FRANCOIS MITTERRAND: POR FIN EN LA CÚSPIDE
Publicado en
noviembre 30, 2017
Ambicioso, tenaz y magistral político, el dos veces electo presidente de Francia mantiene su aplomo para cumplir un papel esencial en el escenario político mundial.
Por Rudolph Chelminski.
EN MAYO de 1981, cuando Francois Mitterrand fue elegido presidente de Francia, él y sus compañeros del Partido Socialista se dispusieron de inmediato a imprimir a su país un sello de corte marxista. Uno de sus propósitos era apartar a Francia del ámbito capitalista, orientando su economía hacia una planificación centralizada dominada por el Estado. Alarmados por la designación de cuatro ministros comunistas, los países occidentales amigos de Francia observaban el nuevo curso del país con evidente preocupación.
El primer día hábil después de las elecciones, la bolsa de valores de París cayó un 14 por ciento; pronto se desplomaría también el resto de la economía. Se disparó el desempleo, salieron del país cientos de millones de francos, el déficit comercial aumentó rápidamente, y el franco se devaluó en tres ocasiones. Hacia 1984, las encuestas mostraban ya que Mitterrand era el presidente más impopular de Francia desde la instauración de la Quinta República, en 1958.
Hoy, el franco es una divisa fuerte, la inflación está bajo control, los comunistas están fuera del Gobierno, y los socialistas son más moderados. En mayo del año pasado, a sus 71 años de edad, el antes vilipendiado Mitterrand fue reelecto en su cargo por aplastante mayoría. En un giro político extraordinario, retomó el lugar que siempre supo le correspondía: la cúspide.
Desde su más tierna edad, Francois Maurice Adrien Marie Mitterrand ha sido impulsado por la necesidad de ser un líder. Sus armas han sido siempre formidables: inteligencia ágil, amplia cultura, memoria de elefante, don de mando y talento para negociar y persuadir. Sin embargo, por encima de todas estas cualidades, la fuerza esencial que ha llevado a Mitterrand desde Jarnac —el pueblecito en que creció como uno de los ocho hijos del jefe de una estación ferroviaria— hasta los salones del Palacio del Elíseo, en París, ha sido su ambición desmesurada.
Hasta que fue reclutado por el Ejército en 1938, a la edad de 22 años, Mitterrand llevó la existencia segura de un estudiante de clase media; cursó derecho, literatura y ciencias políticas en París. La Segunda Guerra Mundial y la derrota del Ejército francés lo convirtieron en prisionero de guerra en un campo alemán. Su vida entera se transformaría desde entonces.
"Al mediodía, nos llevaban tinas con sopa de nabo o pan para alimentarnos, y era asunto nuestro arreglárnoslas durante el resto del día", cuenta el estadista en sus memorias. "Al principio, imperó la ley del más fuerte; el recurso de la violencia". Sin embargo, él y sus camaradas de prisión lograron imponer en sus barracas una especie de democracia que garantizaba el reparto justo de la comida. El sargento mayor Mitterrand descubría así la política, la futura pasión de su vida.
En diciembre de 1941, en su tercer intento, logró escapar y volver a Francia; allí consiguió empleo en la Comisaría para Prisioneros de Guerra del Gobierno de Vichy. Era puesto perfecto para encubrir sus actividades en la Resistencia, y en 1943 logró llegar al centro de operaciones del general de Gaulle, en Argel.
Su encuentro con el líder de la Francia Libre fue odio a primera vista. El autoritario general ordenó al ex sargento mayor —entonces de 27 años— poner a su grupo de la Resistencia bajo las órdenes de los gaullistas; Mitterrand no aceptó, y volvió a su país a seguir luchando en sus propios términos. Su antipatía por de Gaulle sería inalterable desde entonces.
Después de la Liberación, Mitterrand se dedicó a la política. En 1946 fue elegido miembro del primer Parlamento de la Cuarta República, y, a sus 30 años, se convirtió en su ministro más joven. No obstante ser un solitario por naturaleza, buscó hábilmente aliados, y casi siempre tuvo a su cargo algún ministerio en los gobiernos cambiantes de la Cuarta República. Fue durante estos 12 años cuando adquirió la reputación de ser oportunista y embustero (lo apodaron incluso "el príncipe del engaño"); reputación que llevaría a cuestas por mucho tiempo. "Mitterrand era un hombre con el que usted no querría salir solo de cacería", comentó años después René Pleven, quien fuera primer ministro en dos ocasiones y tenía bases para afirmarlo: en 1953, Mitterrand lo suplantó hábilmente en la dirección del UDSR, el partido político centrista al que ambos pertenecían.
En 1958 se disolvió la Cuarta República, y de Gaulle ascendió al poder. Para Mitterrand esto significó 23 amargos años lejos de los centros de decisión. Como escritor y diputado, denunció incansablemente a de Gaulle ("dictador") y a la Quinta República que había creado ("un golpe de Estado permanente"). Sin embargo, muchos lo criticarían como un insignificante personaje venido a menos.
