Ocultar Dos Puntos 1-2

  • ▪ No Ocultar

  • Aumento máximo R:
    19

    Aumentar Reloj

  • Más - Menos
  • Aumento máximo F:
    7

    Aumentar Fecha

  • Más - Menos
  • Pausar Reloj
    Reloj - Opacidad
    Reloj - Posición
    Reloj - Presentación
    Reloj - Tamaño
    Reloj - Vertical
    Segundos - Dos Puntos
    Segundos

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Ocultar

  • ▪ Ocultar

  • ▪ Mostrar (s)


  • Dos Puntos Quitar

  • ▪ Quitar

  • ▪ Mostrar (s)

  • Segundos - Opacidad
    Segundos - Posición
    Segundos - Tamaño
    Seleccionar Efecto para Animar
    Tiempo entre efectos
    SEGUNDOS ACTUALES

    Animación
    (
    seg)

    Color Borde
    (
    seg)

    Color Fondo
    (
    seg)

    Color Fondo cada uno
    (
    seg)

    Color Reloj
    (
    seg)

    Ocultar R-F
    (
    seg)

    Ocultar R-2
    (
    seg)

    Tipos de Letra
    (
    seg)

    SEGUNDOS A ELEGIR

  • ▪ 0.3

  • ▪ 0.7

  • ▪ 1

  • ▪ 1.3

  • ▪ 1.5

  • ▪ 1.7

  • ▪ 2

  • ▪ 3 (s)

  • ▪ 5

  • ▪ 7

  • ▪ 10

  • ▪ 15

  • ▪ 20

  • ▪ 25

  • ▪ 30

  • ▪ 35

  • ▪ 40

  • ▪ 45

  • ▪ 50

  • ▪ 55

  • SECCIÓN A ELEGIR

  • ▪ Animación

  • ▪ Color Borde

  • ▪ Color Fondo

  • ▪ Color Fondo cada uno

  • ▪ Color Reloj

  • ▪ Ocultar R-F

  • ▪ Ocultar R-2

  • ▪ Tipos de Letra

  • ▪ Todo

  • Animar Reloj
    Cambio automático Color - Bordes
    Cambio automático Color - Fondo
    Cambio automático Color - Fondo H-M-S-F
    Cambio automático Color - Reloj
    Cambio automático Tipo de Letra
    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.2

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.3

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.R.4

    H M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días


    Programar Estilo
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desctivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.2

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.3

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días
    Prog.E.4

    H M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


    Borrar Días

    Programar RELOJES

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    RELOJES #
    Relojes a cambiar
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 10

    T X


    Programar ESTILOS

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar


    Cargar


    Borrar
    ▪ 1 ▪ 2 ▪ 3

    ▪ 4 ▪ 5 ▪ 6
    HORAS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    Cambiar cada
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    ESTILOS #
    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 2

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)(s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
    h m
    (s)
    (s2)

    Estilo:
    h m
    (s)
    (s2)

    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj - Fecha

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    ( RF ) ( R ) ( F )
    ( D1 ) ( D1-2 )
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS
    1
    2
    3


    4
    5
    6
    Borrar Programación
    HORAS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS
    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
    Guardar - Eliminar
    Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    :     Guardar - Eliminar
    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

    -------------------------------------------------
    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    CONTINÚAN LOS CRÍMENES EN ROMA (Emilio Calderón)

    Publicado en diciembre 14, 2017

    A Martín, por los días que pasamos en Roma y Sicilia.


    1


    Llevaba dos años sin separarme de mi espada, por lo que temía el momento de tener que entregarla en el puesto de guardia de la policía de Roma. Para cualquier militar, extraviar o vender la espada estaba castigado con la pena de muerte, de modo que era un asunto muy serio. La capital del imperio, en cambio, tenía sus propias leyes. Roma, que había conquistado el mundo gracias a las armas, tenía prohibida la entrada de estas en la ciudad, lo que no impedía que los ciudadanos contasen con sus propios medios de defensa: estiletes, cuchillos y dagas de pequeño tamaño. Si algo abundaba en Roma, sobre todo por la noche, eran los asesinos, los atracadores y los secuestradores, de ahí que se dijera que antes de salir de madrugada era conveniente haber hecho testamento.

    —Salve, soldado. Entrégame la espada y el puñal -me conminó el suboficial encargado de requisar las armas.
    —No llevo puñal -respondí, al tiempo que sacaba mi espada del cinto. Me sentí desnudo.
    —Te daré un recibo. Cuando vuelvas a unirte a tu legión te será devuelta. ¿Nombre? — añadió.
    —Manio Manlio Escévola.
    —¿De dónde vienes, soldado?
    —De Capadocia.
    —¡De Asia! ¿Perteneces al ejército de Germánico*?
    —Así es.

    El militar me miró ahora con admiración.

    —¡Roma te da la bienvenida! ¡Suerte, soldado!

    Aún faltaban dos horas para que amaneciera, por lo que no había un lugar más inseguro en todo el imperio que Roma.

    —La voy a necesitar. Ahora tengo que atravesar la ciudad solo y sin armas -le hice ver.
    —Si lo deseas, puedes quedarte aquí hasta que amanezca -me ofreció, tal vez pensando que mi conversación podría servirle de entretenimiento hasta el cambio de guardia.
    —Llevo veinticuatro días de viaje y tengo ganas de ver a mi familia. Me arriesgaré.
    —Al menos, llévate una antorcha. Te iluminará el camino y te servirá de arma defensiva si alguien te ataca -me sugirió.
    —Muchas gracias.

    Como si de una misión secreta se tratara, crucé la puerta Capena y me adentré en la ciudad con sumo sigilo, temeroso de que mis puños y la antorcha no bastaran para defenderme. Tenía dos opciones, o bordeaba la muralla hasta el Esquilino, o atravesaba el centro por las vías del Triunfo y Sacra, para luego torcer a la derecha por el foro y ascender por la Subura hasta la casa de mi padre. Opté por la segunda por considerarla más segura.

    Lo que en el interior de las casas era un sueño plácido, en las calles era un silencio miedoso, roto por los gritos de alguna trifulca o por las animadas conversaciones de los guardianes nocturnos, encargados de la seguridad de las calles y del control de los incendios. Caminaba despacio, casi de puntillas, escrutando cada callejón antes de atreverme a atravesarlo o cruzarlo. De vez en cuando la calle se estremecía con el estruendo de un carro que buscaba las puertas de la ciudad. En el cruce de la calle de los Etruscos con la vía Sacra me encontré cara a cara con un transeúnte que, como yo, guiaba sus apresurados pasos con una antorcha. El grado de desconfianza mutua que ambos mostramos fue tal que en el momento de cruzarnos pusimos las antorchas en ángulo recto, de modo que el fuego frenara un inesperado ataque. Los ardientes penachos llegaron incluso a tocarse, dispuestos a batirse cual espadas. El hombre me escrutó con mirada torva y yo hice lo propio. Entonces pensé que, después de un viaje tan largo, sin haberme afeitado ni aseado convenientemente, con el polvo adherido a mis ropas y facciones, mi aspecto debía de ser tan fiero como el de un delincuente, de suerte que ni los propios criminales se atreverían a meterse conmigo.

    Unos pasos más adelante tropecé con un cuerpo que yacía tirado en el suelo. Tenía las piernas recogidas sobre el pecho y las manos plantadas en las nalgas. Parecía una plañidera a la que hubieran pagado por exagerar su aflicción en un duelo.

    —¿Qué te ocurre? — le pregunté.
    —El hombre con el que acabas de cruzarte me ha acuchillado y robado la bolsa -me respondió el tenue hilo de voz de un anciano.
    —Al menos conservas la vida, ciudadano -le dije. — Ayúdame a levantarme.

    Obedecí.

    —Vengo de la taberna. El tipo me ha seguido desde allí. Gracias a la diosa Fortuna solo llevaba dos sestercios en la bolsa -añadió.
    —Deberías buscar un médico -le recomendé, después de comprobar que tenía las nalgas bañadas en sangre.
    —Yo soy médico. No te preocupes por mi salud. Solo ha sido un puntazo -intervino de nuevo-. Siempre hacen lo mismo. Primero te pinchan las nalgas con un estilete y luego, cuando has dirigido las manos hacia el lugar de la herida, te dan un tirón, te arrancan la bolsa y salen huyendo. Lo peor es el susto que uno se lleva. Me pregunto para qué sirve que Tiberio haya instalado a las cohortes pretorianas en el Viminal, o que las cohortes urbanas o las de los vigiles patrullen de noche por la ciudad. Para nada. Los crímenes y los robos siguen aumentando.
    —No deberías salir de noche solo -le aconsejé.
    —¿Y renunciar a divertirme? Eso sería lo mismo que rendirme ante los ladrones. ¿Acaso tienen más derechos los asesinos que los ciudadanos libres?
    —Te acompañaré hasta tu casa -me ofrecí.
    —Te lo agradezco. Vivo al final de la calle de los Etruscos.
    —¿Puedes caminar?
    —Puedo, pero me duele mucho el glúteo derecho.

    Cargué al anciano sobre mis espaldas y anduve hasta donde me indicó. Vivía en un edificio de cuatro plantas que presentaba un aspecto ruinoso incluso de noche, una de esas casas de alquiler que tanto abundan en Roma, lo que me hizo pensar que se trataba de un humilde matasanos.

    —Mi casa está en la última planta -añadió al comprobar que yo daba por concluidos mis servicios en la puerta del inmueble.

    Perdí el último resuello subiendo por una empinada y estrecha escalera de madera que en más de una ocasión fue lamida por la llama de mi antorcha. Al llegar al descansillo de la última planta, el anciano se descolgó de mi espalda y me dispensó un emocionado abrazo a modo de agradecimiento, lo que me hizo sentir como cuando en el ejército cargábamos a los heridos para que fueran atendidos por el cuerpo sanitario.

    Nada más poner los pies en el Argileto, la calle más importante de la Subura, alguien vació un orinal sobre mi cabeza y sobre la antorcha que iluminaba mis pasos. Sin luz, y ciego por el escozor, trastabillé y fui a caer sobre un colchón de inmundicias, donde abundaban los restos de verduras y las raspas de pescado. Un aroma nauseabundo me hizo recordar que Roma, además de peligrosa, era una de las ciudades más sucias del imperio.

    Pese a que cuando llegué al hogar paterno olía a orina mezclada con desperdicios, di gracias a los dioses de la casa por haberme permitido conservar la vida. Ni siquiera cuando había luchado contra los partos había sentido tanto miedo. Pero así era la trágica grandeza de Roma. Una grandeza que tenía su máximo exponente en el color púrpura que adornaba las vestiduras de los máximos dignatarios del imperio, parecido al color de la sangre derramada por los héroes de Roma.


    2


    Trataba de relajarme para que la navaja del barbero resbalara por mi piel con el menor perjuicio posible, cuando mi padre exclamó desde la puerta: -¡Y pensar que hace tan solo dos años eras un niño! ¡Mírate ahora, sentado frente al tonsor!

    Era cierto. Hacía dos años escasos que mi padre me había acompañado hasta el foro para tomar la toga viril*, o lo que es lo mismo, para convertirme en un hombre en toda regla según la ley romana, y pocos días después había partido rumbo a Siria para unirme al ejército de Germánico, el hijo de nuestro emperador Tiberio.

    —No es la primera vez que me afeito, padre -le recordé.
    —¡Manio Manlio Escévola, tendrás que estarte quieto si no quieres que este sea tu último afeitado! — me advirtió el barbero, al tiempo que aprovechaba para afilar la hoja de la navaja en una piedra que previamente había humedecido con su saliva.
    —¡Mañana cumples dieciocho años! ¡Y ya eres todo un héroe! Se rumorea que te han hecho venir desde Siria para nombrarte tribuno del ejército. ¡Manio Manlio y Quinto Mucio Escévola estarían orgullosos de ti! ¡Tanto como lo estoy yo! — exclamó mi padre sin poder disimular su satisfacción.

    Como todo noble romano que se precie, mi padre sentía una devoción desmedida por sus antepasados, sobre todo por aquellos que habían ostentado los cargos más elevados dentro de la administración. Tal era el caso de Manio Manlio y de Quinto Mucio Escévola, quienes habían sido cónsules de Roma en tiempos de la República.

    —¿Es cierto todo lo que se dice de Germánico? — se interesó el tonsor.
    —¿Y qué se dice de él? — respondí con otra pregunta.
    —Que vale más que su padre, el emperador Tiberio. Que es el mejor y más valiente soldado de Roma. Que las legiones gritan su nombre antes de cada batalla y veneran su persona después de cada victoria.
    —Germánico es hijo adoptivo de Tiberio y sí es cierto que las legiones lo prefieren como emperador. Se rumorea que la salud de Tiberio es frágil y que dentro de poco Germánico será el nuevo César -expuse.
    —Tiberio finge su mala salud. Aseguran que Augusto exclamó en el lecho de muerte: «¡Desventurado pueblo romano destinado a ser presa de unas mandíbulas tan lentas!», en alusión a las escasas cualidades morales de su sucesor. Tiberio es un lobo al cuidado de un rebaño de ovejas. El rebaño de ovejas, por supuesto, es el pueblo de Roma -intervino mi padre.

    La navaja del tonsor se clavó en mi carne, que comenzó a sangrar abundantemente.

    —¡Lo siento, Manio Manlio, pero semejante comentario ha hecho que mi pulso tiemble! — se justificó con la voz quebrada, mientras buscaba un recipiente donde guardaba un emplaste de telaraña empapada en aceite y vinagre.
    —Prefiero que me torture un bárbaro antes que uno de tus emplastes -me desmarqué.

    No obstante, las palabras de mi padre me dolieron más que las heridas del barbero, pues en todos los años de mi vida no lo había oído hablar de política delante de un desconocido, si bien era cierto que Pomponio llevaba afeitando a los varones de mi estirpe más de veinte años. Por si acaso, traté de quitarles severidad a los comentarios de mi padre fingiendo que hablaba en broma.

    —No deberías bromear a la hora de referirte a Tiberio. Pomponio podría pensar que no respetas a nuestro César como merece -dejé caer.
    —Pomponio es un hombre libre, un hombre justo, y de la misma manera que se le puede confiar una garganta para que la rasure con el menor daño posible, también se le puede confiar un secreto -me corrigió mi padre.
    —El senador tiene razón. Aunque no entiendo de política, soy consciente de que hoy por hoy la única profesión segura en Roma es la de delator. Cualquier esclavo puede acusar a su amo, y en caso de que este sea condenado, obtener a cambio grandes beneficios -intervino Pomponio.
    —Según se desprende de tus palabras, podrías hacerte rico si denunciaras a mi padre -añadí con la intención de poner a prueba la fidelidad del barbero.
    —¡Que Júpiter me fulmine ahora mismo si mi propósito es ese! Además, no basta solo con formular una denuncia, también hay que saber demostrar la culpabilidad de la persona denunciada, y para eso se necesita una capacidad oratoria de la que yo carezco -expuso el barbero.
    —Manio, no pongas en duda la fidelidad de Pomponio. Piensa que su negocio también se resiente con la política de Tiberio -intervino mi padre.
    —¿De qué forma le puede afectar a un simple barbero la política del emperador? — me interesé.
    —Muy sencillo, conforme aumenta el número de hombres ricos que son asesinados por Tiberio, disminuye el número de posibles clientes de Pomponio. Un hombre estrangulado no necesita que lo afeiten.
    —En efecto. Podría darte la lista de clientes que he perdido durante el último año, y no tendría dedos suficientes en mis manos para contarlos. Tiberio se ha vuelto implacable con sus enemigos, y ni siquiera sus amigos se sienten seguros -asintió Pomponio.
    —Es suficiente -dije, dando por concluido el afeitado.
    —¿No deseas que te corte el cabello? — me preguntó el tonsor.
    —¿Y que me trasquiles como a una oveja? Ni hablar.
    —Pomponio, puedes retirarte. Déjanos solos -intervino mi padre.

    El barbero se retiró sin perdernos la cara, al tiempo que doblaba el espinazo en señal de sumisión.

    —¿Qué te ocurre, padre? Te noto más nervioso que de costumbre -le hice ver, en cuanto el barbero se hubo retirado.
    —La pregunta es qué le ocurre a Roma. Pero no quiero amargar tu regreso. Ya tendremos tiempo de hablar de las cosas serias en otro momento. Primero has de reponerte de tan largo viaje. Esta tarde iremos al anfiteatro a presenciar un combate de gladiadores y más tarde ofreceré un banquete en tu honor. La vieja Livia ha preparado para ti tortas de garbanzos, setas cocidas en miel, sesos de faisán, lengua de flamenco, corzo de Ambracia, atún de Calcedonia, pollo de Frigia y ostras y almejas de Tarento. Sin olvidar el garum* de Hispania que tanto te gusta.

    Desde la prematura muerte de mi madre, ocurrida durante mi parto, la vieja Livia se ocupaba de procurarme el amor maternal que todo niño necesita, pese a que por su condición de esclava siempre había existido entre nosotros una barrera invisible que impedía que la relación fuera plena, tal y como exige el afecto entre madre e hijo.

    —Me has despertado el apetito. Llevo un año alimentándome a base de cerdo salado, trigo tostado y agua con vinagre, así que me gustaría comer algo distinto antes de ir al anfiteatro -añadí tras recordar que no había comido nada en las últimas quince horas.
    —Pasemos al triclinio*. Le diré a Marcial que nos traiga algo de comer.

    Seguí a mi padre hasta el comedor.

    Como siempre que entraba en aquella estancia, me fijé en el suelo, decorado con el mosaico de una calavera en cuyo pie el artista había escrito la siguiente leyenda: «Mirándola bebe y diviértete, porque muerto serás como ella».

    —Veo que no ha cambiado nada -dije.
    —La muerte es lo único que no cambia en esta vida, es lo único seguro. Por eso es conveniente tenerla siempre presente, incluso en un lugar como este, donde uno viene a regocijarse con la comida, la bebida, la música y la conversación con los amigos.
    —Ya lo sé, padre. Y también que se trata de algo que los romanos aprendimos primero de los egipcios y luego de los griegos.

    Mi padre ocupó el lecho que le correspondía al anfitrión y yo me recosté sobre el brazo izquierdo, a su lado. Regresó Marcial, troceó los manjares, escanció el vino y sirvió todo en los platos con suma delicadeza. Un ritual que había olvidado en el ejército. Inmediatamente devoré una torta de garbanzos y un trozo de pollo, y bebí de un trago una copa de vino caliente sin siquiera diluirlo con un poco de agua.

    —¿Vino de Lesbos? — pregunté tras saborear aquel delicioso néctar, tan diferente al vino que bebíamos en el ejército.
    —De Falerno -respondió mi padre.
    —Es suave como la seda y dulce como la miel -añadí, al tiempo que me llevaba otro trozo de pollo a la boca.
    —«Toma los manjares con los dedos, hay cierta delicadeza en el comer, y no te ensucies toda la cara con la mano grasienta…» -recitó mi padre mirándome fijamente.
    —¿A quién pertenecen esos versos? — pregunté sin saber muy bien qué quería decir mi padre con ellos.
    —Al poeta Ovidio.
    —No deberías pronunciar el nombre de un proscrito. Podrían arrancarte la lengua -le hice ver a mi padre, ya que había personas de las que era mejor no hablar en Roma, aunque estuviesen muertas, tal y como ocurría con Ovidio.
    —Es cierto que Tiberio impidió que Ovidio pudiera volver, ni siquiera le permitió morir en Roma, pero eso no le resta valor a su poesía. Todo lo contrario, la ensalza. La muerte en el exilio de Ovidio demuestra que ni siquiera la poesía está a salvo en Roma. De todas formas, lo importante no es a quien pertenecen los versos que acabo de recitar, sino que comes como un soldado hambriento y sin modales. Comer con corrección no es solo una convención social, también es una muestra del refinamiento de nuestra civilización, de la superioridad de nuestra cultura frente a otras -observó mi padre.
    —Soy un soldado hambriento. Y el hambre no entiende de modales. Ya sé que no he de comer a manos llenas, que el hijo del senador Graco Manlio Escévola ha de coger poca comida con la punta de los dedos, pero he navegado durante doce jornadas y cabalgado durante otras tantas sin descanso, huyendo de los atroces recuerdos del campo de batalla.
    —Tienes razón. Come como quieras y cuanto desees, hijo. Te has ganado ese derecho luchando contra los partos en Capadocia. Ahora, háblame de Germánico.

    Tomé un nuevo sorbo de vino de Falerno antes de comenzar a hablar.

    —La leyenda de Germánico va por delante incluso del propio Germánico, como corresponde a un elegido de los dioses. Sus dotes como militar son comparables a las de Alejandro Magno. Es un excelente orador y un digno autor de comedias, y templado con la espada. A su vez es implacable con la injusticia y con los enemigos de Roma. Carece de vicios y lleva una vida espartana. Come lo mismo que sus soldados, duerme en un jergón de paja e instruye a sus tropas como lo haría un padre con sus hijos. Es hermoso como Ganimedes y valiente como Aquiles*. Su sola presencia en el campo de batalla asusta al enemigo tanto como diez legiones.
    —Recuerdo cuando entró triunfalmente en Roma tras sus campañas en Germania, pero también recuerdo las revueltas que las legiones protagonizaron cuando Tiberio subió al trono, pues querían como emperador a Germánico. Conozco bien a Tiberio, y eso es algo que jamás le perdonará a su hijo.
    —Fue el propio Germánico quien sofocó esas revueltas de las que hablas. Su fidelidad a Tiberio y a Roma está fuera de toda sospecha.
    —Lo sé, pero estoy seguro de que Tiberio no le da a este hecho tanta importancia como al ascendiente que tiene Germánico sobre el ejército y su carisma entre la gente. Germánico es el héroe del pueblo, en tanto que Tiberio es solo su emperador.
    —Uno y otro son creación de los dioses -afirmé.
    —Hablando de dioses, mañana sacrificaremos un buey blanco en honor de Júpiter para darle las gracias por haberte permitido regresar a casa sano y salvo. Incluso he comprado una daga de plata para la ocasión -añadió mi padre, al tiempo que sacaba de su toga una hermosa daga ritual de plata tallada.

    Cualquiera sabía que para sacrificar un buey era necesaria un hacha, por lo que supuse que la daga era en realidad un arma defensiva.

    —Brindemos por que los dioses favorezcan a Tiberio, a Germánico y a Roma -propuse elevando la copa de vino que el fiel Marcial me había rellenado.

    La conversación, unida al sopor que me había ocasionado el vino de la bodega de mi padre, mucho más fuerte que el que se dispensa a las milicias, me llevó a evocar el día en que Germánico sometió a Arquelao, rey de Capadocia, y convirtió su reino en provincia romana. Yo mismo había tomado parte en la acción que sirvió para apresar al rey de los partos y a sus generales. Incluso Germánico me había concedido el honor de decorar el tronco de un árbol con las armas tomadas al enemigo**, dado el valor que había demostrado en el campo de batalla. De hecho, estaba convencido de que esta circunstancia había resultado determinante para que se reclamara mi presencia en Roma. Como mi padre, yo también estaba seguro de que al día siguiente, coincidiendo con mi decimoctavo cumpleaños, sería nombrado tribuno del ejército romano***, el primer paso para luego poder hacer carrera política y ocupar un asiento en el senado, tal y como me correspondía por nacimiento. Sea como fuere, lo cierto era que los dos años escasos que llevaba prestando mis servicios en el ejército me habían hecho madurar en todos los sentidos, habían valido por una vida entera.

    Para terminar el almuerzo, mi padre solicitó un vomitivo****.

    —Quiero tener el estómago vacío para el banquete de esta noche. Ahora retírate a descansar un poco antes de ir al anfiteatro -dijo por último.

    Lo cierto fue que a mí también me entraron ganas de vomitar, aunque por una razón bien distinta. Me atenazaban los nervios. De nuevo estaba en Roma, en la casa paterna, a la espera de ser nombrado tribuno del ejército. Toda una responsabilidad para alguien de mi edad. Pero había algo más que me inquietaba. Estaba Claudia Fabia, la joven de la que estaba enamorado desde la infancia, a la que no veía desde hacía veinticuatro meses. En vez de retirarme a descansar a mi dormitorio, subí a la terraza, desde donde tenía una magnífica vista del monte Esquilino y de la casa de mi amada, en cuyos amplios jardines había germinado la semilla de nuestro amor. Hija del senador Máximo Tranquilo Fabio, Claudia no solo pertenecía a una familia patricia, también era la joven más hermosa de Roma. Al instante reconocí la vieja encina bajo cuya copa le robé el primer beso. El beso más dulce de todos. Claro que también bajo aquel árbol habíamos intercambiado las caricias más amargas, justo el día de mi incorporación al ejército. Desde entonces no había pasado un instante en el que no hubiera deseado besar sus labios de nuevo, oler el dulce perfume que desprendía su piel, abrazar su delicado talle. Decidí enviarle una nota por medio de un esclavo comunicándole mi llegada y mi deseo de que se uniera a nosotros en el banquete que mi padre pensaba ofrecer en mi honor esa misma noche.

    Luego me solacé contemplando el abigarrado panorama de la ciudad que yacía a mis pies, al tiempo que respiraba el aire viciado que ascendía por la colina desde el foro y la Subura, uno de los barrios más populosos de Roma, en cuyo solar convivían los comerciantes con los inquilinos de las casas de alquiler. ¡Había añorado tanto a Roma! ¡Sus majestuosos templos y edificios! ¡El bullicio de sus habitantes recorriendo de arriba abajo la vía Appia o la vía Flaminia! ¡Los vehementes discursos de los oradores en los tribunales! ¡La monótona cantinela de los mercaderes! ¡El ruido de los carros tirados por las bestias! ¡El embriagador aroma de las especias! ¡Y también el fétido olor de las cloacas y de los callejones infectos que, cual pequeñas venas, desangraban sus inmundicias en las grandes arterias que vertebraban la ciudad!

    Miles de transeúntes se agolpaban en las calles dejándose hipnotizar por las mercaderías traídas desde los confines del imperio. De vez en cuando, la multitud se apartaba a la voz de «Paso a mi señor» para dejar expedito el camino a algún prohombre romano que se desplazaba tumbado en una litera, con una mano colgando fuera de la misma y los dedos repletos de anillos de oro -fiel reflejo de la indolente superioridad de su dueño-, en compañía de una corte de esclavos y miembros de su guardia personal. Cuando la muchedumbre se atascaba impidiendo el paso, estos hacían restallar sus látigos sobre las espaldas de los transeúntes. Otros señores, en cambio, se desplazaban más discretamente sentados sobre sillas que portaban cuatro esclavos, y parecían bailar una danza acrobática por encima de las cabezas de la multitud. Por último, miré hacia el Palatino, en cuyas laderas Tiberio se había hecho construir un magnífico palacio, conocido como la Domus Tiberina, a poca distancia de la vía Sacra y del barrio etrusco, o lo que es lo mismo, del corazón de Roma. Un corazón teñido por los colores del otoño.

    Al oeste de la colina palatina, ocupando gran parte del Velabro y del Campo de Marte, un gigantesco jirón de niebla procedente del río Tíber amenazaba con cubrir toda la ciudad. Cualquiera con dotes adivinatorias hubiera interpretado este hecho como un signo de mal augurio. Pero yo no era supersticioso, por lo que bajé a mi dormitorio y me tumbé despreocupadamente sobre mi colchón de lana de Mileto, a la espera de que llegara la hora de dirigirnos al anfiteatro.


    3


    Después de haber tomado parte en más de una batalla las luchas de gladiadores se convierten en una distracción cruel carente de toda nobleza. El saludo de los combatientes («Ave, imperator, morituri te salutant!»)*, la vuelta a la arena en actitud militar cubiertos con vestimentas doradas y seguidos por criados portando las armas que luego emplearán en la pelea, el examen de estas a fin de que sean retiradas aquellas cuyas hojas o puntas no estén convenientemente afiladas, el sorteo de las parejas que han de pelear entre sí, el combate preliminar que sirve de calentamiento, la actitud vociferante y violenta de los espectadores, todo resulta un espectáculo inhumano. Mi impresión no mejoró cuando comenzó la hoplomachia** entre un samnita y un tracio que, en su afán por preservar sus vidas, llevaban a cabo en la arena una especie de danza inofensiva que acabó por desesperar al público, de modo que el instructor y los fustigadores látigo en ristre se vieron obligados a intervenir con el propósito de despertar entre los contendientes el ardor homicida. Ninguno quería morir, ninguno quería atacar, aunque ambos estaban obligados a hacerlo para que uno de ellos sucumbiera. O cuando menos, para que uno cayera en la arena y suplicara clemencia.

    —¡Luchan como en la escuela! — exclamó un espectador.
    —¡Peor aún, como cobardes! — bramó su compañero de asiento.
    —¡Mi madre le pega con más fuerza a mi padre! — añadió el primer hombre.

    Hubo risas.

    —¡Herid, matad, morid con dignidad! — sugirió un tercero.¡O sin ella, olvidaos de la dignidad, pero morid de una vez! ¿Acaso creéis que tenemos todo el día? ¡Gladiadores de pacotilla, eso es lo que sois! — intervino otro espectador.

    Conociendo como conocía a mis conciudadanos, sabía que no habría piedad para con el vencido por la cobarde actitud de los contendientes durante el combate. Y así ocurrió. El samnita cayó a la arena herido en un costado y, al levantar uno de los dedos de la mano izquierda para pedir que le fuera perdonada la vida, el público bajó el pulgar y comenzó a gritar al unísono: «Hoc habet! Igula! Igula!S ¡Lo tiene! ¡Degüéllalo! ¡Degüéllalo!». El samnita, extenuado de tanto huir para que su contrincante no le diera caza, no tuvo más remedio que ofrecer su pecho, en cuyo corazón el tracio clavó su espada hiriéndole de muerte. Un grito de dolor que resonó en todo el anfiteatro puso punto final al funesto espectáculo.

    —Cicerón decía que el pueblo odia a los gladiadores débiles y suplicantes que con las manos extendidas imploran que se les permita vivir. Es mejor morir con dignidad que morir suplicando, ¿no te parece, Manio? — reflexionó mi padre.
    —Solo la muerte en el campo de batalla puede considerarse digna. Un combate a muerte en el anfiteatro es lo mismo que presenciar la pelea de dos animales rabiosos dentro de una jaula. No hay salida, no hay escapatoria y, por lo tanto, tampoco hay honor -dije.

    Varios epilépticos bajaron a la arena para beber la sangre caliente del gladiador moribundo. Al ser la epilepsia una enfermedad sagrada, la masa se abstuvo de vociferar mientras los enfermos cumplían con el ritual.

    —Gritan para que la sangre corra y en cambio se quedan mudos cuando alguien bebe de esa misma sangre -añadió mi padre.

    La salida a la arena de los servidores de Caronte* para retirar en parihuelas el cadáver de la víctima, fue recibida con una estruendosa ovación. El regocijo de la gente tuvo su continuación cuando saltó a la arena una nueva pareja de gladiadores. Pavor y Destructor, pues con esos nombres fueron presentados, eran un reciario** y un galo respectivamente. El primero iba semidesnudo y armado con una red, un tridente y un puñal, además de una protección de cuero en el vientre y un brazalete en el brazo izquierdo que le cubría hasta el hombro, donde sobresalía un protector de metal. El galo, en cambio, iba tocado por un casco, llevaba escudo y portaba una hoz como arma ofensiva. Como en toda lucha en la que tomaba parte un reciario, este lanzaba su red una y otra vez con el propósito de enredar en ella a su adversario. Así lo hizo una docena de veces, todas sin éxito, pues el galo era más rápido que la red, lo que congratulaba sobremanera a los espectadores. En una ocasión, el lanzamiento de la red resultó tan defectuoso que el público comenzó a gritar al unísono: «¡Pescador de hombres, cómprate una barca y dedícate a la pesca de peces!» o «¡Pavor nos da ver cómo lanzas la red!», en alusión a su nombre y a su falta de pericia en el manejo de la red. Los insultos acabaron por espolear al reciario, que al cabo logró enredar al galo, derribarlo e inmovilizarlo con su tridente. El galo solicitó entonces clemencia y, como había luchado valientemente y contaba por ello con el favor del público, las gradas se llenaron de pañuelos blancos, al mismo tiempo que sus dueños gritaban: «Missum! Missum! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!». Dicho y hecho. Al galo le fue perdonada la vida, lo que provocó un nuevo alborozo en las gradas. Luego lucharon sendas parejas de gladiadores de las escuelas privadas de Capua y Alejandría, dos de las más prestigiosas del imperio, y otras cuatro de gladiadores de las escuelas estatales. La fiesta continuó con la lucha de una docena de ladrones, asesinos e incendiarios condenados por sus crímenes a morir en el anfiteatro. Para terminar, un peligroso criminal, atado a una madera que le impedía mover los brazos, fue sacado a la arena, donde le aguardaba un oso hambriento que no tardó en convertir su cuerpo en un amasijo de carne y sangre. Cuando concluyó el espectáculo a eso de la hora décima***, habían muerto en la arena quince hombres y en el estadio olía repugnantemente a sangre derramada en aras de la distracción del pueblo romano, insaciable a la hora de exigir sacrificios humanos.

    —Después de haber luchado noblemente contra los partos, los espectáculos del anfiteatro solo me producen ganas de vomitar -dije para mostrar mi disconformidad.
    —Yo también tomé parte en alguna batalla cuando era joven y por eso sé diferenciar un enfrentamiento serio y noble de un simple espectáculo. Por lo tanto, no cabe la comparación. Son cosas radicalmente opuestas -me corrigió mi padre.

    Salimos por uno de los vomitorios y nos unimos a la turbamulta en la calle. Mi padre iba contento y exultante, aunque más por mi regreso y por mi posición en el ejército que por el baño de sangre innecesario que acabábamos de presenciar. Era un hombre muy respetuoso con las tradiciones, y las luchas de gladiadores eran una tradición romana cuya antigüedad se remontaba a nuestros antepasados los etruscos. Claro que, según contaban los historiadores, originariamente formaban parte de las honras fúnebres de los personajes ilustres, eran un obsequio a los muertos, mientras que ahora se organizaban con el exclusivo propósito de mantener ocupado al pueblo y ocultar los defectos de nuestra política.

