EL TRIUNFO DE UN DISIDENTE SOVIÉTICO
Publicado en
noviembre 22, 2017
Por Natan Sharansky.
El 15 de marzo de 1977, el disidente judío-soviético Natan (Anatoly) Sharansky fue secuestrado por la KGB. Había hecho gestiones para que se le permitiera salir de la Unión Soviética, para reunirse con Avital, su esposa, en Israel. En vez de darle la autorización, la policía secreta soviética lo acusó de espionaje y traición.
Pasó los siguientes nueve años en prisión y en campamentos de trabajos forzados. En ese lapso, sus captores trataron de doblegarlo. Intentaron forzarlo a confesar delitos que nunca había cometido, para después valerse de él con el fin de destruir a los dos grupos con los cuales había colaborado: el de los judíos que anhelaban emigrar a Israel, y el de los disidentes que se pronunciaban en defensa de los derechos humanos.
Sharansky sobrevivió para narrar su historia y recordarle al mundo que hay otros muchos presos detenidos por motivos de conciencia en cárceles y hospitales psiquiátricos de la Unión Soviética. La reciente liberación de algunos de ellos se debe en gran parte a la presión de la opinión pública suscitada por la inquebrantable resistencia de Natan Sharansky y de otros disidentes como él. He aquí el relato de su pugna con la KGB.
"EN LA cárcel, lo más importante es conservar la fuerza y la salud". Un amigo me dio este consejo pocos días antes de mi arresto, y estuve de acuerdo con él. Pero ya en prisión, llegué pronto a comprender un principio esencial: si desea uno seguir siendo un hombre libre, y no convertirse en rata de laboratorio en manos de la KGB, debe resistir.
Cada vez que uno insiste en defender sus propios puntos de vista y líneas de conducta, y acusa a las autoridades de incurrir en una conducta criminal, se demuestra a sí mismo que no ha cedido ante el terror, y que uno mismo, y no ellos, es el que lleva las riendas de su destino personal.
Todo hombre tiene que poner, más tarde o más temprano, un hasta aquí. Yo lo hice por la situación en torno a mi correspondencia en la cárcel. Corría el año de 1982, y las autoridades del reclusorio estaban aislándome de mi familia. Yo entregaba una carta tras otra cada mes, pero siempre me salían con lo mismo: "Confiscada por tener mensajes en clave en el texto".
Haber aceptado esta humillante restricción habría equivalido a renunciar a mi libertad. La huelga de hambre era para mí el último recurso; podría costarme la vida, pero no tenía otra opción. Para que mi huelga de hambre resultara eficaz, el mundo exterior tendría que enterarse. Avital, mi esposa, pondría todo su empeño en movilizar el apoyo internacional.
El único medio de comunicación con el que podría contar era Iura Butchenko, un viejo amigo del campo de trabajos forzados, que cumpliría su condena en agosto de ese año. Esperé con impaciencia la oportunidad de ponerme en contacto con él. Pasó abril, luego mayo, y llegó junio. Por fin, el día 25 de ese mes, tuve suerte: me enviaron a la celda de castigo, encima de la cual estaba la de Butchenko.
Le envié señales en clave Morse con golpecitos en una tubería. "Soy Natan". Ambos sospechábamos que nos escuchaban, pero nos habíamos puesto de acuerdo sobre una clave personal para darnos a entender. "Si no cambia nada", le comuniqué, "desde el 17 de enero lo celebraré en grande". Es decir, que si las autoridades soviéticas seguían reteniendo mi correspondencia, el 27 de septiembre iniciaría la huelga de hambre.
La decisión estaba tomada y la fecha fijada, pero yo tenía aún la esperanza de no tener que llevar a cabo mi plan. Cada diez o quince días entregaba una nueva carta. El texto era siempre el mismo; lo había condensado lo más posible, dejando sólo lo indispensable para que se pudiera ver en él la pluma del hijo y el esposo que lo había redactado, y no pareciera un documento oficial soviético. Sin embargo, seguí recibiendo la misma respuesta: "Confiscada por tener mensajes en clave en el texto".
"¿VA A COMER?"
