MIL MUERTES (Orson Scott Card)
Publicado en
noviembre 03, 2017
—No pronunciará discursos —dijo el fiscal.
—No creí que me dejarían —respondió Jerry Crove, afectando una confianza que no sentía. El fiscal no era hostil; se parecía más a un profesor de escuela que a un hombre que buscaba la muerte de Jerry.
—No sólo no le dejarán —replicó el fiscal—. Si intenta algo, será mucho peor para usted. Lo tenemos en nuestras manos. Necesitamos muchas menos pruebas de las que hemos obtenido.
—No han probado nada.
—Hemos probado que usted estaba al corriente del asunto —insistió el fiscal—. Ahora es absurdo discutir. Conocer un acto de traición y no denunciarlo equivale a cometer traición.
Jerry se encogió de hombros y desvió la mirada.
La celda era de hormigón desnudo. La puerta era de acero macizo. La cama era una hamaca colgada entre ganchos de la pared. El retrete era un bote con un asiento de plástico móvil. No había modo de escapar, no había nada que pudiera ocupar la mente de una persona inteligente durante más de cinco minutos. En las tres semanas que había pasado allí, había memorizado cada grieta del cemento, cada aldabón de la puerta. No había nada que mirar, excepto el fiscal. Jerry afrontó de mala gana los ojos de ese hombre.
—¿Qué dirá cuando el juez le pregunte cómo responde a las acusaciones?
—No lo contenderé.
—Muy bien. Sería mucho mejor si consintiera en decir «culpable» —dijo el fiscal.
—No me gusta la palabra.
—Pues recuérdelo bien. Lo filmarán tres cámaras. El juicio se emitira en vivo. Para este país, usted representa a todos los americanos. Debe comportarse con dignidad, aceptando sin rodeos que su complicidad en el asesinato de Peter Anderson…
—Andreyevitch…
—… Anderson le ha puesto en trance de muerte y ahora depende de la misericordia del tribunal. Y ahora almorzaremos. Esta noche nos veremos de nuevo. Y recuerde. Nada de discursos. Nada embarazoso.
Jerry asintió. No era momento de discutir. Pasó la tarde practicando conjugaciones de los verbos irregulares portugueses, deseando que pudiera deshacer el momento en que había convenido hablar con el viejo que había expuesto todos los planes para asesinar a Andreyevitch. «Ahora debo confiar en usted —dijo el viejo—. Temos que confiar no senhor americano. Usted ama la libertad, né?».
¿Amar la libertad? ¿Quién la conocía ahora? ¿Qué era la libertad? ¿Ser libre para ganar un pavo? Los rusos habían tenido la astucia de saber que a los americanos, siempre que les dejaran ganar dinero, les importaría un bledo el idioma que hablara el Gobierno. Y de cualquier modo el Gobierno hablaba inglés.
La propaganda a que lo habían sometido no era ridícula. Era demasiado cierta. Nunca había reinado tanta paz en Estados Unidos. Había más prosperidad que desde el auge de la guerra de Vietnam, treinta años antes. Y el perezoso y complaciente pueblo americano continuaba con sus negocios como de costumbre, como si le gustaran las fotos de Lenin en los edificios y letreros.
Yo no era diferente, se recordó. Envié mi solicitud laboral, incluido el voto de lealtad. Acepté dócilmente cuando me escogieron para dar un curso a un alto funcionario del Partido. Incluso enseñé a sus inaguantables hijitos durante tres años en Río.
Cuando debía estar escribiendo teatro.
¿Pero de qué escribo? ¿Por qué no una comedia? El yanqui y la comisario. Muchas carcajadas acerca de una mujer comisario que se casa con un aristócrata americano que manufactura máquinas de escribir. No hay mujeres comisarios, desde luego, pero debemos mantener la ilusión de una sociedad libre e igualitaria.
—Bruce, querido mío —dice la comisario con marcado pero sexy acento ruso—, tu compañía de máquinas de escribir es sospechosa de resultar lucrativa.
—Y si sufriéramos pérdidas, me rechazarías, ¿verdad, primor?
Carcajadas estruendosas entre los rusos del público; los americanos no le ven la gracia, pero ellos hablan inglés con soltura y no necesitan el humor basto. Además, todas las reseñas están aprobadas por el Partido, así que no hay que preocuparse por los críticos. Los rusos son felices, y al cuerno con el público americano. El diálogo continúa:
—Todo en aras de la Madre Rusia.
—Pues me follaría a la Madre Rusia.
—Qué bien —dice Natasha—. Considérame su encarnación personal.
Ah, pero los rusos aman el sexo en escena. Prohibido en Rusia, claro, pero ya se sabe que los americanos son decadentes.
Daría lo mismo haber sido diseñador de juegos en Disneylandia, pensó Jerry. O escribir bazofia para vodevil. O haber puesto la cabeza en un horno. Pero con mi suerte, hubiera sido eléctrico.
Quizá se durmió. No estaba seguro. Pero la puerta se abrió, y Jerry abrió los ojos sin recordar que hubiera oído pasos. La calma antes de la tormenta: y ahora, la tormenta.
Los soldados eran jóvenes. No parecían eslavos sino esclavos. Americanos. Esclavos de los eslavos. Incluye eso en un poema de protesta, pensó. Pero quién quería leer poemas de protesta.
