Publicado en
noviembre 10, 2017
Para algunos ex combatientes, el camino de la paz puede ser largo y difícil.
Por Mickey Block, con la colaboracin de William Kimball.
MI ÚLTIMA misión de guerra comenzó como todas las demás: la misma rutina, la misma tensión. Corría el mes de julio de 1969, poco después del comienzo de mi segundo periodo de servicio en Vietnam. De nuestro grupo original, adscrito al Primer Equipo de las Fuerzas Especiales de Aire, Mar y Tierra de la Marina estadunidense, y conocido como los "Cazadores de Cabezas del Mekong", sólo quedábamos dos elementos: un tipo al que llamaré Buddy Mercer, y yo.
Algunos de los recién llegados a nuestra unidad eran bien aceptados; otros, no. A un individuo que nos parecía en especial antipático le pusimos el sarcástico apodo de el Predicador. Dormía en la misma litera que yo, abajo. No dejaba de tocar la guitarra ni de cantar canciones santurronas, y repetía sin cesar que Dios nos ama. Buddy y yo insistíamos en que se callara. Él, por su parte, se refería a mí como el Pervertido Número Uno, y a Buddy como el Pervertido Número Dos.
Una noche, estábamos escondidos en nuestro bote patrulla, el cual se encontraba amarrado a orillas de un lodoso tributario, en el delta del Mekong. Había llovido, y velos rasgados de bruma flotaban sobre el agua. En lo alto, las nubes eclipsaban el resplandor de la Luna.
Inesperada y equivocadamente, otro bote patrulla entró en la zona de nuestra posición. Los tripulantes eran inexpertos, dispuestos a abrir fuego por cualquier motivo. Detectaron el contorno de nuestro bote con su catalejo nocturno, y nos confundieron con el enemigo. Sin más, nos acribillaron con miles de balas que perforaban el casco del bote.
" ¡Vámonos de aquí!", grité, creyendo que nos atacaban los del Vietcong. En eso, una ráfaga me derribó hacia atrás. Sentí como si me flagelaran con un cable caliente. Me incorporé, pero en ese momento el estallido de una granada me lanzó de nuevo contra la cubierta. Una descarga de balas me perforó toda la pierna derecha, desde la pantorrilla hasta la ingle, y varias descargas más me dieron en el tronco.
Pasaron unos cuantos minutos, y el tiroteo cesó de repente. Arrodillado junto a mí, Buddy repetía una y otra vez: "¡Resiste, Mickey! ¡Te sacaremos de aquí!" Yo sentía náuseas, estaba escupiendo sangre y me estremecía. Recuerdo que alguien gritaba solicitando por radio un helicóptero. Al rato, oí el ruido de las aspas que cortaban el aire de la madrugada. Cuando me llevaban a la nave, me hundí en la oscuridad.
Tenía más de una docena de heridas de metralla y de ametralladora. Las balas de calibre 0.50 me habían arrancado grandes trozos de carne, y tenía la pierna derecha destrozada en dos lugares. La explosión de la granada me había destrozado el dorso de la mano izquierda, hasta el hueso.
Permanecí varios días al borde de la muerte en la unidad de terapia intensiva del hospital de campaña. Cuando mi estado se estabilizó, me trasladaron a un hospital militar, cerca de Tokio, donde pasé seis terribles semanas de operaciones, injertos de piel y un tratamiento de tracción.
Mi mano izquierda quedó unida con alambre. Los cirujanos se esforzaron por salvarme la pierna, pero fue preciso amputarla un poco por arriba de la rodilla.
ME ENVIARON al Hospital Naval de Great Lakes, Illinois, para proseguir el tratamiento. Allí, los cirujanos me cosieron la mano izquierda a un colgajo de piel del abdomen, con el objeto de fijar injertos en la región lesionada. El espectáculo que ofrecía era patético: me faltaba una pierna y me rodeaba una maraña de tubos que penetraban en mi cuerpo. Soportaba todos los dolores imaginables; desde molestias leves hasta los lacerantes, crueles e intensísimos. Además, la depresión me abrumaba.
Mientras muchas personas a mi alrededor afrontaban su destino con dignidad y valentía, otras, incluyéndome a mí, nos retraíamos tras una lóbrega coraza, o reaccionábamos con furia y amargo cinismo. Algunos pacientes ambulatorios compraban licor o drogas cuando salían. Nos embriagábamos hasta perder la conciencia, o fumábamos mariguana hasta que ya no veíamos bien; hacíamos cualquier cosa con tal de mitigar el dolor. La mayor parte de los meses que pasé en la sala de cirugía reconstructiva estuve en las nubes. Eso, y más de un año de tomar analgésicos, me convirtieron en drogadicto.