    Tratábamos de alcanzar las literas que nos aguardaban en un callejón próximo al anfiteatro, cuando el gentío nos bloqueó el paso. De nada sirvió que yo gritara que iba acompañado por el senador Graco Manlio Escévola, mi padre. Era imposible moverse, avanzar o retroceder, de modo que la gente que nos rodeaba nos miró con perpleja indiferencia. La cuestión era que los invitados al banquete estaban a punto de llegar, de modo que teníamos cierta prisa. Al cabo, la muchedumbre comenzó a desplazarse lentamente, como un rebaño de ovejas dentro de su establo, hasta que de repente se produjo el efecto contrario y el camino quedó franco. Miré hacia atrás y vi que mi padre boqueaba, como si le faltara el aire, al tiempo que me agarraba de la toga para reclamar mi atención. Algo le ocurría. Tras asegurarme de que había pasado el peligro de una avalancha, me detuve para preguntarle cómo se encontraba, pues parecía faltarle el aire. En ese momento se desplomó sobre mis brazos, mirándome con los ojos fuera de sus órbitas. Luego trató de decirme algo, pero de su boca solo salió un vómito de sangre. Con mi padre completamente desvanecido, comprobé que tenía clavado un puñal en la espalda a pocos centímetros de la nuca. Se trataba de la daga de plata que me había enseñado durante el almuerzo. Presa del mayor desconcierto, lo deposité sobre el suelo, le tomé el pulso y acerqué mi rostro al suyo en busca de un hálito de vida. Estaba muerto.


    4


    Cuando levanté la cabeza, estaba rodeado de media docena de curiosos, a los que solicité que me ayudaran a trasladar el cuerpo exánime de mi padre hasta la litera. Tardaron en reaccionar, si bien se debió a que yo portaba el arma homicida en la mano derecha, que había arrancado de la espalda de mi padre, y temían que pudiera ensañarme con ellos.

    Había visto morir a muchos hombres en el campo de batalla. A algunos incluso los había cargado sobre mis espaldas. Y lo había hecho sin que me temblara el pulso. Ahora, en cambio, todo era diferente. La persona que yacía entre mis brazos era mi padre. Me sentí culpable, pues era yo el responsable de que los guardaespaldas que normalmente se encargaban de su seguridad se hubieran quedado en casa, ya que deseaba demostrarle que yo solo me bastaba para cuidar de él. Mi fracaso era aún mayor por cuanto que ni siquiera había sido capaz de intuir el peligro. ¿Dónde estaban la astucia y la seguridad de las que tan orgulloso me sentía? ¿Acaso el mismísimo Germánico no había alabado mi inteligencia y valentía después del apresamiento del rey Arquelao? Alcé la cabeza y miré hacia poniente. Por encima del anfiteatro, el sol había teñido el cielo de púrpura en su camino hacia el ocaso. Levanté a mi padre en brazos y me sorprendió que pesara tan poco, lo que no evitó que me temblaran las piernas.

    Marcial y otros ocho esclavos aguardaban nuestra llegada. Deposité a mi padre sobre el lecho de su litera y me uní a la improvisada comitiva fúnebre caminando a su lado, a pie. Tardamos media hora en atravesar el Campo de Marte, el foro y en ascender por el Argileto, en la Subura, hasta la cima del Esquilino. Los invitados habían comenzado a llegar y aguardaban entre joviales e impacientes. Reconocí a Valerio Roscio, a Quinto Catulo, a Cayo Mario, a Marco Quintiliano, a Tito Anio, a Lucio Casio, a Marco Druso, a Tiberio Sempronio, todos prohombres romanos, y, por supuesto, a Claudia Fabia y a su padre, el senador Máximo Tranquilo Fabio. Tras reunirlos en el atrio, les comuniqué la noticia, que causó una honda consternación entre los presentes, y cómo, por un inesperado cambio de rumbo de la diosa Fortuna, el banquete que mi padre había organizado en mi honor iba a convertirse en su banquete de despedida. Claudia rompió a llorar, y su desconsuelo acabó contagiando a las otras mujeres. El senador Máximo Tranquilo, amigo y compañero de mi padre en el senado, se interesó por los detalles del crimen, por lo que procuré relatar con la mayor exactitud posible todo lo ocurrido. Hablé de mi llegada a Roma con las primeras horas del día. Mencioné la visita del tonsor, la comida posterior y la aparición de la fatídica daga durante la misma. Recordé cada palabra de mi padre, cada paso que dimos hasta llegar al anfiteatro, lo que allí vimos, qué comentarios hicimos entre nosotros y también los que intercambiamos con otros espectadores, sin olvidar lo que ocurrió a la salida, cuando nos vimos prisioneros de la multitud. Expuse con la mayor precisión los momentos anteriores y posteriores al crimen, lo que me llevó a la conclusión de que todo había ocurrido con suma rapidez, tanta que ni siquiera yo mismo era capaz de explicarme convincentemente.

    —¿Y no viste quién pudo hacerlo? — se interesó el senador Máximo Tranquilo.
    —Yo caminaba delante, intentando abrirme paso entre la multitud. Pudo ser cualquiera -respondí.
    —¿Y los guardaespaldas de tu padre? — preguntó ahora el senador.
    —Les dije que no hacía falta que vinieran con nosotros, que yo solo me bastaba para proteger a mi padre. Acabo de llegar de Capadocia, donde he luchado contra los partos. Voy a ser nombrado tribuno… Nunca pensé que algo así pudiera… Está claro que me equivoqué -admití.
    —El asunto no pinta nada bien para ti -añadió el senador con un semblante que reflejaba una honda preocupación.
    —¿Qué quieres decir? — pregunté.
    —En los últimos tres meses y medio los senadores Publio Craso, Gayo Porsena, Lucio Bilieno y Quinto Severo han sido asesinados en extrañas circunstancias, y en todos los casos el tribunal llegó a la conclusión de que se trataba de simples parricidios. Por supuesto, se cree que detrás de estos crímenes se encuentra el propio Tiberio, ya que, según sancionan nuestras leyes, restando la parte de la herencia que se embolsa el acusador, el único heredero de una víctima de parricidio es el propio emperador*.
    —¿Yo un parricida? Todo el mundo sabe que amaba a mi padre, ¿qué beneficio podría obtener yo con su muerte?

    Pude leer la respuesta en el silencio de los presentes: su inmensa fortuna, su colección de esculturas, sus villas de Cumas y de Pompeya, y la explotación de sus salinas, uno de los negocios más lucrativos de Roma. Claro que, según acababa de exponer el senador Máximo Tranquilo, la codicia que despertaba la fortuna de mi padre era también la principal prueba de mi inocencia.

    —Trata de recordar, es muy importante -insistió el senador Máximo Tranquilo Fabio.

    De nuevo repasé mentalmente todos los detalles, desde que entramos en el anfiteatro hasta que descubrí que mi padre había sido apuñalado.

    —Bueno, ahora que lo pienso, había una persona… -me arranqué.
    —¿Quién? — gritaron todos al unísono.
    —En la grada del anfiteatro vi a un extraño hombre que vestía una lacerna con capucha.
    —¿Qué tiene de extraño un hombre con una capa con capuchón? — intervino Quinto Catulo, uno de los mejores amigos de mi padre.
    —Nada, salvo que el hombre no retiró la capucha de su cabeza mientras duró el espectáculo, lo que me llamó la atención. Es cierto que llovió durante la mañana, pero no cayó una gota de agua durante los combates. Luego volví a ver al mismo hombre cuando nos quedamos atrapados entre la multitud. Era un tipo alto, muy alto, y seguía con la capucha puesta. Era una capa de lana, una prenda vulgar y corriente, idéntica a la que usan los romanos sin muchos medios económicos cuando tienen que salir de viaje. Recuerdo también que el aliento le apestaba a ajo.
    —Francamente, Manio, tu explicación es demasiado imprecisa. ¿Cómo podremos encontrar a un hombre del que únicamente sabemos que era más alto de lo normal y que vestía una capa de lana con capucha? Hay miles de hombres así en Roma. La inmensa mayoría de los viajeros que entran o salen de la ciudad visten una lacerna -añadió Tito Anio haciendo gala de su fama de hombre práctico.
    —Solo los gladiadores comen ajo crudo para adquirir más fuerza -apuntó Quinto Catulo.
    —¿Crees que puede tratarse de un gladiador? — me preguntó el senador Máximo Tranquilo.
    —Teniendo en cuenta su envergadura y el olor de su aliento, podría ser. Encontraré al culpable, aunque tenga que dedicar el resto de mi vida a esa tarea. Y le haré pagar por su crimen -añadí.

    Luego lo dispuse todo para comenzar los preparativos de las honras fúnebres, las ceremonias de incineración y de purificación de la casa y la de sus miembros, tal y como es costumbre tras la muerte del pater familias, además de la búsqueda de una urna digna para guardar las cenizas de mi progenitor. Por último, ordené que lavaran y cambiaran de ropas al cadáver de mi padre.

    En esos menesteres andaba cuando se presentó en la casa el prefecto de la policía acompañado de seis miembros de las cohortes urbanas, pues al parecer la noticia de la muerte del senador Graco Manlio Escéola ya había corrido por toda la ciudad. Tras efectuar un reconocimiento exhaustivo del cadáver, el prefecto me preguntó la razón por la que no había aguardado la llegada de una patrulla al lugar de los hechos, ya que mi precipitación había provocado la pérdida de pruebas. Respondí aludiendo a la ilustre personalidad de mi padre y a mi deseo de poder dispensarle auxilio.

    —¿Pero no has dicho que el senador Graco Manlio ya estaba muerto? — se interesó el prefecto de la policía.
    —Así es, pero pensé que poniendo a mi padre en manos expertas, tal vez…
    —¿Ocurriera un milagro? — completó mi explicación el mismo hombre.
    —Sí -reconocí-. De no haber actuado como lo hice, ahora me quedaría la duda de si podría haber hecho algo más por salvar su vida.
    —¿Puedes reunir a los guardaespaldas que acompañaban a tu padre en el momento del crimen? Me gustaría hacerles unas preguntas -solicitó el prefecto de la policía.
    —No llevábamos escolta -dije escuetamente.
    —¿El senador Graco Manlio Escévola, uno de los hombres más ricos de Roma, fue al anfiteatro sin escolta? — preguntó el prefecto de la policía en voz alta.
    —No exactamente. Yo era su escolta. Acabo de regresar de Siria, donde he luchado junto a Germánico. Quería demostrarle a mi padre que podía confiar en mí, que ya era todo un soldado, un hombre, un ciudadano romano -expuse, al mismo tiempo que exhibía el brazalete que el propio Germánico me había regalado como muestra de su afecto hacia mi persona.

    El prefecto de la policía se tomó unos segundos para digerir mi respuesta. Luego, tras escrutar el vistoso brazalete que llevaba prendido en el antebrazo, añadió como si mi explicación le hubiera resultado convincente:

    —Danos una lista de los enemigos del senador.
    —Hace dos años que no veía a mi padre. Como te he dicho, acabo de regresar de Capadocia. Que yo sepa, el senador Graco Manlio no tenía enemigos entre los romanos. Los enemigos de mi padre eran los enemigos de Roma -expuse sin atreverme a mencionar ningún nombre, pues desconocía si mi padre andaba inmerso en algún asunto o negocio turbio que le hubiera podido granjear la enemistad de alguien.
    —Es correcto afirmar que Roma tiene muchos enemigos, tanto como asegurar que todo puñal tiene impreso el nombre de su dueño -intervino un miembro de las cohortes urbanas que hasta ese momento se había mantenido al margen.

    Poco después hizo acto de presencia el personaje más siniestro de Roma, el delator o acusador, en este caso un tipo nacido en la colonia gala de Nimes llamado Domicio Afer, amigo de Tiberio por haberle prestado grandes servicios, y hombre temido por todos, pues tanto su elocuencia en los tribunales como su ambición no tenían límites. De Afer se decía que le había servido a Tiberio como instrumento para deshacerse en los tribunales de sus propios familiares, de los que desconfiaba, gracias a lo cual el delator había amasado una gran fortuna. Fortuna que, al parecer, pensaba seguir incrementando a mi costa.

    —¿Las esculturas del atrio son originales griegos? Había oído hablar de la magnífica colección de esculturas griegas del senador Graco Manlio Escévola, pero no imaginaba que las piezas fueran tan exquisitas. Sin ser un experto en la materia, he reconocido el Aquiles en bronce de Policleto, del que existe una copia en mármol en la palestra de Pompeya, la Ateneade Agorácrito, el Hércules de Lisipo de Sición, además de dos obras de Apollonios y Tauriscos. Sin olvidar las obras de otros escultores actuales, tales como Es-copas, Pasiteles, Arcesilao y Menelao -intervino sin siquiera darme el pésame o mostrar el más mínimo signo de dolor.
    —Olvida mencionar el grupo escultórico de Alejandro Magno y sus generales en la batalla de Granico, de Lisipo, y la Venus de Fidias, que están en el peristilo. ¿Quién le ha dado vela en este entierro? — le reproché.
    —No vengo para honrar al difunto, sino para dar con su asesino y llevarlo ante los tribunales -me respondió.

    Dicho esto, sacó un cálamo, un tintero y un rollo de papiro y comenzó a dibujar todo lo que veía a su alrededor.

    —Y qué mejor que ese asesino sea yo, ¿no es así? — dije, al tiempo que señalaba con la mano derecha el resto de las propiedades de mi padre.
    —No se puede negar que muchos hombres matarían por poseer una colección de esculturas como esta -añadió sin levantar la vista del papel.

    Hombre de mediana estatura, tez blanca y mirada astuta, lo que más llamaba la atención de Domicio Afer era su enérgico timbre de voz y su empalagoso acento galo, adiestrados ambos para no pasar desapercibidos en la tribuna de oradores ni en ningún otro lugar.

    —Estoy seguro de que hay hombres dispuestos a matar por mucho menos, por ejemplo, por la cuarta parte de todo lo que poseía mi padre -dejé caer.
    —¿Insinúas que he podido tener algo que ver en la muerte de tu padre? ¿Crees que sería capaz de involucrarme en el asesinato de un senador para apropiarme posteriormente de una parte de su fortuna? — me preguntó por una simple cuestión de curiosidad, como si de verdad le interesara mi punto de vista.

    Estuve a punto de decirle que era eso exactamente lo que pensaba, pero preferí contemporizar, ya que, al fin y al cabo, mi futuro iba a depender de aquel hombre, en el supuesto de que finalmente se decidiera a acusarme.

    —No, simplemente digo que hay muchas y diversas razones para matar -señalé.
    —Parece en todo caso más culpable quien asesina a su padre para obtener de él todas sus riquezas, que quien cobra un cuarto de los bienes en concepto de honorarios, según dispone la ley. El primero es un parricida; el segundo es un servidor del Estado. La diferencia es considerable, ¿no te parece? — se descolgó Afer.

    Estaba claro que Domicio Afer se había acostumbrado a que escucharan sus discursos con atención, con admiración incluso.

    —¿Qué dibuja? — dije exasperado por la actitud aparentemente tranquila y reflexiva del acusador.
    —Todo y nada. O mejor dicho, pinto para comprender mi trabajo. La mayoría de las veces las respuestas no están en la superficie de las cosas, de manera que pintándolas consigo que la realidad profunda penetre en mí a través de mis ojos. Creo que ya es hora de que vaya a hablar con el muerto.
    —Su comentario no tiene ninguna gracia -le reproché.
    —No pretendo ser gracioso. Simplemente digo que los muertos hablan, aunque no sea con palabras.

    Antes de inspeccionar el cuerpo sin vida de mi progenitor, Afer volvió a desenrollar su papiro y comenzó de nuevo a dibujar. Cuando hubo terminado de esbozar un retrato del rostro de mi padre, el prefecto de la policía le entregó el cuchillo homicida y le indicó el lugar de la herida.

    —El senador fue descabellado igual que un animal -dijo el prefecto de policía.
    —Una daga ritual para una muerte ritual -dijo Afer en voz alta, al tiempo que examinaba concienzudamente la talla del cuchillo.
    —El asesino era una persona fuerte. Le bastó hundir la daga una vez para acabar con la víctima -añadió el prefecto.
    —¿Algún sospechoso? — preguntó Afer.

    Y todas las miradas se dirigieron a mí, es decir, se volvieron en mi contra.

    Fue así como me vi enredado en una maraña de preguntas que aumentó la desconfianza de los interrogadores con respecto a mi persona, como si en efecto yo fuera el instigador o incluso el autor del crimen. Al cabo de las horas, cuando la policía logró dar con la media docena de testigos que habían estado en el escenario del crimen, todos recordaban lo mismo: al senador Graco Manlio Escévola en los brazos de un joven, el cual llevaba en la mano derecha una daga de plata tallada, parecida a las que usa la gente rica para efectuar sacrificios. Todos habían pensado que el autor del crimen era ese joven, es decir, yo, el mismo que luego, sirviéndose de amenazas, les reclamó ayuda para transportar el cuerpo del senador hasta una calle aledaña, donde aguardaban una decena de esclavos que portaban antorchas y sendas literas. Según la conclusión unánime de los testigos, todo parecía obedecer a una conspiración, de la que yo era el cabecilla.

    —¿Qué beneficio tendría para mí asesinar al senador y luego reclamar la ayuda de unos transeúntes bajo amenazas? ¿Para qué hacer tanto ruido? ¿Acaso mi interés por trasladar el cuerpo de mi padre con el propósito de procurarle auxilio médico urgente no demuestra mi inocencia? — dejé caer, pues me parecía que el testimonio de los testigos carecía de credibilidad.
    —Las preguntas las hacemos nosotros -me respondió el acusador-. Te recomiendo que exhibas tus argumentos en el tribunal, en compañía de tu abogado defensor.


    A la hora primera*, después de haber sido interrogado durante toda la noche, el prefecto de la ciudad me comunicó oficialmente que quedaba detenido como imputado en el crimen de mi padre, el senador Graco Manlio Escévola.

    —¿Puedo despedirme de una persona? Necesito dar algunas instrucciones referentes a las honras fúnebres que se le han de dispensar a mi padre.
    —Roma se encargará del funeral de tu padre, pero te concedo diez minutos para que te despidas de quien desees -transigió Domicio Afer.

    En otras circunstancias, la autorización tendría que haber partido del prefecto de la ciudad, en su calidad de máximo responsable de las cohortes urbanas, pero estaba claro que Afer era algo más que un simple acusador. Era como si fuera el prefecto de la policía.


    5


    Me reuní con Claudia Fabia en la biblioteca. Lo primero que me llamó la atención fue que viniera vestida para una fiesta. Entonces caí en la cuenta de que, en efecto, en ese preciso instante tendríamos que estar celebrando un banquete en mi honor, tal vez incluso a esa misma hora tendríamos que estar justo donde estábamos, hablando en la biblioteca de nuestros asuntos, solos. ¡Teníamos que decirnos tantas cosas! ¡Habíamos estado tanto tiempo separados! Durante unos segundos me regodeé observando su rostro y su aspecto. Fue lo mismo que contemplar un oasis dentro del árido desierto. ¡Estaba tan hermosa! Llevaba la frente y los brazos pintados de blanco, y los labios y los pómulos de rojo sacado del poso del vino. Sus ojos negros resaltaban aún más con el polvo de antimonio que se había aplicado en el contorno y en las pestañas, y el cabello, de color azabache, lo llevaba sujeto con una diadema de oro tan brillante como el sol de mediodía. Vestía una hermosa túnica de seda con un galón bordado en oro y ceñida a su cuerpo por un vistoso cinturón, y cubría sus hombros con un largo chal que le caía hasta los pies. Pese a que estaba hermosísima, la tristeza se había apoderado de su expresión, por lo que acabé pensando que, al igual que a mí, se le habían acumulado demasiados acontecimientos: mi regreso, la muerte de mi padre y ahora también mi detención.

    —Claudia… -empecé a decir.

    Antes de que pudiera siquiera completar otra palabra, sus delicados dedos se posaron en mis labios.

    —Huye -me interrumpió.
    —¿Huir? Soy inocente -le repliqué.
    —Todos eran inocentes: Elio Craso, Marco Porsena, Tito Bilenio y Gneo Severo, los hijos de los senadores Publio Craso, Gayo Porsena, Lucio Bilieno y Quinto Severo. Pero todos fueron condenados a muerte y ejecutados sin misericordia -añadió ahora con un tono sombrío.
    —¿Cómo murieron? — pregunté.
    —¿Los senadores o sus hijos?
    —Los senadores.
    —Publio Craso fue estrangulado mientras dormía; Gayo Porsena fue envenenado; Lucio Bilieno fue golpeado con una piedra en la cabeza, a traición, mientras se solazaba en el jardín de su finca de la Campania; y Quinto Severo apareció ahogado en la bañera de su villa de verano, en Neápolis. Sus respectivos hijos fueron acusados de ser los instigadores o incluso los ejecutores materiales de esos crímenes. Curiosamente, todos eran hijos únicos, herederos de una gran fortuna, y todos fueron condenados a muerte gracias a la intervención de Domicio Afer. ¿Comprendes ahora por qué debes huir antes de que sea tarde?
    —Huir sería lo mismo que reconocer mi culpabilidad. Tanto como renunciar a descubrir la verdad, como permitir que el verdadero asesino quedara impune. Si huyera, el espíritu de mi padre no descansaría jamás. Y bastante dolor tengo ya con no haberle podido salvar la vida.
    —Pero al menos salvarás la tuya.
    —¿Y vivir como un prófugo el resto de mi vida? Antes prefiero morir con dignidad. No pienso huir. Encárgate de buscarme al mejor abogado de Roma.
    —El mejor abogado de Roma se negará a defender tu causa -me hizo ver Claudia.
    —¿Por qué? — pregunté sorprendido.
    —Porque enfrentarse a Afer es lo mismo que enfrentarse a Tiberio, y nadie quiere ver comprometida su carrera hasta ese extremo.
    —Entonces me defenderé yo solo.
    —Sería lo mismo que suicidarte.
    —El viejo Catón se defendió a sí mismo en cuarenta y cuatro ocasiones, y siempre salió absuelto.
    —No creo que tu elocuencia esté a la altura de la de Catón. Te buscaré un abogado, pero no servirá de nada. Para colmo, Afer es tan persuasivo que hay quien lo compara con el mismísimo Cicerón. Aunque mi padre asegura que Afer es un advenedizo comparado con Cicerón y que con el tiempo Tiberio se cansará de él y le hará cortar la lengua.
    —A Cicerón le amputaron las manos y le cortaron la cabeza después de muerto, con lo que se demuestra que la elocuencia es también un pozo que más tarde o más temprano se seca. Tal vez esta sea la oportunidad de poner en entredicho la palabrería de Domicio Afer.

    ¡Ojalá! Si Afer presenta la acusación formal en tu contra en el transcurso de la mañana, disponemos de diez días* para preparar tu defensa. Y ya que hablamos de amputaciones, ¿qué parte del cuerpo de tu padre quieres enterrar? — intervino Claudia.

    Si había una cosa que no comprendía en nuestro rito funerario era el hecho de que se les amputara un miembro a las personas que eran incineradas, para enterrarlo posteriormente, de modo que el cuerpo del difunto no se convirtiera íntegramente en cenizas. Supongo que combinando incineración y enterramiento se conseguía la purificación del alma del finado, así como que su recuerdo quedara para siempre en la tierra.

    —Encárgate de que le corten una mano y la entierren -dije sin pensarlo dos veces.
    —Así lo haré. También me ocuparé de que su cuerpo quede expuesto en el atrio durante tres días y de que su rostro sea cubierto por una máscara de cera. Y contrataré a medio centenar de plañideras para que lloren e invoquen al difunto -añadió.
    —Gracias, Claudia. Mi padre solía guardar una elevada suma de dinero en un arcón que hay en su dormitorio, cógelo y no repares en gastos. Otra cosa. Quiero libertar a la vieja Livia y a Marcial antes de que sea demasiado tarde**. Tu testimonio servirá para que se cumplan mis deseos -añadí.
    —Teniendo en cuenta tu situación no sé si la medida es legal -me hizo ver.
    —Nadie ha presentado una acusación formal contra mi persona, ningún tribunal ha mandado instruir una causa en mi contra, por lo que aún conservo intactos todos mis derechos de ciudadano libre. Y mi deseo es concederles la libertad tanto a la vieja Livia como a Marcial. De esa forma les garantizo que no tendrán un amo que no deseen, un amo que no sepa valorar la fidelidad de ambos, se llame Domicio Afer o de otra manera.
    —De acuerdo. ¿Quieres algo más?

    Clavé mi mirada en los ojos de Claudia y, tras escrutar su rostro con infinito cariño, brotó de mis labios una proposición que hasta ese instante no había contemplado.

    Quiero que te cases conmigo cuando se aclare todo -dije.

    Tal vez me estaba precipitando, pero los últimos acontecimientos me habían situado al borde del abismo. A veces uno no puede evitar decir lo que lleva escrito en el corazón y, para colmo, yo tenía la impresión de que mi vida corría serio peligro, de que no me quedaba mucho tiempo, por lo que era necesario que diera en un minuto los pasos que otros tardan en dar toda una vida.

    Claudia rompió a llorar.

    —¿Eso es un sí o un no? — le pregunté a continuación.
    —Son ambas cosas a la vez -me respondió enigmáticamente-. Son ambas cosas a la vez. De todas formas, no creo que sea este el momento ni el lugar para hablar de algo así.
    —Tienes razón. Te pido disculpas.

    No sé si mis disculpas iban dirigidas a ella o a mi padre.

    Y como si se tratara de una tragedia griega, en ese momento el prefecto de la policía irrumpió en la biblioteca con el propósito de deshacer el encanto de la escena.

    —Es hora de marcharnos -dijo.

    Besé a Claudia en los labios. Un beso cálido y profundo. Cuando nos separamos, volví a recordar que el cuerpo de mi padre yacía en una habitación contigua y que era yo el principal sospechoso de su asesinato.


    6


    Tras despedirme de mi padre, cuyo cadáver besé en la frente, fui conducido al lugar más horrible y deshonroso de Roma, el Tullianum, la cárcel inaugurada por Severo Tulio, en cuyas mazmorras se hacinaban los presos de Estado, condenados en su mayoría a morir de hambre o estrangulados. Allí había sufrido cautiverio, entre otros, Vercingetorix, rey de los galos, apresado por Julio César en Alesia. También había algunos traidores que aguardaban su turno para ser arrojados al vacío desde la roca Tarpeya.

    —Reo, ¿sabes por qué la roca Tarpeya se llama de ese modo? — me interrogó uno de los carceleros, un viejo al que la vida había condenado a vigilar aquella cueva insalubre y maloliente que era el Tullianum.

    Nunca había tenido interés alguno por saber por qué aquel abrupto cortado que ponía fin a la colina del Capitolio por su lado meridional se llamaba de esa manera, puesto que nunca me había relacionado con traidores ni tenido tampoco problemas con la justicia.

    —No -respondí.
    —Tarpeya era hija del guardián de la ciudadela del Capitolio, que en tiempos de Rómulo abrió las puertas de la ciudad a los enemigos sabinos, por lo que se convirtió en una traidora de su patria. Desde entonces, los traidores son arrojados al vacío desde la roca que lleva su nombre -añadió el carcelero.
    —Yo no he traicionado a Roma, de modo que no tengo que temer nada -respondí.

    El hombre se encogió de hombros, como si su discurso no pudiera ir más allá de aquella explicación.

    —Tampoco he matado a mi padre -añadí ante la indiferencia del carcelero.


    Medí las horas de los días que pasé en prisión en función de las ejecuciones, puesto que ni la luz del sol ni la comida llegaban hasta la mazmorra que compartía con una cincuentena de presos de todas las provincias del imperio y de todas las clases sociales. Uno de ellos había sido encerrado tras haber escrito en una pared del foro la siguiente frase: «Tiberio desprecia el vino desde que siente sed de sangre; ahora bebe sangre como antes bebía vino». Por tal motivo había sido condenado a morir estrangulado y su cadáver arrastrado por la temible escalera de las Gemonías*. Lo cierto era que en el ejército llamaban a Tiberius Claudius Nero -ese era el nombre completo de nuestro emperador-, Biberius, el bebedor, Caldius, más caliente, Mero, de vino puro. Pero el preso más vigilado de todos era un noble de provincias, poseedor de innumerables tierras que, al parecer, se había negado a donar al emperador, razón por la cual había sido condenado a muerte acusado de un delito de lesa majestad. Según nuestras leyes, los suicidas evitaban la tortura de un proceso injusto, tenían alguna probabilidad de dejar a sus hijos una parte de su fortuna, ya que los delatores cobraban menos si habían tenido menos trabajo -y los suicidas apenas daban trabajo-, y además sus cuerpos podían ser amortajados por sus parientes, evitando ser arrojados por las temidas Gemonías, por lo que mi compañero de cautiverio había intentado suicidarse valiéndose de ese argumento tan extendido en la sociedad romana que asegura que, llegado el momento, el suicidio es un antídoto contra la tiranía. Desgraciadamente para él, su intento había resultado fallido, así que ahora pasaba los días encadenado de pies y manos bajo la atenta mirada de un guardia, que se encargaba de cebarlo como si de un cerdo se tratase, todo para que no muriera prematuramente y dejara a nuestro emperador sin herencia, para que Tiberio no pudiera decir: «Se me ha escapado vivo», siguiendo su costumbre cada vez que alguien se adelantaba a sus planes quitándose la vida antes de que él tuviera tiempo de arrebatársela.

    Al cuarto día recibí la visita de Claudia, que iba acompañada de un joven abogado dispuesto a hacerse cargo de mi defensa.

    —Manio, te presento a Marco Octavio Quartio, tu abogado -dijo Claudia.

    Marco Octavio Quartio me escrutó de arriba abajo con curiosidad y yo hice lo mismo. Se trataba de un joven rubicundo y bien alimentado, envuelto en una toga de un blanco impoluto, cuya familia monopolizaba el comercio de la brea que servía para calafatear barcos. Teniendo en cuenta que el padre de Claudia, el senador Máximo Tranquilo, era dueño de una flota de barcos, supuse que entre ambas familias existían tratos comerciales y que, como consecuencia de los mismos, Claudia había entrado en contacto con el joven Quartio.

    —¿No eres demasiado joven para ejercer la abogacía? — rompí el hielo.
    —He estudiado tu caso y, en efecto, estoy seguro de que mi edad no podrá ayudarte. Acabo de cumplir veintitrés años. Tampoco te salvará la vida mi elocuencia, que ni siquiera sé si es mucha o poca, pues nunca he tenido que vérmelas delante de un tribunal. Sin embargo, creo que tengo algo que te servirá de gran ayuda.
    —¿Y qué es eso que tienes y que puede serme de gran ayuda? — me interesé.
    —Atrevimiento. Soy una persona atrevida y, en consecuencia, ambiciosa. Creo que tu defensa podrá catapultarme hacia mayores empresas, iniciarme en la carrera política, tal y como un día ocurrió con Cicerón y con otros oradores.
    —Así que careces de experiencia en los tribunales, no confías en tu elocuencia y a cambio me ofreces llevar mi defensa con atrevimiento, tal y como corresponde a una persona de talante ambicioso.
    —Eso es, Manio.
    —¿Disponemos de algún otro candidato dispuesto a asumir mi defensa? — pregunté.

    Claudia me indicó que no con la cabeza.

    —Creo entonces que no me queda otro remedio que ser tan atrevido como tú. Acepto tu defensa -dije.

    Marco Octavio Quartio me tendió la mano para sellar nuestro compromiso, pero se encontró con mi rechazo.

    —Llevo cuatro días sin asearme, de modo que tendrás que excusarme si no estrecho tu mano -dije.
    —Si no me atreviera a estrechar una mano sucia, ¿dónde estaría el atrevimiento del que acabo de vanagloriarme? — me respondió el joven abogado, al tiempo que mantenía el brazo extendido a la espera de que nuestras manos se entrelazaran.
    —Acepta mis disculpas -dije mientras me decidía por fin a estrechar la mano de Marco Octavio Quartio.
    —No perdamos más tiempo con formulismos. Veamos, ¿qué razón te han dado para mantenerte encerrado en este… lugar, cuando lo normal hubiera sido que te asignaran una guardia de las cohortes urbanas durante las veinticuatro horas del día para que te vigilara e impidiera que pudieras darte a la fuga antes del juicio? — me interrogó Quartio.
    —El prefecto de la policía asegura que se trata de una medida extraordinaria, ya que la víctima, mi padre, era una persona extraordinaria. En mi opinión, me han traído aquí para impedir precisamente que pueda preparar una buena defensa. Estando aquí encerrado no puedo reunir pruebas ni testimonios que puedan ayudarme -expuse.
    —Un romano libre no puede ser encerrado sin un juicio previo -señaló Quartio.
    —Eso fue lo que le dije al pretor, pero me dijo que Tiberio asegura que lo he ofendido y lastimado al matar a mi padre, delito que me ha convertido en enemigo de la comunidad, por lo que debo permanecer encerrado hasta el día de mi juicio. Está claro que Tiberio dedica su escaso talento a la creación de nuevas leyes, aunque resulten arbitrarias. Ambos tendréis que realizar el trabajo sin mi ayuda, reunir pruebas, recabar testimonios…
    —Hablando de testimonios. Tenemos un problema. Después de concederle la manumisión a Marcial, ha desaparecido de Roma sin dejar rastro -intervino Claudia.
    —Tendría mucha prisa por disfrutar su nueva vida como hombre libre. Marcial nació esclavo -razoné.
    —Me aseguró que testificaría a tu favor -añadió Claudia.
    —El problema estriba en que necesitamos a alguien cercano a ti dispuesto a hablar favorablemente de la relación que mantenías con tu padre -expuso mi abogado.
    —Recurrid a la vieja Livia -sugerí-. Es como una madre para mí. No creo que haya salido de Roma. Si no estoy equivocado tiene una hermana, una liberta que vive en un apartamento cerca de la calle de los Yugos.
    —¿Conoces el nombre de la calle?
    —Es una de las muchas calles de Roma que no tiene nombre. Recuerdo que el edificio estaba en un callejón, muy cerca de un thermopolium* que se llama El Envidioso. Preguntad a los vecinos.
    —Otra cosa. Me gustaría saber qué personas le debían dinero a tu padre. Tal vez algún moroso haya intervenido en la conjura. Creo que esa sería la mejor línea argumental. En vez de acusar directamente a Tiberio, puesto que él no pudo ser el autor material del crimen, deberíamos tratar de encontrar a alguien que haya participado en la preparación del asesinato, ya como cómplice, ya como esbirro. Probablemente Tiberio recurrió a algún enemigo de tu padre para que acabara con él. Si todo sale bien, si logramos enmarañar el caso, si conseguimos involucrar a terceras personas, el tribunal no tendrá más remedio que absolverte.