Butchenko fue puesto en libertad en la fecha prevista, y corrió la voz de mi plan. La mañana del 27 de septiembre envié una declaración por escrito al capitán Romanov, alcaide de la prisión, para anunciarle el comienzo de mi huelga de hambre. No la interrumpiría hasta que pudiera enviar cartas a mi esposa, que estaba en Israel, y también a mi madre y a mi hermano Lenya, que vivían en Moscú.
A los tres días me aislaron de los demás prisioneros. En la mesita de mi reducida celda coloqué cuatro fotografías: la de mi padre, una de Lenya con mamá, y dos de Avital. Las acomodé de manera que en cualquier momento pudiera mirarlas, para reconfortarme.
Al principio, el ayuno total me resultó inesperadamente difícil, pues al parecer me había debilitado durante los años que llevaba en cautiverio. A los dos días me bajó la presión arterial, empezó a dolerme la cabeza y tuve fuertes palpitaciones. Permanecí acostado para conservar la fuerza, pero fue un error: al cabo de unos diez días estaba demasiado débil para levantarme, además de mareado, y con náusea.
A las tres semanas, no podía ni moverme en la cama por la debilidad, y sufría intensos dolores de pecho. Contemplaba las fotografías de mi familia, mi mente se remontaba al pasado y recordaba las cartas de Avital. Rezaba varias veces al día. Las noches sucedían a los días de manera imperceptible.
Por fin, aparecieron en la celda un médico, una enfermera y varios oficiales. La enfermera llevaba un tubo de goma y un plato con algo líquido. Después de preguntarme "¿Va a comer?", hicieron que me incorporara y me acercaron el tubo a la cara. Yo lo sujeté con ambas manos. Entonces, me esposaron por la espalda. Empecé a sacudir la cabeza. Uno de los guardias me asió por la nuca, y otro por los hombros. Apreté los dientes, pero ellos me apretaron la nariz para obligarme a abrir la boca. Luego intentaron abrírmela con una cuchara. "¡Muy bien! ¡Por el trasero!", ordenó el médico.
Me tiraron en el catre, me bajaron los pantalones y metieron por la fuerza el líquido, como un enema; más como castigo que como alimentación.. A los tres días repitieron el procedimiento. Y varios días después, cuando apenas era posible detectarme el pulso, las mismas personas entraron en mi celda con armas más eficaces.
Me pusieron las esposas, y los guardias me sujetaron de los pies, la cabeza y los hombros. Alguien me aplicó a las mejillas unas tenazas y tiró de ellas hacia abajo, causándome dolor. Sentí como si me rompieran los dientes. Mi boca se abrió un poco, y entonces me insertaron dos placas de metal entre los dientes. "Déle vuelta", ordenó el médico.
Era un aparato especial para abrir bocas. Hicieron girar un tornillo, y las dos placas empezaron a separarse, de manera que mi boca se fue abriendo más y más. Ya no opuse resistencia, pero de pronto mi garganta reaccionó con espasmos. Casi había perdido el conocimiento cuando la sonda me llegó al estómago y empezó a llenarlo con un líquido.
Sentí fuertes palpitaciones y un martilleo en las sienes. Pasó por lo menos una hora antes de que la tensión comenzara a ceder, y otra, poco más o menos, hasta que me sentí mejor. Me levanté del catre y caminé lentamente por la celda. Luego, me senté y escribí una breve carta para mi familia, idéntica a las que me habían confiscado. Aquella corrió la misma suerte.
GUARDIAS Y PERROS
Seguía debilitándome. Hacía frío en la celda; siempre estaba helándome. Fijé la mirada en las fotografías y procuré imaginar qué hacía en ese momento Avital. Cada tres días, cuando empezaba a fallarme la imaginación y no sentía más que una obstinada indiferencia, aparecían el médico y los guardias para administrarme otro litro de aquella mezcla.
El 10 de noviembre de 1982 fue el día número 45 de mi huelga de hambre. Mis alimentadores llegaron, vertieron mi ración de combustible, y sufrí la acostumbrada hora de revoltura de estómago, mientras volvía lentamente a la realidad.
De pronto, oí la voz de un locutor por el altoparlante de la radio: "Aquí, Moscú. Informamos que, tras una grave enfermedad, Leonid Ilich Brezhnev ha fallecido".