Los jóvenes soldados americanos (pero los uniformes les sientan mal, no tengo edad para recordar los antiguos, pero éstos no están hechos para cuerpos americanos) lo escoltaron por pasillos y puertas hasta que salieron y lo metieron en un camión blindado. Qué pensaban, ¿que formaba parte de una conspiración y sus cómplices acudirían a rescatarlo? ¿No sabían que un hombre en esta situación se quedaba sin amigos?
Jerry lo había visto en Yale. El doctor Swick había sido muy famoso. El mejor profesor del departamento. Podía coger la peor bazofia y transformarla en una obra, coger actores ineptos y lograr que actuaran bien, coger públicos apáticos e inspirarles entusiasmo y esperanza. Y un día la policía irrumpió en su hogar y halló a Swick y cuatro actores preparando una obra para una veintena de amigos. ¿Quién teme a Virginia Woolf? Una obra triste, angustiosa. Pero una obra aguda que mostraba la desesperación como algo feo y destructivo, que mostraba las mentiras como suicidio, que lograba que el público sintiera que —¡por Dios!— algo andaba mal en sus vidas, que la paz era ilusoria, que la prosperidad era un fraude, que las ambiciones americanas estaban corrompidas pero aún quedaban en pie muchas cosas buenas y valiosas…
Jerry advirtió que estaba llorando. Los soldados que lo custodiaban en el camión blindado miraban hacia otro lado. Jerry se enjugó los ojos.
En cuanto se supo que Swick estaba arrestado, de pronto se convirtió en un desconocido. Todos los que tenían cartas, informes o apuntes de sus clases con su nombre los destruyeron. Su nombre desapareció de las agendas. Sus cursos quedaron vacíos porque todos dejaron de asistir. Ni siquiera esperaron un sustituto, pues la universidad de pronto ignoró que existiera semejante curso, que hubiera existido tal profesor. Su casa se puso en venta, su esposa se mudó y nadie se despidió. Y luego, más de un año después, el noticiario de CBS (que siempre televisaba los juicios oficiales) exhibió diez minutos de Swick llorando y diciendo: «Nada ha sido mejor que el comunismo para nuestro país. Rebelarme contra la autoridad fue un necio e inmaduro acto de soberbia. No significó nada. Me equivoqué. El Gobierno ha sido más amable de lo que merezco». Y demás monsergas. Eran palabras tontas, pero Jerry comprendió que el profesor estaba convencido. Por imbéciles que fueran esas palabras, el semblante de Swick lo decía todo: era totalmente sincero.
El camión se detuvo y las portezuelas traseras se abrieron mientras Jerry recordaba que había quemado su ejemplar del manual de Swick sobre escritura de obras teatrales. Lo había quemado, pero no sin anotar las ideas principales. Supiéralo Swick o no, había legado algo. «¿Pero qué legaré yo? —se preguntó Jerry—. ¿Dos niños rusos que ahora hablan inglés a la perfección y cuyo padre voló en pedazos en el jardín, frente a sus narices, salpicándoles la cara de sangre, porque Jerry había olvidado advertirle? Grandioso legado».
Por un instante se avergonzó. Una vida es una vida, sin importar de quién ni cómo haya vivido.
Luego recordó la noche en que Peter Andreyevitch (no, Anderson, estaba en boga fingir que eras americano, mientras todos comprendieran de un vistazo que en realidad eras ruso) mandó buscar a Jerry y exigió con voz aguardentosa, como su patrón (es decir, propietario), que Jerry recitara sus poemas a los invitados de la fiesta. Jerry intentó zafarse con risas, pero Peter no estaba tan borracho: insistió, y Jerry fue a buscar sus poemas y los leyó ante un grupo de hombres indiferentes y de mujeres risueñas. El pequeño Andre dijo después: «Buenos poemas, Jerry», pero Jerry se sintió como una virgen violada a quien el violador le da una propina de dos pavos.
De hecho, Peter le había dado una bonificación. Y Jerry se la había gastado.
Charlie Ridge. El abogado defensor de Jerry, lo recibió en el juzgado.
—Jerry, viejo amigo, parece que lo has tomado bastante bien. Ni siquiera has adelgazado.
—Con una dieta de almidón puro, tuve que correr por mi celda todo el día para mantenerme en forma. —Risas. Ja ja, lo estamos pasando bomba. Qué gente tan divertida somos.
—Escucha, Jerry, tienes que hacerlo bien, ¿te enteras? Hacen mediciones de la reacción del público. Pueden juzgar tu sinceridad. Tienes que decirlo con ganas.
—¿No hubo una época en que los abogados defensores intentaban liberar a sus clientes? —preguntó Jerry.
—Jerry, con esa actitud no irás muy lejos. No estamos en los viejos tiempos en que podías salir libre por un tecnicismo y un abogado podía demorar el juicio durante cinco años. Eres culpable hasta el tuétano, y si colaboras no te harán nada. Sólo te deportarán.
—Qué gran amigo. Contigo de mi lado, no tengo de qué preocuparme.
—Exacto —asintió Charlie—. Y que no se te olvide.
El tribunal estaba atiborrado de cámaras. (Jerry había oído decir que en los viejos tiempos de la libertad de prensa, las cámaras a menudo se prohibían en los tribunales. Pero entonces el acusado rara vez atestiguaba y el defensor y el fiscal nunca recitaban el mismo guión. Aun así, allí estaban los hombres de prensa, prestándose a la farsa de parecer libres).
