SI ESTO ES WINNETKA, TU DEBES SER JUDY (F.M. Busby)
Publicado en
noviembre 16, 2017
El color del cielo raso no era el que debía ser... verde grisáceo, y no beige. Alerta, bien descansado, pero aún inmóvil, después de haber dormido. Larry Garth pensó: podía ser el departamento de Boston o, posiblemente, el de Winnetka... o, por supuesto, algún lugar nuevo. Quitándose las mantas de encima e incorporándose a medias, apoyó los pies en el borde de la cama y enderezó el cuerpo. Su espalda no protestó: Boston descartado.
Las paredes también eran verde grisáceas, los muebles de nogal veteado. Sí, Winnetka. Como inspección final, antes de entrar en el baño, levantó la persiana y miró al exterior. Había pasado mucho tiempo, pero reconoció los detalles. Winnetka, sin lugar a dudas, y él tenía 35 o 36 años, sólo había alrededor de dos años de Winnetka. Aún quedaba un importante asunto por dilucidar: ¿Judy o Darlene?
El espejo del baño estuvo de acuerdo: estaba en la época del pequeño bigote; lo había visto en fotografías. No le gustaba demasiado, pero lo evitó al afeitarse: no era una buena política introducir cambios innecesarios en los comienzos.
Volvió al dormitorio y recogió los cigarrillos y el encendedor de la mesita de noche, mientras escuchaba el entrechocar de cacerolas en la cocina ¿Judy o Darlene? Cualquiera que fuese, era mejor ir inmediatamente. Tan pronto como echara un vistazo a su billetero... lo primero es siempre lo primero.
Encendió un cigarrillo y miró las tarjetas y documentos que conformaban su identidad en el mundo exterior. Bueno... sabiendo quién era, su licencia y todas sus tarjetas de crédito estarían en vigencia. El año era 1970. Otra mirada al exterior: otoño. De modo que tenía treinta y cinco años, y las cacerolas resonaban en manos de Judy.
Tanto mejor, pensó. No había llegado su separación de Darlene, pero él sabía que era, que tenía que ser, turbulenta y amarga. Debería enfrentarse con ella en algún momento, pero era "suficiente por hoy"... Ahora bien, su matrimonio con Judy estaba a semanas o días de distancia: aunque no sabía con exactitud en qué dirección. Los árboles, al otro lado de la calle, no podían orientarlo; no podía recordar cuándo las hojas cambiaban de color, aquí, o cuándo comenzaban a caer. Bueno, escucharía; ella se lo haría saber.
En un sobre de plástico halló una tarjeta desconocida, con una llave adosada a un lado. La sacó del sobre: el otro lado de la hoja, hasta más de la mitad, estaba lleno con su propia escritura, pequeña y apretada, números en su mayor parte. El primer renglón decía: "1935—54, pequeña equiv... Ver gráfico. 8/75—3/76. 2/62—9/63. 10/56—12/56." Había mucho más: le dominó el asombro. Después la excitación, porque súbitamente los números tuvieron sentido. Meses y años... examinaba una relación de las épocas de su vida, en el orden en que las había vivido. "9/70—11/70" le llamó la atención: eso era ahora, de modo que aún no se había casado con Judy, pero lo haría antes de que concluyera este período. ¡Y la relación cruelmente registrada, incluía otros seis fragmentos de vida entre el que estaba empezando y el que concluyó ayer! La examinó detenidamente, frunciendo el ceño, con un gesto de concentración. Automáticamente tomó un bolígrafo y completó la anotación final, de la siguiente manera: "12/68—9/70."
Nunca hizo anotaciones apriorísticas, excepto en su mente. Pero era una buena idea; ahora que su último yo lo había considerado, él lo continuaría. No, lo empezaría. Se rio; luego dejó de reír. Lo empezaría porque lo había hallado: ¿cuándo y cómo era el verdadero comienzo? Se aferró a la idea de la causalidad circular, luego se encogió de hombros y aceptó lo que no podía comprender totalmente... estaba allí, le gustara o no. Volvió a mirar la tarjeta, los hitos de su zigzagueante travesía.
Éste era un período corto, que concluía algunos días después de la boda. Luego, alrededor de siete meses, con veinte años de edad y de nuevo a la universidad, probablemente se trataba de la época en que decidió terminar con esa ridícula situación, porque acerca de muchas cosas sabía más que sus profesores, pero muy poco de lo que abarcaban sus exámenes.
Esperaba con ansiedad el momento de ver a sus padres nuevamente, no sólo con vida, sino saludables. Lo regañarían por haber abandonado los estudios, pero él los calmaría aduladoramente.
Y luego... no, volvería a examinar la relación más tarde; Judy debía estar impacientándose. Una rápida ojeada al otro lado. Debajo de la llave decía: "Primeros Ahorros Mutuales", y después la dirección del banco. La llave estaba numerada: 1028. O sea que había más información en la caja de seguridad. Iría a darle una mirada a la primera oportunidad que se le presentara.
Se puso una bata y se calzó las pantuflas; la última vez que había estado con Judy, en 1972—73, ella había demostrado una liberación del tabú de la desnudez que, sin embargo, encontraba nueva y extraña. Caminando cansadamente por el hall, rumbo al desayuno, se preguntó cómo era que las anotaciones que acababa de ver se habían perdido, destruido, entre el ahora y aquella época. ¿Acaso después, en algún momento entre esos dos períodos, había cambiado de parecer... había decidido que el conocimiento era más un daño que una ayuda? Llegó a la cocina y a Judy, con quien había vivido dos veces como su marido, aunque sin haberla cortejado jamás.
—Buenos días, cariño. —Se adelantó para besarla. El beso fue breve; ella retrocedió.
—Los huevos que te preparé se están enfriando. Los serví cuando oí que el agua había dejado de correr. Están tapados... ¿por qué tardaste tanto, Larry?
—Supongo que me llevó un rato acostumbrarme a estar despierto.
Mirándola, comió sin apenas reparar en la temperatura y el sabor. Ella no había cambiado mucho. Su cabello rojizo dorado estaba suavemente recogido en una cola, ondulante y rizada, en lugar de caer naturalmente; iba envuelta en una voluminosa bata, en vez de moverse ágilmente y con libertad. Sin embargo, su rostro era el mismo, sus maneras eran las mismas, tan diferentes de su primera época con ella. Eso fue durante las últimas etapas de disputas, cinco años después, cuando ella bebía y engordó; el divorcio no estaba lejos. Él no sabía las cosas tan graves que le habían sucedido en un lapso tan breve. Ahora, en el principio o cerca de él, deseaba poder recuperar a la gorda borracha.
—¿Más café, Larry? Ni siquiera has mirado el periódico.
—Sí, gracias. Lo haré ahora. —¡Maldición! Tenía que ponerse a tono más rápidamente—. Bueno... ¿qué hay de nuevo hoy?
Realmente no le importaba. No podía importarle; él sabía cómo eran las crisis y calamidades de 1970 vistas en perspectiva. La única función del periódico era la de orientarlo... la de decirle en qué punto de la mitad del film se hallaba, qué tenía y qué no tenía que saber. Y hoy, como si fuera el primer día de cualquier época, lo primero que buscó fue la fecha exacta. Dieciséis de septiembre de 1970. Su boda se concretaría dentro de seis semanas y tres días, en Halloween. Y hoy era miércoles; el banco estaba abierto.
Como si lo adivinara, ella preguntó:
—¿Tienes que hacer algo especial, hoy?
—Nada de particular. Aunque quiero darme una vuelta por el banco. Tengo algo que hacer.
Así estaba seguro; ella sabía lo del banco. El solo guardaba secretos esenciales.
