NIÑOS PERDIDOS (Orson Scott Card)
Publicado en
octubre 13, 2017
Durante mucho tiempo me he preguntado si debía narrar esta historia como ficción o realidad. Las cosas resultarían más fáciles para varias personas —yo entre ellas— si la contara con nombres supuestos. Pero ocultar a mi niño perdido detrás de un nombre falso sería como borrarlo. Así que lo contaré como sucedió, y al cuerno con las cosas fáciles.
Kristine y los chicos nos mudamos a Greensboro el uno de marzo de 1983. Yo estaba bastante contento con mi empleo, aunque no estaba seguro de querer un empleo. Pero la crisis había sembrado el pánico entre las editoriales, y nadie ofrecía anticipos lo bastante jugosos como para que yo consagrara el tiempo necesario a escribir una novela. Tal vez podría haber producido setenta y cinco mil palabras mensuales de basura para publicarlas bajo un seudónimo, pero Kristine y yo decidimos que sería mejor obtener un empleo para capear el temporal. Además, mi doctorado se había ido al garete. Me iba bastante bien en Notre Dame, pero cuando tuve que tomarme unas semanas en medio de un semestre para terminar Esperanza del Venado, el departamento de inglés fue tan comprensivo como cabe esperar en gente que prefiere autores muertos o domesticados. ¿No puede alimentar a su familia? Qué pena. ¿Es usted escritor? Ah, pero nadie ha escrito un ensayo académico acerca de usted. ¡Hasta la vista, amigo!
Como decía, pues, me entusiasmaba mi empleo, pero mudarme a Greensboro también significaba que había fracasado. No tenía modo de saber que mi carrera de novelista no había terminado. Quizá me pasara el resto de mi vida corrigiendo y escribiendo libros acerca de ordenadores. Quizá la narrativa fuera sólo una etapa que debía superar antes de conseguir un trabajo en serio.
Greensboro era una bella ciudad, sobre todo para una familia del desierto del oeste. Tantos árboles que ni siquiera en invierno se notaba que era una ciudad. Kristine y yo nos enamoramos de ella enseguida. Claro que había problemas —la gente peroraba sobre la tasa de criminalidad de Greensboro y hablaba de las tensiones raciales y todo eso—, pero nosotros veníamos de una ciudad industrial del norte agobiada por la depresión y los disturbios en las escuelas secundarias, así que para nosotros esto era el Edén. Corrían rumores de que un secuestrador múltiple era responsable de la desaparición de varios niños, pero en esa época publicaban fotografías de niños desaparecidos en los cartones de leche. Esas historias circulaban por doquier.
Nos costó encontrar una vivienda aceptable por un precio asequible a nuestro bolsillo. Tuve que pedir prestado a la empresa, a cuenta de futuras ganancias tan sólo para mudarme. Terminamos en la casa más fea de Chinqua Drive. Todos conocen esas casas: tablones de madera barata en un vecindario de ladrillo, vivienda de una sola planta en medio de casas de vanos niveles y dos pisos. Con suficientes años para parecer derruida, pero no los suficientes para tener un aspecto exótico. Pero tenía un gran patio con cerca y suficientes habitaciones para los niños y para mi estudio, pues aún no habíamos renunciado del todo a mi carrera de escritor.
Los pequeños —Geoffrey y Emily— pensaban que era toda una aventura, pero Scotty, el mayor, tenía ciertos problemas. Había cursado el parvulario y la mitad del grado en una magnífica escuela privada a media manzana de nuestra casa de South Bend. Ahora reiniciaba a mitad de curso, perdiendo a todos sus amigos. Tenía que coger un autobús escolar con desconocidos. Se opuso a la mudanza desde un principio y se negaba a aceptarla.
Desde luego, no era yo quien veía este problema. Yo estaba trabajando, y pronto aprendí que el éxito en Compute! Books significaba renunciar a ciertas cosas, como ver a mis hijos. Esperaba corregir libros escritos por personas que no supieran escribir. Lo que me asombró fue corregir libros acerca de ordenadores escritos por personas que no sabían programar. No todas, claro, pero tantas que pasé más tiempo escribiendo programas para que tuvieran sentido —para que al menos funcionaran— del que pasaba puliendo el idioma. Empezaba a las ocho y media o las nueve, trabajaba hasta la nueve y media o las diez de la noche. Mis comidas eran golosinas y patatas fritas de la máquina expendedora del comedor. Mi ejercicio consistía en escribir a máquina. Cumplía los plazos, pero engordaba medio kilo a la semana, mis músculos se atrofiaban y sólo veía a mis hijos por la mañana, antes de ir a trabajar.
Excepto a Scotty. Como él se iba en el autocar escolar de las siete menos cuarto, y yo me levantaba a las siete y media, nunca veía a Scotty durante la semana.
Kristine sobrellevaba el peso de la familia. Cuando yo trabajaba de forma independiente, de 1978 a 1983, nos habíamos acostumbrado a un estilo de vida basado en mi presencia continua. Kristine podía salir a hacer recados y dejar a los niños porque yo estaba en casa. Si uno de los chicos tenía problemas de disciplina, yo estaba allí. Ahora, si ella estaba atareada y necesitaba algo, si el váter se atascaba, si la Xerox se paraba, tenía que encargarse del problema. Conoció las delicias de recorrer el supermercado con un carro cargado de niños. Súmese el hecho de que estaba embarazada y casi siempre mareada, y se comprenderá por qué a veces yo dudaba de si estaba al borde de la santidad o de la locura.
Ciertos detalles de la crianza de nuestros hijos estaban fuera de nuestro alcance. Kristine sabía que Scotty no se adaptaba a la escuela, ¿pero qué podía hacer? ¿Y qué podía hacer yo?
