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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    ● Activar Slide 1
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    EL CORAZÓN CONDENADO - HELLRAISER (Clive Barker)

    Publicado en noviembre 10, 2017

    Anhelo hablar con el fantasma de algún antiguo amante que murió antes de que naciera el dios del amor.
    John Done, “Deidad del amor”


    Uno
    1


    Tan concentrado estaba Frank en la resolución del enigma de la caja de Lemarchand que cuando comenzó a sonar la gran campana no la oyó. El artefacto había sido construido por un maestro artesano y el enigma era este: que aunque le habían dicho que la caja contenía maravillas, le parecía que no había manera de introducirle nada; no había, en ninguna de las seis caras laqueadas, pistas que indicaran la ubicación de los puntos de presión que desenganchaban una pieza del rompecabezas tridimensional de la otra.

    Frank había visto rompecabezas similares —principalmente en Hong Kong, productos de la afición china por la fabricación de elementos metafísicos de madera dura— pero los franceses, en respuesta a la agudeza y al genio técnico de los chinos, habían desarrollado una lógica perversa que les era enteramente exclusiva. Si existía algún sistema para resolver este rompecabezas, Frank no lograba descubrirlo. Recién después de varias horas de prueba y error, una fortuita yuxtaposición de pulgares, dedos medios y meñiques dio sus frutos: un clic casi imperceptible y entonces… ¡victoria! Un segmento de la caja se proyecto hacia fuera, separándose de sus vecinos.

    Hubo dos revelaciones.

    La primera, que las superficies interiores estaban espléndidamente lustradas. El reflejo de Frank —distorsionado, fragmentado— se arrastraba por la laca. La segunda, que Lemarchand, en su tiempo fabricante de pájaros cantores, había construido la caja de tal manera que al abrirse esta se disparaba un mecanismo musical, que entonces empezó a tintinear, ejecutando un breve rondo de sublime banalidad.

    Animado por su éxito, Frank se puso a trabajar en la caja mas febrilmente, hallando pronto nuevas alineaciones de ranuras estriadas y aceitadas clavijas que, a su vez, iban revelando mayores intrincaciones. Y con cada solución —con cada nuevo tirón o media vuelta— se iba agregando un nuevo elemento melódico. La tonada comenzó a hacer contrapuntos y a desarrollarse, hasta que la fantasía inicial quedo casi perdida bajo los ornamentos.

    En algún momento de sus labores, empezó a sonar la campana…un tañido sombrío y constante. El no la oyó, al menos conscientemente. Pero cuando el rompecabezas estaba casi resuelto, los espejados interiores de la caja desentrañados, advirtió que las campanadas le crispaban violentamente el estomago, como si hubiesen estado sonando desde hacia media vida.

    Aparto la vista de su trabajo. Por unos momentos, supuso que el ruido provenía de afuera, de algún lugar de la calle, pero rápidamente descarto esa idea. Había comenzado su tarea con la caja del fabricante de pájaros casi a medianoche; desde entonces, habían pasado varias horas, horas cuyo transcurso el no habría recordado de no ser por la evidencia de lo que marcaba el reloj. Ninguna iglesia de la ciudad, por más desesperada que estuviera de convocar adherentes, habría echado a volar las campanas a semejante hora.

    No. El sonido provenía de algún sitio mucho mas distante; salía de la mismísima puerta (aun invisible) que la caja milagrosa de Lemarchand había sido construida para abrir. ¡Todo lo que Kircher, el vendedor de la caja, le había prometido era cierto! Estaba en el umbral de un nuevo mundo, de una provincia ubicada infinitamente alejada de la habitación en donde estaba sentado.

    Infinitamente lejos, pero ahora repentinamente cerca.

    La idea le acelero la respiración. Había anticipado este momento con gran perspicacia; había planeado esta caída del velo con todo su ingenio. En unos momentos estarían aquí…los que Kircher había llamado Cenobitas, teólogos de la orden de la incisión. Emplazados a abandonar sus experimentos en los mas altos limites del placer y trasladar sus cabezas sin edad a un mundo de lluvias y fracasos.

    Durante la semana anterior, había trabajado sin cesar para prepararles la habitación. Meticulosamente, había esparcido pétalos por el desnudo entablado del piso. Sobre la pared izquierda, había colocado una especie de altar dedicado a ellos y decorado con una miscelánea de ofrendas de apaciguamiento que, según Kircher le había asegurado, favorecerían sus buenos oficios: huesos, bombones, agujas. A la izquierda del altar había una jarra que contenía su propia orina —recolectada durante siete días—, por si le solicitaban algún gesto espontáneo de auto profanación. A la derecha, un plato con cabezas de paloma, que Kircher le había aconsejado tener a mano.

    No había dejado de observar ninguna parte del ritual de invocación. Ningún Cardenal ansioso de calzarse las sandalias del pescador hubiese sido más diligente.

    Pero ahora, mientras el sonido de la campana se volvía cada vez mas fuerte, ahogando la música de la caja, estaba asustado.

    Demasiado tarde, murmuro para sus adentros, deseando ser capaz de sofocar su creciente miedo. El artefacto de Lemarchand estaba abierto; el mecanismo final había girado. No había tiempo para la prevaricación o el arrepentimiento. Además, ¿no había arriesgado su vida y su cordura para hacer posible esta revelación? El umbral seguía abriéndose a los placeres cuya existencia solo un puñado de humanos había llegado a conocer, y muchos menos habían saboreado…placeres que iban a redefinir los parámetros de la sensación, que lo liberarían del insípido circuito del deseo, seducción y desencanto que lo había acosado desde los últimos años de la adolescencia. Esa nueva sabiduría iba a transformarlo, ¿verdad? Ningún hombre podía experimentar la profundidad de semejantes sentimientos y seguir siendo el mismo.

    La despojada bombilla de luz que colgaba en medio del cuarto languidecía y se hacia mas brillante; Se hacia mas brillante y volvía a languidecer. Había adoptado el ritmo de las campanadas, ardiendo al máximo con cada tañido. En los espacios entre una campanada y otra, la oscuridad de la habitación se hacia completa; era como si el mundo que Frank había ocupado durante veintinueve años hubiese dejado de existir. Después, la campana volvía a sonar y la luz se encendía con tanta fuerza como si nunca hubiese vacilado, y durante unos preciosos segundos Frank se encontraba en un sitio familiar, con una puerta que conducía afuera, y abajo, y a la calle, y una ventana desde la cual —de haber tenido la voluntad (o la fuerza) de apartar las persianas— hubiese podido vislumbrar la incipiente mañana.

    Con cada tañido, la luz de la lámpara se volvía cada vez más reveladora. Gracias a ella, vio que la pared derecha se descascaraba; vio que los ladrillos, momentáneamente perdían solidez y explotaban; vio, en ese mismo instante, un lugar que estaba mas allá de la habitación, del que provenía el clamor de la campana. ¿Era un mundo de pájaros, de inmensos mirlos atrapados en una tempestad perpetua? Era la única conclusión que podía sacar sobre la provincia de donde —También ahora— venían los hierofantes: que era una confusión y que estaba llena de objetos quebradizos, de cosas rotas que se elevaban y caían, colmando de espanto el aire oscuro.

    Y después la pared volvió a solidificarse, y la campana quedo en silencio. La lámpara parpadeo y se apago. Esta vez, sin esperanzas de volver a reavivarse.

    Frank se quedo de pie en la oscuridad y no dijo nada. Aunque hubiese podido recordar las palabras de bienvenida que había preparado, su lengua no habría sido capaz de pronunciarlas. Estaba muerta en el interior de su boca.

    Y entonces la luz.

    Provenía de ellos: del cuarteto de Cenobitas que ahora, de espaldas a la pared sellada, ocupaba la habitación. Los acompañaba una fosforescencia, como el fulgor de los peces de las profundidades marinas: azul, fría, sin encanto. Frank se percato de que nunca había tratado de imaginar como serian. Su imaginación, aunque fértil para la estafa y el robo, era muy pobre en otros aspectos: la habilidad de imaginarse a estas eminencias estaba fuera de su alcance, de modo que ni siquiera lo había intentado.

    ¿Por qué entonces se sentía tan angustiado al posar sus ojos en ellos? ¿Era por las cicatrices que les cubrían cada centímetro del cuerpo; por la carne cosmeticamente perforada, rebanada e infibulada, y luego empolvada con ceniza; era por el olor a vainilla que exhalaban, esa dulzura que disimulaba muy poco el hedor que cubría?

    ¿O era porque, al aumentar la luz, los estudio mas detenidamente y no vio nada de alegría, de humanidad siquiera, en sus rostros mutilados, sino solo desesperación, y un apetito que le provoco unas ganas irrefrenables de vaciar los intestinos?

    —¿Qué ciudad es esta? — inquirió uno de los cuatro.

    A Frank le costaba adivinar con certeza el sexo del que había hablado. Sus ropas, algunas de las cuales estaban cosidas a la piel, atravesándola, escondían sus partes íntimas, y no había nada en el sedimento de su voz o en sus rasgos concienzudamente desfigurados que ofreciera la menor pista. Cuando hablaba, los anzuelos que le transfiguraban el rabillo de los ojos y que estaban unidos, por medio de un intrincado sistema de cadenas que le atravesaban la carne y los huesos por igual, a unos anzuelos similares que tenia en el labio inferior, eran agitados por el movimiento, y desgarraban y exponían la resplandeciente carne que había debajo.

    —Te hice una pregunta —dijo. Frank no respondió. El nombre de esta ciudad era lo último que podía recordar.
    —¿Nos entiendes? — exigió la figura ubicada detrás del que había hablado primero. Su voz, a diferencia de la de su compañero, era ligera y jadeante, como la voz de una muchacha excitada. Cada centímetro de su cabeza estaba tatuado, formando una intrincada red; en cada una de las intersecciones de los ejes verticales y horizontales tenia un alfiler enjoyado, clavado en el hueso. Su lengua estaba decorada de manera similar—. ¿Sabes quienes somos, por lo menos? — pregunto.
    —Si —dijo Frank por fin—. Lo sé.

    Por supuesto que lo sabia; el y Kircher habían pasado largas noches hablando de las insinuaciones deslizadas en los diarios de Bolingbroke y de Gilles de Rais. Todo lo que la humanidad sabia de la Orden de la Incisión, el también lo sabia.

    Y, sin embargo…había esperado encontrarse con algo diferente. Había esperado algún signo que hablara de los innumerables esplendores a los que tenían acceso. Había pensado que vendrían con mujeres, al menos; mujeres cubiertas de aceite, de leche, mujeres depiladas y con músculos especialmente hechos para el acto de amor, con labios perfumados, muslos que temblaban de ansiedad por separarse, nalgas rotundas, como a el le gustaban. Había esperado suspiros y lánguidos cuerpos desparramados entre las flores que tenia a sus pies, como alfombras vivientes; había esperado prostitutas vírgenes que le entregaran sus hendeduras con solo pedirlo y que, con pericia, lo llevaran —arriba, arriba— hasta un éxtasis nunca soñado. En sus brazos se olvidaría del mundo. En vez de despreciarlo por su lujuria, lo exaltarían.

    Pero no. No había mujeres, no había suspiros. Solo estas cosas sin sexo, con las carnes corrugadas.

    Ahora, hablo el tercero. Sus rasgos estaban tan abundantemente llenos de cicatrices —heridas vueltas a abrir hasta que se hincharan como globos— que sus ojos no se veían y sus palabras salían deformadas de tan desfigurada que tenia la boca.

    —¿Que quieres? — le pregunto a Frank.

    Frank escudriño a este interrogador con más confianza que a los otros dos. El miedo se iba diluyendo a medida que pasaban los segundos. Los recuerdos del lugar aterrador que estaba detrás de la pared ya estaban retirándose. Se quedo solo con esos tres seres decadentes y decrépitos, con su hedor, su estrambótica deformidad, su evidente fragilidad. La única cosa a la que debía temer era la nausea.

    —Kircher me dijo que ustedes eran cinco —dijo Frank.
    —El ingeniero vendrá si el momento lo justifica —fue la respuesta—. Ahora, nuevamente, te preguntamos: ¿que quieres?

    ¿Por qué no responderles directamente?

    —Placer —contesto—. Kircher dijo que ustedes saben de placeres.
    —OH, así es —dijo el primero—. Todo lo que siempre quisiste.
    —¿Si?
    —Por supuesto. Por supuesto —Lo miraba fijo con esos ojos excesivamente desnudos—. ¿Qué es lo que has soñado? — dijo.

    La pregunta, planteada con tanta crudeza, lo confundió. ¿Cómo podía ser capaz de articular la naturaleza de los fantasmas que su libido había creado? Aun estaba buscando las palabras cuando uno de ellos dijo:

    —¿Este mundo…te decepciona?
    —Bastante —respondió.
    —No eres el primero que se cansa de sus trivialidades —fue la respuesta—. Existieron otros.
    —No muchos —tercio el de rostro reticulado.
    —Cierto. Un puñado, como máximo. Pero unos pocos se atrevieron a usar la Configuración de Lemarchand. Hombres como tu, hambrientos de nuevas posibilidades, enterados de que poseemos habilidades desconocidas en tu región.
    —Había esperado…—comenzó Frank.
    —Sabemos lo que habías esperado —respondió el Cenobita—. Entendemos de cabo a rabo la naturaleza de tu frenesí. Nos es completamente familiar.

    Frank gruño.

    —Entonces —dijo— ya saben lo que he soñado. ¿Pueden proporcionarme ese placer?

    El rostro de la cosa se partió en dos; sus labios se deslizaron hacia atrás, dibujando una sonrisa de mandril.

    —No como tú lo entiendes —respondió.

    Frank quiso interrumpir, pero la criatura elevo una mano para hacerlo callar.

    —Hay ciertos estados de las terminaciones nerviosas —dijo— que tu imaginación, por mas afiebrada que sea, no podría soñar con evocar.
    —¿Si?
    —OH, si. OH, con toda certeza. Tu perversión mas apreciada es solo un juego de niños comparada con las experiencias que ofrecemos.
    —¿Quiere participar en ellas? — dijo el segundo Cenobita.

    Frank miro las cicatrices y los anzuelos. Otra vez, su lengua era deficiente.

    —¿Quieres?

    Afuera, en algún sitio cercano, el mundo pronto estaría despertando. Él lo había visto despertar desde la ventana de esta misma habitación, día tras día, desperezándose y preparándose para otra ronda de actividades infructuosas, y el sabia, sabia, que allí no quedaba nada que lo entusiasmara. Nada de calor, solo transpiración. Nada de pasión, solo lujuria momentánea, y una indiferencia igualmente repentina. Le había dado la espalda a esas insatisfacciones. Si para hacerlo debía interpretar las señales que acompañaban a estas criaturas, entonces ese era el precio de la ambición. Estaba dispuesto a pagarlo.

    —Muéstrenme —dijo.
    —No hay retorno. ¿Comprendes eso?
    —Muéstrenme.

    No necesitaron de más invitaciones para levantar el telón. Frank oyó que la puerta se habría con un crujido, dio media vuelta y vio que el mundo que estaba del otro lado del umbral había desaparecido, para ser reemplazado por la misma oscuridad pavorosa de la que habían surgido los miembros de la Orden. Miro hacia atrás, en dirección a los Cenobitas, buscando alguna explicación para todo esto. Pero habían desaparecido. Su presencia, no obstante había dejado rastros. Se habían llevado las flores, dejando solo las tablas del piso; en la pared, las ofrendas que Frank había preparado se estaban poniendo negras, como si unas llamas feroces pero invisibles estuviesen consumiéndolas. Percibió el olor amargo de su destrucción; le aguijoneaba las fosas nasales con tanta agudeza que seguramente comenzarían a sangrar.

    Pero el olor a quemado solo fue el principio. Apenas lo hubo registrado, media docena de otros aromas colmaron su cabeza. Perfumes que, hasta ahora, apenas había notado resultaban de pronto abrumadoramente fuertes. El aroma residual de los capullos robados, el olor de la pintura del cielorraso y el de la savia de la madera que tenía a sus pies: todos invadían su cabeza.

    Incluso podía oler la oscuridad que estaba del otro lado de la puerta, y en ella los excrementos de cien mil pájaros.

    Se cubrió la boca y la nariz con la mano, para evitar que la embestida lo superara, pero el hedor de la transpiración de sus dedos lo hizo sentir mareado. De no haber sido por las nuevas sensaciones que inundaban su sistema, penetrando por cada terminación nerviosa y cada papila gustativa, hubiese llegado a la nausea.

    Parecía que, súbitamente podía sentir la colisión de las motas de polvo contra su piel. Cada inspiración le escoriaba los labios; cada parpadeo, los ojos. En el fondo de su garganta ardía la bilis; un trocito de la carne de ayer, alojado entre sus dientes, le provoco espasmos en todo el organismo al exudar una gotita de salsa que fue a caer sobre la lengua.

    Sus oídos, no eran menos sensibles. En su cabeza resonaban un millar de ruidos, algunos de los cuales los producía el mismo. El aire que se estrellaba contra sus tímpanos era un huracán; la flatulencia de sus intestinos era un trueno. También lo asaltaban otros sonidos —innumerables sonidos— que procedían de lugares que estaban lejos de el. Voces que se elevaban furiosas, declaraciones de amor susurradas, rugidos y traqueteos, trozos de canciones, llantos.

    ¿Era el mundo lo que oía? ¿El amanecer en un millón de hogares? No tenía manera de ponerse a escuchar con detenimiento; la cacofonía expulsaba de su cabeza toda capacidad de análisis.

    Pero había algo peor. ¡Los ojos! Oh, Dios del Cielo, nunca había imaginado que pudiera existir un tormento semejante. Él, que había pensado que no quedaba nada en la tierra que pudiera conmoverlo… ¡ahora estaba espantado! ¡En todos lados, la vista!

    El yeso liso del cielorraso era una sobrecogedora geografía de pinceladas. La tela de su camisa lisa, una insoportable elaboración de hilos. En el rincón, vio que un acaro caminaba por la cabeza de una paloma muerta y que pestañeaba al verlo, advirtiendo que el también lo veía. ¡Demasiado! ¡Demasiado!

    Abatido, cerró los ojos. Pero había mas cosas adentro que afuera, recuerdos cuya violencia lo sacudió hasta llevarlo al borde de la insensatez. Mamo la leche de su madre y se atraganto; sintió que lo rodeaban los brazos de su hermano (¿era una pelea o un abrazo fraternal? De todos modos, lo sofocaba). Y mas, muchísimo mas. Toda una breve vida de sensaciones, inscriptas en su cortex con perfecta caligrafía, que lo despedazaban con su insistencia en ser recordadas.

    Se sentía a punto de explotar. Seguramente, el mundo que había afuera de su cabeza —la habitación, y los pájaros que estaban del otro lado de la puerta—, a pesar de todos sus excesos ensordecedores, no podía ser tan opresivo como sus recuerdos. Mejor eso, pensó, y trato de abrir los ojos. Pero no querían despegarse; se los habían sellado con lágrimas, con pus o con aguja e hilo.

    Pensó en las palabras de los Cenobitas; los anzuelos, las cadenas. ¿Lo habían sometido a una cirugía similar, dejándolo encerrado detrás de sus ojos con el desfile de su propia historia?

    Temiendo por su propia cordura, Frank comenzó a hablarles, aunque ya no estaba seguro de que estuvieran lo bastante cerca para escucharlo.

    ¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué me hacen esto?

    El eco de sus palabras rugió en sus oídos, pero apenas le presto atención. Otras impresiones sensoriales emergían del pasado para atormentarlo. La niñez aun se demoraba en su lengua (leche y frustración), pero ahora se agregaban sentimientos de adulto. ¡Había crecido! Era bigotudo y poderoso; de manos pesadas, de tripas grandes.

    Los placeres juveniles habían tenido el encanto de la novedad, pero a medida que avanzaban los años y la moderada sensación perdía potencia, había necesitado de experiencias cada vez más fuertes. Y ahí estaban de nuevo, más incisivas aun por estar en la oscuridad, en el fondo de su cabeza.

    Sintió sabores innombrables en la lengua: amargo, dulce, ácido, salado; sintió el olor de las especias, de la mierda y del cabello de su madre; vio ciudades y cielos; vio velocidad, vio profundidades; partió el pan con hombres ahora muertos y el calor de su saliva le escaldo las mejillas.

    Y, por supuesto, había mujeres.

    Siempre en medio del aturdimiento y la confusión, aparecían recuerdos de mujeres, asaltándolo con sus aromas, sus texturas, sus sabores.

    La proximidad de ese harén lo excito, a pesar de las circunstancias. Se abrió los pantalones y se acaricio el miembro, mas ansioso de derramar la simiente para librarse de esas criaturas que para sentir placer.

    Mientras se tocaba, era lejanamente consciente de que debía estar ofreciendo un panorama lamentable: un ciego en un cuarto vació, excitado por un sueño. Pero el orgasmo malgastado, sin gozo, no logro atemperar la inexorable exhibición. Le flaquearon las rodillas y su cuerpo se derrumbo sobre el piso de madera, donde había caído el semen. Al tocar el suelo sintió un espasmo de dolor, pero la reacción fue arrastrada por otra ola de recuerdos.

    Rodó hasta quedar de espaldas y grito, grito y rogó que todo terminara, pero las sensaciones se intensificaron todavía mas; a cada oración implorando que se detuvieran, respondían disparándose hacia nuevas alturas.

    Las suplicas se volvieron un solo sonido; el pánico eclipsaba las palabras y su significado. Parecía que todo esto nunca tendría fin, sino locura. Ninguna esperanza, sino la pérdida de toda esperanza.

    Mientras formulaba este ultimo y desesperado pensamiento, el tormento acabo.

    De golpe, todo junto. Desapareció. La vista, el sonido, el tacto, el gusto, el olor. Abruptamente, lo habían despojado de todos ellos. Entonces transcurrieron unos segundos durante los cuales dudo de su propia existencia. Dos latidos de su corazón; tres; cuatro.

    En el quinto latido, abrió los ojos. La habitación estaba vacía, las palomas y los frascos con pis habían desaparecido. La puerta estaba cerrada.

    Cautelosamente, se sentó. Le hormigueaban las extremidades; le dolía la cabeza, también las muñecas y la vejiga.

    Y entonces…un movimiento que vio en el lado opuesto del cuarto le llamo la atención.

    Donde dos minutos antes solo había un espacio vació, ahora había una figura. Era el cuarto Cenobita, el que no había hablado ni mostrado su rostro. No era él, según notaba ahora, sino ella. Se había quitado la capucha que llevaba, al igual que la ropa. La mujer que había debajo era gris pero fulguraba; tenía los labios ensangrentados y las piernas muy abiertas para dejar al descubierto el pubis elaboradamente escarificado. Estaba sentada sobre una pila de cabezas humanas en descomposición y le daba la bienvenida con una sonrisa.

    La antagónia de sensualidad y muerte lo dejo apabullado. ¿Podía albergar alguna duda de que la mujer había eliminado a esas victimas personalmente? Debajo de sus uñas había podredumbre, y las lenguas de los muertos —veinte o más— se alineaban sobre sus muslos aceitados, como esperando para entrar. Tampoco dudo en pensar que los cerebros que ahora chorreaban de las orejas y las fosas nasales de las victimas habían sido empujados a la locura antes de que un golpe o un beso detuvieran sus corazones.

    Kircher le había mentido o había sido objeto de un horrible engaño. No había una atmósfera de placer, al menos no de placer como la humanidad lo entendía.

    Había cometido un error al abrir la caja de Lemarchand. Un muy terrible error.

    —Ah, ¿así que ya terminaste de soñar? — dijo la Cenobita, estudiándolo, mientras él, acostado en el piso de madera, jadeaba—. Bien.

    La mujer se puso de pie. Las lenguas cayeron al suelo, como una lluvia de babosas.

    —Ahora podemos comenzar —dijo ella.


    Dos
    1


    —No es lo que yo esperaba —comento Julia mientras estaban en el pasillo. Era la hora del crepúsculo; un frió día de agosto. No era el momento ideal para ver una casa que había estado vacía tanto tiempo.

    —Necesita trabajo —dijo Rory—. Nada más. No la han tocado desde que murió mi abuela. Son casi tres años. Y estoy seguro de que mi abuela nunca le hizo nada durante los últimos años de su vida.
    —¿Y es tuya?
    —Mía y de Frank. La heredamos los dos. ¿Pero cuando fue la última vez que alguien vio a mi hermano mayor?

