Publicado en
noviembre 27, 2017
Drama de la vida real
Aquel hombre iba al volante de su carro de bomberos, corriendo a toda velocidad hacia el rescate. Segundos después, observaba impotente cómo se convertían sus compañeros en antorchas humanas, mientras él mismo estaba...
Por el Comandante Adriano Silvério Ferreira (de la Marina Portuguesa, es el responsable del entrenamiento de los hombres del Servicio Nacional de Bomberos de Portugal. A solicitud de ese cuerpo, encabezó la Investigación sobre las causas del incendio en Agueda.)
FUE A fines de la primavera de 1986, la noche del 14, de junio. Durante dos días había soplado sin cesar el viento cálido del sur llamado Suáo en toda la región central de Portugal. En la gran extensión de tierra que se encuentra entre Albergaria-a-Velha y las estribaciones de la Serra do Caramulo, este viento llega a alcanzar velocidades de 90 k.p.h. en ráfagas furiosas que hacen vibrar puertas y ventanas como si estuvieran poseídas por el demonio.
Poco después de la medianoche, en Urgueira, aldea situada a 18 kilómetros de Águeda, un joven de 18 años que salía de un café encendió un cigarrillo, y arrojó deliberadamente el fósforo a la tierra. Una diminuta chispa encendió el césped seco; el viento la avivó hasta convertirla en llama, y empezó a propagarse rápidamente.
En cuestión de minutos, el Suáo convirtió aquella chispita en llamaradas de proporciones alarmantes que en un dos por tres consumieron docenas de hectáreas de matorrales secos y bosques de eucaliptos y pinos. La alarma llegó a la brigada contra incendios de Águeda, pero el capitán, Neves dos Santos, se dio cuenta de que, sin contar con refuerzos, el intento de sofocar el furioso incendio sería una pérdida de tiempo y podría resultar desastroso. Por tanto, pidió ayuda y designó dos sitios de reunión para los grupos de bomberos: Águeda y Castanheira do Vouga.
En Anadia, Víctor Cordeiro Libório, funcionario público de 33 años, terminó de cenar en compañía de su esposa y sus cuatro hijos y, como de costumbre, se dirigió a la estación de bomberos. Era miembro de la Asociación Humanitaria de los Bomberos Voluntarios de Anadia desde hacía 16 años, y le agradaba mucho proporcionar ayuda en emergencias como incendios, inundaciones y accidentes automovilísticos. Creía que trabajar para el bienestar público era la mejor manera de retribuir las bondades que le habían prodigado sus vecinos durante su infancia, pues había quedado huérfano.
Media hora después de la medianoche les llegó la noticia de que había un incendio, y de que se necesitaban refuerzos. Libório se puso a toda prisa el uniforme de mezclilla sobre los pantalones, mientras comentaba con uno de sus compañeros: "¿Cómo es posible que alguien inicie un incendio a estas horas de la noche?"
LLEVADO por el Suáo el incendio se propagaba furiosamente, invencible, a través de los claros del bosque, a velocidades increíbles; y cuando encontraba "chimeneas" —valles abiertos rodeados de laderas empinadas— aumentaba su furia, al combinarse las corrientes de convección y de radiación.
En menos de una hora la conflagración avanzó 65 kilómetros a lo largo de una ruta serpenteante, amenazando a las aldeas de Macieira de Alcoba, Matadegas y Paul. Las llamaradas iban acompañadas de un estruendo terrorífico, mezcla del fuego crepitante, el ulular del viento y los estallidos de hojas oleaginosas. En Castanheira y en Alcafaz, los habitantes, presas del pánico, telefoneaban pidiendo auxilio.
Poco después de la una de la mañana, a las órdenes de Neves dos Santos, dos columnas del cuerpo de bomberos, que constaban de 46 elementos y nueve vehículos salieron de Castanheira para socorrer a esas aldeas; la primera columna se encaminó hacia la cercana Castanheira, y la segunda, hacia Alcafaz. Libório iba en este último grupo de 21 hombres, al volante de uno de los cuatro carros de bomberos.
A medida que avanzaba, podía ver el horizonte en llamas. A su lado, dos de sus cuatro compañeros, sobrecogidos por el dantesco espectáculo, apenas se atrevían a hablar. De pronto, Libório recordó varios incendios en los que habían perecido bomberos. Temía lo peor, pero trató de conservar la calma y de animar a sus compañeros; preguntó al que iba sentado junto a él:
—Armindo, ¿qué crees? ¿Podremos con él?
—Nunca he tenido que enfrentarme a un incendio tan tremendo; pero debemos pelear —contestó Armindo, aunque no parecía muy convencido.