Scotty nunca había sido parlanchín como Geoffrey. Era bastante reservado. Pero esto estaba llegando a un extremo. Respondía con monosílabos, o no respondía. Era hosco. Como si estuviera furioso pero no lo supiera o se negara a admitirlo. Llegaba a casa, garrapateaba sus deberes (¿nos mandaban deberes cuando yo estaba en primer grado?) y luego holgazaneaba.
Si hubiera leído más, o incluso mirado más la televisión, no nos habríamos preocupado tanto. Su hermanito Geoffrey ya era un lector compulsivo a los cinco años, y Scotty lo había sido también. Pero ahora Scotty cogía un libro y lo dejaba sin leerlo. Ni siquiera seguía a su madre por la casa. Ella lo veía sentado en la sala, iba a cambiar las sábanas, guardaba una tanda de ropa limpia, y al regresar lo encontraba en el mismo lugar, con los ojos abiertos, mirando al vacío.
Traté de hablar con él. La conversación previsible.
—Scotty, sabemos que no querías mudarte. Pero no teníamos más remedio.
—Claro. Está bien.
—Con el tiempo harás nuevos amigos.
—Lo sé.
—¿Nunca eres feliz aquí?
—Estoy bien.
Sí, claro.
Pero no teníamos tiempo para remediar esta situación. Si hubiéramos sospechado que era el último año de la vida de Scotty nos habríamos esforzado más, aunque eso significara perder el empleo. Pero esas cosas nunca se saben. Siempre se descubren cuando es demasiado tarde para cambiar nada.
Además, cuando terminó el curso, las cosas mejoraron por un tiempo.
Por lo pronto, yo veía a Scotty por la mañana. Además, él no tenía que ir a la escuela con un grupo de niños que lo maltrataban o lo ignoraban. Y no holgazaneaba por la casa continuamente. Ahora holgazaneaba fuera.
Al principio Kristine pensó que jugaba con nuestros otros hijos, tal como antes de que la escuela los dividiera. Pero poco a poco comenzó a comprender que Geoffrey y Emily siempre jugaban juntos, y Scotty rara vez se les unía. Veía a los menores con sus pistolas de agua o corriendo entre los rociadores o persiguiendo a algún conejo del vecindario, pero Scotty nunca estaba con ellos. En cambio estaba insertando una ramilla en las telarañas de los árboles, o escarbando en el terraplén que impedía que entraran animales en el reducido espacio abierto que había bajo la casa. Un par de veces por semana volvía tan mugriento que Kristine tenía que meterlo en la bañera, pero eso no indicaba que Scotty estuviera actuando normalmente.
El 28 de julio Kristine fue al hospital y dio a luz a nuestro cuarto hijo. Charli Ben sufrió un ataque al nacer y permaneció en cuidados intensivos durante las primeras semanas de vida mientras los médicos palpaban y sondeaban sin descubrir en qué consistía el problema. Transcurrieron varios meses hasta que alguien pronunció las palabras «parálisis cerebral», pero nuestras vidas ya estaban transformadas. Nos concentrábamos en el niño que más nos necesitaba. Era lo que correspondía, o eso pensábamos. Pero ¿cómo se miden las necesidades de un niño? ¿Cómo se comparan esas necesidades para decidir quién merece mayor atención?
Cuando al fin emergimos para respirar, descubrimos que Scotty había entablado ciertas amistades. Mientras Kristine amamantaba a Charlie Ben, Scotty regresaba para contar que había estado jugando con Nicky a los soldados o que él y los chicos habían jugado a los piratas. Al principio creyó que eran chicos del vecindario, pero un día, cuando Scotty habló de construir un fuerte en la hierba (yo no tenía mucho tiempo para podar), Kristine recordó que lo había visto construyendo ese fuerte él solo. Empezó a sospechar algo y comenzó a hacer preguntas. ¿Nicky quién? No sé, mamá. Nicky. ¿Dónde vive? Por ahí. No sé. Bajo la casa. En otras palabras, amigos imaginarios.
¿Cuánto hacía que les conocía? Nicky era el primero, pero ahora había ocho nombres: Nicky, Van, Roddy, Peter, Steve, Howard, Rusty y David. Kristine y yo jamás habíamos oído hablar de nadie que tuviera más de un amigo imaginario.
—Ese chico tendrá más éxito que yo como escritor —comenté—. Ocho fantasías en la misma serie.
A Kristine no le pareció gracioso.
—Se siente muy solo, Scott. Tengo miedo de que pierda la chaveta.
Era para asustarse. Pero si estaba perdiendo el juicio, ¿qué hacer? Incluso tratamos de llevarlo a una clínica, aunque yo no confiaba en los psicólogos. Sus explicaciones ficticias acerca de la conducta humana eran bastante endebles, y su tasa de curación me parecía una broma: un fontanero o un barbero que tuvieran el nivel de eficacia de un psicoterapeuta se quedarían sin trabajo en un mes. Robé tiempo al trabajo para llevar a Scotty a la clínica todas las semanas de agosto, pero a Scotty no le gustaba y la terapeuta no nos dijo nada que no supiéramos: que Scotty se sentía solo, abúlico, un poco resentido y un poco temeroso. Sólo que lo decía con palabrejas raras. Recibíamos un nuevo vocabulario cuando necesitábamos ayuda. Lo único que parecía ayudar era la terapia que inventamos nosotros ese verano. Así que no concertamos más citas.