AL CABO de año y medio me dieron de baja de la Marina por razones médicas. Los problemas persistieron. De vez en cuando algunos fragmentos de metralla se abrían paso hasta la superficie de mi cuerpo. Cierta vez, cuando un trozo particularmente grande me originó una dolorosa protuberancia en el brazo izquierdo, llamé a un cirujano de Grand Rapids, Michigan, para que me lo extrajera.
Contestó el teléfono una recepcionista de dulce voz. Con toda frescura le pregunté: "¿Cuándo me vas a invitar a comer?" Ella se rió de mi audaz manera de abordarla. Al llegar yo al consultorio del médico, la conocí; se llamaba Shirley, y me recibió con una coqueta sonrisa. Poco después, empezamos a salir juntos. Nos casamos en 1971, compramos una casita y, con el tiempo, tuvimos dos hijos.
PARECÍA que mi vida por fin se enderezaba, pero los cambios eran superficiales. Aún me sacudía una tormenta interior y, por grandes que fueran la compasión y la ternura de Shirley, yo estaba hecho un desastre en lo emocional: oscilaba entre la amargura y el miedo, la desesperación y la ira.
Shirley conservó su empleo, en tanto que yo anduve de un empleo de ínfima categoría a otro. No soportaba estar a las órdenes de civiles tontos.
Se me había presentado una enfermedad de los huesos, la osteomielitis, que me causaba abscesos e infecciones recurrentes. El dolor no cesaba, y era raro el día que no tomaba píldoras para calmarlo. Me las tragaba como dulces. Mi vida giraba en torno de las drogas y del alcohol.
Busqué ayuda en centros de asesoramiento para ex combatientes de Vietnam. Hacían todo lo posible, pero a menudo salíamos de las reuniones de terapia de grupo peor que antes. En esas reuniones exponíamos nuestros agravios, pero no lográbamos más que alimentar las llamas del descontento.
Yo no dejaba de maltratar verbalmente a Shirley: la casa nunca estaba bastante limpia, la comida jamás me parecía buena, la ropa que se ponía ella no me gustaba. Y no le permitía que le echara llave a la puerta por la noche. Casi rezaba para que algún pobre diablo se metiera y yo pudiera matarlo a tiros. Me sentaba en la estancia a oscuras, con una pistola cargada y una dotación de cerveza, a esperar al intruso que nunca llegó. Con frecuencia, en vez de regresar por la noche del trabajo a casa, me iba a un bar y dejaba a Shirley con la mesa puesta y la cena enfriándose.
Ambos acabamos por sentirnos vacíos e infelices. Resolvimos tramitar el divorcio.
CIERTO día en que Shirley y nuestros dos hijos habían salido, me encontraba solo en la casa vacía y silenciosa. Habían pasado 13 años desde lo de Vietnam, y parecía que cuanto yo había tocado estaba destruido. Ya no soportaba las drogas, ni las riñas hogareñas, ni el llanto de los niños. Saqué de mi gabinete de armas una pistola Magnum 0.357; luego fui a mi recámara, me senté en la cama y me metí el cañón en la boca. Ya iba a tirar del gatillo, cuando tuve una visión.
Vi la habitación como si estuviera yo flotando encima de la cama. Vi mi cuerpo despatarrado en el piso, y la alfombra y las paredes salpicadas de sangre. Luego, oí a mi hija Jodi y a mi hijo Bryan, que corrían por el pasillo hacia la recámara. Quise gritar: "¡No miren! ¡No miren!" Sin embargo, ellos entraban riendo a la recámara y encontraban mi cadáver ensangrentado. Entonces empezaban a llorar y a gritar: "¡Papá!, ¡papacito!"
Entonces comprendí que al tirar yo del gatillo no le pondría fin al sufrimiento, sino que destruiría lo más precioso que tenía. Retiré el arma y me arrodillé junto a la cama. Me corrían lágrimas por las mejillas; lágrimas acumuladas durante toda mi vida. Por primera vez en años, oré; la mía era un alma vacía en un cuerpo agobiado por el dolor.
No hubo fuegos artificiales ni coros angélicos. No se me regeneró la pierna; mis cicatrices siguieron a la vista, y mi matrimonio seguía aún destrozado. Pero me embargó una profunda paz, la reconfortante sensación de que no estaba solo. Dios comprendía el dolor que yo padecía, y escuchaba mi ruego. Fue una vivencia casi sobrenatural, más allá del entendimiento humano, por la cual tuve la seguridad de que todo iba a marchar bien.
Shirley consideró con escepticismo mi conversión. Tras años de promesas rotas, tenía pleno derecho a desconfiar. Tardamos muchos meses en ello, pero Dios nos ayudó a restaurar nuestra relación, y la relación con nuestros hijos.
ESE MISMO año, mi viejo compañero Buddy Mercer me hizo una visita inesperada. Estábamos sentados en la cocina, recordándolo todo, cuando me preguntó:
—¿Te acuerdas de Dave Roever, el tipo que dormía en la misma litera que tú, al que le decíamos el Predicador?