    Ella se encogió de hombros, como si no pudiera recordarlo, aunque lo recordaba muy bien. Una semana antes de la boda.

    —Alguien me dijo que el verano pasado Frank estuvo unos días aquí. En celo, sin duda. Después se fue otra vez. No tiene interés en esta propiedad.
    —Pero, ¿y si nos mudamos, y entonces él vuelve y reclama lo suyo?
    —Le compro su parte. Consigo un préstamo del banco y le compro su parte. Siempre anda necesitado de efectivo.

    Julia asintió, pero no pareció del todo convencida.

    —No te preocupes —dijo él, acercándose a ella y envolviéndola en sus brazos—. Este lugar es nuestro, muñeca. Podemos pintarlo, adornarlo y convertirlo en el paraíso.

    Estudió el rostro de ella. A veces —particularmente cuando la duda la sacudía, como ahora— su belleza casi lo asustaba.

    —Confía en mi —dijo él.
    —Confío.
    —Muy bien, entonces. ¿Qué te parece si empezamos a mudarnos el domingo?


    2


    Domingo

    En esta parte de la ciudad, seguía considerándose el Día del Señor. Aunque los propietarios de esas casas bien vestidas y de esos niños bien planchados no creyeran en nada, igual respetaban el Sabbath. Cuando estaciono la camioneta de Lewton y comenzaron a descargar, algunos apartaron las cortinas para espiar. Unos pocos vecinos curiosos llegaron incluso a pasar una o dos veces delante de la casa, caminando perezosamente, con el pretexto de pasear a los perros, pero ninguno hablo con los recién llegados, ni mucho menos se ofreció a ayudarlos con los muebles. El domingo no era día para derramar el sudor de la frente.

    Julia se encargo de desembalar, mientras Rory organizaba la descarga de la camioneta; Lewton y el Loco Bob proporcionaban músculos adicionales. Necesitaron cuatro viajes para transferir el grueso de las cosas de la calle Alexandra, y al finalizar el día aun quedaba una buena cantidad de chucherias que habría que ir a buscar después.

    A eso de las dos de la tarde, Kirsty apareció en la puerta.

    —Vine a ver si necesitaban que les diera una mano —dijo, con un tono de vaga disculpa en la voz.
    —Bueno, será mejor que entres —dijo Julia. Regresó a la sala, que era un campo de batalla en el que solo triunfaba el caos, y maldijo silenciosamente a Rory. Invitar al alma en pena para que ofreciera sus servicios era cosa de él, sin ninguna duda. Kirsty seria más un estorbo que una ayuda; sus desvaríos, sus modales de persona perpetuamente frustrada, le ponían a Julia los nervios de punta.
    —¿Qué puedo hacer? — pregunto Kirsty—. Rory me dijo…
    —Si —dijo Julia—. Claro que te dijo.
    —¿Dónde esta? Rory, digo.
    —Fue a cargar otra vez la camioneta, para seguir sumando desgracias.
    —Ah.

    Julia suavizo su expresión.

    —Sabes, es muy amable de tu parte —dijo— acercarte hasta aquí, pero creo que por el momento no hay mucho que puedas hacer.

    Kirsty se sonrojo ligeramente. Desvariaba, pero no era estúpida.

    —Ya veo —dijo—. ¿Estas segura? ¿No puedo…? Es decir… ¿quieres que te prepare una taza de café, tal vez?
    —Café —dijo Julia. La idea le hizo tomar conciencia de lo seca que se le había puesto la garganta—. Si —concedió—. No es mala idea.

    La preparación del café no careció de ciertos traumas menores. Ninguna tarea encarada por Kirsty era totalmente simple. Se quedo parada en la cocina, calentando agua en una cacerola que demoraron un cuarto de hora en encontrar, pensando que probablemente no era conveniente haber venido, después de todo. Julia siempre la miraba de una forma muy extraña, como si estuviera levemente desconcertada ante el hecho de que no la hubieran ahogado al nacer. No importaba. Rory le había pedido que viniera, ¿no? Y con esa invitación bastaba. No hubiera rechazado la oportunidad de verlo sonreír ni por cien Julias.

    La camioneta llego veinticinco minutos después, minutos en los que las mujeres intentaron dos veces iniciar una conversación, fracasando las dos veces. Tenían muy poco en común: Julia, la dulce, la hermosa, la destinataria de las miradas y los besos, y Kirsty, la chica de pálidos apretones de mano, cuyos ojos jamás eran más brillantes que los de Julia diez años antes o diez años después. Hacia mucho tiempo que Kirsty había decidido que la vida era injusta. ¿Pero por que, después de aceptar esa amarga verdad, las circunstancias insistían en refregársela en la cara?.

    Subrepticiamente, observo trabajar a Julia y le pareció que esa mujer era incapaz de cualquier fealdad. Cada gesto —apartarse un mechón de pelo de los ojos con el dorso de la mano, limpiar el polvo de una taza favorita— estaba imbuido de una gracia natural. Viendo eso, Kirsty entendió la adoración perruna que le profesaba Rory y al entenderlo volvió a perder las esperanzas.

    Finalmente, entro él, frunciendo los ojos y sudando. El sol de la tarde estaba feroz. Le sonrió, exhibiendo la hilera irregular de dientes que Kirsty había encontrado tan irresistibles desde el primer momento.

    —Me alegra que pudieras venir —dijo él.
    —Estoy feliz de poder ayudarte —respondió ella, pero él ya había desviado la mirada hacia Julia.
    —¿Cómo va todo?
    —Me estoy volviendo loca —le dijo ella.
    —Bueno, ahora podrás descansar de tus tareas —dijo él—. En este viaje trajimos la cama—. Le dedico un guiño cómplice, pero ella no le correspondió.
    —¿Puedo ayudar a descargar? — se ofreció Kirsty.
    —Lo están haciendo Lewton y Bob —fue la respuesta de Rory.
    —Ah.
    —Pero daría un brazo y una pierna por una taza de té.
    —No encontramos el té —le dijo Julia.
    —Oh. ¿Quizás un café entonces?
    —Claro —dijo Kirsty— ¿Y para los otros dos?
    —Por un café serian capaces de matar.

    Kirsty regreso a la cocina, lleno la cacerolita hasta el borde y volvió a colocarla sobre la hornalla. Desde el corredor, oyó a Rory supervisando la siguiente descarga.

    Era la cama, la cama matrimonial. Aunque trato con todas sus fuerzas de apartar de su mente la idea de él abrazando a Julia, no pudo. Mientras miraba fijamente el agua, mientras esta se calentaba, se agitaba y finalmente hervía, esas mismas imágenes dolorosas del placer entre ellos dos le volvieron a la mente una y otra vez.


    3


    Mientras el trío no estaba —habían ido a buscar el cuarto y último cargamento del día—. Julia perdió la paciencia con el desembalaje. Era un desastre, dijo; habían empaquetado y colocado en cajones todas las cosas en el orden equivocado. Se veía obligada a exhumar elementos perfectamente inútiles para tener acceso a las necesidades mínimas.

    Kirsty permaneció en silencio y en su lugar en la cocina, lavando las tazas sucias.

    Maldiciendo mas fuerte, Julia abandono el caos y salió a fumar un cigarrillo en el escalón de la entrada. Se apoyo contra la puerta abierta y respiro el aire dorado de polen. Aunque recién era 21 de agosto, el aroma de la tarde ya tenía un gustillo ahumado que presagiaba el otoño.

    Había perdido la noción de lo rápido que había pasado el día, a juzgar por una campana que comenzó a tocar vísperas: el volumen de los tañidos aumentaba y disminuía en oleadas perezosas. Era un sonido tranquilizador. La hizo pensar en la niñez, pero no en un día o en un lugar en especial, o al menos en ninguno que ella recordara. Sencillamente en ser joven, en el misterio.

    Habían pasado cuatro años desde la última vez que entrara en una iglesia: el día de su boda con Rory, para ser exactos. La idea de ese día —o más bien de las promesas que no se habían cumplido— le amargo el momento. Se alejo de la puerta, mientras las campanas doblaban con toda su energía, y volvió a entrar en la casa.

    Después del contacto frontal de su rostro con el sol, el interior le pareció lúgubre. De pronto, se sintió cansada al punto de echarse a llorar.

    Antes de apoyar la cabeza y dormir esa noche tendrían que armar la cama, pero todavía no habían decidido cual seria la habitación destinada al dormitorio principal. Lo haría ahora, decidió, y así evitaría tener que regresar a la sala y a la siempre plañidera Kirsty.

    La campana seguía replicando cuando abrió la puerta del cuarto del primer piso que daba a la calle. Era la habitación más grande de las tres que había arriba —una opción natural— pero hoy no le había entrado el sol (ni ningún día ese verano) porque las persianas estaban cerradas. En consecuencia, el cuarto estaba más frió que cualquier otro lugar de la casa, el aire estancado. Cruzo el piso de madera manchado, rumbo a la ventana, con intenciones de abrir las persianas.

    En el antepecho, algo extraño. Las persianas habían sido fuertemente clavadas al marco de la ventana, anulando efectivamente cualquier intrusión de vida proveniente de la calle iluminada por el sol. Trato de arrancar la tela pero no tuvo éxito. El obrero, quienquiera que hubiese sido, había hecho un trabajo a conciencia.

    No importaba; cuando Rory volviera, le pediría que quitara los clavos con el martillo. Le dio la espalda a la ventana y, al hacerlo, fue repentina y forzosamente consciente de que la campana seguía llamando a los fieles. ¿No venia nadie esta noche? ¿El anzuelo no estaba lo bastante encarnado con promesas del paraíso? La idea estaba viva en ella solo a medias; por momentos se debilitaba. Pero las campanadas siguieron reverberando en la habitación. Con cada tañido, sus brazos y piernas, ya doloridos de fatiga, parecían abatirse cada vez más. La cabeza le latía de un modo intolerable.

    La habitación era odiosa, decidió; tenia olor a rancio y sus paredes sumergidas en las tinieblas eran viscosas.

    A pesar del tamaño del cuarto, no permitiría que Rory la convenciera de usarlo como dormitorio principal. Que se pudriera.

    Comenzó a caminar hacia la salida, pero al encontrarse a un metro de esta los rincones del cuarto comenzaron a crujir y la puerta se cerro de golpe. Sus nervios aullaron. Era lo único que podía hacer para no estallar en sollozos.

    En vez de llorar, dijo:

    —Vete al diablo.

    Y aferró el picaporte. Este giro con facilidad (¿por que no iba a ser así?; sin embargo, sintió alivio) y la puerta se abrió de par en par. Desde el pasillo de la planta baja ascendía un roció de calidez y de luz ocre.

    Cerro la puerta a sus espaldas y, con una extraña satisfacción cuyos orígenes no pudo o no quiso desentrañar, echo llave al cerrojo.

    Al tiempo que lo hacia, las campanadas dejaron de sonar.


    4


    —Pero es el dormitorio más grande…

    —No me gusta Rory. Es húmedo. Podemos usar el dormitorio que da al fondo.
    —Si podemos conseguir que esa maldita cama pase por la puerta.
    —Claro que podemos. Sabes que podemos.
    —Me parece que es desperdiciar un buen dormitorio —protesto él, sabiendo perfectamente bien que esto era irreversible.
    —Hazle caso a mamá —le dijo ella, y le sonrió con una mirada cuyo brillo estaba muy lejos de ser maternal.


    Tres
    1


    Las estaciones se buscan una a la otra, como el hombre y la mujer, a fin de poder curarse de sus propios excesos.

    La primavera, si se dilata más de una semana de su límite final, comienza a sentir ansias de que el verano ponga fin a los días de promesas perpetuas. El verano, a su vez, pronto comienza a sudar, pidiendo algo que aplaque su calor y el más mórbido de los otoños finalmente acaba por cansarse de la benevolencia y muere de ganas de que una rápida y penetrante escarcha aniquile toda su fecundidad.

    Incluso el invierno —la estación más dura, más implacable— sueña con las llamas que en breve lo derretirán, mientras febrero avanza lentamente. Con el tiempo, todas las cosas se cansan y comienzan a buscar algún oponente que las salve de si mismas.

    Entonces, cuando agosto dio paso a septiembre, se oyeron muy pocas quejas.


    2


    Con trabajo, la casa de la calle Ludovico comenzó a tener un aspecto más hospitalario. Hasta los visitaron algunos vecinos que —después de haberse formado un juicio sobre la pareja— les hablaron libremente de cuanto se alegraban de que el número cincuenta y cinco estuviera otra vez ocupado. Solo uno de ellos llego a mencionar a Frank, refiriéndose a un extraño sujeto con el que se había cruzado y que había vivido en la casa por unas semanas durante el verano anterior. Hubo un momento de incomodidad cuando Rory revelo que el inquilino era su hermano, pero la situación pronto fue olvidada gracias a Julia, cuyos hechizos no conocían límites.

    Rory apenas había mencionado a Frank durante los años de matrimonio que llevaba con Julia, aunque él y su hermano tenían una diferencia de edad de solo dieciocho meses y, de niños, habían sido inseparables. Julia se había enterado de esto durante un ataque de borrachera nostálgica de Rory —uno o dos meses antes de la boda—, en el que le había hablado de Frank largo y tendido. Había sido un relato melancólico. Una vez superada la adolescencia, los senderos de los hermanos habían divergido considerablemente y Rory lo lamentaba. Lamentaba todavía más el dolor que ocasionaba a sus padres la salvaje vida de Frank. Parecía que cuando Frank hacia su aparición, cada muerte de obispo, surgido de cualquier rincón del planeta en el que hubiera estado perdiendo el tiempo, solo acarreaba dolor. Los cuentos de sus aventuras en los abismos de la criminalidad, sus charlas sobre prostitutas y rateros, consternaban a la familia. Pero había cosas peores, o al menos eso decía Rory. En sus momentos mas descontrolados, Frank hablaba de una vida transcurrida en el delirio, de un apetito por nuevas experiencias que no reconocía ningún mandato de la moral.

    ¿Había sido el tono del relato de Rory, mezcla de repulsión y envidia, lo que había acicateado tanto la curiosidad de Julia? Cualquiera fuese la razón, pronto la domino una curiosidad imposible de aplacar sobre todo lo referente a ese loco.

    Después, apenas dos semanas antes de la boda, apareció la oveja negra en persona. Últimamente las cosas le habían ido bien. Tenía anillos de oro en los dedos y la piel tersa y tostada. Había muy pocas señales externas del monstruo que Rory había descrito. El hermano Frank era tan suave como una piedra pulida. Julia sucumbió a sus encantos en el lapso de unas horas.

    Sobrevino una época extraña. A medida que los días avanzaban hacia la fecha de la boda, Julia se descubría pensando cada vez menos en su futuro marido y cada vez más en el hermano. No eran totalmente disímiles: una cierta cadencia de sus voces y los modales desenvueltos eran los signos que indicaban el parentesco. Pero, a las cualidades de Rory, en Frank se sumaba algo que su hermano nunca tendría: un hermoso furor.

    Lo que ocurrió después acaso era inevitable; por mas que Julia hubiese luchado contra sus instintos con todas sus energías, no habría logrado otra cosa que posponer la consumación de lo que sentían el uno por el otro.

    Al menos, esa fue la excusa con la que Julia trato de justificarse mas tarde. Pero cuando termino de autorecriminarse siguió guardando como un tesoro el recuerdo de su primer —y último— encuentro con Frank.

    Cuándo llego Frank, Kirsty estaba en la casa, ¿verdad?, encargándose de algún preparativo para la boda. Pero, por esa telepatía que acompaña al deseo (y que se esfuma con él), Julia supo que hoy era el día. Dejo a Kirsty haciendo una lista o algo así llevo a Frank arriba, con el pretexto de enseñarle el vestido de novia. Así era como Julia lo recordaba: Frank le pidió ver el vestido; ella se puso el velo, riéndose al imaginarse vestida de blanco, y de pronto él se puso a su lado y le levanto el velo, y ella siguió riendo y riendo, como tratando de averiguar cual era la intensidad de sus propósitos. Sin embargo, él no se enfrió con las risas, ni tampoco perdió el tiempo con delicadezas para seducirla. El suave exterior dio paso, casi inmediatamente, a una materia más cruda. En todos los aspectos, salvo en el hecho de que contaba con el consentimiento de Julia, la copula hizo gala de toda la agresión y la ausencia de gozo de una violación.

    La memoria, por supuesto, endulzaba los acontecimientos; en los cuatro años (y cinco meses) que habían pasado de aquella tarde, Julia había rememorado la escena con frecuencia. Ahora, al recordarla, las magulladuras sufridas le parecían trofeos de la pasión; sus propias lagrimas, prueba positiva de lo que sentía por él.

    Al día siguiente, Frank desapareció. Voló a Bangkok o la Isla de Pascua, algún sitio donde no tuviera deudas de las que hacerse cargo. Julia lo lloró; no pudo evitarlo. Y sus llantos no pasaron desapercibidos. Aunque nunca se discutió explícitamente, a menudo se preguntaba si el subsiguiente deterioro en su relación con Rory no habría comenzado entonces: ella pensando en Frank mientras le hacia el amor a su hermano.

    ¿Y ahora? Ahora, a pesar del cambio de ambiente domestico y de la oportunidad de comenzar una nueva vida juntos, parecía que la situación conspiraba para volver a recordarle a Frank.

    No eran solo los chismes de los vecinos los que lo habían devuelto a su memoria. Un día, cuando estaba sola en la casa y desembalando diversas pertenencias personales, se topo con varios álbumes de fotos de Rory.

    Muchas eran fotos relativamente recientes de ellos dos, juntos, en Atenas y Malta. Pero, enterradas entre las sonrisas transparentes, había algunas fotos que Julia no recordaba haber visto antes (¿Rory se las había escondido?), retratos familiares que databan de hacia décadas. Una fotografía de la boda de los padres de Rory: una imagen en blanco y negro, degradada por los años a matices de gris. Fotos de bautismos en las que orgullosos abuelos sostenían bebes tapados de ropa con puntillas.

    Y luego, fotografías de los hermanos juntos; de bebes, con los ojos grandes; como ariscos escolares, fotografiados en exhibiciones gimnásticas y en teatralizaciones de la escuela. Después, en el periodo en que sus ojos miraban tímidamente desde una adolescencia llena de acne, la cantidad de fotos mermaba, hasta que, superada la pubertad, los sapos se convertían en príncipes.

    Al ver a Frank en colores brillantes, haciéndose el gracioso ante la cámara, sintió que se sonrojaba. Había sido un joven exhibicionista, cosa previsible: siempre vestido a la moda. Rory, en comparación, se veía desaliñado. Le pareció que esos retratos primitivos esbozaban las vidas futuras de los hermanos. Frank, el camaleón sonriente, seductor; Rory, el ciudadano decente.

    Finalmente, guardo las fotos y descubrió, cuando se puso de pie, que además de sonrojarse había llorado. No de arrepentimiento. Eso era algo que no tenia sentido. Era la furia lo que le hacia arder los ojos. De algún modo, de un instante a otro, se había extraviado.

    También sabia, con perfecta certeza, en que momento el control de su propia vida había flaqueado por primera vez. Acostada en la cama cubierta con el ajuar de boda, mientras Frank le colmaba el cuello de besos.


    3


    De vez en cuando, Julia subía a la habitación de las persianas selladas.

    Hasta ahora, habían realizado muy pocos trabajos de decoración en el piso de arriba, prefiriendo organizar primero las zonas expuestas a la manera pública. Por lo tanto, el dormitorio había quedado intacto. Inexplorado, en realidad, excepto por esas pocas visitas de Julia.

    No estaba segura de por que subía, ni de cómo considerar el extraño acopio de sentimientos que la acosaba mientras estaba allí. Pero había algo en ese oscuro interior que le daba una sensación de bienestar: era una especie de útero, el útero de una mujer muerta. A veces, cuando Rory estaba trabajando, ella ascendía los escalones y sencillamente se quedaba sentada en la quietud, pensando en nada, o en algo que no podía expresar con palabras.

    Esas estadías la hacían sentir raramente culpable y trataba de mantenerse apartada del dormitorio cuando Rory andaba por ahí. Pero no siempre era posible. A veces, sus pies la llevaban allí sin tener instrucciones de hacerlo.

    Así ocurrió ese sábado, el día de la sangre.

    Había mirado a Rory mientras trabajaba en la puerta de la cocina, levantando con un formón las varias capas de pintura que rodeaban a las bisagras, cuando le pareció oír que el dormitorio la llamaba. Satisfecha de que Rory estuviera completamente enfrascado en sus labores, subió.

    Hacia mas frió que de costumbre y se alegro. Apoyo la mano en la pared y luego transfirió la helada palma a su propia frente.

    —Es inútil —murmuro para si misma, imaginándose al hombre que trabajaba abajo. No lo amaba; no más de lo que él, rendido ante el encanto de la belleza de su rostro, la amaba a ella. Él rasqueteaba pintura en su propio mundo; aquí, muy distante de él, ella sufría.

    Una corriente de aire empujo la puerta trasera del piso de abajo. Julia oyó que se cerraba de golpe.

    En la planta baja, el sonido hizo que Rory perdiera concentración, el formón resbalo, clavándose profundamente en el pulgar de su mano izquierda. Al ver el chorro de color que brotaba, lanzo un grito. El formón cayó al suelo.

    —¡Por todos los demonios!

    Ella lo oyó, pero no hizo nada. Emergiendo de un estupor de melancolía, advirtió, demasiado tarde, que Rory estaba subiendo. Buscando torpemente la llave y una excusa para justificar su presencia en el cuarto, se puso de pie, pero él ya estaba en la puerta, cruzando el umbral, corriendo hacia ella, con la mano derecha cerrada sobre la izquierda. La sangre manaba en abundancia. Se colaba por entre sus dedos y se le escurría por el brazo, goteándole del codo, dejando mancha tras mancha sobre el piso de madera.

    —¿Qué hiciste? — le pregunto ella.
    —¿Qué te parece? — dijo él rechinando los dientes—. Me corte.

    Su rostro y cuello se habían puesto del color de la masilla de la ventana. No era la primera vez que Julia lo veía así; en una ocasión, Rory se había desmayado ante la vista de su propia sangre.

    —Haz algo —dijo él con nauseas.
    —¿Es profunda?
    —¡No lo sé! — le grito él—. No quiero mirar.

    Rory era un ridículo, pensó ella, pero este no era el momento de ventilar el desprecio que sentía. En vez de hacerlo, tomo la mano sangrante de Rory en las suyas y, mientras él apartaba la vista, examino el corte. Era de considerable tamaño y seguía sangrando profusamente. Sangre profunda; sangre oscura.

    —Creo que será mejor que te lleve al hospital —le dijo.
    —¿Puedes cubrirla? — le pregunto él, ahora con la voz desprovista de irritación.
    —Claro. Buscare una venda limpia. Vamos…
    —No —dijo él, meneando el rostro ceniciento—. Si doy un solo paso, creo que me voy a desmayar.
    —Entonces quédate aquí —lo apaciguo ella—. Te pondrás bien.

    Al no encontrar en el botiquín del baño vendas adecuadas para la curación, tomo unos pañuelos limpios del cajón de él y regreso al dormitorio. Rory estaba apoyado contra la pared, con la piel brillante de sudor. Había pisado la sangre derramada. Julia percibió su sabor en el aire.

    Tranquilizándolo, le dijo con calma que no se iba a morir por un corte de cinco centímetros; le envolvió la mano con un pañuelo, ato el otro alrededor de este y luego lo escolto, mientras él temblaba como una hoja, escaleras abajo (escalón por escalón, como un niño) y hasta el auto.

    En el hospital, esperaron una hora en la fila de heridos ambulatorios antes de que finalmente lo atendieran y lo cosieran. A Julia le resultaba difícil saber, en retrospectiva, que era lo mas cómico del episodio: la debilidad de Rory o la extravagante gratitud que le expreso después. Cuando el exceso de elogios se le hizo demasiad repugnante, Julia le dijo que no quería que le diera las gracias, y era cierto.

    No quería nada que él pudiera ofrecerle, excepto, tal vez, su ausencia.


    4


    —¿Limpiaste el piso del dormitorio húmedo? — le pregunto Julia al día siguiente. Lo llamaban “el dormitorio húmedo” desde aquel primer domingo, aunque, del cielorraso al zócalo, no había señales de hongos en la habitación.

    Rory aparto la mirada de la revista. Bajo sus ojos colgaban grises medialunas. No había dormido bien, según le había dicho. Un dedo cortado y ya había tenido pesadillas de muerte. Ella, por el contrario, había dormido como un bebé.