¿Brezhnev? ¿El día número 45 de mi huelga de hambre su corazón no resistió más? Aunque me esforcé por considerar mi situación de manera realista, no logré desvirtuar mi propia impresión de que me estaba enfrentando al sistema soviético entero. ¡Y he aquí que su dirigente máximo caía en pleno clímax de la batalla!
"¡Hurra!" Gritos de júbilo resonaron por toda la prisión. Los guardias, en respuesta, aporrearon las puertas de metal con sus garrotes. Luego empezaron a abrir las celdas, una tras otra.
Un oficial entró en la mía, seguido de dos guardias armados con garrotes y un soldado que llevaba un perro pastor alemán. "Se lo advertimos", me dijo el oficial: "será severamente castigado por cualquier grito antisoviético".
¡Como si yo hubiera tenido fuerzas para gritar!
Permanecí acostado. ¡Qué temores agobiarían a los dirigentes del país, que en cuanto moría su gobernante, apostaban guardias con perros en los pasillos de las prisiones!
LA LETRA DE LA LEY
Desde el principio de mi huelga me propuse contar los días hasta el centésimo, que sería el 4 de enero, pues entonces tendría el derecho de que me visitaran mamá y Lenya. La negación de esa visita constituiría ante el mundo exterior un claro signo de que yo continuaba en pie de lucha, y de que las autoridades ocultaban algo.
Por lo general me negaban las visitas con cualquier pretexto, pero en aquella ocasión, al parecer, no se decidían.
Por fin, a las 9 de la noche del 3 de enero, sonó la cerradura y la puerta se abrió. Escuché el decreto con los ojos cerrados: "El reo Sharansky se ha negado a tomar alimentos, lo cual es un pretexto para no trabajar. Se le priva del derecho de recibir la próxima visita, por infringir la disciplina del penal".
Todo seguía igual. Pasados 100 días de mi huelga de hambre, ¿qué nueva meta me fijaría? Pensé en el 20 de enero, que era mi cumpleaños y el aniversario de la muerte de mi padre.
Días enteros de inconsciencia casi total eran sucedidos por varias horas de vigilia, cuando me aplicaban la dosis de la mezcla. En esos momentos de suplicio me parecía que el corazón me iba a reventar de dolor, por pasar tan bruscamente de un estado de postración extrema, en el que apenas latía, a un palpitar frenético. Yo seguía resistiéndome a ser alimentado, pero con tan poca fuerza que mi oposición resultaba meramente simbólica.
Pasó una semana, o quizá fueron diez días, cuando el capitán Romanov apareció en mi celda. "¿Qué te has creído?", me espetó. "¿Te consideras más fuerte que la nación entera? Vas a morir, y te sepultaremos en secreto. Nadie sabrá siquiera en dónde habrá quedado tu sepultura".
Salió, pero volvió a presentarse al día siguiente, pocas horas después de mi alimentación. Yo estaba sentado y dispuesto a discutir, si era necesario. "Tu madre está aquí, y te ruega que suspendas la huelga de hambre", me informó.
Antes de que pudiera contestar que no le creía, vi que tenía en la mano una hojita de papel. Me la dio, y mis ojos devoraron el mensaje escrito de puño y letra de mi madre. Sí, ella pedía que le pusiera fin a la huelga, pero sólo con la condición de que esto diera lugar a la inmediata reanudación de nuestra correspondencia.
—Puedes redactar una nota para informarle que accedes; yo se la entregaré sin tardanza —me ofreció Romanov—. Dentro de diez días se te permitirá escribir con más detalle a tu madre y a tu esposa.
Obviamente, lo estaban presionando para que me hiciera terminar la huelga de inmediato.
—¿Para qué esperar diez días? Escribiré una carta ahora mismo, igual a la que he tratado de enviar todos estos meses, y usted podrá entregársela a mi madre.
—Estoy muy ocupado y no puedo esperar mucho —repuso Romanov—. Que sean dos o tres frases.
Tomé una hoja de papel e hice un breve informe de todo lo que no me habían permitido contarle a mi madre: que no tenía noticias de Avital, que habían confiscado mis cartas, y que por este motivo había iniciado la huelga de hambre. Añadí que estaba dispuesto a volver a comer tan pronto como recibiera una garantía de que esa carta hubiera llegado a manos de su destinataria. Cuando terminé, Romanov me arrebató el papel.