    ¡Que Júpiter te escuche! Las cuentas de mi padre las lleva un hombre llamado Augusto Firmo. Vive en la cuesta de la Victoria, a pocos pasos del palacio de Tiberio. Además de ser un excelente contable, dispone de un equipo de antiguos gladiadores que se encargan de cobrar a los morosos. Con todo, mi padre mantenía relaciones comerciales con numerosos hombres influyentes a quienes Augusto Firmo no podía amedrentar con sus matones. Habla con él.

    —¿Recuerdas si tu padre hizo efectivo el descuartizamiento de algún deudor?

    Marco Octavio Quartio se refería a una vieja norma de nuestro derecho que recogían las Doce Tablas**, según la cual los deudores podían ser descuartizados y sus miembros repartidos equitativamente entre las personas con las que tenían contraídas deudas.

    —Mi padre era un hombre que respetaba las tradiciones de nuestros antepasados, pero jamás llegó a ese extremo. No, mi padre nunca hizo descuartizar a nadie que tuviera deudas con él -expuse.
    —Tal vez alguno de los matones de Firmo se excedió con una de las personas que le debían dinero a tu padre. Tal vez…
    —Las órdenes de mi padre eran claras sobre este particular: nada de emplear la violencia. El senador confiaba más en el poder de persuasión de la palabra -interrumpí al abogado.
    —Si era así, ¿por qué recurría a un tipo como Augusto Firmo? — insistió Quartio.
    —Porque Firmo es el mejor administrador de Roma. Otra cosa es que emplee toda clase de métodos y artimañas para satisfacer el cobro de las cantidades que les adeudan a sus clientes, puesto que si estos no cobran, tampoco lo hace él. Muchos de los administrados por Firmo están a favor de que sus hombres repartan un mamporro de vez en cuando, pero puedo asegurarte que el senador Graco Manlio Escévola no se encontraba entre ellos.
    —¿Qué me dices del arma homicida?
    —Me la enseñó mi padre mientras comíamos, antes de ir al anfiteatro. Cuando la volví a ver estaba clavada en su cerviz. Se trataba de un cuchillo de plata ritual. Estaba profusamente labrado, con imágenes de Júpiter, de modo que no creo que te resulte demasiado difícil averiguar quién lo talló.
    —Si tu padre llevaba el puñal guardado en la toga, ¿cómo pudo el asesino encontrarlo y utilizarlo como arma homicida?
    —Quizá el artesano que talló el cuchillo se fue de la lengua. Tal vez mi padre le enseñó el cuchillo a alguien que esperaba una oportunidad como aquella para acabar con él y acusarme a mí. No lo sé. Desconozco la respuesta.
    —Háblame de los esclavos. ¿Había alguno que pudiera estar descontento?

    Tenemos más de diez mil esclavos, por lo que es probable que alguno esté descontento. Pero cualquiera podrá decirte que mi padre trataba a los esclavos como a sus propios hijos. En cuanto a mí, soy una persona de ideas avanzadas y creo más en la clientela* que en la esclavitud. De hecho, la primera medida que tomé antes de que me trajeran aquí fue conceder la libertad a los dos esclavos más queridos de la casa, la vieja Livia y Marcial.

    —¿A qué ideas avanzadas te refieres?
    —Creo que mientras más felicidad se le proporciona al prójimo, mayor felicidad obtiene uno mismo. Los esclavos producen mucho más si los diriges con buenas palabras que con el látigo, de ahí la prosperidad de nuestros negocios. El mejor esclavo es el que trabaja pensando que si hace su trabajo como se espera de él, algún día podrá obtener la libertad y convertirse en cliente. Estos principios me fueron inculcados por el senador, mi padre.
    —Entiendo. ¿Quieres decirme algo más que creas que debo saber?
    —Vi a un extraño hombre en el anfiteatro. Un tipo enorme, que llevaba puesta una capa con capucha y cuyo aliento olía a ajo. Se lo comenté al prefecto de la policía, pero pensó que todo era un cuento, que trataba de evadir mi responsabilidad en el crimen.
    —¿Un gladiador que había ido a presenciar el espectáculo? — reflexionó Quartio en voz alta.
    —Es posible.
    —Trataré de averiguar lo que pueda. Le dedicaré a tu caso todas las horas del día. Confía en mí -concluyó Marco Octavio Quartio.
    —¿Puedo hacerte una pregunta, Quartio?
    —Por supuesto.
    —¿Cuánto quieres cobrar por encargarte de mi defensa?
    —Ya sabes que la ley prohíbe que los abogados cobremos por ejercer la defensa. El dinero es asunto exclusivo de los acusadores, de los fiscales.
    —La ley prohíbe cobrar, pero permite las donaciones testamentarias. Muchos abogados defensores cobran a través de este sistema -le hice ver.
    —Si consigo tu absolución, me haré famoso y podré entrar en política, que es lo que de verdad me interesa. No deseo seguir vendiendo brea toda la vida, aunque sea la brea la que haya dado de comer a mi familia durante treinta años. No, Manio, no quiero una donación testamentaria. No quiero parte de la herencia de tu padre.
    —Está bien, Quartio. Solo deseaba poner a prueba tu honradez. A veces la ambición y la falta de honradez van unidas.

    Pasé el resto de la tarde tratando de encajar todas las piezas de aquel rompecabezas. No me cabía en la cabeza que mi padre hubiera sido objeto de una conjura, dado su carácter apacible y su talante abierto y comprensivo. Desde mi punto de vista, su asesinato no tenía razón de ser. Ninguna. Aunque, después de todo, tal vez el culpable de la muerte de mi padre tuviera nombre de ciudad: Roma. Cicerón ya lo había advertido, Roma creaba lujo, del que inevitablemente surgía la codicia, que a su vez engendraba violencia.

    Al día siguiente tuvieron lugar las honras fúnebres de mi padre, cuyo cuerpo fue incinerado en el foro, a pocos metros de donde yo me encontraba encerrado, con la solemnidad y la pompa que le correspondían a un hombre de su importancia. Terminada la ceremonia, Claudia vino a contarme todos los detalles. Al parecer, el ritual se había llevado a cabo en el mismo lugar que Antonio eligió para pronunciar su elogio fúnebre de Julio César, donde, tras depositar los restos mortales de mi padre sobre una camilla de marfil, se encendió una gran pira. Las llamas se alimentaron gracias a la muchedumbre, que arrojó al fuego bancos de madera, ramas y toda clase de objetos llevados como ofrendas. También hubo quien se arrancó el vestido y lo arrojó al fuego como muestra de dolor. El honor de pronunciar el discurso fúnebre había recaído sobre el senador Máximo Tranquilo Fabio, el padre de Claudia, quien, volviendo a emular a Antonio, pronunció los famosos versos de Pacuvio que dicen: «Y yo los salvé para que ellos me perdiesen», en alusión a los grandes servicios que mi padre le había prestado a Roma, y a la exigua recompensa que había obtenido a cambio: una muerte violenta. El senador Máximo Tranquilo recordó también la participación de mi padre durante los últimos días de la República, cuando le brindó su apoyo a Octavio, a la postre el vencedor de la contienda que lo enfrentó con Antonio y Cleopatra, y que tuvo como colofón el suicidio de ambos y la posterior anexión de Egipto al imperio romano. También dijo que mi padre había sido uno de los principales valedores de Octavio para que el senado le permitiera llevar el título de Augusto, con el que adornó su nombre desde entonces. En cambio, el senador Máximo Tranquilo Fabio no mencionó lo poco que tardó mi padre en aborrecer el gobierno de Octavio, que acabó por convertirse en un tirano. Tiranía que, tras hacerse un mal hereditario, estaba teniendo su continuación con Tiberio, por todo lo cual mi padre había pasado los últimos años de su vida añorando la República.

    Por último, numerosas plañideras se habían encargado de inundar el foro con sus lágrimas, al mismo tiempo que mis parientes más próximos desfilaban entre la multitud portando las máscaras y los bustos de los antepasados más insignes de nuestra familia, tal y como exigía la tradición.

    —Ahora solo me quedas tú -le dije a Claudia.
    —Lo sé. Por eso me siento en la obligación de sacarte de aquí como sea -me respondió.
    —No quiero que hagas nada que pueda ponerte en peligro. Prométemelo.
    —Para que pudiera cumplir lo que me pides, tendrías que haber huido primero. Pero preferiste quedarte en Roma para salvar tu nombre, así que no me queda más remedio que ser yo quien trate de salvarte a ti. Ya ves, nadie está a salvo en Roma, excepto los que asesinan impunemente.
    —Matar y creer que se goza de impunidad es tan solo un sueño efímero. Ningún emperador, ningún dictador, ningún tirano vive eternamente, por lo que los días de sus esbirros están contados -le hice ver.
    —Me admira que tengas tanta fe en la justicia -dijo.
    —No tengo fe en la justicia, que es algo que imparten los hombres, sino en la verdad, que es obra de los dioses y trasciende a los propios hombres.

    Me prometí a mí mismo que, después de que Claudia se marchara, desterraría el luto de mi corazón para centrarme en preparar mi defensa. Desde luego, no tomé esta medida porque deseara aferrarme a la vida, sino porque renunciar a defenderme era lo mismo que renunciar a seguir vivo, y eso era lo mismo que otorgarles el triunfo a mis enemigos, a los asesinos de mi padre. Algo a lo que no estaba dispuesto.

    Quartio tardó dos días en volver a dar señales de vida, pero cuando lo hizo venía acompañado de lo que él calificó como «jugosas novedades».

    —¿A qué novedades te refieres? — me interesé.
    —Vengo de hablar con Augusto Firmo. Parece ser que tu padre tenía una larga lista de deudores, para ser preciso, cuarenta y cuatro en total. Aunque he de reconocer que solo me preocupa uno en particular.
    —¿De quién se trata?
    —De un deudor anónimo, sin nombre, que debía a tu padre la cantidad de dos millones de sestercios.
    —¡Dos millones de sestercios! Francamente, Quartio, mi padre era una persona generosa, pero no era ningún idiota. Tiene que haber algún documento… El nombre de esa persona tiene que figurar en alguna parte.
    —Ese es precisamente el misterio. Tu padre se negó a compartir el nombre de esa persona con su administrador. Según Augusto Firmo, tu padre dio orden de librar el pago de los dos millones de sestercios en cuatro partidas de medio millón cada una. Además, fue tu propio padre quien se encargó de retirar el dinero. Al parecer, todo esto tuvo lugar entre los meses de mayo y junio.

    Hacía dos años que no había mantenido una relación estrecha con mi padre, pero aun así me extrañaba que no hubiera hecho referencia a una operación de esa envergadura en alguna de las cartas que intercambiábamos con frecuencia. Después de todo, la confianza que mi padre tenía depositada en mí había ido creciendo conforme se agrandaba la grieta del tiempo, además de la distancia física, que nos mantenía alejados. Parecía una paradoja, pero en realidad era la consecuencia lógica del proceso de madurez en que me hallaba inmerso y del que mi progenitor era plenamente consciente.

    —¿Crees que tras esa misteriosa persona se esconde el asesino de mi padre? — le pregunté a mi abogado.
    —Cualquiera estaría dispuesto a matar a cambio de no tener que pagar dos millones de sestercios -sugirió Quartio.
    —¿Crees entonces que Tiberio pudo encargar a esta persona que se ocupara de matar a mi padre a cambio de condonarle la deuda?
    —Es posible. Ambos tenían mucho que ganar. Ahora quiero que mires la lista de los deudores, por si vesalgo raro en ella. Un nombre, una cantidad… Cualquier cosa que nos sirva de ayuda.

    Obedecí.

    —Conozco a la mayoría de estos hombres, son personas honradas y no creo que ninguno sea capaz de cometer un crimen. Las cantidades que deben son pequeñas, propias de una clientela de años. No, no veo nada raro en esta lista. Habla con el senador Máximo Tranquilo Fabio, enséñale esta lista, es un hombre influyente y fue un buen amigo de mi padre. Si él comentó con alguien el nombre del misterioso deudor, esa persona es el senador Máximo Tranquilo Fabio.
    —De acuerdo.

    La visita de Quartio no hizo sino aumentar mi desconcierto. ¿Cómo era posible que mi padre se hubiera prestado a dejar semejante cantidad de dinero sin decirme nada en sus cartas? ¿Suponía eso que había dejado de confiar en mí? ¿Por qué había fraccionado el pago y por qué se había encargado él mismo de retirar el dinero? Y sobre todo, ¿quién era el misterioso personaje al que, sin duda, mi padre protegía?


    7


    El día de mi juicio Roma estaba de luto. Un mensajero había traído esa misma mañana la noticia de la muerte de Germánico*. Y tras él llegaron los rumores, las hablillas que contradecían la versión oficial, según la cual Germánico había muerto a consecuencia de una de esas enfermedades desconocidas que proliferan en las provincias insalubres del imperio. La versión que corrió por las calles y prendió en el corazón del pueblo romano fue otra muy distinta, y coincidía con el análisis hecho por mi padre el mismo día de su muerte. Tiberio había aguardado pacientemente para acabar con la vida de Germánico, su propio hijo adoptivo, y lo había hecho valiéndose de las desavenencias que existían entre este y el gobernador de la provincia de Siria, Gneo Pisón. Según se dijo, Gneo Pisón y su esposa Plancina, la mujer más ambiciosa y soberbia del imperio, habían envenenado a Germánico por orden del propio Tiberio.

    El luto general no ahuyentó al público, que acudió en masa para presenciar mi juicio a la Basílica Julia, edificio mandado construir por Julio César y terminado por su sucesor, Octavio Augusto, y que albergaba varios tribunales que podían funcionar a la vez. Esto era posible gracias a que las cinco naves del edifico estaban separadas únicamente por unas cortinas, con lo que el público podía seguir varios procesos al mismo tiempo con solo andar fino de oído.

    Dice Cicerón que todo orador tiene que ser majestuoso en el elogio, acre en la crítica, penetrante en los pensamientos y preciso en la exposición y en la argumentación. Curiosamente, Cicerón utilizó su elocuencia como acusador en contadas ocasiones, casi siempre lo hizo como abogado defensor, pues le «parecía inhumano emplear, para perder a las gentes, un arte que la naturaleza había creado para salvarlas», según sus propias palabras. Sea como fuere, a mi abogado defensor le faltaban cualidades para ser un buen orador, las mismas que le sobraban a Domicio Afer, cuyas frases eran concisas, crudas, atrevidas, violentas a veces, mezcladas con poesías que pretendían resaltar la crueldad y el patetismo de mi comportamiento. Si el primero trataba de glosar mi paso por la milicia, incluyendo mi participación en el apresamiento del rey Arquelao, el segundo aseguraba que lo único que demostraba eso era mi gran «profesionalidad» a la hora de matar, la misma de la que había hecho gala a la hora de «descabellar» al senador, mi padre.

    —¿O acaso no hay que ser muy diestro en el manejo de las armas para matar a un hombre clavándole una daga justo debajo de la primera vértebra? — preguntó a la concurrencia.

    Dicho lo cual mostró a todos los presentes los dibujos que había realizado del cadáver, entre los que destacaba uno en el que se veía la cabeza y la espalda de mi padre, con el lugar exacto por el que había penetrado la daga. Para el fiscal Afer, nadie salvo yo conocía la existencia del arma homicida, por lo que de ser otro el asesino, ¿cómo sabía que mi padre guardaba la daga bajo su toga? He de reconocer que también a mí me intrigaba esta cuestión, pero como no estaba dispuesto a dejarme tragar por las fauces del fiscal, propuse a mi abogado que leyera la lista de personas que conocían que mi padre era dueño de la daga y que incluían al comerciante que se la había vendido, al tallador de la empuñadura, puesto que se trataba de una obra de encargo, y a Marcial, el esclavo, que había presenciado nuestra conversación durante el almuerzo, además de algún que otro amigo al que mi padre pudo enseñar la daga con el propósito de mostrarle su belleza y de camino hablarle de mi regreso y de su intención de sacrificar una res en mi honor. Rebatido, pues, este punto, Afer centró sus ataques en la fortuna de mi padre, de la que tanto el tribunal como el público querían conocer todos los detalles. Enumeró las propiedades de mi progenitor, de la primera a la última, la mansión del Esquilino, vecina de la de otro millonario legendario, Mecenas, las villas de Cumas y de Pompeya, las fincas de Campania, la colección de esculturas -la más grande y completa del imperio, según Afer-, la no menos nutrida colección de esclavos, que superaban los diez millares, por no hablar del negocio de la sal, origen de la fortuna familiar, que «tan sabiamente acaparaba».

    —Les recuerdo a todos los presentes que el divino Octavio Augusto, padre de nuestro emperador Tiberio, estableció que para que un ciudadano pudiera entrar en la orden senatorial, la más exclusiva de las órdenes de nuestra sociedad, tenía que poseer un millón de sestercios. Pues bien, según mis estimaciones, calculo que la fortuna del senador Graco Manlio superaba los trescientos millones de sestercios, una cantidad tan astronómica que cubriría de por vida las necesidades de un hijo avaricioso -añadió señalándome de nuevo.

    Y para acabar de resaltar el supuesto efecto que el dinero tenía sobre mí, recitó de memoria unas palabras del filósofo Platón que dicen: «El oro y la virtud son como dos pesos puestos en los platillos de una balanza: uno no puede subir sin que el otro baje», y desveló que, a pesar de mi condición de soldado, disponía de un servicio de correo particular que se encargaba de llevar y traer la correspondencia entre mi padre y yo, y hasta con la joven Claudia Fabia. Un lujo que era representativo de mi estilo de vida. Algo con lo que ni siquiera contaban algunos generales.

    —«Un as* tenéis, un as valéis; haber considerable, hombre considerado», dice otra frase. Lo cierto es que tanto los filósofos, los gramáticos como los poetas escriben cosas para todos los gustos. Siempre ha habido frases contrarias a la acumulación de riquezas, y frases que ensalzan a quienes son capaces de amasar una gran fortuna. Platón dice una cosa y Petronio la contraria. ¿Por qué entonces va a tener más razón Platón que Petronio? — rebatió Marco Octavio Quartio el argumento de Afer.

    Y tras pasear delante del tribunal con el dedo índice de la mano derecha en alto, añadió:

    —Has hecho mención de las cinco villas que poseía el padre de mi defendido. ¿Acaso son demasiadas para un hombre de la posición del senador Graco Manlio Escévola? Si no me falla la memoria, el insigne Cicerón, orador que desplegó su arte en este mismo tribunal, poseía villas en Arpino, Túsculos, Ancio, Astura, Formis, Cumas, Puzuoli y Pompeya. Ocho en total. ¿Acaso tenéis algo que reprocharle a vuestro maestro Cicerón?
    —¡Vaya, sabéis hablar más de diez segundos seguidos! — exclamó Afer jocosamente, lo que provocó la risa entre los asistentes al juicio.
    —Tú, en cambio, eres capaz de hablar durante horas sin decir una sola verdad. Hablas de la riqueza del senador, pero no te he oído mencionar ninguna de las aportaciones que la familia de mi defendido ha hecho a la comunidad. Por ejemplo, las obras de reconstrucción del anfiteatro de Pompeya o la construcción del acueducto de Cumas, que fue financiado íntegramente por el senador Graco Manlio Escévola -reaccionó rápidamente mi abogado.
    —Es obligación de todo hombre rico contribuir a mejorar la vida de los más desfavorecidos, aunque solo sea por una cuestión de orgullo. Pero aquí no hemos venido a hablar de las obras pías del senador Graco Manlio Escévola, sino de su asesinato.
    —Cuando lo que está en juego es la vida y la reputación de un hombre, hay que hablar de todo. Y hablando de todo un poco, tú eres rico y, sin embargo, jamás has soltado un sestercio para financiar unos juegos o arreglar una calzada. ¿Cómo, pues, te atreves a envenenar a este tribunal haciéndole creer que el móvil del asesinato del senador Graco Manlio Escévola es la avaricia de su hijo? ¿Acaso no esperas cobrar un cuarto de la fortuna del senador si consigues la condena de mi defendido? Si como afirmas la fortuna del senador asciende a trescientos millones de sestercios, a ti te corresponderían setenta y cinco millones. Francamente, yo al único avaro que veo en esta sala es a ti, Domicio Afer -intervino de nuevo mi abogado.

    Por primera vez, parte del público se puso de nuestro lado, lo que provocó la ira del acusador.

    —¡Maldito Marco Octavio Quartio! ¡Mis honorarios están dentro de la más absoluta legalidad, por lo que no permito que entren a formar parte de este juicio! ¡Modera tus palabras o me encargaré personalmente de que pierdas la lengua para siempre!
    —¿Me estás amenazando?
    —Te estoy advirtiendo. Yo no soy un ladrón ni un asesino, actúo por el bien del pueblo romano y de nuestras instituciones, así que procura no meter tus narices en mi vida privada. ¡Yo estoy aquí en representación del Estado!

    Visto el desconcierto de Domicio Afer, cuya elocuencia se había diluido al mismo tiempo que su humor se arruinaba, le indiqué a mi abogado que era el momento de leer en alto alguna de las cartas que había cruzado con mi padre durante mi estancia en Siria y que demostraban lo buena que era la relación entre ambos.

    «SalutenS, padre: Pese a que me siento orgulloso de poder servir a Roma junto a Germánico, echo de menos tanto tu sabiduría como tu presencia. No hay padre en todo el imperio mejor que tú. La distancia y la guerra que se extiende por todas partes me lo han hecho comprender. ¡Eran tantos los cuidados y atenciones que me dispensabas cuando vivía junto a ti en Roma! ¡Eran tantos tus desvelos! A veces pienso en mí madre, a la que no conocí, y siempre llego a la conclusión de que se sentiría enormemente satisfecha de tu labor como madre y padre al mismo tiempo, tarea que pocos hombres son capaces de cumplir con éxito…» -leyó Marco Octavio Quartio. Y tras tomarse unos segundos de respiro, continúo la lectura, aunque esta vez se trataba de una de las cartas que mi padre me había dirigido a Capadocia:
    Saluten, hijo:
    Nunca un padre estuvo tan contento y orgulloso de su descendencia como lo estoy yo de ti. Y no solo yo, también lo están tus antepasados. Ruego a Júpiter y a la diosa Fortuna para que te traigan pronto a casa, lo que significará además el triunfo de Roma sobre los partos. Las noticias que me llegan sobre tu comportamiento en el campo de batalla no podrían ser mejores, e incluso me he enterado de que Germánico te tiene gran aprecio y que desea que seas tú, y no otro, el soldado que levante el triunfo cuando caiga definitivamente el rey Arquelao. Si es así, espero que tengas que buscar un gran tronco para que de él puedas colgar las armas de los enemigos de Roma. Te felicito, hijo, como te felicitarían nuestros antepasados, de los que has heredado el sentido de la lealtad y el valor. Recuerda siempre que la energía de un hombre no solo reside en el cuerpo, sino también en el espíritu y que, como señala Salustio, es más natural buscar la gloria con los recursos del carácter que con los de las fuerzas corporales. No hagas de tu cuerpo la tumba de tu alma. Cultiva la justicia y obra con piedad, pues no hay más bella ocupación que la salvación de la patria. El soldado que esto aprende tiene media batalla ganada y asegura además la virtud de su comportamiento. Y no hay nada, hijo, más eterno que la virtud. No hay nada que enriquezca tanto a un hombre y que lo lleve más lejos que la virtud.


    La lectura resultó tan emotiva que la sala se llenó de murmullos, lo que no pasó desapercibido para Domicio Afer.

    —¿Acaso queréis hacernos llorar? Eres un buen recitador, Marco Octavio Quartio, pero eso solo demuestra que tu educación está a la altura de la nobleza de tu familia. En cuanto a ti, Manio Manlio Escévola, las palabras de tu padre ponen de manifiesto lo mucho que el desierto africano y la guerra en la remota Asia te han hecho cambiar, hasta el punto de convertir a un joven atento y respetuoso en un sanguinario carnicero al que únicamente le importa obtener un buen botín. La historia de Roma está repleta de casos como el tuyo. Jóvenes con poco carácter a los que la sangre vertida en los campos de batalla transformó en despiadados asesinos. Es este tal vez el mayor peligro al que se enfrenta nuestro ejército. Un joven de trece, catorce, quince o incluso dieciséis años rara vez tiene la fortaleza de carácter necesaria para superar con éxito el tránsito de la niñez a la edad adulta, máxime cuando este cambio tiene lugar en tierra extraña y rodeado de sangre y muerte. Yo soy galo y he de contaros que algunos de los soldados que empleó Julio César para conquistar mi país tenían tan solo trece años. Eran, pues, niños -argumentó el fiscal.
    —Lo que no habla muy bien de los galos -intervino mi abogado.

    El público rió este comentario.

    En cuanto a la supuesta ventaja que suponía para mí contar con un sistema de correo propio, me fue fácil hacerle ver al tribunal que, al ser mi padre un destacado miembro del senado, la fluidez de nuestra correspondencia beneficiaba también a esta institución y, por ende, a todo el imperio, pues en no pocas ocasiones mi correo privado era más rápido y diligente que el del propio César.

    —Yo no tengo la culpa de que mi correo viaje a la misma velocidad que el del César y, sin embargo, llegue antes a Roma. Fue mi correo, por ejemplo, quien trajo la noticia del apresamiento del rey Arquelao por parte de Germánico. ¡Y bien que lo agradeció nuestro emperador Tiberio! — dije.
    —Al igual que su padre, Manio Manlio siempre ha puesto todos sus medios a disposición del Estado. Si los correos estatales no cumplen convenientemente su misión, no le echemos la culpa a mi defendido. ¿Acaso la noticia de la muerte de Germánico no ha llegado con retraso? Es más, primero se dijo que había muerto, luego se desmintió, asegurando que se trataba de un rumor, y por último, cuando nos encontrábamos celebrando la buena nueva, llegó la confirmación definitiva de su muerte. El fiscal, en cambio, pretende hacernos creer que la ineficacia del correo imperial se sustenta en la eficacia del correo de mi defendido, como si esta fuera un delito tan grave como el que nos ha reunido en torno a este tribunal -se explayó Quartio aprovechando mis palabras.

    Pronunciar el nombre de Germánico provocó un gran revuelo entre los curiosos que se agolpaban en las inmediaciones del foro, quienes acabaron recordando su ignominiosa muerte y pidiendo justicia al tribunal.

    —Ruego al tribunal que prohíba al acusado mencionar el nombre del difunto Germánico, pues resulta del todo obsceno que trate de unir su nombre al del héroe al que todos admiramos -bramó Afer adornándose con numerosos aspavientos.

    Estas palabras del acusador fueron seguidas de un estruendo de aplausos, lo que me hizo comprender algo sobre lo que me habían advertido: que Afer contaba con su propio cuerpo de «aplaudidores», medio centenar de desheredados de la fortuna que vivíangracias a lo que cobraban por aplaudir las intervenciones de su jefe en los tribunales de justicia. Con estos aplausos, Afer quería ganarse al resto de la concurrencia e influir de camino sobre los miembros del tribunal.

    —Puedes solicitar al tribunal que prohíba mencionar el nombre de Germánico a mi defendido, pero en cambio no puedes evitar que lo pronuncie yo. ¡Germánico era íntimo amigo de Manio Manlio Escévola, tal y como lo demuestra el hecho de que le regalara este brazalete! — intervino Quartio.

    Luego, levantando mi brazo derecho para que toda la sala pudiera ver el brazalete que me había regalado Germánico, exclamó con teatralidad:

    —¡Germánico, el dios de nuestro ejército, el héroe de Germania y de Asia, confiaba en mi defendido!

    La sala se llenó de ruidos, aplausos de una parte y pataleos de la otra, que ponían de manifiesto lo reñido que estaba resultando el proceso.

    —¡Palabras, palabras y más palabras! ¡Todo el mundo puede tener un brazalete! ¡Mi mujer tiene decenas de brazaletes! ¿Pero acaso se los ha regalado Germánico? No, se los ha regalado este humilde servidor. ¿Acaso el acusado tiene un recibo, una carta u otra clase de documento que demuestre lo que afirma el abogado de la defensa? Si es así, que aporte la prueba. En caso contrario, ruego al tribunal que imponga su autoridad y nos permita continuar la vista.

    Obviamente, el tribunal impuso su autoridad, tal y como reclamaba Afer.

    Por último, les llegó el turno a los testigos, los mismos que me habían ayudado a trasladar el cuerpo de mi padre hasta la litera donde aguardaban nuestros esclavos. Los seis desfilaron delante del tribunal y de los letrados para que la sala diera el visto bueno.

    —Afer, creo que se te ha olvidado convocar a un séptimo testigo. Un hombre alto y grande que vestía una capa de lana con capucha -intervino mi abogado.
    —Estimado Quartio, no quiero desmerecer tu trabajo como abogado defensor, pero tu treta es tan antigua como lo son las Leyes de las Doce Tablas.

    Y dirigiéndose primero al tribunal y luego al público, añadió:

    —Con esta artimaña, el abogado defensor quiere hacernos creer que entre los testigos se encontraba el verdadero asesino, un misterioso hombre que vestía una capa y llevaba la cabeza cubierta con una capucha.
    —¿Cómo conoces ese detalle? En ningún momento he dicho que el hombre de la capa llevara la cabeza cubierta -acertó a reconocer Quartio visiblemente confundido, diría que casi admirado por la anticipación de Afer.

    Lo cierto era que mi abogado no había tenido en cuenta que yo había sido interrogado en mi casa por Afer, antes incluso de que el proceso se abriera. Claro que tal vez la culpa era mía por no habérselo contado.

    —No lo has dicho, pero lo ibas a decir. He litigado contra cientos de abogados como tú, y todos utilizáis los mismos argumentos, idénticas artimañas. Asesinos misteriosos y anónimos que, tras cometer el crimen, desaparecen para siempre. ¿Acaso no quieres hacernos ver que el misterioso personaje al que acabas de aludir era el verdadero asesino del senador y que su vestimenta indicaba que estaba de paso en Roma, por lo que no cabría descartar que se tratara de un sicario contratado en alguna provincia o incluso en el extranjero? — replicó Afer.

    La sala en pleno rió el comentario de Afer, pues estaba claro que no se había equivocado un ápice.

    —Así es. Y el hecho de que tú, en calidad de fiscal, te hayas adelantado a mis planteamientos, no impide que lo que acabas de decir sea tenido en cuenta por los miembros de este tribunal.
    —Ya lo has dicho, Quartio. Siento decepcionarte, pero tu argumento va en contra de los principios de nuestras leyes. ¿Acaso no conoces el adagio que dice: «Testis unus, testis nullus»*? Es decir, el testimonio de una persona sola no basta para establecer en justicia la verdad de un hecho. Ahora, si no te importa, interroguemos a los seis testigos que presenciaron el crimen del senador Graco Manlio Escévola.
    —¡Nadie presenció el crimen del senador Graco Manlio Escévola! — protestó mi abogado.
    —¿Ni siquiera los guardaespaldas del senador? — formuló Afer la pregunta con inusitada violencia.

    Estaba clara la estrategia de Afer. Su técnica consistía en asfixiar al adversario poco a poco, tal y como haría una serpiente de gran tamaño, sin tener que gastar una sola gota de veneno.

    —El senador no llevaba escolta ese día. Iba acompañado de su hijo, y eso tenía que bastar -respondió mi abogado.

    La sala volvió a revolverse a la espera de que Afer contraatacara de nuevo tras aquella declaración.

    —Y le bastó, ya lo creo, para morir a manos de su propio hijo -dijo el acusador.

    En cuanto a los seis testigos, Afer logró convertir sus testimonios en algo rutinario e inequívoco. Todos testificaron lo mismo: todos me habían visto con la daga en la mano, tras haberla retirado de la espalda de mi padre; todos pensaron que era yo quien había clavado la daga en su espalda; todos se sintieron en algún momento amenazados por mi actitud; todos, en suma, reconocieron en mí al asesino.

    Terminado el escueto y monótono interrogatorio del fiscal -cuya finalidad era precisamente dotar de naturalidad a las declaraciones de los testigos, cuando todos sabemos que lo natural es lo más parecido a la verdad-, le llegó el turno a Quartio.

    —¿Alguno de vosotros vio a mi defendido clavar la daga en la espalda del senador? — lanzó la primera pregunta a los cuatro vientos.

    Todos dijeron que no con la cabeza.

    —En cambio, del primero al último aseguráis que mi defendido os pidió ayuda amenazadoramente con el arma homicida en la mano derecha.

    Esta vez todos asintieron afirmativamente.

    —Bien, siendo así, me pregunto por qué razón mi defendido, suponiendo que fuera el asesino, pidió ayuda para trasladar a su víctima después de haberle dado muerte. ¿Alguno de los testigos puede dar una explicación a este hecho?

    Los testigos volvieron a mover la cabeza negativamente.

    —Los testigos no tienen que explicar nada más que lo que vieron -bramó Afer-. En cambio, yo sí que puedo explicar lo que hay detrás del extraño comportamiento de tu defendido. Manio Manlio fingió cuando solicitó ayuda a estos ciudadanos -el dedo índice de la mano derecha del fiscal señaló a los testigos- y también lo hizo al trasladar urgentemente a su padre hasta su villa para procurarle supuestamente auxilio médico, puesto que, como él mismo confesó, el senador estaba ya muerto antes de ser trasladado hasta la litera. Lo que el joven Manio Manlio deseaba era precisamente que este tribunal no encontrara una explicación coherente a su comportamiento posterior al crimen, haciendo todo lo posible por salvar la vida del senador, o más exactamente, fingiéndolo, y así librarse del castigo que todo parricida merece.

    Acabados los testimonios de los testigos de la acusación, llegó el momento de oír a los testigos de la defensa, que se reducían a dos: Augusto Firmo, el contable de mi padre, y la vieja Livia.

    Firmo era un tipo alto y enjuto, de pocas palabras, que buscaba en todo momento la exactitud. Recordé que mi padre, siempre que hablaba sobre Augusto Firmo, decía de él en broma que era como una cuenta tanto por dentro como por fuera. Pero a mí, más que una cuenta, me pareció que era un hombre apagado tanto en sus expresiones como en su modo de andar, de desenvolverse. Incluso su voz estaba apagada.

    —Augusto Firmo, ¿ha sido usted el contable y administrador de los bienes del senador Graco Manlio Escévola durante los últimos doce años? — preguntó Quartio casi de manera protocolaria, con el propósito de que la sala al completo entendiera el sentido de su pregunta.
    —Así es -respondió Augusto Firmo.
    —¿Eran muchas las personas que le adeudaban dinero al senador?
    —En efecto, eran muchas.
    —¿Cuántas?
    —Cuarenta y tres deudores reconocidos, y uno cuya identidad el senador nunca quiso desvelar.

    Firmo se tenía la lección bien aprendida y no se desviaba ni un ápice del guión que previamente había pactado con Quartio.