—¿Quieres que traiga algo del almashén? —Se acordó de hablar en la jerga que ambos usaban.
—Voy a ver. Hay un par de cosas en la lista, pero no son urgentes.
—De acuerdo. Entonces, primero ven aquí un minuto.
De baja estatura y delgada, ella cabía cómodamente en su regazo, como dos años después. Los besos se volvieron más prolongados.
Luego ella se echó hacia atrás.
—Larry, ¿estás seguro?
—¿Seguro de qué? —Trató de atraerla, pero ella se resistió; él la soltó—. ¿Hay algo que te preocupa, Judy?
—Sí. ¿Estás seguro de que quieres volver a casarte, tan pronto, después de...?
—¿Darlene?
—Sé que has pasado por una situación espantosa, Larry, y... bueno, no vuelvas a caer en lo mismo sólo para demostrar que no tienes miedo.
Él se rio y la abrazó con fuerza; esa vez ella se le acercó.
—No es mi intención demostrar nada. Ni a mí mismo ni a nadie.
—¿Entonces, por qué quieres casarte conmigo, si ya me tienes? No hace falta... todo lo que tienes que hacer es no cambiar y ser siempre el mismo conmigo. ¿Entonces, porqué, Larry?
—Supongo que porque soy un poco anticipado.
Era difícil reírse y besarla al mismo tiempo, mientras la llevaba al dormitorio. Pero se las arregló, y ella también, para hacer la parte que le correspondía.
Ella se levantó primero; la lista del almashén ya estaba terminada cuando él se hubo vestido para irse. El beso de despedida fue tierno.
Abajo, él reconoció el automóvil: un viejo Volvo del año anterior, que conocía desde los dos y cinco años posteriores; ahora se sentía incluso más ágil y obediente.
El trayecto hasta el banco le dio tiempo para pensar.
Durante sus primeros años—tiempo, los saltos eran pequeños, de uno o dos días, y su joven conciencia los veía como sueños desagradables... despertar con sensaciones desconocidas, con el cuerpo cambiado y las cosas desproporcionadas. Mucho después, al despertar en un hospital, supo que eran verdaderos.
—¿Consume drogas, señor Garth?
—No. —Un poco de yerba de vez en cuando no era droga—. Me gustaría saber por qué estoy aquí.
—A nosotros también. Lo encontramos en un estado lamentable, incapaz de hablar y de coordinar los movimientos. Igual que un bebé, señor Garth. ¿Tiene alguna explicación, alguna historia clínica al respecto?
De modo que estaba aquí, pensó.
—No. He soportado una gran tensión. —Probablemente ésa era la explicación más segura, aunque él no sabía ni la edad de su cuerpo ni en qué circunstancias se hallaba. Pero aproximadamente en treinta años—conciencia había aprendido a disimular mientras se orientaba en su nuevo tiempo. De todos modos, tal como esperaba, ellos lo informaron acerca de todo cuanto necesitaba saber sobre sí mismo, y lo dejaron en libertad. Como a menudo le sucedía, sabía que investigar los parámetros del ahora era una tarea estéril; el período sólo duraba alrededor de doce días. Pero la investigación no resultaba totalmente inútil, ya que al encontrarse con el período siguiente, aún recordaría.
Una vez, a los cuatro años de edad, se despertó en la madurez, aterrorizado, llamando a gritos a su madre. Recordaba que aquella vez lo' habían llevado al hospital y que no se sintió angustiado por despertar allí. Pero lo que había sucedido volvería a ocurrir. Y él estaba seguro de que, al menos, aún le quedaba un fragmento de la infancia por vivir.
Al principio no hablaba de estas cosas, durante sus períodos en el hogar, porque no sabía hablar. Después lo guardó en secreto, creía que a todos les pasaba igual. Finalmente fue reservado pues comprendió que nadie le podría ayudar o comprenderlo; ni siquiera le creerían.
Una vez, en su séptimo año—conciencia, despertó con la ingle palpitándole de dicha; la mujer que estaba junto a él venció su perplejidad y colmó su insatisfecha necesidad. Fue un período de un solo día, y no la había vuelto a ver. No sabía en qué año—tiempo o en qué lugar se hallaba, pero sabía lo suficiente para decir muy poco. Simplificó la situación cuanto pudo, diciendo que estaba cansado y que no se sentía bien; recordó a tiempo que los adultos dicen que hoy no van a trabajar: estuvo a punto de decir a la escuela. Salió del paso y su confianza en sí mismo aumentó.
Hubo otras dislocaciones a partir de los primeros años—tiempo, pero ninguna de importancia, hasta que una vez se durmió con diecinueve años y despertó para pasar siete meses como un hombre de cuarenta, dos veces divorciado. Se preguntaba qué le habría sucedido para fracasar en dos matrimonios. Su condición de variabilidad simplificaba la adaptación, pero después de algún tiempo se convenció de que había perdido veinte años y de que había sido engañado. Pero el próximo salto fue hacia un período anterior; entonces empezó a conocer el desarrollo de su vida.
Los cambios ocurrían siempre durante el sueño, excepto el que sobrevino durante la muerte. No sabía a qué edad había muerto; las comprimidas arterias de su cerebro no podían mantener una concentración prolongada. En su interior, los fugaces pensamientos eran lúcidos, aunque el efecto era de senilidad. ¿Cuántos años, sin embargo? Bueno, una vez había vivido un año que incluía un septuagésimo cumpleaños, una operación de cataratas, un juicio defendido con éxito y un estado de potencia satisfactorio. De modo que, al llegar al término, supo que era condenadamente viejo.
A pesar de haber muerto, temía la muerte. Sería solamente una manera distinta de terminar sus días. Porque no tenía una idea muy clara de cuánto había vivido, en ese ir y venir de fragmentos de vida. Algún día acabaría con el último segmento no vivido, y después... suponía que simplemente no despertaría. Haciendo cálculos generosos, vivió un poco menos de la mitad de los años—tiempo que tenía asignados. No podía estar seguro, ya que una buena parte de sus primeras épocas de conciencia no fueron medidas.
El acto de morir no era terrible; incluso su cerebro senil sabía que no había llenado aún los espacios en blanco de su vida. El dolor era horrible cuando su corazón luchaba y apenas podía funcionar, ni detenerse suavemente, pero había sufrido unos dolores todavía más horribles. Su mente se extraviaba y recuperaba la lucidez por unos instantes, al final. Murió con curiosidad, preguntándose qué vendría después.
Era el epílogo del libro: el círculo se cerraba. Estaba comprimido, hostigado. Apremiado y convulsionado, lenta y dolorosamente. Por fin el aire frío alcanzó su cabeza y la brillante luz le aguijoneó los párpados; nacía, probablemente, a la edad—conciencia de treinta años. Excepto por el olvidado instinto de alimentarse, su condición de recién nacido le pareció desagradable.
Llenando involuntariamente espacios anteriores, volvió a sumergirse dos veces en la infancia. La primera vez se aburrió hasta lo indecible; no podía ver con claridad ni moverse libremente. La segunda, más entrenado, se concentró en sus aguzados sentidos, tratando de comprender el contexto de la infancia. Halló instructiva la experiencia, aunque le agradó despertarse adulto, tiempo después.
Las relaciones con los demás eran siempre difíciles; normalmente irrumpía en la segunda mitad del film; ignoraba lo que había sucedido antes y cuáles actitudes debía adoptar ante la gente supuestamente conocida. Aprendió a simular una cierta pasividad que no le era característica, a fin de que sus amigos aceptaran la tranquilidad requerida para cada nuevo período de aprendizaje. No hacía daño a nadie con esta pequeña farsa; era tan beneficioso para ellos como para él. Y mientras permanecía en un período, descansando entre vuelos zigzagueantes, sus amigos y amantes —así como sus sentimientos— eran verdaderos y auténticos para él. Cuando volvía a encontrarlos, antes o después, le dolía que ellos, a su vez, no lo supieran ni se alegraran por el reencuentro.