    —¿Qué dijiste? — le preguntó.
    —El piso… —volvió a decir ella—. Había sangre en el piso ¿La limpiaste?

    El meneo la cabeza.

    —No —dijo sencillamente, y volvió a la revista.
    —Bueno, yo tampoco —dijo ella.

    Él le dedico una sonrisa indulgente.

    —Eres un ama de casa tan perfecta… —dijo—. Cuando haces las cosas ni siquiera te das cuenta.

    El tema quedo cerrado allí. Aparentemente, él se contentaba con creer que Julia estaba perdiendo la cordura.

    Ella, por el contrario, tuvo la extrañísima sensación de que estaba a punto de volver a encontrarla.


    Cuatro
    1


    Kirsty odiaba las fiestas. Las sonrisas pegadas con engrudo para tapar el pánico, las miradas que había que interpretar y lo peor de todo: la conversación. No tenía nada que decir que fuera del menor interés para el mundo; hacia mucho tiempo que se había convencido de eso.

    Había visto demasiados ojos vidriosos para creer lo contrario; sabia de todos los artilugios conocidos por el hombre para apartarse cortésmente de la compañía de la gente insulsa, desde “Discúlpame, creo que por allá esta mi contador” hasta caer desmayados a sus pies de tan borrachos.

    Pero Rory había insistido en que viniera a la fiesta de inauguración de la casa. Solo algunos amigos íntimos, le había prometido. Ella había aceptado, sabiendo demasiado bien que escenario la aguardaba en caso de negarse. Quedarse apáticamente en casa, inmersa en un caldo de auto—reproches, maldiciendo su cobardía y pensando en el dulce rostro de Rory.

    La reunión no resulto ser un tormento tan terrible. Había solo nueve invitados en total; ella los conocía vagamente a todos, lo que facilito las cosas. Nadie esperaba que ella fuese el alma de la fiesta, solo que asintiera y riera cuando correspondiera. Y Rory —con la mano aun vendada— estaba en uno de sus mejores momentos, lleno de cándida bonhomía. Kirsty, incluso, se pregunto si Neville, uno de los compañeros de trabajo de Rory, no le estaba haciendo ojitos detrás de las gafas, sospecha que fue confirmada al promediar la velada, cuando él efectuó varias maniobras hasta ubicarse a su lado y le pregunto si tenia interés en la cría de gatos. Ella contesto que no, pero que siempre le interesaban las nuevas experiencias. Neville pareció fascinado y, con este frágil pretexto, procedió a acosarla con invitaciones a beber licor durante el resto de la noche. Al dar las once y media, Kirsty era un despojo mareado pero feliz y el comentario más intrascendente le producía ataques de risa cada vez más intensos.

    Poco después de medianoche, Julia declaro que estaba cansada y quería acostarse. La frase fue interpretada como una señal para iniciar la dispersión general, pero Rory no lo permitió. Se levanto y se puso a llenar las copas antes de que nadie tuviera oportunidad de protestar. Kirsty estaba segura de haber visto una expresión de disgusto en la cara de Julia; el gesto desapareció enseguida, el entrecejo ya no estaba arrugado. Julia se despidió, recibió profusas felicitaciones por su hábil preparación del hígado de ternera y se fue a la cama.

    Los impecablemente hermosos eran impecablemente felices, ¿verdad? A Kirsty, esto siempre le había parecido una obviedad. Esa noche, sin embargo, el alcohol le hizo preguntarse si la envidia no la habría cegado. Tal vez, ser impecable era otra forma de ser triste.

    Pero su cabeza daba vueltas y en este momento era ineficaz para tales reflexiones, y al segundo siguiente Rory estaba de pie y contando un chiste sobre un gorila y un jesuita que la hizo atragantarse con la bebida, incluso antes de que llegara la parte de las velas votivas.

    Arriba, Julia oyó un nuevo estallido de risas. Realmente estaba muy cansada, como había afirmado, pero no era él haber cocinado lo que la había dejado exhausta. Era el esfuerzo por ahogar el desprecio que sentía por los malditos tontos que estaban reunidos en el salón de abajo. Una vez había llamado amigos a esos retardados, con sus pobres chistes y sus pretensiones aun más pobres. Había participado en su juego durante varias horas; era suficiente. Ahora necesitaba un lugar fresco, algo de oscuridad.

    Ni bien abrió la puerta del dormitorio húmedo, supo que las cosas no estaban como antes. La luz de la lámpara sin pantalla del pasillo iluminaba las tablas del piso donde había caído la sangre de Rory, ahora tan limpias como si las hubiesen rasqueteado. Mas allá de donde alcanzaba la luz, la habitación se sumía en la oscuridad. Dio un paso al interior y cerro la puerta. A sus espaldas, el cerrojo hizo clic.

    La oscuridad era casi perfecta y se alegro de que así fuera. Sus ojos descansaron con la noche, con sus heladas superficies.

    Entonces, desde el otro lado del cuarto, escucho un sonido.

    No era mas fuerte que el rumor de una cucaracha corriendo detrás de los zócalos. Pasados unos segundos, cesó. Escucho su propia respiración. Volvió a oírlo otra vez. Esta vez, le pareció que el ruido obedecía a algún esquema, a un código primitivo.

    Abajo estaban riendo como lunáticos. Ese sonido le provoco desesperación. ¿Qué no haría con tal de librarse de semejante compañía?.

    Trago saliva y le hablo a la oscuridad.

    —Te oigo —dijo, sin estar segura de por que le brotaban esas palabras o a quien estaban dirigidas.

    Los rasqueteos de la cucaracha cesaron por un momento y luego recomenzaron, más apremiantes. Se aparto de la puerta y se desplazo hacia el ruido. Este continuo, como si la estuviera llamando.

    En la oscuridad, era fácil calcular mal; alcanzo la pared antes de lo esperado. Levantando las manos, comenzó a recorrer el yeso pintado con las palmas. La superficie no era uniformemente fría. Había un lugar —ella calculo que estaba a mitad de camino entre la puerta y la ventana— donde el frió se volvía tan intenso que tuvo que interrumpir el contacto. La cucaracha dejo de escarbar.

    Hubo un momento en el cual, totalmente desorientada, agito los brazos en la oscuridad y el silencio. Y después algo se movió delante de ella. Un espejismo mental, supuso, porque aquí solo podía existir la luz imaginaria.

    Pero el espectáculo que siguió le demostró el error de esa presunción.

    La pared estaba iluminada, o mejor dicho, algo que estaba detrás de la pared brillaba con una fría luminiscencia que hacia que los sólidos ladrillos parecieran materia insustancial. Más todavía, la pared parecía estar partiéndose, sus segmentos se deslizaban y dislocaban como el artefacto de un mago: paneles aceitados que revelaban cajas ocultas, cuyos lados, a su vez, se desplomaban para revelar más escondrijos. Julia observo fijamente, sin atreverse siquiera a pestañear por temor a perderse algún detalle de este extraordinario juego de prestidigitación, mientras el mundo se separaba en pedazos ante de sus ojos.

    Entonces, súbitamente, en algún sitio de este sistema cada vez mas elaborado de fragmentos deslizantes, vio (o, nuevamente, le pareció ver) un movimiento. Recién ahora, se percato de que había estado conteniendo la respiración desde que comenzara el despliegue y que estaba comenzando a marearse. Trato de expulsar el aire viciado de los pulmones y tomar una bocanada de aire limpio, pero su cuerpo se resistía a cumplir esa sencilla orden.

    En algún lugar dentro de ella, comenzó a latir el pánico. El truco de magia ya había terminado, dejando a una parte de Julia admirando con total desapasionamiento el tintineo de la música que salía de la pared, y a la otra parte luchando contra el miedo que ascendía paso a paso por su garganta.

    Otra vez, trato de tomar aire, pero era como si su cuerpo hubiese muerto y ella estuviera mirándolo desde afuera, incapaz ahora de respirar, pestañear o tragar saliva.

    El espectáculo de la pared que se desplegaba ya había cesado por completo; vio que algo fluctuaba por los ladrillos, lo bastante irregular para ser una sombra pero con demasiada sustancia.

    Era humano, según pudo apreciar, o lo había sido. Pero el cuerpo había sido desgarrado y vuelto a coser, y la mayor parte de las piezas faltaban, o bien estaban retorcidas y ennegrecidas, como si lo hubieran metido en un horno. Había un ojo que la miraba, centelleante, y la escalera de una espina dorsal, con las vértebras despojadas de músculo: unos pocos fragmentos reconocibles de anatomía. Nada más. Que semejante cosa pudiera estar viva desafiaba toda razón…la poca carne que poseía estaba irremediablemente podrida. Sin embargo, estaba viva. El ojo, a pesar de la mancha de hongos en que estaba enraizado, la estudio centímetro a centímetro, de arriba abajo.

    Julia no sentía miedo en su presencia. La cosa era, por mucho, más débil que ella. Se revolvió un poco en su prisión, buscando alguna migaja de comodidad. Pero no había ninguna, menos para una criatura que tenia los deshilachados nervios al aire, sobre los brazos sangrantes. Cualquier lugar donde apoyara el cuerpo le provocaba dolor; Julia lo sabía sin lugar a dudas. Le tenia lastima. Y con esa lastima, llego el alivio. Su cuerpo expulso el aire muerto e inhalo aire vivo. Su cerebro, famélico de oxigeno, daba vueltas.

    Mientras eso sucedía, la cosa hablo: un agujero abierto en la desollada esfera que era la cabeza del monstruo emitió una única e ingrávida palabra.

    La palabra fue:

    —Julia.


    2


    Kirsty dejo el vaso y trato de ponerse de pie.

    —¿Dónde vas? — le preguntó Neville.
    —¿Dónde crees? — replico ella, haciendo un esfuerzo conciente para no arrastrar las palabras.
    —¿Necesitas ayuda? — inquirió Rory. Por el alcohol, tenia las pestañas perezosas, la sonrisa más perezosa todavía.
    —Estoy bien entrenada —respondió ella; la respuesta fue festejada con carcajadas a diestra y siniestra. Estaba contenta consigo misma; las respuestas ingeniosas sacadas de la manga no eran su fuerte. Se dirigió a la puerta, tambaleándose.
    —Es la última puerta de la derecha, al final del pasillo —le informo Rory.
    —Ya lo sé —dijo ella, y avanzo hacia el corredor.

    Normalmente no disfrutaba de la sensación de estar ebria, pero esta noche se estaba revelando. Sentía las extremidades flojas, pero mañana seria otro día. Por esta noche, estaba volando.

    Llego trabajosamente hasta el baño y descargo la vejiga dolorida; después se echo un poco de agua a la cara. Terminado esto, comenzó su viaje de regreso.

    Había avanzado tres pasos por el pasillo cuando se dio cuenta de que, mientras ella estaba en el baño, alguien había encendido la luz y de que ese mismo alguien ahora estaba de pie, a unos pocos metros de distancia, frente a ella. Se detuvo.

    —¿Hola? — dijo. ¿El criador de gatos la había seguido arriba, con la esperanza de mostrarle que no estaba castrado?.
    —¿Eres tu? — pregunto ella, borrosamente consciente de que esta era una línea de interrogatorio de singular inutilidad.

    No hubo respuesta y se puso un poco incomoda.

    —Vamos —dijo, intentando un tono jocoso que esperaba lograra enmascarar su ansiedad—, ¿Quién anda ahí?
    —Yo —dijo Julia. Su voz sonaba rara. Muy de garganta; tal vez estaba llorando.
    —¿Estas bien? — le pregunto Kirsty. Deseó poder verle la cara.
    —Si —fue la respuesta—. ¿Por qué no iba a estarlo? — En el lapso de esas seis palabras, la actriz Julia recupero el control. Se le aclaro la voz; el tono se aligero—. Es que estoy cansada…—continuo—. Parece que la están pasando muy bien allá abajo.
    —¿No te dejamos dormir?
    —Oh, Dios, no —salto a borbotones la voz—. Solo iba al baño. — Una pausa; luego—: Vuelve abajo. Diviértete.

    Al oír esta indirecta, Kirsty volvió a avanzar por el pasillo, hacia ella. Julia se aparto a último momento, evitando hasta el más leve contacto físico.

    —Que duermas bien —dijo Kirsty desde la cima de la escalera.

    Pero no hubo respuesta de parte de la sombra que estaba en el pasillo.


    3


    Julia no durmió bien. Ni esa noche, ni ninguna de las noches que siguieron.

    Lo que había visto en el dormitorio húmedo, lo que había oído y, finalmente, sentido era suficiente para apartar los sueños tranquilos para siempre, o eso comenzó a creer.

    Él estaba aquí. El hermano Frank estaba aquí, en la casa…y había estado aquí todo el tiempo. Separado del mundo en que ella vivía y respiraba, pero lo bastante cerca como para establecer el frágil y lastimoso contacto que había establecido. Julia no tenia pista alguna de las causas y motivos de esa situación; el detrito humano de la pared no disponía de la energía ni del tiempo necesarios par explicar su condición.

    Lo único que había dicho, antes de que la pared empezara a cerrarse nuevamente sobre él y que sus despojos fueran, una vez mas, eclipsados por el ladrillo y el yeso, era “Julia”. Después, simplemente, “Soy Frank”…y, sobre el final, la palabra “Sangre”.

    Después había desaparecido por completo y las piernas de Julia habían flaqueado. Había caído a medias, tropezado a medias, hacia atrás, contra la pared opuesta.

    Cuando recupero el discernimiento, no había ninguna luz misteriosa, ninguna figura devastada anidando en los ladrillos. La aprehensión de la realidad era, una vez más absoluta.

    No totalmente absoluta, quizás. Frank seguía allí, en el dormitorio húmedo. De eso no tenía ninguna duda. Podía ser invisible, pero no estaba loco. Estaba atrapado, de algún modo, entre la esfera que ella ocupaba y otro lugar: un lugar de campanas y de atribulada oscuridad.

    ¿Había muerto? ¿Era eso? ¿Perecido en la habitación vacía, el verano anterior, dejando su espíritu allí, a la espera de un exorcismo? Si así era, ¿Qué había ocurrido con sus restos terrenales? Solo un mayor dialogo con el propio Frank, o con sus despojos, le proporcionaría una explicación.

    Tenía muy pocas dudas con respecto a los medios que debía emplear para darle fuerzas al alma en pena. Él le había dado la solución sin rodeos.

    Sangre, había dicho. Había pronunciado esas dos silabas no como una acusación, sino como un imperativo.

    La sangre de Rory había caído en el suelo del dormitorio húmedo; a continuación, las salpicaduras habían desaparecido. De algún modo, el fantasma de Frank —si eso era— se había alimentado de la hemorragia de su hermano y de tal modo se había nutrido que había podido asomarse fuera de la celda y establecer el débil contacto. ¿Cuánto más podría lograr si la porción era más abundante?

    Pensó en los abrazos de Frank, en su rudeza, en la insistencia de él en someterla. ¿Qué no daría por gozar de nuevo de esa insistencia? Tal vez era posible. Y si lo era —si ella podía brindarle el sustento que necesitaba— ¿Frank no estaría agradecido? ¿No se transformaría en una mascota dócil o brutal, según a ella se le antojara? La idea le quito el sueño. Le quito la cordura y también la tristeza. Se dio cuenta de que, en todo este tiempo, había estado enamorada de Frank y de luto por él. Si hacia falta sangre para recuperarlo sangre le daría, y no pensaría dos veces en las consecuencias.


    En los días que siguieron, descubrió que volvía a sonreír. Rory interpreto el cambio de humor como una señal de que ella se sentía feliz en la nueva casa. El buen humor de ella encendió lo mismo en él. Rory se aplico a la decoración con renovados ánimos.

    Muy pronto, dijo, se pondría a trabajar en el segundo piso. Ubicaría el origen de la humedad del dormitorio grande y lo convertiría en un cuarto digno de una princesa.

    Cuando le hablo del tema, ella lo beso en la mejilla y le dijo que no tenia apuro, que el dormitorio que ya tenían era él mas adecuado. Hablar del dormitorio lo impulso a acariciarle el cuello, atraerla hacia sí y susurrarle al oído obscenidades pueriles. Ella no lo rechazo, sino que lo siguió arriba dócilmente y le permitió desvestirla, como a él le gustaba, desabotonando sus ropas con los dedos manchados de pintura. Julia fingió que la ceremonia la excitaba, aunque tal cosa estaba muy lejos de ser cierta.

    Lo único que encendió un leve apetito en ella, mientras yacía en la cama crujiente con el bulto de Rory entre las piernas, fue cerrar los ojos e imaginarse a Frank como había sido antes.

    Mas de una vez, su nombre se le instalo en los labios y, en todos los casos, se los mordió para no pronunciarlo.

    Finalmente, abrió los ojos para recordarse a sí misma la grosera verdad. Rory estaba colmándole la cara de besos. Las mejillas de Julia se sometieron abyectamente al contacto.

    Tomo conciencia de que no podría soportar esto con mucha frecuencia. El papel de esposa condescendiente le exigía un esfuerzo demasiado grande; su corazón iba a explotar.

    Así, acostada debajo de Rory, mientras el aliento de septiembre que entraba por la ventana abierta le acariciaba la cara, comenzó a urdir el plan para conseguir sangre.


    Cinco
    1


    A veces le parecía que, durante su permanencia en la pared, los eones iban y venían, eones que, mas tarde, algún indicio revelaba como horas transcurridas, o incluso minutos.

    Pero ahora las cosas habían cambiado; tenía una oportunidad de escapar. Su espíritu se echaba a volar con la idea. Era una oportunidad frágil; no se engañaba al respecto. Había varias razones que podían hacer fracasar sus más intensos esfuerzos. Julia, para empezar. Él la recordaba como una mujer trivial, vanidosa, cuya crianza había restringido su capacidad de sentir pasión. Él la había llevado por el mal camino, por supuesto; una vez. Recordaba ese día, de entre las miles de veces en que había llevado a cabo el acto sexual, con un poco de satisfacción. Ella se había resistido, no más de lo que le exigía su vanidad, y luego había sucumbido con un fervor tan desnudo que él había estado a punto de perder el control.

    En otras circunstancias, él hubiese sido capaz de arrebatársela al, futuro marido en sus propias narices, pero las costumbres fraternales aconsejaban otra cosa. En una o dos semanas se habría hartado de ella, quedándose no solo con una mujer cuyo cuerpo ya le resultaría ofensivo, sino también con un vengativo hermano pisándole los talones. No valía la pena provocar semejante embrollo.

    Además, había nuevos mundos que conquistar. Al día siguiente, partió para Oriente, a Hong Kong y Sri Lanka, rumbo a la riqueza y la aventura. Había disfrutado de ellas, también. Al menos por un tiempo. Pero, tarde o temprano, todo se le escurría de entre los dedos y, con el tiempo, comenzó a preguntarse si eran las circunstancias las que le negaban un buen control de sus ganancias o si simplemente no se preocupaba lo suficiente para conservar lo que tenía. El tren del pensamiento, una vez que arrancaba, no se detenía. En todas partes, en las ruinas que lo rodeaban, encontraba evidencias que apoyaban la misma tesis amarga: que a lo largo de su vida, no había encontrado nada —ninguna persona, ningún estado mental o corporal— que deseara lo suficiente como para estar dispuesto a sufrir siquiera una incomodidad pasajera con tal de tenerlo.

    Comenzó a caer por una espiral descendiente. Paso tres meses sumergido en un baño de depresión y autocompasión que lo llevo al borde del suicidio. Pero su recién descubierto nihilismo le negó incluso esa solución.

    Si no había nada que valiera la pena vivirse, de eso se deducía que tampoco había nada por lo que valiera la pena morir, ¿verdad? Avanzo a los tumbos de una esterilidad a la siguiente, hasta que todas sus ideas se echaron a perder por obra del narcótico, cualquiera que fuese, que sus inmoralidades le proporcionaban.

    ¿Cómo se había enterado por primera vez de la caja de Lemarchand? No lo recordaba. Tal vez en un bar; en una zanja, de labios de un compañero de desgracias. En ese tiempo era solo un rumor… este sueño de un domo de placer, donde aquellos que habían agotado las delicias triviales de la condición humana podrían descubrir una nueva definición de gozo. ¿Y la ruta para llegar a ese paraíso? Había varias, le dijeron: mapas de la interfaz entre lo real y lo mas real todavía, dibujados por viajeros cuyos huesos se habían convertido en polvo hace mucho tiempo. Uno de esos mapas estaba guardado en las criptas del Vaticano, oculto, en forma de código, en una obra teológica que nadie leía desde la Reforma. Se comentaba que otro —que adoptaba la forma de un ejercicio de origami— había estado en posesión del Marqués de Sade, que lo había utilizado durante su encarcelamiento en la bastilla para hacer un trueque con un guardia, a cambio de las hojas de papel donde luego escribió “Los 120 días de Sodoma”. Otro había sido construido por un artesano —fabricante de pájaros cantores— llamado Lemarchand, con la forma de una cajita de música de diseño tan elaborado que un hombre podía juguetear con ella la mitad de su vida sin lograr abrirla jamás.

    Cuentos. Cuentos. Sin embargo, ya que había llegado al puno de no creer absolutamente en nada, no le resultaba tan difícil dejar de prestar atención a la tiranía de las verdades comprobables. Y embriagarse con tales fantasías ayudaba a pasar el tiempo.

    Fue en Dusseldorf, adonde había ido para contrabandear heroína, cuando se topo nuevamente con la historia de la caja de Lemarchand. Volvió a acicatearlo la curiosidad, pero esta vez siguió el rastro de la historia hasta hallar su origen. El hombre se llamaba Kircher, aunque probablemente se adjudicaba otra media docena de nombres. Si, el alemán podía confirmar la existencia de la caja, y si, podía considerar la posibilidad de que llegara a manos de Frank. ¿El precio? Pequeños favores, aquí y allá. Nada excepcional. Frank le hizo esos favores, se lavo las manos y reclamo la retribución.

    Kircher le dio algunas instrucciones sobre cual era la mejor manera de romper el sello del aparato de Lemarchand, instrucciones que eran en parte pragmáticas y en parte metafísicas. Resolver el acertijo es viajar, le había dicho, o algo así. La caja, según parecía, no era solo un mapa de ruta, sino la ruta misma.

    Esta nueva adicción pronto lo curo de la droga y la bebida. Tal vez había otras maneras de torcer el mundo para que se ajustara a la forma de sus sueños.

    Regreso a la casa de la calle Ludovico, a la casa vacía detrás de cuyas paredes ahora estaba prisionero, y se preparo —como Kircher lo había detallado— para él desafió de resolver la Configuración de Lemarchand. Nunca en su vida había sido tan abstemio, ni había estado tan concentrado en un solo propósito. En, los días anteriores a la arremetida contra la caja había llevado una vida que hubiese abochornado a un santo, enfocando todas sus energías en las ceremonias que se avecinaban.

    Había sido muy arrogante en su trato con la Orden de la Incisión, ahora lo sabía, pero en todas partes —en el mundo y fuera de él— había fuerzas que animaban tales arrogancias, porque sacaban provecho de ellas. Eso solo no lo hubiera llevado a la ruina. No; su autentico error había sido creer, con ingenuidad, que su definición del placer se superponía significativamente con la de los Cenobitas.

    Como había visto, le habían provocado incalculables sufrimientos. Le habían inyectado una sobredosis de sensualidad, empujando a su mente a las orillas de la locura; luego, lo habían iniciado en experiencias que sus nervios aun se convulsionaban al recordar. Ellos lo llamaban placer, y quizás eran sinceros. Quizás no. Era imposible estar seguro, con esas mentes tan irremediablemente ambiguas. Ellos no reconocían el sistema de premios y castigos, gracias al cual él esperaba hacerse acreedor de una prorroga de sus torturas, ni tampoco se conmovían con ninguna exhortación a la piedad.

    Ya lo había intentado, durante las semanas y meses que separaban la resolución de la caja del día de hoy.

    No había compasión de este lado del Cisma; solo había lágrimas y risas. A veces, lagrimas de alegría (por una hora libre de espanto; incluso por una tregua que durara un suspiro); otras veces, risas que estallaban, de un modo igualmente paradójico, ante el panorama de un nuevo horror inventado por el ingeniero para infligir dolor.

    Había muchas formas sofisticadas de tortura; ideadas por una mente que entendía de manera exquisita la naturaleza del sufrimiento.