    —¿Por alguna razón especial?
    —Porque se trataba de una persona influyente que, al parecer, estaba pasando una mala racha desde el punto de vista económico, y el senador no quería que el nombre trascendiera a la opinión pública. Según tengo entendido, el anonimato formaba parte del acuerdo.
    —¿Qué cantidad de dinero le debía esta persona al senador? — preguntó mi abogado.
    —Dos millones de sestercios -respondió el contable.

    Un murmullo se extendió por toda la sala, ya que la cantidad era elevadísima.

    —¿Todos los deudores del senador le debían tanto dinero? — prosiguió el abogado el interrogatorio.
    —No. De hecho, los dos millones de sestercios que esta persona le debía al senador eran por un préstamo. Las deudas de la clientela habitual solían ser cantidades más modestas.
    —Que tus matones recuperarían con rapidez, ¿no estoy en lo cierto Augusto Firmo? — interrumpió Afer rompiendo la paz del interrogatorio.

    El público le dedicó un sonoro abucheo a Augusto Firmo, de cuyos esbirros posiblemente más de uno había sido víctima.

    Con todo, Firmo no se dejó amedrentar por el fiscal, acostumbrado como estaba a tratar con individuos de la ralea de Afer. Tampoco este se ensañó particularmente con él, ora porque el administrador conociera alguna deuda antigua del fiscal, ora porque Afer pensara recurrir a él en el futuro. También cabía pensar que aquella repentina contención dialéctica del fiscal formara parte de su estrategia antes del asalto final.

    —Supongo que el hecho de que el senador estuviera dispuesto a prestar una cantidad tan elevada de dinero se debía a que el prestatario era un amigo suyo o incluso una persona de confianza -prosiguió mi abogado, pasando por alto el comentario del fiscal.
    —Eso ya lo has dicho hace un minuto, Quartio. Ahórrate repetir tus argumentos o tus deducciones, o como quiera que se llame eso que haces cada vez que quieres llevarnos al huerto, a tu huerto. ¡Ah, Quartio, llevo un rato visitando tu huerto! ¿Y sabes qué veo? ¡Pues que se trata de un terreno baldío, sin árboles, sin frutos, sin nada en suma que pueda recrear la vista, la elocuencia o, simplemente, el apetito! Hablando de apetito, ¿no es ya la hora de comer? — se inmiscuyó Afer, obviando que el turno de preguntas le correspondía a Quartio.

    El público volvió a jalear la intervención del acusador.

    —El senador jamás mencionó el nombre de esta persona, por lo que desconozco qué tipo de relación mantenía con ella -respondió Firmo concisamente, sin tener en cuenta la digresión del fiscal.
    —Todo un cuento de misterio. Supongo que ahora nuestro querido abogado defensor querrá hacernos creer que el asesino no es su defendido, sino esa persona misteriosa que con la muerte del senador se ha ahorrado tener que devolver dos millones de sestercios. Y como supongo que el deudor de tan astronómica suma de dinero no era ese individuo alto y embozado con una capucha que merodeaba por el anfiteatro, Quartio defenderá que este individuo era solo un esbirro, la mano ejecutora. Jamás he oído un argumento tan… pueril. Sí, tan pueril -se volvió a apropiar Afer de la palabra.

    Luego le llegó el turno a la vieja Livia. En cuanto la vi comprendí que no había sido buena idea convocarla como testigo de la defensa. Tenía el sufrimiento pintado en el rostro o, mejor dicho, pegado a sus facciones como una máscara grotesca. La mirada perdida en el pozo de los recuerdos, unos recuerdos que los últimos acontecimientos habían enturbiado. Estaba claro que le costaba entender lo que había pasado y, lo que era aún peor, también lo que estaba pasando, lo que estaba por venir.

    Tras ser leído su nombre en público y una vez cumplimentados los trámites burocráticos para que un testigo pudiera dar su testimonio delante de un tribunal romano, Afer reaccionó como el lobo que de pronto se encuentra en el campo frente a una oveja perdida.

    —¿Le debía usted al senador dos millones de sestercios? — le preguntó acentuando su lado más histriónico y cínico.
    —Claro que no -respondió la vieja Livia. El público asistente rompió a reír.

    A continuación, Afer se hizo servir un vaso de agua, bebió un sorbo y hasta tuvo tiempo para quejarse del mal sabor del agua de Roma.

    —Díganos, ¿qué relación tenía usted con el acusado? — prosiguió el interrogatorio.
    —Era esclava de su padre.
    —Esa es la relación que mantenía con su padre. Le pregunto por la relación que mantenía con Manio Manlio Escévola, el acusado.
    —Era su aya, su nodriza.
    —¿Ayudando a la madre del acusado?
    —La madre de Manio murió al nacer él -explicó la vieja Livia.
    —Entiendo. Es decir, al afirmar que era la nodriza del acusado y al no tener éste madre, podríamos pensar que era usted quien cumplía ese papel.
    —Él era un hijo para mí -reconoció la vieja Livia.
    —Él era un hijo para usted, o usted era una madre para él, ¿no es lo mismo? Por último, es usted una liberta, ¿estoy en lo cierto?
    —Sí, soy una liberta.
    —¿Quién le concedió la libertad, buena señora?
    —El joven Manio. Fue lo primero que hizo tras la muerte del senador, su padre.
    —De lo cual se desprende que si le pregunto por la relación que el acusado mantenía con su padre, usted me responderá que era excelente. Por tal motivo, no se lo preguntaré. Puede retirarse.

    El interrogatorio de Afer fue tan envolvente que hasta el público tardó unos segundos en entender lo que había pasado y romper a aplaudir. En lo que a mí concierne, estuve a punto de saltar sobre el fiscal y estrangularlo allí mismo.

    Por último, llegó la hora de las conclusiones.

    Marco Octavio Quartio pidió mi absolución, argumentando que, después de oír a los testigos de una y otra parte y de tener que luchar contra las zancadillas y argucias del fiscal, la única prueba real que había sido mostrada en aquella sala era precisamente el brazalete que Germánico me había regalado. Lo demás eran conjeturas, apoyadas en testimonios ambiguos.

    Afer se dio un paseo por la sala con los brazos extendidos y las manos abiertas, antes de arrancarse con su alegato final.

    —¿Es el brazalete del acusado lo único verdadero en este juicio? — preguntó en voz alta-. En lo que a mí respecta, soy capaz de ver otro aspecto real de este juicio que mi colega ha pasado por alto en todo momento: la víctima. ¡Estamos aquí porque hay una víctima mortal! ¡Un senador de Roma ha sido asesinado! ¿Acaso no es este hecho lo suficientemente real? Tal vez no lo sea ni para el acusado ni para su abogado. Tal vez el acusado logre esconder su mala conciencia negando la realidad, la muerte de su padre. Pero yo no estoy aquí para negar las evidencias; todo lo contrario, el Estado me exige que defienda a la víctima, que la proteja. Desgraciadamente, el caso que hoy nos ha traído hasta este tribunal se repite últimamente con demasiada frecuencia. Cuatro senadores han sido asesinados brutalmente por sus hijos en el transcurso de los tres últimos meses. ¿Por qué entonces tendríamos que pensar que este quinto asesinato es diferente, máxime cuando todas las pruebas incriminatorias señalan al acusado? No, el caso de Manio Manlio Escévola no difiere de los otros ni en la forma ni en el fondo. Es el caso de un hijo que ha asesinado a su padre a sangre fría a cambio de calmar su sed de avaricia. Ya son cinco los senadores asesinados. ¿Cuándo y cómo seremos capaces de ponerle freno a esta masacre? Como primera medida, propongo que hagamos que nuestras leyes se cumplan sin que nos tiemble el pulso, de la misma manera que los asesinos mantienen firme el suyo a la hora de matar a sus víctimas. Por todo lo expuesto, y siguiendo la letra y el espíritu de la Lex pompeia de parricidiis, solicito que el acusado sea condenado a muerte, siendo azotado en público antes de ser metido en un saco de cuero en compañía de un perro, un gallo, una víbora y un mono, también vivos, y arrojado al mar, al río Tíber o a un abismo. Dado que la víctima era uno de los hombres más destacados de Roma, solicito que el reo sea arrojado al Tíber, de manera que su cuerpo no pueda ser recuperado para ser incinerado y sus cenizas enterradas, tal y como prescriben nuestras leyes para casos como el que nos ocupa -concluyó el fiscal.

    La petición de pena de muerte fue solicitada de manera tan ruidosa y vehemente, que hasta el público que había asistido a otro juicio en una sala contigua se unió a los aplausos y vítores que siguieron al discurso de Afer. En realidad, tuve la impresión deque Roma entera aplaudía y se regocijaba con mi posible condena a muerte. Me bastó una mirada a los miembros que componían el tribunal para comprender que Afer había ganado de nuevo. Solo media docena de personas se mantenían serias en la sala. Una de ellas era la vieja Livia. La otra, Claudia. Ambas lloraban desconsoladamente.


    8


    ATiberio no le tembló el pulso a la hora de firmar mi sentencia de muerte. Sin embargo, gracias a la intervención del senador Máximo Tranquilo Fabio, así como a los méritos que yo había contraído en el campo de batalla junto a Germánico, se me concedió la posibilidad de permanecer en mi casa hasta el día de mi ejecución sin ninguna vigilancia aparente.

    —¿Qué diablos significa eso? — le pregunté al senador cuando vino a comentarme la noticia.

    Curiosamente, tenía el rostro demudado, pálido, él que solía estar siempre bronceado gracias a que pasaba gran parte de su tiempo navegando en uno de sus barcos. Y estaba visiblemente contrariado. Claro que la muerte de mi padre y la proximidad de mi condena tenían que haber afectado su ánimo.

    —Es muy sencillo, Manio. Significa que si lo deseas puedes huir -respondió a mi pregunta.
    —¿Primero me condenan a muerte y después me permiten huir? No entiendo una palabra -reflexioné.
    —Verás, Manio, nuestro derecho considera que por encima de la propia vida está la libertad individual, siempre y cuando seas un hombre libre, un ciudadano romano, claro está. De modo que, con el paso de los años y la consolidación de los derechos individuales de los ciudadanos libres, nuestras leyes fueron aceptando que incluso un condenado a muerte no perdiera la libertad hasta el momento justo de su ejecución. Se trata de una prerrogativa que tienen todos los ciudadanos libres. En tiempos del dictador Sila fueron numerosos los condenados a muerte que lograron huir gracias a esta peculiaridad de nuestro sistema legal. Me he agarrado a este hecho para que Tiberio te permita permanecer en tu casa hasta que el verdugo tenga fecha para cumplir tu sentencia. Hasta ese día puedes hacer lo que desees, libremente. Es decir, puedes huir sin que nadie pueda impedirlo.
    —¿Huir adónde?
    —Fuera del imperio. A cualquier lugar donde las leyes romanas no tengan valor; de lo contrario, la condena se haría efectiva allí donde te hallaras. La gracia de toda esta argucia legal se basa en que quien ideó esta norma, lo hizo convencido de que vivir fuera de las fronteras del imperio romano era peor que morir. Es decir, Roma no va a perdonarte, simplemente te permite que cambies la forma de morir: o como un parricida destrozado por las alimañas y ahogado en el río Tíber; o en el exilio, lejos de las fronteras del imperio.
    —Ya le dije a Claudia que no pensaba marcharme a ninguna parte -me reafirmé.
    —Manio, mi hija te ama y yo te tengo un gran aprecio. Si no huyes, le romperás el corazón -trató de convencerme el senador.
    —También se lo romperé si desaparezco para siempre. Incluso sería peor, puesto que ambos sufriríamos pensando constantemente el uno en el otro, pensando en si el otro habría rehecho su vida, se habría casado y con quién… Mira el caso de Ovidio. Fue condenado al exilio y ni siquiera se le dejó regresar a Roma para morir. Además, ¿quién puede garantizarme que Tiberio no comience una cacería en cuanto deje atrás Roma?

    ¿Acaso pensar en la clase de vida que me esperaba, la vida de un prófugo, no era peor que la propia muerte? ¿Qué sentido tenía vivir sufriendo, lejos de mis seres amados, sabiendo que la separación era definitiva?

    —Tiberio ha obtenido de ti todo lo que le interesaba. Que vivas o mueras es algo que le trae sin cuidado -añadió el senador.
    —Te agradezco todo lo que has hecho por mí, Máximo Tranquilo, pero no voy a huir como un cobarde. Prefiero que los ciudadanos de Roma piensen que se ha cometido conmigo una injusticia antes que huir de noche como un verdadero delincuente. Claudia entenderá mi postura.
    —¿Estás seguro?
    —Completamente.

    Cuando lo que está en juego es la propia vida, nadie puede estar seguro de nada. Desde luego, no tenía ganas de morir, pero aceptar huir sin más suponía también admitir mi culpabilidad, y esa carga era demasiado pesada para llevarla durante el resto de mis días. No, no estaba dispuesto a huir de Roma, porque nadie puede huir de sí mismo, de sus circunstancias.

    Pensar en lo que habría después de la muerte me hizo olvidar cómo había de llegarme esta. Hasta que recordé que la muerte que se le brinda al parricida es la más atroz de todas. Se introduce al reo en un saco de cuero con las manos y los pies atados, en compañía de una víbora, un perro, un gallo y un mono, se cose y se arroja el paquete sellado a las aguas del río Tíber. Quienes han presenciado esta clase de ejecución aseguran que la lucha que se desata en el interior del saco es tan terrible que a veces, cuando se recupera el saco y se abre, no se sabe quién es el hombre, el mono, la víbora, el perro o el gallo, tal es el amasijo de carne.

    El verdugo fijó mi ejecución para los idus de octubre, lo que me concedía tiempo para despedirme de mis seres queridos. En un primer momento, Claudia se opuso a verme después de que yo me negara a huir. Al cabo, conforme la fecha de mi ejecución se iba acercando, cambió de parecer. Quería pasar junto a mí los últimos momentos de mi vida. Quería que perdonara su empecinamiento, de la misma manera que ella había perdonado el mío. Aclaradas las cosas, pues, decidimos recuperar los días perdidos, fingiendo que teníamos todo el tiempo del mundo por delante. No hablábamos del pasado ni del futuro, como si nuestra vida se limitara al presente. Nos levantábamos temprano, desayunábamos un vaso de agua y nos dirigíamos al foro o a cualquier otro lugar bullicioso de la ciudad. Tomábamos parte en las discusiones de los transeúntes, nos adentrábamos por callejones infectos atraídos por las notas de una flauta o la fragancia de una especia desconocida para nosotros. Comprábamos cualquier cosa con cualquier pretexto. Visitábamos los templos. Acudíamos a las tabernas. Asistíamos al Circo Máximo. Presenciando las carreras de carros lográbamos evadirnos de la realidad. En definitiva, tratamos de impregnarnos de todo lo que la ciudad nos ofrecía, convirtiendo cada instante en único. Cuando llegó el momento de la despedida, prometimos convertir el «adiós» en un «hasta siempre». A pesar de todo, al unir mis labios a los de Claudia tuve la impresión de estar besando a un cadáver. ¿O eran mis labios los que estaban fríos?

    Gracias al efecto sedante de los latigazos -nada relaja tanto como el dolor extremo cuando ha pasado-, fui introducido dentro del saco en un estado de semiinconsciencia. Lo único que recuerdo con claridad es que olía a sangre y que tal vez ese mismo olor, o el hecho de verse de pronto encerrados dentro de un saco en compañía de un hombre malherido, soliviantó a mis compañeros de suplicio, que comenzaron a atacarse los unos a los otros.

    La primera imagen que me vino al entrar en contacto con el agua, fue la mía sumergiéndome en las aguas del río Nilo junto a un nubio que tenía fama de hombre pez. Germánico, a quien yo acompañaba en su periplo por las principales provincias del imperio, había tenido conocimiento de la existencia de este portentoso individuo -un tipo negro como el basalto, cuya fama se había extendido por toda la cuenca del río, desde Nubia hasta Alejandría-, así que dispuso que compitiera con el nubio el miembro de su expedición que fuera capaz de aguantar más tiempo debajo del agua. El propósito era dejar claro que la dominación de Roma afectaba a todos los órdenes de la vida, incluso a los que aparentemente tenían menos importancia. Yo había pasado parte de la infancia en la casa familiar de Cumas, a orillas del mar Tirreno, y buceaba con soltura, por lo que fui el elegido para representar a Roma. El nubio estaba mucho más dotado que yo -medía casi dos metros de altura por uno de ancho-, pero como en esta ocasión estaba representando a su pueblo, aguantó más de lo que solía, aguantó tanto que cuando su cuerpo regresó a la superficie estaba muerto. Él había aguantado más tiempo, pero yo seguía vivo, por lo que tanto unos como otros aceptamos el resultado. Roma resultó vencedora, que era lo que buscaba Germánico, en tanto que los nativos mantuvieron el orgullo intacto. Y en esos recuerdos andaba enredado cuando el perro mordió a la víbora, esta hizo lo propio con el mono, que se ensañó a su vez con el gallo. Entonces este comenzó a aletear con tanta fuerza que acabó rajando el cuero con uno de sus espolones, abriendo un hueco por donde pude introducir primero la cabeza y posteriormente el cuerpo. Si recibí alguna picadura, mordedura o arañazo, ni siquiera lo noté. Solo pensaba en que la diosa Fortuna se había encargado de hacer justicia salvándome la vida, brindándome otra oportunidad. No obstante, me costó un gran esfuerzo alcanzar la superficie, ya que seguía atado de pies y manos. Cuando quise darme cuenta, era arrastrado por la corriente Tíber abajo. No sé cuánto tiempo transcurrió ni qué fue lo que ocurrió, pues los acontecimientos se sucedían a la velocidad que discurría el agua, pero al cabo, después de que mi boca hubiera podido aspirar varias bocanadas de aire, sentí un fuerte golpe y todo se volvió oscuro.

    Cuando recuperé el sentido, me encontraba tumbado en un estrecho jergón que se agitaba al ritmo de las olas. Además, llevaba puesta una túnica que parecía un sudario. Supuse que me hallaba en la barca de Caronte, cruzando las aguas de la laguna Estigia. Tras girar la cabeza, descubrí que un hombre mayor, enjuto, de pelo ralo y cano y algo desordenado, y unos ojos tan profundos que casi ni se le veían, me observaba con suma curiosidad. Antes de atreverme a hablar, comprobé que no llevaba una moneda en la boca, tal y como exigía la tradición, pues también Caronte cobraba por trasladar a los muertos de una orilla a otra de la laguna Estigia.

    —¿Eres tú Caronte? — me atreví a preguntar, tras comprobar que el barquero o quien fuese me seguía observando en silencio, casi con delectación.

    Entonces el hombre soltó una gran carcajada, que dejó al descubierto una dentadura a la que faltaba media docena de piezas.

    —Es peor de lo que crees. Soy tu dueño -dijo a continuación.
    —¿Mi dueño? — pregunté cada vez más confundido.

    En ese momento oí restallar un látigo, al que siguió un grito de dolor. La secuencia que se repite una y otra vez tanto en los barcos comerciales como en los navíos de guerra. Un hombre fustiga a otro para que reme con brío. El hombre que rema grita de dolor, con lo que su remar se resiente. Entonces el hombre del látigo vuelve a ensañarse, con lo que la marcha va perdiendo intensidad paulatinamente.

    —Un momento, esta no es la barca de Caronte atravesando la laguna Estigia -dije, como si acabara de efectuar un grandísimo descubrimiento.

    No era lo mismo navegar en la barca de Caronte que hacerlo en una embarcación impulsada por hombres de carne y hueso. Entre uno y otro caso había una distancia enorme, tanta como la que separaba la vida de la muerte.

    —Ja, ja! Eres todo un filósofo, muchacho. No, jovencito, no soy Caronte. Mi nombre es Veterator, soy un mangón* y este es mi barco. Se llama La Palmira -dijo el hombre sin ocultar su orgullo.
    —De modo que eres un tratante de esclavos.
    —O un mercader o un comerciante, como prefieras. Cada cual tiene su forma de decir las cosas. Pero lo importante no es cómo se dicen, sino cómo se hacen. Y yo hago las cosas a la perfección, conozco este oficio tan bien como a mí mismo; en realidad, mi oficio y yo somos la misma cosa, alma y cuerpo, de ahí que todo el mundo me llame Veterator. Estoy especializado en vender grupos de esclavos dotados para conducir literas. Dos, cuatro, seis u ocho hombres sanos y fuertes como no los hay en ninguna parte del imperio. Casi siempre trabajo con sirios y capadocios, ya que en estos países es fácil encontrar mercancía de primera y encima de similar constitución. Claro que para encontrarlos hay que tener una habilidad especial, hay que saber mirar. Si reúnes a cuatro o seis hombres de diferentes pesos y alturas para llevar una litera, la cosa no funciona, por eso yo me tomo la molestia de seleccionar la mercancía con esmero, fruto a fruto, comprobando hasta el último detalle. Entre mis clientes se encuentra el rey de Bitinia, quien me compró ocho esclavos para cargar una litera tapizada en seda, cuyos cojines estaban rellenos con pétalos de rosas de Malta.
    —¿Cómo he llegado hasta aquí? — pregunté.
    —Resulta fácil de contar, pero difícil de entender. La corriente te arrastró hasta mí. El río y la diosa Fortuna me hicieron un regalo. Siempre me gusta contemplar las ejecuciones de los reos desde la orilla del río, en el interior de una barca. No es que yo sea uno de esos tipos morbosos, ni mucho menos, lo hago por deformación profesional. Así que acababa de presenciar cómo te arrojaban al agua cuando algo tropezó con la quilla. Veterator, me dije, eso que acaba de golpear contra tu barca no es el tronco de un árbol. Era un cuerpo sólido, pero de pequeño tamaño, al menos de tamaño más pequeño que el tronco de un árbol. ¿Y si se trata del joven que acaban de ajusticiar? ¿Y si aún está vivo? Claro que también puede ser el perro, el mono, la serpiente o el gallo. Tras lo cual saqué la red y un remo, y empecé a buscar en los bajos de la barca. Eras tú, muchacho. Te rescaté y, tras comprobar que tu corazón aún latía, te traje hasta La Palmira. Es la primera vez que pesco a un muerto, lo que es un buen augurio. Seguro que hasta sabes leer y escribir.
    —Estás en lo cierto -respondí.
    —¿Y contar, sabes contar? — se interesó ahora el mangón.
    —También.
    —¿Y el griego, qué me dices de la lengua griega? — prosiguió su interrogatorio.

    Por primera vez vi los ojos de Veterator, dos diminutas ranuras horizontales, en cuyo interior las pupilas relucían de excitación.

    —Estudié en la escuela de Apolonia, en Iliria*, así que lo hablo a la perfección.
    —¡Que Júpiter me pellizque! ¡Has estudiado en la misma escuela que nuestro emperador Octavio Augusto! Sanarás pronto, sabes leer, contar y escribir, y encima no chapurreas el griego, sino que lo dominas… ¿Qué más puedo pedir? Al menos sacaré diez mil sestercios si te vendo a la persona adecuada.

    Era de noche y el camarote estaba iluminado solo por dos o tres lucernas distribuidas sobre una vieja mesa de madera. A pesar de la escasez de luz, las pocas piezas dentales de mi anfitrión brillaban como las cuentas de un ábaco. El olor a brea era tan intenso que me acordé de Marco Octavio Quartio, mi abogado. Tal vez el calafateado de aquel navío fuera obra de la empresa de su familia.

    —¿Cuánto tiempo llevo aquí? — me interesé pensando que mi dolor de cabeza tenía varios días.
    —En La Palmira dos días. Pero tuve que esconderte otros dos en un almacén del puerto de Ostia. Hube de sobornar a un amigo. Mantenerte a salvo me ha costado más de cien sestercios. Por no hablar de lo que me va a costar alimentarte como es debido. Cuando te saqué del agua estabas inconsciente y muy débil. Como no podía darte de comer alimentos sólidos, todos los días te daba un poco de garum líquido. Te he alimentado como un gorrión alimenta a su cría. Ahora que has recuperado la conciencia, diré que te suban un poco de pollo y un pescado fresco. No quiero que estés hecho una piltrafa cuando llegue la hora de venderte. Pienso recuperar hasta el último as.

    Pensé que había llegado el momento oportuno de sondear al mangón y averiguar qué sabía sobre mi persona.

    —¿Sabes quién soy? — le pregunté a Veterator antes de que naufragara definitivamente en un mar de cuentas.
    —Sí, sé quién eras antes y quién eres ahora. Te llamabas Manio Manlio Escévola y fuiste condenado a muerte por haber cometido un delito de parricidio. Tú no lo recordarás, pero tu padre me compró en una ocasión doscientos esclavos para trabajar en una de sus salinas. Asistí a tu juicio. Ha sido uno de los más sonados que han tenido lugar últimamente en Roma. Ahora eres un esclavo, uno entre millones, y en vez de llamarte Manio te llamas… ¿Te gusta el nombre de Rufus?
    —No soy pelirrojo** -dije.
    —Ya lo sé, pero mi padre se llamaba Rufus y nunca he poseído un esclavo que pudiera llevar su nombre dignamente. Tú, en cambio, eres un Escévola. Sabes leer, contar, escribir y hasta hablas griego. Mi padre se sentiría orgulloso de que alguien con tu prosapia y con tu formación llevara su nombre. Sí, te llamaré Rufus.

    Me sorprendió que una persona como Veterator pudiera siquiera acordarse de su padre.

    —¿Adónde nos dirigimos? — pregunté a continuación.
    —A Siracusa.
    —A Sicilia!

    Para mí, el nombre de Siracusa no estaba ligado a su pasado turbulento o a la famosa maquinaria de guerra inventada por Arquímedes* -diseñada para frenar a la flota romana del cónsul Marcelo-, ni siquiera al monte Etna -donde se creía que estaba la fragua de Vulcano, el dios del fuego-, sino a la leyenda de la ninfa Aretusa, que tan magistralmente había narrado el poeta Ovidio en su obra Metamorfosis. Según el relato mitológico, Aretusa fue transformada en fuente por Artemisa para que pudiera librarse del acoso de Alfeo, quien la amaba desesperadamente. El amor de Alfeo era tan profundo que, en vez de darse por vencido, siguió a la ninfa desde Grecia hasta Siracusa y, una vez allí, tras comprobar que su amada se había metamorfoseado en una hermosa fuente, se convirtió en río para unirse a su amada. Yo siempre le había dicho a Claudia que la seguiría allí donde fuera necesario y que incluso estaba dispuesto a convertirme en río con tal de que nuestras vidas -nuestras aguas- pudieran discurrir juntas y mansas por el mismo cauce.

    —No creo que te sirva para conducir una litera -le hice ver a Veterator.
    —No pienso venderte para que cargues con una litera. En Siracusa tengo un cliente que estaría dispuesto a pagar lo que fuese necesario a cambio de poseer un esclavo con tu preparación. ¿Has oído hablar de la cantera del Paraíso?
    —La historia de Siracusa se estudia en todas las escuelas. Sí, he oído hablar de la cantera del Paraíso.
    —El publicano** que explota la cantera necesita un esclavo que sepa llevar las labores administrativas. Ahora además tiene intereses en Rodas y en otras islas griegas, con lo que el trabajo encaja perfectamente con tu perfil, Rufus.
    —¿Y si me niego? — pregunté para medir hasta dónde estaba dispuesto a llegar el traficante de esclavos.
    —No lo harás. Te denunciaría. Revelaría tu verdadera identidad, diría que te habías colado en La Palmira en calidad de polizón, y entonces volverían a ejecutarte, pero esta vez se tomarían la molestia de comprobar si habías muerto…
    —Desconozco por completo el negocio de la piedra -me excusé.
    —¿Acaso crees que tendrás que trabajar en la cantera arrancando la piedra o labrando sillares? Realizarás tu trabajo en una oficina, entre papiros, pergaminos y tinta negra.
    —Tal vez ese publicano haya sido socio de mi padre en una de sus múltiples empresas y me conozca.
    —Es posible, pero por eso vas a dejarte barba a partir de hoy mismo. Además, le diré a mi tonsor que te cambie el peinado. Dentro de una semana tendrás un aspecto más rudo y te llamarás Rufus, con lo que nadie podrá reconocerte. En cualquier caso, si eso ocurre, si alguien te reconoce, el problema será tuyo. Manejo a diario un millar de mentiras tan parecidas a la verdad que estoy completamente seguro de poder salir de la situación en el supuesto de que las cosas se tuerzan.
    —Lo tienes todo pensado.
    —Ya te he dicho que solo hay una manera de hacer las cosas y es hacerlas bien. Ahora dame ese brazalete.

    Se refería al obsequio que me había hecho Germánico tras apresar al rey Arquelao. Estaba dispuesto a consentir que el mangón me arrebatara el nombre, aunque solo fuera por una cuestión de conveniencia, pero no a que alguien borrara mi pasado. Y aquel brazalete era lo único que conservaba de mi pasado. Era lo único que me quedaba de mi vida anterior, el único vínculo con mi origen, con mi padre, con Germánico, con Roma.

    —Si me quitas este brazalete te juro que me corto el brazo en la primera ocasión, y no creo que un contable sin brazo valga mucho.
    —Eres orgulloso. Eso me gusta. Pediré por ti once mil sestercios. Creo que los vales. Quédate con tu brazalete. Ahora procura descansar.

    El rumor de las olas y el suave balanceo del bajel me sumieron inmediatamente en un profundo sueño que me llevó a recordar, paso a paso, el viaje que había hecho acompañando a Germánico y que nos condujo a numerosos países en El Acatus, un barco propiedad del senador Máximo Tranquilo Fabio con capacidad para mil doscientos pasajeros, parecido al que ahora me transportaba hasta Sicilia en calidad de esclavo. Aquel fue un viaje que duró algo más de un año y que tanto a Germánico como a mí nos sirvió para completar nuestra instrucción, para conocer nuevas culturas, lo que nos resultó de mucha utilidad a la hora de analizar nuestros propios hábitos, nuestra conducta como ciudadanos romanos y, por ende, como dueños del mundo conocido. Primero cruzamos el Adriático y el mar Jónico hasta la ciudad de Nicópolis, en Acaya. Luego visitamos Actium, donde habían luchado Octavio y Antonio, tío y abuelo de Germánico respectivamente*. De allí pasamos a Atenas, para continuar viaje por las islas de Euboea, Lesbos y Berinto. Nuestro siguiente destino fue Bizancio, para adentramos posteriormente en la Tracia y en otras regiones de Asia Menor. Por último, nos dirigimos a Egipto, por cuyo río Nilo navegamos hasta las regiones fronterizas de Etiopía.

    Pasé el resto de la travesía ideando un plan para librarme de la esclavitud. Dada mi falta de medios económicos, el proyecto pasaba necesariamente por ponerme en contacto con Claudia y, tras explicarle la situación, que fuera ella quien pujara por comprarme como esclavo. De esa forma, quedaría libre para investigar por mi cuenta quién era el verdadero culpable de la muerte de mi padre. En un principio pensé hablar con Veterator acerca de mi plan -después de todo a él tenía que darle lo mismo que me comprara un publicano o una rica romana, siempre y cuando el comprador desembolsara los once mil sestercios que, al parecer, pensaba pedir por mí-, pero al cabo terminé por desechar esta idea ante el temor de que el mangón pusiera un precio desorbitado a cambio de mi libertad, puesto que venderme a Claudia era lo mismo que concederme la libertad. Decidí llegar a Siracusa, convertirme en Rufus el contable y, una vez allí, mover los hilos convenientemente para que Claudia pudiera comprarme sin sufrir la extorsión de un tratante de esclavos carente de escrúpulos. Para conseguir mis fines lo antes posible, decidí convertirme en un mal contable y en un pésimo traductor del griego, de modo que mi comprador se sintiera estafado por Veterator y no le quedase más remedio que aceptar la oferta de Claudia.


    9


    La cálida luz de Sicilia, siempre vestida de blanco, siempre cosida al azul del cielo como un brillante encaje, me recordó la de Siria. El color turquesa del mar Jónico se deslizaba suavemente por encima de las aguas, que parecían recién pulidas. De haber tenido alguna habilidad artística -y de no encontrarme en la situación de saberme esclavo-, hubiera aprovechado para escribir un poema o pintar un cuadro. No obstante, la belleza del paisaje contrastaba con lo que ocurría en el interior de La Palmira, en cuyas bodegas se seguía oyendo el restallar de los látigos y los gritos de quienes recibían el tormento, algo a lo que acabé acostumbrándome, tal y como había hecho en otras ocasiones, cuando yo era un soldado romano y también un ciudadano libre. Incluso presencié cómo arrojaban al mar el cadáver de uno de aquellos pobres desgraciados que malvivían en las bodegas. Al parecer, se trataba de un condenado a galeras al que súbitamente le había fallado el corazón. Con todo, lo que más me impresionó fue comprobar que el fallecido tenía el cuerpo deforme, más desarrollado y musculoso el lado derecho que el izquierdo, que presentaba claros signos de atrofia. Una desproporción que tenía su origen en el trabajo de remero y en el asiento exterior que ocupaba en la fila, junto al pasillo que separaba las dos hileras de palas, con lo que solo podía maniobrar con la mano derecha o con la izquierda. La mano libre, ya fuera una u otra, permanecía todo el tiempo amarrada al banco, y de ella partía la cadena que impedía que los remeros pudieran sublevarse o huir mientras remaban. Yo había oído contar miles de historias que hablaban de estos hombres -siempre amargados o desesperados-, que si lograban escapar alguna vez del barco eran reconocidos al instante debido a esta deformación de sus organismos. A nadie le pasaba desapercibido un hombre cuyas dos mitades eran radicalmente distintas, tanto como el día y la noche.

    Cuando al cabo de los días desembarcamos por fin en Siracusa, tenía la sensación de que el mundo se movía a mis pies, como si la tierra hubiera dejado de ser firme para convertirse en una superficie sinuosa e insegura, idéntica al mar. Esta sensación me acompañó durante mi primer día de estancia en la ciudad, hasta el punto de que a veces tenía que detenerme por temor a perder el equilibrio, lo que despertaba una cascada de risas entre mis acompañantes.

    —Vomita, Rufus, vomita sin miedo -me recomendaba Veterator, a quien aquella supuesta debilidad mía o de mi carácter le hacía reafirmarse en su creencia de que mi valor estaba en mi intelecto, en mis conocimientos de las matemáticas y del griego, habilidades de las que pensaba sacar un elevado rendimiento económico.