En las primeras etapas de su experiencia, frecuentemente rechazaba esos encuentros. Ahora sabía dónde situar el momento y adaptaba sus archivos mentales para extraer solamente un conocimiento aceptable de aquella época.
No había modo de seguir una carrera convencional, y, al final de ella, obtener una jubilación. Ni siquiera podía terminar la universidad. Afortunadamente, en su primer cambio, cuando saltó de los diecinueve a los cuarenta años, descubrió que era un conocido escritor de ficción. Leyó varias de sus obras y se divirtió con ellas. En períodos posteriores las escribió, recordándolas a medias, y luego escribió otras que no había leído. Sus libros jamás insinuaban los rasgos de su propia vida, pero un crítico dijo acerca de ellos: "Garth nos presenta un punto de vista único, como si mirara la vida desde un ángulo diferente."
La de ellos era una vida extraña, pensaba. ¿Cómo se las arreglaban? Vivir, mirar desde un solo ángulo, que recorría con dificultad una línea y veía solamente un pasado consecutivo.
De modo que jamás podrían comprenderlo. Ni él a ellos.
Tanta era la facilidad con que se familiarizó con el automóvil y la localidad, las manos y los pies adaptándose automáticamente a la caja, a los rápidos frenos y a la dirección, que, inmerso en sus ensoñaciones, casi pasó de largo el desvío que conducía a Primeros Ahorros Mutuales. Tras frenar, puso rápidamente los intermitentes y viró sin dificultad desde el carril de la derecha. Halló un espacio vacío al final de una hilera de automóviles estacionados.
No sabía cuál era el banco, de modo que caminó lentamente, mirando detenidamente a su alrededor. El mostrador de los depósitos de seguridad se hallaba a su izquierda. Encima había un cartel que decía: "Leta Travers"; detrás del escritorio se hallaba una mujer canosa, con un peinado espectacular, que llevaba un anillo de casada. No podía recordar qué términos usaba una persona de esa zona, en aquella época, para dirigirse a otra por asuntos de negocios. Pero tampoco era un detalle demasiado importante.
—Buenos días, señora Travers.
Ella acudió al mostrador.
—Señor Garth. ¿De nuevo va a modificar su testamento?
¡Demonio! No, ella sonreía, debía ser una broma. Sin embargo, ¿cómo es que había llegado a cometer una estupidez semejante? Ahora sabía cómo hacer las cosas. Bueno, le seguiría la corriente.
—Sí. Voy a dejar todos mis millones al asilo de gatos jubilados.
Más adelante debería dar otra excusa, o cambiarla de banco. Porque la próxima vez, desprevenido, podría pasarlo mal. Quizás era ésa la razón por la que había dejado de hacer anotaciones... debería tener paciencia, ya se enteraría.
Leta Travers lo condujo hasta el compartimiento aséptico donde su llave y la de él, usadas conjuntamente, abrían la caja 1028. Tras las habituales frases de cortesía, lo dejó solo.
El sobre estaba arriba de todo. No le gustó la inscripción: Esta es Tu Vida, seguida de su firma. Eso era un alarde de mal gusto. O un lapsus de idiotez. Había traído un bolígrafo; lo usó para tachar la inscripción. Primero pensó, luego escribió: Desactualizado; para consulta solamente. Repitió la frase mentalmente para grabársela. Desplegó el contenido del sobre y quedó impresionado. Constaba de dos hojas principales, más algunas trivialidades, que podía examinar después. Esto último parecía ser interesante, pero había esperado y podía seguir esperando más.
La primera hoja era una versión ampliada de la tarjeta que tenía en su billetero: una cronología de su conciencia, cuyas fechas eran más exactas de lo que él podía recordar. De todas maneras, luego controlaría más detenidamente estos datos. No podía imaginarse cómo lo haría. O quizá, juntamente con la estúpida inscripción, se había habituado a registrar fechas exactas que correspondían a sus recuerdos inexactos. No le gustaba la idea de que su mente se hubiera contaminado hasta aquel extremo, y decidió evitar tales tendencias.
Examinó superficialmente las anotaciones, sin hurgar demasiado en la memoria. La lista parecía ser precisa, tendría que volver a leerla más minuciosamente. La segunda hoja describía su vida desde un aspecto diferente: en forma de años—tiempo, exponía las etapas que había vivido y lo que había conocido y adivinado en las etapas intermedias. En el reverso había una reseña en forma de diagrama.
Ambas hojas trascendían su experiencia, del mismo modo que la tarjeta. Observó la primera, y a continuación de la sección correspondiente a la universidad, leyó: Febrero 6, 1987 hasta marzo 4, 1992. Tres años maravillosos con Elaine y los demás, luego dos terribles cuando ella murió y todo lo que vino después. Murió el 10 de noviembre de 1990; estamos solos.
No pudo seguir leyendo; aquello parecía no tener sentido. Elaine: ¿Cómo pudo morir tan pronto? Él la esperaba, algún día, para pasar juntos unos buenos años: de tiempo en tiempo, como tenía que suceder. Repentinamente pudo atisbar una razón para destruir las anotaciones... hubiera preferido no saber nada del fin de Elaine. Pero no había pensado así con posterioridad; de lo contrario, esos papeles no estarían en sus manos.
Conocía a Elaine de dos oportunidades: la primera, cuando su matrimonio se unió estrechamente al de Frank y Rhonda. Entonces fueron dos meses solamente. Más tarde, cuando llevaban seis meses de casados, disfrutó de todo el año siguiente y algunos meses más. Ella era la persona a quien más deseaba, a quien más amaba... a quien más encontraba a faltar.
No podía seguir soportándolo, al menos por ahora. Necesitaba estudiar y memorizar las anotaciones, pero no aquí, no ahora. Bueno, Judy no se entrometía en sus asuntos: podía llevárselas a casa. Guardó el sobre en el bolsillo. Todo lo demás volvió a la caja de seguridad; la empujó para que el cerrojo quedara perfectamente asegurado. Todo en orden: era hora de marcharse.
Cuando estuvo junto al mostrador, saludó a la señora Travers:
—He decidido que, de ahora en adelante, voy a dejar mi testamento en paz —dijo—. Los gatos jubilados tendrán que arreglárselas como puedan.
Ella se rio, tal como él esperaba.
—Como usted disponga, señor Garth.
—Es verdad —dijo él—. Es asunto mío, ¿no es cierto? Bien, entonces ya nos veremos, señora Travers, y gracias.
Se encaminó hacia la puerta.
La muchacha de cabellos negros pasaba casualmente por allí en el momento en que él salía a la calle; antes de que pudiera pensarlo, la llamó.
—¡Elaine!
Ella se volvió; frenéticamente, él trató de buscar una excusa que no lo delatara. Pero los ojos de ella y sus brazos se abrieron; corrió hacia él y no pudo resistirse a su abrazo.
—¡Larry! ¡Oh, Larry!
—Creo que ha cometido una equivocación —dijo él. Su mente se agitó inútilmente—. Perfectamente natural. Creo que me parezco a muchas otras personas.
Ella sacudió negativamente la cabeza, diseminando las lágrimas que caían de sus pestañas.
—No es ninguna equivocación, Larry. —Lo asió con fuerza de los brazos; él pudo sentir las uñas de ella hundiéndose en su carne—. ¡Oh, piénsalo, Larry! ¡Tú también, Larry! ¡Tú también!