Nuestra terapia hogareña consistía en impedir que saliera. Sucedió que el padre del propietario, que había vivido allí antes que nosotros, se puso a pintar la casa esa semana, así que eso nos dio una excusa. Y llevé a casa algunos videojuegos, con el pretexto de que debía reseñarlos para Compute!, pero ante todo para lograr que Scotty tuviera una actividad que apartara su imaginación de esos amigos imaginarios.
Funcionó. En cierto modo. No se quejaba de no poder salir (pero nunca se quejaba de nada) y se enfrascaba en los videojuegos durante horas. Kristine no estaba segura de que eso solucionara el problema, pero al menos parecía una mejora.
Una vez más, sufrimos distracciones y dejamos de prestarle atención a Scotty. Tuvimos problemas con los insectos. Una noche los gritos de Kristine me despertaron. Ahora bien, cuando Kristine grita, eso significa que no hay mayores problemas. Cuando ocurre algo realmente terrible, domina sus arranques y controla la situación. Pero cuando se trata de una pequeña araña, una enorme polilla o una mancha en la blusa, Kristine grita. Esperé a que regresara al dormitorio para contarme lo del monstruoso insecto que había despachado en el cuarto de baño.
Sólo que esta vez no dejaba de gritar. Me levanté a ver qué ocurría. Me oyó ir —yo pesaba más de cien kilos, así que trepidaba como la caballería de Custer— y gritó:
—¡Ponte los zapatos!
Encendí la luz del corredor. Estaba plagado de grillos. Regresé a mi cuarto y me puse los zapatos.
Cuando una multitud de grillos brinca por tus piernas y corretea por tus manos llega un momento en que pierdes las ganas de vomitar. Los coges con la mano y los echas en un saco de basura. Luego te friegas durante seis horas hasta sentirte limpio y tienes pesadillas con patas que te cosquillean. Pero en ese momento la mente se desconecta y pones manos a la obra.
La plaga venía del armario del cuarto de los niños, donde Scotty ocupaba la litera de arriba y Geoffrey dormía abajo. Había un par de grillos en la cama de Geoffrey, pero no se despertó ni siquiera cuando le cambiamos la sábana y sacudimos el cobertor. Nadie vio los grillos salvo nosotros. Descubrimos la grieta en el fondo del guardarropa, la rociamos con insecticida y la taponamos con una sábana vieja que usábamos como trapo.
Luego nos duchamos, comentando en broma que nos habrían venido bien algunas gaviotas que dieran cuenta de los contingentes de grillos, como hicieron los pioneros mormones de Salt Lake. Después nos fuimos a dormir.
Pero no eran sólo grillos. Esa mañana Kristine me llamó de nuevo desde la cocina. Había diez centímetros de abejorros sanjuaneros muertos apilados en la ventana del fregadero, en el espacio que separaba el vidrio del postigo. Abrí la ventana para limpiarla con la aspiradora, y los cadáveres de los insectos se desparramaron sobre la mesa del fregadero.
Cada insecto producía un desagradable crujido al entrar en el tubo de la aspiradora.
Al día siguiente la ventana también apareció abarrotada de abejorros muertos, y al siguiente. Luego el problema cesó. Diversiones estivales.
Llamamos al propietario para preguntarle si nos ayudaría a pagar un exterminador. Su respuesta consistió en mandar a su padre con insecticida, y el hombre roció la parte inferior de la casa con tanto entusiasmo que pusimos los pies en polvorosa y pasamos el sábado paseando en coche, hasta que una tormenta vespertina eliminó el tufo o lo diluyó tanto que pudimos regresar.
Con eso y con los continuos problemas de Charlie, Kristine no notó lo que sucedía con los videojuegos. Un domingo por la tarde yo estaba en la cocina, bebiendo una Diet Coke, cuando oí que Scotty reía a carcajadas en la sala.
Era un sonido tan raro en nuestra casa que fui a la puerta de la sala para verle jugar. Era un juego magnífico, con una animación sensacional. Niños en un velero, piratas al abordaje, pájaros gigantescos que intentaban morder las velas. No parecía tan mecánico como los videojuegos habituales, y un rasgo que me gustaba era que el jugador no estaba solo. Otros niños controlados por ordenador ayudaban al jugador a buscar el modo de derrotar al enemigo.
—¡Vamos, Sandy! —dijo Scotty—. ¡Vamos! —Uno de los niños de la pantalla atravesó el corazón del pirata con su espada, y los piratas huyeron.
No veía la ocasión de ver cuál sería la próxima configuración del juego, pero en ese momento Kristine me llamó para pedirme que la ayudara con Charlie. Cuando regresé, Scotty se había ido, y Geoffrey y Emily tenían otro juego en la Atari.
Tal vez fue ese día, tal vez mucho después, cuando le pregunté a Scotty cómo se llamaba el juego de los niños en el barco pirata.
—Era sólo un juego, papá —dijo.
—Ha de tener un nombre.
—No lo sé.
—¿Cómo encuentras el disco para insertarlo en la máquina?
—No sé. —Y se quedó mirando el vacío hasta que desistí.
Terminó el verano. Scotty regresó a la escuela. Geoffrey inició el parvulario, así que iban juntos en el autocar. Más importante aún, las cosas se calmaron con el recién nacido, Charlie. No había cura para la parálisis cerebral, pero al menos conocíamos los límites de su enfermedad. Por ejemplo, no empeoraría. Tampoco mejoraría. Tal vez un día pudiera hablar y caminar, tal vez no. Nuestra función consistía en estimularlo para que, en caso de que no fuera retrasado, su mente se desarrollara a pesar de sus limitaciones corporales. Era practicable. Perdimos el miedo y al fin respiramos.