Jerry pasó media hora sin nada que hacer. Entraron los miembros del público (Jerry estaba seguro de que les pagaban) y el espectáculo comenzó a las ocho en punto. Se presentó el juez, imponente en su túnica, con voz poderosa y resonante, como un padre de la televisión que regañara a un hijo revoltoso. Al hablar todos miraban la cámara que tenía la luz roja. Y Jerry se sentía muy cansado.
No renunciaba a su determinación de volcar ese juicio a su favor, pero dudaba de que sirviera de algo. ¿Y era a su favor? Sin duda lo castigarían con mayor rigor. Naturalmente se enfadarían, le cortarían el discurso. Pero lo había escrito como si fuera la apasionada escena cumbre de una obra dramática (Crove contra los comunistas o quizás El último grito de libertad) donde él era el héroe dispuesto a dar la vida con tal de insuflar un poco de patriotismo (un poco de inteligencia, ¿a quién cuernos le importaba el patriotismo?) en el corazón y la mente de millones de espectadores americanos.
—Gerald Nathan Crove, ha oído los cargos que se le imputan. Por favor, adelántese y diga cómo se declara.
Jerry se puso en pie y caminó hacia la X trazada en el piso —donde el fiscal había insistido en que se situara— tratando de aparentar dignidad. Buscó la cámara de la luz roja. La miró con fervor y sinceridad, y se preguntó si no sería preferible decir no lo contenderé o culpable y facilitarse las cosas.
—Señor Crove —salmodió el juez—, el país está mirando. ¿Cómo se declara?
El país estaba mirando, en efecto. Y Jerry abrió la boca y no pronunció el latinajo sino el discurso que tantas veces había ensayado mentalmente.
—Hay un tiempo para el valor y un tiempo para la cobardía, un tiempo en que un hombre puede ceder ante quienes le ofrecen consideraciones y un tiempo en que, por el contrario, debe resistir en aras de un objetivo más alto. Estados Unidos fue un país libre. ¡Pero mientras ellos nos paguen el sueldo, nos contentamos con ser sus esclavos! Me declaro inocente, porque cualquier acto que sirva para debilitar la dominación rusa en cualquier país del mundo es un golpe en favor de una vida digna y en contra de quienes rinden culto al poder como si fuera su único dios.
¡Qué elocuencia! Pero en sus ensayos jamás había soñado que llegaría tan lejos, y sin embargo no parecían dispuestos a detenerlo. Buscó de nuevo la cámara. Miró al fiscal, quien tomaba apuntes en una libreta amarilla. Miró a Charlie, quien sacudía la cabeza con resignación y guardaba sus papeles en el maletín. A nadie parecía preocuparle que Jerry dijera esas cosas por la televisión en directo. Y en efecto eran emisiones en directo, lo habían enfatizado: debía hacerlo todo correctamente la primera vez porque era una transmisión en vivo…
Mentían, por supuesto. Y Jerry interrumpió su discurso y quiso hundir las manos en los bolsillos pero descubrió que el traje que le habían dado no tenía bolsillos («Ahorrad dinero evitando lo prescindible», decía el eslogan) y se resignó a acariciarse las caderas.
El fiscal alzó los ojos sorprendido cuando el juez carraspeó.
—Oh, excúseme —dijo—. Los discursos suelen ser mucho más largos. Lo felicito por su brevedad, señor Crove.
Jerry cabeceó en un remedo de asentimiento, pero no estaba de ánimo jocoso.
—Siempre hacemos un ensayo —dijo el fiscal— para pillar a los recalcitrantes.
—¿Todos lo sabían?
—Bien, todos menos usted, desde luego, señor Crove. De acuerdo, todos pueden irse a casa.
El público se levantó y se marchó en silencio.
El fiscal y Charlie se levantaron y se acercaron al estrado. El juez se apoyaba la barbilla en las manos. Ahora no parecía paternal, sólo aburrido.
—¿Cuánto quiere? —preguntó.
—Ilimitada —dijo el fiscal.
—¿Tan importante es él? —preguntó el juez, como si Jerry no estuviera allí—. A fin de cuentas, están fabricando los bombarderos en Brasil…
—El señor Crove es un americano —declaró el fiscal— que optó por permitir que asesinaran a un embajador ruso.
—De acuerdo —dijo el juez, y Jerry se extrañó de que el hombre no tuviera el menor vestigio de acento ruso—. Gerald Nathan Crove, este tribunal lo encuentra culpable de homicidio y traición contra los Estados Unidos de América y su aliado, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Tiene algo que decir antes de que se pronuncie la sentencia?
—Sólo me preguntaba por qué cuernos hablan en inglés.
—Porque estamos en Estados Unidos —contestó glacialmente el fiscal.
—¿Por qué se molestan en hacer juicios?
—Para impedir que otros cretinos intenten lo mismo que usted. Él sólo quiere discutir, señoría.
El juez bajó el martillo.
—Este tribunal sentencia a Gerald Nathan Crove a ser ejecutado mediante todos los métodos legales a no ser que presente una justificación convincente por sus actos contra el pueblo americano. Se interrumpe la sesión para un descanso. Santo cielo, qué dolor de cabeza.
