CONFIDENCIAS DE UNA MADRE MODERNA
Publicado en
diciembre 12, 2017
¿Quedarse en casa, o trabajar? ¿Impulsar a los hijos y pedirle al marido que lave los platos? ¿Cocinar durante horas, o abrir latas? Una periodista norteamericana considera estas disyuntivas, que conoce por experiencia propia.
Por Anna Quindlen (escribe una columna para el Times de Nueva York.).
UN DIA fui al supermercado con mis dos hijos. Esta proeza, creo yo, debería formar parte de los Juegos Olímpicos. Cuando llegué a la caja registradora me di cuenta de que llevaba en el carrito muchos artículos que no había escogido: lacitos de orozuz, un frasco de avellanas (más caras que los aretes que llevaba puestos) y una caja de cereal en forma de conitos de helado espolvoreados de chocolate. Volví a ponerlo todo en su lugar, ante las airadas protestas de mis hijos.
La presión para que compre yo como madre es constante; es decir, para que dé mi brazo a torcer y lleve a casa golosinas como esas. Mi madre compraba como madre, pero en sus tiempos la gente creía que la grasa era lo que Dios puso en la comida para hacerla sabrosa. Nos llevaba refresco de fruta sin fruta, galletas con ingredientes que parecían formar parte de un experimento científico, y hogazas de pan que se podían comprimir con la mano hasta dejarlas del tamaño de una pelota de tenis.
Ahora estoy en el lugar de mi madre, y entiendo por qué una mujer civilizada, que conoce la diferencia entre los emulsores y la comida de verdad, sigue comprando como madre.
Había jurado que nunca lo haría. Hasta que mi primer hijo cumplió seis meses de edad, no le di más que el pecho. Después llevaba siempre conmigo un molinito para hacerle papillas; en las comidas familiares me ponía a machacar zanahorias cocidas, para luego mezclarlas con yogur.
Hace poco me di cuenta de que esos días pasaron a la historia. Me encontraba compartiendo con mis hijos una bolsa de bocadillos con sabor a queso; todos estábamos come y come, sin decir media palabra.
Cuando la bolsa quedó vacía, mi primogénito (el de la leche materna y los purés de verduras) me miró sonriente y, todavía con migajas y sal en los labios, comentó: "Mamita, ¡me encantaron!"
¡Quién lo habría pensado cuando yo sostenía que, si uno da a los hijos sólo alimentos nutritivos, libres de aditivos, conservadores y azúcar, ellos acabarán por preferir esa comida! Debí rendirme ante la evidencia desde la primera fiesta de cumpleaños, cuando la tradición triunfó sobre la nutrición e hice pastel de chocolate para el festejado. Él con la boca llena de pastel, se quedó mirándome como queriendo decirme: "¡Qué guardado te lo tenías!"
Anoche cenamos tallarines con verduras; mi hijo separó los pedazos de calabacitas y espinacas, y hasta las hojitas de perejil. Luego, me confió: "¿Sabes qué me gusta más de comer, mami? ¡Los dulces!"
HACE DOS años, cuando el segundo de mis vástagos era bebé, entre la cena y la hora de acostarse pasaba una eternidad. Por las tardes salía yo a caminar empujando el cochecito y veía a la gente que regresaba del trabajo, portafolios en mano. Me daba la impresión de que había dejado de existir, y de que aquellas personas vestidas de traje me despreciaban, o era yo invisible para ellas. Pero tiempo después me encontré con una abogada que me había visto con el cochecito, y me dijo que le daba una envidia tremenda mi libertad, con mi carga y todo. Ella dejaba a su bebé con la niñera.
De todas las divisiones de la sociedad, la que mejor conozco es la que separa a las mujeres dedicadas a cuidar a sus hijos de las que salen a trabajar. Es una división impuesta por inseguridad. Las madres que se quedan en casa se ponen a la defensiva, porque su elección es vista con menosprecio; algunas se apresuran a afirmar que quienes verdaderamente se preocupan por sus hijos no los dejan en manos de nadie. Por su parte, las que salen a trabajar insisten en que lo importante no es el tiempo que se pasa con los hijos, sino cómo se pasa ese tiempo; hablan de que una madre feliz cría niños felices, y así por el estilo. Manejan conceptos que a veces son ciertos, y a veces, no.
He conocido madres consagradas en cuerpo y alma a sus hijos, y entablan con ellos una relación pasmosa, de tan estrecha. También he visto a otras madres cuya respuesta a la tensión de sus ocupaciones como amas de casa es caer en una especie de estado de coma, y lo más estimulante de cuanto hacen con sus criaturas es gritarles. Conozco señoras que tienen un empleo y vuelven maravillosa la única hora de convivencia que tienen con sus hijos, por la noche, y también a otras que al final de la jornada se ven como si les hubieran dado una paliza, y así actúan.
Mas la mayoría de las madres que conozco se encuentran entre ambos extremos, y tratan de establecer una relación familiar positiva.
Yo me enfrenté a esta problemática cuando tenía un hijo, y vuelvo a enfrentarla ahora que tengo dos. Hice la prueba trabajando de tiempo completo, y sin trabajar, y ahora lo intento con un empleo de medio tiempo. Me he guiado por libros de especialistas, por mi instinto, por la razón y por mis sentimientos. Y de una cosa estoy segura: ser madre es lo más arduo que he hecho.