Literalmente, él se devanó los sesos; sintió que se desvanecía. Suspiró una vez profundamente, y otra vez, y otra vez suspiró.
—Sí —dijo—. Mira, Elaine... vamos a algún lugar tranquilo a tomar un café, o una copa, o algo. Tenemos que hablar.
—¡Oh, sí! Tenemos que hablar... más que ningún otro par de personas en el mundo.
Hallaron un pequeño bar, tranquilo y débilmente iluminado; se sentaron a una mesa, en un rincón. Tres hombres ocupaban bancos contiguos, junto al mostrador; en el otro extremo del salón, una pareja conversaba en voz baja. El mozo, con el ceño fruncido en señal de concentración, mezcló algo en una copa alta.
Larry observó a Elaine, diez años más joven que las demás veces que la había visto. Envejecía decorosamente, pensó; las pequeñas arrugas que se habían formado en el rabillo de los ojos no se acentuaron demasiado durante los años de matrimonio. Ni siquiera los ojos grises habían cambiado, y la curva del mentón era la misma de siempre. Los negros cabellos habían crecido desde la última vez que él los viera; las escasas hebras plateadas aún tenían que aparecer. Podía cerrarlos ojos y ver el cuerpo esbelto, oculto bajo su vestido; la deseó, pero sólo vagamente. Ahora eran más importantes las cuestiones de la mente... de la mente de ambos.
El mozo se dirigía hacia la mesa que ellos ocupaban.
¿Vermouth? —preguntó Larry—. Tú siempre pides eso.
¿Eso pido? —ella se rio—. Es cierto, pido eso, tiempo después. Bueno, quizás éste es el momento en que empiezo a adquirir el hábito. De acuerdo.
Él pidió lo mismo. Ambos permanecieron en silencio hasta que trajeron las bebidas. Él empezó a levantar la copa para el brindis, pero ella no esperó.
—¿Cuántos períodos has vivido, Larry? ¿De nosotros?
—Aún no te he encontrado. Excepto ahora. Viví la última mitad de nuestro primer año y la mayor parte del segundo. —Le mostró el sobre—. Aquí tengo las fechas. Y antes de eso viví algunas semanas intermedias, en el año 85, cuando estábamos con Frank y Rhonda. Yo era bastante joven; al principio estaba realmente confundido.
Ella asintió.
—Debí habérmelo imaginado entonces. Yo también he vivido esa parte, y de repente pareciste ensimismarte, no querías hablar. Después volviste gradualmente a la normalidad.
—¿Cuánto has vivido, Elaine? Quiero decir... ¿Cuánto nos queda, para estar juntos?
—No demasiado, a partir de ahora; he llegado hasta el final...
¡Santo Cielo! ¿Qué estaba diciendo?
—Elaine... ¿ya has vivido... eh...tu muerte?
Ella asintió.
—Sí. No fue tan tremendo como parecía. Tenía un aspecto y un olor horrible, cerca del fin, lo sé. Y emitía sonidos de dolor. Pero sólo se trataba de mi cuerpo. Por dentro, excepto al ver cómo sufrían los demás por mí, estaba completamente en paz; el dolor se hallaba en algún sitio lejano, donde apenas se dejaba sentir. ¡Pobre Larry! Te hice pasar malos ratos, ¿no?
—Aún no he vivido ese momento. Aunque lo viviré muy pronto.
—¿Aunque tú… qué? ¿Cómo puedes saberlo? —Su rostro pareció contraerse. —¡Oh! ¿Es que a pesar de todo no somos iguales?
Él le tomó la mano.
—Sí, somos iguales. Es que... llevo un registro de datos, o lo llevaré. Y he hallado esos datos: fueron escritos en el período anterior al de ahora.
Le mostró las anotaciones que contenía el sobre.
—Aquí... puedes ver lo que he vivido hasta ahora y lo que viviré hasta el período que concluyó hace un par de días.
Ella se recuperó rápidamente y examino el registro de los datos de su vida con evidente fascinación.
—¡Pero esto es maravilloso! Jamás se me ocurrió hacerlo, no sé por qué. Es algo lógico, si uno lo piensa. ¡Qué tonta soy!
—Yo también soy tonto, Elaine —le dijo. Bebió un sorbo. El hielo se había derretido, el gusto era acuoso—. A mí tampoco se me había ocurrido, hasta que lo vi escrito.
—Pero eso significa que lo hiciste porque lo habías hecho antes. —Captó inmediatamente el proceso... con lo cual superaba lo que él mismo había hecho.
—Larry, ¿te molesta que marque algunas cosas en esta hoja? ¿En lápiz? Quiero saber cuánto nos queda por vivir juntos. —Rápidamente trazó nítidas líneas—. Los dos sabemos; ¿no es esto algo...? ¿Existe alguna otra palabra más precisa que maravilloso?
—Cualquiera será acertada. — Fue presa de la impaciencia—. Bueno, ¿qué te parece?
—Mejor de lo que esperaba, pero no tan bien como me hubiera gustado. Yo te he conocido, pero tú a mí no. Fíjate aquí: a fines de 1980 hay una superposición, ambos hemos vivido un par de meses allí. Y tú has vivido la mayor parte de 1981 y un poco del 85, y yo he vivido prácticamente todo el 85 y los últimos tres años completos. ¡Oh, maldita sea! ¿Ves aquí? De nuestros diez años, uno de los dos ya ha vivido casi seis. Sin saberlo. ¡Sin saberlo, Larry! — Se enjugó los ojos y apuró el trago.
—Sí, Elaine, yo siento lo mismo que tú. Pero lo vivido, vivido está; no podemos cambiarlo.
—¿Estás seguro? —levantó el rostro hacia él, echando hacia atrás el cabello que había caído sobre su rostro—. ¿Qué pasaría... qué pasaría si la próxima vez que tú vives un período y yo no, simplemente te lo contara? ¿O al revés? ¿Por qué no, Larry?
Él sacudió la cabeza, sin rechazar la propuesta, pero vacilando. También a él se le había ocurrido la idea, pero las implicaciones le hacían dudar. Aunque a ella no. ¡Cómo amaba esa mente audaz! Pero necesitaba tiempo para pensar.
—No estoy seguro, Elaine. ¿Qué podría suceder? Estábamos allí, ya lo ves, y ninguno de los dos preguntó al otro si recordaba haber estado aquí en este instante. ¿Por qué no lo hicimos? —Aún tenía la mano de ella entre las suyas, la apretó y la soltó—. ¿Acaso fue por algo que decidimos en los próximos minutos? ¿U horas o días? Tenemos que pensar, Elaine. Tenemos que pensar de una manera en la que nadie ha tenido que pensar jamás.
Ella sonrió.
—¿Estás seguro de eso? Ya somos dos. Quizá haya otros.
—Quizá. He estado a la expectativa, y nunca... ¿Cuál es la ventaja de reconocer a alguien? Si yo hubiera estado desprevenido, jamás me hubiera dado por vencido, ¿comprendes?
—Pero estoy tan contenta de que lo hayas hecho. ¿Tú también?
—Por supuesto, Elaine. Sí. Aunque sea por los cuatro años...
—Pero tal vez podríamos vivir más. La superposición... ¿ves?... los períodos que ambos hemos vivido, en los que ninguno de los dos sabe nada del otro... no son muy largos.
—No, es cierto. —Hizo una seña al mozo, sosteniendo la copa en alto y extendiendo dos dedos de la mano con la que la había levantado.