No perdieron el tiempo. A las cinco de la mañana, Jerry acababa de dormirse. Tal vez lo controlaban, porque pronto lo despertaron con un brutal choque eléctrico en el suelo de metal donde estaba tendido. Dos guardias —esta vez rusos— entraron, lo desnudaron y lo arrastraron a la cámara de ejecución, aunque él habría caminado si lo hubieran dejado.
El fiscal aguardaba.
—Me han asignado su caso —dijo— porque usted promete ser un desafío. Su perfil psicológico es interesante, señor Crove. Usted se desvive por convertirse en un héroe.
—Pues no lo sabía.
—Lo demostró en el tribunal, señor Crove. Sin duda conocerá, a juzgar por su segundo nombre, las últimas palabras del agente de espionaje de la guerra revolucionaria americana llamado Nathan Hale. «Lamento tener una sola vida que dar por mi país», dijo. Usted descubrirá que Hale se equivocaba. Se hubiera alegrado de tener una sola vida.
»Desde que lo arrestaron hace varias semanas en Río de Janeiro, hemos preparado una serie de clones. El desarrollo es muy acelerado, pero hasta ahora los hemos mantenido en entornos de sensación cero. Sus mentes están en blanco.
»Usted sabe qué es el somec, ¿verdad, señor Crove?
Jerry asintió. La droga del sueño de las naves estelares.
—No lo necesitamos en este caso, desde luego. Pero la técnica de grabación mental que usamos en los vuelos estelares resultará muy útil. Cuando lo ejecutemos, señor Crove, grabaremos continuamente su cerebro. Todos sus recuerdos serán volcados indecorosamente en la cabeza del primer clon, quien de inmediato pasará a ser usted. Sin embargo, recordará claramente toda su vida, incluido el momento de la muerte.
»Era fácil ser héroe en los viejos tiempos, señor Crove. Nadie sabía con certeza cómo era la muerte. Se comparaba con el sueño, con un gran dolor emocional, con una rápida separación del alma y el cuerpo. Ninguna de esas descripciones es muy atinada, por cierto.
Jerry tenía miedo. Había oído hablar de la muerte múltiple. Se rumoreaba que existía a causa de su valor disuasivo. «Te resucitan y te matan una y otra vez», decían las habladurías, pero resultaba que las habladurías eran ciertas. O eso querían hacerle creer.
Lo que asustaba a Jerry era el modo en que pensaban matarlo. Un lazo colgaba de un gancho del techo. Se podía alzar y bajar, pero no parecía haber la menor previsión para una caída brusca que le quebrara el cuello. Una vez Jerry se había atragantado con una espina de salmón. La sensación de no poder respirar le aterraba.
—¿Cómo puedo librarme de esto? —preguntó, con sudor en las palmas.
—De la primera vez, no hay modo. Así que sea valiente y agote su heroísmo en esta oportunidad. Después le haremos una prueba de pantalla y veremos si su arrepentimiento es convincente. Somos justos. Tratamos de evitar que nadie padezca esto innecesariamente. Siéntese, por favor.
Jerry se sentó. Un hombre con chaqueta de laboratorio le puso un casco de metal en la cabeza. Algunas agujas le pincharon el cuero cabelludo.
—Su primer clon ya está cobrando conciencia —dijo el fiscal—. Ya tiene todos sus recuerdos. En este momento ya está viviendo el pánico de usted… o, si prefiere, sus intentos de valor. Concéntrese en lo que va a ocurrirle, Jerry. Querrá recordar cada detalle.
—Por favor —dijo Jerry.
—Anímese, hombre —sonrió el fiscal—. Estuvo magnífico en el tribunal. Veamos ahora esa noble resistencia.
Los guardias lo condujeron hasta el lazo, se lo ciñeron al cuello, cuidando de no descolocar el casco. Lo tensaron y le sujetaron las manos a la espalda. La tosca soga le mordió el cuello. Aguardó con un hormigueo la sensación de elevarse en el aire. Tensó los músculos del cuello, tratando de mantenerlos rígidos, aun sabiendo que el esfuerzo sería inútil. Se le aflojaron las rodillas mientras aguardaba a que izaran la soga.
Era una sala desnuda. No había nada que ver, y el fiscal se había marchado. Pero en la pared del costado había un espejo. Apenas podía verlo sin doblar todo el cuerpo.
Estaba seguro de que era una ventana de observación. Era lógico que lo observaran.
Jerry necesitaba ir al baño.
«Recuerda que no morirás de veras —se dijo—. Despertaré en el cuarto contiguo dentro de un instante».
Pero su cuerpo no estaba convencido. No importaba que un nuevo Jerry estuviera dispuesto a levantarse y marcharse cuando esto hubiera terminado. Este Jerry Crove moriría.
—¿Qué esperan? —preguntó, y como si estuvieran aguardando esas palabras los guardas tiraron de la cuerda y lo izaron en el aire.
Desde el principio fue peor de lo que había supuesto. La soga le apretaba el cuello con fuerza, y no había modo de resistirse. La asfixia no fue nada al principio. Como estar bajo el agua conteniendo el aliento. Pero la soga le dolía en el cuello; Jerry quería gritar pero no podía emitir ningún sonido.
No al principio.
Manipularon la cuerda, que subió y bajó mientras los guardias la sujetaban al gancho de la pared. Una vez los pies de Jerry llegaron a tocar el suelo.
