CUESTIÓN DE SUERTE (Robert Bloch)
Publicado en
noviembre 28, 2017
Frankie se agarraba a la barra con las dos manos. Si se soltara, podría caerse al suelo. Y no quería hundirse en la inconsciencia, porque ese tipo viejo -el profesor- iba a hablarle, y si le escuchaba, el viejo posiblemente le pagaría otra copa.
—La suerte -decía el viejo profesor- es la que lo decide todo en nuestro mundo. Hace cinco años, yo era un miembro respetado de la Universidad. Hoy, después de algunos reveses de fortuna…
Y se calló, soltando un prolongado suspiro. Frankie suspiró a su vez y repuso:
—Sé lo que quiere usted decir. Yo tampoco tengo la costumbre de vagabundear.
Era una mentira, pues Frankie había sido toda su vida un vagabundo. Pero quería mantener buenas relaciones con el otro y deseaba beberse otra copa. Precisamente en aquel momento, el viejo hacía una seña al camarero, mostrando una moneda de medio dólar que sostenía en el aire.
—Cara o cruz -dijo el profesor-. ¿Quién podría decir qué lado saldrá cuando arroje esta moneda sobre el mostrador? Yo, desde luego, no. Ni tú. Un matemático diría que las posibilidades son las mismas desde todos los puntos de vista. El profesor Rhine te dirá que dichas posibilidades pueden ser modificadas. Pero nadie lo sabe. Ése es el misterio del universo. Ninguno de nosotros puede prever lo que traerá la suerte. ¡Mira!
Frankie consiguió fijar su mirada y vio caer la moneda. Ésta chocó contra el mostrador, rebotó y dejó de moverse… en equilibrio y de canto.
—¡La suerte! — El viejo profesor soltó una risita-. Sólo la suerte que opera en torno nuestro, que dirige cada movimiento de nuestras vidas. Si Lincoln se hubiera inclinado para atar el cordón de su zapato en el momento en que Booth apretaba el gatillo… Si no hubiera aparecido un pájaro cuando Cristóbal Colón hacía frente a los amotinados… ¡Sí! Todos somos víctimas de Tiché.
—No la conozco.
—Tiché. Fortuna, como la llamaban los romanos. Una de las tres Parcas.
—Nunca me he encontrado con esa señora.
—Dudo que pudiera. — Sin dejar de beber, el viejo profesor sonrió a Frankie-; pero los antiguos se daban cuenta de su importancia. Celebraban un festival anual en su honor. Creo que era el veinticuatro de junio. Yo la he visto representada con un cuerno de la abundancia en las manos, de pie sobre una bola…
—¡Oh, sí! Vamos al baile -rezongó Frankie, que había entendido mal la palabra-. Otra copa, y estaré listo para el baile.
—No deberías deber tanto -le dijo el viejo.
Frankie alzó los hombros.
—¿Y para qué? ¿Qué otra cosa podría hacer? Yo nunca he tenido suerte, ni una sola vez. Míreme: soy un pobre y desgraciado borracho. Tiemblo como un viejo y no tengo más que treinta y tres años. Si tuviera tan sólo una oportunidad…
El profesor asintió con la cabeza.
—Yo podría contarte una historia muy parecida -le dijo-. Lo mismo que cada ser humano. Con sus cien últimos dólares, un hombre se compra una cabaña junto a una playa… y seis meses más tarde se le halla muerto de hambre. Otro tipo hace la misma cosa… y seis meses más tarde se encuentra petróleo en la orilla y vende su terreno por un millón de dólares. Un hombre va por la calle y se tropieza junto a una boca de alcantarilla con una cartera llena de dinero. Otro pasa por esa misma calle un instante después, en el preciso momento en que se desprende una cornisa, y muere. La Fortuna es una diosa caprichosa, amigo mío. Pero, ¿quién sabe? Siendo caprichosa, puede modificar su actitud y traerte riqueza y felicidad.
—¡Eso son tonterías! — dijo Frankie.
—Así habla el espíritu científico -respondió el viejo profesor-; pero yo no estoy tan seguro. ¡Si pudiera enterarme del secreto de lo que atrae a la Fortuna! No pido otra cosa. Puede ser simplemente cuestión de fe o de veneración. La Fortuna es una diosa, y las diosas exigen que se las adore. Como es mujer, reclama fidelidad. ¿Será que los llamados afortunados son principalmente aquellos que han descubierto el secreto y jurado fidelidad a la Fortuna a cambio de sus favores?