A mediados de octubre, mi agente me llamó para contarme que había vendido mi serie de Alvin Maker a Tom Doherty de TOR Books, y Tom ofrecía un anticipo que nos permitiría vivir. Con eso y el nuevo contrato por El juego de Ender comprendí que, al menos para nosotros, la crisis había terminado. Me quedé un par de semanas más en Compute! Books, pues tenía tantos proyectos en marcha que no podía abandonarlos. Pero entonces pensé en los estragos que ese trabajo estaba causando en mi familia y en mi cuerpo, y comprendí que el precio era demasiado alto. Di un par de semanas de preaviso, con la intención de cerrar los proyectos que sólo yo conocía. Con una actitud francamente paranoica, rehusaron aceptar las dos semanas: me hicieron limpiar mi escritorio esa misma tarde. Esa falta de delicadeza me dejó un regusto amargo, pero qué diablos. Estaba libre. Estaba en casa.
El alivio era casi palpable. Geoffrey y Emily volvieron a la normalidad; yo empecé a conocer a Charlie Ben; se acercaban las Navidades (comienzo a tocar música navideña cuando las hojas cambian de color) y todo andaba bien en el mundo. Excepto Scotty. Siempre excepto Scotty.
Fue entonces cuando descubrí algunas cosas que ignoraba. Scotty nunca usaba los juegos de vídeo que yo traía de la revista Compute! Lo supe porque, cuando devolví los juegos, Geoffrey y Emily se quejaron, pero Scotty ni siquiera estaba enterado de que existían. Más aún, el juego de los niños en el barco pirata no estaba allí, entre los juegos que devolví, ni entre los juegos que eran nuestros. Pero Scotty lo jugaba.
Una noche estaba jugando antes de acostarse. Yo me había pasado el día trabajando en El juego de Ender, tratando de terminarla antes de Navidad. Salí de mi estudio la tercera vez que Kristine le ordenó a Scotty que se fuera a la cama.
Por alguna razón, sin gritarles ni zurrarlos, he logrado que los niños me obedezcan cuando Kristine ni siquiera logra llamarles la atención. Tal vez el secreto consista en una buena voz masculina. Por ejemplo, siempre supe adormecer a Geoffrey con mis canciones cuando era bebé, aunque Kristine se veía incapaz. Así que cuando me planté en la puerta y dije: «Scotty, creo que tu madre te ha pedido que te acuestes», no me sorprendió que de inmediato se dispusiera a apagar el ordenador.
—Yo lo apagaré —dije—. ¡Largo!
Aún intentaba apagarlo.
—¡Largo! —repetí, usando mi más tonante voz de Dios.
Se levantó y se fue sin mirarme.
Me acerqué al ordenador para apagarlo y vi los niños animados, similares a los que había visto antes. Sólo que no estaban en un barco pirata, sino en una vieja locomotora de vapor que corría por unos raíles. «Vaya juego —pensé—. Los discos Atari de una sola cara no alcanzan ni para uno de 100K, y aquí tienen dos pantallas completas con toda esta animación y…».
Y no había un disco en la ranura.
Lo cual significaba que el juego se cargaba y luego se quitaba el disco, lo cual significaba que era un residente RAM, lo cual significaba que esa excelente animación cabía en una máquina de 48K. Conocía lo suficiente acerca de programación de juegos como para considerarlo un milagro.
Busqué el disco. No había disco. «Scotty lo había guardado», pensé. Sólo que por mucho que busqué no encontré ningún disco que yo no conociera.
Me senté a jugar, pero ahora los niños ya no estaban. Era sólo un tren. Corriendo a gran velocidad. Y el complejo transfondo se había esfumado. Detrás del tren sólo se veía una pantalla azul. No había raíles. Y luego no hubo tren. Todo quedó azul. Toqué el teclado. En la pantalla aparecieron las letras que pulsé. Me bastaron unos retornos para comprender lo que sucedía: la Atari estaba en modalidad memopad. Al principio pensé que era un dispositivo de protección de copias, el cual finalizaba el juego poniéndolo en una modalidad donde uno no tenía acceso a la memoria y no podía hacer nada sin apagar la máquina y borrar el código del programa de la memoria RAM. Pero luego comprendí que si una compañía producía un juego tan espléndido, con un código tan estricto, incluiría alguna señal al final del juego. Además, ¿por qué finalizaba el juego? Scotty no tocó el ordenador cuando le dije que lo dejara. Tampoco yo. ¿Por qué los niños se habían ido de la pantalla? ¿Por qué había desaparecido el tren? El ordenador no podía «saber» que Scotty había dejado de jugar, pues el juego continuó un rato cuando él se marchó.
No se lo mencioné a Kristine hasta que todo terminó. Ella no sabía nada de ordenadores excepto para encenderlo y poner Word-Star en el Altos. Nunca sospechó que el juego de Scotty tuviera nada de raro.
Dos semanas antes de Navidad volvieron los insectos. Y era imposible: afuera hacía demasiado frío para que estuvieran con vida. Dedujimos que la parte inferior de la casa había conservado el calor o algo por el estilo. Lo cierto es que pasamos otra divertida velada embolsando grillos. La sábana aún taponaba la grieta del armario. Ahora entraban por debajo del gabinete del cuarto de baño. Y al día siguiente había arañas falangio en la bañera, en vez de abejorros en la ventana de la cocina.
—No se lo digas al propietario —le dije a Kristine—. No soportaría otro día con ese pesticida.
—Quizás el propietario sea la causa —adujo Kristine—. ¿Recuerdas que estaba aquí pintando cuando ocurrió la primera vez? Pues hoy vino a poner las luces navideñas.