Durante esa difícil etapa, la menuda y pálida figura de Mitterrand se hizo familiar en el Barrio Latino de París. Diariamente hacía el recorrido a pie hacia la Asamblea Nacional y el Senado, desde su apartamento cercano a los jardines de Luxemburgo, donde vivía con Danielle, su esposa, y sus dos hijos. Como acostumbraba curiosear por librerías y galerías de arte enfundado en abrigo, sombrero y bufanda en los días fríos, bien pudo habérsele tomado por un intelectual más de la orilla izquierda del Sena. Pero Mitterrand era otra clase de individuo: meditaba en la forma de volver al poder.
"Es en medio de las dificultades cuando me siento mejor", suele afirmar Mitterrand. Quienes en aquella época se burlaban de él, hoy reconocen, arrepentidos, su gran capacidad para recuperarse. Catherine Nay, autora de dos de los mejores libros sobre Mitterrand, comenta: "Jamás se abate. Tiene una fuerza de carácter formidable, y sobrevive donde otros acaban sucumbiendo".
Si algún futuro habría de tener en la política, tenía que ser en calidad de vocero de los opositores a de Gaulle. Y como el Gobierno era, conservador, él tendría que ser de izquierda. Así pues, puso manos a la obra. Se relacionó con diversos grupos de discusión política, y los reorganizó, al igual que a los teóricos de la izquierda no comunista; recorrió luego todo el país, convenciendo y ampliando poco a poco su base de partidarios.
Su determinación se vio recompensada en 1965, cuando compitió como candidato presidencial de la izquierda contra de Gaulle, por entonces en el auge de su carrera. Para sorpresa de los expertos, Mitterrand obligó al general de Gaulle a una segunda ronda de votación, en la que el retador ganó el 45 por ciento de los votos. Mientras tanto, la televisión lo convertía en un personaje conocido en todo el país. Así las cosas, el venido a menos era ya "alguien".
En 1971, su acrecentada estatura política y su paciente trabajo con las bases rindieron frutos, cuando logró que lo eligieran primer secretario del recientemente robustecido Partido Socialista. Por primera vez en su vida, empezó a hablar como un verdadero militante de izquierda: "La revolución es ante todo una ruptura: quien no acepta la ruptura con el orden establecido y con la sociedad capitalista, no puede pertenecer al Partido Socialista", declaró entonces.
Pero, ¿en verdad se volvió socialista? Al tratar de definir la ideología de Mitterrand, la mayoría de los observadores siente que su verdadera fe se resume en la convicción de que él es quien mejor puede conducir a su país, y que siempre estuvo destinado a ello. "No concede mucha importancia a los problemas doctrinales; se trata de un pragmático, que sigue una estrategia", opina Gilles Martinet, antiguo líder socialista.
En 1972 Mitterrand logró que los socialistas, como parte de su estrategia para ganar la presidencia, concertaran una alianza electoral con el Partido Comunista, basada en un enérgico programa anticapitalista. Él nunca había confiado en los comunistas; ya en 1958 había señalado que "lucharía sin tregua para ahorrarle a Francia los horrores de la dictadura colectivista". Sin embargo, el Partido Comunista controlaba entonces más del 20 por ciento del electorado, por lo que ningún candidato de izquierda podía ganar sin su apoyo.
Si bien Mitterrand perdió las elecciones de 1974 por un estrecho margen, la alianza dio frutos siete años después. Para entonces, Mitterrand tenía un talante más tranquilizador; era un candidato maduro, de "callada fuerza", que había limado las agudas aristas de sus primeros años. En 1981 triunfó fácilmente sobre Valéry Giscard d'Estaing. A una edad en la que muchos se retiran, Mitterrand había alcanzado, por fin, el ansiado objetivo por el que había trabajado la mayor parte de su vida.
Ante la vigilancia de los ministros comunistas y de sus propios ideólogos socialistas, pasó el primer año aplicando obedientemente su plataforma política de izquierda. Y tal como sus críticos lo habían pronosticado, fracasó. En la primavera de 1982, Mitterrand descartó la pureza ideológica y cambió su política dispendiosa por un programa de austeridad.
La principal víctima política sería el Partido Comunista. Se hizo evidente que, al compartir el Gobierno con los comunistas, Mitterrand no sólo había acallado a los críticos de izquierda; al mismo tiempo había corresponsabilizado a los comunistas de la austeridad y el creciente desempleo que a la larga resultarían. Cuando el Partido dejó las filas del Gobierno en 1984, el daño ya estaba consumado. En las elecciones parlamentarias de 1986, la fuerza electoral de los comunistas descendió a menos del diez por ciento de los votos, lo que constituyó un acontecimiento decisivo en la política francesa. Al eliminar a los comunistas como fuerza de peso político, Mitterrand había logrado, por primera vez en la historia de Francia, convertir a la izquierda, representada por los socialistas, en un partido respetable y moderado de Gobierno.