—Elaine —dijo— no tenemos por qué decidir esto ahora mismo. Pon el asunto en el segundo fogón y déjalo que hierva a fuego lento. Hablemos de nosotros. Por ejemplo, ¿qué edad tienes?
Ella se rio.
—Pensaba que tenías buena memoria. Soy dos años y cinco días más joven que tú.
Ahora le tocó a él reírse ahogadamente.
—No me refiero a los años del cuerpo. ¿Qué edad en años—conciencia?
—Oh, yo los llamo años—vida. Alrededor de veinticuatro, creo, año más año menos. ¿Y tú?
—Cerca de cuarenta, yo tampoco lo sé con exactitud.
El mozo trajo dos copas llenas, recogió el dinero y regresó al mostrador, siempre en silencio.
—Te estás volviendo viejo y cauteloso, ¿no es cierto, Larry? No, no quise decir eso. Aprendemos a ser cautelosos, tenemos que hacerlo. Sólo que ante esto —saber que no estoy sola para vivir de esta manera—, correré cualquier riesgo. El riesgo que sea, Larry. —Sorbió el vermouth; el hielo tintineó por el ligero temblor de su mano—. Pero sí, hablemos de nosotros.
—Me preguntaste acerca de mi muerte —dijo—. ¿Llegaste ya a la tuya? ¿O hasta qué punto de tu vejez llegaste?
—Ya he llegado y no lo sé; era anciano. Uno se siente muy bien interiormente, pero no se puede mantener ese ritmo demasiado tiempo. Aunque era endemoniadamente viejo; lo sé. Porque una vez tuve Detenta años durante algún tiempo, y aún estaba en buena forma.
—Y yo he muerto a los cincuenta y tres. ¡Por Dios, Larry!
—¡Elaine! —¿Qué otra cosa podía decir? A veces la calidad prevalece sobre la cantidad.
Ella hizo una mueca de disgusto y resopló débilmente.
—¡Un poco de calidad! ¿Recuerdas algo de la historia de mi vida? Bueno, estoy con Joe Marshall, mi primer esposo, y está empezando a matarse con la bebida. Por lo que recuerdo, tardará quince años. Oh, no puedo quejarme de mi infancia, ni de mis tiempos de estudiante, ni siquiera de los primeros cinco años de mi matrimonio, los que he vivido con él. Pero también he vivido cuatro de los ocho años siguientes, antes del divorcio. No, Larry. Si de calidad se trata, todo se concentra en los años que pasé contigo. Contigo y con nuestros otros dos.
—Aquellos tiempos también fueron buenos para mí —dijo él—. ¿Pero sabes una cosa? Traté de ser el mismo para todos, de comportarme de acuerdo con sus esperanzas. Y viví con vosotros tres antes de la época en que tú y yo estuvimos solos con anterioridad, pero me sentí más tuyo que de Rhonda.
Hizo una pausa y bebió.
—Me pregunto si de alguna manera el cuerpo no se retrotrae al margen de nuestra memoria consciente.
La mente de ella lo miró desde algún sitio lejano, oculto tras sus ojos.
—No lo sé — dijo. A veces nos asaltan presentimientos, sensaciones... —Sacudió la cabeza y sonrió—. Larry, ¿cómo ves las cosas, ahora?
—Confusas, en primer lugar. Probablemente te he contado, quizás en algún período que tú has vivido y yo no, acerca de mis dos primeros matrimonios... lo que sabía de ellos. Bueno, puedes verlo en el diagrama: hoy me desperté entre dos esposas.
—¿Hoy? ¿Hoy comienzas un período?
—Sí. Judy está viviendo conmigo; nos vamos a casar dentro de unas dos semanas.
—¿Judy? ¿La lasciva?
—No, por el momento, ni hasta dentro de dos años. Tal vez había vivido el triste final del matrimonio cuando te hablé de ella... sí, eso es. Algún día llegaré a saber qué sucedió. Sólo deseo no ser el culpable. Aunque quizá lo sea...
—No hay razón para que pienses de ese modo. Tú no pudiste nacer zigzagueante, ni yo tampoco. Si nosotros podemos sobrellevarlo, ¿por qué no pueden los demás?
—¿Podemos sobrellevarlo realmente, Elaine?
—Lo estamos haciendo, ¿no es cierto? —Miró el reloj—. ¡Oh, tengo que irme! Joe, mi esposo. ¡Ya llevo una hora de retraso! Si no me apuro lo encontraré otra vez borracho.
—Sí. Está bien. ¿Cuándo podemos vernos?
—Aún no lo sé, pero nos veremos. Tú y yo tenemos cosas que hablar. ¿Estás en la guía de teléfonos? —Él asintió—. Te llamaré.
Se levantó; él la imitó. Ella comenzó a alejarse, pero él la asió de un brazo.
—Un momento, Elaine. Ha pasado mucho tiempo.
Al salir se besaron largamente antes de separarse.
—Yo voy para ese lado —dijo ella—. Son sólo unas pocas calles. No me acompañes.
Se quedó mirándola, contemplando su andar grácil. Después de haber dado algunos pasos, ella se volvió.
—Te llamaré esta noche —le dijo—. Podemos vernos mañana, si aún estoy aquí. Aún ahora, quiero decir.
—Tienes que estar.
Sonrieron y se despidieron, luego él se volvió y se dirigió al estacionamiento.
Cuando abrió la puerta del departamento, casi hizo caer a Judy de la escalera; ella estuvo a punto de soltar el cuadro que tenía en la mano.
—¡Ah, eres tú! —dijo ella—. Ven, toma esto.
Trastabillando, se inclinó para extenderle el cuadro. Llevaba el cabello suelto, alisado con el cepillo, y tenía la bata abierta. Bajó de la escalera y se abrochó la bata antes de volverse.
—¿Ya almorzaste, Larry? Te estuve esperando, pero tuve hambre y comí. Te preparo algo, si quieres, aunque no sé si debería, ya que llegas tan tarde...
Él empezó a decir que no tenía hambre; después descubrió que sí tenía.
—Sigue con lo que estabas haciendo, Judy; me prepararé un bocadillo. Fue mi culpa; me retrasé.
Sacó pan, carne, pickles y un frasco de mostaza, del frigorífico.
—Cuando hayamos terminado, beberemos una cerveza y charlaremos un rato.
Ella continuó con su tarea, con el cuadro en una mano, el martillo en la otra y los golpes que apagaban su voz. Trepar por una escalera es un buen comienzo para un buen golpe final, pensó.
Sabía de qué quería hablar. De un viaje, una misión ficticia. Una luna de miel anticipada, a diez años de distancia, con Elaine. Una cosa era disimular; siempre había tenido que hacerlo. Otra cosa era mentir: lo descubrió mientras conversaba con Judy, ambos bebiendo cerveza de las botellas como si bebieran champaña en copas heladas. Después del bocadillo, la cerveza le sentó bien.
—Aún no estoy seguro —le dijo—, pero es posible que me ausente el resto de la semana, y el fin de semana incluso.
Sabía que su jerga era un tanto anticuada, pero siempre se permitían ciertas flexibilidades en el lenguaje corriente.
—Te lo diré con exactitud tan pronto como pueda.
—Está bien, Larry. Me gustaría acompañarte, pero ya sabes que este fin de semana estaré atareadísima.
—Está bien. —No sabía nada de eso, pero le vino bien—. Otra vez será.
Judy era vital y deseable. Boca movediza, cabellos relucientes, cuerpo flexible que sólo se excedía en tres kilos, agradablemente ocultos. No era brillante, pero sí inteligente y de carácter asequible. Y en la cama era como un visón con la cola en llamas. Entonces, ¿por qué no podía aferrarse a ella? Porque pertenecía a la otra especie, a la que vivía de acuerdo con una sola línea y desconocía la otra forma de vivir.