Cuando la soga se tensó, sin embargo, los efectos del estrangulamiento se impusieron y el dolor cesó. Jerry sentía los martillazos de la sangre en la cabeza, la hinchazón de la lengua. No podía abrir los ojos. Y ahora quería respirar. Tenía que respirar. Su cuerpo exigía respirar.
Pero no dominaba su cuerpo. Intelectualmente sabía que no podía llegar al suelo, sabía que esta muerte era transitoria, pero su mente no influía sobre su cuerpo. Pataleaba y forcejeaba para llegar al suelo. Tensaba las manos contra las cuerdas. Y con el esfuerzo sólo conseguía que los ojos se le hincharan más, pues la presión sanguínea no podía pasar de la cuerda, y que la necesidad de aire fuera más angustiante.
No había auxilio posible, pero trató de gritar pidiendo socorro. Logró emitir un sonido, pero eso le costó aire. Parecía que le metían la lengua en la nariz. Pateó con más violencia, aunque cada pataleo era un desgarrón. Giró sobre la cuerda, se vio en el espejo. Su cara estaba enrojeciendo.
¿Cuánto faltará? ¡No puede faltar mucho más!
Pero faltaba mucho más.
Si hubiera estado bajo el agua, conteniendo el aliento, habría desistido y se habría ahogado.
Si hubiera tenido una pistola y una mano libre, se habría descerrajado un tiro para poner fin a ese dolor y el puro terror físico de no poder respirar. Pero no tenía pistola, no podía inhalar, y la sangre le palpitaba en la cabeza y le hacía ver todo en tonos de rojo, hasta que al fin no vio nada.
No vio nada excepto lo que le pasaba por la cabeza, que era un desvarío, como si su conciencia tratara frenéticamente de organizar algo para cancelar el estrangulamiento. Se veía en el barranco del fondo de su casa, donde se había caído cuando niño, y alguien le arrojaba una cuerda, pero él no podía cogerla, y de pronto le ceñía el cuello y lo arrastraba hacia abajo.
Manchas negras le apuñalaban los ojos. El cuerpo se le hinchó y de pronto hizo erupción. Tripas, vejiga y estómago lanzaron todo lo que contenían, pero el vómito se le atascó en la garganta: una sensación ardiente.
Los temblores se transformaron en convulsiones y espasmos, y por un momento Jerry creyó alcanzar la ansiada inconsciencia. Pero de pronto descubrió que la muerte no era tan amable.
No había deslizamiento gradual en el sueño. No había «muerte inmediata» ni piadosa cesación del dolor.
La muerte lo despertó de su inconsciencia durante una décima de segundo. Pero en esa infinita décima de segundo experimentó la infinita agonía de la inminente inexistencia. Su vida no desfiló ante sus ojos. En cambio estalló la falta de vida, y su mente experimentó un dolor y un temor mucho mayor del que había provocado el mero ahorcamiento.
Y luego murió.
Por un instante flotó en el limbo, sin sentir ni ver nada. Luego una luz le apuñaló los ojos y una espuma blanda se le desprendió de la piel y estuvo ante el fiscal, que lo observaba mientras él jadeaba y daba arcadas y se aferraba la garganta. Parecía increíble que ahora pudiera respirar, y si hubiera experimentado sólo el estrangulamiento, ahora podría suspirar de alivio y decir: «Lo he padecido una vez, y ahora no temo la muerte». Pero el estrangulamiento no era nada. El estrangulamiento era un preludio. Y temía la muerte.
Le obligaron a entrar en la sala donde había muerto. Vio su cuerpo colgado del techo, el rostro negro, el casco en la cabeza, la lengua afuera.
—Hay que bajarlo —dijo el fiscal, y por un instante Jerry aguardó a que los guardias obedecieran. En cambio, un guardia le entregó un cuchillo.
Aún agobiado por la muerte, Jerry giró sobre los talones y atacó al fiscal. Pero un guardia le cogió la mano con fuerza, y el otro le apuntó una pistola a la cabeza.
—¿Tan pronto quiere morir de nuevo? —le preguntó el fiscal, y Jerry gimoteó, cogió el cuchillo y alzó los brazos para bajar su cuerpo. Para llegar encima del nudo tuvo que acercarse al cadáver hasta tocarlo. El hedor era increíble. Y la muerte era contundente. Jerry temblaba tanto que apenas podía empuñar el cuchillo, pero al fin la soga cedió y el cadáver cayó al suelo, derribando a Jerry. Un brazo cayó sobre las piernas de Jerry. Un rostro miró a Jerry a los ojos.
Jerry gritó.
—¿Ve la cámara?
Jerry asintió, aturdido.
—Mirará a la cámara y se disculpará por haberse resistido contra el Gobierno que ha traído la paz a la Tierra.
Jerry asintió de nuevo.
—Rodando —anunció el fiscal.
—Compatriotas americanos —dijo Jerry—, lo lamento. Cometí un terrible error. Estaba equivocado. Los rusos no son malos. Permití la muerte de un inocente. Perdonadme. El Gobierno ha sido más amable de lo que merezco. —Y demás monsergas. Jerry divagó una hora, aduciendo que era pusilánime, culpable, indigno, que el Gobierno era tan respetable que podía competir con Dios.
Y cuando terminó, el fiscal regresó, sacudiendo la cabeza.