Nos quedamos en la cama, riéndonos de esa idea absurda. Nos había parecido tonto pero amable que el padre del propietario insistiera en instalar luces navideñas. Scotty salió a mirarlo. Era la primera vez que veía luces en el tejado. Yo he padecido una acrofobia tan extrema que nadie me obligaría a subir a una escalera para hacer ese trabajo, así que los únicos adornos de nuestra casa siempre eran las luces que se veían por la ventana. Pero Kristine y yo somos fanáticos del kitsch navideño. Vaya, si hasta ponemos el álbum de Navidad de los Carpenters.
Así que nos pareció magnífico que el padre del propietario hiciera ese trabajo.
—Ha sido mi hogar durante muchos años —dijo—. Mi esposa y yo siempre las encendíamos. Creo que esta casa no quedaría bien sin las luces.
Era un viejete encantador. Lento pero seguro, un sujeto laborioso. Instaló las luces en un par de horas.
Compras de Navidad. Felicitaciones y demás monsergas. Estábamos ocupados.
Una mañana, una semana antes de Navidad, Kristine leía el periódico de la mañana y de pronto se levantó, fría y tranquila, como cuando pasa algo realmente malo.
—Scott, lee esto.
—¿Qué pasa?
—Es un artículo sobre niños desaparecidos en Greensboro.
Eché una ojeada al titular: NIÑOS QUE NO ESTARÁN EN CASA PARA NAVIDAD.
—No quiero oír hablar de eso —dije—. No soporto leer artículos sobre malos tratos infantiles ni secuestros. Me sacan de quicio. Después no puedo dormir. Siempre me ha sucedido.
—Tienes que leerlo. Aquí están los nombres de los niñitos que han dado por desaparecidos en los últimos tres años. Russell DeVerge, Nicholas Tyler…
—¿Adónde quieres llegar?
—Piensa en los diminutivos: Nicky, Rusty, David, Roddy, Peter. ¿No te recuerdan nada?
Tengo mala memoria para los nombres.
—No.
—Steve, Howard, Van. El único que no concuerda es el último, Alexander Booth. Él desapareció este verano.
El modo en que Kristine me contaba esto me estaba irritando. Ella parecía muy turbada, pero no iba al grano.
—¿Y qué? —pregunté.
—Los amigos imaginarios de Scotty.
—Vamos —dije. Pero los repasó conmigo. Había anotado los nombres de esos amigos imaginarios en nuestro diario, cuando la terapeuta nos pidió que consignáramos un registro de su conducta. Los nombres parecían coincidir.
—Scotty ha de haber leído un artículo anterior —dije—. Sin duda le impresionó. Siempre ha sido un chico empático. Tal vez comenzó a identificarse con ellos porque sentía… no sé, como si lo hubieran secuestrado de South Bend para traerlo a Greensboro. —Por un momento resultó creíble, ese fugaz momento de credibilidad del cual se alimentan los psicólogos.
Kristine no se dejó impresionar.
—Este artículo afirma que es la primera vez que alguien reúne todos los nombres en un lugar.
—Exageraciones. Sensacionalismo.
—Scott, todos los nombres coinciden.
—Excepto uno.
—Lo cual me alivia.
Pero a mí no. Porque en ese momento recordé lo que le había oído decir durante el juego de los piratas. Vamos, Sandy. Se lo comenté a Kristine: Sandy como diminutivo de Alexander. Congeniaba tanto como Rusty como diminutivo de Russell. No sólo había acertado ocho sobre nueve. Había acertado en todos.
No podemos poner nombre a todos los temores que sienten los padres, pero puedo asegurar que nunca he sentido un terror comparable a la sensación de ver a mi hijo de dos años correr a la calle, o ver a mi bebé víctima de un ataque, o comprender que existe una conexión entre los secuestros y nuestros hijos. Nunca he estado en un avión capturado por terroristas ni me han apuntado con una pistola a la cabeza ni me he caído de un peñasco, así que tal vez haya miedos peores. Pero también he patinado con el coche en una autopista nevada, y me he aferrado al asiento del avión cuando el aparato brincaba en un pozo de aire, y nunca sentí lo que al leer ese artículo. Niños desaparecidos. Nadie había visto los secuestros. Nadie había visto un fisgón merodeando por la casa. Los niños no regresaban de la escuela, o jugaban fuera y no volvían cuando les llamaban. Se esfumaban. Y Scotty sabía todos los nombres. Scotty había jugado con ellos en su imaginación. ¿Cómo sabía quiénes eran? ¿Por qué se había fijado en esos niños perdidos?
Esa última semana antes de Navidad lo observamos. Notamos lo distante que estaba. Se apartaba, no permitía que lo tocáramos, no entablaba conversación. Sabía que se acercaba la Navidad, pero no pedía nada, no demostraba entusiasmo, no quería ir de compras. Ni siquiera parecía dormir. Yo entraba a mirar cuando iba a acostarme —a la una o a las dos de la madrugada, cuando hacía rato que él estaba en su litera— y estaba allí tendido, destapado, con los ojos abiertos. Sus insomnios eran peores que los de Geoffrey.
Y durante el día Scotty sólo quería jugar con el ordenador o vagar afuera en medio del frío. Kristine y yo no sabíamos qué hacer. ¿Ya lo habíamos perdido?
Tratamos de hacerle participar en las actividades familiares. No quería ir de compras con nosotros. Le decíamos que se quedara dentro mientras salíamos, y al regresar lo encontrábamos fuera. Incluso desenchufé el ordenador y escondí todos los discos y cartuchos, pero sólo sufrieron Geoffrey y Emily. Yo entraba en la sala y encontraba a Scotty jugando a ese juego imposible.