    A los prisioneros se les permitía espiar el mundo que alguna vez habían ocupado. Sus lugares de descanso —cuando no estaban soportando placeres— se asomaban a los mismos lugares en donde habían resuelto la Configuración que los había traído aquí. En el caso de Frank, era la habitación del primer piso del número cincuenta y cinco de la calle Ludovico.

    Durante la mayor parte de un año, el panorama no había sido nada instructivo: ni siquiera habían pisado la casa. Y entonces vinieron ellos, Rory y la hermosa Julia. Y la esperanza había vuelto a surgir…

    Había formas de escapar, según se murmuraba: hendijas del sistema, que podían permitir que una mente lo bastante flexible o sagaz egresara hacia la habitación de donde había venido. Si un prisionero lograba hacer realidad esa fuga no había manera de que los hierofantes fueran por él. Para poder cruzar el Cisma, debían ser invocados. Sin una invitación así, debían quedarse en el umbral, como perros, rascando y rascando, pero incapaces de entrar.

    La fuga, en consecuencia, si podía lograrse, traía consigo un fallo definitivo: total disolución del matrimonio por error en el que se había embarcado el prisionero. Era un riesgo que valía la pena correr. En realidad, no era para nada un riesgo. ¿Qué castigo podía ser peor que la idea de sufrir dolor sin ninguna esperanza de liberación?.

    Había tenido suerte. Algunos prisioneros habían partido del mundo sin dejar suficientes señales de sí mismos a partir de las cuales, dada la apropiada combinación de circunstancias, poder rehacerse. Él sí. Casi su ultimo acto, aparte de gritar, había sido el de vaciar sus testículos en el suelo. El esperma muerto era una magra prenda de su yo esencial, pero bastaba. Al resbalarse el formón de su querido hermano Rory (el dulce Rory, manos de manteca) una parte de Frank se había beneficiado con ese dolor. Había encontrado un resquicio y un vestigio de energía con la que había logrado arrastrarse hasta un lugar seguro. Ahora dependía de Julia.

    A veces, sufriendo en la pared, pensaba que ella, por miedo, lo dejaría solo. Que haría eso, o que racionalizaría la visión que había tenido y decidiría que había sido un sueño. Si tal cosa ocurría, estaba perdido. Carecía de la energía necesaria para repetir la aparición.

    Pero hubo señales que le dieron motivos para la esperanza. El hecho de que ella regresara a la habitación en dos o tres ocasiones, por ejemplo, y que simplemente se quedara parada en la penumbra, contemplando la pared. En la segunda visita, incluso había llegado a mascullar unas palabras, aunque él había captado solo unos fragmentos. La palabra “aquí” era una de ellas. Y “esperando” y “pronto”. Suficiente para mantenerlo alejado de la desesperanza.

    Había otro estimulo par su optimismo. Ella había extraviado el camino, ¿no? Lo había visto en su cara, cuando —antes del día en que Rory se clavara el formón— ella y su hermano habían estado juntos en el dormitorio. Había percibido las expresiones entre líneas, los momentos en que ella bajaba la guardia y la tristeza y la frustración que sentía eran evidentes.

    Sí, estaba perdida. Casada con un hombre por el que no sentía amor e incapaz de ver la salida.

    Bueno, aquí estaba él. Podían salvarse el uno al otro, como lo poetas aseguraban que debían hacerlo los amantes. Él era un misterio, él era oscuridad, él era todo lo que ella había soñado. Y si ella lo liberaba, él le prestaría sus servicios —oh, si— hasta que su placer alcanzara ese umbral que, como todos los umbrales, era un lugar donde los fuertes se hacían más fuertes y los débiles perecían.

    Allí, el placer era dolor, y viceversa. Y él conocía tan bien ese lugar que allí se sentía como en casa.


    Seis
    1


    En la tercera semana de septiembre, el tiempo se puso frió: una corriente del Ártico trajo consigo un viento rapaz que dejo a los árboles desnudos de hojas en pocos días.

    El frió hizo necesario un cambio de indumentaria y un cambio de planes. En vez de caminar, Julia fue en el auto. Condujo hasta el centro de la ciudad en las primeras horas de la tarde y encontró un bar donde las transacciones de la hora del almuerzo eran animadas pero no estruendosas.

    Los clientes entraban y salían. Había jóvenes turcos, empleados en bufetes de abogados y contadores, debatiendo sobre sus ambiciones; grupos de libadores de vino cuya única declaración de sobriedad eran sus trajes y, más interesante, un puñado de individuos que estaban sentados solos en sus mesas y que se limitaban a beber. Julia cosechaba una buena cantidad de miradas de admiración, pero la mayoría provenía de los jóvenes turcos. Recién después de pasada una hora, cuando los esclavos a sueldo regresaban al trabajo, detecto que un sujeto estaba contemplando su reflejo en el espejo del bar.

    Durante los siguientes diez minutos, mantuvo los ojos fijos en ella. Julia continuo bebiendo, tratando de ocultar todo signo de agitación. Y entonces, sin previo aviso, él se puso de pie y cruzo el local hasta su mesa.

    —¿Bebes sola? — dijo.

    Julia tuvo ganas de salir corriendo. Su corazón latía con tanta furia que él hombre, seguramente, podía oírlo. El sujeto le pregunto si deseaba otro trago; ella dijo que si. Claramente complacido de no haber sido rechazado, se dirigió a la barra, encargo dos dobles y regreso a su lado.

    Era rubicundo y un talle más grande que el traje azul oscuro. Solo sus ojos delataban algún indicio de nerviosismo: se posaban en Julia solo por momentos y luego se apartaban de golpe como peces sobresaltados.

    No existiría ninguna conversación seria; Julia ya lo tenia decidido. No quería saber mucho de él. Su nombre, si era necesario. Su profesión y estado civil, si él insistía. Apartando esas cosas, que solo fuera un cuerpo.

    Según descubrió, no había peligro de confesiones. Julia había conocido adoquines más charlatanes que él.

    Sonreía ocasionalmente, con una sonrisa breve, nerviosa, que mostraba unos dientes demasiado parejos para ser auténticos…y le ofreció beber otra copa. Ella se negó, deseando que la cacería llegue a su fin lo antes posible, y le pregunto si tenia tiempo para tomar un café. Él le contesto que sí.

    —Mi casa esta solo a unos minutos de aquí —respondió ella, y se fueron al auto. Julia no dejaba de preguntarse, mientras conducía el auto —con el pedazo de carne en el asiento del acompañante— porque todo esto estaba resultando tan fácil. ¿Ese hombre —con su mirada intelectual y su dentadura postiza— había nacido, lisa y llanamente, para ser una victima y, sabiéndolo, había aceptado el viaje? Sí; tal vez era así. Julia no tenía miedo, porque todo era tan perfectamente previsible…

    Mientras hacia girar la llave en la puerta principal y entraba en la casa, pensó que había oído un ruido en la cocina. ¿Rory había regresado temprano, tal vez enfermo? Lo llamo. No hubo respuesta; la casa estaba vacía. Casi.

    Del umbral en adelante, tenia todo planeado meticulosamente. Cerro la puerta. El hombre de traje azul se quedo contemplándose las manos arregladas por la manicura y espero la señal.

    —A veces me siento sola —le dijo ella, mientras pasaba a su lado. Era una frase que se le había ocurrido en la cama, la noche anterior.

    A modo de respuesta, él se limito a asentir, con una expresión que mezclaba miedo e incredulidad; estaba claro que no podía creer en su buena suerte.

    —¿Quieres otro trago? — le pregunto ella—. ¿O vamos directamente arriba?

    Él volvió a asentir.

    —Creo que ya he bebido suficiente.
    —Arriba, entonces.

    Él efectuó un movimiento indeciso en dirección a ella, como si hubiese tenido intenciones de besarla. Sin embargo, Julia no quería galanterías. Esquivando el contacto, se dirigió al pie de la escalera.

    —Yo voy delante —dijo ella. Él la siguió dócilmente.

    En la cima de la escalera, Julia miro hacia atrás para echarle un vistazo y lo sorprendió enjugándose el sudor de la barbilla con un pañuelo. Espero a que la alcanzara y luego lo condujo por el pasillo hasta el dormitorio húmedo.

    Había dejado la puerta entreabierta.

    —Pasa —dijo ella.

    Él obedeció. Una vez adentro, le tomo unos momentos acostumbrarse a la penumbra y un poco mas de tiempo vocalizar una observación:

    —No hay cama.

    Ella cerró la puerta y encendió la luz. Había colgado una chaqueta vieja de Rory en la puerta, del lado de adentro. En el bolsillo había dejado el cuchillo.

    Él volvió a decir:

    —No hay cama…
    —¿Qué tiene de malo el piso? — respondió ella.
    —¿El piso?
    —Quítate la chaqueta. Tienes calor.
    —Si —coincidió él, pero no hizo nada, así que Julia se le acerco y comenzó a deslizar el nudo de su corbata. El tipo estaba temblando, pobre corderito. Pobre corderito sin balidos. Mientras ella le quitaba la corbata, él comenzó a sacarse la chaqueta.

    ¿Frank estará mirando todo esto?, Se pregunto Julia. Sus ojos deambularon momentáneamente hacia la pared.

    Sí, pensó; esta ahí. Él ve. Él sabe. Se relame y se impacienta.

    El corderito habló.

    —¿Por qué no… —comenzó—… por que no…haces lo mismo?
    —¿Te gustaría verme desnuda? — lo provoco ella. Esas palabras hicieron centellear los ojos del hombre.
    —Sí —contesto él rápidamente—. Sí, me gustaría.
    —¿Mucho?
    —Mucho. — Se estaba desabotonando la camisa.
    —Me verás, tal vez.

    El hombre le volvió a dedicar una sonrisa enana.

    —¿Es un juego? — aventuró.
    —Si quieres que lo sea —dijo ella, y lo ayudo a quitarse la camisa. Su cuerpo era pálido y cerúleo, como el de un hongo. Su pecho era ancho; su vientre, también. Ella tomó su rostro entre sus manos. Él le beso las puntas de los dedos.
    —Eres hermosa —dijo él, escupiendo las palabras, como si lo hubieran estado incomodando durante horas.
    —¿En serio?
    —Sabes que es cierto. Bella. La mujer más bella que han visto mis ojos.
    —Que galante de tu parte —dijo Julia, y regreso a la puerta. A sus espaldas, oyó que la hebilla del cinturón se abría y, cuando el dejo caer los pantalones, el sonido de la tela resbalando sobre la piel.

    Hasta aquí y basta, pensó Julia. No tenia ningún deseo de verlo desnudo como un bebe. Ya era suficiente con tenerlo así…

    Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

    —Ay, caramba —dijo de pronto el corderito.

    Ella soltó el cuchillo.

    —¿Qué pasa? — pregunto, volviéndose para mirarlo. Si el anillo que tenia en el dedo no hubiese delatado su estado civil, igual se hubiera dado cuenta de que era casado por los calzoncillos que usaba: embolsados y excesivamente lavados, una prenda nada provocativa, comprada por una esposa que hacia mucho tiempo había dejado de pensar en su marido en términos sexuales.
    —Creo que necesito desagitar la vejiga —dijo él—. Demasiado whisky.

    Ella se encogió levemente de hombros y volvió a mirar la puerta.

    —No tardaré nada —dijo él a sus espaldas. Pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella ya había introducido la mano en el bolsillo; cuando él caminaba hacia la puerta, ella lo enfrentó, blandiendo el cuchillo asesino.

    El ritmo de marcha del hombre era muy rápido y recién logro ver el cuchillo a ultimo momento; incluso entonces, lo que cruzo su rostro fue la confusión, no el miedo. La expresión tuvo poca vida. Un momento después, el cuchillo estaba dentro suyo, cortándole el vientre con la misma facilidad con que una espada parte un queso demasiado maduro. Julia hizo una incisión y luego otra.

    Al comenzar a salir la sangre, estuvo segura de que el dormitorio parpadeaba, que los ladrillos y la argamasa se estremecían al ver los chorros que brotaban de él.

    Tuvo un instante para admirar el fenómeno, no más, antes de que el corderito exhalara una maldición remanida y —en vez de alejarse del alcance del cuchillo, como Julia lo había anticipado— avanzara un paso hacia ella y, de un golpe, le arrancara el arma de la mano. El cuchillo se deslizo por el piso de madera y choco contra el zócalo.

    Entonces, el hombre se le vino encima.

    Le introdujo la mano entre el pelo y aferró un puñado. Aparentemente, no tenia intención de usar la violencia sino de escapar, puesto que soltó a Julia apenas logro apartarla de la puerta. Ella cayó contra la pared; mirando hacia arriba, lo vio luchar con el picaporte, apretándose las heridas con la mano libre.

    Ahora Julia actuó a toda prisa. En un solo movimiento fluido, fue hasta donde estaba tirado el cuchillo, se levanto y volvió al sitio donde estaba él. El sujeto había logrado abrir la puerta solo unos centímetros, pero no lo suficiente. Julia descargo el cuchillo en el medio de la espalda marcada de viruela. Él grito y soltó el picaporte. Ella ya estaba retirando el cuchillo y clavándoselo por segunda vez, y por tercera, y por cuarta. En realidad, perdió la cuenta de las heridas que le infligía; la persistencia con que él se negaba a echarse al suelo y morir la obligaba a atacarlo con más ensañamiento. El hombre camino a los tumbos por el cuarto, lamentándose y quejándose, mientras la sangre le chorreaba por las nalgas y las piernas. Finalmente, después de un siglo de estar haciendo el ridículo, se inclino a un costado y se desplomó en el piso.

    Esta vez, Julia estuvo segura de que sus sentidos no la engañaban. La habitación, o el espíritu que se encontraba en ella, respondió con suaves suspiros expectantes.

    En algún sitio, sonaba una campana…

    Casi como en un segundo plano, Julia registro que el corderito había dejado de respirar. Cruzo el suelo salpicado de sangre hasta donde él se encontraba y dijo:

    —¿Suficiente?

    Después fue a lavarse la cara.

    Mientras caminaba por el pasillo, oyó que la habitación gruñía…no había otra palabra para describirlo. Detuvo su avance, casi tentada a regresar. Pero la sangre se le estaba secando en las manos y su viscosidad le repugnaba.

    Ya en el baño, se quito la blusa floreada y se lavo, primero la manos, después los brazos salpicados y finalmente el cuello. El agua la congelaba al tiempo que la vigorizaba. Era agradable. Cuando terminó, lavó el cuchillo, enjuagó el lavabo y volvió a cruzar el pasillo, sin molestarse en secarse ni en vestirse.

    No hacia falta ninguna de las dos cosas. El dormitorio era un horno. Las energías del hombre muerto salían de su cuerpo en pulsaciones. No llegaban muy lejos. La sangre del suelo ya estaba arrastrándose hacia la pared donde estaba Frank; al acercarse al zócalo, las gotas parecían hervir y evaporarse. Julia observaba todo, en trance. Pero había más. Le estaba ocurriendo algo al cadáver. Lo estaban drenando de todo elemento nutritivo; mientras las entrañas eran succionadas, ante los ojos estupefactos de Julia, el cuerpo se convulsionaba, los gases gemían en sus intestinos y garganta, la piel se disecaba. En un momento, los dientes de plástico cayeron hacia atrás, en el gaznate; sin ellos, las encías quedaron mustias.

    Y en cosa de breves momentos, todo terminó.

    Cualquier elemento que ese cuerpo podía ofrecer como provechoso alimento le había sido arrebatado: el hollejo que quedaba no hubiera servido de sustento ni a una familia de pulgas. Julia estaba muy impresionada.

    Repentinamente, la lámpara comenzó a vacilar. Julia miro la pared, esperando que esta se estremeciera y expulsara del escondite a su amado. Pero no. La lámpara se apago. Solo quedó la luz mortecina que atravesaba la persiana desgastada por los años.

    —¿Dónde estás? — dijo ella.

    Las paredes permanecieron mudas.

    —¿Dónde estás?

    Nada todavía. El dormitorio se estaba enfriando. Se le erizo la piel de los senos. Escudriño el reloj luminoso que estaba en el brazo marchito del cordero. Seguía haciendo tic—tac, indiferente al Apocalipsis que había acabado con su dueño. Marcaba las cuatro cuarenta y uno. Rory estaría de regreso en cualquier momento después de las cinco y cuarto, dependiendo de cuán pesado estuviera el tránsito. Julia tenía trabajo que hacer antes de que eso ocurriera.

    Hizo atados con el traje azul y el resto de las ropas del hombre, los puso en varias bolsas de plástico y luego fue en busca de una bolsa más grande para los restos. Había esperado que Frank estuviera allí para ayudarla en la tarea, pero como no había aparecido no tenia otra opción que hacerlo sola. Cuando regreso al dormitorio, el deterioro del cordero continuaba todavía, aunque ahora con mucha mayor lentitud. Quizás Frank seguía encontrando nutrientes para exprimirle al cadáver, pero ella, lo dudaba. Más probablemente, el cuerpo pauperizado, despojado totalmente de tuétano y de todo fluido vital, ya no era lo bastante fuerte para sostenerse. Cuando ya lo tenia empaquetado en la bolsa, tenia un peso no mayor al de un niño pequeño. Selló la bolsa; estaba a punto de bajarla al auto cuando oyó que la puerta principal se abría.

    El sonido desató todo el pánico que había apartado de sí con tanta asiduidad. Comenzó a temblar con violencia. Las lágrimas le aguijoneaban las cavidades craneales.

    Ahora no…, se dijo, pero no podía suprimir sus sentimientos mucho más tiempo.

    En le vestíbulo, abajo, Rory dijo:

    —¿Mi amor?

    ¡Mi amor! Habría podido reírse, de no ser por el terror.

    Aquí estaba ella si él quería encontrarla… su amor, su queridita, con los senos recién lavados y con un muerto en los brazos.

    —¿Dónde estás?

    Vacilo antes de responder, sin estar segura de que su laringe estuviera a la altura de la impostura.

    Rory la llamo una tercera vez; la voz le iba cambiando de timbre a medida que caminaba hacia la cocina.

    Demoraría un momento en descubrir que ella no estaba frente a las hornallas, revolviendo salsa; después regresaría y se encaminaría al piso de arriba. Disponía de diez segundos, quince como mucho.

    Intentando que andar fuese lo mas liviano posible, por miedo a que él oyera sus movimientos arriba, transportó el bulto hasta la otra habitación, la que estaba al final del pasillo. Como era demasiado pequeña para usarla de dormitorio (excepto quizás para un niño), la usaban de depósito. Cajones de mudanza a medio vaciar, muebles para los que no habían encontrado un sitio, toda clase de basura. Allí puso al cadáver a descansar, detrás de un sillón que estaba tumbado de costado. Después cerró con llave, justo cuando Rory, al pie de la escalera, la llamaba. Estaba subiendo.

    —¿Julia? Julia, mi amor, ¿estás ahí?

    Ella se introdujo subrepticiamente en el baño y consultó con el espejo. Éste le mostró un rostro agitado. Levanto la blusa que había dejado colgada del borde de la bañera y se la puso. Olía a rancio e indudablemente había salpicaduras de sangre entre las flores, pero no tenia otra cosa para ponerse.

    Rory estaba avanzando por el pasillo; Julia oía sus pisadas de elefante.

    —¿Julia?

    Esta vez, ella le respondió, sin hacer ningún intento por disfrazar el temblor de su voz. El espejo le había confirmado lo que temía: no había modo de fingir que no estaba alterada. Se vio obligada a hacer uso de los beneficios de estar en desventaja.

    —¿Estás bien? — le pregunto Rory. Estaba del otro lado de la puerta.
    —No —dijo ella—. Estoy descompuesta.
    —Oh, querida…
    —Estaré bien en un minuto.

    Rory tanteó el picaporte, pero ella le había puesto traba a la puerta.

    —¿Puedes dejarme sola un momentito?
    —¿Quieres un médico?
    —No —le dijo ella—. No. En serio. Pero me gustaría un coñac.
    —Coñac.
    —Bajare en dos segundos.
    —Como desee la señora —bromeo él. Julia contó los pasos de él mientras avanzaba trabajosamente hacia la escalera, mientras bajaba. Cuando calculó que estaba fuera del alcance auditivo, corrió suavemente el pestillo y puso un pie afuera del baño.

    La luz de las últimas horas de la tarde estaba apagándose rápidamente; el pasillo era un túnel sombrío.

    Oyó el tintineo del vidrio contra el vidrio en la planta baja. Caminó tan rápidamente como se atrevió hasta el cuarto de Frank.

    No se oía sonido alguno en el tenebroso interior. Las paredes ya no temblaban; tampoco tañían las distantes campanas. Abrió la puerta de un empujón y esta crujió ligeramente.

    No había terminado de ordenar todo después de la faena. Había polvo en el suelo, polvo humano, y fragmentos de carne seca. Se puso en cuclillas y los juntó diligentemente. Rory tenía razón. Qué perfecta ama de casa era.

    Al volver a levantarse, algo se revolvió en las sombras cada vez más densas del dormitorio. Miró en dirección al movimiento pero antes de que sus ojos pudieran discernir que era la figura que estaba en un rincón, una voz dijo:

    —No me mires.

    Era una voz cansada… la voz de alguien desgastado por los acontecimientos, pero era una voz concreta. Las sílabas flotaban en el mismo aire que Julia respiraba.

    —Frank —dijo.
    —Sí… —dijo la voz quebrada—…soy yo.

    Desde abajo, Rory la llamó.

    —¿Te sientes mejor?

    Ella fue hasta la puerta.

    —Mucho mejor…—respondió. A sus espaldas, la cosa escondida dijo:
    —No permitas que él se me acerque. —Las palabras brotaron con rapidez y ferocidad.
    —Está bien —le susurro ella. Y luego, dirigiéndose a Rory—: Estaré contigo en un minuto. Pon algo de música. Algo tranquilo.

    Rory respondió que sí y se fue a la sala.

    —Estoy a medio hacer —dijo la voz de Frank—. No quiero que me veas… no quiero que nadie me vea…así no… —Las palabras, otra vez, sonaban entrecortadas y lastimeras—. Tengo que tener mas sangre, Julia.
    —¿Más?
    —Y pronto.
    —¿Cuánta más? — le preguntó a las sombras. Esta vez, pudo distinguir mejor lo que allí había. Con razón no quería que nadie lo viera.
    —Más —dijo él. Aunque su volumen apenas superaba el de un susurro, en la voz había una urgencia que a Julia le dio miedo.
    —Tengo que irme… —dijo ella, oyendo la música en el piso de abajo.

    Esta vez, la oscuridad no respondió. Cuando llego a la salida, Julia se volvió.

    —Me alegro de que vinieras —dijo.

    Al cerrar la puerta, oyó un sonido no muy diferente al de la risa, no muy diferente al de un sollozo.


    Siete
    1


    —¿Kirsty? ¿Eres tú?

    —Sí, ¿Quién habla?
    —Rory…

    La comunicación se oía acuosa, como si el diluvio de afuera se estuviera colando por el teléfono. Sin embargo, estaba feliz de tener noticias de él. La llamaba muy pocas veces y cuando lo hacía, generalmente, no era sólo en representación suya sino también de Julia. Pero está vez no. Está vez, Julia era el objeto de discusión.

    —Le pasa algo, Kirsty —dijo él—. No sé qué.
    —¿Quieres decir que está enferma?
    —Tal vez. Es que está muy extraña conmigo. Y tiene un aspecto terrible.
    —¿Hablaste con ella?
    —Dice que está bien. Pero no es cierto. Quería preguntarte si te comentó algo.
    —No la veo desde la fiesta de inauguración de tu casa.
    —Eso es lo otro. No quiere ni salir de casa. No es normal en ella.
    —¿Quieres que… charle con ella?
    —¿Podrías?
    —No sé si servirá de algo, pero lo intentaré.
    —No le digas que hablé contigo.
    —Claro que no. Iré para allá mañana.
    —Mañana. Tiene que ser mañana.
    —Sí…Lo sé.
    —Tengo miedo de perder el control, Julia. Poco a poco, comenzaré a volver.
    —Te llamaré el jueves, desde la oficina. Y podrás decirme qué impresión te dio.
    —¿Volver?
    —A estas alturas, ya deben saber que me fui.
    —¿Quiénes?
    —Los de la Incisión. Los bastardos que me llevaron…
    —¿Te están esperando?
    —Del otro lado de la pared.

    Rory le manifestó lo agradecido que estaba y ella, a su vez, le dijo que era lo menos que podía hacer por un amigo. Después, Rory colgó y ella se quedó escuchando la lluvia en la línea vacía.