    Lo cierto es que no era la primera vez que había navegado en barco. Más bien al contrario. La travesía entre Ostia y Siracusa había sido la más corta de cuantas había realizado en mi vida. Sin ir más lejos, mi regreso desde Siria a Brindisi -desde donde arrancaba la vía Appia, que habría de conducirme a Roma- me había llevado doce días de navegación, en alguna ocasión incluso había tenido que hacer frente a un mar proceloso y, sin embargo, jamás me había mareado o se me habían doblado las piernas tras desembarcar.

    Veterator me permitió visitar la ciudad en compañía de dos de sus guardaespaldas, dos mallorquines a quienes les habían cortado la lengua. Los mallorquines siempre habían tenido fama de ser los mejores manejando la honda -Germánico siempre iba acompañado de una docena de ellos capaces de poner la bala allí donde ponían el ojo*-, y los dos esbirros de Veterator portaban orgullosos sendas hondas y media docena de balas de plomo puntiagudas, por lo que evité protagonizar cualquier intento de fuga. En el teatro griego de Siracusa, uno de los más importantes del mundo, en cuyo escenario se habían representado por primera vez algunas de las tragedias de Esquilo, tales como Los persas y Las etneas, tuve ocasión de hacer examen de conciencia y de paso analizar las causas que me habían llevado hasta la presente situación. Mi padre y Germánico habían sido asesinados, yo había sido condenado a la pena capital acusado de parricidio, muerte de la que me había librado gracias a la intervención directa de la diosa Fortuna, cuya ayuda no me había evitado caer en manos de un mangón, quien me había convertido en esclavo bajo el nombre de Rufus. ¡Y para colmo se había truncado mi carrera militar como tribuno del ejército y mi relación sentimental con Claudia! Estaba seguro de que nadie en el mundo había padecido semejante cúmulo de adversidades en tan corto espacio de tiempo. Mi vida se había derrumbado como un edificio que se desploma tras un repentino movimiento sísmico. La sacudida había sido tan fuerte que los cimientos no habían aguantado, provocando además numerosas víctimas mortales. Ahora solo veía ruinas a mi alrededor, idénticas a las del teatro que tenía delante de los ojos y cuya decadencia no estaba clara del todo. Unos decían que era debida al abandono. Otros aseguraban que tenía su origen en el carácter del propio hombre, tan amigo de la destrucción como ajeno a los valores intemporales de la cultura. Lo cierto era que Roma había adaptado tan bello recinto para representaciones circenses y acuáticas. En cuanto al futuro, era una gran incógnita. Aunque, como sucedía también en Siracusa, al lado de las ruinas -a mi lado- había una cantera repleta de bloques de piedra con los que iniciar la reconstrucción, con los que levantar un nuevo edificio, con los que edificar una nueva vida.

    El día previo a la subasta de esclavos lo pasé en manos de un trasquilador de ovejas reconvertido en tonsor. Y como si en efecto yo fuera una oveja, se ensañó con mi cabello y con mi barba, que quedaron irreconocibles. En cuanto al primero, me lo trasquiló y rizó. En cuanto a la segunda, me la recortó con el propósito de dotarme de un aire más serio y circunspecto, características que, según Veterator, tenían que acompañar a toda persona que supiera leer, sumar y hablar griego.

    —Ante todo está la imagen. Y tú ya tienes el aspecto de un joven y responsable contable -me dijo el mangón después de que el tonsor terminara conmigo.

    Ni siquiera el día en que colgué de un tronco las armas de los partos en presencia de mis compañeros me sentí tan observado como cuando, unido por una gruesa cadena a una cuerda de esclavos, fui obligado a subir a una especie de tribuna portátil. La finalidad que se perseguía al exhibirnos de esa manera era la de mostrarnos con la mayor claridad posible delante de los clientes, tres docenas de individuos unidos por un mismo interés: comprar hombres a buen precio, comprar hombres que previamente habían sido despojados de su condición de tales, negándoles todo derecho, incluso el de disponer de la propia vida. Desde aquella tribuna pude comprobar que aquellos individuos con los bolsillos llenos de denarios, sestercios y áureos, atesoraban también la peor riqueza del espíritu humano, esa parte del hombre que está ligada a la disolución y a la avaricia, al placer y la soberbia, en detrimento de la equidad y la continencia. Con todo, yo era por mis conocimientos la joya de aquella camada de esclavos, por lo que mi presencia allí era testimonial, servía de reclamo, y nadie podía pujar por mí, dado que yo ya tenía comprador. Por un momento, me sentí como esa fiera que se muestra en el circo o en el anfiteatro para que el público se deleite contemplándola. Luego, sentí vergüenza, pues no en vano mi padre poseía diez mil esclavos, hombres idénticos a aquellos -y ahora también a mí-, a los que la dignidad les había sido robada. Poco a poco, cada comprador fue adquiriendo su «mercancía», ya por unidades o por grupos, no sin antes realizar un exhaustivo examen de lo que se llevaba, que incluía la revisión de los ojos, de la dentadura, de la lengua, la flexibilidad de las articulaciones y la consistencia de los músculos. Dos horas y media más tarde solo quedaba yo por vender.

    Cuando la plaza se hubo vaciado de curiosos, y los ciudadanos de Siracusa comenzaron a retirarse a sus casas para la cena, apareció una litera conducida por ocho sirios de idéntica constitución a los que habían viajado conmigo en La Palmira. Supuse que se trataba de una partida de esclavos vendidos por Veterator y que dentro de la litera viajaba el publicano al que correspondía comprarme. Estaba en lo cierto.

    Todavía tardó en dejarse ver el misterioso comprador, pero cuando lo hizo, me encontré frente a un hombre de mediana edad, de gran corpulencia y al mismo tiempo gran vigor corporal, algo inusual en personas demasiado obesas.

    —¡Petreyo, mi mejor cliente! ¡Petreyo, el hombre más inteligente de Siracusa! ¡Petreyo el Pétreo, cuánto me alegra ver de nuevo tu orondez! — exclamó o declamó Veterator a modo de saludo.

    De haber sido yo Petreyo, no hubiera dudado en desenvainar la espada y decapitar de un tajo a aquel insolente, pero estaba claro que entre ambos existía la complicidad que dan ciertos negocios con el roce y el paso de los años.

    —¡Viejo Veterator, he hecho retrasar la cena por tu culpa, de modo que procura que el pez que piensas ofrecerme sea fresco y de buen tamaño! — respondió Petreyo, cuya voz era tan rotunda como su anatomía.

    Supuse que el pez al que se refería era yo. No me sentí ofendido, pues viendo las dimensiones de la barriga del publicano Petreyo, no era raro que solo pensase en comida, o que a la hora de hablar utilizara símiles o metáforas que tuvieran que ver con el arte culinario.

    —Te presento a Rufus.

    Incliné la cabeza a modo de saludo.

    —Le faltan unos cuantos kilos de peso -respondió a mi saludo, tras escrutarme de arriba abajo.
    —Vamos, Petreyo, no quiero que compres al muchacho para comértelo en un banquete. Se trata de que le dejes utilizar la cabeza para que arregle tus cuentas. He oído que tu contabilidad está tan liada como tus tripas.
    —Las noticias vuelan, lo mismo que mi dinero. ¿Cuánto pides por él?
    —Un precio justo teniendo en cuenta sus habilidades. Doce mil sestercios.
    —¡Doce mil sestercios! ¿Acaso se han acabado los esclavos en el mundo? ¿Qué fue de los cien mil galos que Julio César trajo prisioneros de las Galias? ¿Y de los que trajo Augusto de sus campañas? ¿Y de los que trajo nuestro emperador Tiberio de Germania? ¿Acaso no mandó Germánico unos cuantos miles desde Asia? Nadie en este mundo vale doce mil sestercios. ¡No pagaría doce mil sestercios ni por el mismísimo Tiberio!
    —Está bien, gordinflón, me has convencido. O mejor dicho, me caes bien y eres uno de mis mejores clientes, así que te haré una rebaja. Te lo dejaré en once mil sestercios.
    —El otro día pagué quinientos sestercios por una mula -intervino Petreyo para poner de manifiesto su disconformidad por la cuantía de la rebaja.
    —¿Acaso tu mula sabe leer, escribir, sumar y hasta hablar griego? Por ese precio ni siquiera estés seguro de que pueda servir como animal de carga.
    —Si no me sirve para cargar, me la como y punto -razonó Petreyo, al tiempo que se acariciaba su descomunal barriga.
    —En cualquier caso, tus cuentas seguirán enmarañadas. Necesitas a alguien que ponga orden en tus asuntos, de lo contrario tus socios acabarán por enfadarse.
    —¡Que un rayo de Júpiter te parta en mil pedazos, Veterator! ¡Once mil sestercios es una cantidad desorbitada!
    —Créeme, Petreyo, Rufus los vale. Sabe leer, contar, escribir y habla el griego como un nativo. La empresa que se lo quede, crecerá como la espuma de las olas.
    —El último contable que me vendiste era egipcio, y la única espuma que crecía en su boca era la de ese brebaje que tanto gusta a las gentes de aquellas tierras… ¿Cómo se llama? Cerveza, sí, cerveza.
    —Aquel te costó dos mil quinientos sestercios. Rufus es distinto. Se ha educado entre nobles romanos.
    —¿A qué nobles te refieres?
    —No los conoces, Petreyo, ni ellos tampoco quieren conocerte a ti. Pero lo importante no son los nombres de sus antiguos dueños, sino la inteligencia y la preparación de Rufus.
    —Si pago once mil sestercios por un administrativo, más te vale que esta vez tu esclavo sepa contar de verdad y hablar el griego como un nativo del Ática. De lo contrario, Veterator, te juro que te haré seguir hasta el fin del mundo y, una vez que te encuentre, yo mismo me encargaré de desollarte vivo, lentamente, hasta que tu sufrimiento sea tan supremo como sublime mi regocijo. Para terminar, convertiré tu piel en un pergamino, sobre el cual enseñaré a Rufus a hacer cuentas de verdad.
    —Reconozco que me equivoqué con el egipcio, pero te aseguro que Rufus no te decepcionará. Todo lo contrario. La próxima vez que nos veamos me rogarás de rodillas que te busque a alguien como él. Si todo sale como espero, podrás dejar el negocio de la cantera en manos de Rufus, con lo que ganarás tiempo para hacer lo único que te gusta en esta vida: comer.
    —Cuando yo hinque la rodilla, será para no levantarme jamás. Eres un charlatán y un mentiroso, Veterator, pero necesito a alguien como Rufus. Eso sí, la garantía de esta onerosa compra será tu propia vida.

    Veterator hizo un gesto con la cabeza dando a entender que aceptaba las condiciones impuestas por Petreyo.

    Pensé en mi plan y en la vida del viejo traficante de esclavos. Si después de que Claudia me recomprara, Petreyo decidía asesinar a Veterator, era asunto de ellos. Aunque estaba claro que mantenían una relación de amor y odio, de necesidad mutua.


    10


    En cuanto tuve noticias de que La Palmira había zarpado del puerto de Siracusa rumbo a la isla griega de Rodas, puse en marcha mi plan. Esperé a que mi nuevo amo hubiera dado cuenta de una opípara cena, lo único que le producía buen humor, y me confesé un ignorante en matemáticas y en contabilidad, además de un mal conocedor del griego, por lo que no reunía el perfil exigido para el puesto al que había sido asignado.

    La respuesta de Petreyo fue soltar un estruendoso eructo, que resonó en todo el triclinio como un eco. Luego, tras limpiarse la grasa que chorreaba por su barbilla y dedos, dijo con calculada serenidad:

    —Así que el muy truhán me ha vuelto a engañar. Cree que todos los gordos somos buenos por el simple hecho de estar cubiertos por una mayor cantidad de grasa y de carne, pero Veterator se equivoca. A este gordinflón no le gusta que lo engañen. Algún día me las pagará todas juntas.
    —Lo siento -me excusé.
    —¿Sabes por qué me instalé en Siracusa? Porque es una ciudad rica. Se cuenta que Arquias, el fundador de la ciudad, fue con Miscello al santuario del oráculo de Apolo y que estando allí el dios preguntó a ambos si preferían riqueza o salud. Arquias respondió que prefería riqueza y Miscello dijo preferir salud. Entonces, Apolo le concedió al primero fundar Siracusa y al otro la ciudad de Crotona. Hoy, Siracusa tiene fama de ser una de las ciudades más ricas del imperio, y Crotona una de las más salubres. ¡Sin embargo, yo no consigo hacerme rico en Siracusa! ¡Y no lo logro porque la gente se empeña en engañarme! Y lo que es aún peor, estoy seguro de que si me trasladara a vivir a Crotona, ni siquiera allí tendría salud.

    Poco a poco, el apacible rostro de Petreyo se fue tornando más y más encarnado, hasta el punto de que empecé a temer que el hombre sufriera un síncope.

    —Juro por Júpiter que en cuanto coja a ese mentiroso lo echo a la marmita y me lo como cocido! En cuanto a ti, mañana irás a trabajar en la cantera, te unirás a los metalarii* -exclamó, tras inhalar una bocanada de aire.

    Llegué a la conclusión de que era el momento de rebajar la tensión que había generado mi confesión. Después de todo, yo estaba jugando con las cartas marcadas.

    —Sé cómo puedes recuperar tu inversión, Petreyo. O mejor dicho, sé cómo puedes recuperar tu dinero y ganar encima la misma cantidad que pagaste por mí.

    ¡Once mil sestercios! ¡Pagué once mil sestercios por un contable! ¡Y ahora el contable de once mil sestercios me cuenta que no sabe contar! ¡Estúpido cuento! ¡Habla, maldito Rufus, habla y procura ser convincente! — volvió a exclamar Petreyo.

    Había llegado la hora de improvisar una historia que me permitiera escribirle a Claudia y rogarle que comprara mi libertad por veintidós mil sestercios.

    —Verás, Petreyo, la verdad es que estoy aquí por un asunto de faldas. Yo pertenecía a un noble romano, que tenía una noble y bella hija. Ambos crecimos en la misma casa y como consecuencia de esta cercanía surgió entre nosotros una hermosa historia de amor. Hermosa, pero imposible. ¿Pero acaso el amor entiende de clases, familias, orígenes y patrimonio? El verdadero amor, no. Claro que ningún padre de buena familia y abundante hacienda entiende de amores verdaderos. Lo único que desea es que su hija se case con alguien, cuando menos, con su mismo patrimonio. Algo que, como ya habrás deducido por mi condición de esclavo, no estaba a mi alcance…
    —Abrevia, charlatán -me conminó Petreyo.
    —Como ordenes. El padre de mi amada descubrió que pretendía a su hija y que esta a su vez me correspondía, por lo que decidió cortar por lo sano, deshacerse de mí, a pesar de que yo era un esclavo realmente valioso. Buscó a un mangón y me vendió asegurándole que sabía leer, contar e incluso hablar griego. El mangón, naturalmente, era Veterator.
    —¿Y cómo encajan en este cuento mis veintidós mil sestercios? — empezó Petreyo a interesarse por mi historia.
    —Muy fácil. Antes de ser vendido, acordé con mi amada que me pondría en contacto con ella en cuanto tuviera nuevo dueño, de modo que pudiera re-comprarme a través de una íntima amiga suya. De esa forma, su padre, mi antiguo amo, no sabría nada. Y ella y yo podríamos reencontramos siempre que quisiéramos en casa de su amiga, pues esta sería mi nueva ama.

    Petreyo apoyó su enorme cabeza encima de su mano izquierda. Luego bostezó antes de decir:

    —Verdaderamente tierno. Pero necesito algo más para creer tu historia. Dame un nombre, de lo contrario te pongo a picar piedra ahora mismo.

    Dejé que transcurrieran unos cuantos segundos, de modo que Petreyo pensase que yo estaba calibrando si me interesaba o no desvelar el nombre de mi amada o el de su confidente. Quería que creyese que yo era una persona fiel a sus principios y que no estaba dispuesto a traicionarlos a cualquier precio.

    —Claudia Fabia, la hija del senador Máximo Tranquilo Fabio -dije por fin.
    —¿Eras esclavo del senador Máximo Tranquilo Fabio y te enamoraste de su hija? — me preguntó Petreyo recuperando repentinamente el interés por mi historia.
    —No, Claudia Fabia es la amiga de mi amada y la encargada de comprarme. Ya te he dado el nombre que me has pedido -le respondí.

    Ahora fue Petreyo quien se tomó unos segundos para digerir mi información.

    —¿Y el dinero de dónde saldrá? — prosiguió el interrogatorio.
    —Mi amada ha vendido algunas joyas familiares, además dispone de unos ahorros. No le llevará más de unos cuantos días reunir veintidós mil sestercios.
    —¿Cómo te pondrás en contacto con la dama?

    Petreyo acababa de hacerme una buena pregunta. Estaba claro que Claudia no sabía que yo estaba vivo, por lo que en el supuesto de que le enviara una carta solicitándole que pagara una suma tan elevada por mi rescate, lo más normal era que desconfiara, que pensara que todo era obra de un impostor o de un extorsionador, por lo que el mensaje tenía que mencionar algo que solo ella y yo conociéramos, una prueba inequívoca de que la misiva había sido redactada por mí y no por otro. Encontré la solución a este problema contemplando la panza de Petreyo como si fuera un espejo.

    —A través de una receta -dije.
    —¿De una receta? — reaccionó Petreyo, cuyo interés iba en aumento.
    —Mi madre era la cocinera de la casa, una buena cocinera, de modo que acordamos utilizar una receta como contraseña.
    —¿Una receta de qué plato?

    Recordé el postre que más le gustaba a Claudia de todos los que preparaba la vieja Livia: el bizcocho cartaginés.

    —La receta del bizcocho cartaginés -dije.
    —¡Hm, hm, Rufus! Estoy deseando oír cómo recitas la receta del bizcocho cartaginés.

    Supuse que Petreyo habría respondido de la misma manera con cualquier otro plato, pues no podía imaginar que existiese algo que se pudiese comer que no fuera de su agrado. Estaba claro que para Petreyo una receta era algo tan lírico como un poema.

    —Veamos -dije al tiempo que me aclaraba la voz y trataba de recordar la receta del bizcocho cartaginés de la vieja Livia que en su día le había hecho llegar a Claudia-. Remojar una libra de harina, escurrir, mezclar con tres libras de queso fresco, media libra de miel y un huevo. Después se pone todo a cocer en una olla de barro, hasta que adquiera una consistencia espesa.
    —¡Ah, tu madre conocía la receta del viejo Catón! De todos los bizcochos cartagineses que he probado, el del viejo Catón es el mejor. Se trata de un auténtico manjar. Está bien, Rufus. Escribe la receta en un papiro y yo pondré a tu disposición un correo que le haga llegar la misiva a tu amada. ¿Adónde ha de dirigirse?

    El mes de noviembre estaba a punto de comenzar, por lo que supuse que Claudia, siguiendo la tradición de muchos romanos ricos, se habría trasladado a su villa de Pompeya con el propósito de huir del frío invierno de Roma. De hecho, en otras circunstancias yo mismo tendría que estar solazándome en la villa pompeyana de mi padre.

    —Por estas fechas tanto mi amada como su amiga estarán en Pompeya, esperando la llegada del invierno -señalé.
    —¡Pompeya, bonito lugar! Aunque yo prefiero Bayas. Según cuenta la leyenda, las aguas de Bayas eran frías, hasta que un día Venus mandó que se bañara en ellas Cupido, a quien se le escapó una chispa de la antorcha que portaba. Desde entonces quien se baña en las aguas de Bayas cae rendido de amor. Tengo entendido que la vida en Bayas es más apasionante que en Pompeya.

    No me imaginaba a Petreyo rendido de amor, salvo que fuera un amor comestible. Tampoco me lo podía imaginar entregado a la vida disoluta de un lugar como Bayas. En realidad, el único lugar donde uno podía imaginar a Petreyo era sentado frente a una mesa repleta de manjares.

    —Escribiré la receta ahora mismo.
    —Hazlo. Tienes mi consentimiento. No obstante, quiero que sepas que si lo que me has contado no es verdad, pagarás con tu vida tus mentiras y los engaños del viejo Veterator. Te haré despeñar desde la roca más alta de la cantera. ¡Un bizcocho cartaginés, le diré a mi cocinero que me prepare el bizcocho cartaginés del viejo Catón para la cena!

    Una vez hube regresado a la oficina, redacté la siguiente carta a Claudia:

    La receta de este bizcocho cartaginés vale veintidós mil sestercios, pagaderos al dueño del portador de esta carta:
    Remojar una libra de harina, escurrir, mezclar con tres libras de queso fresco, media libra de miel y un huevo. Después se pone todo a cocer en una olla de barro, hasta que adquiera una consistencia espesa.
    Sigue las instrucciones del cocinero y pronto te llevarás una grata sorpresa. Pregunta por el esclavo Rufus.
    Vale*.


    Esa noche soñé que era arrastrado por un río de procelosas aguas, cuyos componentes eran harina, queso fresco, miel y huevos, y que a pesar de que yo trataba de nadar a contracorriente, no podía evitar ser tragado por la boca de Petreyo, por cuya garganta me precipité hasta su estómago. Era este una cavidad de dimensiones gigantescas, inundada por un mar de jugos gástricos que buscaban con denuedo alimentos que reducir a la nada. Ni siquiera el fortísimo garum estaba a salvo en aquel magma de líquidos ácidos y emanaciones sulfurosas que todo lo fermentaban. Intentaba escapar de aquel lugar trepando por las gelatinosas paredes del estómago de Petreyo, cuando oí una voz conocida que pedía auxilio. Se trataba de Veterator, quien, como yo, había sido engullido por el publicano. Tenía medio cuerpo hundido, a punto de ser corroído, y sus súplicas se reducían a una misma cantinela: «¡Petreyo, te pido perdón por todos los males que te he causado! ¡Ahora, buen hombre, apiádate de este mangón de esclavos y escúpeme a la superficie como si fuera un hueso de aceituna! ¡Petreyo, te juro que no volveré a engañarte! ¡Petreyo, te lo ruego, solo tienes que eructar!». Dicho lo cual, Petreyo soltó un atronador eructo que nos devolvió a la superficie.

    A medianoche me desperté sobresaltado. Gracias a Júpiter lo que tenía sobre mi cabeza era el cielo estrellado de Sicilia.


    11


    Claudia tardó diez días en presentarse en Siracusa. Al parecer, había interrogado al portador de la carta en profundidad -un esclavo de Petreyo llamado Calpurnio-, por lo que llegó a la conclusión de que era yo, en efecto, el autor de la misiva. La impresión que le causó este descubrimiento fue tan grande que incluso sufrió un desmayo. Una vez repuesta, mandó preparar sin demora su trirreme*, que permanecía anclado en el puerto de Estabias. Había efectuado la travesía desde el golfo de Neápolis hasta Siracusa en un tiempo récord, rezándoles a los dioses para que los vientos le fueran favorables, invocando la ayuda de sus antepasados, dado que su interés por comprobar por sí misma que yo estaba vivo era enorme. Quería tocarme, fundirse en un abrazo conmigo. Deseaba oír mi respiración, los latidos de mi corazón, pues es este órgano y no otro el verdadero reloj de la vida. Todo esto y mucho más me contó Claudia con posterioridad, ya que al verme sufrió un nuevo vahído y se desvaneció.

    —La culpa la tiene el tonsor de Veterator. Me ha dejado hecho un adefesio con esta barba y este corte de pelo -bromeé delante de Petreyo, cuya expresión se había llenado de nubarrones ante la posibilidad de perder el negocio que estaba a punto de culminar-. Se trata de un simple desmayo causado por la emoción de ver a un muerto. A mí me hubiera ocurrido lo mismo de estar en su pellejo.

    Humedecí el rostro, las sienes y la nuca de Claudia con agua fría, por lo que cuando al cabo de unos segundos recuperó el sentido y se arrancó a hablar, no supe distinguir si lo que corría por sus mejillas eran lágrimas o simples gotas de agua.

    —Había oído contar mil historias sobre Sicilia, pero ninguna puede compararse con lo que están viendo mis ojos. ¡Manio, estaba segura de que te encontrabas en el reino de Plutón con tus antepasados! Cuando recibí tu carta, pensé que se trataba de una broma de mal gusto, pero luego comprendí que solo tú conocías la receta del bizcocho cartaginés de la vieja Livia. Además, creí reconocer tu letra…

    Cuando el rostro de Claudia volvió a recuperar su brillo, comprendí por qué me había enamorado de ella. El equilibrio de sus facciones, la exacta simetría de sus ojos negros, el perfecto dibujo de sus cejas, la línea recta de su nariz, sus blanquísimos dientes, la frescura de sus labios, la sinceridad de su sonrisa, la pureza de su corazón, su carácter jovial, su fuerte temperamento, su vasta cultura, todo esto y mucho más me había cautivado de ella desde el primer día. En todo el imperio no existía una joven tan completa como ella. Ni siquiera el luto por mi muerte le había restado un ápice de belleza.

    —No había llegado mi hora, un comerciante de esclavos se adelantó a Caronte, con lo que en vez de montarme en la barca de este, acabé en el barco del primero -dije tratando de quitarle importancia a lo ocurrido-. Luego el tipo me puso el nombre de Rufus y me vendió a un publicano como si yo fuera un experto en números. El resto de la historia ya lo conoces. Ahora cuéntame, ¿cómo siguen las cosas en Roma?
    —Continúan los crímenes en Roma. Cada día hay una nueva víctima. Pobre o rico. Hace un par de semanas le tocó a Marcial. Su cuerpo sin vida apareció en una calle del mercado de los bueyes, donde tenía alquilado un apartamento desde que le otorgaste la libertad.

    Un fuerte dolor me recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza. De los diez mil esclavos que había poseído mi padre, Marcial era su preferido por su discreción y fidelidad. Su muerte suponía para mí constatar que el edificio de mi vida se seguía derrumbando, que la catástrofe aún no había llegado a su fin. ¿Qué más podía ocurrirme a mí o a las personas de mi entorno? ¿Acaso la propia Claudia no corría también peligro? El dolor se tomó en escalofrío ante esta posibilidad.

    —Pobre Marcial. ¿Quién ha podido matar a un hombre como él?
    —Las últimas personas que lo vieron vivo dicen que estaba en compañía de un individuo alto y fornido, que vestía una capa y que no descubrió su cabeza en ningún momento. ¿Te dice algo ese detalle? — expuso Claudia.

    Una nueva sacudida me recorrió el cuerpo de arriba abajo. Estaba claro que Claudia hablaba del mismo hombre del que yo había sospechado en el anfiteatro, el tipo encapuchado cuyo aliento atufaba a ajo.

    —¡El gladiador que vi en el anfiteatro antes de que asesinaran a mi padre! — exclamé.
    —No es un gladiador -afirmó con un tono de seguridad que me sorprendió sobremanera.
    —¿Cómo sabes eso?
    —Porque a Marcial lo asesinaron con una bala de plomo que llevaba escrito un mensaje.

    De inmediato me vinieron a la cabeza los guardaespaldas de Veterator, dos baleares duchos en el manejo de la honda.

    —¿Un hondero balear?
    —Tal vez.
    —¿Qué decía la bala de plomo?
    —«Tú traicionaste a tu amo, y yo te traicioné a ti». En pocas palabras, la bala de plomo parece indicar que fue Marcial quien informó al asesino de que tu padre llevaba el cuchillo ritual guardado bajo la toga.
    —¿Por qué lo haría? — me pregunté en voz alta.
    —Tal vez Marcial sabía que hasta que tu padre no muriese no obtendría la libertad. Llevaba años sirviendo vuestra mesa, con lo que conocería a la perfección cuáles eran tus ideas y propósitos para con los esclavos de tu casa. Quizá, después de todo, le guardaba cierto resentimiento a tu padre.
    —De modo que quizá sean mis ideas liberales las que hayan llevado a mi padre a la muerte -reflexioné sin poder ocultar mi abatimiento.
    —No, Manio, tus ideas no tienen la culpa de nada. A tu padre no lo asesinó una idea, sino un hombre de carne y hueso, un sicario de otro hombre, se llame Tiberio o de otra manera. Desgraciadamente, nunca sabremos las razones que impulsaron a Marcial a hacer lo que hizo. Eres inocente, Manio, y nunca debieron condenarte -me rebatió Claudia.

    ¿Acaso lo había dudado alguna vez?

    —Pero lo hicieron, hasta el punto de que, aunque sigo vivo, legalmente estoy muerto. Manio Manlio Escévola no existe, con lo que mi capacidad de actuación es limitada.
    —En efecto, Manio está muerto, pero el esclavo Rufus está vivo. Y a mi servicio.

    Claudia tenía razón, hasta que las cosas no se aclararan tendría que hacerme pasar por un esclavo delante de todos. De lo contrario, la noticia de que había logrado sobrevivir no tardaría en llegar a Roma. Al menos, ya tenía algo ganado: mi aspecto físico, que, gracias a la intervención del tonsor de Veterator y a la consiguiente falta de cuidados, era el de un auténtico esclavo.

    Tal fue el grado de identificación con el papel que me había tocado representar que cuando, ya iniciada la travesía de regreso a la bahía de Neápolis en el trirreme privado de mi amada, oí restallar el látigo y golpear sobre la espalda de un remero, grité como si el castigo me lo estuvieran infligiendo a mí:

    —¡No soporto esa escena! ¡Me pone enfermo!
    —¿Te refieres al hecho de que de vez en cuando se fustigue a un hombre para que reme con más fuerza? — me preguntó Claudia sorprendida por mi grado de irritación.
    —Sí.
    —En ocasiones es necesario emplear el látigo para que la nave avance convenientemente. No se trata de un capricho. Siempre se ha hecho. A veces los esclavos se duermen.
    —Entonces yo tomaré el lugar del que se duerma, ya que ahora soy uno de ellos -dije.
    —Manio, cariño, no es necesario que te tomes tu papel tan a pecho -replicó Claudia tratando de hacerme entrar en razón.
    —Si uno de tus hombres vuelve a utilizar el látigo contra un remero, me arrojaré al agua y nadaré hasta la costa -amenacé.
    —Como quieras. Daré la orden de que nadie vuelva a utilizar el látigo, aunque eso nos suponga retrasarnos -aceptó Claudia.
    —Gracias.
    —¡Oh, Manio, perdona! ¡Yo también detesto los castigos corporales! Creo que tantos acontecimientos nefastos han hecho que me cambie el humor y que no me reconozca a mí misma -soltó lastre Claudia recobrando su verdadera forma de ser.
    —Todos estamos más nerviosos de la cuenta. Solo has de procurar ser la misma de siempre -le aconsejé.
    —¿Teniéndote a mi lado como esclavo?

    Por un momento temí que Claudia pudiera desmoronarse.

    —Se trata de algo temporal, hasta que consigamos encontrar al verdadero culpable de la muerte de mi padre. Ahora dime, ¿tienes algún plan además de llevarme de regreso a la península?
    —Conozco a una persona que podría ayudarnos. Se llama Estéfanos, aunque todo el mundo lo conoce por El Griego. Es natural de la isla de Rodas y fue alumno del gramático Diógenes. Al parecer, Diógenes impartía sus clases únicamente los sábados. Cuando Tiberio fue exiliado a Rodas en tiempos de Octavio Augusto, solicitó de aquel una lección particular, a lo que el gramático le respondió por medio de un criado que volviese pasados siete días. Cuando al cabo de los años Diógenes se presentó en Roma y quiso saludar a Tiberio emperador en su palacio, este ordenó a otro criado que le dijese que volviese pasados siete años, con lo que le devolvió el desplante*. Estéfanos acompañó a Diógenes en ese viaje y desde entonces vive entre nosotros, en Pompeya, donde posee una hermosa villa. Hace años trabajó para mi padre investigando la desaparición de un obelisco egipcio.
    —¿Cómo puede desaparecer algo tan grande como un obelisco egipcio? — me interesé.
    —Muy sencillo. Teniendo una avaricia aún mayor. El obelisco en cuestión viajaba en-la cubierta de uno de los barcos de mi padre. Fue embarcado en el puerto de Alejandría y, sin embargo, nunca llegó a Ostia. El capitán del barco aseguró que un golpe de mar había roto los amarres y arrojado el obelisco por la borda. Mi padre no creyó ni una palabra, puesto que, de ser cierta esta versión, el barco se habría hundido con la piedra. Contrató a Estéfanos, y este descubrió qué había ocurrido exactamente.
    —¿Y qué fue lo que pasó? — pregunté, puesto que Claudia parecía dar por concluida la explicación de aquel misterio.
    —Muy sencillo. El obelisco fue trasladado a otro barco en alta mar. El capitán y toda la tripulación se habían dejado sobornar a cambio de una importante suma de dinero.

    La travesía resultó tan suave como lo estaba siendo el otoño, pese a que hasta Siracusa nos llegó la noticia de que el tiempo había empeorado súbitamente en la bahía de Neápolis, donde se habían registrado lluvias tan intensas que habían acabado con la vida de varias personas. Sea como fuere, tanto la isla de Sicilia como el mar Jónico parecían ajenos a las inclemencias del tiempo. Era como si el azul del mar y el azul del cielo fueran una misma cosa, un solo cuerpo, únicamente roto por la línea de costa y la cadena montañosa de Ibla y, más al norte, por el cono volcánico del Etna. Sí, Sicilia era un mundo aparte incluso para nosotros, los romanos. Después de todo, tal y como solía decir uno de los maestros griegos que tuve durante la infancia, ninguna isla en el mundo era tan hermosa y estaba tan bien preparada para la tragedia como Sicilia. En ningún otro lugar del orbe se daban la mano con tanta naturalidad la vida y la muerte.


    12


    Pompeya olía a tinte, a fruta podrida y a vino caliente, como siempre. No obstante, las frías temperaturas y las lluvias torrenciales caídas durante las calendas* de noviembre habían limpiado la atmósfera de efluvios y retardado el proceso de fermentación de los desperdicios, por lo que resultaba agradable pasear por sus calles. Siempre me había gustado aquella ciudad de comerciantes y millonarios, su privilegiada situación frente a la bahía de Neápolis, junto a la desembocadura del río Sarno y con el fabuloso monte Vesubio guardándole las espaldas. Sobre todo me gustaba en los días soleados, cuando desde cualquier punto de la ciudad se veía refulgir la cumbre nevada del Vesubio como si fuera oro blanco. Había algo de irreal en la escena, como también lo había en la mayoría de los habitantes de la ciudad, una mezcla singular de etruscos, samnitas, romanos y gente adinerada que intercambiaban el vino, la lana y los cereales de la región por artículos de lujo, tales como cristal, papiro, joyas, frutos secos o especias. En pocos lugares del imperio la vida era tan agradable y tranquila como en Pompeya. Sus anchas calles, sus abundantes fuentes, que acompañaban al paseante con su sereno rumor, sus numerosas tiendas, en cuyos mostradores no faltaba de nada, sus grandes villas, su bullicioso foro, sus suaves y cortos inviernos, sus deliciosas y largas primaveras, en las que la fragancia de las flores y el dulce sabor de la fruta se eternizaba, sus cálidos veranos y sus coloridos otoños, todo estaba diseñado para que la vida pareciera un sueño ocioso. Hacía diez años que mi padre había comprado una villa en el centro de la ciudad y desde entonces no había pasado ningún año sin ir a Pompeya. En algunos casos, siguiendo la estela de mi amada Claudia, había permanecido entre sus murallas durante largas temporadas, por lo que la ciudad estaba indeleblemente unida a mis mejores recuerdos.