¿Y era ésa la razón por la cual se convertía en una borracha, gorda y huraña? Le habría gustado saberlo, y que no tuviera que suceder.
La cena no fue ningún alarde. "Suprema de Sobras", dijo Judy; su boca se torció en una mueca. Estaban tomando el café cuando sonó el teléfono.
Era Elaine; él le dijo que no colgara.
—Asuntos de negocios —le dijo a Judy—. Hablaré desde la otra habitación para que puedas leer en paz. —Le dolía mentir nuevamente; Judy no merecía que le mintieran.
Por el aparato del dormitorio:
—¿Elaine? —había ruidos en la línea.
—Sí, Larry. He estado pensando.
—Yo también. Necesitamos más tiempo.
Ella se rio a través de los ruidos.
—Sí. Siempre nos pasa lo mismo.
—Más tiempo para nosotros, quiero decir. Para pensar y conversar juntos. — Hizo una pausa, sorprendido de su propia turbación—. Y para hacernos el amor, si lo quieres. Yo sí quiero.
Ella permaneció un instante en silencio.
—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿Tienes problemas? ¿Es que se te ha muerto tu lasciva esposa?
—No tienes derecho a decir eso. No la conoces.
La voz de ella surgió suavemente, ahogada casi por los rechinantes sonidos.
—De acuerdo, Larry. Estoy celosa. Lo siento. No debí haberte dicho lo que te dije. Estoy un poco borracha; he estado retozando con Kemo Sahib hasta que se desmayó hace un rato. Sin tocarme, como de costumbre. Me hace sentir como una perra cuando se pasa toda la noche excitándome para nada. Quisiera saber qué provecho le saca a todo esto.
—A mí me gustaría saber muchas cosas —dijo él—. Pero no tiene importancia. ¿Qué te parece...? Vámonos juntos por algunos días; al diablo con todo. ¿Qué dices?
Ella esperó más de lo que él hubiera querido. Luego:
—Puedo hacerlo, si tú puedes. —Otra pausa—. ¿Y podremos conversar? ¿Contárnoslo todo?
—Eso es lo que deseo.
—De acuerdo, Larry. Estaré en el mismo bar, mañana alrededor del mediodía. O un poco más tarde; no suelo ser muy puntual. Pero allí mismo. Con mi maleta.
—Sí. Sí, Elaine. Y buenas noches.
—Con cuidado, Larry. No te preocupes; puedo esperar hasta que tú digas el resto.
La comunicación se cortó y la señal comenzó a zumbar en su oído. Se quedó escuchando, como si el ruido tuviera algún significado; después colgó y regresó a donde estaba Judy.
Ella estaba leyendo, con el televisor encendido, pero sin sonido; él nunca había comprendido ese hábito, ninguna de las dos veces que habían convivido. Para no sentirme tan sola, había sido su excusa.
—¿Quieres una cerveza, o alguna otra cosa? —le preguntó—. Creo que yo voy a tomar una o dos, y voy a leer el periódico. Y después, a la cama temprano.
—¿Con o sin?
—¿Eh?
—Mí.
—Oh. Con.
—Perfecto. Sí, me gustaría poder tomar una cerveza contigo, Larry.
Esa parte estuvo bien. En lugar de leer, conversaron. Al poco rato, le habló de su misión... no le dijo de qué se trataba, ni dónde era, sino cuándo.
—Parto mañana por la mañana, no demasiado temprano, y estaré de regreso el lunes. Quizás el domingo por la noche.
—Sí. Bueno, con suerte estaré demasiado atareada como para echarte de menos como se debe.
Empezó a reír, pero se contuvo. Porque echar de menos a Judy no entraba en sus planes.
Terminó la cerveza y fue a la nevera.
—¿Quieres otra, cariño?
—No, pero tú puedes tomarte otra mientras me doy un baño. —Él bebió su cerveza y después se bañó.
Más tarde, retozando juntos y cerca del fin, descubrió que su mente estaba con Elaine. La fantasía en el sexo no era nada nuevo, pero la realidad se merecía algo mejor. Esta vez estuvo a punto de no llegar al clímax; cuando lo logró, el hecho fue intrascendente, una simple liberación. Pero tuvo buena suerte con Judy—la—imprevisible: ella lo hizo a lo grande y sin preguntar. Él se lo agradeció en silencio.
Elaine, con su equipaje, llegó cuando el mozo ponía las bebidas sobre la mesa.
—¿Llego tarde, Larry?
Él sacudió negativamente la cabeza; se besaron ligeramente.
—¿A dónde quieres ir? —le preguntó—. ¿A algún lugar en particular?
—Sí, creo que sí, si es que apruebas la idea. Si no te parece demasiado lejos. — Sorbió el vermouth helado—. Hay algunas cabañas junto a un lago, un poco más al norte de Fond du Lac. Estuve allí una vez, con el gran cazador blanco de botellas.
—Oh. ¿Recuerdos?
Ella hizo una mueca.
—Él odiaba el lugar, yo lo amaba.
—¿Recuerdas cómo se llama? Tal vez deberíamos avisar antes de ir.
Ella negó con la cabeza.
—Ya terminó la temporada. Empezaron las clases; todos los pequeños bronceados por el sol han regresado a sus aulas.
—De acuerdo. Aprovecharé la oportunidad, si tú lo deseas.
Se fueron sin terminar de beber.
La cabaña estaba situada en el extremo norte de una hilera, contigua a un bosquecillo de alerces. El interior estaba sin terminar, los postes que la sostenían estaban al descubierto, pero la cama era cómoda y las cañerías funcionaban. Tomaron el sol a orillas del lago y comieron el pollo frito del Coronel Sanders. El atuendo apropiado para la cena fue la toalla para sentarse encima.
—Mañana cenaremos fuera y comeremos cualquier cosa —dijo él—, pero esta noche estamos en casa.
—Sí, Larry. Pero no hagas chasquear los dedos o te doy una paliza.
El verano indio se volvía más fresco al anochecer; ellos habían esperado hasta que el calor disminuyera. Ahora empieza nuestra vida juntos, pensaba él. Empezó nuevamente, y no mucho tiempo después.
Luego se sentaron en la cama, el uno al lado del otro. Él acercó una silla de madera para poner los cigarrillos, el cenicero y dos botellas de cerveza helada. Conversaron durante un rato, se entretuvieron fumando, tomando cerveza, tocándose y sonriendo. Es exactamente igual que antes, pensó.
Le tocó el pecho, pequeño y delicadamente combado, que se hallaba próximo a él.
—Nunca fui gran cosa en este aspecto, ¿no es cierto? —dijo ella.
—La belleza no reside en el tamaño, Elaine.
—Sí, pero ya sabes, me sentía tan derrotada con Frank y Rhonda. Ella era tan endemoniadamente espléndida... dotada; me mataba. — Estaba sonriendo, pero se puso seria—. Me mató, literalmente.
Él le acariciaba el pelo, acercándolo para que le rozara la mejilla, lentamente, dejándolo caer una y otra vez.
—No comprendo.
—Larry, yo sabía que tenía un tumor. Lo supe durante más de un año, hasta que tú te enteraste y me obligaste a ver un médico... ¿Cómo se llamaba? Greenlee.
—¿Pero por qué?
—No tenía demasiadas cosas y tenía miedo de perder lo que tenía. De modo que traté de convencerme de que no era nada serio. Y lo peor... no sé si debería decírtelo...
—Vamos, Elaine, tú y yo no podemos ocultarnos las cosas.
