OCULTAS BELLEZAS DE EL CAIRO
Publicado en
octubre 19, 2017
La capital de Egipto, que fue una de las más grandes ciudades medievales, conoció tiempos difíciles, y sus tesoros arquitectónicos empezaron a desmoronarse. Hoy está en marcha un esfuerzo cultural de rescate, para restaurar y conservar los espléndidos vestigios de su glorioso pasado.
Por John Feeney
EN UN día claro, desde lo alto de la masiva ciudadela del siglo XII que domina a El Cairo, puede contemplarse todo el pasado... o al menos, la mayor parte de la historia escrita. Allá, en el desierto, al occidente, están las antiguas pirámides de Gizeh. Más cerca, unos rascacielos con muros de cristal se yerguen en fila, paralelos al Nilo. Abajo, casi hundida en las estruendosas calles del moderno Cairo, yacen los escombros inapreciables de la antigua metrópoli, que en un tiempo fuera una de las mayores ciudades medievales del mundo, fabuloso lugar de palacios, posadas, bazares, hospitales, fuentes y baños públicos.
Para descubrir la antigua ciudad hay que ir a pie. Se pasa por las puertas gemelas de Bah al-Futuh y Bab al-Masr, y se encuentra uno en la arteria principal, Qasabat al Qahira, como se le llamaba en el Medievo. Más allá están las estrechas callejas adoquinadas que protegen a los cairotas del sol y del cálido viento del desierto, al dar sombra y conservar el aíre frío de la noche.
Estas calles zigzagueantes tienen maravillas que revelar. Tras derruidas fachadas hay esplendor: restos de paredes acanaladas, sólidas cúpulas de piedra y altivos minaretes. Cuando los cruzados enviaron embajadores a El Cairo, en 1167, estos fueron conducidos por la atestada Qasabat al Qahíra hasta el palacio del soberano. Según la narración que hace Guillermo de Tiro, los llevaron "a través de largos corredores misteriosos, pasando por puertas que custodiaban guardias, por grandes recintos con techos revestidos de artesonados con incrustaciones de oro, pasando al lado de fuentes de mármol y pájaros de maravilloso plumaje", hasta que finalmente conocieron al califa, "sentado en un trono de oro".
Hace mucho desapareció el gran palacio de los conquistadores fatimidas, procedentes de Túnez, que hicieron la traza y fijaron los límites de la ciudad, el año 969 de nuestra era. Pero no así las muchedumbres que fluyen por la Qasabat. Esta calle es un inmenso bazar, en donde los mercaderes venden de todo: desde ajo, hasta oro. Entre la abigarrada multitud vense figuras que parecen brotar del pasado. El mibkharah, o turiferario, con su flotante túnica a rayas, su larga barba gris y sus dedos cuajados de rubíes, cumple con su tradicional tarea de incensar tiendas y hogares, ofreciendo una plegaria y recibiendo a cambio unas cuantas piastras. El sakkah, o aguador, se abre paso entre el gentío llevando a cuestas un cuero de cabra goteante.
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La historia registra que 12,000 aguadores con 15,000 camellos iban dos veces al día al Nilo a traer agua. Muchos callejones eran demasiado estrechos para dar paso a los camellos, por lo que el sakkah entregaba el agua de puerta en puerta. Se pagaba al recibir, por lo que los pobres y los enfermos podían morir de sed. Y así llegó a ser piadosa costumbre de sultanes, príncipes y mercaderes donar bellas sabils o fuentes públicas de agua potable, que solían adornar con versículos del Corán y en las que se grababa el nombre del donante. En El Cairo medieval había tal vez cien de estas adornadas fuentes públicas. Hoy, aún existen algunas docenas, pero ninguna está en servicio.
Por tradición, la sabil se emplazaba en la planta baja de un edificio, con una kuttab, escuela religiosa para niños pobres, en el piso superior. De este modo, la ofrenda del rico, de "fuente y escuela", otorgaba las dos mercedes del Islam más encarecidas por el Profeta: el agua para el sediento, y la enseñanza del Corán para el ignorante.
¿De dónde obtenían dinero los príncipes para sabils y kuttabs? Desde el siglo XIII hasta el XV, El Cairo prosperó como pocas ciudades de la Tierra lo han hecho jamás, gracias a la protección de los mamelucos, casta de guerreros que gobernó Egipto durante casi tres siglos, y al virtual monopolio que la ciudad ejercía sobre el comercio entre Asia y Europa. Al mar Rojo llegaban navíos cargados de especias, sedas y porcelanas de Oriente, y estas mercaderías eran transportadas por tierra hasta El Cairo. En caravanas llegaban perlas y coral de Arabia y el Sinaí; jabones, jarabes y nueces llegaban de Aleppo y de Bagdad; cargamentos de loros; oro y esclavos, de Nubia y de la remota Etiopía. También llegaban mercaderes occidentales, a cambiar sus mercancías por joyas, seda y especias. En el siglo XIV, la mayor parte de las especias de Oriente destinadas a las cocinas europeas pasaban por El Cairo.