No pidió nada hasta Nochebuena.
Kristine entró en mi estudio cuando yo escribía la escena donde Ender encuentra la solución para el problema de la bebida del gigante. Tal vez estaba fascinado con los juegos de ordenador en ese libro a causa de lo que le sucedía a Scotty, o tal vez sólo fingía creer que esos juegos tenían sentido. De cualquier modo, aún recuerdo la frase que quedó interrumpida cuando Kristine me habló desde la puerta. Tan serena. Tan asustada.
—Scotty quiere invitar a algunos amigos para Nochebuena, Scott —dijo.
—¿Tenemos que dejar sitio para amigos imaginarios? —pregunté.
—No son imaginarios. Están en el patio trasero, esperando.
—Bromeas. Hace frío afuera. ¿Qué padres dejarían a sus chicos salir en Nochebuena?
Kristine no dijo nada. Me levanté y fuimos juntos a la puerta del patio. Abrí.
Eran nueve. Las edades oscilaban entre los seis y los diez años. Todos chicos. Algunos en mangas de camisa, otros con chaqueta, uno en traje de baño. No tengo memoria para los rostros, pero Kristine sí.
—Son ellos —murmuró con calma, a mis espaldas—. Ése es Van. Lo recuerdo.
—¿Van? —llamé.
Van me miró y avanzó un paso.
Oí la voz de Scotty a mis espaldas.
—¿Pueden entrar, papá? Les dije que les dejarías pasar la Nochebuena con nosotros. Es lo que más echan de menos.
Di media vuelta.
—Scotty, se ha denunciado que estos niños desaparecieron. ¿Dónde estaban?
—Debajo de la casa.
Debajo de la casa. Recordé cuántas veces Scotty había vuelto sucio de tierra el verano anterior.
—¿Cómo llegaron allí? —pregunté.
—El viejo los puso allí. Me pidieron que no se lo contara a nadie porque el viejo se enfadaría y no querían que él se enfadara otra vez. Pero dije que a ti podía contártelo.
—Está bien —dije.
—El padre del propietario —susurró Kristine.
Asentí con un gesto.
—¿Pero cómo pudo mantenerlos allí abajo tanto tiempo? —continuó—. ¿Cuándo los alimenta? ¿Cuándo…?
Ella ya sabía que el viejo no los alimentaba. No quiero que penséis que Kristine no lo adivinó de inmediato. Pero son cosas que uno niega mientras puede, y aún más.
—Pueden entrar —le dije a Scotty. Miré a Kristine. Ella asintió.
Sabía que asentiría. Nadie rechaza niños perdidos en Nochebuena. Ni siquiera cuando están muertos.
Scotty sonrió. Eso no tenía precio: Scotty sonriendo. Había pasado mucho tiempo. Creo que no había visto una sonrisa así desde que nos mudamos a Greensboro. Luego llamó a los niños.
—¡Vale! ¡Podéis entrar!
Kristine abrió la puerta y yo me aparté. Entraron en tropel, algunos sonriendo, otros demasiado tímidos para sonreír.
—Id al salón —dije.
Scotty encabezó la marcha. Los condujo al interior cómo un anfitrión orgulloso en una magnífica mansión nueva. Se sentaron en el suelo. No había muchos regalos, sólo los de los niños; no ponemos los regalos de los padres hasta que los niños están dormidos. Pero allí estaba el árbol, iluminado, con todos nuestros adornos hogareños, hasta los viejos adornos que Kristine tejió mientras estaba en cama mareada durante su embarazo de Scotty, hasta los animalillos que montamos para ese primer árbol de Navidad en la vida de Scotty. Adornos más viejos que él. Y no sólo el árbol. La sala entera estaba decorada con borlas rojas y verdes y aldeas de madera y un hipopótamo vestido de Santa Claus junto a un trineo de mimbre y un gran cascanueces y todo aquello que no habíamos podido dejar de confeccionar o comprar a través de los años.
Llamamos a Geoffrey y Emily, y Kristine trajo a Charlie Ben y lo sostuvo en el regazo mientras yo contaba historias sobre el nacimiento de Cristo: los pastores y los magos, y una del Libro de Mormón acerca de un día y una noche y un día sin oscuridad. Y luego pasé a contarles para qué había vivido Jesús. Acerca del perdón por todos los males que cometemos.
—¿Todos? —preguntó un niño.
—¡No! —intervino Scotty—. Por matar no.
Kristine rompió a llorar.
—Es verdad —dije—. En nuestra Iglesia creemos que Dios no perdona a las personas que matan a propósito. Y en el Nuevo Testamento Jesús dijo que si alguien causaba dolor a un niño, más le valía sujetarse una gran piedra al cuello, saltar al mar y ahogarse.
—Pues dolió mucho, papá —dijo Scotty—. Ellos nunca me hablaron de eso.
—Era un secreto —explicó uno de los niños. Nicky, dice Kristine, pues ella recuerda nombres y rostros.
—Debiste habérmelo contado —dijo Scotty—. No hubiera dejado que me tocara.
Entonces supimos que era demasiado tarde para salvarlo, que Scotty ya estaba muerto.
—Lo siento, mamá —dijo Scotty—. Me dijiste que no jugara más con ellos, pero eran mis amigos y yo quería hacerles compañía. —Bajó la cabeza—. Ya no puedo llorar más. Ya no me quedan lágrimas.