Las hojas quemadas caían ya sobre los hombres sentados en la parte posterior del carro.
Al aumentar la velocidad, Libório y los otros tres hombres pensaron: ¡La gente de esas aldeas está en peligro! Después de tres kilómetros de viaje hacia Alcafaz, se toparon con un camión de carga y con un jeep. El camionero les gritó: "¡No sigan adelante! ¡Ya el fuego cortó el camino!"
Los bomberos se detuvieron y decidieron poner a votación si seguían adelante, levantando la mano. La decisión de proseguir fue unánime. Sin embargo, sólo habían avanzado un corto tramo cuando se encontraron con el fuego, que iba subiendo rápidamente por una chimenea en olas sucesivas de llamas, hasta el punto donde el camino se abría paso por la colina, y seguía hacia arriba con furia incontenible. No había más opción que retroceder... pero ya era demasiado tarde. Detrás de ellos, las llamas estaban avanzando por otra chimenea. ¡Los bomberos y los tres ocupantes del camión y del jeep estaban cercados!
Cundió el pánico. Armindo saltó del carro, e inmediatamente quedó envuelto en el fuego. ¡Debo salvarlo!, pensó Libório. Al saltar del vehículo, él también se incendió. Utilizando las manos sin protección alguna para tratar de apagar las llamas, corrió para activar la bomba de agua de su camión, y logró apagar el fuego que quemaba su uniforme. Entonces, hizo lo mismo por su amigo. "¡Armindo! ¡Armindo!", gritó Libório. Pero su amigo no le contestó.
A la luz del abrasador fuego, Libório reconoció a ocho bomberos de Agueda y a cuatro de Anadia, todos convertidos en antorchas humanas que caían lentamente al pavimento. Se podían oír sus penetrantes gritos por encima del rugido de las llamas invasoras. Al mirar hacia el valle que se extendía allá abajo, Libório sólo veía oleadas de fuego.
Aunque tenía las manos y los antebrazos quemados, utilizó una manguera contra incendios para atacar al monstruo infernal. Viendo que sus esfuerzos resultaban inútiles, trató de arrastrar a Armindo de regreso hasta el carro de bomberos, pero desistió cuando vio que su amigo ya había muerto. Después de empapar su carro con agua, se mojó a sí mismo y se encerró en la cabina.
Libório quiso saber qué hora era, pero la pulsera metálica de su reloj casi había desaparecido por la hinchazón de su brazo, ocasionada por las quemaduras. A pesar del lacerante dolor, liberó su reloj con los dientes. Eran las 2:45 de la mañana. En la mano izquierda, dos anillos se le habían hundido en la carne de su dedo chamuscado, hinchado dolorosamente.
En cuanto el incendio hubo amainado y pasado a un nivel más alto en la ladera, Libório entreabrió la ventanilla para mojarse nuevamente. ¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Un minuto, una hora, una eternidad? No lo sabía. En su mente todo era confusión. ¿Era ese horror real, o sólo una terrible pesadilla? Temeroso de seguir más tiempo en su refugio improvisado, porque el tanque de gasolina del carro de bomberos podría estallar, hizo un esfuerzo sobrehumano para abrir la portezuela y salir.
La cinta asfáltica de la carretera se ablandaba bajo sus pies. ¿Hacia dónde debe dirigirme en medio de este infierno?, se preguntó Libório. ¿De regreso hacia el lugar de donde vengo, o hacia adelante? Mirando en torno, se decidió finalmente a caminar hacia adelante, azotado por las ráfagas de aire caliente que transportaba el viento. Al resplandor del incendio pudo ver los vehículos quemados, y los cuerpos de algunos de sus compañeros, calcinados.
¿Todos ellos?, pensó. ¿Estarán muertos todos? ¿Quim Bastos, Manuel José, Avelino? Y, ¿en dónde estarán los demás? Ante él, el camino serpenteaba, internándose en la oscuridad. No sé en dónde estoy, ni hacia dónde ir. Estaba terriblemente solo en medio de la candente noche, con la parte superior de su cuerpo gravemente quemada, y podía sentir los anillos que le cortaban el dedo, como anillos de fuego.
¡Mi pobre esposa! ¡Mis hijos! Libório se desesperó. ¿Qué será de ellos sin mí? Su mente voló vertiginosamente hacia el pasado; recordó a su padre que lo había abandonado junto con sus tres hermanos cuando todavía eran unos niños. No lo recordaba bien, porque sólo lo había visto una vez. Ahora le parecía que su padre lo llamaba desde lejos, extendiendo una mano de ayuda. Pero cuanto más caminaba Libório, más grande se hacía la distancia que los separaba. Dos veces llamó: "¡Papá! ¡Papá!" Entonces, tan rápidamente como había llegado, la visión se esfumó.