    El Griego vivía junto a las Termas Estabianas, a pocos pasos de donde mi padre poseía su villa. Desde el atrio hasta el peristilo, su vivienda estaba sembrada de adelfas, cuyo intenso aroma impregnaba todas y cada una de las estancias. ¿Pero acaso no estábamos a punto de entrar en el invierno? Pompeya tenía esas cosas. Era la ciudad de los milagros y de la abundancia. Los capullos no necesitaban la primavera para florecer. Les bastaba con la suave caricia de la brisa que llegaba desde la bahía, el rumor de las olas y la presencia del sol. Un criado nos condujo hasta la biblioteca, donde Estéfanos dirimía con otro miembro de la servidumbre un asunto doméstico.

    —Cuatro sestercios son para Modestus, el panadero. Seis más para Vesonius, el pañero. Con el resto compra vino de Falerno. ¡Y procura que no te vuelvan a vender vino local, que es cuatro veces más barato y ocho veces peor! Dile a ese truhán de Caecilius que el vino es para tu amo, Estéfanos, y no para ti. ¿Lo has apuntado todo, Marcus?

    Luego, fijando su atención en nosotros, exclamó:

    —¡Claudia! Estaba seguro de que tardarías más tiempo en regresar desde Sicilia.
    —El mar estaba en calma, y los vientos nos fueron favorables -respondió Claudia.
    —Lo que es un buen augurio para el trabajo que tenemos pendiente. ¿Es este tu amigo?

    Según parecía, Claudia ya había puesto en antecedentes a nuestro anfitrión. Incluso se había atrevido a contratar sus servicios sin siquiera consultármelo.

    Estéfanos me dedicó una mirada decorada con una amplia sonrisa. Y yo le pagué con la misma moneda. Se trataba de un hombre alto y huesudo, de tez cetrina y mirada limpia. Tenía abundante cabello, que llevaba desordenado, y sus manos, largas y nudosas como el resto del cuerpo, descansaban sobre una hermosa mesa de madera de limonero, una pieza a todas luces excesivamente cara para las posibilidades económicas de un retórico.

    —El mismo, Manio Manlio Escévola. Aunque ahora se hace pasar por uno de mis esclavos. Su nombre en clave es Rufus.

    Dicho esto, El Griego se dirigió a mí al tiempo que garabateó algo en un papiro que sacó de un cajón.

    —¿Eres tú el inquilino de la casa de Varrón? — me preguntó. Se refería a Marco Terencio Varrón, el más sabio de los ilustres vecinos de Pompeya, cuya villa había sido adquirida por mi familia tras su muerte.
    —Así es, yo soy el dueño de la casa de Varrón. O mejor dicho, lo era, ya que ahora no soy dueño de nada. Ni siquiera de mi destino.

    Estéfanos volvió a apuntar algo. Luego añadió:

    —Nada hay tan poco ordenado como la cabeza, pues su obligación es poder atender muchos asuntos a la vez, por eso es conveniente fiarle la memoria al papel. Lo que uno escribe en un papel queda fijado para siempre, de modo que, antes de ponernos a divagar sin ton ni son, escribamos nuestros pensamientos para que adquieran orden y sentido. Empecemos por el principio. Cuéntame el caso de tu padre.
    —¿Acaso no lo conoces?
    —Claro que lo conozco. Claudia me lo ha contado todo, pero una cosa es lo que yo pueda conocer, y otra muy distinta lo que tú puedas contarme.

    Era la enésima vez que tenía que contar lo mismo. Incluso yo había empezado a dudar de mis propias palabras, de mi historia, como si la realidad y la fantasía fueran una misma cosa, como si no supiera distinguir la una de la otra. Traté de narrar lo sucedido de manera sucinta:

    —A finales del mes de septiembre regresé a Roma después de haber pasado dos años con Germánico en Asia. Se suponía que había sido llamado a Roma para ser nombrado tribuno del ejército. Con esa excusa, mi padre me invitó el mismo día de mi llegada a presenciar un espectáculo de gladiadores en el anfiteatro. A la salida del mismo, mi padre fue asesinado. Un desconocido le clavó en la espalda la daga que había comprado para emplearla en un sacrificio ritual. Pensaba sacrificarle un buey blanco a Júpiter para darle las gracias por haberme traído sano y salvo a casa. ¡Qué ironía del destino! Con mi padre agonizante en el suelo y el arma homicida en la mano, pedí ayuda a los transeúntes. Estos pensaron que yo era el asesino, por lo que fui detenido, acusado de haber asesinado a mi padre. De nada sirvió que mi abogado defensor, un joven llamado Marco Octavio Quartio, tratara de demostrar que yo había visto en la escena del crimen a un hombre sospechoso, un tipo alto tocado con una capucha y cuyo aliento apestaba a ajo. El mismo hombre que, al parecer, ha tenido que ver recientemente con la muerte de Marcial, uno de los esclavos de mi padre. El tribunal tampoco tuvo en cuenta el hecho de que un misterioso hombre le debiera a mi padre dos millones de sestercios. Fui condenado a muerte por parricidio y arrojado al río Tíber dentro de un saco cosido por su boca, en compañía de un perro, un mono, una serpiente y una víbora, tal y como prescriben nuestras leyes. Sin embargo, la diosa Fortuna me libró de la parca y me entregó a un mangón que me convirtió en su esclavo bajo el nombre de Rufus. Con ese nombre fui vendido a un publicano de nombre Petreyo, encargado de explotar la cantera del Paraíso, en Siracusa. Por último, viendo que no tenía futuro como contable, le propuse a mi amo que me vendiera a Claudia por el doble de lo que él había pagado. Aceptó. Eso es todo.
    —Tengo entendido que la muerte de tu padre está vinculada al asesinato de otros cuatro senadores romanos, cuyos hijos fueron acusados y condenados a muerte -dijo Estéfanos.
    —Los nombres de esos cuatro senadores son Publio Craso, Gayo Porsena, Lucio Bilieno y Quinto Severo -intervino Claudia.

    El Griego tomó nota de los nombres.

    —En todos los casos el acusador fue Domicio Afer, el abogado favorito de Tiberio -añadí yo.
    —Lo que nos lleva a pensar que Tiberio está detrás de estas muertes., ¿no es así? — razonó Estéfanos.
    —En efecto -dije.
    —¿Y qué hay del préstamo y del misterioso personaje que lo recibió?
    —Al parecer, mi padre retiró medio millón de sestercios en cuatro ocasiones, entre los meses de mayo y junio. Su administrador asegura que se trató de un préstamo a una persona que quería guardar el anonimato, por lo que su nombre no quedó registrado en ningún documento -me expliqué.
    —Francamente, no creo que Tiberio tenga nada que ver en este asunto tan complicado. Los crímenes que ordena Tiberio suelen ser más escabrosos, menos sutiles. Este, en cambio, es demasiado complejo, demasiado sofisticado -indicó El Griego.
    —¿Sofisticado? — repetí la palabra sin salir de mi asombro. Jamás había oído a nadie emplear semejante término para referirse a un crimen.
    —Sí, Rufus. Los cinco senadores asesinados eran hombres inmensamente ricos, y todos eran a su vez padres de un solo hijo, con lo que en el supuesto de que condenaran a estos por parricidio, Tiberio sería el principal beneficiario. En mi opinión, el asesino de tu padre se aprovechó precisamente de esta circunstancia para desviar la atención, para que todos mirásemos hacia el emperador.

    Que Estéfanos me llamara Rufus me irritó, pues era lo mismo que despojarme de mi verdadera identidad, apartarme de mis orígenes. Me sentí humillado y rebajado. Claro que tal vez El Griego trataba de acostumbrarse a mi nueva identidad, a mi nuevo nombre, por lo que era imprescindible que yo hiciera lo mismo.

    —¿Y no es así?
    —En parte, sí. En parte, no.
    —¿Qué diablos quieres decir?
    —Por ejemplo, que un desconocido le debía dos millones de sestercios a tu padre, con lo que alguien, además de Tiberio, ha salido beneficiado con su muerte. Y no solo hablo del beneficio económico. Me refiero a que esta persona, al cargarle el muerto a Tiberio, sabía que no habría ninguna investigación oficial, dada la naturaleza divina de nuestro emperador. Sí, haciéndonos creer que Tiberio era el responsable de todo, el verdadero culpable evitaba una investigación más seria.

    Estéfanos tenía una voz armónica y melodiosa, y hablaba un perfecto latín, sin acento extranjero, lo que no dejó de sorprenderme.

    —¿Puedo hacerte una pregunta, Griego?
    —Naturalmente.
    —¿Cómo piensas resolver este caso?

    Estéfanos esbozó una sonrisa que mostraba la confianza que tenía en sí mismo.

    —Muy fácil. Preguntando. Interrogando a las personas adecuadas. Creo que lo primero que tenemos que hacer es tratar de establecer todos los nexos de unión que existían entre los cinco senadores asesinados. ¿Tenían entre ellos negocios o socios en común? ¿A todos les debían grandes sumas de dinero? ¿Qué ha pasado con los negocios de cada cual, en qué manos han recaído? Resumiendo: primero hemos de buscar todas las teselas, antes de ponernos a confeccionar el mosaico. De no hacerlo así, siempre tendremos una visión parcial de los hechos. Una visión incompleta.
    —¿Por dónde piensas empezar?
    —Por Tiberio, naturalmente. Él es nuestro principal sospechoso, ya que es el principal beneficiario de las fortunas de los senadores asesinados, según acabamos de establecer.

    No podía creer lo que acababa de oír, salvo que aquel altivo griego se hubiese vuelto loco de remate.

    —¿Pretendes interrogar al mismísimo emperador Tiberio? Te mandará cortar la lengua antes de que tengas tiempo de abrir la boca, y la cabeza antes de que puedas pestañear.
    —Si existe alguien en el mundo a quien Tiberio jamás le haría daño, esa persona soy yo. Soy amigo íntimo de Tiberio desde que estuvo en Rodas, y si he logrado conservar la vida y su amistad es precisamente porque sé qué es lo que quiere escuchar en cada momento. Hasta los mayores monstruos tienen su corazoncito.
    —Tengo entendido que Tiberio no soporta a nadie que le recuerde su exilio en Rodas -le hice ver, pues ese era el rumor que circulaba por Roma.
    —Y así es. Por eso yo jamás menciono la palabra «exilio», prefiero decir «estancia». Por eso yo jamás hablo con él de política. Solo hablamos de retórica o, lo que es lo mismo, solo hablamos retóricamente. Lo que significa que, en ocasiones, nuestras conversaciones no tienen otra finalidad más que la de procurarnos satisfacción mutua. Hablamos sin el propósito de llegar a ninguna conclusión, a ninguna meta preestablecida, por el simple deleite que supone poder hablar sin que lo dicho tenga necesariamente que trascender del ámbito privado. Hablar en público supone siempre una responsabilidad, ya sea quien hable un simple retórico, como yo, o el mismísimo emperador romano, como Tiberio. Por contra, hablar por hablar, sin cortapisas externas o de protocolo, distendida-mente, incluso desenfadadamente, es a veces la mejor medicina para el espíritu. Aunque no lo parezca, Tiberio aprendió muchas cosas buenas durante su estancia en Rodas.
    —Para hablar con Tiberio tendríamos que viajar hasta Roma -hice notar.
    —Es posible que más adelante tengamos que viajar hasta Roma, pero por ahora no es necesario. Tiberio está descansando en MiseneS, en la casa de campo de Lúculo*. Lleva allí desde las calendas de noviembre. Mañana cruzaremos la bahía en el trirreme de Claudia.
    —¿Cuál será mi papel? — me interesé.
    —Serás mi ayudante. Si estás conforme, recoge tus cosas de casa de Claudia y preséntate aquí mañana justo antes de que amanezca…, Rufus.
    —Así lo haré.
    —Y yo, ¿qué puedo hacer además de prestaros el barco? — intervino Claudia, que tampoco quería quedarse fuera de aquel negocio.
    —Investiga a qué se dedicaban los cuatro senadores que fueron asesinados con anterioridad a Graco Manlio Escévola. Recaba toda la información que te sea posible. Trata de averiguar si existía entre ellos algo en común. Lo que sea. Cualquier detalle puede ser el hilo que nos conduzca hasta la madeja.

    Cuando salimos al atrio, la fragancia de las adelfas había sido suplantada por el fuerte aroma del garum. Era la hora decimoprimera** y la cena aguardaba a Estéfanos servida en el triclinio. Me llamó la atención que la pared del comedor no estuviera decorada con una pintura al fresco u otro motivo ornamental, sino con una inscripción que decía: «No mires insinuantemente a la mujer de otro hombre. No seas grosero en tus conversaciones. No te enfades ni utilices un lenguaje ofensivo: si no sabes controlarte, vete a casa». Toda una declaración de principios.

    —¿Qué te ha parecido? — me preguntó Claudia una vez hubimos alcanzado la calle.
    —Demasiado autosuficiente y excesivamente empalagoso. ¡Todos los griegos creen que son sabios por el simple hecho de haber nacido en Grecia! Por lo demás, me gusta.
    —Es posible que sea todo lo que dices, pero conoce personalmente a Tiberio. Además, es sagaz y decidido como ningún otro hombre y, por qué no decirlo, también una bellísima persona.
    —Sin duda estás impresionada.
    —Lo estoy desde la primera vez que vi a Estéfanos impartir una clase. Yo tenía entonces nueve años.

    Yo había conocido a Claudia precisamente cuando ella tenía nueve años. Una de las cosas que recordaba era que siempre que tenía que ir a clase, lo que suponía nuestra separación momentánea, yo trataba de impedirlo lanzándoles piedras a sus profesores. De esa manera, Claudia y yo podíamos pasar más tiempo juntos. Sin embargo, no recordaba a Estéfanos entre mis víctimas.

    —Ningún retórico le da clases a una niña de nueve años -le hice ver.
    —Cuando Estéfanos se estableció en Pompeya, comenzó impartiendo clases como maestro, luego pasó a ser gramático y por último ascendió a retórico, que es lo que sigue siendo ahora.
    —Sin duda la carrera soñada por cualquier preceptor de jóvenes -dije en voz alta, a modo de reflexión.

    En esos pensamientos andaba metido cuando fui a chocar contra un comerciante de paños, seguido por una corte de esclavos que cargaban con la mercancía que acababan de recoger en el puerto.

    —¡Dile a tu esclavo que mire por dónde anda, o tendré que enseñarle a caminar por la calle mientras le fustigo la espalda con un látigo! — exclamó hecho un energúmeno.
    —¡Ah, Pompeya, tan hermosa y a la vez tan mal educada! — exclamó Claudia, al tiempo que suspiraba profundamente-. Las personas con prisas tendrían que ser enviadas a Roma o, mejor dicho, Roma debería ser el destino obligatorio de las personas que corren por la vida en vez de dejar que la vida corra por ellas, lentamente, como discurre una gota de miel por la garganta. ¿Por qué huir de la vida en vez de disfrutarla, de saborearla? ¿Por qué atragantamos? ¿Por qué esconderse entre cuatro paredes del sol, del aire puro y de los bellos paisajes que la naturaleza nos ofrece? La gente desconoce que la verdad es lo único que nos lleva a alguna parte, que la verdad es el único viaje que merece la pena. ¿Cómo se llama esa ciudad de la Galia Narbonense a la que son enviados los exiliados de Roma?
    —Massilia*.
    —Pues deberían convertir Roma en una nueva Massilia. Encerrar allí a la gente que vive con prisas y dejar que el resto vivamos tranquilos en otros lugares.
    —Sigues siendo una romántica y una idealista.
    —Por eso nunca podrán echarme de Pompeya ni de ningún otro lugar hermoso -me respondió Claudia.

    Pusimos rumbo a su casa, una hermosa villa construida al más puro estilo pompeyano, que lindaba con la mansión del comerciante de vinos Volturcio.

    Al margen de la curiosidad que en mí despertaba el personaje -un tipo grande y risueño que se pasaba la vida recitando poesías-, siempre me había llamado la atención el mosaico que presidía la entrada principal de aquella casa. Representaba a un perro negro con manchas de pelo blanco, tumbado sobre el suelo, con un collar rojo y atado a una gruesa cadena, en actitud vigilante, bajo cuyas patas rezaba la siguiente advertencia: «Cave canem» (¡Ten cuidado con el perro!). Me maravillaba el diminuto tamaño de las teselas del mosaico, así como la belleza y la delicadeza de su conjunto, propias de la casa de un poeta. El problema era que, de tanto contemplar obnubilado el mosaico que advertía de la presencia de un can, uno se olvidaba de la existencia del verdadero perro, con lo que su aparición solía provocar un gran sobresalto entre quienes nos parábamos a contemplar la obra de arte.

    Me detuve a admirar por enésima ocasión el mosaico del «Cave canem» y me preparé para recibir el saludo hosco y destemplado del perro de la casa. Esta vez no estaba dispuesto a que me cogiera por sorpresa. Transcurridos un par de minutos, viendo que el animal no hacía acto de presencia, le pregunté a Claudia:

    —¿Y el perro de Volturcio?
    —Murió. Ahora solo queda el mosaico -me informó.

    Pensé que mi caso era precisamente el contrario: yo estaba vivo, pero me faltaba juntar todas las teselas para que el mosaico cobrara sentido, para que la cara del hombre que había asesinado a mi padre quedara al descubierto, según las palabras de Estéfanos.


    13


    Cualquiera que supiera que en unas pocas horas iba a ponerse delante de Tiberio, tenía derecho a temblar. El anecdotario de nuestro emperador estaba repleto de desplantes, insultos, amenazas e incluso estrangulamientos con los que agasajaba a muchos de sus invitados. Saber además que mi anfitrión era un griego de Rodas, lugar donde Tiberio había pasado un largo y difícil exilio cuando era joven, no ayudaba a mejorar la situación, a pesar de que El Griego aseguraba que su presencia no solo era un salvoconducto para que Tiberio nos recibiera, sino también una garantía de que el humor de nuestro emperador no iba a cambiar repentinamente, tal y como muchos contaban que ocurría.

    El trirreme de Claudia nos condujo raudo de una punta a otra de la bahía de Neápolis, en una travesía que resultó más fácil y plácida que lo que hacían suponer el frío y el viento reinante. No obstante, volví a marearme. Gracias a Júpiter, solo había desayunado un vaso de agua, con lo que no vomité. Tenía la sensación de que el estómago me subía y bajaba, pese a que el mar estaba relativamente en calma, y que las piernas me sostenían con dificultad.

    —Estás pálido como un muerto -observó Estéfanos.
    —Es el mar -dije.
    —No, Rufus, son los nervios, y el miedo que produce un encuentro con Tiberio. Ya lo he visto otras veces. Después de todo, se trata del hombre más poderoso del orbe. Mientras no digas una inconveniencia o cometas una torpeza, no has de temer nada. Recuerda que eres mi ayudante. No hables sin mi consentimiento y todo irá bien. Sé cómo manejar a Tiberio.

    Y luego, tras escrutarme con la mirada que el profesor le dedica al alumno, me preguntó:

    —¿Qué sabes tú de Tiberio?
    —Sé lo que todos comentan. Que ha matado a su hermano Agripa y perseguido a su madre y a sus nietos.
    —Tiberio es un hombre atormentado, fruto de los reveses que le ha dispensado la vida. Perdió a su padre a los nueve años. Luego se casó con Agripina, con la que tuvo un hijo, Druso. La muerte se lo arrebató y a continuación se vio obligado a repudiar a su mujer para casarse con la hija de Octavio Augusto, Julia, mujer cuyo comportamiento dejaba mucho que desear. Después perdió a su hermano Druso, al que amaba profundamente. Tanto que no tuvo inconveniente en volver a pie desde Germania acompañando al cortejo fúnebre. Fue nombrado cuestor, pretor y cónsul. Y cuando ya parecía que la gloria no le abandonaría jamás, decidió retirarse a la isla de Rodas, para no interferir en los asuntos de la sucesión de Octavio Augusto. Ni siquiera allí se atrevió a acusar o repudiar a su esposa, quien no tenía freno a la hora de serle infiel. En Rodas, que fue donde yo lo conocí, se instaló en una casa modesta, sin guardaespaldas ni nadie que velase por su seguridad. Estando en Rodas, Octavio Augusto le concedió por fin el divorcio de Julia, pero al mismo tiempo le prohibió que regresara a Roma, con lo que su retiro voluntario se convirtió en exilio forzoso. Desde ese momento vivió en la isla amenazado, temeroso de que cualquiera pudiera acabar con su vida. La obstinación de su madre, no obstante, logró que aquel suplicio terminara al cabo de siete años, tras los cuales regresó a Roma. Muertos los hijos legítimos de Octavio Augusto, este aceptó adoptar a Tiberio y a su hermanastro Agripa, que se convirtieron en herederos del imperio. El resto ya lo conoce todo el mundo.
    —Sí. Cuando llegó la hora de repartir la herencia de Octavio Augusto, Tiberio decidió quedarse con todo, para lo que mandó asesinar a Agripa -completé yo la información.
    —Eso no está demostrado.
    —Quien llevó a cabo el crimen confesó haberlo perpetrado siguiendo las instrucciones de Tiberio -añadí. — Y él lo negó en el senado.
    —¿Qué otra cosa podía hacer?
    —Está bien, eres libre de pensar lo que quieras, pero, antes de juzgar a Tiberio, piensa que se trata de un hombre desequilibrado, al que el destino le ha otorgado más poder del que le correspondería por merecimiento propio.

    El aire puro de tierra firme me devolvió el color a las mejillas y me elevó el ánimo. No obstante, la primera noticia que nos llegó sobre la estancia de Tiberio en la villa campestre de Lúculo no auguraba una visita placentera. Según nos contaron, el propietario de la mansión había huido de la casa por temor a ser envenenado. Al parecer, Tiberio reaccionó ante esta ausencia considerando que el propietario le había regalado la villa, por lo que mandó venir a unos funcionarios para arreglar las escrituras de propiedad. Así era nuestro emperador.

    Lo que más me sorprendió de Tiberio fue encontrarme con un hombre grueso y robusto, de estatura mayor que la ordinaria, ancho de hombros y de pecho, y en general bien proporcionado, pero de edad avanzada. Su tez era blanca y, a pesar de no tener un cabello fuerte y espeso, lo llevaba largo, siguiendo la costumbre de los varones de su familia. Tenía los ojos grandes y expresivos. Y caminaba con la cabeza siempre baja, rumiando sus pensamientos en silencio, por lo que su aspecto era el de un hombre triste. También llamaba la atención su mano izquierda, más ancha que la derecha. Según contaban las malas lenguas, las articulaciones de su mano izquierda eran tan fuertes que con uno de sus dedos podía atravesar una manzana*.

    —¡Ah, Estéfanos, viejo amigo, cuánto me complace verte de nuevo! — exclamó Tiberio al ver al Griego.

    Y luego, acercándose a él, añadió bajando el tono de su voz:

    —Aunque sea en estas lamentables circunstancias. — ¿A qué circunstancias te refieres, César? — se interesó Estéfanos.
    —Mira a tu alrededor y dime qué ves -añadió Tiberio.

    También yo seguí la recomendación de nuestro emperador. El encuentro estaba teniendo lugar en el inmenso jardín de la casa campestre de Lúculo, un recinto fortificado con muros de mármol que guardaban las más diversas especies vegetales. Había palmeras de Siria y de Cartago; cipreses y olivos de Hispania; encinas y pinos romanos; manzanos de la Galia; naranjos y limoneros de Sicilia; y otras muchas clases de árboles que jamás había visto. La imponente figura de Tiberio, no obstante, eclipsaba toda aquella belleza, hasta el punto de que en un primer momento había pasado desapercibida para mí.

    —Veo un hermoso jardín flanqueado por muros de mármol -respondió El Griego.
    —Ese es el problema, Estéfanos, ese es el problema. — Si mi vista no ha perdido su agudeza, se trata de mármol de nuestra querida Rodas, ¿qué tiene de malo?
    —Nada, Griego, el mármol no tiene nada de malo. El problema es lo que se refleja en él.
    —A mejor calidad de la piedra, mayor es su reflejo. El buen mármol tiene la cualidad de reflejarlo todo -apuntó Estéfanos.
    —¡Incluso a los asesinos, Griego, incluso a los asesinos! ¡Por eso allí donde voy tengo que buscar lugares recubiertos del mejor mármol, pues mis enemigos son numerosos! ¿No es eso lo mismo que vivir encerrado en una jaula de oro?
    —¡Eres el César, Tiberio, nadie se atrevería a atentar contra ti! — exclamó Estéfanos.

    Yo conocía a mil hombres que de buena gana hubieran hundido sus dagas en el pecho de Tiberio.

    —Eso crees, pero te equivocas. He venido a Misene huyendo de Roma. Mañana pretendo visitar la isla de Capri, donde tal vez me haga construir un palacio y me traslade a vivir. Su clima es de lo más benigno, pero, sobre todo, se trata de una isla pequeña, con lo que podré controlar todo lo que pase a mi alrededor. La isla es solo abordable por uno de sus lados y por una rada muy estrecha. El resto son paredes escarpadas. Allí estaré a salvo de mis enemigos -expuso.

    «Y Roma a salvo de ti», pensé yo.

    —¿Tanto deploras Roma? — preguntó Estéfanos.
    —No hay un lugar en el mundo tan esplendoroso y nauseabundo al mismo tiempo. Pero donde sobran el lujo y la miseria, siempre acaba triunfando esta. Las cosas malas se contagian más y mejor que las buenas. Tal vez el problema esté en la propia naturaleza de las cosas, de los seres humanos, de ahí que un emperador pueda hacer bien poco. Y no me refiero a las cosas que son objetos, sobre los que pueden recaer derechos. Como comprenderás, yo puedo ir en contra de los partos, de los cartagineses, de los hispanos o de los galos y someterlos por la fuerza. En cambio, nada puedo hacer contra la naturaleza de las cosas, pues en esencia son inasibles. Las podemos nombrar, pero no las podemos aprehender. Ya sé que tengo fama de ser un cruel asesino, pero soy en realidad una excusa necesaria para todos aquellos que quieren cometer crímenes en Roma. Si asesinan a un senador, el pueblo dice que es cosa mía, que lo hago para acumular más riquezas, por envidia. Si el muerto es un simple ciudadano libre, entonces dicen que lo maté porque un día, al cruzarse conmigo en no sé qué calle, me miró mal o me dedicó unas palabras poco respetuosas. Si el muerto es un esclavo, también yo soy el culpable de su asesinato. «Lo mandó asesinar Tiberio por puro capricho, por diversión», dicen todos. Haga lo que haga, ocurra lo que ocurra, todos los crímenes que se cometen en Roma son obra mía según la opinión pública. Es cierto que no he dudado en confiscar las propiedades de mis adversarios, en particular las tierras de ciertos senadores, y las minas que explotan algunas sociedades de publicanos, pero eso no me convierte en el asesino que dicen. No, Estéfanos, nadie quiere comprenderme y, en consecuencia, tampoco yo puedo comprender a nadie. La relación entre un padre y un hijo ha de ser recíproca. Si el padre o el hijo no ponen nada de su parte, si uno de los dos falla, entonces la relación no funciona. Te aseguro que he hecho todo lo que estaba en mi mano para que mis hijos, el pueblo de Roma, me amaran y se sintieran orgullosos de su padre. Pero no he tenido éxito. He hecho servir en mi mesa viandas del día anterior con el propósito de dar ejemplo de austeridad y, sin embargo, la imagen que el pueblo romano tiene de mí es la de un derrochador, la de un manirroto. He intentado limitar la existencia de tabernas y de antros donde los hombres y las mujeres se entregan a toda clase de desenfrenos. Lo he hecho con el propósito de elevar el nivel espiritual de mis súbditos. He acometido numerosas obras públicas. He mandado erigir templos. He respetado y escuchado al senado. Sin embargo, lo único que he recibido a manos llenas son reproches. Nadie se ha acercado hasta mí para darme las gracias, como tampoco nadie confiesa que todos me utilizan para sus fines, para cometer sus crímenes impunemente.

    Nunca pensé que Tiberio pudiera sentirse atribulado, por lo que supuse que estaba fingiendo, que sus lágrimas eran de cocodrilo.

    —El poder tiene una hermana gemela: la incomprensión -sentenció El Griego-. Lo mismo ocurre con el presente, que no se entiende hasta que se ha convertido en pasado, hasta que no se ha transformado en Historia. El tiempo cura las heridas del espíritu, Tiberio, porque él guarda lo esencial de cada ser humano, porque nos permite contemplar el espejo que es el alma. El tiempo elimina la carne, destruye los despojos y saca a relucir la verdad. Espera a que llegue el momento de la Historia, Tiberio, ella será la que te juzgue para la eternidad.

    Tiberio asintió, a pesar de que su barbilla permanecía anclada en su cuello en todo momento.

    —Somos herencia, y en herencia nos convertiremos, ¿no es así, amigo?
    —Puede decirse de esa manera, sí.
    —Ahora dime, Estéfanos, ¿a qué debo el honor de tu visita?
    —Al simple placer que me produce tu compañía y tu conversación -respondió El Griego.

    Estaba claro que Estéfanos servía perfectamente para la política. Estaba preparado para decir una cosa en privado y defender la contraria en público. El hecho de que fuera capaz de decirle a Tiberio que disfrutaba con su compañía y con su conversación me revolvió el estómago. Si Roma estaba en plena decadencia, era precisamente gracias a Tiberio, a su política, a sus costumbres disolutas, a su libertinaje, a su crueldad, vicios que habían acabado por prender en el pueblo romano. En eso nuestro César sí que tenía razón: las cosas malas se contagiaban con mayor facilidad que las buenas.

    —Me congratula oír eso. Yo también disfruto con tu compañía. Son pocos los hombres que no me temen o me odian, ya por mi condición de César, ya por mi supuesta naturaleza de monstruo. Siempre que alguien se acerca a mí, es para pedirme algo. Es lo único para lo que sirvo.
    —Detesto juzgar a la personas, porque ninguna es virtuosa o malvada del todo. El color del hombre es el gris, que es el color que resulta de unir el blanco y el negro. El hombre perfecto no existe, como tampoco el hombre imperfecto del todo, de pies a cabeza. Cada hombre es un ser único y diferente, ¿cómo entonces siendo yo diferente a ti puedo permitirme juzgarte? ¿Acaso estoy dentro de ti para saber qué piensas y cómo sientes? Si algo así fuera posible, entonces yo no sería un ser de este mundo -dijo Estéfanos.
    —Tus respuestas son siempre prudentes, como tu espíritu. Es más fácil juzgar que ser verdaderamente justo. Si los griegos no estuvierais tan mal vistos entre nuestros senadores, te obligaría a gobernar conmigo -dijo Tiberio.
    —Me faltaría firmeza para gobernar. Ni siquiera soy capaz de evitar que mis propios esclavos me sisen, ¿cómo podría administrar un imperio? Resultaría un fracaso.
    —Para gobernar un imperio tendría que bastar con la verdad, pero ni siquiera yo guardo esperanzas de encontrarla.
    —El oro no vale nada comparado con la verdad, que es un bien aún más escaso -sentenció El Griego.
    —No me encuentro bien. Voy a entrar en la casa, ¿deseas algo más de mí, amigo? — dijo Tiberio dando por concluida nuestra entrevista.
    —Volver a veros pronto, eso deseo -concluyó Estéfanos.

    Dicho esto, El Griego besó la mano de Tiberio, inclinó la cabeza, giró sobre sí mismo y se encaminó hasta donde yo me encontraba.

    —Ni siquiera le has planteado una sola pregunta -le reproché a Estéfanos con la boca pequeña una vez que lo tuve cerca.
    —No ha hecho falta formular ninguna pregunta. El propio Tiberio se ha encargado por sí mismo de responderlas. Lo esencial en una conversación no está en las preguntas o en las respuestas, sino en saber leer entre líneas, en saber interpretar lo que nos han dicho. De nada sirve que uno grite si quien escucha está sordo.
    —¿De veras? Yo solo he oído a un tirano gimotear.
    —Los gimoteos forman parte de la escenografía, del envoltorio. El estilo de Tiberio es siempre oscuro y afectado. Por eso habla con frases entrecortadas. Pero tras esa máscara, Tiberio nos ha dicho muchas cosas que tienen que ver directamente con el caso de tu padre.
    —No he oído a Tiberio hablar de mi padre -seguí con mis quejas.
    —Sí lo ha hecho. Nos ha dicho que huye de Roma precisamente porque está cansado de que la gente utilice su nombre para ocultar sus faltas, sus delitos. Nos ha dicho que siempre que ha querido acabar con un adversario, lo ha hecho de frente, sin ocultarse, ya que la ley le permite no tener que esconderse de nada. Nos ha dicho que la situación se le ha escapado de las manos y que por esa razón está buscando un lugar donde refugiarse. Nos ha dicho que el emperador de Roma desconfía de sus súbditos tanto como ellos de él. Rufus, te guste o no te guste, Tiberio es un monstruo, pero no es el asesino de tu padre.
    —¿Qué haremos ahora? — pregunté, pues para mí todos los callejones carecían de salida.
    —Ha llegado el momento de viajar a Roma, el escenario de los crímenes.

    El nombre de Roma me devolvió el ánimo. En Roma había nacido, en Roma me había criado y en Roma esperaba recobrar de nuevo la fortaleza necesaria. Allí confiaba en poder recuperar la libertad y la dignidad perdidas, y con ellas reparar de camino el descalabro de mi hacienda y mi buen nombre. El nombre de una familia patricia, sin mácula, que una conjura de hombres aprovechados había querido destruir. Sí, Roma tenía una deuda conmigo y había llegado el momento de reclamársela.