Nunca nos había hablado tanto desde nuestra mudanza a Greensboro en marzo. En medio de la turbulencia de emociones que yo sentía, había amargura. Durante un año, tantas preocupaciones, tantos esfuerzos para llegar a él, pero sólo la muerte había logrado que hablase. Pero comprendí que no era la muerte: era que cuando él llamó, abrimos la puerta; que cuando él pidió, le dejamos entrar en casa con sus amigos. Había confiado en nosotros, a pesar de que la distancia de ese año nos separaba, y nosotros no lo defraudamos. La confianza nos devolvió a nuestro hijo una última Nochebuena.
Pero esa noche no intentamos comprender las cosas. Eran niños, y necesitaban lo que necesitan los niños en una noche como ésa. Kristine y yo les contamos cuentos de Navidad y poco a poco entraron en confianza y al fin todos nos hablaron acerca de la Navidad en su familia. Eran buenos recuerdos. Hubo risas, burlas, chistes. Fue la Navidad más dolorosa de nuestra vida, pero también la mejor, la Navidad que nos brindó recuerdos más preciosos, la Navidad perfecta donde estar juntos era el único regalo que importaba. Aunque Kristine y yo rara vez hablamos de ello, ambos la recordamos. Y Geoffrey y Emily también la recuerdan. La llaman «la Navidad en que Scotty trajo a sus amigos». No creo que lo entendieran del todo, y prefiero que sea así. Pero al fin Geoffrey y Emily se durmieron. Los acosté mientras Kristine hablaba con los niños, pidiéndoles que nos ayudaran. Que esperaran en nuestro salón hasta que llegara la policía, para que nos ayudaran a detener al viejo que los había despojado de su familia y su futuro. Eso hicieron. Se quedaron hasta que los agentes de investigación llegaron y los vieron, y oyeron la historia que contó Scotty.
Se quedaron el tiempo suficiente para notificar a los padres. Acudieron todos al mismo tiempo, asustados porque por teléfono la policía no se atrevió a contarles más que esto: que los necesitaban en un asunto relacionado con sus hijos perdidos. Vinieron: con ojos ávidos y asustados se detuvieron en nuestro umbral mientras un policía procuraba ayudarles a entender. Los investigadores sacaban cuerpos descompuestos de abajo de la casa: no había esperanzas. Pero si entraban en la casa, verían que la cruel Providencia también era benévola, y les brindaría lo que muchos padres habían ansiado pero jamás habían tenido: la oportunidad de decir adiós. No os diré nada acerca de las escenas de alegría y congoja que se desarrollaron esa noche en casa, pues pertenecen a otras familias, no a nosotros.
Una vez que vinieron las familias, una vez que se dijeron las palabras y se derramaron las lágrimas, una vez que los cuerpos enlodados fueron tendidos en lonas en nuestro jardín e identificados a partir de los jirones de ropa, trajeron al viejo esposado. Lo acompañaban nuestro propietario y un abogado somnoliento, pero en cuanto vio los cuerpecitos en el césped confesó con voz quebrada y grabaron esa confesión. Ninguno de los padres tuvo que mirarlo; ninguno de los niños tuvo que enfrentarlo de nuevo.
Pero lo sabían. Sabían que había terminado, que no habría más familias desgarradas como las de ellos, como la nuestra. Y así los niños, uno por uno, desaparecieron. De pronto ya no estuvieron allí. Los demás padres se marcharon, apesadumbrados y asombrados de que tal cosa fuera posible, de que semejante horror hubiera engendrado una última noche de misericordia y justicia.
Scotty fue el último en irse. Nos sentamos a solas con él en nuestro salón, aunque por las luces y el rumor de conversaciones sabíamos que la policía aún estaba trabajando afuera. Kristine y yo recordamos claramente lo que se dijo, pero lo que más nos importaba llegó al final.
—Lamento haber estado tan enfadado el verano pasado —dijo Scotty—. Sabía que la mudanza no era culpa vuestra y no hice bien en enfadarme, pero no pude evitarlo.
No podíamos soportar que él nos pidiera perdón. Con profundo pesar, expresamos nuestro arrepentimiento por no haber hecho todo lo necesario para salvarle la vida. Cuando al fin guardamos silencio, él nos puso las cosas en perspectiva.
—Está bien. Me alegro de que no estéis enfadados conmigo.
Y se fue.
Nos mudamos esa mañana antes del amanecer; buenos amigos nos recibieron, y Geoffrey y Emily pudieron abrir los regalos que habían esperado tanto tiempo. Los padres de Kristine y los míos volaron desde Utah y la gente de nuestra iglesia acudió al funeral. No concedimos entrevistas a la prensa; tampoco lo hicieron las demás familias. La policía sólo habló del hallazgo de los cuerpos y la confesión. Nosotros no la corroboramos; es como si todos los que conocían la historia también supieran que estaría mal figurar en titulares en un supermercado.
Las cosas pronto se apaciguaron. La vida continuó. La mayoría de la gente no sabe que teníamos un niño mayor que Geoffrey. No es un secreto, pero resulta difícil de contar. Sin embargo, al cabo de tantos años, pensé que era preciso contarlo, si podía hacerse con dignidad, y a gentes que lo entendieran. Otros deberían saber que es posible hallar el resplandor de la luz incluso en el rincón más oscuro. Que al afrontar la mayor pesadumbre de nuestra vida, Kristine y yo pudimos regocijarnos en nuestra última noche con nuestro primogénito, y que juntos brindamos una buena Navidad a esos niños perdidos, y ellos nos brindaron otro tanto.
Fin
Apostilla
En agosto de 1988 presenté este cuento en el taller de escritores de Sycamore Hill. El borrador del cuento incluía una aclaración al final, una declaración de que el cuento era ficticio, de que Geoffrey es mi hijo mayor y de que ningún propietario nos causó jamás ningún daño. La reacción de los demás escritores del taller osciló entre el fastidio y la furia.