También le pareció que sus hijos acudían a él. ¿Estaré soñando?, se preguntó. ¿O estaré muerto y en el infierno? Porque esto es exactamente como el infierno: las llamas bailan con furia por todas partes; el fuego me atormenta. ¿Qué he hecho para merecer este castigo?
Al caminar dando traspiés por aquella senda interminable, notó que los pies, hinchados por el calor del asfalto que se derretía, estaban a punto de reventar las botas. Pero tenía las manos tan quemadas, que no las podía desatar. Las ráfagas de aire caliente seguían torturándole el ya chamuscado cuerpo; sobre todo el pecho, que ya no tenía cubierto con la ropa protectora.
Pero debía continuar, dando tumbos dolorosamente durante horas a lo largo del camino. Sentía que se le escapaba la vida a través de cada poro de su cuerpo. Cayó y se levantó incontables veces, mientras por su mente, como en una pantalla, desfilaban rápidamente escenas de su pasado.
Se le dificultaba mucho respirar, debido a la temperatura tan alta. ¡Los pulmones se le quemaban también! Libório tenía casi la certeza de que no habría escapatoria de aquel infierno. Elevó los ojos al cielo, ennegrecido por las nubes de humo, matizadas de tonos anaranjados. ¡Dios mío, juró, si me permites sobrevivir y ver a mis hijos otra vez, haré una peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Fátima, a pie!
Al despuntar el alba, Libório vio una casa en Castanheira do Vouga, se encaminó hacia ella y golpeó en la puerta con las rodillas y un hombro. El hombre que le abrió no podía dar crédito a lo que miraba. La criatura que se encontraba de pie frente a él estaba ennegrecida por la ceniza, y la parte superior de su caja torácica estaba hinchada y ampollada por las quemaduras; de sus manos pendían colgajos de piel chamuscada.
—¿Quién es usted? ¿Qué desea? —preguntaron, horrorizados, el hombre y su mujer, quien se le había unido en la puerta.
—¡Agua! —contestó Libório. Después dijo entre jadeos que era bombero, y que había quedado atrapado en medio de la conflagración— ¡Por el amor de Dios, déme un poco de agua! —suplicó—. ¡Me estoy quemando por dentro y siento como si me estuviera muriendo!
Por la boca le brotaba espuma manchada de sangre. La pareja corrió al interior de la casa y le trajeron leche, que Libório bebió con ansiedad. Sólo hasta entonces notó, a unos pocos metros de él, un grupo de bomberos que lo miraban fijamente, atónitos. Ní siquiera Laurentino Costa, su propio comandante, lo había reconocido.
Los hombres llevaron rápidamente a Libório hasta la ambulancia; la misma que tantas veces había él utilizado para transportar a los en fermos y heridos. Laurentino asió el volante y se dirigió a toda velocidad al hospital de Águeda, a unos 15 kilómetros de allí. Mientras conducía, Laurentino se sentía tan acongojado que apenas podía fijarse en el trazo del camino y ver la orilla. Sabía que Libório, uno de sus mejores bomberos, agonizaba.
LIBÓRIO fue trasladado más tarde al Hospital de la Universidad de Coimbra, en donde pasó seis meses. Se sometió a ocho operaciones: siete de injertos de piel, y una para corregirle la lesión pulmonar ocasionada por la inhalación de aire excesivamente caliente. Gracias a su fuerte constitución y a su anhelo de vivir, su recuperación fue casi completa. El 8 de mayo de 1987, en peregrinación de acción de gracias, Libório y sus siete compañeros sobrevivientes iniciaron la caminata de 150 kilómetros desde el punto en que se toparon con el fuego, sobre la empinada Serra de Aire, hasta el Santuario de Fátima. Tras caminar unos 70 kilómetros, Libório se detuvo en Cantanhede, porque le dolían mucho los pies. Al cabo de un mes, el grupo concluyó la peregrinación, caminando los 80 kilómetros restantes hasta el santuario.
La Comunidad Europea otorgó a Libório un subsidio, como parte de un donativo otorgado en situaciones de desastre. Actualmente lleva una vida normal, aunque su mano izquierda está incapacitada, sin remedio. A pesar de sus tremendas cicatrices, ve el futuro con el mismo valor y arrojo que desplegó en aquella madrugada de pesadilla, en que 13 bomberos y tres civiles murieron calcinados. E insiste: "¡Quiero volver a ser bombero!"
El joven que ocasionó el incendio fue sentenciado a cuatro años de prisión y a pagar una multa de diez millones de escudos, por negligencia culpable.
ILUSTRACION: DENNIS LYALL