—Así que ya puedo ordenar que te traigan comida, ¿eh?
—Primero, tráigame un recado de mi madre. Entonces, comeré.
Me acosté de cara a la pared. Pasó una hora, o dos; el corazón se me salía del pecho. Cuando rechinó la puerta de la celda, me senté y me volví hacia Romanov. Él traía un papel, pero estaba escrito con mi letra.
—Se te permitió escribir dos o tres frases, nada más —me dijo—, pero tú completaste una carta. Cópiala sin estos dos párrafos. En caso contrario, no la entregaremos.
—Entonces, seguiré la huelga de hambre —respondí, y volví a acostarme de cara a la pared.
Romanov prorrumpió en chillidos frenéticos:
—¡Yo soy el director de la prisión! ¿Quieres burlarte de mí?
Se puso a maldecir. Una taza de agua salió volando de la mesa, y la puerta de la celda se cerró de golpe.
Una hora después, el guardia me llevó el mensaje de mi madre: ella había leído el mío. Debajo aparecía la fecha: 14 de enero de 1983, el día número 110 de mi huelga de hambre. Me quedé sentado en la cama largo rato, con el papel en la mano. La certidumbre de que viviría fue posesionándose de mí poco poco. El peso de la muerte inminente cedió ante la sensación de que habíamos ganado; de que habíamos abierto una brecha en la muralla tras la cual la KGB había intentado encerrarme para siempre.
Tomé mi Libro de los Salmos, y durante días recité sin interrupción, ante las fotografías de mis seres queridos, los 150 salmos del rey David.
TRES AÑOS después, la mañana del 10 de febrero, los guardias me desvistieron y me dieron ropa de civil. Procuré ocultar mi emoción mientras me ponía la camisa azul y el traje gris. En vez del cinturón, que está prohibido, me dieron un trozo de cuerda con el cual me sujeté como pude el enorme pantalón.
Los guardias me tomaron de los brazos, me condujeron a un automóvil, y salimos a toda prisa hacia el aeropuerto, donde me metieron en un avión.
Volamos hacia el oeste. Cuando aterrizamos, vi que los demás aviones estaban marcados con las letras DDR. ¡Dios mío! ¿Estaré en Alemania Oriental?
Bajaron las escalerillas y se abrió la puerta. El jefe dijo:
—¿Ve ese automóvil? Vaya directamente hacia él y no haga ningún viraje. ¿De acuerdo?
Aunque estaba abrumado, la expresión "de acuerdo" me hirió los oídos.
—¿Desde cuándo hago yo acuerdos con la KGB? —protesté—. Yo jamás he estado de acuerdo en nada con la KGB. Si me dice que vaya derecho, iré torcido.
Y al caminar, me fui en ángulo recto hacia la izquierda.
—¡Allá, allá!
Los guardias señalaban el automóvil. Me desvié bruscamente hacia la derecha, y ellos siguieron manoteando. Seguí una trayectoria en zigzag, hasta que llegué al vehículo.
Me llevaron a una casa. Allí, el embajador de Estados Unidos en Alemania Oriental me explicó que al día siguiente habría un intercambio de espías en el puente Glienicke, entre Berlín Oriental y Berlín Occidental, y que yo estaría en libertad antes de que eso ocurriera. Los norteamericanos habían insistido en que me separaran de los demás, pues yo no era espía. En esos momentos me encontraba en estado de euforia; como un niño en un cuento de hadas.
El embajador de Estados Unidos en Alemania Occidental me tomó de la mano. Atravesamos el puente a paso lento.
—¿En dónde está la frontera? —pregunté.
—Allí, precisamente: es esa raya ancha.
En ese momento se me bajaron los pantalones, y tuve que sostenérmelos con una mano. Jubiloso al pensar que pronto vería a Avital, traspuse la raya de un salto.
CONDENSADO DE "FEAR NO EVIL", POR NATAN SHARANSKY. © 1988 POR RANDOM HOUSE, INC. PUBLICADO POR RANDOM. HOUSE, INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. FOTO: © POR JOEL FISHMAN/BLACK STAR.