—¡Cómo podría olvidarlo! —respondí—. Yo pensaba que un tipo como ese no podía sobrevivir ni una semana.
—Pues no sobrevivió —repuso Buddy—. Poco después de que te hirieron, le estalló en la mano una granada de fósforo. Todavía estaba vivo cuando lo llevamos al helicóptero, pero con quemaduras tan graves que no tenía la menor posibilidad de salvarse.
A POCAS semanas de la visita de Buddy, Shirley me llamó desde una habitación a otra, en nuestra casa. En cierto programa de la radio local estaban entrevistando a un predicador del Evangelio que además era ex combatiente de Vietnam. Lo escuchamos, pero ya no dijeron su nombre. Sin embargo, él hizo algunas alusiones que me llamaron mucho la atención: el Primer Equipo de las Fuerzas Especiales de Aire, Mar y Tierra de la Marina; los botes patrulla. También mencionó que se había quemado con una granada de fósforo.
¿El Predicador?, me pregunté. ¡Tenía que verificarlo!
Terminada la entrevista, llamé por teléfono a la estación de radio. Estaba yo bastante nervioso. Me contestó un hombre, y le pregunté:
—¿Todavía está ahí el veterano de Vietnam?
Pasaron unos segundos, llenos de ansiedad; en seguida oí una voz grave:
—¿En qué puedo servirle?
El corazón se me salía del pecho.
—Dígame: ¿estaba usted asignado al Equipo de las Fuerzas Especiales de la Marina de la Costa Occidental, en el delta del Mekong, en 1969?
—Sí —respondió.
—¿Lo apodaban el Predicador?
Silencio absoluto. Luego, con palpable emoción en la voz, aquel sujeto declaró:
—¡Pues sí! Así me apodaban.
Se me quebró la voz.
—¿Eres el tipo que dormía abajo, en mi litera, y me hablaba de Jesús?
—¿Habla Míckey Block, el Pervertido Número Uno? —medio reía y medio lloraba—. ¡Hombre! ¡Creía que estabas muerto!
Los siguientes 20 minutos estuvimos riéndonos y llorando. Al cabo le hablé de mi intento de suicidio, y de cómo le había entregado mi vida a Dios.
—Esta noche estaré como ministro invitado en un templo de la ciudad —me dijo Dave—. Me encantaría verte allí, con tu esposa.
Cuando llegamos al templo, yo llevaba un sobre. En él había una foto tomada en Vietnam y una bala de calibre 0.50 que Buddy encontró la noche que me hirieron. Se lo entregué al ujier y le pedí que le llevara a Dave la insólita tarjeta de visita. Dave abrió el sobre. Cuando tuvo la bala en la palma de la mano jugueteó con ella, y hubo en su rostro una amplia sonrisa.
Luego, empezó a hablar ante la congregación. Se refirió al programa de radio al que lo habían invitado inesperadamente esa mañana, y a un telefonema que lo hizo evocar sus días en Vietnam. Observó que la realidad brutal de la guerra había torcido las vidas de muchos combatientes. Y recordó a un joven endurecido por aquella experiencia, con quien había compartido una litera, y al cual trató de convertir, pero no lo había logrado porque aquel joven quedó despedazado bajo una lluvia de balas y granadas. Contó que él le había pedido a Dios que salvara el alma de ese compañero suyo antes de que pasara a la eternidad.
Muchos participantes en la congregación estaban llorando, como si se tratara de un hijo o un hermano perdidos. Entonces, Dave les dijo que aquel joven había sobrevivido milagrosamente. Era suya la voz de aquella mañana en el teléfono y, por la gracia de Dios, ¡esa noche se encontraba allí, con ellos! Luego, Dave se dirigió a mí:
—Mickey, ¿quieres ponerte de pie, con tu esposa?
Shirley y yo nos levantamos, en medio de una ovación.
—Pasen al frente, por favor. Avancé cojeando por el pasillo central.
La gente aplaudía de pie. Yo me sentí mareado y extrañamente débil; creí que me iba a desmayar. Varias manos me sostuvieron.
Con lágrimas en los ojos, pude ver que el Predicador avanzaba hacia mí. Tenía horribles cicatrices en la cara, pero sus ojos resplandecían de compasión. Nos abrazamos como hermanos que se reunían después de mucho tiempo, y nos volvimos para quedar de frente a los fieles.
Allí estábamos, dos veteranos de Vietnam, que habíamos tomado en una bifurcación del camino rumbos diferentes, pero que conducían, sin embargo, al mismo glorioso destino.
CONDENSADO DE "BEFORE THE DAWN", POR MICKEY BLOCK, CON LA COLABORACION DE WILLIAM KIMBALL, ü 1988 POR MICKEY BLOCK. PUBLICADO POR DARING BOOKS, DE CANTON, OHIO