    14


    Los vientos contrarios nos impidieron navegar desde Pompeya a Ostia en el trirreme de Claudia, por lo que tuvimos que viajar por carretera. Recorriendo cuarenta millas* diarias, podíamos llegar a Roma en cuatro jornadas. Gracias a Júpiter, Claudia disponía del modelo de carpentum** más lujoso de cuantos se fabricaban, lo que hizo más cómodo el traslado. En realidad, el habitáculo del carpentum estaba organizado como un triclinio, con tres lechos cubiertos con colchones de plumas y almohadones en torno a una mesa cuadrada. En cada uno de los lechos había un recipiente con agua limpia y una toalla. En cuanto al suelo, estaba tapizado con alfombras traídas de Oriente sobre las que habían arrojado pétalos de flores. Claudia había dispuesto además unos vasos de vino de Falerno con miel, un cálamo, un tintero y varios papiros, que descansaban sobre la mesa.

    —¿Acaso celebramos algo? — pregunté, tras contemplar aquel escenario que poco o nada tenía que ver con un transporte de viajeros.
    —Tal vez la tortuga haya dejado de caminar tan lenta -dijo Claudia empleando una metáfora un tanto extravagante que ni yo ni Estéfanos supimos descifrar convenientemente. Y al ver que ambos nos mirábamos el uno al otro con extrañeza, añadió-: Le mandé un correo a Marco Octavio Quartio para que investigara lo que me dijiste, Estéfanos, y ha hecho descubrimientos bastante interesantes. Acabo de recibir su informe. Lo he dispuesto todo para que podamos seguir trabajando mientras viajamos.
    —Somos todo oídos, querida Claudia -intervino El Griego.

    Claudia desenrolló uno de los papiros que descansaban encima de la mesa antes de arrancarse a hablar:

    —Publio Craso fue el primer senador asesinado y tenía como principal negocio la explotación de las minas de plata de Cástulo, en Hispania. Gayo Porsena, el segundo en la lista, era el mayor fabricante de lapis specularis*** del imperio. Por su parte, Lucio Bilieno se dedicaba a los negocios inmobiliarios. Poseía medio centenar de edificios de alquiler en Roma y otras tantas fincas rústicas, además de intereses en una empresa de tala de bosques. En cuanto al cuarto senador asesinado, Quinto Severo, tenía participación en varias sociedades de publicanos que se dedicaban a la fabricación de tinta negra para la escritura y de tintes para los tejidos. Ahora viene lo mejor. Los cuatro senadores habían vendido acciones de sus empresas por la suma de medio millón de sestercios cada uno.
    —Que si los multiplicamos por cuatro, dan la cifra de dos millones de sestercios. Es decir, la cantidad que el senador Graco Manlio Escévola retiró personalmente, la cantidad que el senador prestó «sin garantías» -intervino Estéfanos golpeando el yeso transparente de la ventana.
    —Todavía hay algo más. La compra-venta de estas acciones se efectuó entre los meses de mayo y junio, coincidiendo con la retirada de las cantidades por parte del senador Graco Manlio Escévola -añadió Claudia.
    —Ahora solo falta que nos des el nombre de la persona que compró estas participaciones, y tendremos al asesino.

    Claudia esbozó una tímida sonrisa que era de por sí una invitación a la decepción, al menos en parte.

    —Ahí es donde está el problema. El nombre que figura en los estatutos de las sociedades y en los registros de los censores es el de un liberto llamado Antonio.
    —Y crees que el verdadero dueño de las acciones es un adfin* del tal Antonio.
    —Así es. No creo que ningún senador se prestara a venderle una participación en su sociedad a un vulgar liberto, salvo que detrás de este personaje se esconda otra persona más importante.
    —¿Te suena el nombre de Antonio? — me preguntó Estéfanos.
    —No -respondí sin poder ocultar mi desconcierto.
    —No perdamos más tiempo. Busquemos al tal Antonio e interroguémosle. ¿Sabes dónde vive? — añadió El Griego.

    Claudia consultó sus notas.

    —En Preneste. Tiene fijada su residencia en Preneste.
    —A una jornada de Roma viajando hacia el noreste, ¿no es así?
    —En efecto, a una jornada de Roma.
    —¡Un momento! ¡No entiendo una sola palabra! — me quejé, pues me estaba perdiendo en aquel maremagno de términos técnicos y de nombres que no me decían nada.
    —Está muy claro, Rufus -trató de hacerme ver El Griego.
    —¡Manio, me llamo Manio! ¡No quiero que nadie vuelva a llamarme Rufus! — me sublevé, harto de tener que compartir mi verdadera identidad con el esclavo Rufus.
    —Está bien, Manio, cálmate. Atiende. Sabemos que tu padre le prestó dos millones de sestercios a un desconocido y que dividió el pago en cuatro entregas. Cada una de ellas por un importe de medio millón de sestercios. Una clase de préstamo inusual, salvo que la persona que lo reciba sea una garantía por sí misma. ¿Y qué persona puede ser una garantía por sí misma? Desde luego, alguien importante. ¿Conforme? Ahora descubrimos que los cuatro senadores que fueron asesinados antes que tu padre habían vendido acciones de sus sociedades por valor de medio millón de sestercios cada uno a un liberto llamado Antonio. Si multiplicamos por cuatro esta cifra, obtendremos que la cantidad invertida por el liberto Antonio coincide con la suma prestada por tu padre, pero como la lógica nos indica que el senador Graco Manlio Escévola no iba a prestarle tanto dinero a un vulgar liberto (piensa que incluso se tomó la molestia de retirar él mismo el dinero), podemos deducir que el tal Antonio oculta al verdadero dueño de las acciones, es decir, a un adfinS. ¿Lo entiendes ahora?
    —Más o menos. Pero si entiendo que esta misteriosa persona haya podido asesinar a mi padre para evitarse pagar la deuda que tenía contraída con él y que desee que su nombre no figure en ningún registro, no comprendo qué necesidad tenía de asesinar a los cuatro senadores restantes, cuando, según parece, ya había conseguido introducirse en el accionariado de sus respectivas sociedades.

    El Griego golpeó la mesa con el cálamo en una clara muestra de impaciencia. Luego expuso con vehemencia:

    —Ahí es donde está nuestro error, en creer que el asesino mató a tu padre para librarse de tener que pagar la deuda que tenía contraída con él o en que iba a conformarse con unas pocas acciones. Nuestro hombre aspiraba a algo más, quería el control absoluto. Y no unas pocas migajas. En este punto es donde aparece Tiberio. El asesino eligió cuidadosamente a sus víctimas, de modo que, al ser eliminados sus herederos (recuerda que todos los senadores solo tenían un hijo y que todos fueron condenados a muerte acusados de parricidio), el beneficiario de los bienes, según indican las leyes romanas, sería Tiberio. Sin embargo, hay un detalle que no debemos olvidar. Las empresas que explotan bienes públicos son simples concesionarias, y las concesiones se sustentan sobre contratos que nunca exceden de los cinco años, por lo que cuando estos expiran por la causa que sea (la muerte del publicano o socio mayoritario sin heredero, por ejemplo), la explotación revierte en el Estado, que las saca de nuevo a subasta. Resumiendo: nuestro asesino lo quería todo, salvo los bienes materiales que por ley irían a parar obligatoriamente a manos de Tiberio y de los acusadores. Y para poder optar a la concesión de estos negocios tras la muerte sin herederos de sus socios mayoritarios, nada mejor que presentarse a la subasta pública disponiendo de una participación, teniendo un pie dentro de la sociedad que se quiere absorber. Si como sospecho este individuo es además una persona influyente, no tendrá problemas para que le sean adjudicadas todas estas concesiones, incluidas las salinas que explotaba tu padre. Piénsalo, Tiberio quiere riquezas, propiedades, joyas, esculturas y, sobre todo, dinero contante y sonante, pero no tiene ningún interés por gestionar una mina, una empresa dedicada a la tala de bosques o una salina, cuando estas son concesiones propiedad del Estado. ¡Tiberio es el Estado! ¡Y a Tiberio no le gusta robarse a sí mismo!
    —¿Y Domicio Afer cómo encaja en este asunto?
    —Afer no trabaja para Tiberio en esta ocasión, sino para nuestro hombre misterioso. Él acusaba de parricidio a los hijos de los senadores y a cambio obtenía una cuarta parte de los bienes de la víctima. Un pellizco más que considerable.
    —Es decir, yo tenía razón en cuanto a que Tiberio se veía beneficiado por la muerte de mi padre, aunque fuera de manera involuntaria. Y tú tenías razón por cuanto existe una tercera persona que ha sacado una mayor tajada de todas estas muertes. ¿Quién diablos puede tener una mente tan retorcida?
    —Sin duda, un hombre de negocios en apuros -razonó Estéfanos.
    —¿Por qué en apuros?
    —Porque de no estar en apuros no se hubiera visto en la obligación de pedirle un préstamo a tu padre.
    —¿Conoces a algún hombre de negocios que esté en apuros? — proseguí el interrogatorio.
    —Casi todos los hombres de negocios pasan por apuros en algún momento, pero respondiendo a tu pregunta, sí, conozco a un importante hombre de negocios que ha tenido una mala racha últimamente.
    —¿Quién es? ¿Cómo se llama?
    —Aguarda hasta que lleguemos a Roma. Tendrás que esperar hasta que hablemos con el liberto Antonio. Entonces podré darte el nombre que tanto anhelas oír. Siempre y cuando yo no esté equivocado. No quiero precipitarme innecesariamente. Solo quiero decirte que otro hombre que no hubiera sido yo jamás habría resuelto este caso.
    —¿Qué quieres decir?
    —Que me tienes que dar las gracias a mí -intervino Claudia, satisfecha por como estaban ocurriendo las cosas.

    El traqueteo del coche, unido a los altibajos de la conversación, me hizo sentirme repentinamente indispuesto.

    —Creo que voy a vomitar -dije.
    —En esta ocasión no hay un mar proceloso o la figura de un emperador que justifique tu indisposición -me recriminó Estéfanos.
    —Supongo que es la náusea que provoca la verdad cuando uno sabe que está próximo a ella -le respondí.
    —Entonces aún tendrás que convivir con esa náusea unas cuantas jornadas más. Entre cuatro y cinco -me replicó.

    En otras circunstancias yo no hubiera tenido inconveniente en pernoctar en el carro, pero como éramos tres personas y Claudia abogaba además por disponer de un dormitorio para ella sola y de una buena palangana para poder asearse convenientemente, acordamos parar para pasar la noche en un albergue de carretera.

    Gracias a los fuertes ronquidos de Estéfanos y a la falta de molicie del colchón, no pude pegar ojo, lo que nos libró a ambos de una muerte segura. Era la octava hora de la tercera vigilia* cuando un jinete se acercó hasta la ventana de nuestra habitación, por la que arrojó una antorcha que rápidamente prendió en nuestro equipaje y comenzó a lamer las paredes de la habitación. Con la ayuda de unas mantas logramos apagar el fuego. Luego me dirigí raudo hasta la habitación de Claudia. Dormía plácidamente y ni siquiera se había enterado de lo ocurrido. Opté por no despertarla. Cuando salí a la calle, el jinete había sido tragado por la oscuridad, y Estéfanos trataba de asimilar lo que había ocurrido.

    —Alguien ha querido matarnos -dije.
    —Lo que significa que alguien sabe que estás vivo -me replicó.
    —También significa que el asesino empieza a sentir nuestro aliento. Que nos teme -añadí yo. — Es cierto.
    —¿Por qué habrá actuado de esa manera, rehuyendo dar la cara?
    —Tal vez porque éramos dos. Si es la persona que creo, nuestro asesino teme que lo podamos identificar. Si hubiera intentado acabar conmigo, tú serías el testigo; y viceversa. Era más fácil arrojar una antorcha a la habitación que compartíamos.
    —¿Me dirás ahora su nombre? — aproveché la coyuntura.
    —Todavía no, Manio, todavía es demasiado pronto -volvió a desmarcarse.
    —Si nos matan será demasiado tarde -le hice ver.
    —Esperemos que eso no ocurra, Manio. Esperemos que no suceda nada que tengamos que lamentar.

    Pasamos el resto de la noche en el interior del carro, cada uno con uno ojo abierto, de modo que nada se nos escapara.

    —Tus ronquidos nos han salvado la vida, Estéfanos -le dije una vez que el alba comenzó a despuntar.
    —Yo no ronco. Te habrá despertado otro ruido -dijo echando mano de su orgullo.
    —Roncas tanto como gruñe un jabalí salvaje mientras hoza en la tierra en busca de lombrices -insistí.
    —Cuando todo esto termine tendré que darte algunas clases de retórica. Hablas como un campesino, tus metáforas son las propias de un campesino e incluso crees oír lo que solo oiría un campesino. Es posible que mi respiración sea algo fuerte, lo admito, pero en ningún caso se puede comparar con los sonidos guturales de un animal.
    —Está bien, Griego, no he dicho nada -me retracté.
    —Decir que no has dicho nada, cuando lo has dicho todo, es propio también de campesinos -terminó El Griego de ensañarse conmigo.

    Esa misma mañana pagamos a una compañía de saltimbanquis para hacer labores de escolta. Ninguno sabía pelear, eran hombres de paz, pero pensamos que al menos servirían para disuadir a nuestro atacante.

    Como no queríamos preocupar a Claudia, le dijimos que habíamos conocido a aquellos hombres en el albergue, durante la noche, y que habíamos decidido viajar juntos hasta Roma para darnos seguridad mutuamente.

    —¿Acaso teméis que pueda pasarnos algo? — preguntó Claudia dirigiéndose a los dos.
    —El tabernero nos ha advertido de que hay una banda de secuestradores en los alrededores de Capua, así que será más seguro si viajamos todos juntos en caravana -intervino Estéfanos.
    —Desde las guerras civiles hay bandoleros en todas las carreteras de Italia. ¿A qué espera Tiberio para acabar con esa lacra?
    —Para acabar con esa lacra, como tú la llamas, hay que acabar primero con el hambre del pueblo. El hambre y la injusticia solo generan delincuencia y más injusticia -añadió El Griego.

    La primera noche, después de cenar frugalmente y de rodear el campamento de antorchas que nos permitieran ver la llegada de intrusos, los saltimbanquis organizaron una animada partida de dados, que demostró la falta de fortuna de Estéfanos. Perdió en todas y cada una de las mangas en las que tomó parte.

    —No puedo ganar porque soy una buena persona -trató de justificarse delante de todos.
    —¿No ganas a los dados porque eres una buena persona? — preguntó perplejo el saltimbanqui que le había vaciado la bolsa de sestercios.
    —Así es.
    —Jamás he oído un argumento parecido para justificar una simple racha de mala suerte -añadió el mismo hombre.
    —No se trata de una racha de mala suerte. Si pierdo, no es porque los dados sean un juego de azar sujeto a la buena o mala estrella de los jugadores. Veréis, el dios griego de la riqueza se llama Plutos. Creo que vuestra deidad equivalente se llama Dis. Pues bien, aunque en un principio Plutos tenía buena vista y solo favorecía a las personas que eran justas, acabó quedándose ciego. A partir de ahí, la riqueza comenzó a distribuirse indistintamente entre malas y buenas personas. Pero ya se sabe que no hay ningún rico que dure mucho tiempo siendo una buena persona, por lo que la riqueza quedó exclusivamente en manos de malas personas. Desde entonces, los griegos decimos que Plutos es un ciego muy diligente para ir a las casas de las malas personas, pero que está cojo para visitar las de las buenas personas. Como yo pertenezco a estas últimas, Plutos jamás me visitará, por lo que nunca podré ganar a los dados. Jamás podré hacerme rico.

    Creyeran o no en sus palabras, la historia de Estéfanos despertó fuertes aplausos entre nuestros compañeros de viaje, que la interpretaron como un bonito cuento con moraleja incluida.

    —¿Ves, Manio? La palabra es el juego más divertido de todos. Y no arruina a los hombres -señaló Estéfanos.

    «Aunque sí les puede hacer daño», pensé.

    —Me quedaré de guardia. He oído decir que las buenas personas no tienen problemas para dormir a pierna suelta. ¡Como tienen la conciencia limpia! Yo, en cambio, como soy «una mala persona», tengo problemas para conciliar el sueño -dije, imprimiéndole a mi voz un tono irónico, pues no estaba de acuerdo con las conclusiones de la historia que acababa de contar El Griego.
    —Yo no he dicho que todos los ricos sean malas personas -apuntó Estéfanos-. Solo he dicho que, en la mayoría de los casos, la riqueza desnaturaliza a las personas, las vuelve avariciosas. No conozco a ningún hombre rico que haya renunciado a su riqueza voluntariamente; todo lo contrario, quien es rico solo piensa en cómo acumular más riquezas, en amasar más dinero, en la forma de adquirir más poder. Por eso, una persona de fuertes convicciones y moral íntegra tendrá menos oportunidades de prosperar económicamente, ya que no se prestará a hacer determinadas cosas que son necesarias para que el dios Plutos le conceda a uno las riquezas materiales de este mundo.
    —Te recuerdo que mi padre era uno de los hombres más ricos de Roma. Decir que no has dicho nada, cuando lo has dicho todo, es propio de campesinos -le repliqué dándole su propia medicina.
    —Soy el padre de esa frase y sé lo que significa y cuándo hay que aplicarla.
    —Y yo conocía a mi padre y sé que le gustaría que defendiera su buen nombre.
    —Aprendes rápido, Manio. Eso me gusta -dijo Estéfanos.

    Marco Octavio Quartio nos esperaba junto a las murallas de Roma, donde había sido convocado por Claudia. Estéfanos y yo habíamos decidido instalarnos en su casa del Velabro para no levantar sospechas. Había engordado algo y en términos generales su aspecto era bastante bueno. Llevaba puesta la misma toga blanca, de un blanco impoluto, que utilizara durante mi juicio, si bien su cara mostraba más asombro que entonces. Como le había ocurrido a Claudia, Quartio tampoco estaba acostumbrado a echarse un muerto a la cara.

    —¡Por Dios, Manio! ¿Quién es tu tonsor? Tienes un aspecto horrible -dijo una vez me tuvo cerca.

    Me congratuló que Quartio no se desmayara al verme.

    —Querido Quartio, he estado ocupado resolviendo otros asuntos, como salvar el pellejo, por lo que he descuidado un poco mi apariencia. Me condenaron a muerte, ¿recuerdas?
    —Fue mi primer caso y lo perdí -dijo, fingiendo cierto abatimiento-. Después de fracasar contigo, me dedico a las causas civiles, que no acarrean la muerte del defendido. Creo que me precipité a la hora de aceptar tu caso. Te dije que era una persona atrevida, pero creo que pequé de atrevimiento. Subestimé a Domicio Afer. Aunque pensándolo mejor, si te condenaron a muerte, pero estás vivo, no se puede considerar del todo como un fracaso.

    Estaba claro que Quartio seguía empeñado en practicar su elocuencia, sin importarle dónde ni cómo.

    —Olvidas que tu trabajo como abogado terminó justo en el momento de mi ejecución. El resto he tenido que hacerlo yo solo.
    —Sentí un inmenso dolor cuando te arrojaron al río en compañía de esos animales…
    —Un perro, un mono, una serpiente y un gallo -le recordé.
    —¿Cómo pudiste salir?
    —Gracias precisamente a mis acompañantes. El gallo consiguió rajar el saco con los espolones de sus patas. El cuero del saco debía de estar podrido. Luego la corriente me arrastró hasta una barca…
    —Es la primera vez que ocurre algo así, al menos que yo sepa. Lo importante es que estás vivo.
    —En efecto, estoy vivo, pero solo a medias.
    —¿Solo a medias?

    Quartio me miró ahora como si esperara que confesara que en realidad me había convertido en un fantasma o en algo parecido.

    —No existo legalmente -le hice ver.
    —¿Entonces legalmente quién eres? — preguntó perplejo.
    —Un esclavo llamado… No importa.
    —Los esclavos no tienen abogado defensor -reflexionó Quartio en voz alta, como si el hecho de que yo fuera ahora un esclavo cambiara nuestra relación.
    —Supongo que no.
    —¿Y quién es tu dueño?
    —Dueña. Yo soy su dueña -intervino Claudia.
    —¿Has convertido a tu novio en un esclavo? — insistió Quartio jocosamente.

    Quartio sabía cómo darle la vuelta a una frase.

    —Todos los hombres sois esclavos de las mujeres, Marco Octavio -le respondió Claudia.
    —Yo no, salvo que la ambición sea una dama. En ese caso sí, soy esclavo de una mujer.
    —Allá tú. Pero piensa que no eres el único novio que tiene la ambición.
    —Me es indiferente que la ambición me sea fiel o infiel, siempre que permanezca a mi lado. Las otras mujeres me traen al pairo.
    —Me sorprende que finjas ser misógino. ¿Acaso no recuerdas cuando tu padre estuvo tratando con el mío nuestro posible matrimonio? — soltó Claudia.

    Yo desconocía este extremo, por lo que miré a Claudia sin ocultarle mi sorpresa y mi desagrado.

    —Pero no llegaron a un acuerdo porque tu padre era más rico que el mío. Además, luego apareció Manio. No sé si a tu padre le gustaba más Manio que yo como pretendiente, pero lo que sí es seguro es que le gustaba bastante más su padre que el mío. Pero no me quejo, así son las reglas del juego. Mientras más rica sea tu familia, mayor es la probabilidad de encontrar una novia hermosa como tú. En nuestra sociedad da igual que la riqueza y el amor lleguen a ser inversamente proporcionales. Lo importante es que ambos den lugar a un próspero negocio.

    En parte, Quartio estaba en lo cierto, aunque no era el momento oportuno para discutir un asunto de tanto calado como aquel.

    —Te aseguro que el problema no estaba en mi padre, sino en mí. Nunca me gustaste como posible marido. Todo lo contrario que Manio. Luego se dio la circunstancia de que su padre era un hombre inmensamente rico. Pero ya ves, ahora es un simple esclavo y, sin embargo, sigo a su lado -expuso Claudia.
    —¿Y sabiendo todo esto me lo recomendaste como abogado defensor? — le reproché a Claudia, sopesando la posibilidad de que Quartio pudiera estar implicado en el asesinato de mi padre-. Por lo que acabo de oír, Quartio tenía que estar encantado con que me arrojaran al río Tíber, pues mi muerte le dejaba el camino libre para conquistar tu corazón.
    —Cuando me ofrecí a hacerme cargo de tu defensa, yo ya sabía que el corazón de Claudia era un lugar prohibido para mí, que nunca lo frecuentaría. En realidad, siempre lo había sido. Pero el hecho de que haya estado enamorado de ella desde la infancia y de que sepa que nuestra relación amorosa carece de futuro, no impide que podamos seguir siendo buenos amigos. Cuando murió tu padre y fuiste acusado de parricidio, ella recurrió a mí. Y lo hizo porque confiaba en mí. Yo acepté, entre otras razones, porque también confiaba en ella. Tú deberías hacer lo mismo -se defendió Quartio.
    —Quartio tiene razón -intercedió Claudia en favor del abogado.

    Este asintió en silencio, dando por terminada aquella discusión. Luego, echándole un rápido vistazo a la comitiva que nos acompañaba, preguntó:

    —¿Pero de dónde venís, de la bahía de Neápolis o del infierno? Creo que lo mejor será que antes de llevaros a mi casa pasemos primero por las termas de Agripa.

    Y su boca volvió a dibujar una sonrisa.


    15


    Roma es la ciudad más bella del mundo, pero aún resulta más hermosa cuando se ha pasado una larga temporada lejos de ella. Entonces todo resulta novedoso. El bullicio de sus calles, auténticas riadas humanas; la fastuosidad de los edificios públicos y de las villas de los millonarios; la altura de los edificios de alquiler, que, haciendo gala de un equilibrio que se antoja imposible, parecen competir por ver cuál de ellos llega más cerca del cielo; sus mercados, sus amplias vías y sus estrechos callejones; sus murallas y acueductos. Incluso la posibilidad de tomar un baño en las termas de Agripa es algo extraordinario. Como la circulación de carros estaba prohibida durante las horas de mayor concentración de transeúntes, tuvimos que hacer el recorrido a pie, lo que nos sirvió para desentumecer las piernas y los músculos.

    —¿A qué huele? — me preguntó Estéfanos, cuando nos acercamos al corazón de la ciudad.

    Estuve a punto de decirle que olía a lo de siempre, que nada había cambiado, pero luego caí en que El Griego no conocía el olor que embargaba las calles de Roma. Una fragancia ora repugnante, ora embriagadora, según se encontrara uno en una parte u otra de la ciudad. En el Velabro olía a aguas fecales y a res, dada la proximidad del mercado de los bueyes; en el foro imperial a sudor mezclado con perfume y especias; en el templo de Ceres olía a partes iguales a papiro y a pergamino, ya que era uno de los principales centros administrativos de la ciudad; en la escalera de las Gemonías se podía oler la muerte; en la Subura predominaba el olor que salía de las marmitas y el del garum; en el Testaccio olía a aceite, puesto que era allí donde se desembarcaba y almacenaba el aceite procedente de Hispania y de otras provincias del imperio; en el Palatino olía a lujo. Cada barrio, cada calle, cada templo, cada rincón de la ciudad tenía, pues, su olor característico, pero todos juntos conformaban el olor de Roma.

    —A civilización. Huele a civilización -le respondí. — Yo diría que huele a cloaca.
    —Estamos justo encima de la Cloaca Máxima. El desaguadero natural de la ciudad. Por ella discurren las aguas residuales de Roma. Atraviesa el foro y el Velabro, que es un pequeño afluente del río, para ir a desembocar al Tíber.
    —No había vuelto a Roma desde que vine con Diógenes para visitar a Tiberio. Llegamos incluso hasta la puerta de palacio, pero no nos quiso recibir.
    —Conozco la anécdota -le interrumpí.
    —Diógenes no volvió, pero yo sí he regresado. Diógenes y Tiberio se parecen en algunas cosas, sobre todo en el orgullo. A ninguno le gusta dar su brazo a torcer -expuso Estéfanos.
    —A ti tampoco te gusta dar tu brazo a torcer, Griego -le hice ver.
    —A pesar de lo cual, aquí me tienes, en Roma. Después del desplante de Tiberio, me prometí no regresar jamás. No, no tengo un recuerdo grato de esta ciudad. En líneas generales recibimos un trato hostil.
    —Los griegos tenéis fama de sabiondos entre los romanos, de la misma manera que los romanos tenemos esa misma fama en otras partes del imperio. Pero, en el fondo, lo que los romanos sentimos por los griegos es admiración -añadí
    —Desde luego, muy en el fondo -señaló Estéfanos.
    —En Roma no existe un joven patricio que no estudie o haya estudiado con preceptores griegos. La mayoría de los maestros, gramáticos y retóricos que hay en Roma son griegos -terció Quartio, quien seguía nuestra conversación con verdadero interés.

    Una vez en el barrio etrusco, y al ver que el número de personas aumentaba por estar próximo el foro imperial, centro de la vida política y social de la ciudad, El Griego preguntó:

    —¿Adónde va toda esa gente?
    —A todas partes y a ninguna. Roma está llena de gente ociosa que tiene como único oficio moverse de aquí para allá, escuchando o incluso interviniendo en las conversaciones de los demás -tomó la palabra Quartio, quien iba apartando a la gente con una vara para evitar que alguien manchara su toga.
    —¿Y de qué viven? — preguntó ahora El Griego.
    —De la anmona*, de la cosecha anual que el Estado reparte entre quienes no tienen qué llevarse a la boca. Son miles, porque miles son los que vienen a Roma pensando que aquí la vida les resultará más fácil, que encontrarán a un buen señor que los haga clientes de su ilustre familia. Pero «el sueño romano» es algo que no todo el mundo ve cumplirse. Estarán por aquí hasta el mediodía, que es cuando termina la actividad económica y política. Luego desaparecerán, buscarán refugio en sus pequeños y apestosos apartamentos de alquiler de la Subura o del Velabro, y el foro se llenará de coches, carrozas y carromatos. Luego, cuando caiga la noche, alguno de los que ahora ves circulando ocioso por la calle, se embozará y saldrá de nuevo para robar a una persona como tú, Estéfanos. Esa es la ley de Roma, una ley inexorable -prosiguió Quartio con las explicaciones.
    —Apasionante ciudad, que permite que sus ciudadanos tengan más de una ocupación, como son la de ocioso por la mañana y ladrón por la noche -ironizó El Griego.

    Las veladas críticas de Estéfanos cesaron cuando nos plantamos delante de las termas de Agripa, uno de los edificios más colosales de la ciudad. Gracias a su cargo de edil, Agripa, que por aquel entonces trataba de crear un censo con los baños públicos que había en Roma, mandó construir unas termas que no tuvieran parangón con ninguna de las que ya existían. La fastuosidad del edificio era comparable a la cantidad de servicios que ofrecía, hasta el punto de que ciudadanos ricos como yo, que disponíamos de baño propio en nuestras casas, acudíamos con frecuencia a las termas de Agripa.

    —Roma siempre aprendió de Grecia -dijo Estéfanos para justificar la magnificencia del edificio, pues, en efecto, las termas de Agripa tenían como modelo los edificios públicos de la antigua Grecia.
    —Por dentro resulta todavía más impresionante -añadió Quartio-. Entremos.

    El proceso era siempre el mismo. Primero hacíamos algo de ejercicio para desentumecer los músculos y respirar un poco de aire puro. Luego pasábamos al edificio de los baños propiamente dicho. Empezábamos en el laconicum, para sudar y que nuestros poros se abrieran convenientemente. Luego íbamos al caldarium para tomar un baño de agua caliente, un baño que servía para limpiarnos a conciencia. El siguiente paso consistía en pasar por el tepidarium, donde el agua estaba tibia. A continuación pasábamos al frigidarium -mi preferido- para darnos un baño de agua fría. Terminada la sesión de baños nos tumbábamos en la sala de masaje, donde nuestros músculos eran acariciados y nuestro cuerpo friccionado con afeites y perfumes. Por último, una vez limpio el cuerpo, pasábamos a la biblioteca para limpiar el espíritu. Allí reposábamos, leíamos a Virgilio, Ovidio, Cicerón o a los clásicos griegos, y conversábamos sobre lo divino y lo humano, pues, tal y como decía El Griego, en la vida había pocas cosas tan placenteras como conversar con los amigos.

    Y ese fue el orden que seguimos Marco Octavio Quartio, Estéfanos y yo, ya que Claudia, siempre pudorosa y cuidadosa de mantener su buen nombre al margen de cualquier habladuría o maledicencia, prefirió asearse en su casa, en privado.

    Habíamos alcanzado un grado de relax óptimo sentados en la biblioteca, cuando Quartio nos preguntó:

    —¿Recibisteis mi informe?
    —Un trabajo excelente, abogado. Un trabajo excelente. ¿Conoces al liberto Antonio? — intervino Estéfanos.
    —No, pero sé que vive en Preneste. Es curioso, pero nadie conoce a ese extraño individuo, pese a que tiene acciones en numerosas sociedades de publicanos romanos.
    —Mañana iremos a hacerle una visita -dejó caer Estéfanos.
    —¿Puedo ir con vosotros? — se ofreció Quartio.
    —No pensábamos ir sin ti -dijo Estéfanos.
    —Sí, ya que no pude evitar que te condenaran a la pena capital, tal vez logre convencer al tal Antonio para que nos cuente todo lo que sabe -reflexionó Quartio en voz alta.
    —¿Acaso dispones de un arma secreta? — le pregunté.
    —Si podemos considerar la palabra como un arma secreta, sí -me respondió convencido de su elocuencia.
    —Bien dicho, muchacho. Veo que perteneces a mi escuela. Una pregunta a la persona adecuada en el momento oportuno es más efectiva que las coacciones o el empleo de la fuerza -dijo Estéfanos recitando una de sus propias máximas.
    —Por si acaso, llevaré una daga debajo de la toga -dije ante la confirmación de que tanto Estéfanos como Quartio pensaban defenderse únicamente con la palabra.

    De la biblioteca pasamos a los jardines, donde ultimamos los detalles de nuestro viaje a Preneste. Estéfanos insistió en la conveniencia de que Claudia se quedara en Roma, ya que desconocíamos qué peligros podíamos encontrarnos en los bosques de los montes albanos. Además, viajaríamos en varios coches ligeros, en compañía de media docena de esclavos pertenecientes a Marco Octavio Quartio, de modo que nuestra seguridad estuviera bien cubierta. Como esperábamos que las temperaturas fueran más bajas que en Roma, acordamos llevar abundante ropa de abrigo. Yo insistí en la necesidad de portar algunas armas defensivas, pese a que mis compañeros pensasen librar la batalla con la palabra, en el supuesto de que aquella se produjese.

    Cuando salimos de las termas de Agripa, era la hora de la cena. El sol había comenzado a ocultarse, y lo mismo había ocurrido con la multitud, que había desaparecido de las calles. Solo se oía el ruidoso y monótono chirriar de las ruedas de los carros, que habían tomado la ciudad. Instintivamente puse rumbo al Esquilino, a casa de mi padre. Entonces Quartio me dijo:

    —Manio, por ahí no se va a mi casa. Es por el otro lado.

    Aunque no lo había dicho claramente, Quartio tenía razón, la casa de mi padre ya no era mi casa.


    16


    La ascensión a Preneste estuvo presidida por un frío glaciar, lo que nos hizo comprender por qué era el lugar elegido por muchos romanos adinerados para pasar el verano. Tanto la calzada como los pinos que la flanqueaban estaban cubiertos de nieve, y en algunos tramos los caballos que tiraban de los coches se atascaban o resbalaban, por lo que tuvimos que ponerles unas protecciones en los cascos para que no perdieran el equilibrio. Al cabo de unas cuantas millas divisamos por fin la ciudad, que colgaba de un abrupto peñasco. De entre la masa de edificios sobresalía un colosal templo dedicado a la diosa Fortuna. Su tamaño era el mayor del Lacio, por lo que muchos llamaban Prenestrina a la diosa Fortuna.

    Pensamos que un liberto con acciones en sociedades mercantiles romanas de primer orden, que fuera a su vez vecino de un pequeño pueblo como Preneste, tenía que ser conocido por todos los lugareños, por lo que interrogamos al primer aldeano que salió a nuestro paso.

    —¡Claro que sé dónde vive ese individuo! Pero con el mal humor que tiene habitualmente y lo huraño que se muestra con todo el mundo, me sorprende que tanta gente se interese repentinamente por él -dijo un campesino que a tenor de su indumentaria se dedicaba a la recolección de setas o a la búsqueda de bulbos por los bosques de los montes albanos.
    —¿Tanta gente? — reaccionó El Griego.
    —Ayer por la tarde recibió otra visita. Tres cuadrigas que pasaron por aquí a la velocidad del rayo. Cinco hombres en total.
    —¿Podría describirnos a los hombres que viajaban en ellas? — insistió El Griego.
    —Eran romanos, desde luego. La primera cuadriga la conducía un hombre solo. Las otras dos llevaban sendas parejas de hombres.
    —¿Dónde queda la casa de Antonio? — preguntó de nuevo El Griego.
    —Saliendo del pueblo, junto al bosque que hay al lado del templo de la diosa Fortuna. Es la única casa que hay, así que no tiene pérdida.