—Señor Crove, usted puede hacerlo mejor. Ninguna persona del público le creyó. Ningún miembro de la muestra, ni uno solo, creyó que fuera usted sincero. Aún cree que hay que derrocar al Gobierno. Así que tendremos que usar de nuevo el tratamiento.
—Permítame intentarlo de nuevo.
—Una prueba de pantalla es una prueba de pantalla, señor Crove. Tendremos que darle más experiencia con la muerte antes de permitirle regresar a la vida.
Esta vez Jerry gritó desde el principio. No hizo el menor intento de fingir dignidad. Lo colgaron de las axilas sobre un largo cilindro lleno de aceite hirviendo. Lo bajaron lentamente. La muerte llegó cuando el aceite le cubría el pecho. Para entonces tenía las piernas totalmente escaldadas y la carne se le desprendía de los huesos en grandes colgajos.
Le hicieron entrar y, una vez que se enfrió el aceite, recoger los pedazos de su propio cadáver.
Esta vez sollozó durante toda la confesión, pero el público del test no quedó convencido.
—Ese hombre miente —dijeron—. No cree una palabra de lo que está diciendo.
—Tenemos un problema —dijo el fiscal—. Usted parece dispuesto a colaborar después de su muerte. Pero tiene sus reservas. No habla con el corazón. Tendremos que ayudarle de nuevo.
Jerry gritó y atacó al fiscal. Cuando los guardias lo apartaron, mientras el fiscal se acariciaba la nariz lastimada, Jerry gritó:
—¡Claro que estoy mintiendo! ¡Por mucho que me maten, nadie puede negar que éste es un gobierno de ineptos dirigido por perversos y embusteros!
—Se equivoca —dijo el fiscal, tratando de conservar los buenos modales y el semblante alegre a pesar de la sangre que le manaba de la nariz—, si lo matamos suficientes veces, usted cambiará totalmente de parecer.
—¡No pueden cambiar la verdad!
—La hemos cambiado para todos los que han pasado por esto. Y usted dista de ser el primero que ha llegado hasta un tercer clon. Pero esta vez, señor Crove, olvídese de ser un héroe.
Lo despellejaron vivo, los brazos y las piernas primero, y al final lo castraron y le arrancaron la piel del vientre y del pecho. Murió en silencio cuando le extirpaban la laringe. No, no en silencio. Sólo sin voz. Descubrió que sin voz podía jadear un grito que aún le vibraba en los oídos cuando despertó y tuvo que ir a llevarse el cadáver ensangrentado de la sala. Confesó de nuevo, y el público no quedó convencido.
Lo trituraron lentamente, y tuvo que limpiar la sangre de la trituradora cuando despertó, pero el público sólo comentó: «¿A quién cree que engaña ese estúpido?».
Lo destriparon y quemaron las tripas frente a él. Lo contagiaron de rabia y permitieron que su agonía se prolongara durante dos semanas. Lo crucificaron y dejaron que lo mataran la intemperie y la sed. Lo arrojaron varias veces del techo de un edificio de una planta hasta que murió.
Pero el público sabía que Jerry Crove no estaba arrepentido.
—Por Dios, Crove, ¿cuánto tiempo cree que puedo seguir con esto? —preguntó el fiscal. No parecía contento. Al contrario, parecía desesperado.
—¿Difícil de aguantar? —preguntó Jerry, agradeciendo la conversación, porque suponía un intervalo de unos minutos entre una muerte y otra.
—¿Qué clase de hombre cree que soy? Lo devolveremos a la vida dentro de un minuto, me digo, pero no me metí en esto para descubrir nuevos y horrendos modos de matar a la gente.
—¿No le gusta? Y sin embargo tiene un talento natural para ello.
El fiscal miró airadamente a Crove.
—¿Ironía? ¿Ahora puede bromear? ¿La muerte no significa nada para usted?
Jerry no respondió, sólo intentó reprimir las lágrimas que últimamente le brotaban cada pocos minutos.
—Crove, esto no es barato. ¿Usted cree que es barato? Hemos gastado miles de millones de rublos en usted. Literalmente. E incluso con la inflación, eso es muchísimo dinero.
—En una sociedad sin clases el dinero no es necesario.
—¿Qué es esto, demonios? ¿Ahora se pone rebelde? ¿Ahora trata de ser un héroe?
—No.
—¡Con razón hemos tenido que matarle ocho veces! ¡Usted sigue inventando argumentos ingeniosos contra nosotros!
—Lo siento. Dios sabe que lo siento.
—He pedido que me releven de esta misión. Es evidente que no puedo doblegarlo.
—¡Doblegarme! Como si yo no ansiara que me doblegaran.
—Usted está costando demasiado. Es beneficioso lograr que los criminales se retracten convincentemente por televisión. Pero usted se está volviendo muy caro. La relación coste-beneficio se ha vuelto ridícula. Hay un límite para lo que podemos gastar en usted.
—Tengo un modo de ahorrarle dinero.
—También yo. ¡Convenza al maldito público!
—La próxima vez que me mate, no me ponga un casco en la cabeza.
El fiscal quedó totalmente horrorizado.
—Eso sería definitivo. Eso sería un castigo capital. Somos un gobierno humanitario. Nunca matamos a nadie para siempre.
Le balearon el vientre y lo dejaron morir desangrado. Lo arrojaron al mar desde un acantilado. Dejaron que un tiburón se lo comiera vivo. Lo colgaron cabeza bajo para que la cabeza quedara bajo el agua, y cuando se cansó de sacar la cabeza del agua se ahogó.