SUPONGO que todos guardamos recuerdos parecidos del primer baile al que asistimos: los muchachos estaban en un lado del salón, y las muchachas en el otro. De pronto, uno de los chicos atravesaba la brecha y le pedía a una jovencita que bailara con él.
En aquellos momentos no lo sabíamos, pero teníamos a la vista la división de los sexos. Me he cansado de insistir en que los hombres y las mujeres son esencialmente iguales; lo he repetido, sobre todo, en discusiones acerca del derecho de las mujeres a desempeñar tareas que sólo se les confía a los hombres. Pero de pronto pasa algo, cualquier cosa, como el incidente del tubérculo de amarilis. Hace varios meses me preguntó el mayor de mis hijos:
—¿Para qué pusiste una cebolla en el baño?
Le respondí que era un bulbo de amarilis, y que pronto le saldrían unas flores preciosas.
—¿Qué es eso en el baño? —me preguntó su padre más tarde. Le expliqué lo mismo. Ellos intercambiaron una mirada, como diciendo: "¡Así son las mujeres!"
En otros tiempos me habría puesto furiosa; pero he advertido que a veces hago lo mismo. Charlo con una amiga por teléfono y me quejo de que mí esposo no me escucha cuando le hablo. Una de las dos suspira, y la otra entiende lo que significa ese suspiro: "¡Así son los hombres!"
Uno ve en las criaturas las actitudes propias de su sexo, a pesar de que crezcan en hogares donde la madre hace lo que antes hacía el padre, y viceversa. Precisamente ahora, en la planta baja, mi hijo mayor está con una amiga; él no se fija en que ella es una niña, ni ella en que él es un niño. Sin embargo, la chiquilla grita y se queja porque él la persigue con una araña de plástico, y a él le asoma al rostro una sonrisilla maniática, pues esa es precisamente la reacción que quería provocar. Lo están pasando bien.
Estos dos niños de los años ochentas pertenecen a hogares en los que se cree en la igualdad de los sexos. Entre ellos se abre ya una brecha: un mar que deben atravesar para bailar cohibidos una en brazos del otro. Lo importante es el baile; no la diferencia.
SOY DE las personas que rinden Culto al Papá. Y es que hacerlo me recuerda mis raíces: aquellos plácidos fines de semana, cuando se suponía que los niños jugábamos en una casa cuyo adorno principal era un señor dormido en el sofá, con la cara cubierta por un periódico. Papá trabajaba toda la semana, y no debíamos molestarlo. Nadie podía gritar cerca de él, ni cambiar el canal del televisor, so pena de hacerlo pronunciar la amenaza perentoria: "Si me obligan a levantarme..." No tengo la menor idea del final de esta frase.
Como todo el mundo sabe, el antiguo Culto al Papá ha sido sustituido por el Culto al Nuevo Papá: al señor que empuja un cochecito esperando que lo feliciten por ello, y que discute por insignificancias:
—Yo le cambié los pañales la última vez.
—No, lo hiciste en la mañana, y yo antes de la comida.
Semejantes zarandajas no tenían lugar en los tiempos del antiguo culto, pues un hombre que se permitía dormir la siesta no andaba cambiando pañales.
Creo que una de las diferencias más importantes entre el papá de antes y el de ahora queda muy clara al comparar a mi padre con mi esposo.
Papá estaba tan inmerso en el antiguo culto, que su justificación para muchas cosas era la frase "porque soy tu padre". Una tarde me llamó para decirme que acababa de ver en un documental de televisión cómo nace un bebé; estaba muy emocionado, después de haber tenido cinco hijos. "¡Es la primera vez que lo veo!", repetía. Mi esposo, en cambio, que ha contado mis contracciones y ha cortado dos cordones umbilicales, también vio el programa. Y cuando nació la criatura, su comentario fue más o menos este: "¡Uf!"
A pesar de todo, durante un par de horas cada fin de semana del otoño, mi esposo parece un hombre más acostumbrado a jugar con una pelota de futbol que con un bebé. A veces grita como los papás de antes, cuando uno de los niños estornuda durante el juego televisado. Hasta ahora no ha amenazado: "Si me obligan a levantarme..." Pero los niños son todavía pequeños, y quedan temporadas de futbol por venir.
CIERTA vez que regresé de un viaje de negocios me encontré con que había innovaciones en el rito de irse a dormir: entre el lavado de los dientes y el beso de las buenas noches se sostenían breves conversaciones con el Todopoderoso, las cuales terminaban con la Señal de la Cruz.
El acto no es muy solemne; a veces los niños rezan: "Diosito, bendice mis cubos y a mis ositos". Pero siempre acaban con: "Te agradecemos todo lo bueno que nos has dado, y que estemos juntos".
Estas expresiones de agradecimiento ya no son frecuentes. La vida es agitada y ardua; la prisa y las ocupaciones nos hacen olvidar la gratitud. Cuando la meta es el horizonte, parece necio detenerse para contemplar lo que hemos recorrido y el lugar por donde pasamos.
Me agrada que mi esposo les haya enseñado a rezar a los niños. Es bueno y saludable hacer una pausa, de vez en cuando, para exclamar: "¡La vida es buena, y estamos agradecidos por ella!"
CONDENSADO DEL "TIMES" DE NUEVA YORK (8-IV-1987, 8-X-1986, 24-III-1988, 3-II-1988, 17-II-1988, 25-XI-1987). © 1986. 1987. 1988 POR THE NEW YORK TIMES CO . DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.