    Ahora, los dos eran criaturas de Julia, cuidando de su bienestar, inquietándose por ella si tenía pesadillas.

    No importaba: era una forma de estar juntos.


    2


    El hombre de corbata blanca no perdió el tiempo. Casi tan pronto como puso sus ojos en Julia, se le acercó. Mientras se aproximaba, ella decidió que no era el apropiado. Demasiado corpulento, demasiado seguro de si mismo. Después del modo en que había luchado el primero, estaba convencida de que debía elegirlos con cuidado. Por eso, cuando corbata blanca le pregunto que estaba bebiendo, le dijo que la dejara en paz.

    Aparentemente, estaba acostumbrado al rechazo; se lo tomó con toda calma, replegándose a la barra. Ella continuó bebiendo.

    Hoy estaba lloviendo con fuerza —hacia setenta y dos horas que llovía en forma intermitente— y había menos clientes que la semana anterior.

    Entraron una o dos ratas empapadas, pero ninguno la miro por más de unos instantes. Y el tiempo seguía corriendo. Ya eran más de las dos. No iba a arriesgarse a que la llegada de Rory volviera a sorprenderla. Apuro el vaso y decidió que hoy no era el día de suerte de Frank. Después abandonó el bar, salió al diluvio, abrió el paraguas y se dirigió al auto. Mientras caminaba, oyó pasos detrás, y entonces corbata blanca apareció a su lado y le dijo:

    —Mi hotel está cerca.
    —Ah… —dijo ella, y siguió caminando. Pero no iba a ser tan fácil quitárselo de encima.
    —Me quedare aquí solo dos días —dijo él.

    No me tientes, pensó ella.

    —Lo único que busco es un poco de compañía…—continuo él—. No he hablado con nadie, ni una sola persona.
    —¿De veras?

    La tomo de la muñeca. Se la apretó tan fuerte que Julia estuvo a punto de lanzar un grito. Fue entonces cuando supo que iba a tener que matarlo. Le dio la impresión de que el hombre veía ese deseo en sus ojos.

    —¿Mi hotel? — dijo él.
    —No me gustan mucho los hoteles. Son muy impersonales.
    —¿Tienes una idea mejor? — le dijo él.

    La tenia, por supuesto.

    El hombre colgó el impermeable, chorreando agua, en el perchero del vestíbulo y ella le ofreció un trago, que él acepto de buena gana. Se llamaba Patrick y era de Newcastle.

    —Vine por negocios. Parece que no puedo lograr gran cosa.
    —¿Por qué?

    Se encogió de hombros.

    —Soy mal vendedor, probablemente. Así de sencillo.
    —¿Qué vendes? — le preguntó ella.
    —¿Qué te importa? — replico él, cortante.

    Julia sonrió. Tendría que llevarlo arriba rápidamente, antes de que empezara a gustarle su compañía.

    —¿Qué tal si vamos a lo nuestro? — dijo ella. Era una frase trillada, pero fue lo primero que le vino a la boca. Él apuro el resto de la bebida de un sorbo y fue adonde ella lo llevaba.

    Esta vez, Julia no había dejado la puerta entreabierta. Estaba con llave, cosa que a él lo intrigó francamente.

    —Después de ti —dijo el hombre cuando se abrió la puerta.

    Ella entró primero. Él la siguió. Julia había decidido que esta vez nadie se quitaría la ropa. Si se podían extraer nutrientes de las ropas, que así fuera, no se iba a arriesgar a que el hombre advirtiera que no estaban solos en el dormitorio.

    —¿Vamos a coger en el suelo? — preguntó él en tono despreocupado.
    —¿Alguna objeción?
    —Si a ti te gusta, no —dijo, y le tapó la boca con la suya, Recorriéndole los dientes con la lengua en busca de caries. Había algo de pasión en él, pensó Julia; ya podía sentir que la erección se apretaba contra su cuerpo. Pero tenía trabajo que hacer: sangre que derramar y una boca que alimentar.

    Se separo del beso y trato de zafarse de sus brazos. El cuchillo estaba de nuevo en la chaqueta colgada de la puerta. Mientras no pudiera alcanzarlo tenía poca capacidad de resistencia.

    —¿Qué problema hay? — dijo él.
    —Ningún problema —murmuro ella—. Tampoco hay ningún apuro. Tenemos todo el tiempo del mundo. — Lo toco en la parte delantera de los pantalones para tranquilizarlo. Como un perro cuando lo acarician, él cerró los ojos.
    —Eres extraña… —dijo él.
    —No mires —le dijo ella.
    —¿Eh?
    —Deja los ojos cerrados.

    El hombre frunció el entrecejo, pero obedeció. Ella retrocedió un paso hacia la puerta y dio media vuelta para rebuscar en las profundidades del bolsillo, echando algunas miradas hacia atrás para comprobar que él seguía sin verla.

    Así era, y se estaba bajando el cierre del pantalón. Cuando la mano de Julia se apodero del cuchillo, las sombras gruñeron.

    El hombre oyó el ruido. Abrió los ojos de golpe.

    —¿Qué fue eso? — dijo, dándose vuelta y escudriñando la oscuridad.
    —No fue nada —insistió ella, al tiempo que sacaba el cuchillo de su escondite. Él se estaba alejando, cruzando la habitación.
    —Aquí hay…
    —No lo hagas.
    —…alguien.

    Las últimas silabas vacilaron en sus labios al vislumbrar un movimiento agitado en el rincón, junto a la ventana.

    —¿Qué…diabl…? — comenzó.

    Mientras el hombre señalaba la oscuridad, ella lo atacó, abriéndole el cuello con la eficiencia de un carnicero. La sangre salto de inmediato. Un chorro grueso que golpeó la pared con un sonido sordo y acuoso. Oyó el placer de Frank y luego los quejidos del hombre moribundo, prolongados y graves. El hombre se llevo la mano al cuello para tratar de contener el torrente, pero ella lo ataco de nuevo, abriéndole un tajo en la mano implorante, en la cara. El hombre se tambaleó, sollozó. Finalmente, cayó al suelo y comenzó a sufrir espasmos.

    Julia se alejó para esquivar los puntapiés. En el rincón, vio que Frank se mecía de un lado a otro.

    —Buena mujer… —dijo.

    ¿Era su imaginación, o la voz de Frank ya se oía más vigorosa que antes, más parecida a la voz que ella, en el transcurso de tantos años vacíos, había oído mil veces en su propia cabeza?

    Sonó el timbre. Julia quedó paralizada.

    —Oh, Dios —dijo su boca.
    —No hay problema…—respondió la sombra—. Está bien muerto.

    Julia miró al hombre de corbata blanca y vio que Frank tenía razón. Los espasmos habían cesado completamente.

    —Es corpulento —dijo Frank—. Y sano.

    Se estaba acercando su campo visual, demasiado ávido de alimento para prohibirle que lo mirara. Por primera vez, Julia lo vio claramente. Era una parodia. No sólo de lo humano, sino de la vida. Julia apartó la vista.

    El timbre sonó de nuevo y por más tiempo.

    —Ve a atender —le pidió Frank.

    Ella no contestó.

    —Ve —le dijo él, girando la inmunda cabeza hacia ella; sus ojos ladinos y brillantes se destacaban entre la podredumbre que los rodeaba.

    El timbre sonó por tercera vez.

    —Tu visitante es muy insistente —dijo él, intentando usar la persuasión donde las órdenes habían fracasado—. Pienso que tendrías que ir a abrir la puerta, de verdad.

    Ella retrocedió y dirigió su atención al cuerpo que estaba en el suelo.

    Otra vez, el timbre.

    Tal vez era mejor atender (ya estaba fuera del cuarto, tratando de no oír los sonidos que Frank producía). Mejor abrir la puerta y dejar que entrara la luz. Debía ser algún vendedor de seguros, muy probablemente, o un Testigo de Jehová, trayendo la buena nueva de la salvación. Sí, no le vendría mal escucharlo. El timbre sonó otra vez.

    —Ya voy —dijo, ahora apresurándose, por miedo a que el sujeto se fuera. Antes de abrir, Julia tenía la bienvenida dibujada en el rostro. Pero el gesto murió de inmediato.
    —Kirsty.

    Ya iba a darme por vencida.

    —Estaba… estaba durmiendo.
    —Ah.

    Kirsty miró al espectro que le había abierto la puerta. Por la descripción de Rory, había esperado encontrarse con una criatura de aspecto desmejorado. Lo que veía era exactamente lo contrario. Julia tenía la cara roja y mechones de pelo oscurecido por el sudor y adheridos a la frente. No parecía una mujer que acababa de levantarse de dormir. De la cama, podía ser; pero no de dormir.

    —Vine a visitarte —dijo Kirsty— para charlar un poco.

    Julia se encogió levemente de hombros.

    —Bueno, en este momento no es conveniente —dijo.
    —Ya veo.
    —¿Podríamos charlar otro día, esta semana?

    La mirada de Kirsty fue de Julia al perchero del vestíbulo. De una de las perchas colgaba un impermeable de hombre, todavía goteando.

    —¿Esta Rory? — aventuró.
    —No —dijo Julia—. Claro que no. Está trabajando. — Su expresión se endureció—. ¿Para eso viniste? — dijo— ¿Para ver a Rory?
    —No, yo…
    —No tienes que pedirme permiso, ¿sabes? Él ya es grandecito. Pueden hacer lo que mierda quieran, ustedes dos.

    Kirsty no trató de debatir el tema. El cambio de actitud la desorientó.

    —Vete a tu casa —le dijo Julia—. No quiero hablar contigo.

    Cerró de un portazo.

    Kirsty se quedo medio minuto parada en el escalón, temblando.

    Tenía muy pocas dudas en cuanto a lo que estaba sucediendo. El impermeable goteando agua, la agitación de Julia, su rostro sonrojado, su enojo repentino. Estaba con su amante, en la casa.

    El pobre Rory había interpretado mal las señales.

    Abandono el escalón y comenzó a desandar el sendero, rumbo a la calle. Una multitud de pensamientos se agolpaba para lograr su atención. Por fin, uno de ellos se diferencio del paquete: ¿Cómo iba a decírselo a Rory? Moriría de dolor, sin duda. Y la noticia también la salpicaría a ella, la infortunada delatora, ¿verdad? Sintió que se le amontonaban las lágrimas.

    Sin embargo, las lagrimas no llegaron; otra sensación, más insistente, las mantuvo a raya, al tiempo que Kirsty abandonaba el sendero y ponía un pie en la vereda.

    La estaban observando. Sentía la mirada en la nuca. ¿Era Julia? De algún modo, se le ocurrió que no. El amante, entonces. ¡Sí, el amante!

    A salvo de la sombra de la casa, sucumbió al impulso de darse vuelta y mirar.

    En el dormitorio húmedo, Frank observaba a través del agujero que había hecho en la persiana. La visitante —cuyo rostro reconocía vagamente— estaba contemplando la casa; más exactamente, la misma ventana donde él se encontraba. Confiado en que ella no lo veía, le devolvió la mirada. Había posado sus ojos en criaturas más voluptuosas que esta, claro, pero había algo en su falta de encanto que lo seducía. Según su experiencia, las mujeres así casi siempre eran compañeras mas entretenidas que las bellezas como Julia. A fuerza de halagos o de intimidaciones, podía obligárselas a realizar actos que las bellas nunca se avenían a realizar y siempre se sentían agradecidas por la atención. Tal vez regresaría, esa mujer. Deseaba que lo hiciera.

    Kirsty estudio la fachada de la casa, pero estaba en blanco; las ventanas estaban, o bien vacías, o bien con las cortinas cerradas. Sin embargo, la sensación de que la estaban vigilando persistió; en realidad, era tan fuerte que se dio media vuelta, abochornada.

    Mientras caminaba por la calle Ludovico, la lluvia comenzó a caer otra vez y Kirsty le dio la bienvenida. La refrescó de sus calores y le sirvió de pantalla para las lágrimas que ya no podía postergar más.


    3


    Julia volvió al piso de arriba, temblando, y encontró a corbata blanca en la puerta. O, mejor dicho, a su cabeza. Esta vez, ya fuese por un exceso de voracidad o malicia, Frank había desmembrado el cadáver. Había pedazos de hueso y carne seca diseminados por toda la habitación.

    No había señales del comensal.

    Se volvió hacia la puerta y de pronto vio a Frank, impidiéndole el paso. Habían pasado pocos minutos desde que lo viera inclinar la cabeza sobre el hombre muerto para drenarle la energía. En ese breve lapso, había cambiado tanto que era imposible reconocerlo. Donde antes había cartílago marchito, ahora había músculos en maduración; el mapa de sus arterias y venas se había dibujado de nuevo y latía de vida robada. Incluso había un brote de cabello en la esfera en carne viva que era su cabeza.

    Nada de esto endulzaba un ápice su apariencia. En realidad, la empeoraba de muchas maneras. Antes no había en él casi nada reconocible, pero ahora, en todas partes, había retazos de humanidad que hacían resaltar aun más la catastrófica naturaleza de sus heridas.

    Vendrían cosas peores. Frank habló, y cuando habló lo hizo con una voz que era indiscutiblemente la de Frank. Las silabas entrecortadas habían desaparecido.

    —Siento dolor —dijo.

    Sus ojos sin cejas, con pestañas incompletas, estaban observando todas las reacciones de ella. Julia trató de ocultar la náusea que sentía, pero sabía que la máscara era inadecuada.

    —Mis nervios están volviendo a funcionar —le estaba diciendo él— y me duele.
    —¿Qué puedo hacer? — le preguntó ella.
    —Tal vez…tal vez unas vendas.
    —¿Vendas?
    —Que ayuden a que se unan las partes.
    —Si eso es lo que quieres.
    —Pero necesito más que eso, Julia. Necesito otro cuerpo.
    —¿Otro? — dijo ella. ¿Esto no terminaría nunca, acaso?
    —¿Qué tienes que perder? — respondió él, acercándose a ella. Julia se angustio mucho con esa súbita proximidad. Leyendo el miedo dibujado en su rostro, él detuvo su avance.
    —Pronto estaré completo… —le prometió— y cuando así sea…
    —Será mejor que limpie un poco —dijo ella, apartando los ojos de él.
    —Cuando así sea, dulce Julia…
    —Rory volverá pronto.
    —¡Rory! —escupió él—. ¡Mi querido hermano! Por todos los cielos, ¿Cómo pudiste casarte con semejante estupido?

    Julia sintió un espasmo de furia contra Frank.

    —Lo amo —dijo. Y luego, después de reflexionar un momento, se corrigió—. Pensé que lo amaba.

    Lo único que logro la carcajada de Frank fue que su espantosa desnudez se hiciera más evidente.

    —¿Cómo puedes creer semejante cosa? — dijo Frank—. Es un pesado. Siempre lo fue. Siempre lo será. Nunca tuvo el más mínimo sentido de la aventura.
    —A diferencia de ti.
    —A diferencia de mí.

    Julia miró al suelo. Allí, entre ella y Frank, estaba tirada una mano del muerto. Por un instante, casi se dejo dominar por la repugnancia. Todo lo que había hecho y soñado con hacer en los últimos días se le apareció ante los ojos: una sucesión de seducciones que habían terminado en muertes… y todo por esta muerte, que ella esperaba fervorosamente que terminara en seducción. Ella misma era tan vil como él, pensó; las ambiciones que revoloteaban y susurraban en su cabeza no eran menos inmundas que las que anidaban en la cabeza de Frank.

    Bueno… lo hecho, hecho estaba.

    —Sáname —le susurro él. De su voz había desaparecido toda aspereza. Hablaba como un amante—. Sáname… por favor.
    —Lo haré —dijo ella—. Te prometo que lo haré.
    —Y entonces estaremos juntos.

    Ella arrugo el entrecejo.

    —¿Y Rory?
    —A fin de cuentas, somos hermanos —dijo Frank—. Lo convenceré de la prudencia de todo esto, del milagro que significa. No le perteneces, Julia. Ya no.
    —No —dijo ella. Era verdad.
    —Nosotros si nos pertenecemos el uno al otro. Eso es lo que quieres, ¿verdad?
    —Es lo que quiero.
    —¿Sabes? Creo que si te hubiese tenido a ti no me habría hundido en la desesperación —le dijo él—. No habría vendido mi cuerpo y mi alma por tan poco.
    —¿Tan poco?
    —Por placer. Por mera sensualidad. En ti…—comenzó a acercársele de nuevo. Esta vez, sus palabras mantuvieron a Julia en su lugar: no retrocedió—. En ti pude haber descubierto alguna razón para vivir.
    —Estoy aquí —dijo ella. Sin pensarlo, estiro la mano y lo toco. El cuerpo estaba caliente y húmedo. El pulso parecía existir en todas partes: en cada tierno pimpollo de nervios, en cada retoño de tendón. El contacto la excitó. Era como si, hasta ese momento, nunca hubiese creído del todo que Frank era real. Ahora era indiscutible. Ella había construido —o reconstruido— a este hombre, había usado el ingenio y la astucia para darle sustancia.

    La intensa emoción que sentía al tocar ese cuerpo excesivamente vulnerable era la intensa emoción de sentirse su dueña.

    —Este es el momento más peligroso —le dijo él—. Antes podía esconderme. No era prácticamente nada. Pero ya no es así.
    —No. Ya lo pensé.
    —Debemos terminar pronto. Debo estar fuerte y completo, cueste lo que cueste. ¿De acuerdo?
    —Por supuesto.

    Después se acabará la espera, Julia.

    El pulso de Frank pareció acelerarse con la idea.

    Entonces se arrodillo frente a ella. Posó sus manos inconclusas en la cadera de ella; después, en su boca.

    Renegando del asco que sentía, Julia le apoyo una mano en la cabeza y palpo su cabello, sedoso como el de un bebe, y la corteza del cráneo que estaba debajo. En el tiempo transcurrido desde la última vez que la había tenido en sus brazos, Frank no había aprendido a ser delicado. Pero la desesperanza le había enseñado a Julia el fino arte de extraer sangre de las piedras; con el tiempo, extraería amor de esa cosa odiosa, o descubriría el porqué.


    Ocho
    1


    Hubo truenos toda la noche. Una tormenta sin lluvia que inundaba el aire de un olor a acero.

    Kirsty nunca había dormido bien. Ni siquiera cuando era niña: aunque su madre sabia muchas canciones de cuna, suficientes para apaciguar a naciones enteras, nunca le había sido fácil dormir. No era que tuviera pesadillas; en todo caso, si las tenia, ninguna se prolongaba hasta la mañana. Era que el sueño mismo, el acto de cerrar los ojos y renunciar al control de la conciencia, era algo para lo que resultaba inadecuada por temperamento.

    Esta noche, con los truenos tan fuertes y los rayos tan brillantes, estaba feliz. Tenía una excusa para abandonar su lecho revuelto, tomar té y contemplar el espectáculo desde la ventana.

    También le daba tiempo para pensar, tiempo para darle vueltas al problema que la acosaba desde que abandonara la casa de la calle Ludovico. Pero aún no estaba cerca de encontrar una respuesta.

    Una duda en particular la hostigaba. ¿Y si estaba equivocada sobre lo que había visto? ¿Si había interpretado mal las evidencias y Julia podía ofrecer una explicación perfectamente aceptable? Perdería a Rory de un plumazo.

    Y sin embargo, ¿cómo podía callar? No soportaba pensar en esa mujer, riéndose a espaldas de Rory, explotando su amabilidad, su ingenuidad. La idea le hacía hervir la sangre.

    La única alternativa era esperar y observar, ver si podía encontrar evidencias incontrovertibles. Si sus peores suposiciones quedaban confirmadas, no tendría otra opción que contarle a Rory todo lo que había visto.

    Sí. Esa era la respuesta. Esperar y observar; observar y esperar.

    Los truenos retumbaron durante largas horas, negándole el sueño hasta casi las cuatro. Cuando por fin se durmió, fue con el sueño de alguien que observa y espera. Ligero, y lleno de suspiros.


    2


    La tormenta convertía la casa en un tren fantasma. Julia estaba sentada en la planta baja y contaba los segundos que transcurrían entre cada relámpago y la furia que le pisaba los talones. Nunca le habían gustado los truenos. A ella, una asesina; a ella, la consorte del muerto vivo. Era otra paradoja que se agregaba a las miles que, como venia descubriendo últimamente, operaban en su persona. Más de una vez, pensó en ir arriba y extraer algún bienestar del prodigio, pero sabía que no era muy prudente hacer tal cosa. Rory podía regresar en cualquier momento de la fiesta de la oficina. Estaría ebrio, según le dictaban las experiencias pasadas, y rebosante de un cariño que ella no deseaba.

    Lentamente, la tormenta se iba acercando. Encendió la televisión para tapar el ruido, pero apenas lo logró.

    Rory llegó a las once, deshaciéndose en sonrisas. Tenía buenas noticias. En medio de la fiesta, su supervisor lo había llevado aparte para alabarlo por su excelente labor y hablarle de grandes cosas para el futuro. Julia escucho el relato de la conversación, esperando que la borrachera impidiera que Rory notara su indiferencia. Por fin, transmitida la noticia, éste se quito la chaqueta a los tirones y se sentó en el sofá junto a ella.

    —Pobrecita —le dijo—. No te gustan los truenos.
    —Estoy bien —dijo ella.
    —¿Segura?
    —Sí, bien.

    Él se inclinó hacia ella y le frotó la oreja con la nariz.

    —Estás transpirado —le dijo ella como al pasar. Pero él no suspendió las insinuaciones; no estaba dispuesto a bajar la batuta ahora que había comenzado.
    —Rory, por favor —dijo ella—. No quiero.
    —¿Por qué no? ¿Qué hice?
    —Nada —dijo ella, fingiendo estar interesada en la televisión—. Todo está bien contigo.
    —Ah, ¿en serio? — dijo él—. Tú estas bien. Yo estoy bien. Mierda, estamos todos bien.

    Julia miraba fijamente la pantalla fluctuante. Acababa de comenzar el noticiero de la noche: la habitual copa de tristezas, llena hasta el borde. Rory siguió hablando, ahogando la voz del locutor del noticiero con su diatriba. A ella no le importaban mucho las noticias. ¿Qué tenia el mundo para contarle? Bastante poco. Mientras que ella, ella, podía contarle al mundo algunas noticias que lo harían tambalear. Noticias sobre la condición de los malditos, sobre el amor perdido y luego encontrado, sobre lo que tenían en común la desesperación y el deseo.

    —…por favor, Julia…—estaba diciendo Rory— háblame…

    Las súplicas exigían su atención. Él la miraba, pensó ella, igual que el niño de las fotografías: el cuerpo hirsuto y, mas grande, las ropas de un adulto, pero aun así, en esencia, un niño, con la mirada perpleja y la boca malhumorada. Recordó la pregunta de Frank. ¿Cómo pudiste casarte con semejante estúpido? Pensando en eso, una amarga sonrisa le partió los labios. Él la miró, profundizando su perplejidad.

    —¿Qué es lo que te parece tan gracioso, maldita seas?
    —Nada.

    Rory meneó la cabeza, reemplazando el malhumor con una sorda furia. El retumbar del trueno sucedió al relámpago con apenas un segundo de diferencia. Al mismo tiempo, se oyó un ruido desde el piso de arriba. Julia volvió su atención al televisor para distraer el interés de Rory. Pero fue una tentativa vana: él lo había escuchado.

    —¿Qué carajo es eso?
    —Truenos.

    Rory se levantó.

    —No —dijo—. Otra cosa. — Ya estaba en la puerta.

    Por la cabeza de Julia corrieron vertiginosamente una docena de alternativas, pero ninguna era práctica. Rory, bajo la influencia de la borrachera, se puso a luchar con el picaporte.

    Tal vez dejé una ventana abierta —dijo ella, y se levantó—. Iré a ver.

    —Puedo hacerlo yo —respondió él—. No soy totalmente inepto.
    —Nadie dijo que… —comenzó ella, pero él no la escuchaba. Cuando avanzaba por el pasillo, un relámpago y un trueno llegaron juntos, fuerte el uno y brillante el otro. Inmediatamente después vino otro relámpago, acompañado por un estruendo que revolvía las tripas, al tiempo que Julia salía en persecución de Rory que ya estaba en mitad de la escalera.
    —¡No fue nada! — le gritó ella. Él no contestó, sino que siguió subiendo hasta llegar arriba. Ella lo siguió.
    —No… —le dijo, en un momento de calma entre un trueno y el siguiente. Cuando llegó arriba, él la estaba esperando.
    —¿Pasa algo? — le dijo.