Con tantos viajeros que desde enormes distancias iban a El Cairo y partían de allí, la Calle de los Ensilladores de Camellos hacía pingües negocios, así como el Bazar de los Fabricantes de Armaduras. Estos lugares desaparecieron desde hace mucho, pero hoy, en pequeñas tiendas y ruinosos patios esparcidos por toda la ciudad, los herederos de otras muchas artesanías medievales siguen ejerciendo su actividad. Durante todo el día, un coro de martilleos sale del bazar de los caldereros, un golpeteo más leve, del de los plateros y latoneros, así como el continuo y suave rumor de los hornos alimentados con paja de los sopladores de vidrio.
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En la Calle de los Fabricantes de Tiendas de Tela, unos cuantos hábiles artesanos aún cosen laboriosamente los inmensos pabellones con aplicaciones de las tiendas, o sewanes, que sólo se encuentran en Egipto. Cerca de allí está la Calle de los Talladores de Madera, en donde se trabajan las pantallas moucharaby, intrincadamente talladas, que en un tiempo adornaban miles de ventanas en El Cairo. La Calle de los Instrumentos Músicos alberga a los artífices que fabrican flautas, tambores, panderetas y ouds; estos son instrumentos medievales conocidos como laúdes en Occidente.
Muchas de las maravillas de El Cairo medieval que se han conservado son arquitectónicas; entre ellas destaca el vasto mausoleo del sultán mameluco el Mansur Qalaun, que data del siglo XIII. Era mucho más que una tumba, pues Qalaun encargó todo un complejo de edificios: un gran mausoleo que remata una inmensa cúpula, un madrasah o colegio religioso con un altísimo minarete, un orfanato, una escuela elemental y un gran maristan u hospital público, que incluía una biblioteca donde los pacientes podían escuchar música. El maristan era uno de los hospitales más avanzados del mundo, y se conservó hasta el siglo XIX, aunque para entonces ya estaba muy deteriorado.
El mausoleo de Qalaun propiamente dicho se asemeja más a una catedral que a una tumba. Rodeados por una gran pantalla de madera moucharaby, Qalaum y su hijo Nasir Muhammad yacen en una opulenta cámara bajo la maciza cúpula, que simboliza el arco del firmamento. Inmensas columnas de piedra se elevan en la penumbra y, brillando en lo alto de las paredes, pequeñas chemsyias o ventanas "como soles" reflejan los rayos del Sol como cientos de gemas coloreadas.
El nieto de Qalaun, el sultán Hassán, continuó con la tradición de construir edificios muy complejos, con una grandiosa mezquita madrasah, insuperable obra maestra que aún hoy es considerada uno de los triunfos arquitectónicos de la humanidad. Hay en esta mezquita un elemento decididamente moderno, con sus austeros muros exteriores. En el interior, cuatro espaciosas salas dan a un vasto patio central, al que llega en profusión la luz de la bóveda celeste.
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Durante los siglos en que los sultanes se mandaban construir monumentos a sí mismos, los maestros constructores y artistas de El Cairo diseñaron formas cada vez más intrincadas en piedra, madera y marfil. Tras cinco siglos de embellecímiento —desde la cima de cada minarete, a través de la superficie de cientos de cúpulas de piedra, sobre paredes, cielorrasos y pisos de mármol de las mezquitas—, El Cairo, con más ornamentos que ninguna otra ciudad de la Tierra, fue celebrada como "la Puerta del Islam", el "Trono de los Reyes", e "iluminada por las estrellas y la Luna de la sabiduría".
Sin embargo, el esplendor de El Cairo no estaba destinado a perdurar. En 1488, los navegantes portugueses doblaron el cabo de Buena Esperanza y descubrieron una nueva ruta hacia Oriente. Egipto perdió el monopolio de las especias, y luego, en el curso de los siglos, guerras, malas cosechas, sequías y plagas contribuyeron a la lenta decadencia de la ciudad.
Hoy, El Cairo medieval es víctima del tiempo y de la incuria. El ascenso del nivel freático, causado por el excesivo peso y la antigüedad de las atarjeas, está socavando los cimientos de los edificios. Cada mes cae otra pared, se cuartea otra bóveda y, mientras sus casas se desploman a su alrededor, los habitantes acampan en mezquitas y tumbas.
En 1979, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, (UNESCO) declaró que El Cairo medieval era un tesoro que se debía conservar para toda la humanidad y, en 1980 sugirió trabajar intensivamente en la restauración de seis pequeñas zonas de la urbe, como parte de un plan quinquenal de urgencia.
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Varios países europeos, en coordinación con la Organización de Antigüedades Egipcias, han prestado ayuda. Alemania Occidental, por ejemplo, ya ha restaurado dos mezquitas del siglo XIV, un adoratorio con cúpula y la fuente de una calle, y está trabajando en otro sitio. Dinamarca ha contribuido a renovar, no lejos de allí, una exquisita madrasah anexa a al-Azhar, una de las universidades más antiguas del planeta. Equipos franceses, italianos y polacos están trabajando en otros proyectos de esta índole, mientras que los egipcios han concluido la primera fase de remozamiento de la monumental ciudadela.
Pero salvar al antiguo Cairo está muy por encima de los medios económicos de Egipto, y la labor hasta hoy realizada es, con mucho, apenas el principio. Hay en El Cairo entre trescientas y cuatrocientas mezquitas y madrasahs, docenas de baños públicos, palacios, casas y sabil-kuttabs que necesitan reparación. Todos estos edificios son parte de la herencia cultural de la humanidad.
No debemos permitir que se vuelva escombros "la ciudad de los mil minaretes".
FOTOS: JOHN KEENEY