Su objetivo ahora es dejar su huella en la historia. Fervoroso europeísta desde siempre, participó personalmente en muchos aspectos de la Ley Única, fundamento del mercado europeo sin fronteras que se creará hacia fines de 1992. Negociador de extraordinaria eficacia, se valió tanto de sus dotes persuasivas como de sólidos argumentos para hacer avanzar a la Comunidad Europea por el camino de la integración, pese a la renuencia de varios mandatarios, como la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher. En opinión de un veterano diplomático, "Mitterrand se esfuerza por caer en gracia a la señora Thatcher, pero en vano; él ve todo el panorama, en tanto ella lo saca de sus casillas con preguntas sobre detalles a las que él no puede responder". En cambio, las relaciones de Mitterrand con el canciller de Alemania Occidental, Helmut Kohl, son excelentes.
En materia de defensa, Mitterrand ha sido siempre un gran defensor del desarme equilibrado; con todo, mantiene a Francia firmemente vinculada a la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico del Norte). Su mayor malentendido con Estados Unidos ocurrió en 1986, cuando el presidente Reagan ordenó un ataque punitivo contra Libia. Reagan había obtenido autorización para que los F-111 estadunidenses utilizaran bases británicas, pero Francia se negó a que las naves cruzaran su espacio aéreo, lo cual, a ojos vistas, complicó la misión. "Pero, a diferencia de otros políticos franceses, Mitterrand nunca ha sido antinorteamericano", dice un bien informado diplomático norteamericano. "El ha resultado ser el presidente francés con quien más fácilmente hemos podido tratar".
Por otra parte, Mitterrand sigue con gran atención, si bien con escepticismo, las reformas previstas por el líder soviético Mikhail Gorbachov. Él conoce a los soviéticos y a los comunistas demasiado bien para dejarse engatusar por las apariencias. En 1983, luego que el servicio de contraespionaje francés le informó de la amplia actividad de los espías soviéticos en Francia, Mitterrand expulsó sumariamente a 47 agentes de información soviéticos. Más aún: en junio de 1984, en un banquete de recepción celebrado en su honor en el Kremlin, públicamente reconvino a su anfitrión, Konstantin Chernenko, por el tratamiento que su Gobierno daba al activista de derechos humanos Andrei Sajarov, laureado Nobel, y entonces en el destierro.
En los ocho años que ha ocupado la presidencia, Mitterrand ha viajado por el extranjero lo doble que sus predecesores. Fue el primer presidente francés en visitar Israel, aunque también está bien familiarizado con el mundo árabe. Asimismo, ha recorrido extensamente Asia y África. Muy preocupado por la crítica situación del Tercer Mundo, hace poco propuso condonar parte de la descomunal deuda exterior que agobia a muchas naciones en vías de desarrollo.
Su preocupación por los problemas mundiales no ha entorpecido, empero, su habilidad en el manejo de la política interior. Cuando la oposición recuperó la mayoría legislativa en 1986, se condujo con astucia durante dos años en su relación de "coexistencia" con el primer ministro conservador Jacques Chirac. Luego, en la primavera de 1988, ante la inminencia de las elecciones presidenciales, y cuando sus adversarios saturaban los medios de comunicación con su enconado debate ideológico, Mitterrand se sentó en su despacho y, por encima de la contienda, se puso a escribir. Así, con toda calma, mientras sus enemigos políticos se despedazaban entre sí, con su vieja pluma de punto de oro llenó página tras página con su elegante letra y refinada prosa.
Cuando por fin publicó su "Carta a todos los franceses", de 47 páginas, en los periódicos de circulación nacional, ofreció a los lectores una magistral exposición de su plataforma electoral, tratando en ella los principales temas del día en política interior y exterior. Fue esta también una brillante táctica política. En combinación con una impetuosa campaña de último minuto, le ganó la distinción de convertirse en el primer presidente de la Quinta República reelegido al cargo.
¿Acaso Mitterrand se ha vuelto demasiado regio? Un alud reciente de críticas sugiere que su estilo reservado e ideología tornadiza lo están enemistando con sus tradicionales partidarios, y que ello puede ocultar una carencia grave de objetivos y dirección para Francia. No obstante, cuando los socialistas forman casi mayoría en el Parlamento, y cuando la opinión pública está en gran medida a su favor, Mitterrand tiene pocos motivos para sentir temor. El sigue siendo, después de todo, un consumado maestro de su oficio. Ya en una ocasión dijo, dirigiéndose a un joven legislador: "Usted cree que la política es una confrontación de ideas, mas se equivoca, amigo mío: la política es una profesión".