—Yo no digo nada -masculló Frankie-; pero haría cualquier cosa por una señora así.
Tomó su copa, bebió y luego se volvió. El viejo profesor había salido vacilando. El camarero se acercó meneando la cabeza.
—¡Hay que ver cómo la cogen! — exclamó.
—¡Hombre! — respondió Frankie-. Pero lo que me extraña es que un tipo como él venga a este bar.
—¡Ya Sabe usted! — contestó el camarero-. Aquí recibimos gente de categoría, que viene a jugar a la sala de ahí dentro.
Frankie recordó. Sí, había una sala allá en el fondo. Ruleta, dados, lo de siempre. Él no había puesto nunca los pies allí, porque nunca había tenido un céntimo. Pero, pensándolo bien…, muchas personas habían pasado por detrás de él durante aquella noche. Como el cretino calvo que pasaba en este momento, y el estudiante con gafas, y la dama vestida de rojo.
La dama de rojo… ¡Qué buen bocado!
Frankie no se había fijado en las mujeres desde hacía varios meses.
Cuando uno se dedica a la bebida, acaban por no interesar. Pero ésta le interesaba.
Llevaba un vestido de noche rojo. Su piel era blanca como el.mármol y su cabellera de un negro azabache. Miró a Frankié al pasar y le sonrió.
Le sonrió. El aspecto de Frankie no debía importarle.
Frankie estaba borracho. Si no, jamás hubiera hecho eso. Pero como estaba borracho, la siguió titubeante. Hasta la puerta de la sala del fondo… y se fue tras ella mientras que él portero la miraba y la dejaba pasar. Y Frankié cruzó la puerta con ella. El portero no intentó siquiera detenerlo. Aunque a Frankie le pareció que lo miraba a él más que a ella.
La sala del fondo era más grande de lo que él había pensado, y muy imponente. El bar grasiento que la precedía no era más que una tapadera. Aquí se jugaba en grande: tres vastas mesas de ruleta y cuatro mesas para los dados. Por lo menos debía haber cincuenta personas.
La atmósfera estaba cargada de humo, pero no era neblinosa. Hasta los jugadores de dados estaban en calma, y cuando la ruleta giraba en una mesa se podía oír resonar la bola. Frankie siguió a la dama de rojo hasta una mesa de ruleta. Había muchos rostros alegres de ciudadanos bien vestidos y llenos de dinero. Ante algunos había grandes montones de fichas, más pequeños ante otros. Y la ruleta que giraba en medio, la ruleta con las treinta y seis cifras y cero y doble cero, la ruleta con el rojo y el negro. Cada vez que ella daba sus giros, algunos montoncitos disminuían, mientras que otros aumentaban.
¿Por qué?
Es que ella estaba allí. Esa cosa de que había hablado el profesor: la fortuna, la suerte.
Algunos debían de tener ante ellos mil dólares o más en fichas, y no cesaban de ganar. Otros perdían sin parar y compraban más fichas: un dólar por las blancas, diez por las rojas y veinte por las azules.
Pero, ganando o perdiendo, todos estaban apasionados. Frankie sentía cómo la excitación se estremecía por oleadas, alrededor de la mesa. Todos miraban cada tirada, cada juego. Él miraba también y experimentaba la misma excitación. ¡Si él tuviera algo para apostar!
Se quedó mirando a la mujer de rojo. Ella tampoco jugaba y se contentaba con mirar…, igual que él; pero no como él, pues ella no estoba excitada. Frankie podía verla allí de pie, como una estatua. Nadie más la miraba, aunque era la más bella de la reunión. Se hubiera dicho que ignoraban su presencia.
Y ella miraba, pero sin que sus ojos cambiasen. No apretaba los puños, ni jadeaba, ni parecía siquiera interesada. Era como si supiera quién iba a ganar y quién iba a perder.
Frankie la contemplaba con fijeza. De repente, ella volvió la caída y lo miró de nuevo. Sus ojos eran como un par de diamantes negros. Él quiso evitar.su mirada, y entonces ella apartó los ojos hacia el suelo.