Pero Jerry era cada vez más indiferente al dolor. Su mente había aprendido que ninguna de esas muertes podía ser definitiva. Y ahora, cuando llegaba el momento de morir, aunque seguía siendo espantoso, lo soportaba mejor. Gritaba menos. Afrontaba la muerte con más calma. Incluso aceleraba el proceso, atragantándose de agua, contoneándose para atraer al tiburón. Cuando los guardias lo mataron a patadas, los azuzó a gritos hasta que se le quebró la voz.
Y al final, cuando lo sometieron a una prueba de pantalla, dijo al público que el Gobierno ruso representaba el imperio más aterrador que el mundo había visto, porque esta vez eran eficaces para conservar el poder, porque esta vez no había un exterior desde donde pudieran llegar los bárbaros, y porque había seducido al pueblo más libre de la historia al extremo de hacerle amar la esclavitud. Ese discurso le salió del corazón. Odiaba a los rusos y amaba el recuerdo de la libertad, el imperio de la ley y cierto grado de justicia que en el pasado habían reinado en los Estados Unidos de América.
El fiscal entró en la sala con rostro ceniciento.
—Hijo de puta —masculló.
—¿Qué? ¿Quiere decir que esta vez era en directo?
—Cien ciudadanos leales. Y usted corrompió a tres de ellos.
—¿Corrompí?
—Los convenció.
Silencio por un instante, y al fin el fiscal se sentó y hundió el rostro entre las manos.
—¿Perderá su puesto? —preguntó Jerry.
—Claro.
—Lo siento. Lo hace usted bien.
El fiscal lo miró con odio.
—Nadie ha fallado jamás en esto. Nunca había tenido que someter a alguien a más de una segunda muerte. Usted ha muerto muchísimas veces, Crove, y se ha habituado.
—No era mi intención.
—¿Cómo lo ha conseguido?
—No lo sé.
—¿Qué clase de criminal es usted, Crove? ¿No puede inventar una mentira y creerla?
Crove rió entre dientes. (En los viejos tiempos se habría reído a carcajadas ante una situación tan graciosa. Pero, por mucho que se hubiera habituado a la muerte, le quedaban cicatrices. Nunca más se reiría a carcajadas).
—Era mi oficio. Como autor de teatro. La suspensión voluntaria de la incredulidad.
Se abrió la puerta y entró un hombre de aire importante con un uniforme militar cubierto de medallas, seguido por cuatro soldados rusos.
El fiscal suspiró y se levantó.
—Adiós, Crove.
—Adiós —dijo Jerry.
—Es usted un hombre muy fuerte.
—También usted —dijo Jerry. Y el fiscal se marchó.
Los soldados sacaron a Jerry de la prisión y lo llevaron a un sitio muy diferente. Un gran complejo de edificios en Florida. Cabo Cañaveral. Jerry comprendió que lo exiliaban.
—¿Cómo es? —le preguntó al técnico que lo preparaba para el vuelo.
—Quién sabe —dijo el técnico—. Nadie ha regresado. Qué va, nadie ha llegado siquiera.
—Después de dormirme con somec, ¿tendré problemas para despertar?
—En los laboratorios, aquí en la Tierra, no. Allá afuera, quién sabe.
—¿Pero cree que viviremos?
—Los enviamos a planetas que parecen habitables. En caso contrario, lo siento. La cosa tiene sus riesgos. Lo peor que puede pasarle es la muerte.
—¿Eso es todo? —murmuró Jerry.
—Ahora acuéstese y permita que le grabe el cerebro.
Jerry se acostó y el casco, una vez más, grabó sus pensamientos. Era irresistible: cuando sabes que te están grabando, comprendió Jerry, no puedes evitar los pensamientos grandilocuentes. Como si estuvieras actuando. Sólo que el público incluirá una sola persona. Tú mismo cuando despiertes.
Pero pensó esto: que esta nave estelar y todas las que envían a colonizar los mundos-cárcel no sean como creen los rusos. Sí, los prisioneros enviados al gulag estarían lejos de la Tierra durante siglos antes de descender, y muy pocos sobrevivirían. Pero algunos sí.
Sobreviviré, pensó Jerry mientras el casco le grababa el patrón cerebral y lo transfería a la cinta.
Allá afuera los rusos están creando sus propios bárbaros. Seré Atila el huno. Mi hijo será Mahoma. Mi nieto será Genghis Khan.
Uno de nosotros, un día, saqueará Roma.
Entonces le inyectaron el somec, que lo inundó llevándose la conciencia, y Jerry comprendió con un espasmo que esto también era la muerte: pero una muerte bien venida, y no le importaba. Porque esta vez, el despertar, sería libre.
Tarareó alegremente hasta que perdió el conocimiento. Luego pusieron su cuerpo y cientos más en una nave estelar. Los lanzaron al espacio y todos surcaron el vacío viajando hacia los astros. Rumbo al hogar.
Fin
Apostilla del autor
Título original: A Thousand Deaths. Primera edición en Omni, diciembre 1978.