    Julia escondió la ansiedad detrás de un encogimiento de hombros.

    —Te estás portando como un tonto —contestó suavemente.
    —¿De veraz?
    —Fue sólo un trueno.

    La expresión de Rory, iluminada por la luz del pasillo de abajo, de pronto se suavizó.

    —¿Por qué me tratas como la mierda? — pregunto él.
    —Estás cansado, eso es todo.
    —¿Por qué, insisto? — persistió él, como un niño—. ¿Qué te hice?
    —Todo está bien —dijo ella—. En serio, Rory. Todo está bien. — Las mismas banalidades hipnóticas, una y otra vez.

    Nuevamente, un trueno. Y debajo del estruendo, otro sonido. Julia maldijo la falta de discreción de Frank.

    Rory se dio vuelta y miró el oscuro pasillo.

    —¿Oíste eso? — preguntó.
    —No.

    Bamboleando los brazos y las piernas por la borrachera, se alejó de ella. Lo vio desaparecer en las sombras. El destello de un relámpago, colándose por la puerta abierta del dormitorio, lo iluminó; después, otra vez la oscuridad. Iba hacia el dormitorio húmedo. Hacia Frank.

    —Espera… —dijo ella, y fue tras él.

    Rory no se detuvo, sino que terminó de recorrer los pocos metros que lo separaban de la puerta. Al tiempo que ella lo alcanzaba, su mano se cerró sobre el picaporte.

    Inspirada por el pánico, Julia extendió el brazo y le tocó la mejilla.

    —Tengo miedo… —dijo.

    Él la miró ofuscado.

    —¿De qué? — le preguntó.

    Ella movió la mano hasta tocarle los labios, dejándolo saborear el miedo que tenía en los dedos.

    —La tormenta —dijo ella.

    En la penumbra, Julia veía la humead de sus ojos y muy poco más. ¿Rory estaba tragándose el anzuelo o escupiéndolo?

    Entonces:

    —Pobrecita —dijo él.

    Se lo tragó, pensó ella; bajando el brazo, puso su mano en la de él y lo alejo de la puerta. Si Frank respiraba siquiera, todo estaba perdido.

    —Pobrecita dijo él otra vez, y la envolvió con su brazo. No tenía muy buena estabilidad; era un peso muerto colgado de Julia.
    —Vamos —dijo ella, para instarlo a alejarse de la puerta. Caminaron juntos un par de pasos vacilantes y luego Rory perdió el equilibrio. Ella lo soltó y buscó apoyo en la pared. Hubo otro relámpago y, gracias a él, Julia vio que los ojos de Rory, centelleantes, estaban fijos en los de ella.
    —Te amo —dijo él, avanzando por el pasillo. Se apretó contra Julia tan pesadamente que no había forma de apartarlo. Inclinó la cabeza hacia la curva de su cuello, mascullando palabras dulces contra su piel; ahora la besaba. Julia quería quitárselo de encima. Más todavía, quería tomarlo de la mano pegajosa y llevarlo a ver al monstruo que desafiaba la muerte, el que Rory había estado tan cerca de encontrar.

    Pero Frank no estaba preparado para esa confrontación; todavía no. Lo único que Julia podía hacer era soportar las caricias de Rory y desear que el agotamiento lo venciera pronto.

    —¿Por qué no bajamos? — propuso.

    Él murmuro algo contra su cuello y no se movió. Le había puesto la mano izquierda en el seno izquierdo; con la otra la aferraba de la cintura. Ella lo dejó deslizar los dedos por debajo de la blusa. Si se resistía a esta exigencia no lograría otra cosa que enardecerlo más.

    —Te necesito —dijo él, poniéndole la boca contra la oreja. Una vez, hacia media vida, a Julia le había parecido que su corazón brincaba al oír tales manifestaciones. Ahora tenía más experiencia. Su corazón no era un acróbata; no sentía ningún hormigueo en los vericuetos del abdomen. Sólo existían los quehaceres continuos del cuerpo: ingresaba aire, circulaba la sangre, la comida se hacia pulpa y excremento. Descubrió que era más fácil dejar que él le quitara la blusa y le apoyara la cara en los senos si pensaba en su propio organismo como en un simple conjunto de imperativos naturales alojados en el músculo y el hueso. Sus terminaciones nerviosas respondieron obedientemente a la lengua de Rory, pero, una vez más, no fue otra cosa que una mera lección de anatomía. Julia estaba encerrada en la cúpula de su cráneo y permanecía inmutable.

    Rory se desprendió los botones. Julia entrevió la jactanciosa golosina que él le frotaba contra el muslo. Él le abrió las piernas y la bajó la ropa interior sólo lo suficiente para lograr el acceso. Ella no opuso objeciones, ni emitió sonido alguno, mientras él la penetraba.

    Casi de inmediato, Rory comenzó a parlotear: débiles alegatos de amor y lujuria, desesperadamente enredados. Julia lo escucho a medias y lo dejó hacer a su antojo, mientras Rory enterraba la cara en su pelo.

    Cerrando los ojos, Julia trató de rememorar épocas mejores, pero los relámpagos echaban a perder sus sueños. Cuando el sonido llegó antes que el fogonazo, abrió los ojos otra vez y vio que la puerta del dormitorio húmedo se había abierto cinco o diez centímetros. En el estrecho espacio entre la puerta y el marco, pudo distinguir una figura resplandeciente que los observaba.

    No podía ver los ojos de Frank, pero los sentía, mucho mas filosos que puñales por la envidia y la furia. Tampoco aparto la mirada, sino que contemplo fijamente a la sombra mientras aumentaban los gemidos de Rory. Y, por fin, una cosa llevo a la otra y se imaginó acostada en la cama, sobre el vestido de novia arrugado, mientras una bestia negra y escarlata ascendía lentamente entre sus piernas para entregarle una muestra de su Amor.

    —Pobrecita —fue lo último que dijo Rory antes de que el sueño se apoderara de él. Estaba acostado en la cama, todavía con la ropa puesta. Julia no hizo ningún intento por desvestirlo. Cuando los ronquidos se hicieron uniformes, lo dejó solo con ellos y regresó a la otra habitación.

    Frank estaba de pie junto a la ventana, mirando la tormenta que se desplazaba hacia el sudeste. Había arrancado la persiana. La luz de un farol de la calle bañaba las paredes.

    —Te oyó —dijo ella.
    —Tenía que ver la tormenta —respondió él con sencillez—. Lo necesitaba.
    —Casi te descubre, maldición.

    Frank meneó la cabeza.

    —No existen los “casi” —dijo, sin dejar de mirar por la ventana. Después de una pausa—: Quiero ir allá afuera. Quiero tenerlo todo otra vez.
    —Ya lo sé.
    —No, no lo sabes —le dijo—. No puedes concebir el hambre que me domina.
    —Mañana, entonces —dijo ella—. Mañana conseguiré otro cuerpo.
    —Sí. Hazlo. Y quiero otras cosas. Por empezar una radio. Quiero saber que esta ocurriendo afuera. Y comida, comida de verdad. Pan recién hecho…
    —Lo que necesites.
    —…y jengibre. Del que viene en conserva, ¿sabes? En almíbar.
    —Ya sé.

    Él giro la cabeza y la miró brevemente, pero sin verla. Esta noche había demasiado mundo que conocer de nuevo.

    —No me había dado cuenta de que estábamos en otoño —dijo, y volvió a mirar la tormenta.


    Nueve
    1


    Lo primero que advirtió Kirsty cuando doblo la esquina de la calle Ludovico, al día siguiente, fue que había desaparecido la ventana de la persiana de arriba. En su lugar, habían pegado hojas de diarios en el vidrio.

    Descubrió un sitio de observación ventajoso, bajo la protección de un ligustro, desde el cual podía vigilar la casa con la esperanza de no ser vista. Así las cosas, se acomodó para la vigilia.

    Su recompensa no llego pronto. Pasaron más de dos horas hasta que vio a Julia salir de la casa; otra hora y cuarto hasta que volvió. A esas alturas, los pies de Kirsty estaban insensibles de frió.

    Julia no había regresado sola. Kirsty no conocía al hombre que la acompañaba; tampoco parecía probable que perteneciera al círculo de amistades de Julia. A la distancia, se veía maduro, fornido, de calva incipiente. Antes de seguir a Julia al interior de la casa, el hombre hecho un rápido vistazo hacia atrás, como temeroso de que alguien estuviera espiándolos.

    Kirsty espero en su escondite un cuarto de hora más, sin estar segura de que hacer a continuación. ¿Debía quedarse allí hasta que el hombre saliera, para luego encararlo? ¿O ir a la casa y tratar de convencer a Julia de que la dejara entrar? Ninguna de las dos alternativas era demasiado atractiva. Optó por no decidirse. En vez de eso, se acercaría mas a la casa y, en su momento, vería que le dictaba la inspiración.

    Lo que le dicto fue muy poco. Mientras avanzaba por el sendero, sus pies deseaban con todas sus fuerzas dar la vuelta y llevársela lejos. A decir verdad, estaba a un tris de hacer exactamente eso cuando oyó un grito proveniente de adentro.

    El hombre se llamaba Sykes, Stanley Sykes. No era sólo eso lo que le había dicho a Julia cuando venían del bar. Ya sabía el nombre de su esposa (Maudie) y su ocupación (asistente de pedicuro); había visto fotos de sus hijos (Rebecca y Ethan), que él le había enseñado para que ella hiciera comentarios tiernos. Como si la desafiara a continuar con la seducción. Julia había sonreído apenas, diciéndole que era un hombre muy afortunado.

    Pero, una vez en la casa, las cosas comenzaron a salirse de cauce. De pronto, a mitad de la escalera, el amigo Sykes le anuncio que lo que estaban haciendo estaba mal… que Dios los veía, que conocía sus corazones y los había descubierto en falta. Ella hizo lo mejor posible por calmarlo, pero él no quiso aceptar que lo alejara del Señor. En vez de eso, se enojo con Julia y la golpeó. Pudo haberle hecho algo peor, en medio de su ataque de ira virtuosa, si no hubiese sido por la voz que lo llamó desde el pasillo de arriba. Instantáneamente, dejó de pegarle y se puso tan pálido como si creyera que era el mismísimo Dios quien lo llamaba. Entonces, en la cima de la escalera, apareció Frank en toda su gloria. Sykes dejó escapar un alarido y trató de correr. Pero Julia actuó con velocidad. Lo detuvo con la mano el tiempo suficiente para que Frank descendiera esos pocos escalones y asestara un golpe definitivo.

    Recién al oír el crujido y el chasquido de los huesos cuando Frank se apodero de la presa, Julia se percato de lo fuerte que se había vuelto en los últimos tiempos, seguramente más fuerte que cualquier hombre normal. Al sentir el contacto de Frank, Sykes volvió a gritar. Para silenciarlo, Frank le dislocó la mandíbula.

    El segundo grito que oyó Kirsty terminó abruptamente, pero en su tono llegó a percibir tanto pánico que fue corriendo hasta la puerta y estuvo a punto de golpear.

    Recién entonces lo pensó mejor. En vez de golpear, avanzó silenciosamente por el costado de la casa, dudando con cada paso que daba de la prudencia de sus actos, pero igualmente segura de que un asalto frontal no la conduciría a ningún lado.

    El portón que daba acceso al jardín trasero no tenía pestillo. Pasó, con los oídos pendientes de cualquier sonido, especialmente el de sus propios pies. Desde la casa, nada. Ni siquiera un gemido.

    Dejando el portón abierto por si necesitaba una pronta retirada, se apresuró a llegar a la puerta trasera. Esta vez, permitió que la duda aminorara la velocidad de sus pasos.

    Quizás debía llamar a Rory, hacerlo venir a la casa. Pero para entonces cualquier cosa que estuviera sucediendo ahí dentro habría terminado y ella sabía perfectamente bien que Julia lograría escabullirse de cualquier acusación, a menos que pudiera atraparla con las manos en la masa. No, esta era la única manera. Entró.

    La casa seguía en completo silencio. Ni siquiera se oían pasos que le permitieran ubicar a los actores que había venido a ver. Avanzó hasta la puerta de la cocina y desde allí hasta el comedor. Se le crispó el estomago; de pronto tenia la garganta tan seca que apenas podía tragar.

    Del comedor al vestíbulo, y de allí al pasillo. Todavía nada: ni murmullos ni suspiros.

    El único sitio donde podían estar Julia y su compañero era arriba, lo que le sugería que se había equivocado al suponer que los gritos eran de miedo. Quizás lo que había oído eran gritos de placer. Un estertor orgásmico, no de terror como había interpretado. Era un error muy fácil de cometer.

    La puerta delantera estaba a su derecha, a pocos metros de distancia. La tentó la cobardía: todavía podía deslizarse afuera y escapar, y nadie se enteraría de nada. Pero una feroz curiosidad se había apoderado de ella, un deseo de descubrir (de ver) los misterios que guardaban la casa y acabar con ellos. Mientras subía por la escalera, la curiosidad fue aumentando hasta convertirse en una especie de alborozo.

    Llego arriba y comenzó a caminar por el pasillo. Se le ocurrió la idea de que los tortolos habían volado, que se habían ido por adelante mientras ella entraba subrepticiamente por la parte trasera.

    La primera puerta a la izquierda era el dormitorio; si Julia y su amante estaban apareándose, seguramente seria allí. Pero no. La puerta estaba entreabierta y ella espió. La colcha no tenia arrugas.

    Entonces, oyó un alarido deforme. Tan cercano, tan fuerte, que los latidos de su corazón perdieron el ritmo.

    Se aparto del dormitorio, agachándose, y vio surgir una figura tambaleante de uno de los cuartos que daban al pasillo, más adelante. Demoró un momento en reconocer al hombre impaciente que había llegado con Julia…y sólo logro reconocerlo por la ropa. El resto estaba cambiado, horriblemente cambiado. En los minutos transcurridos desde que lo viera en el escalón de la entrada, una devastadora enfermedad se había apoderado de él, marchitándole la carne sobre los huesos.

    Al ver a Kirsty, el hombre se lanzó en su dirección, buscando la frágil protección que ella podía ofrecerle. Sin embargo, no se había alejado más de un paso de la puerta cuando una forma apareció lentamente detrás de él. También parecía enfermo: tenía el cuerpo vendado de pies a cabeza… y los vendajes estaban manchados de sangre y de pus. No obstante, en la velocidad y la ferocidad de su ataque subsiguiente no hubo nada que sugiriera enfermedad. Todo lo contrario. Estiró los brazos hacia el hombre que huía y lo agarró del cuello. Kirsty soltó un alarido mientras el captor atraía a la presa hacia su abrazo.

    La victima exhalo únicamente el breve quejido del que su rostro era capaz. Después, su antagonista apretó más el abrazo. El cuerpo tembló y se sacudió, las piernas se encorvaron. Le salió sangre de los ojos, la nariz y la boca. Las gotas invadieron el aire, cayendo como el granizo, estrellándose contra la frente de Kirsty. La sensación la arrancó de la inercia. No era momento de esperar y observar. Corrió.

    El monstruo no intentó perseguirla. Alcanzó la escalera sin ser atrapada. Pero mientras sus pies empezaban a descender, el monstruo se dirigió a ella.

    Su voz era… familiar.

    —Allí estás —dijo.

    Hablaba en un tono tranquilizador, como si la conociera. Se detuvo.

    —Kirsty —le dijo—. Espera un poco.

    Su cabeza le decía que corriera. Sin embargo, sus entrañas se resistían a seguir el buen consejo. Quería recordar de quién era esa voz que hablaba desde los vendajes.

    Todavía podía escaparse perfectamente bien, razonó; tenia una ventaja de siete metros.

    Se dio vuelta y miró la figura. El cuerpo que ésta tenía en los brazos estaba doblado, en posición fetal, pecho contra piernas. La bestia lo dejó caer.

    —Lo mataste… —dijo ella.

    La cosa asintió. Aparentemente, no pensaba disculparse, ni ante la victima ni ante la testigo.

    —Lo lloraremos más tarde —le dijo y avanzó un paso hacia ella.
    —¿Dónde está Julia? — exigió Kirsty.
    —No te inquietes. Todo está bien… —dijo la voz. Kirsty estaba a punto de recordar de quién era.

    Mientras ella seguía atónita, la cosa avanzó otro paso apoyando una mano en la pared, como si le faltara equilibrio.

    —Te vi… —continuó—. Y creo que tú me viste. En la ventana… —El desconcierto de Kirsty aumentó. ¿Tanto hacia que esa cosa estaba en la casa? Si no era así, Rory debía…

    Y entonces reconoció la voz.

    —Sí. Te acuerdas. Veo que te acuerdas…

    Era la voz de Rory, o mejor dicho, una voz muy aproximada a la de él. Más gutural, más engreída, pero de una semejanza tan pavorosa que la mantuvo clavada en su lugar mientras la bestia avanzaba con paso vacilante, hasta que estuvo lo bastante cerca para apresarla.

    Finalmente, Kirsty reaccionó de su fascinación y se dio vuelta para escapar, pero la batalla ya estaba perdida. Lo oyó caminar a un paso de ella y luego sintió sus dedos en el cuello.

    Los labios de Kirsty dejaron escapar un grito, pero éste apenas había comenzado a elevarse curando la cosa le tapó la boca con la corrugada palma de su mano, suprimiendo tanto el grito como el aliento que con él salía.

    La arrastró hacia arriba y la hizo desandar el camino por donde había venido. En vano trató Kirsty de zafarse de sus brazos; aparentemente, las pequeñas heridas que sus dedos abrían en el cuerpo del monstruo…no lo afectaban en absoluto.

    Por un espantoso momento, los talones de Kirsty rozaron el cadáver tirado en el piso. Después, sintió que la llevaban en vilo hasta la habitación de donde antes habían emergido el vivo y el muerto. Había olor a leche cortada y a carne fresca. Cuando la arrojaron contra el piso, notó que la madera estaba mojada y tibia.

    Sintió nauseas. No luchó contra el instinto, sino que vomitó todo lo que contenía su estómago. En la confusión provocada por el malestar real y el terror presentido, no pudo estar segura de lo que ocurrió después. ¿Entrevió a otra persona (a Julia) en el pasillo, al tiempo que la puerta se cerraba de golpe, o era una sombra? Fuese una cosa o la otra, era demasiado tarde para recurrir a ella. Estaba a solas con la pesadilla.

    Limpiándose la bilis de la boca, se puso de pie. La luz del día perforaba los diarios de la ventana en distintos lugares, como el sol entre las ramas, salpicando la habitación. En medio de esta escena pastoral, la cosa se le acercó resollando.

    —Ven con papá —dijo.

    En sus veintiséis años de vida, nunca había oído una invitación más sencilla de rechazar.

    —No me toques —dijo Kirsty.

    Él inclinó un poco la cabeza, como si estuviera encantado con esa demostración de pudor. Después acercó la cara, toda pus, risas y —que Dios la ayudara— deseo.

    Kirsty retrocedió unos pocos centímetros desesperados hasta llegar a un rincón, hasta que no tuvo otro lugar adonde ir.

    —¿No te acuerdas de mí? — dijo él.

    Ella meneó la cabeza.

    —Frank —fue la respuesta—. Soy el hermano Frank…

    Había visto a Frank una sola vez, en la calle Alexandra. Había venido de visita una tarde, justo antes de la boda; no podía recordar más. Excepto que lo había odiado a primera vista.

    —Déjame en paz —dijo, mientras él extendía las manos. Sus dedos manchados le tocaron los senos con vil delicadeza.
    —¡No! —chilló ella—. De lo contrario…
    —¿Que? — dijo la voz de Rory—. ¿Qué vas a hacer?

    La respuesta era nada, por supuesto. Estaba indefensa, como sólo lo había estado en sus sueños, esos sueños de persecución y violación que su psiquis siempre representaba en una calle marginal, eternamente nocturna. Nunca —ni siquiera en sus más necias fantasías— había previsto que el escenario donde se harían realidad esos sueños seria una habitación por la que había pasado decenas de veces, en una casa donde había sido feliz, mientras el día, afuera, continuaba igual que siempre, gris sobre gris.

    Con un fútil gesto de disgusto, empujó hacia atrás la mano investigadora.

    —No seas cruel —dijo la cosa, y sus dedos volvieron a buscar su piel, tan insistentes como avispas en octubre—. ¿A que le temes?
    —Afuera…—comenzó ella, pensando en el horror del pasillo.
    —Uno tiene que comer —respondió Frank—. Podrás perdonarme eso seguramente.

    ¿Por qué sentía su contacto, se pregunto Kirsty? ¿Por qué sus nervios no compartían su disgusto y perecían bajo las caricias?

    —Esto no está sucediendo —se dijo en voz alta, pero la bestia se limito a reír.
    —Yo también solía decirme lo mismo —dijo él—. Día tras día. Trataba de alejar las agonías a fuerza de soñar. Pero no se puede. Te doy mi palabra. No se puede. Hay que soportarlas.

    Sabía que él le decía la verdad, la clase de verdad desagradable que sólo los monstruos tenían la libertad de decir. Él no tenia necesidad de halagar ni de lisonjear, no tenía una filosofía que debatir ni un sermón que endilgar. Su horrenda desnudez era una especie de sofisticación. Estaba más allá de las mentiras de la fe e ingresaba en reinos más puros.

    Kirsty sabía también que no lo soportaría. Que cuando sus suplicas flaquearan y Frank la reclamara para sí, para cualquier vileza que tuviera en mente, ella lanzaría tal alarido que su propio cuerpo se haría añicos.

    Aquí estaba en juego su cordura; no tenia otra alternativa que luchar, y rápido.

    Antes de que Frank tuviera oportunidad de apremiarla más enérgicamente, Kirsty elevó las manos hasta el rostro de él y le hundió los dedos en los ojos y la boca. La carne que estaba debajo de las vendas tenía la consistencia de la gelatina: se desprendía en glóbulos y, al hacerlo, despedía un calor húmedo.

    La bestia gritó y relajó las manos que la sujetaban. Aprovechando el momento, Kirsty saltó, apartándose de él; el impulso la llevó a chocar contra la pared con tanta fuerza que se lastimó seriamente.

    Frank rugió otra vez. Kirsty no perdió el tiempo en disfrutar de su malestar, sino que se deslizó por la pared —sin tener la suficiente confianza en sus piernas como para moverse hacia territorio abierto—, hacia la puerta. Mientras avanzaba, sus pies patearon un frasco destapado de jengibre en conserva que rodó por la habitación, derramando almíbar y frutas por igual.

    Frank se volvió para enfrentarla; las vendas que ella le había roto colgaban en rizos alrededor de su rostro. En varios lugares se le veía el hueso. Seguía recorriéndose las heridas con las manos y lanzando rugidos de horror, mientras trataba de evaluar la magnitud de su mutilación. ¿Kirsty lo había cegado? No estaba segura. Aunque así fuera, sólo era cuestión de tiempo que la localizara en esta reducida habitación, y cuando lo hiciera su furia no conocería límites. Tenia que llegar a la puerta antes de que él volviera a orientarse.

    ¡Débil esperanza! No tuvo oportunidad de dar un solo paso antes de que él dejara de caer sus manos de la cara y recorriera la habitación con la mirada. La vio, sin duda. Un segundo después se precipito hacia ella con renovada violencia.

    A los pies de Kirsty había un reguero de elementos domésticos. El más pesado era una caja de superficie lisa. Se agachó y la levantó. Mientras se enderezaba, él se le vino encima. Kirsty dejo escapar un grito desafiante y lanzó el mismo puño con que sostenía la caja contra su cabeza. La caja lo golpeó con tanta fuerza que se le astilló el hueso. La bestia tambaleo hacia atrás y Kirsty corrió hacia la puerta, pero, antes de que lograra llegar, la otra sombra la hizo zozobrar nuevamente, empujándola hacia el lado opuesto de la habitación. Frank se lanzó en furiosa persecución.

    Esta vez, Frank no tenía otra intención que el asesinato. Sus zarpazos estaban destinados a matarla; que no lo hiciera obedecía más a la velocidad de ella que a la imprecisión de su ira. No obstante, uno de cada tres golpes acertaba en Kirsty. Se le abrieron heridas en el rostro y en la parte superior del pecho; no sabia que hacer para no desmayarse.

    Mientras se iba hundiendo bajo el ataque, volvió a acordarse del arma que había encontrado. Todavía tenía la caja en la mano. La levantó para asestar otro golpe, pero el ataque se interrumpió abruptamente cuando los ojos de Frank se posaron en la caja.