Ella tiró la ceniza del cigarrillo con golpecitos firmes y precisos.
—De acuerdo —dijo—. Después de examinarme, Greenlee me dijo que si hubiera ido a verlo antes me hubiese salvado con sólo una simple mastectomía, en el peor de los casos, y sin que me quedara una cicatriz muy grande. Pero no pude hacerme a la idea, Larry. De modo que lo fui postergando y terminé con esas horribles operaciones de raíz, me sacaron los músculos y todo, todos esos malditos rayos y... ya lo sabes... y aun así ya era demasiado tarde. —Sus ojos lagrimeaban, pero no dejó que se le escapara ningún suspiro.
—¡Jesús, Elaine!— Tuvo que apretarla con fuerza porque era lo único que podía hacer. Además, tenía que apretarla.
Finalmente pudo hablar.
—Acabas de decidir por mí. ¿Lo sabías?
—¿Decidir qué?
—Lo que acabas de decir. La próxima vez que estemos juntos nos lo diremos, aunque no lo hayamos hecho antes. Si es que podemos, no estoy seguro. Pero si podemos... Mira, la crónica que llevo escrita dice que estoy contigo nuevamente, inmediatamente después de este período, y luego vienen algunos meses, de nuevo, en la universidad. Y lo primero que haré será tratar de decírtelo. De explicarte que somos iguales, y después también lo del cáncer.
—Pero ya he vivido eso, Larry. Y he muerto de eso. Él se había levantado y andaba por la habitación. Se rio brevemente, sin humor: fue hasta la nevera. Dejó dos cervezas frescas encima de la silla y volvió a sentarse.
—Antes nunca traté de cambiar el curso de las cosas, Elaine. Creo que porque pensaba que no podía hacerlo. O porque estaba demasiado ocupado, guardando las apariencias, como para pensar en cambiar nada. No quiero decir con esto que me atenía a ningún libreto; nada de eso. Pero me avenía a las situaciones y todo parecía concordar. Pero ahora es diferente. La tomó de los hombros y le hizo volver el rostro hacia él—. No quiero que mueras como has muerto.
Creyó que estaba demasiado cansado para ocuparse del sexo. Pero descubrió que no lo estaba.
Hicieron planes para quedarse hasta el lunes, pero el domingo amaneció nublado y frío a causa del viento y la lluvia. De modo que, para el desayuno, Larry batió todos los huevos que quedaban, preparando comida suficiente para cuatro personas. Tenían más tostadas que las que iban a comer y lo que sobró lo tiraron a una bandada de pequeños patos silvestres.
En la cabaña, el equipaje estaba listo.
—Odio tener que irme, Larry.
—Lo sé. Yo también. —Hizo una mueca de disgusto—. Podríamos detenernos un rato en un motel, si quieres.
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—No, no sería lo mismo que si estuviéramos aquí.
De modo que no se detuvieron. Excepto para una comida frugal, al mediodía, condujo sin pausa hasta que llegaron al departamento de ella.
—No pudo haber sido mejor, Elaine, pero de todas maneras tenemos que volver a vernos. Sólo estaré aquí hasta el nueve de noviembre.
—Yo no sé hasta cuando estaré. Pero, sí... tengo que volver a verte.
Después de besarse, ella entró en la casa sin mirar atrás. Él se dirigió a la suya, tratando de ajustar su mente la idea de ver a Judy. Pero Judy no estaba, y sus cosas tampoco. La carta estaba sobre la mesa de la cocina:
Lo siento, Larry, pero me marcho. No sé qué es lo que anda mal, pero sí sé que no eres el mismo. No se trata de que te hayas ido este fin de semana, necesito que la gente no cambie. Te quiero, lo sabes, Larry, pero te muestras distinto conmigo. El día que fuiste al banco volviste distinto. Necesito que seas siempre el mismo conmigo, lo necesito. De modo que ahora me marcho. No te preocupes, cancelaré todo el asunto de los regalos de casamiento, no tendrás que molestarte por eso. Te amo como cuando eras el mismo y te echaré mucho de menos.
Judy
No decía a dónde iba; podía ir a cualquier parte. AI diablo con deshacer la maleta; sírvete una cerveza, siéntate y piensa.
Después de dos cigarrillos, volvieron los recuerdos: el momento en que ella le decía:
—¿Te acuerdas de cuando te abandoné, Larry? Estaba realmente chiflada. Ahora no sabría decir por qué lo hice. Y nunca supe cómo me encontraste. Ni siquiera sabías que yo tenía una prima llamada Rena Purvis. —Se rio y grabó el nombre en su mente, como lo hacía con todas las cosas relacionadas con su futuro, en el pasado de otras personas.
El número telefónico de Rena Purvis figuraba en la guía. Marcó los tres primeros números, luego se quedó un instante pensativo y colgó. En cambio, marcó el número de Elaine.
Le respondió una voz masculina.
—¿Hola? ¿Quién habla?—. Kemo Sahib había empezado bien.
¿Cómo se las iba a arreglar?
—¿Señor Marshall? Habla el señor Garth. Tengo el informe que la señora Marshall pidió la semana pasada.
—Está bien. Pásamelo a mí.
—Lo siento... las instrucciones de la señora Marshall... ¿podría ponerme con ella, por favor?
—Dije que me lo pasara a mí. O corte. Pásemelo o corte. ¿Entendido?
—Tal vez la señora Marshall pueda llamarme más tarde. Al señor Garth.
La voz farfullante se volvió más torpe.
—Oiga... ¿Usted es el hijo de puta que se fue con ella, no?
Al diablo con todo.
—Exacto, el mismo hijo de puta, Joe, el mismísimo. Por tu propia y estúpida culpa, Joe... Tú lo provocaste. Ahora, o dejas que Elaine venga al teléfono, o vengo y te muestro lo cabrón que puedo ser si me lo propongo.
Sólo después de tres intentos, Marshall logró colgar correctamente el teléfono; los martilleos ensordecieron a Larry. Estúpido de mí, pensó... ¿o he hecho lo que debía? ¿Debía salir corriendo para allá? No. Elaine podía sentir cualquier cosa por su marido, pero no le tenía miedo... y la actitud del tipo era totalmente ineficaz. De modo que había que esperar unos minutos...
Pasaron veinte; entonces sonó el teléfono.
—¿Hola? ¿Elaine?
—Sí, Larry. Joe...
—¿Algún problema? Puedo venir ahora mismo.
—Mucho ruido, eso es todo. Lo de siempre. Está calmado; le está contando sus problemas a su copa—osito de felpa. ¿Qué demonios le dijiste?
—Lo siento. Traté de ser amable con él, pero no lo aceptó. Entonces le dije la verdad. ¿Hice mal en decírsela?
—No, está bien. Yo ya se lo había dicho, y que él y yo habíamos terminado. Habíamos hablado de cambiar las cosas, ¿no, Larry? Lo estoy haciendo. No sé si dará resultado; seguí viviendo cuatro años con él después de esto, de modo que probablemente me vuelvo estúpida y dócil. Pero por ahora, lo he hecho. —Hizo una pausa—. Pero fuiste tú el que llamaste. ¿Qué pasa?
Se lo contó, y le leyó la carta de Judy.
—...y después no la llamé. Quizá no debería buscarla, aunque lo hice. Porque creo que yo fui el responsable de que se volviera lasciva, sin ser el mismo, sin ser capaz de ser el mismo. ¿Qué piensas?
—Creo que, por el momento, ni tú estás en condiciones de hablar, ni yo de escucharte.
No fue fácil, pero tuvo que reírse.
—Sí, Elaine. ¿Vendrás a vivir aquí?
—¿Adonde, si no?