Mis primeros relatos me merecieron fama de cruel. La frase más memorable pertenece a una reseña de Locus: «Leer a Card es como jugar a las palmaditas con Baby Huey». Estos comentarios, por bien expresados que estuvieran, lograron preocuparme. Parecía que mis narraciones eran más sangrientas que las de otros escritores, y sin embargo no era ésa mi intención. Soy una persona no violenta por naturaleza. Casi nunca he pegado a nadie en un arrebato de cólera; en la escuela, cuando alguien provocaba una pelea, yo optaba por la diplomacia (cuando no podía poner los pies en polvorosa). Nunca torturé animales. No disfruto del dolor. ¿Entonces por qué escribía cuentos que dejaban aturdidos a hombres adultos?
Mil muertes fue —junto con Carne de rey— el principal responsable de esta reputación. Es el único cuento mío que mi esposa halló tan desagradable que no pudo terminar de leerlo. Sin embargo, ni entonces ni ahora he dado con otro modo de escribirlo.
Es una historia sobre la resistencia. Fue inspirada en parte por un fragmento de A Man for All Seasons (Un hombre de dos mundos)de Robert Bolt, que mi memoria ha preservado de este modo: «No cometo actos lesivos, no pienso cosas lesivas, y si esto no basta para mantener a un hombre con vida, a fe que no deseo vivir». Hay momentos en que un gobierno, para mantenerse en el poder, necesita quebrantar públicamente a ciertas personas. Su resistencia ante la voluntad del gobierno es un aliento constante para los enemigos del Estado. Uno piensa en Nelson Mándela, quien, para lograr la libertad, sólo tenía que firmar una declaración renunciando a la violencia como medio para obtener los derechos de su gente. Uno piensa en esa maravillosa línea de la película Gandhi (que aún no estaba filmada cuando escribí el cuento, aunque la cita expresa a la perfección el tema de mi relato): «Incluso pueden matarme. ¿Qué tendrán entonces? Mi cadáver, no mi obedeciencia». El poder de la resistencia pasiva, incluso frente a un gobierno que posee poder para infligir la pena más extrema, con el tiempo quebranta el poder de ese gobierno.
En Mil muertes sólo hice lo que siempre hace la ciencia ficción satírica: presentar una sociedad que exagera el punto en cuestión. En este caso, se trataba del poder del Estado para castigar con el propósito de controlar la conducta ajena, y mi planteo era: «¿Y si el gobierno no sólo pudiera amenazar con la muerte, sino matar una y otra vez hasta obtener la confesión que necesita?». El mecanismo era bastante sencillo. Ya había desarrollado la droga somec y había robado la idea de grabar el cerebro de muchos escritores de años antes, para mi serie de la Crónica de Worthing. Lo que me interesaba era concentrarme en el momento en que la coerción se desmorona, es decir, cuando se estrella contra la ropa de la verdad. El gobierno mata al protagonista del cuento, tratando de quebrantarlo para que confiese su error y admita que el gobierno tiene razón. El problema es que el gobierno pretende que la confesión cumpla con unos criterios que el protagonista no puede satisfacer. No basta con que su confesión sea apasionada. Debe ser convincente. Y esto es lo que el protagonista no puede ofrecer, pues él no cree en su confesión ni puede hacerla creer a los demás. Es el límite de la coerción. Puede lograr el acatamiento de la gente intimidada, pero no puede convencer. El corazón es una ciudadela inexpugnable.
¿Cómo podría haber narrado esta historia sin lograr que el lector creyera a pies juntillas en las muertes del protagonista? Hay que experimentar una sombra de su sufrimiento para comprender la imposibilidad de su confesión. Si el cuento os resulta insoportable, recordad que hubo muchas más muertes, y mucho más terribles, en la misma lucha y en el mundo real.
Una nota al pie: a finales de los años setenta, ambienté el cuento en un Estados Unidos dominado por un gobierno soviético. No pretendía predecir algo en cuya probabilidad creyera, sino que trataba de ambientar la historia de un Estado totalitario dentro de Estados Unidos para que la idea ejerciera impacto en los lectores norteamericanos, quienes, fuera de la experiencia de los estadounidenses negros en muchas localidades sureñas, ignoran el sufrimiento y el terror del totalitarismo. Una vez formada la decisión de dónde ambientar la historia, todavía me quedaban dos alternativas: mostrar un país gobernado por un demagogo nativo o mostrar un país dominado por un conquistador extranjero. Rechacé la primera, pues últimamente se había transformado en cliché de los literatos americanos pretender que el único peligro para Estados Unidos radicaba en los extremistas conservadores. Preferí mostrar una América dominada por el sistema totalitario más cruel y eficiente que ha existido jamás sobre la faz de la Tierra: la versión estalinista del Partido Comunista.
Los acontecimientos de 1989 en Europa del Este no alteran este planteo; los países cautivos se sacudieron el yugo porque Gorbachov no estaba dispuesto a ser un Stalin. Si hubiera querido recurrir a la ametralladora y el tanque, como hicieron sus predecesores, no habría Solidaridad, ni segunda Primavera de Praga, ni boquetes en el Muro de Berlín, ni un Ceausescu acribillado a balazos, ni una frontera húngara abierta a Austria. ¿O sí? Gorbachov fue el hombre que indujo a Rusia a franquear ese abismo moral, pero creo que con el tiempo hubiera ocurrido de todas formas, con él o con otro. Mil muertes es una historia verdadera, y en la historia reciente la Unión Soviética constituye la potencial mundial que demuestra su verdad.