    Se produjo una tregua jadeante que le dio a Kirsty la oportunidad de preguntarse si no seria más fácil morir que seguir peleando. Entonces, Frank extendió un brazo hacia ella, abrió el puño y dijo:

    —Dámela…

    Parecía que quería el souvenir. Pero ella no tenia intenciones de renunciar a su única arma.

    —No… —dijo ella.

    Él se la exigió por segunda vez y ella percibió una ligera angustia en su tono de voz.

    Aparentemente, la caja era tan valiosa para él que no quería arriesgarse a arrebatársela por la fuerza.

    —Por última vez —le dijo él—. Si no, te mato. Dame la caja.

    Ella sopeso las alternativas. ¿Qué tenia que perder?

    —Di “por favor” —le contestó.

    Él la estudió con aire burlón; su garganta emitió un suave gruñido. Después, amable como un niño interesado, dijo:

    —Por favor.

    Esas palabras le dieron el pie. Kirsty lanzó la caja hacia la ventana con toda la fuerza que poseía su brazo tembloroso. La caja pasó volando junto a la cabeza de Frank, rompió el vidrio y desapareció de la vista.

    —¡No! —chilló él, y en un instante llegó a la ventana—. ¡No! ¡No! ¡No!

    Kirsty corrió a la puerta, mientras sus piernas amenazaban fallarle a cada paso.

    Después salió al pasillo. La escalera estuvo a punto de derrotarla, pero se aferró de la barandilla como una anciana y logró llegar al pasillo de abajo sin caerse.

    Arriba seguían los ruidos, Frank la estaba llamando de nuevo. Pero esta vez no la atraparía. Huyó por el pasillo, llegó a la puerta principal y la abrió de golpe.

    Después de que ella entrara en la casa había salido el sol: un desafiante estallido de luz, antes de que cayera la noche. Entrecerrando los ojos para protegerse del reflejo, comenzó a caminar por el sendero. A sus pies había trozos de vidrio y, entre ellos, el arma.

    La levanto —era un recuerdo de su coraje— y se echó a correr. Cuando alcanzo la calle, comenzaron a surgirle palabras… balbuceos vanos, fragmentos de cosas que había visto y oído. Pero la calle Ludovico estaba desierta, de modo que comenzó a correr y siguió corriendo hasta poner una buena distancia entre ella y la bestia vendada.

    En algún momento, mientras vagaba por una calle que no reconocía, alguien le pregunto si necesitaba ayuda. Ese pequeño gesto de amabilidad la venció, pues era demasiado esfuerzo elaborar una respuesta coherente para esa pregunta, y su mente exhausta se hundió en la oscuridad.


    Diez
    1


    Despertó en medio de una nevisca, o esa fue su primera impresión. Encima de ella, una blancura perfecta, nieve sobre nieve. Tenía mantas de nieve, almohada de nieve.

    La blancura era enfermante. Parecía llenarle la garganta y los ojos.

    Elevó las manos frente a su cara; olían a un jabón desconocido, de perfume tosco. Luego comenzó a enfocar: las paredes, las prístinas sabanas, la medicación junto a la cama.

    Un hospital.

    Llamó pidiendo auxilio. Horas o minutos después, no estaba segura, el auxilio llegó, adoptando la forma de una enfermera que simplemente le dijo:

    —Ya está despierta —y fue a buscar a sus superiores.

    Cuando vinieron, Kirsty no les dijo nada. Durante el tiempo transcurrido entre la desaparición de la enfermera y su reaparición con los médicos, había decidido que esta no era una historia que quisiera contar. Mañana (tal vez) podría encontrar palabras que los convencieran de lo que había visto. ¿Pero hoy? Si trataba de explicarles, le acariciarían la frente y le dirían que callara esas tonterías, serían condescendientes y tratarían de convencerla de que estaba alucinando. Si insistía, seguramente acabarían por sedarla, lo que empeoraría las cosas. Lo que necesitaba era tiempo para pensar.

    Todo eso había cavilado antes de que llegaran; por lo tanto, cuando ellos le preguntaron que le había ocurrido, ya tenia las mentiras preparadas. Todo era una niebla, les dijo; apenas recordaba su propio nombre. Volverá a la normalidad a su debido tiempo, la tranquilizaron, y ella respondió dócilmente que suponía que sí. Ahora duerma, le dijeron, y ella contestó que se sentiría muy contenta de hacerlo y bostezó. Entonces se retiraron.

    —Ah, sí… —dijo uno de ellos cuando estaba por irse—. Me olvidaba…

    Extrajo la caja de Frank de un bolsillo.

    —Cuando la encontraron —dijo— usted tenia esto. Nos costó muchísimo trabajo quitársela de la mano. ¿Le dice algo?

    Ella respondió que no.

    —La policía la examinó. Había sangre en la superficie, ¿sabe? Quizás la suya. Quizás no.

    Se aproximó a la cama.

    —¿La quiere? — le pregunto, agregando—: Ya la limpiaron.
    —Sí —replicó ella—. Sí, por favor.
    —Puede que estimulé su memoria —le dijo él, y la colocó en la mesa de luz.


    2


    —¿Qué vamos a hacer? — exigió Julia por centésima vez. El hombre del rincón no dijo nada; en la ruina que era su rostro tampoco apareció ningún gesto interpretable—. ¿Qué querías de ella, al final? — preguntó Julia—. Echaste todo a perder.

    —¿Echar a perder? — dijo el monstruo—. No conoces el significado de las palabras echar a perder…

    Ella se tragó la furia. Los devaneos de él le calmaban los nervios.

    —Tenemos que irnos, Frank —dijo, suavizando el tono.

    Él le lanzó una mirada desde la otra punta de la habitación: hielo al rojo blanco.

    —Vendrán a ver —dijo ella—. Les contará todo…
    —Quizás…
    —¿No te importa? — exigió Julia.

    El bulto vendado se encogió de hombros.

    —Sí —dijo—. Claro. Pero no podemos irnos, dulce. — Dulce. La palabra era una burla a ellos dos, un soplo de sentimiento en una habitación que solo conocía el dolor—. No puedo enfrentar al mundo con esta facha. — Hizo un ademán, señalándose la cara—. ¿No? — dijo, clavándole los ojos—. Mírame. — Ella lo miró—. ¿No?
    —No.
    —No. — Frank volvió a bajar la vista al suelo—. Necesito una piel, Julia.
    —¿Una piel?
    —Y después, tal vez… tal vez podamos ir a bailar. ¿No es eso lo que quieres?

    Hablaba del baile y de la muerte con igual indiferencia, como si una cosa fuese tan insignificante como la otra. Ella se calmaba al oírlo hablar así.

    —¿Cómo? — dijo Julia por fin. Y con eso quiso decir “¿Cómo se puede robar una piel?”, pero también “¿Cómo conservaremos la cordura?”.
    —Hay maneras —dijo el rostro desollado, y le sopló un beso.


    3


    Si no hubiese sido por las paredes blancas, acaso nunca habría tomado la caja. Si hubiese existido algún cuadro que mirar —de un jarrón con girasoles o de una imagen de las pirámides—, cualquier cosa que quebrara la monotonía de la habitación, se habría contentado con mirar eso y pensar. Pero la blancura era exagerada; no le ofrecía a su cordura un solo lugar donde aferrarse. De modo que estiro la mano hacia la mesa que estaba junto a la cama y tomó la caja.

    No la recordaba tan pesada. Tuvo que incorporarse en su lecho para examinarla. Había bastante poco para ver. No encontraba ninguna tapa. Ninguna cerradura. Ninguna bisagra. Girarla una vez era lo mismo que girarla medio centenar de veces, sin encontrar nunca una sola pista de cómo podría abrirse. No era maciza, de eso estaba segura. De modo que la lógica exigía que hubiera una manera de llegar al interior. ¿Pero por dónde?

    La golpeteó, la sacudió, tiró de ella y la apretó, todo sin resultado. No fue hasta que rodó en la cama y la examinó bajo la luz directa de la lámpara que descubrió algunas pistas en cuanto a la forma en que había sido construida. En los laterales de la caja, allí donde cada pieza del rompecabezas se unía con su vecina, había unas ranuras infinitesimales.

    Habrían resultado invisibles de no ser porque aun alojaban residuos de sangre que delineaban la compleja relación de sus partes.

    Metódicamente, comenzó a tantear los lados, volviendo a apretar y tirar para poner a prueba su hipótesis. Las ranuras le daban una idea de la geografía general del juguete; sin ellas, podría haber recorrido sus seis lados eternamente. Pero los indicios que había descubierto reducían significativamente las opciones: sólo podían existir otras tantas maneras de hacer que la caja se abriera.

    Pasado un rato, su paciencia fue recompensada. Oyó un clic y de pronto uno de los compartimientos se deslizó hacia fuera, separándose de sus laqueados vecinos.

    Adentro había belleza. Superficies lustradas que destellaban como el nácar más fino, sombras coloreadas que parecían desplazarse por la satinada superficie.

    Y también había música. De la caja brotaba una melodía simple, ejecutada por un mecanismo que Kirsty aun no podía ver. Fascinada, siguió sondeándola. Aunque una de las piezas ya se había separado, las demás no hicieron lo propio de buena gana. Cada segmento presentaba un nuevo desafío para los dedos y la mente; las victorias eran recompensadas con filigranas que se iban agregando a la melodía.

    Kirsty estaba obligando a la cuarta sección a separarse, por medio de una elaborada serie de giros y contragiros, cuando oyó la campana. Abandonó la tarea y levantó la vista.

    Algo andaba mal. O sus agotados ojos le estaban jugando una mala pasada, o las paredes blancas como la nevisca se habían desplazado sutilmente fuera de la realidad. Dejó la caja y se levantó de la cama para acercarse a la ventana. La campana seguía sonando, con tañidos solemnes. Corrió las cortinas unos centímetros. Era de noche y había viento. Las hojas migraban por el césped del hospital; las mariposas nocturnas se congregaban a la luz de un farol. Por más improbable que pareciera, el sonido de la campana no provenía de afuera. Estaba detrás de ella. Dejó caer la cortina y se volvió para mirar la habitación.

    Al hacerlo, la luz de la lámpara que estaba junto a la cama vacilo como una llama. Instintivamente, Kirsty buscó las piezas de la caja; de algún modo, éstas estaban relacionadas con los extraños acontecimientos. Cuando su mano encontró los fragmentos, la luz se apagó.

    Sin embargo, no quedó en la oscuridad, y tampoco estaba sola. Había una suave fosforescencia a los pies de la cama y, entre sus pliegues, una figura. La condición en que se encontraban sus carnes desafiaba a la imaginación: los anzuelos, las cicatrices. Sin embargo, cuando habló no lo hizo con la voz de una criatura que estuviera sufriendo dolor.

    —Se llama Configuración de Lemarchand —dijo, señalando la caja. Ella la miró; ya no tenía las piezas en la mano, sino que éstas flotaban en el aire, a unos centímetros de la palma. Milagrosamente, la caja se estaba reensamblando sin ayuda visible; las piezas se iban deslizando a sus lugares, al tiempo que toda la construcción giraba sin cesar.

    Mientras esto ocurría, Kirsty vislumbro nuevas facetas del interior lustrado y le pareció ver rostros de fantasmas —retorcidos como si sufrieran o como si estuvieran detrás de un vidrio de mala calidad— que aullaban al mirarla. Entonces, se sellaron todos los segmentos, menos uno, y el visitante volvió a reclamar su atención.

    —La caja es un medio para atravesar la superficie de lo real —dijo—. Una especie de invocación, por medio de la cual nosotros, los Cenobitas, podemos ser notificados de…
    —Lo hiciste sin saber —dijo el visitante—. ¿Tengo razón?
    —Sí.
    —No es la primera vez que ocurre —fue la respuesta—. Pero no hay remedio. No hay manera de sellar el Cisma hasta que nos hayamos llevado lo que es nuestro…
    —Esto es un error…
    —No trates de luchar. Está totalmente fuera de tu control. Debes acompañarme.

    Ella meneó la cabeza. Las pesadillas intimidatorias que ya había tenido le alcanzaban para toda una vida.

    —No iré contigo —le dijo—. Maldito seas, no…

    Mientras hablaba, se abrió la puerta. Una enfermera que no reconoció —perteneciente al turno noche, supuso— se quedó ahí parada.

    —¿Usted llamó? — preguntó.

    Kirsty miró al Cenobita y otra vez a la enfermera. No los separaba más de un metro.

    —Ella no me ve —le dijo él—. Ni me oye. Te pertenezco Kirsty. Y tú a mí.
    —No —dijo ella.
    —¿Esta segura? — dijo la enfermera—. Pensé que había oído…

    Kirsty negó con la cabeza. Era una locura, todo una locura.

    —Debería estar acostada —la increpó la enfermera—. Está arriesgando la vida.

    El Cenobita rió entre dientes.

    —Volveré en cinco minutos —dijo la enfermera—. Por favor, vuelva a dormir.

    Y desapareció otra vez.

    —Será mejor que nos vayamos —dijo él—. Déjalas solas con sus cubrecamas, ¿quieres? Que lugares deprimentes.
    —No puedes hacer esto —insistió Kirsty.

    No obstante, la criatura avanzo hacia ella. Al tiempo que se aproximaba, se oía el tintineo de las diminutas campanillas que le colgaban en hilera de la flaca carne del cuello.

    Al percibir el hedor que despedía, Kirsty tuvo ganas de vomitar.

    —Espera —dijo.
    —Sin lágrimas, por favor. Son un desperdicio de buen sufrimiento.
    —La caja —dijo ella desesperada—. ¿No quieres saber dónde conseguí la caja?
    —No especialmente.

    Frank Cotton —continúo ella—. ¿Ese nombre te dice algo? Frank Cotton.

    El Cenobita sonrió.

    —Ah, sí. Conocemos a Frank.
    —Él también resolvió la caja, ¿no es cierto?
    —Quería placer, hasta que nosotros se lo dimos. Entonces se retorció.
    —Si yo te llevara hasta él…
    —¿De modo que está vivo?
    —Bastante vivo.
    —¿Y que propones? ¿Qué me lo lleve a él en tu lugar?
    —Sí. Sí. ¿Por qué no? Sí.

    El Cenobita se fue alejando de ella. La habitación suspiro.

    —Es tentador —dijo, y luego—: Pero puede que me estés engañando. ¿No será una mentira para ganar tiempo?.
    —Sé donde está, por Dios —dijo ella—. ¡Él me hizo esto! — Le mostró los tajos que tenia en los brazos, sometiéndolos a su escrutinio.
    —Si estás mintiendo —dijo él—, si estas tratando de escabullirte de esto…
    —No.
    —Entonces, entrégamelo vivo…

    Kirsty sintió deseos de llorar de alivio.

    —…oblígalo a confesar. Y puede que decidamos no despedazarte el alma.


    Once
    1


    Rory estaba en el pasillo y miraba fijamente a Julia, a su Julia, la mujer que una vez había jurado amar y respetar hasta que la muerte los separara. En aquel momento, no le había parecido una promesa muy difícil de cumplir. Ya no recordaba durante cuanto tiempo la había idolatrado, soñando con ella por las noches y pasándose días enteros componiéndole poemas de amor de fogosa ineptitud. Pero las cosas habían cambiado y él había aprendido, mientras las observaba cambiar, que los mayores tormentos a menudo eran los más sutiles. Últimamente, en ciertas ocasiones hubiera preferido morir aplastado por caballos salvajes antes que sentir ese escozor de sospecha que había degradado tanto su alegría.

    Ahora, mientras la miraba, parada al pie de la escalera, le resultaba imposible siquiera recordar como habían sido los buenos tiempos. Todo era duda y suciedad.

    Por una cosa estaba contento: se la veía preocupada. Tal vez eso significaba que estaba a punto de hacerle una confesión: indiscreciones que ella dejaría escapar y que él le perdonaría en un mar de lágrimas y comprensión.

    —Pareces triste —dijo él.

    Ella vaciló y luego dijo:

    —Es difícil, Rory.
    —¿Qué cosa?
    —Tengo tanto que contarte…

    Su mano, vio él, se aferraba de la barandilla con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos como la leche.

    —Te escucho —dijo él—. Cuéntame.
    —Creo que quizás… quizás seria más fácil si te lo mostrara… —respondió ella y, después de esas palabras, lo llevó arriba.


    2


    El viento que asolaba las calles no era cálido, a juzgar por la forma en que los transeúntes se levantaban los cuellos y bajaban el rostro. Pero Kirsty no sentía el frió.

    ¿Era su compañero invisible el que no permitía que el frió se le acercara, encapuchándola con ese fuego que los antiguos habían conjurado para quemar a los pecadores? Era eso, o era que estaba demasiado asustada para sentir nada.

    Pero no se sentía así; no estaba asustada. Lo que sentía en sus entrañas era mucho más ambiguo. Había abierto una puerta —la misma puerta que el hermano de Rory— y ahora caminaba con los demonios. Y, al final del viaje, tendría su venganza. Encontraría al que la había desgarrado y atormentado, y le haría sentir la misma impotencia que ella había debido soportar. Lo observaría retorcerse. Más aún: lo disfrutaría. El dolor la había convertido en una sádica.

    A medida que avanzaba por la calle Ludovico, miraba a todos lados, buscando señales del Cenobita, pero no estaba en ninguna parte. Intrépida, se aproximo a la casa. No había ideado ningún plan; se barajaban demasiadas variables. Por empezar, Julia podía estar ahí adentro. Y, si así era, ¿hasta dónde estaba implicada en todo este asunto? Era imposible creer que pudiera ser una observadora inocente, pero tal vez había actuado por terror a Frank; los minutos siguientes podrían proporcionarle la respuesta. Tocó el timbre y esperó.

    Julia abrió la puerta. Tenía una tira de encaje blanco en la mano.

    —Kirsty —dijo, en nada perturbada por su aparición, aparentemente—. Es tarde…
    —¿Dónde está Rory? — fueron las primeras palabras de Kirsty. No eran las que había tenido intención de pronunciar, pero le brotaron espontáneamente.
    —Está aquí —replicó Julia con calma, como si buscara apaciguar a una niña maniática— ¿Pasa algo?
    —Me gustaría verlo —contestó Kirsty.
    —¿A Rory?
    —Sí…

    Puso un pie en el umbral sin esperar que la invitaran. Julia no opuso objeción, pero cerró la puerta a sus espaldas.

    Recién ahora, Kirsty sintió frió. Se quedó parada en el pasillo, tiritando.

    —Te ves horrible —dijo Julia sin rodeos.
    —Estuve aquí esta tarde —exploto Kirsty—. Vi lo que sucedió, Julia. Vi.
    —¿Qué había que ver? — fue la respuesta; su seguridad era inexpugnable.
    —Ya sabes.
    —No sé, en serio.
    —Quiero hablar con Rory…
    —Por supuesto —contestó—. Pero ten cuidado con él, ¿quieres? No se siente muy bien.

    Llevó a Kirsty al comedor. Rory estaba sentado a la mesa; tenía un vaso con alguna bebida alcohólica en la mano, una botella a su lado.

    Extendido en la silla adyacente, estaba el vestido de bodas de Julia.

    Al verlo, Kirsty reconoció la tira de encaje que Julia llevaba en la mano: era del velo de novia.

    Rory tenía una apariencia mucho más que desmejorada. Tenía sangre seca en la cara y en el borde del cuero cabelludo. La sonrisa que le dedicó era cálida, pero fatigada.

    —¿Qué pasó…? — le preguntó Kirsty.
    —Ya está todo solucionado, Kirsty —dijo él. Su voz apenas llegaba a ser susurro—. Julia me contó todo… y está todo solucionado.
    —No —dijo ella, sabiendo que no era posible que conociera toda la historia.
    —Viniste esta tarde.
    —Así es.
    —Fue algo inoportuno.
    —Tú…tú me pediste…—Echó un vistazo a Julia, que estaba parada en la puerta, y luego volvió a mirar a Rory—. Hice lo que pensé que tú querías que hiciera.
    —Sí. Lo sé. Lo sé. Lo único que lamento es que te hayamos metido en este asunto terrible…
    —¿Sabes lo que hizo tú hermano? — dijo ella—. ¿Sabes a quien invocó?
    —Sé lo suficiente —replicó Rory—. Lo importante es que ya terminó.
    —¿Qué quieres decir?
    —Te resarciré de cualquier cosa que él te haya hecho.
    —¿Qué quieres decir con “ya terminó”?
    —está muerto, Kirsty.

    (…entrégamelo vivo, y puede que decidamos no despedazarte el alma.)

    —Lo destruimos, Julia y yo. No fue muy difícil. Pensó que podía confiar en mí, ¿sabes?; pensó que podía creer en alguien de su misma sangre. Bueno, no podía. Yo no soportaría que un hombre así continuara viviendo…

    Kirsty sintió que algo se le retorcía en el vientre. ¿Los Cenobitas ya habían clavado sus garras en ella, desgajándole los intestinos?

    —Has sido muy buena, Kirsty. Corriendo un riesgo tan grande, volviendo aquí…

    (Había algo junto al hombro de Kirsty.

    —Dame tu alma —le dijo.)
    —Iré a las autoridades cuando me sienta más fuerte. Trataré de encontrar el modo de hacerles entender…
    —¿Lo mataste tú? — dijo ella.
    —Sí.
    —No te creo…—masculló ella.
    —Llévala arriba —le dijo Rory a Julia— y muéstrale.
    —¿Quieres ir a ver? — inquirió Julia.

    Kirsty asintió y la siguió.

    En el pasillo de arriba hacia mas calor que abajo y el aire era grasoso y gris, como el agua mugrienta después de lavar los platos. La puerta de la habitación de Frank estaba entreabierta. La cosa que estaba en el piso de madera, en medio de un revoltijo de vendas rotas, aún humeaba. Era evidente que tenía el cuello roto: la cabeza estaba caída oblicuamente sobre los hombros. Lo habían desollado de la cabeza a los pies.

    Kirsty apartó la mirada, sintiendo náuseas.

    —¿Satisfecha? — preguntó Julia.

    Kirsty no respondió, sino que abandonó la habitación y salió al pasillo. Junto a su hombro, el aire estaba inquieto.

    (—Perdiste —dijo algo, cerca de ella.)
    —Ya lo sé —murmuró ella.

    La campana había comenzado a sonar —llamándola, seguramente— y se oía un alboroto de alas cercanas, un carnaval de aves de carroña. Se apresuró a bajar por la escalera, rezando por que no la alcanzaran antes de que llegara a la puerta. Si le arrancaban el corazón, que Rory no tuviera que verlo. Que la recordara fuerte, con una sonrisa en los labios, no con una súplica.

    Detrás, Julia le dijo:

    —¿Dónde vas? — Cuando no oyó respuesta, continuó hablando—. No le cuentes nada a nadie, Kirsty —insistió—. Rory y yo podemos manejar esto…

    Su voz hizo que Rory abandonara el vaso. Apareció en el pasillo. Las heridas que Frank le había infligido parecían mas graves de lo que Kirsty había pensado. Tenia el rostro amoratado en una decena de lugares y la piel del cuello llena de surcos. Cuando Kirsty se le acercó, él estiró la mano y la tomó del brazo.

    —Julia tiene razón —dijo él—. Deja que nosotros informemos, ¿si?

    Había muchas cosas que quería decirle en ese momento, pero el tiempo no dejaba espacio para ninguna de ellas. En su cabeza, la campana sonaba cada vez más fuerte. Alguien le había enroscado los intestinos alrededor del cuello y tiraba para ajustar el nudo.

    —Es demasiado tarde…—le murmuró a Rory, y le apartó la mano.
    —¿Qué quieres decir? — preguntó él, mientras ella cubría los pocos metros que la separaban de la puerta—. No te vayas Kirsty. Todavía no. Dime qué quisiste decir.

    Ella no pudo evitar ofrecerle una mirada, girando la cabeza, esperando que él no viera en su rostro toda la pena que sentía.

    —Está bien —dijo él dulcemente, aún esperando consolarla—. En serio. — Abrió los brazos—. Ven con papá —dijo.

    La frase no sonaba bien en boca de Rory. Algunos hombres nunca llegaban a madurar lo suficiente como para ser papás, por más niños que engendraran.

    Kirsty apoyó una mano en la pared para no perder el equilibrio.