    Seguimos el ejemplo de las cuadrigas del día anterior y volamos en dirección a la casa del liberto. Durante el corto trayecto, invoqué a la diosa Fortuna para que nos echara una mano.

    Una vez en la villa, me desplegué con los esclavos del abogado simulando una suerte de formación militar, en tanto que Quartio y Estéfanos, al ir completamente desarmados, entraron detrás de nosotros, siguiendo nuestra estela protectora. El fino olfato de Estéfanos, no obstante, nos puso sobre aviso antes de que hubiéramos atravesado siquiera el atrio.

    —Se nos han vuelto a adelantar. Esta casa está vacía -dijo.

    En efecto, el único ruido que se oía en la casa era el del agua cayendo desde el compluvium al impluvium, la fuente que servía de depósito, y no parecía haber nadie, pese a que las puertas estaban abiertas de par en par.

    —Registremos las habitaciones -propuse yo.
    —Yo me ocuparé del jardín trasero -se ofreció Quartio.
    —Llévate a un par de esclavos contigo. Y ten cuidado -le advertí.
    —Lo tendré.
    —Registremos el comedor y el dormitorio. Buscad una lacerna con capucha -intervino El Griego.

    Mi sorpresa fue tan grande como la de los esclavos que nos acompañaban.

    —¿Una lacerna con capucha? — preguntó uno de los hombres.

    ¿Acaso Estéfanos trataba de decirme que el liberto Antonio y el misterioso personaje del anfiteatro, el hombre que había asesinado a Marcial, eran la misma persona?

    —El liberto Antonio y el hombre que viste en el anfiteatro son la misma persona -añadió Estéfanos como si me hubiera leído el pensamiento.
    —Alguien ha registrado el dormitorio -dijo uno de los esclavos de Quartio, tras comprobar el desorden que reinaba en el cubiculum principal.

    Nos dirigimos al comedor. La mesa estaba servida con los restos de un banquete, y la estancia también presentaba cierto desorden.

    —Ostras, erizos, pularda con espárragos, costillas de corzo, tetinas de cerda en salsa, cabeza de jabalí, pecho y cuello de pato, pichones de Frigia, pastel de Vicenza… Está claro que el invitado era un personaje ilustre -dedujo Estéfanos.
    —¿El adfin al que encubre el liberto Antonio? — sugerí.
    —Con toda seguridad. Parece ser que ayer celebraron una reunión urgente. ¿Sería para hablar de nosotros?

    Luego, tras inspeccionar el mobiliario, añadió:

    —El lecho del dueño está demasiado revuelto. Y el de enfrente está retirado de la mesa. ¡Vaya! ¿Y estos polvos que hay en el lecho del invitado?*

    Estéfanos se refería a unos polvos amarillentos que parecían granos de arena.

    —¿Qué te apuestas a que lo que tenemos aquí es pelo de Gorgona de Mauritania?
    —¿Un veneno?
    —Así es. Sus efectos no son inmediatos, tarda en actuar, pero se puede mezclar con casi cualquier comida porque apenas tiene sabor -explicó El Griego al tiempo que tomaba una muestra del veneno-. Me temo que nuestro hombre no puede andar muy lejos.
    —Hablando de nuestro hombre, ¿a qué viene decir que el tal Antonio y el misterioso individuo del anfiteatro son la misma persona? ¿En qué te basas si no viste al hombre del anfiteatro y no conoces al tal Antonio? — le pregunté con cierto tono de reproche.
    —Creo que te equivocas. Yo he trabajado con ese hombre -me respondió El Griego sin extenderse en sus explicaciones.

    En ese momento, regresó Quartio del peristilo. Al parecer, había un hombre muerto, al que alguien había tratado de incinerar sin lograrlo del todo.

    —Bendita lluvia -dijo ahora Estéfanos mirando hacia el cielo-. Seguro que se trata de él. Vayamos a comprobarlo.

    En cuanto a mí, trataba de digerir la confesión de Estéfanos, de seguir el hilo que me condujera hasta la madeja.

    En el peristilo encontramos el cadáver de un hombre al que habían envuelto en trapos empapados en aceite y prendido fuego. Nos acercamos hasta él y Estéfanos comenzó a hacer comprobaciones como si fuera un experimentado forense.

    —Sí, es él -dijo a los pocos segundos-. Primero le han suministrado el veneno y luego han intentado quemar su cuerpo para que quedara irreconocible.

    Las preguntas empezaban a acumularse en mi cerebro.

    —¿Has dicho que has trabajado con este hombre? — interrogué a Estéfanos.
    —Será mejor que nos sentemos, Manio -me respondió.

    Quartio y yo seguimos a Estéfanos hasta la biblioteca, en cuya pequeña tribuna tomamos asiento. Cualquiera hubiera pensado que éramos dos alumnos esperando recibir la lección magistral de un retórico. Pero la situación era mucho más grave.

    —No sé lo que Claudia te ha contado de mí, pero en una ocasión, hace cosa de un año y medio, trabajé para su padre -empezó a contar Estéfanos-. Al parecer, un obelisco egipcio había desaparecido en alta mar. El capitán del barco aseguraba que los amarres se habían roto y que la piedra se había precipitado al mar por la borda. Mi trabajo consistió en demostrar que las cosas habían sucedido de otra manera, que el obelisco había sido trasladado desde el navío del senador Máximo Tranquilo a otra embarcación, en alta-mar, y que, por lo tanto, se trataba de un engaño, del que había sido víctima el padre de Claudia. Pues bien, para poder llevar a cabo esa investigación conté con la ayuda de uno de los capataces del senador, un hombre fornido al que todos llamaban Gladiador. Aunque era una persona reservada y de pocas palabras, conseguí sacarle que era natural de Mallorca, donde había sido esclavo antes que liberto. Y que después había sido gladiador, hasta que logró la espada de madera y el senador le ofreció un trabajo como capataz en su compañía naviera. Obviamente, se trata del mismo hombre que está muerto en el peristilo. Yo desconocía que su nombre real fuera Antonio. El hecho de que el asesino se haya tomado la molestia de tratar de quemar el cuerpo de la víctima, demuestra que no le interesaba que yo diera con él, que pudiera reconocer al Gladiador…
    —¿Entonces…? — interrumpí a Estéfanos.

    Mi pensamiento era incapaz de aceptar la realidad, se negaba a pegar las teselas siguiendo las indicaciones de Estéfanos. El mosaico era demasiado monstruoso. La figura que empezaba a vislumbrarse tras sus insinuaciones era simplemente abominable.

    —Sí, Manio, el hombre de negocios en apuros del que te hablé en Pompeya era el senador Máximo Tranquilo Fabio. El inductor de la muerte de tu padre fue el senador, y el liberto Antonio la mano ejecutora. No me cabe la menor duda. De hecho, albergo la sospecha desde que me contaste la aparición de ese extraño individuo en el anfiteatro. Siempre tuve la corazonada de que Gladiador y Antonio eran la misma persona, lo que involucraba al senador Máximo Tranquilo en el crimen de tu padre. El problema era que tenía que andarme con pies de plomo, puesto que la persona que me había contratado, la persona encargada de pagar mis honorarios era la hija del asesino. Sí, querido amigo, a veces el destino es así de caprichoso.

    Pese al frío reinante, un fuego interior me quemó por dentro. El corazón se me detuvo. Y sentí la clase de desapego que me había asaltado cuando se disponían a encerrarme en el saco. Era como si el mundo se hubiera convertido en algo extraño de repente. No reconocía el rumor del agua, ni las voces de los hombres, ni la forma ni el color del paisaje. Solo quería evadirme. Huir de aquella revelación como huye el cobarde cuando las cosas se tuercen en el campo de batalla.

    —¿Y Claudia? — logré articular.
    —Es completamente inocente. De lo contrario, no hubiera pagado veintidós mil sestercios por ti y no te hubiera puesto en contacto conmigo.

    Mi grado de confusión era tal, que ni siquiera sabía si la conclusión de Estéfanos era verdadera o falsa. Lo cierto era que, culpable o no, Claudia formaba parte del problema. Era hija de su padre. Y mi novia. Una combinación imposible.


    17


    Había decidido refugiarme en casa de Marco Octavio Quartio hasta acumular el valor suficiente como para hacer frente a la nueva situación. Llevaba dos días en Roma sin saber cómo contarle a Claudia lo que habíamos descubierto, cuando nos sobresaltó la noticia de la muerte del senador Máximo Tranquilo Fabio. Al parecer, se había suicidado en una villa de descanso que poseía al otro lado del Tíber, en el Trastévere. Antes de quitarse la vida había escrito una carta de despedida que rápidamente se propagó por Roma y que decía lo siguiente:

    He recibido de muestro emperador, el divino Tiberio, la orden de suicidarme. El carácter de esta orden es imperativo -tengo a cuatro miembros de las cohortes urbanas vigilando la casa- y no contempla la posibilidad de una marcha atrás. Mis delitos son tan graves que solo pueden redimirse con la muerte. Antes de entregarme a ella, quiero despedirme de mis seres queridos y también de aquellos a los que he causado alguna clase de quebranto. Sé que quizá esta palabra es escasa para medir el verdadero mal que he causado a estas personas, pero si recurro a un eufemismo es porque, cuando cometí los crímenes de los que soy responsable, estaba disminuido como persona, me hallaba preso de uno de los peores males que pueden acechar a un hombre: la desesperación.

    El proceso que me ha convertido en un criminal ha sido largo y ha estado lleno de vicisitudes. El primer revés me llegó tras el robo de un obelisco que transportaba uno de mis navíos. Pese a que conseguí dar con los culpables, no logré encontrar la piedra, razón por la cual Tiberio me exigió una elevadísima indemnización. Ocho meses más tarde, cuatro navíos de mi flota se hundieron en el estrecho de Mesina, donde les alcanzó una tormenta. Cinco meses después, El Acatus, el barco más grande de mi flota, fue pasto de las llamas en el puerto de Alejandría, mientras cargaba sus bodegas con grano del Estado. Tiberio volvió a sangrarme, lo que me puso al borde de la bancarrota. Pensé en la posibilidad de pedir un préstamo con el que comprar acciones en algunas de las sociedades más rentables del imperio. Pero como no quería recurrir a un banquero tradicional, puesto que eso hubiera despertado la alarma entre mis acreedores, recurrí a mi buen amigo el senador Graco Manlio Escévola, hombre rico y discreto. En total obtuve un préstamo de dos millones de sestercios, pagaderos en el momento en el que encontrara dónde invertir el dinero. El problema surgió cuando tuve que buscar a una persona que figurara como titular de mis acciones, de modo que mi nombre no se pudiera vincular ni con aquel préstamo ni con las acciones que pensaba comprar. Me acordé de uno de los capataces de mi empresa, un liberto de origen mallorquín llamado Antonio, al que solía encargarle los trabajos sucios: cobros, pagos, chantajes, extorsiones, etc. La situación, no obstante, no hacía sino empeorar. Por un lado, tenía a mi familia; por otra parte, estaban mis deudores, que ahora incluían al senador Graco Manlio Escévola; por último, estaba Antonio, quien no dejaba de recordarme que con esa suma se podrían hacer muchas cosas, más de las que yo pensaba, y solo con depositar el dinero en las sociedades oportunas. Cuando le pregunté cuáles eran esas sociedades, me respondió: «Sociedades cuyos propietarios tengan un hijo único. En una ocasión eliminé a un hombre rico de Mallorca por orden expresa de la persona que, por entonces, era mi dueño. Él consiguió hacerse con la empresa de su adversario acusando al hijo del crimen, y yo obtuve a cambio mi libertad». Y como le dije que se explicara mejor, me dijo: «Si matas al padre y logras que la culpa recaiga sobre el hijo, el camino queda franco para apoderarse de la empresa». Fue entonces cuando me di cuenta de que tras aquel comentario había algo más, la gran oportunidad de acabar con todos mis problemas económicos. Si tras deshacernos de los senadores conseguíamos que las sospechas recayeran sobre sus hijos, todo el mundo miraría hacia Tiberio, pues él y nadie más sería el heredero de todos los bienes. De esa manera, podría apoderarme de esas sociedades pujando en las subastas públicas, sin levantar ninguna sospecha. Cuando terminé de hacer estas reflexiones, comprendí que la avaricia se había apoderado de mí. Que la ambición había sido más fuerte que mi virtud. Y que ya nada sería como antes. Le dije a Antonio que se pusiera manos a la obra, que acabara con los senadores, que yo ya encontraría los medios adecuados para que acusadores y pretores de los tribunales acusaran y condenaran de parricidio a sus hijos. Con todo, cuando llegó la hora de «sacrificar» al hijo del senador Graco Manlio Escévola, me pudo el remordimiento, por lo que acabé intercediendo por su vida delante del emperador. Manio rechazó mi oferta, que incluía la posibilidad de huir y de refugiarse en los confines del imperio, tal y como ha ocurrido en otras ocasiones con algunos condenados a muerte. Sin embargo, la diosa Fortuna nos tenía guardadas sendas sorpresas a él y a mí. A él por cuanto que le salvó la vida. A mí por cuanto que me confié pensando que, tras su muerte, todo había terminado y mi buena estrella estaba a punto de brillar de nuevo. ¡Cuán equivocado estaba! ¡Los dioses me miraban desde el cielo, y desde allí comenzaron a mover los hilos como hábiles titiriteros que son del destino! Al parecer, Manio se puso en contacto con mi amada Claudia, quien compró su libertad. Luego, una vez hubo liberado al joven Manio, lo llevó hasta Pompeya, donde lo puso en contacto con Estéfanos, un retórico griego al que yo mismo había contratado para esclarecer el robo del obelisco que había tenido lugar en uno de mis barcos. Y por si no bastara con esto, la persona que había ayudado a Estéfanos poniéndole en antecedentes había sido el liberto Antonio, mi capataz. ¿Acaso cabe una mayor ironía del destino? ¡Mi propia hija había puesto en contacto al joven Manio con la única persona en el mundo que conocía al asesino que tenía que descubrir! Ahora, la suerte que me ha faltado durante los últimos tiempos me ha abandonado del todo, dejando mi destino en manos de Tiberio y de su extraño sentido de la justicia. ¡Ah, la vida es como la rueda de un carro que, al menor descuido, acaba atropellándonos! ¡Sirva esta carta para que pueda presentarme delante de Plutón con la conciencia un poco más limpia! Ya sé que se trata de un consuelo exiguo, ¿pero acaso puedo esperar otra cosa? Aunque no lo merezca, solicito el perdón de mis víctimas y el de mi familia, a quienes dejo en una situación sumamente comprometida. A todos ellos pido perdón con el corazón en la mano.


    Cuando terminé de leer la carta, sentí un gran vacío, al mismo tiempo que un gran alivio. Sentimientos contradictorios que tenían que ver con lo repartidos que estaban mis afectos. Por un lado estaba mi padre; por otro, Claudia, la persona a la que más amaba en el mundo y que, por un nuevo revés de la diosa Fortuna, era también la hija del asesino de mi padre. Sentí pesar por mi padre; sentí lástima por mí; sentí un profundo dolor por Claudia; sentí tristeza por el verdugo, por el senador Máximo Tranquilo Fabio; sentí aflicción por todas sus víctimas, por todas las víctimas de Tiberio, por todas las víctimas del imperio, por los esclavos y por todos aquellos que eran víctimas de alguna clase de injusticia; incluso sentí pena por Roma, que era la madre de todos nosotros, víctimas y verdugos.


    18


    Estéfanos vino a despedirse. Según él, traía buenas noticias. Aunque yo no estaba tan seguro. Lo único que me hubiera alegrado habría sido descubrir de pronto que todo lo ocurrido no era más que un mal sueño, que mi padre estaba vivo, que el senador Máximo Tranquilo no era un asesino y que Claudia y yo seguíamos amándonos como siempre. Sin embargo, Estéfanos no estaba en disposición de poder regalarme algo así. Sus poderes se limitaban al ascendiente que tenía sobre nuestro emperador, al que había enviado un emisario a Misene contándole todo lo ocurrido y solicitando su intervención directa como juez supremo de nuestros tribunales.

    —Tiberio ha dado la orden para que seas nombrado tribuno del ejército. Además, Domicio Afer tendrá que devolverte la casa de tu padre en Roma y la villa de Pompeya… -soltó Estéfanos después de valorar mi grado de abatimiento.
    —Ni siquiera sabía que Domicio Afer se hubiera quedado con ellas -intervine sin mostrar ningún entusiasmo. Era como si mis facciones estuvieran unidas con clavos a los huesos de mi cara.
    —En cuanto a lo demás, bueno…, se lo ha quedado nuestro amado emperador. La villa de Cumas, las fincas de la Campania, la colección de esculturas, el dinero…
    —¿Todo? — reaccioné.
    —Bueno, la explotación de las salinas saldrá pronto a subasta pública, tal y como exige la ley. Tiberio dice que tienes toda la vida por delante para volver a hacerte rico. En cambio él…
    —Es una persona mayor y tiene prisa por acumular cuantas más riquezas mejor -ironicé.
    —Ha decidido construirse media docena de palacios más en Capri, y eso cuesta mucho dinero. ¿Me permites que te diga algo más?
    —Eres la única persona a la que le permito decirme cualquier cosa.
    —El paso del tiempo te curará, sé paciente.
    —El tiempo, sí, el tiempo me curará -repetí mecánicamente-. Al menos, eso es lo que asegura todo el mundo. ¿Qué será ahora de Afer?
    —No se ha podido demostrar su participación en los crímenes, pero a partir de ahora tendrá que medir sus pasos con mucho cuidado. Tiberio ha escrito su nombre con encausto*. Y el encausto tiene el color de la sangre. Si yo fuera él, dejaría la abogacía y regresaría a Nimes.
    —¿Y Tiberio?
    —Tiberio ya no cuenta. Vive asustado, en Misene o en Capri, tanto da, buscando el reflejo de su asesino en una plancha de mármol. Un reflejo que algún día encontrará. Al fin y al cabo, todos los asesinos tienen su horma.

    Estéfanos suspiró profundamente, poniendo de esa manera fin a sus explicaciones.

    —¿Vuelves a Pompeya?
    —Parto dentro de un rato. Y tú, ¿qué piensas hacer ahora?
    —¿Yo? He de reconstruir mi vida. Aunque todavía no sé cómo lo lograré. Espero poder contar con la ayuda de Claudia.
    —La herida que ha sufrido es muy profunda y tardará en cicatrizar. Una última cosa, Manio. Un último consejo de un filósofo griego. No olvides que la felicidad no la proporciona ni la cantidad de riquezas ni la dignidad de nuestras ocupaciones, sino la ausencia de sufrimiento, la mansedumbre de nuestras pasiones y la disposición que tenga nuestra alma para delimitar lo que es por naturaleza. Parte de esta base y podrás rehacer tu vida tal y como anhelas. Yo lo hice cuando dejé Rodas hace ya unos cuantos años. Y ahora vivo en paz conmigo mismo.
    —Siempre tienes razón, Estéfanos -reconocí.
    —Eso también puede llegar a ser una maldición, Manio. Eso también puede llegar a ser una maldición -repitió.
    —Si no quieres oler mal, evita pasar por el Velabro -le recomendé.
    —Ya no hay nada que me huela bien, querido Manio. Nada -me dijo, al tiempo que tocaba con la punta de un dedo su nariz de griego-. De modo que si el camino más rápido para salir de Roma es pasando por la Cloaca Máxima, la atravesaré.

    Luego El Griego giró sobre sus pies, tal y como había hecho el día de nuestro encuentro con Tiberio, y se fundió con la abigarrada multitud que descendía desde la Subura hasta el foro.

    Pensé en Claudia, me compadecí de su sufrimiento, que era también el mío, y recordé unas palabras suyas que me habían llegado hasta lo más profundo del corazón, unas palabras que había pronunciado justo después de nuestra primera visita a la villa pompeyana de Estéfanos y que eran al mismo tiempo la única medicina que podría servirnos para intentar curar las heridas de ambos: «La verdad es el único viaje que merece la pena».


    Fin



    NOTAS

    * General romano. Hijo de Druso y hermano mayor del emperador Claudio, nació el 24 de mayo del año 15 a. C. A los 18 años fue adoptado por su tío Tiberio, quien llegaría a ser emperador tras la muerte de Octavio Augusto. Gracias a sus exitosas campañas militares en Germania, el senado le concedió el sobrenombre de Germánico. Posteriormente fue enviado a Oriente, cuyas fronteras estaban amenazadas por los partos, sobre los que obtuvo brillantes victorias.

    * Los niños romanos de la aristocracia vestían una toga blanca llamada praetexta, que cambiaban por la toga viril para simbolizar el paso de la infancia a la vida adulta. Este cambio se efectuaba en el transcurso de una ceremonia privada y otra pública, celebrada en el foro, y la edad de los jóvenes oscilaba entre los quince y los diecisiete años. Una vez consumado el cambio, el joven era declarado mayor de edad y constituido en ciudadano romano.

    * El garum era una salsa espesa muy popular entre los romanos. Se elaboraba macerando distintos tipos de pescados, algunos de ellos fermentados. El garum más preciado era el que se fabricaba en Hispania, sobre todo el de la zona de Cádiz.

    * El triclinium romano era el equivalente a nuestro comedor, con la salvedad de que los comensales comían recostados sobre un lecho. Por tal motivo, la comida era desmenuzada previamente por el servicio y se comía cogiendo pequeñas cantidades con la punta de los dedos. En torno a una mesa cuadrada había tres lechos donde recostarse, de ahí el nombre triclinium.

    * Ganimedes, según la mitología griega, era tan hermoso que Zeus, prendado de él, se transformó en águila y lo raptó, llevándoselo al Olimpo. Ganimedes es el prototipo del efebo helénico. Aquiles: héroe principal de la guerra de Troya.

    ** Esta era una costumbre romana después de cada victoria en el campo de batalla. Se elevaba un trofeo, es decir, se decoraba el tronco de un árbol con las armas tomadas al enemigo.

    *** Los tribuni militum a populo eran elegidos entre los jóvenes hijos de los senadores, y su función solía ser administrativa. La edad mínima para poder ser tribuno era de dieciocho años.

    **** Los romanos de las clases altas solían comer en exceso, por lo que usaban vomitivos que les ayudaban a vaciar el estómago para poder seguir comiendo a continuación. Séneca llegó a decir que «los romanos comen para vomitar y vomitan para comer».

    * Ave, emperador, los que van a morir te saludan

    ** La hoplomachia o combate entre gladiadores era una de las distracciones más populares entre los romanos. Los gladiadores estaban divididos en cuerpos según fueran sus armas. Por ejemplo, los samnitas llevaban escudo y espada. Los galos, en cambio, combatían con un casco, un escudo y una hoz. Muchos de ellos eran ladrones o asesinos condenados a pagar su pena en la arena del anfiteatro. Otros eran simples esclavos. Estos luchaban por la espada de madera o rudis que se les concedía al final de sus carreras y que suponía la libertad. También había hombres libres que luchaban por dinero. Los gladiadores eran muy admirados por la sociedad en general y por las mujeres en particular.

    S Errata del original: la forma correcta es Iugula. [Nota del escaneador]

    * En la mitología griega, Caronte era el encargado de pasar las almas de los muertos a través de la laguna Estigia, que rodeaba las regiones infernales. En el anfiteatro romano los servidores de Caronte eran las personas encargadas de retirar a los caídos durante los combates.

    ** Pavor y Destructor: era usual que los gladiadores usaran nombres sonoros que intimidaran al adversario. Los retiarii o reciarios eran gladiadores armados con un tridente y una red, de ahí su nombre (rete — retis significa red).

    *** Según fuera el solsticio de verano o de invierno, las horas discurrían de distinta forma; su duración, por lo tanto, estaba regulada por las estaciones. Como el solsticio de invierno comenzaba el 21 de diciembre y la acción se desarrolla a finales del mes de septiembre, la hora décima ocupaba el período de tiempo que iba desde las 3:46 hasta las 5:20 de la tarde. El mediodía ocupaba la hora séptima y se prolongaba hasta la 1:15, final del horario laboral. A partir de las horas séptima y octava se comenzaba la cena, la comida más importante para los romanos, que a veces duraba hasta altas horas de la madrugada.

    * El parricidio estaba regulado por la Lex pompeia de parricidiis, dictada durante el consulado de Pompeyo. Una de las peculiaridades de esta ley consistía en que los bienes del condenado se repartían entre el fiscal o acusador (una cuarta parte) y el emperador (el resto), como representante máximo del Estado. Parricida era el que daba muerte a sus padres, la madre que daba muerte a su hijo o el abuelo que daba muerte a su nieto. El parentesco en los casos de parricidio alcanzaba hasta el grado de primo.

    * De las 4:27 a las 5:42 de la madrugada.

    * Diez eran los días que disponían las partes para preparar un juicio, aunque los plazos aumentaban si había alguna fiesta o celebración pública.

    ** Los esclavos recuperaban la libertad por manumissio o manumisión. Se podía realizar de diversas maneras. Por medio de un acto de última voluntad o simplemente haciendo inscribir en el censo al esclavo. Pero a veces bastaba con una declaración del propietario hecha delante de amigos.

    * La escalera de las Gemonías estaba junto al Tullianum y al Capitolio, y allí se exponían o arrastraban los cuerpos de los ajusticiados para dar ejemplo a la población.

    * Lugar de venta de bebidas y comidas calientes. Estos establecimientos eran muy comunes en Roma. Equivalían a nuestros restaurantes de comida rápida.

    ** Leyes de las Doce Tablas, redactadas entre 451 y 449 a. C. Al principio de la República las nuevas leyes se escribían con letras negras y rojas sobre tablas de madera blanqueadas y más tarde se grababan en planchas de mármol o bronce.

    * Hombres libres sin medios económicos, ligados a una familia o gens. El cliente tenía que testimoniar su respeto a su patrono, poner a su disposición su persona y sus bienes, acompañarle a la guerra, dotar a la hija de este en su boda y no podía votar en su contra. A cambio, el cliente tenía derecho a usar el nombre del patrono y a ser enterrado en un sepulcro de la familia.

    * Germánico murió el 10 de octubre del año 19 d. C.

    * El as era una de las monedas más usadas en la Roma Imperial. Era de bronce. Por encima del as estaban el nummus (sestercio acuñado en latón, que equivalía a cuatro ases), el denario (moneda de plata, que valía cuatro nummus y era la moneda más extendida desde la época de Octavio Augusto) y el áureo (moneda de oro cuyo valor era veinticinco denarios).

    S Se supone que la forma correcta a la que alude el texto sería Salutem (abreviación de salutem dicit: envía saludos). [Nota del escaneador]

    * «Único testigo, testigo nulo».

    * Veterator significa zorro viejo. Mangón: los tratantes de esclavos eran llamados mangones (mango, — onis).

    * El viaje a Grecia era preceptivo para los jóvenes romanos de la buena sociedad. La escuela de Apolonia era una de las más conocidas.

    ** Además de ser un sobrenombre romano, rufus significa pelirrojo.

    * Geómetra y físico de la antigüedad nacido en Siracusa (¿287-212? a. C.). Gracias a él la ciudad de Siracusa resistió durante tres años a la ocupación romana. Mediante unos enormes espejos ustorios que concentraban la luz del sol en un punto lograba incendiar las naves romanas.

    ** Los publicanos son el equivalente a nuestras sociedades anónimas. Como el aparato administrativo romano carecía de suficientes funcionarios, el Estado subcontrataba la explotación de minas, salinas, canteras, etc., además de la ejecución de las obras públicas en general, a sociedades formadas por publicanos (grupos de hombres que se reunían para formar una sociedad) a cambio de una cantidad estipulada previamente. De esta forma, los publicanos no solo explotaban los principales recursos económicos, sino que también recaudaban los impuestos en las distintas zonas administrativas.

    * En la batalla naval de Actium, Octavio venció a la flota de Antonio y Cleopatra, lo que le dejó el camino franco para convertirse en el heredero de Julio César. Un año después de la derrota sufrida en Actium, Antonio y Cleopatra se suicidaron.

    * Los honderos solían ser los primeros en entrar en combate. Rara vez fallaban un tiro y en muchos casos decoraban sus balas de plomo o de arcilla cocida con el nombre del general al que servían o con mensajes intimidatorios dirigidos al enemigo.

    * Los metalarii eran los encargados de arrancar la piedra en las canteras. Eran obreros de ínfima categoría social, junto con esclavos y condenados a trabajos forzosos.

    * Vale: fórmula para terminar las cartas que significa «que descanses o que estés bien».

    * Embarcación de tres órdenes de remos, muy usada en la antigüedad.

    * Esta anécdota es real. Tiberio estuvo exiliado en Rodas, primero voluntariamente y luego por orden del entonces emperador Octavio Augusto, quien era además su suegro.

    * En los meses romanos había tres fechas clave: las calendas, las nonas y los idus. Las calendas eran el primer día del mes; las nonas, el séptimo en marzo, mayo, julio y octubre, y el quinto en los restantes; y los idus, el día 15 en marzo, mayo, julio y octubre, y el 13 en los demás. Los restantes días del mes se nombraban según los días que faltaban hasta la siguiente fecha clave (por ejemplo, el decimotercer día antes de las calendas de noviembre).

    S La forma correcta es Miseno, el lugar de un antiguo puerto de Campania, en el sur de Italia. La ciudad está situada en el cabo, en el extremo occidental del golfo de Pozzuoli (Sinus Cumanus o Pilene, el Golfo de Nápoles), en el mar Tirreno. En la antigüedad, Miseno fue la base naval más grande de la Armada romana. [Nota del escaneador].

    * General romano que, tras retirarse, se dedicó a la buena vida. En la casa de campo que tenía Lúculo en Misene moriría Tiberio años más tarde, a la edad de setenta y ocho años, tras veintitrés de principado.

    ** Las cuatro de la tarde aproximadamente.

    * Massilia es la actual Marsella. En época romana fue un destino para aquellos que eran condenados al ostracismo.

    * Esta descripción de Tiberio está tomada de la obra Vida de los doce césares, de Suetonio.

    * La milla romana medía 1.472 m.

    ** Coche de ruedas arrastrado por dos o cuatro caballos que se empleaba tanto para el transporte de personas como de equipajes.

    *** Los romanos conocían el cristal, pero no lo empleaban para hacer ventanas. Para este fin utilizaban el lapis specularis, un yeso transparente que era fácil de exfoliar y que permitía el paso de la luz e impedía a su vez el paso del frío.

    * Los adfines eran personas que compraban acciones privadamente al propietario de las mismas, sin que su nombre figurara en ningún registro oficial. En Roma, cada socio de una empresa podía dividir su lote de acciones libremente entre las personas que estuvieran interesadas.

    S La forma correcta, si se mantiene el latín, es adfinis o affinis. [Nota del escaneador].

    * La una de la madrugada.

    * La annona era la cosecha anual del Estado. Los indigentes de Roma comían gracias a ella. El grano solía repartirse en alguna de las puertas de entrada a la ciudad.

    * En los triclinios romanos, los asientos estaban asignados de antemano. Así el invitado principal ocupaba un lugar concreto, y el anfitrión otro.

    * El encausto era una tinta roja que solo usaba el emperador.

    No grabar los cambios  
           Guardar 1 Guardar 2 Guardar 3
           Guardar 4 Guardar 5 Guardar 6
           Guardar 7 Guardar 8 Guardar 9
           Guardar en Básico
           --------------------------------------------
           Guardar por Categoría 1
           Guardar por Categoría 2
           Guardar por Categoría 3
           Guardar por Post
           --------------------------------------------
    Guardar en Lecturas, Leído y Personal 1 a 16
           LY LL P1 P2 P3 P4 P5
           P6 P7 P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           --------------------------------------------
           
     √

           
     √

           
     √

           
     √


            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √

            
     √
         
  •          ---------------------------------------------
  •         
            
            
                    
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            

            

            
         
  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
           ———
            - ESTILO 1
            - ESTILO 2
            - ESTILO 3
            - ESTILO 4
            - ESTILO 5
            - ESTILO 6
            - ESTILO 7
            - ESTILO 8
            - ESTILO 9
            - ESTILO BASICO
            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



                 - IMAGEN DEL POST


    Bloques a cambiar color
    Código Hex
    No copiar
    BODY MAIN MENU HEADER
    INFO
    PANEL y OTROS
    MINIATURAS
    SIDEBAR DOWNBAR SLIDE
    POST
    SIDEBAR
    POST
    BLOQUES
    X
    BODY
    Fondo
    MAIN
    Fondo
    HEADER
    Color con transparencia sobre el header
    MENU
    Fondo

    Texto indicador Sección

    Fondo indicador Sección
    INFO
    Fondo del texto

    Fondo del tema

    Texto

    Borde
    PANEL Y OTROS
    Fondo
    MINIATURAS
    Fondo general
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo Widget 8

    Fondo Widget 9

    Fondo Widget 10

    Fondo los 10 Widgets
    DOWNBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo los 3 Widgets
    SLIDE
    Fondo imagen 1

    Fondo imagen 2

    Fondo imagen 3

    Fondo imagen 4

    Fondo de las 4 imágenes
    POST
    Texto General

    Texto General Fondo

    Tema del post

    Tema del post fondo

    Tema del post Línea inferior

    Texto Categoría

    Texto Categoría Fondo

    Fecha de publicación

    Borde del post

    Punto Guardado
    SIDEBAR
    Fondo Widget 1

    Fondo Widget 2

    Fondo Widget 3

    Fondo Widget 4

    Fondo Widget 5

    Fondo Widget 6

    Fondo Widget 7

    Fondo los 7 Widgets
    POST
    Fondo

    Texto
    BLOQUES
    Libros

    Notas

    Imágenes

    Registro

    Los 4 Bloques
    BORRAR COLOR
    Restablecer o Borrar Color
    Dar color

    Banco de Colores
    Colores Guardados


    Opciones

    Carga Ordenada

    Carga Aleatoria

    Carga Ordenada Incluido Cabecera

    Carga Aleatoria Incluido Cabecera

    Cargar Estilo Slide

    No Cargar Estilo Slide

    Aplicar a todo el Blog
     √

    No Aplicar a todo el Blog
     √

    Tiempo a cambiar el color

    Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria
    Eliminar Colores Guardados

    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 2:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 3:
    Guardar
    Usar
    Borrar

    Set personal 4:
    Guardar
    Usar
    Borrar
  • Tiempo (aprox.)

  • T 0 (1 seg)


    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)