—¿Mañana?
—Aún no he deshecho la maleta.
—¿Voy a buscarte?
—No. Tomaré un taxi.
—De acuerdo. ¿Sabes la dirección?
—Sí. Y el número es 204, ¿no es cierto?
—Dejaré la puerta sin llave. ¡Diablo, la dejaré abierta!
El tiempo, arrebatado a un futuro programado, fue agradable. A pesar de todo, él sintió ciertos sentimientos de culpabilidad por Judy. Pero ella no llamó, y él tampoco. Joe Marshall llamó varias veces, de un modo más o menos coherente. Larry siempre le contestaba suavemente: "Olvídalo, Joe". Elaine simplemente cortaba en cuanto reconocía su voz.
El nueve de noviembre llegó, igual que el Día del Juicio Final, demasiado pronto. Aquel día fue toda una ceremonia; cenaron en el departamento, sin más invitados que el Coronel Sanders. Larry no hizo chasquear los dedos. Más tarde, en la cama, lo hicieron todo lentamente, para hacerlo durar hasta... el momento que fuera.
Despertó. El rostro de Elaine estaba muy próximo, por encima del suyo; su sonrisa revelaba ansiedad.
—Hola, Larry. ¿Lo sabes?
Para poder ver, tuvo que apartar sus cabellos suaves; el cielo raso era verde grisáceo.
—Lo sé. ¿Pero qué día es hoy?
—Diez de noviembre, 1970. —Su voz era cautelosa.
Dio un alarido. La besó con alegría feroz, con júbilo; la besó hasta quedarse sin aliento.
—¡Elaine! ¡Lo cambiamos! ¡No salté!
Las lágrimas rodaron por las mejillas de ella, le rodearon la boca llena de risas.
Para la segunda parte de la celebración, él batió huevos con vino, era un lío, pensó, pero era festivo.
—¿Cuánto tiempo tenemos por delante, Larry?
—No lo sé, no podemos saberlo. —Sostuvo en alto el sobre que contenía los datos meticulosamente detallados—. Pero esto ya no cumple ninguna función.
—Sí. No los rompas todavía. Quiero saber dónde has estado, y que hablemos de esto.
—Está bien. Hay tiempo para ordenarlos.
Fue una vida nueva; él se dispuso a vivir como si esa vida fuera infinita. No podían casarse, pero Elaine inició los trámites para el divorcio. Joe Marshall inició un juicio contra el divorcio. No dio resultado: ninguna ley podía obligar a Elaine a vivir sin Larry Garth.
La víspera de Año Nuevo fueron a cenar a Chicago y pasaron la noche en Blackhawk. Fue un éxito rotundo.
El cielo raso era plateado, con fugaces chispas iridiscentes. Fue despertándose lentamente, sintiendo uno a uno sus pequeños dolores. Cualquier cosa que esto fuera, no se trataba de un período en la universidad. Para empezar, allí no había dormido en camas matrimoniales con frecuencia, y ahora un cuerpo cálido presionaba el suyo.
Se volvió para ver de qué se trataba. Sólo un breve mechón de cabello, veteado, cortado al ras, se dejaba entrever entre las frazadas y almohadas. Apartó las frazadas.
Ciertamente envejecía decorosamente, pensó. Luego Elaine abrió los ojos grises.
Tuvo que decirlo rápidamente.
—Soy nuevo aquí, Elaine. Es lo primero después de 1970. Nada en el medio.
—¿Nada? Oh, Larry, hay tanto. Y yo sólo he vivido un lapso breve de ese período. Idas y vueltas... y todo es tan diferente.
¿Quieres decir... de antes? —Sus dedos le alborotaron el pelo, después se lo alisaron.
—Sí. —Sus ojos se abrieron enormes—. No lo sabes aún, ¿no es cierto? Por supuesto; no puedes saberlo.
—¿Saber qué, Elaine?
—¿Cuánto tiempo has vivido después de 1970? ¿Cuántos años?
—¿Cuánto he usado? No lo sé... ¿doce años? Quince, tal vez. ¿Por qué?
¡Porque no lo has usado! ¡Es todo nuevo! —Asió con su mano la de él, apretándola hasta hacerle sentir dolor—.Larry, salté aquí después del 75... de un período que había vivido antes, casada con Joe. Pero esta vez estaba contigo. Esta vez estuvimos juntos todo el tiempo.
Él no podía hablar y su risa era trémula, pero su mente se iluminó al instante. Tendré que morir nuevamente, pensó... ¿o no? Y después: hemos avanzado diez años juntos; ¿podremos hacer que sean veinte? ¡Aún no he pasado de mi casamiento con Darlene! ¿Y si...?
Pero sólo dijo;
—Hay mucho para decir, ¿no es cierto? —Y tenía tanto que preguntar, cuando tuviera tiempo.
—Sí. —Ella volvió el rostro hacia arriba, sacudió la cabeza, hundiéndola en la almohada, luego sonrió. — Vi a Judy una vez, en el 74. Se casó con un abogado y tuvo mellizos. Y no era una lasciva.
—Me alegro.
—Lo sé. También aquella vez te alegraste cuando te lo dije.
Él se rio.
—¡Qué vidas las nuestras, Elaine! ¡Qué vida...!
Entonces recordó.
—Pero tú, ¿estás...? —¿Dos pechos, uno o ninguno? Se dijo que no importaba. Estaba con vida.
—Oh, realmente estoy muy bien —dijo ella—. Dio resultado, La cicatriz fue horrible, al principio. Para mí... a ti jamás pareció importarte. Pero ya casi ha desaparecido; apenas se nota.
—¿Cuánto tiempo...?
—Fueron cinco años. —Debió haber leído la pregunta en su rostro; sacudió negativamente la cabeza—. No, no sé cuántos años de vida tengo... ni cuántos tienes tú. Esta edad es la más avanzada que he vivido. Y no he conocido ningún tú que tuviera más edad.
—¿Elaine? ¿Cuántos años tenemos ahora?
Ella sonrió, luego su boca se suavizó y volvió a su posición normal. Volvió a taparse y dio la vuelta para mirarlo de frente. Él la observó y descubrió que no había perdido nada de sí, salvo el tributo pagado a los años. La parte de él que había estado destinada a brindarle alivio y seguridad respiró profundamente y se relajó.
—¿Cuántos años? —preguntó ella—. Supongo que los suficientes como para haber aprendido algo, pero espero que no sea así.
—¿Acaso importa? Tendremos tiempo suficiente para ser jóvenes.
Uno de ellos extendió la mano y el otro le respondió.
Fin
F. M. Busby vendió su primer cuento de ciencia—ficción en 1957, pero comenzó a escribir regularmente un par de años atrás, al abandonar su trabajo como ingeniero de Comunicaciones. Asistió al taller de escritores de ciencia—ficción de Clarion West (Seattle), y se ha convertido en asiduo colaborador de las revistas de ciencia—ficción, de las primeras antologías de la Nueva Biblioteca Americana y del Club del Libro de ciencia—ficción, además de vender su primera novela: Cage a Man.
La novelette, o novela corta, que aquí presentamos, muestra por qué Busby ha tenido tanto éxito: posee un sólido dominio de la correspondencia entre Idea y Personaje, en la ciencia—ficción. En realidad excepto por algunas diferencias surgidas de la creciente libertad adoptada por este género literario desde que abandonara sus épocas sensacionalistas, este cuento podría haber aparecido en uno de los clásicos ejemplares de Astounding Science Fiction durante la "Época de Oro": por el tono y la exploración de las ideas, no parecería fuera de contexto junto a los primeros relatos de Heinlein, Sturgeon y Asimov.