Si mal no recuerdo, Karen Fowler lo sintetizó con estas palabras. «Al narrar esta historia en primera persona con tantos detalles de tu propia vida, te has apropiado de algo que no te pertenece. Has fingido sentir la congoja de un padre que ha perdido a un hijo, y no tienes derecho a sentirla».
Cuando dijo eso, le di la razón. Aunque este cuento me había obsesionado durante años, sólo lo había pasado a primera persona el otoño anterior, en una fiesta de Halloween con los estudiantes del Watauga College de la Appalachian State University. Todos contaban cuentos de fantasmas esa noche, y por impulso probé suerte con éste, y por impulso le di un carácter muy personal, en parte porque al narrar detalles verdaderos de mi propia vida me ahorraba el esfuerzo de inventar un personaje, y en parte porque los cuentos de fantasmas tienen mayor impacto cuando el público cree que podrían ser ciertos. Funcionó mejor que cualquier narración que yo haya contado en voz alta, y cuando llegó el momento de escribirla, la redacté del mismo modo.
Ahora, sin embargo, las palabras de Karen Fowler me lo presentaban bajo otra luz moral, y decidí modificarlo. Pero en cuanto pensé en revisar el cuento, en eliminar los detalles de mi propia vida para sustituirlos por los de un personaje inventado, sentí espanto. Una parte de mi mente se rebelaba contra lo que decía Karen. «No —pensé—, ella está equivocada, sí tienes derecho a narrar esta historia, a reclamar esta congoja».
En ese momento supe sobre qué trataba el cuento, por qué había sido tan importante para mí. No era un mero cuento de fantasmas; no lo había escrito sólo para divertirme. Tendría que haberlo sabido. Nunca escribo nada por mera diversión. El cuento no era sobre un hijo mayor ficticio llamado Scotty. Era sobre mi hijo menor en la vida real, Charlie Ben.
Charlie, que en sus cinco años y medio de vida jamás ha podido decirnos una palabra. Charlie, que no pudo sonreímos hasta que tuvo un año, que no pudo abrazarnos hasta que tuvo cuatro, que todavía pasa los días y las noches inmóvil, quedándose donde lo ponemos, capaz de contorsionarse pero no de correr, de llamar pero no de hablar, de comprender que no puede hacer lo que hacen sus hermanos, pero no de preguntarnos por qué. En pocas palabras, un niño que no está muerto pero que apenas puede saborear la vida, a pesar de todo nuestro amor y nuestro afecto.
Pero en todos los años de la vida de Charlie, hasta ese día de Sycamore Hill, yo jamás había derramado una sola lágrima por él, jamás me había permitido la congoja. Me había puesto una máscara de serenidad y aceptación tan convincente que yo mismo la había aceptado. Pero las mentiras que vivimos siempre se confiesan en los cuentos que narramos, y no soy la excepción. Ese cuento que yo consideraba un mero capricho, un experimento en la vieja tradición del cuento de fantasmas, resultó ser el más personal y doloroso de toda mi carrera. Y yo lo había confesado inconscientemente al hacer el más autobiográfico de todos mis trabajos.
Meses después, sentado en el coche en un nevado cementerio de Utah, observaba cómo un hombre a quien amo entrañablemente se arrodillaba con unción ante la tumba de su hija de dieciocho años. Recordé sin darme cuenta las palabras de Karen; en verdad yo no tenía derecho a reclamar el respeto y la compasión que brindamos a quienes han perdido a un hijo. Sin embargo no podía callar esta historia, pues eso también sería como mentir. Fue entonces cuando opté por esta solución intermedia: publicaría el cuento como sabía que debía escribirse, pero añadiría esta aclaración para que todos supieran exactamente cuánto había de cierto y cuánto de ficticio.
Juzgad según vuestro parecer, pero no sé hacerlo mejor.
Apostilla del autor
Título original: Lost Boys. Primera edición en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, octubre 1989.
Este cuento viene con su propia apostilla. Sólo añadiré que, desde su publicación, ha recibido ciertas críticas porque es un poco tramposo: al principio prometo contar la verdad y luego miento. Sólo puedo alegar que es una larga tradición en el cuento de fantasmas fingir que contamos la verdad; parte de la gracia consiste en lograr que el lector se pregunte si esta vez el cuento será real. Los cuentos de fantasmas que más he disfrutado y mejor recuerdo son los que se narraban como si fueran verídicos y el narrador los hubiera vivido. Me inclino ante Jack McLaughlin, un brillante graduado del departamento de teatro de la escuela Brigham, quien nos causó escalofríos a varios estudiantes de actuación con una pavorosa historia verídica sobre fenómenos paranormales.
Me divierte que los autores de ciencia ficción más literarios y «experimentales» se hayan ensañado conmigo por burlar las expectativas del lector. Al parecer, admiten la experimentación y los alardes literarios siempre que no haya descarríos. Si alguien se atreve a hacer algo que espanta de forma sorpresiva y no de forma previsible, pues bien, mal rayo lo parta. Así es como los radicales revelan su ortodoxia.
Lo cierto es que Niños perdidos es el cuento más autobiográfico, personal y desgarrador que he escrito. Lo redacté del único modo en que yo podía hacerlo. Si he cometido un crimen literario, como alegan estos críticos, sólo puedo responder: «Pues ejecutadme». Mi profesión consiste en narrar historias veraces del mejor modo posible. Las reglas de esta gente no me han ayudado a narrar mejor, y si yo las hubiera respetado en este caso, jamás habría podido contar la historia.