Frankie se inclinó para ver qué era lo que ella miraba. Y entonces se dio cuenta.
Una ficha yacía entre sus pies. Se debía haber caído del montoncito de alguien. Frankie se agachó y la cogió. Una ficha azul: veinte dolares. Podía cambiarla por efectivo inmediatamente. ¡Un verdadero golpe de suerte!
Buscó con la mirada a los cambistas que circulaban entre el público, con su cajita sobre el vientre, pero no vio a ninguno. Y el croupier empezaba a recitar su melopea:
—¡Señoras y señores, hagan juego…!
¿Y por qué no? Encontrar veinte dólares era estar de suerte. Veinte se podían transformar en cuarenta. ¿Pero a cuál debía jugar? ¿Al negro o al rojo?
Frankie volvió a mirar a la dama. Ella llevaba puesto un vestido rojo, evidentemente; pero sus cabellos eran negros y sus ojos también eran negros. Los ojos negros lo miraban fijamente en este momento…
Bueno, pues jugaría al negro. Frankie fue a depositar su ficha, pero su mano no estaba firme y la ficha se le escapó. Rodó y aterrizó sobre el número 33.
Trató de alargar el brazo, pero el croupier dijo:
—¡No va más!
La ruleta empezó a girar, y él no tuvo más remedio que quedarse inmóvil mirando. Veinte dólares desperdiciados como si nada. ¡Vaya con el golpe de suerte! La ruleta giraba sin cesar, la bola giraba sin cesar, la sala giraba sin cesar.
La bola se paró. La ruleta se paró. La sala también se detuvo y Frankie pudo oír al croupier:
—El treinta y tres, negro.
¡Su número!
Y así comenzó. El croupier empujó el gran montón de fichas hacia él. La dama de rojo sonrió: entonces él colocó la mitad de las fichas sobre el rojo. Salió el rojo. Dejó el montón y el rojo volvió a salir. Había ganado tres veces seguidas.
La dama de rojo meneó la cabeza y se alejó de la mesa. Él recogió sus fichas y las llevó a un cajero. El hombre le pagó con billetes de veinte, cincuenta y cien. Tres mil veinte dólares, contantes y sonantes.
Frankie se los metió en los bolsillos, atravesando rápidamente por entre la gente a fin de volver a ver la dama, darle las gracias y quizás incluso darle su parte.
El portero abrió la puerta, la dama pasó delante y él gritó:
—¡Eh! ¡Espéreme!
El portero se lo quedó mirando.
—¿Qué pasa?
—No hablaba con usted -contestó Frankie-. Me dirigía a la señora.
—¿A qué señora? — preguntó el hombre.
Frankie no respondió, porque ya la veía franquear la puerta del bar. La alcanzó en la esquina de la calle. El aire fresco le acometió y le hizo sentirse mal; pero llegó hasta ella y le dijo:
—Gracias. Usted me ha dado suerte.
Ella se limitó a sonreír. A la débil luz, sus ojos eran más negros que nunca.
—Tenga. — Sacó un puñado de billetes-. Creo que se los ha ganado.
Ella no tomó el dinero.
—En serio -insistió Frankie-. Tómelos. — Luego se detuvo-. ¿Qué le pasa a usted? ¿Es usted sorda o qué?
No hubo respuesta. Ella era sorda, sí. ¿Se dan ustedes cuenta? Una mujer tan bonita, y sorda. ¿Pero no saben los sordos leer en los labios?
—¿Adónde va usted? — le preguntó Frankie.
Tampoco hubo contestación.
Puede que la dama fuera también muda.
No tenía nada de extraño que no la acompañara ningún caballero.
—¿Quiere usted venir conmigo? — le preguntó Frankie.
Ella no querría seguramente…, una mujer como ella… ir con un vagabundo.
Se puso en marcha, y ella le siguió sin hacer ningún ruido, ni siquiera con sus tacones, ya que llevaba una especie de sandalias. Nada de anillos ni joyas. Era un buen bocado, pero una verdadera estatua.
Y como una estatua se quedó en el centro de la sucia habitación.
¿Esperaba acaso algo? Lo único que sabía Frankie es que estaba cansado, terriblemente cansado. Atravesó la habitación, se dejó caer en la cama y, sin poderlo evitar, quedó profundamente dormido.
Fin