    No era Rory el que le hablaba. Era Frank. De algún modo era Frank…

    Se aferró a la idea, a pesar del estruendo de las campanadas, cada vez más fuertes, tan fuertes que su cráneo parecía a punto de partirse en dos. Rory seguía sonriéndole, con los brazos extendidos. También estaba hablando, pero ella ya no podía oír lo que le decía. La tierna carne de su rostro formaba las palabras, pero las campanadas las ahogaban. Estaba agradecida de que así fuera: de ese modo era más fácil desafiar a la evidencia de lo que le decían sus ojos.

    —Sé quién eres… —dijo de pronto, sin estar segura de si sus palabras eran audibles o no, pero segura hasta la médula de que eran ciertas. Lo que estaba arriba era el cadáver de Rory, tirado sobre las vendas desechadas de Frank. Ahora, la piel usurpada estaba casada con el cuerpo del hermano, después de celebradas las bodas de sangre. ¡Sí! Eso era.

    Los lazos que le rodeaban el cuello se estaban cerrando; quizás solo disponía de unos momentos antes de que se la llevaran. Desesperada, comenzó a volver sobre sus pasos, atravesando el pasillo en dirección a la cosa que tenía la cara de Rory.

    —Eres tú… —dijo ella.

    El rostro le sonrió, sin perder el ánimo.

    Ella estiro la mano y le lanzó un zarpazo. Perplejo, Frank retrocedió un paso, pero se las ingenio para evitar que lo tocara. Las campanadas eran intolerables: le hacían papilla las ideas, convirtiendo su cerebro en polvo a fuerza de sonar. Al borde de la locura, volvió a buscarlo con las manos, y esta vez él no pudo esquivarla. Le rasgó la mejilla con las uñas, y la piel, tan recientemente injertada, cayó como si fuera de seda. La carne inundada de sangre que estaba debajo se dejó ver en todo su espanto.

    Detrás de ella, Julia gritó.

    Y, de repente, las campanadas ya no se oían en la cabeza de Kirsty. Se oían en toda la casa, en todo el mundo.

    Las luces del pasillo intensificaron su brillo hasta encandilarla y luego —al sobrecargarse los filamentos— se apagaron. Hubo un breve periodo de total oscuridad en el qué oyó un quejido que pudo haber salido de sus propios labios, o no. Después, fue como si en las paredes y el piso comenzara a chisporrotear unos fuegos artificiales. El pasillo bailaba. En un momento parecía un matadero (las paredes se volvían de color escarlata), en el siguiente parecía un tocador de señora (celeste pólvora, amarillo canario), en el siguiente parecía el túnel de un tren fantasma, todo velocidad y fuegos repentinos.

    Gracias a una luz fulgurante, vio que Frank se le acercaba, con el rostro descartado de Rory colgándole de la mandíbula. Esquivó su brazo extendido y, agachándose, corrió hasta la sala. Advirtió que lo que le apretaba el cuello había aflojado un poco la presión.

    Aparentemente, los Cenobitas se habían dado cuenta del error cometido. Pronto intervendrían, seguro, y acabarían con toda esta comedia de confusión de identidades.

    No se quedaría a ver cómo se llevaban a Frank, tal como había pensado hacerlo; ya había tenido bastante. En vez de quedarse, huiría de la casa por la puerta trasera y lo dejaría en manos de los Cenobitas.

    Su optimismo duró poco. Los fuegos artificiales del pasillo iluminaron brevemente el comedor, delante de ella, y fue suficiente para que pudiera advertir que ya estaba embrujado. Algo se movía en el suelo, como las cenizas antes del viento, y las sillas corcoveaban en el aire. Kirsty podía ser inocente, pero las fuerzas que se habían desatado aquí eran indiferentes a tal trivialidad; percibió que avanzar un paso más seria como tentar a las atrocidades.

    Su vacilación volvió a ponerla al alcance de Frank, pero cuando estaba por atraparla los fuegos artificiales del pasillo se apagaron y ella logró escabullirse, escudándose en la oscuridad. La tregua fue demasiado breve. En el pasillo ya florecían nuevas luces y Frank ya se lanzaba otra vez tras ella, cortándole el paso hacia la puerta del frente.

    ¿Por qué no se lo llevaban, por Dios? ¿No los había traído hasta aquí, como les había prometido, y lo había desenmascarado?

    Frank se abrió la chaqueta. En el cinturón tenia un cuchillo ensangrentado…sin duda, el instrumento de desollar. Lo sacó y apuntó hacia Kirsty.

    —De ahora en más —dijo Frank, mientras la acechaba— soy Rory… —Ella no tenia más remedio que retroceder; a cada paso que daba, se alejaba cada vez más de la puerta (de la escapatoria, de la cordura)—. ¿Me entiendes? Ahora soy Rory. Y nadie se va a enterar de la verdad, nunca.

    Los talones de Kirsty aterrizaron al pie de la escalera; de pronto, sintió otras manos sobre ella, manos surgidas de entre los barrotes de la barandilla que se apoderaron de puñados de su pelo. Giró la cabeza y miró hacia arriba. Era Julia, por supuesto, con el rostro laxo, pleno de pasión consumada. Le retorció la cabeza, exponiendo su cuello al cuchillo de Frank que ya se acercaba, destellando.

    A último momento, Kirsty estiró los brazos por encima de la cabeza, aferró a Julia del brazo y, de un tirón, la arranco de su puesto en el tercer o cuarto escalón. Ambas perdieron el equilibrio y el control de sus respectivas victimas. Julia lanzó un grito y cayó; su cuerpo quedó entre Kirsty y la embestida de Frank. El filo del cuchillo estaba demasiado cerca para que Julia pudiera esquivarlo: la hoja penetró en su costado hasta el mango. Julia gimió y luego salió corriendo por el pasillo, con el cuchillo aún clavado.

    Frank apenas pareció darse cuenta. Sus ojos, una vez más, estaban pendientes de Kirsty y brillaban de horrendo apetito. Ella no tenia a dónde ir, salvo arriba. Mientras los fuegos artificiales seguían explotando y las campanadas seguían sonando, comenzó a ascender los escalones.

    El torturador no salió en su búsqueda inmediatamente, según pudo apreciar. Las súplicas de auxilio de Julia lo habían desviado hacia el sitio donde ella se encontraba, a medio camino entre la escalera y de la puerta principal. Le sacó el cuchillo del cuerpo. Julia grito de dolor y Frank se acuclilló junto a su cuerpo, como si fuera a atenderla. Ella levantó un brazo hacia él, buscando ternura. Como respuesta, él le levantó la cabeza, pasándole una mano por debajo. Cuando sus rostros estaban a unos centímetros de distancia, Julia pareció darse cuenta de que las intenciones de Frank estaban muy lejos de ser honorables. Abrió la boca para gritar, pero él le selló los labios con los suyos y comenzó a alimentarse. Julia dio puntapiés y manotazos en el aire. Todo fue en vano.

    Apartando la mirada de ese espectáculo de depravación, Kirsty ascendió en cuatro patas hasta la cima de la escalera.

    El primer piso no ofrecía ningún escondite que se preciara de tal, por supuesto, y tampoco había una ruta de escape, salvo que saltara por alguna ventana. Después de haber visto el magro consuelo que Frank acababa de ofrecerle a su amante, quedaba claro que el salto era la alternativa más favorable. Podía romperse todos los huesos del cuerpo al caer, pero al menos privaría al monstruo de más alimento.

    Al parecer, los fuegos artificiales se estaban apagando; el pasillo estaba sumergido en una humeante oscuridad. Más que caminar, avanzó a los tropezones, tanteando la pared con la punta de los dedos.

    Abajo, oyó que Frank volvía a ponerse en movimiento. Había terminado con Julia.

    A medida que subía por la escalera, repitió la misma invitación incestuosa:

    —Ven con papá.

    A Kirsty se le ocurrió que la persecución estaría proporcionando no poco divertimento a los Cenobitas, que probablemente la estaban observando y que no actuarían hasta que quedara una sola presa: Frank. Ella no era más que un juguete que usaban para su placer.

    —Bastardos… —resopló, y esperó que la oyeran.

    Ya casi había llegado al final del pasillo. Más adelante estaba la habitación que usaban de depósito. ¿Tendría una ventana accesible, como para que ella saliera? Si así era, saltaría, y al caer los maldeciría a todos ellos… a todos, A Dios y al Diablo, y a todo lo que existiera entre uno y el otro, los maldeciría y no albergaría ninguna esperanza, salvo la de que el cemento le diera una muerte rápida.

    Frank estaba llamándola de nuevo, casi en la cima de la escalera. Kirsty giró la llave en la cerradura, abrió la puerta del depósito y entró.

    Sí, había una ventana. No tenía cortinas y la luz de la luna se derramaba a través de ella en un haz de belleza indecente, iluminando el caos de muebles y cajas. Avanzó trabajosamente entre el desorden, hasta llegar a la ventana. Estaba abierta cinco o diez centímetros y trabada con una cuña, para airear la habitación. Puso los dedos debajo del marco y trató de levantarla sólo lo suficiente para poder salir, pero el marco estaba podrido y sus brazos no estaban a la altura de la tarea.

    Rápidamente, se puso a buscar algo que sirviera de improvisada palanca, mientras una parte de su mente calculaba con frialdad el número de pasos que le faltaban a su perseguidor para atravesar el pasillo. Menos de veinte, concluyó, mientras sacaba una sábana de una de las cajas de madera, descubriendo en su interior a un hombre muerto que la miraba con ojos desorbitados. Estaba roto en una decena de lugares: los brazos destrozados y doblados sobre si mismos; las piernas plegadas, tocándole la barbilla.

    Cuando estaba a punto de gritar, oyó a Frank en la puerta.

    —¿Dónde estas? — inquirió éste.

    Kirsty se apretó la cara con la mano para detener el alarido de repulsión. Al mismo tiempo, el picaporte se movió. Se agachó y se escondió detrás de un sillón tumbado de lado, tragándose el grito.

    Se abrió la puerta. Oyó la respiración de Frank, levemente dificultosa; oyó el hueco ruido de sus pasos en el piso de madera. Después, el sonido de la puerta cerrándose de nuevo. Un clic. Silencio.

    Contó hasta trece y luego espió desde el escondite, esperando a medias todavía verlo ahí dentro, a la espera de que ella saliera a la luz. Pero no, se había ido.

    Él haberse tragado el aire que había acumulado para el grito provoco un desafortunado efecto colateral: hipo. El primero, tan inesperado que no tuvo tiempo de sofocarlo, sonó fuerte como el chasquido de una pistola. Pero no oyó que los pasos volvieran por el pasillo.

    Al parecer, Frank ya estaba fuera del alcance auditivo. Al volver a la ventana, rodeando la caja que servia de ataúd, el segundo hipo la sobresaltó. En silencio, regaño a su estomago, pero fue en vano. Llegó un tercero y un cuarto, inesperadamente, mientras ella luchaba otra vez por abrir la ventana. Ese también era un esfuerzo inútil: la ventana no tenía intenciones de ser complaciente.

    Brevemente, consideró la posibilidad de romper el vidrio y de gritar auxilio, pero pronto descartó la idea. Antes de que los vecinos se hubieran despertado, Frank ya estaría comiéndole los ojos. De modo que retrocedió hasta la puerta crujiente y la abrió una fracción. Hasta donde sus ojos podían interpretar las sombras, no había señales de Frank. Con cautela, abrió la puerta un poco más e ingresó nuevamente en el pasillo.

    La oscuridad era algo vivo que la asfixio con sus lóbregos besos. Avanzó tres pasos sin incidentes, luego cuatro. En el quinto (su número de la suerte), su cuerpo asumió una actitud suicida: se le escapo un hipo. Su mano, demasiado lenta, no logró llegar a la boca antes de que saliera el ruido.

    Esta vez no pasó desapercibida.

    —Ahí estás —dijo una sombra, y Frank salió del dormitorio para impedirle el paso.

    Gracias a lo que había comido parecía más vasto, tan ancho como el pasillo, y despedía un fuerte olor a carne.

    Sin nada que perder, Kirsty gritó hasta ponerse azul, al tiempo que él se acercaba.

    Su terror no amedrento a Frank. Cuando sólo unos pocos centímetros separaban su cuerpo del cuchillo de él, Kirsty saltó a un costado y descubrió que el quinto paso la había dejado justo delante de la habitación de Frank. Entró por la puerta abierta, tropezando. Como un rayo, él la siguió, graznando su deleite.

    Kirsty sabía que en este cuarto había una ventana; ella misma la había roto, apenas unas horas antes. Pero la oscuridad era tan profunda que era lo mismo que tener los ojos vendados, no había un solo vislumbre de luna que alimentara la vista. Frank estaba igualmente perdido, según parecía. La llamaba, buscándola en esa boca de lobo; hendía el cuchillo en el aire y el gemido de la hoja acompañaba sus gritos. Atrás y adelante, atrás y adelante. Alejándose paso a paso del sonido, los pies de Kirsty se enredaron en el revoltijo de vendas que estaba en el suelo. Al minuto siguiente, se cayó. Pero no se desplomó sobre el piso de madera, sino sobre el grasoso bulto del cadáver de Rory. Lanzó un aullido de terror.

    —Ahí estás —dijo Frank. De pronto, sintió que las cuchilladas estaban más cerca, a centímetros de su cabeza. Pero no las oía. Tenía los brazos alrededor del cuerpo que había debajo suyo y la proximidad de la muerte no era nada comparada con el dolor que ahora sentía, tocándolo.
    —Rory —gimió, contenta de tener ese nombre en los labios cuando llegara la puñalada.
    —Exacto —dijo Frank—. Rory…

    De algún modo, el robo del nombre de Rory era tan imperdonable como el robo de su piel, o eso le dictaba su aflicción. Una piel no era nada. Los cerdos tenían piel, las serpientes tenían piel. La piel era un tejido de células muertas que se caían, crecían y volvían a caerse.

    Pero el nombre… El nombre era un hechizo que conjuraba recuerdos. No permitiría que Frank lo usurpara.

    —Rory está muerto —dijo ella. Las palabras la aguijonearon, pero con esa sensación punzante surgió el fantasma de una idea…
    —Silencio, nena… —le dijo él.

    Supongamos que los Cenobitas estuvieran esperando que Frank pronunciara su propio nombre. ¿Acaso el visitante del hospital no había dicho algo sobre una confesión de Frank?

    —Tú no eres Rory… —dijo ella.
    —Nosotros lo sabemos —fue la respuesta—, pero nadie más lo sabe…
    —¿Quién eres, entonces?
    —Pobre chica. ¿Ya estás perdiendo la razón, no? Que bien…
    —¿Quién, entonces?
    —…porque así es más seguro.
    —¿Quién?
    —Silencio, nena —dijo él. Se arrojó hacia ella en la oscuridad, acercando la cara a pocos centímetros—. Todo saldrá mejor que mejor…
    —¿Sí?
    —Sí. Aquí está Frank, nena.
    —¿Frank?
    —Exacto. Soy Frank.

    Y después de decirlo descargó el golpe asesino, pero ella lo oyó venir en la oscuridad y lo esquivó. Un segundo después, la campana comenzó a sonar de nuevo y la lámpara desnuda que colgaba en medio del cuarto parpadeó y se encendió. Con la luz, vio a Frank junto a su hermano; el cuchillo estaba clavado en la nalga del muerto. Mientras trataba de extraerlo, Frank volvió a posar sus ojos en Kirsty.

    Sonó otra campanada, Frank se levantó y se habría abalanzado sobre ella… de no haber sido por la voz.

    Pronunció su nombre con ligereza, como llamando a un niño para ir a jugar.

    —Frank.

    El rostro de Frank cayó por segunda vez en la misma noche. Un gesto de estupor recorrió rápidamente su semblante y luego, pisándole los talones, llegó el horror.

    Lentamente, se dio vuelta para mirar al que había hablado. Era el Cenobita de los anzuelos centelleantes. Detrás de él, Kirsty vio otras tres figuras cuyas anatomías eran verdaderos catálogos de la desfiguración.

    Frank miró brevemente a Kirsty.

    —Tú hiciste esto —dijo.

    Ella asintió.

    —Vete de aquí —le dijo uno de los recién llegados—. Esto ya no es asunto tuyo.
    —¡Puta! — chilló Frank—. ¡Perra! ¡Tramposa, puta de mierda!

    La descarga de furia la siguió mientras caminaba hacia la puerta. Cuando su palma se cerró sobre el picaporte, oyó que él se le venia encima, se dio vuelta y descubrió que lo tenia a menos de treinta centímetros de distancia, que el cuchillo estaba a un pelo de su cuerpo. Pero Frank estaba inmovilizado, era incapaz de avanzar otro milímetro.

    Le habían clavado garfios en la carne de los brazos y las piernas; otros se le hundían en la carne del rostro. Adosadas a los garfios, unas cadenas, que ellos mantenían bien tirantes. Se oía el sonido suave que producían los ganchos al atravesar cada vez más los músculos de Frank gracias a la resistencia que éste oponía. Tenía la boca abierta de tan estirada, surcos abiertos en el cuello y el pecho.

    Se le cayó el cuchillo de entre los dedos. Expulsó un último insulto incoherente dedicado a Kirsty y su cuerpo comenzó a temblar, perdida la batalla contra aquellos que lo reclamaban para sí. Centímetro a centímetro, tiraron de él hasta llevarlo de vuelta al centro de la habitación.

    —Vete —dijo la voz del Cenobita. Ella ya no podía verlos; ya habían desaparecido detrás del aire moteado de sangre. Aceptando la invitación, abrió la puerta, mientras Frank, a sus espaldas comenzaba a gritar.

    Al ingresar al pasillo, vio que desde el cielorraso caían cascadas de polvo y yeso. La casa gruñía desde el sótano hasta las tejas. Tenia que irse pronto, lo sabía, antes de que los demonios se liberaran y empezaran a sacudir ese lugar hasta hacerlo pedazos.

    Pero, aunque disponía de poco tiempo, no pudo evitar echarle un rápido vistazo a Frank para asegurarse de que ya no la perseguiría más.

    Había llegado al límite: tenía garfios clavados en una decena de lugares o más; Kirsty vio con sus propios ojos que en su cuerpo se abrían en canal nuevas heridas. Exageradamente extendido, bajo la solitaria lámpara, con el cuerpo estirado al máximo de su resistencia y aun más, lanzaba agudos gritos que podrían haberle inspirado lástima si no lo hubiera conocido mejor.

    Súbitamente, los alaridos se interrumpieron. Hubo una pausa. Y luego, en un último acto de desafío, Frank volteó su pesada cabeza y la miró fijamente, clavándole unos ojos de los que había desaparecido toda frustración y toda malicia. Posados en ella, resplandecían como perlas en medio de la carne podrida.

    Como respuesta, las cadenas se estiraron un centímetro más, pero los Cenobitas no consiguieron arrancarle más alaridos. En vez de gritar, Frank le mostró la lengua a Kirsty y luego se la pasó por los dientes, en un gesto de impenitente lascivia.

    Entonces se abrieron las costuras.

    Las extremidades se le separaron del torso y la cabeza de los hombros, en medio de una oleada de calor y de astillas de hueso. Kirsty cerró la puerta de golpe, al mismo tiempo que algo chocaba contra ésta del otro lado. La cabeza, supuso.

    Acto seguido, bajó la escalera con paso vacilante, y había lobos que aullaban desde las paredes, y un estruendo de campanadas, y en todos lados —espesando el aire como una humareda— fantasmas de pájaros heridos, cosidos entre si por las puntas de las alas, para siempre incapaces de volar.

    Llegó al final de la escalera y comenzó a caminar por el pasillo, rumbo a la puerta delantera, pero cuando estaba a un tris de alcanzar la libertad oyó que alguien la llamaba.

    Era Julia. Había sangre en el piso del pasillo, marcando un rastro que partía del sitio donde Frank la había abandonado y que conducía al comedor.

    —Kirsty… —volvió a llamarla. Era un sonido tan lastimero que, a pesar del aire ahogado de alas, no pudo evitar ir hacia él, atravesando la puerta del comedor.

    Los muebles eran rescoldos humeantes; las cenizas que había entrevisto formaban una alfombra de olor pestilente. Y allí, en medio de esa devastación doméstica, estaba sentada la novia.

    Gracias a una extraordinaria fuerza de voluntad, Julia se las había ingeniado para ponerse el vestido de bodas y ajustarse el velo en la cabeza. Estaba en medio de la mugre, con el vestido sucio. Pero igual se la veía radiante; más hermosa, por cierto, por el contraste con las ruinas que la rodeaban.

    —Ayúdame —dijo, y recién entonces Kirsty se dio cuenta de que la voz que había oído no provenía de debajo del profuso velo, sino del regazo de la novia.

    Y ahora los copiosos pliegues del vestido se estaban apartando, y ahí estaba la cabeza de Julia: descansando sobre un almohadón de seda teñido de escarlata y enmarcada por una cascada de cabello castaño rojizo. Privada de pulmones, ¿Cómo podía hablar? Y, sin embargo, hablaba…

    —Kirsty —dijo, suplicó y suspiró, y luego se puso a rodar en el regazo de la novia, como si quisiera desalojar a la razón.

    Kirsty pudo haberla auxiliado, pudo haberse apoderado de la cabeza para arrancarle los sesos, si no hubiese sido porque el velo de la novia comenzó a convulsionarse y luego a levantarse, como tironeado por dedos invisibles. Debajo del velo, una luz parpadeó y se hizo más brillante, y más brillante todavía, y con esa luz, una voz:

    —Soy el ingeniero —suspiró. Nada más.

    Después, los rizados pliegues se elevaron más y la cabeza que estaba debajo del velo adquirió el brillo de un pequeño sol.

    Kirsty no esperó a que el resplandor la cegara, sino que retrocedió hasta el pasillo —los pájaros ya eran casi sólidos, los lobos ya estaban casi dementes— y se arrojó por la puerta delantera al mismo tiempo que el cielorraso del pasillo comenzaba a ceder.

    La noche vino a su encuentro… una oscuridad limpia. Respiró, tomando ávidas bocanadas de aire, al tiempo que abandonaba la casa a la carrera. Era la segunda vez que partía de esa manera. Que Dios la ayudara a conservar la cordura si alguna vez existía una tercera.

    En la esquina de la calle Ludovico, miró hacia atrás. La casa no había capitulado ante las fuerzas desatadas en su interior. Ahora estaba silenciosa como una tumba. No, más silenciosa.

    Al darle la espalda, se chocó con alguien. Exhaló un grito de sorpresa, pero el apresurado transeúnte ya estaba alejándose a paso vivo en la angustiosa media luz que precedía a la mañana. Cuando la figura estaba por trascender las fronteras de la solidez, miró hacia atrás y su cabeza fulguró en la penumbra: un cono de fuego blanco. Era el Ingeniero. Kirsty no tuvo tiempo de apartar la vista: una vez más, la figura desapareció instantáneamente, dejándole una imagen residual en los ojos.

    Recién entonces, Kirsty se dio cuenta del propósito de la colisión. Le había vuelto a entregar la caja de Lemarchand, que ahora descansaba en su mano.

    Sus superficies habían sido inmaculadamente reensambladas y lustradas todavía más. Aunque no la examino, estaba segura de que en la caja no quedaban rastros de las pistas que podían llevar a su solución. El próximo descubridor viajaría por sus caras sin mapa. Y hasta que llegara ese momento… ¿la habían elegido a ella como guardiana? Aparentemente, sí.

    La hizo girar con la mano. Por el más tenue de los momentos, le pareció ver fantasmas en la laca. El rostro de Julia, el de Frank. Volvió a girarla para ver si Rory también estaba prisionero ahí dentro, pero no. Dondequiera que estuviese, no era allí. Quizás existía otro enigma que, al ser resuelto, permitía ingresar al lugar donde él estaba alojado. Tal vez un crucigrama cuya solución abriría el cerrojo del jardín del paraíso, o un rompecabezas cuya culminación permitiría el acceso al País de las Maravillas.

    Iba a esperar y a observar, como siempre había esperado y observado, con la esperanza de que, algún día, se toparía con ese enigma. Pero si éste no llegaba a revelarse no se afligiría demasiado, por miedo a que ni el ingenio ni el tiempo tuvieran la habilidad de resolver el enigma de cómo reparar un corazón destrozado.


    FIN



    Titulo original: The Hellbound Heart.
    Traducción: Vladimir Oz.
    © 1986 by Clive Barker.
    Extraído de Night visions, editado por George R. Martin.
    Revista Neuromante numero 9, 1995.
    Edición digital: cortesía de v_laparca@hotmail.

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      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
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              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
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      - Quitar
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
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      - Quitar
      - TITULO
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      - Quitar

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