LLUVIA AMARILLA SOBRE LAOS
Publicado en
octubre 23, 2017
El autor, Shea Vang y el doctor Townsend en Bung Kan.
Conozca la historia de Shea Vang, y conmuévase.
Por Al Santoli. Fotos: Cortesía del autor.
Hace nueve años empezaron a difundirse informes sobre la guerra bioquímica desatada por los vietnamitas comunistas y el movimiento Pathet Lao contra los montañeses de H'mong, en Laos. Los de H'mong (palabra que significa "Hombre libre") habían combatido valerosamente al lado de las tropas norteamericanas durante la guerra en el sudeste de Asia, lo cual los comunistas no habían olvidado.
Después de que el Pathet Lao tomó el poder en Laos, en 1975, los de H'mong comenzaron a informar de ataques de aviones que arrojaban gases tóxicos, conocidos como "lluvia amarilla", sobre sus villoríos. Posteriormente se recibieron informes similares de Kampuchea (antes Camboya) y de Afganistán.
Muchos gobiernos y organismos internacionales han reunido un cúmulo de pruebas de los ataques. A pesar de que tales pruebas incluyen declaraciones de buen número de refugiados, testimonios de varios desertores comunistas y muestras de sustancias tóxicas tomadas en los lugares de los ataques, los vietnamitas y sus consejeros soviéticos niegan rotundamente que tales ataques se hayan efectuado.
No obstante su valentía y determinación, las comunidades de H'mong se han visto diezmadas por la lluvia amarilla. El siguiente es un relato de lo sucedido a cierta familia de H'mong... y a una niña huérfana de nombre Shea Vang.
EL AVIÓN MIG, de fabricación soviética, sobrevoló rugiendo la montañosa región de Phu Bia, en Laos, y dejó tras de sí una amenazadora nube de humo amarillo. Allá abajo, en un arrozal, Chong Yang, labrador de H'mong de veintiséis años, indicó a voz en cuello a su mujer y sus cuatro pequeños hijos que corrieran a refugiarse en el bosque.
Allí permanecieron acurrucados mientras la lluvia amarilla descendía esa mañana del 23 de agosto de 1983. Pronto comenzaron a sentir mareos. La vista se les nubló y a poco jadeaban, faltos de aliento.
Shea Vang, de doce años, había quedado huérfana cuando la persecución desatada después de 1975 contra los de H'mong por los vietnamitas y por el Pathet Lao; vivía ahora con la familia de su tío Chong Yang. Cuando el Mig pasó atronando por encima de ella, la niña llegaba ya al término de la caminata de dos horas que debió hacer de su aldea al arrozal. Alzó la vista hacia el avión, y se estremeció.
En 1980, cuando Shea Vang tenía nueve años, vio por primera vez los ataques aéreos con gases tóxicos dirigidos contra sú aldea. A partir de aquel año había vivido asustada por los aviones que periódicamente arrojaban el humo amarillo negro, blanco o rojo, por efecto del cual la gente enfermaba de gravedad. Algunos habían muerto dolorosamente en cosa de unas horas o luego de varios días. A raíz de uno de aquellos ataques aéreos, en 1981, Shea estuvo a la cabecera de su hermano por espacio de seis días, orando por su restablecimiento. Pero el hermano sucumbió a consecuencia de una fiebre intensa, entre convulsiones y arrojando sangre por nariz y boca.
Ahora, en cuanto pasó el veloz avión, la niña salió del refugio que le brindaba el denso bosque y descubrió las manchas amarillas que cubrían el follaje circundante. Y de pronto sintió mareos. Le dolía la cabeza, y los músculos del pecho y el estómago se le pusieron tensos.
Halló a Chong y a su familia doblados por el dolor abdominal y vomitando de modo incontrolable. Las partes de su cuerpo que estuvieron expuestas a la pegajosa sustancia dorada mostraban ronchas picantes y rojas. Ya Shea ardía en fiebre. Llorando, preguntó a su tío: "¿Por qué me siento arder? ¿Voy a morir?"
Inmovilizada por la enfermedad, la familia pasó la noche en el bosque. Bajo la fresca neblina matinal, Chong Yang condujo a todos de regreso a la aldea. Su mujer y sus hijos sufrían de accesos de tos, náuseas y vista nublada. Avanzaban lentamente por las empinadas sendas de la montaña, apoyándose unos en otros. Cada paso que daban les causaba un vivo dolor.
Al llegar a casa encontraron los techos de paja y los pequeños jardines familiares de su comunidad, establecida en las faldas de la montaña, cubiertos de manchas amarillas. Las inclinadas callejas de arcilla, que de ordinario hormigueaban de chiquillos entregados a sus juegos, se hallaban desiertas, sólo ocupadas por los cuerpos contorsionados de gallinas, cerdos y perros muertos. De las chozas de madera y bambú se oía que vomitaban, gemían de dolor y lloraban por los seres queridos enfermos o moribundos.
Al cabo de varias horas las pegajosas manchas amarillas convertíanse en un polvo que disipaban los fríos vientos y que la lluvia del monzón arrastraba consigo. En el curso de los diez días siguientes cedió la fiebre que atormentaba a Shea Vang, pero los ojos se le pusieron amarillos y se le hinchó el estómago al tiempo que comenzó a defecar con sangre. Otros diez habitantes de la zona fallecieron.
Todos lo días Shea alzaba la vista al cielo, temerosa de que el avión reapareciera. "¿Por qué nos hacen esto?", le preguntó a su tío.
Chong decidió que debían escapar. El alcalde de la aldea le aconsejó que se llevara consigo a todos los de su clan. Ya antes los soldados vietnamitas habían detenido y castigado a los parientes de lugareños que habían escapado.
El 16 de septiembre, en la oscuridad de la noche y bajo la lluvia, Chong Yang reunió a sus 52 parientes, muchos de los cuales sufrían aún los efectos del último ataque con sustancias químicas. Los del clan, desde niños de brazos hasta abuelos de sesenta años de edad, sólo llevaban escaso alimento y ropa. A fin de eludir a los soldados vietnamitas y del Pathet Lao que patrullaban por los principales caminos y veredas, Chong Yang y los otros hombres iban abriendo sus propias sendas entre el denso follaje.
A medida que la altitud se reducía, la humedad se hacía intolerable. Nubes de zancudos y mosquitos los acosaban desde el anochecer hasta que el Sol penetraba la neblina matinal.
De aquel modo anduvieron durante casi dos semanas, caminando día y noche. Su único alimento era el arroz que llevaban, además de agua, hierbas y, en ocasiones, piñas (ananás) o plátanos silvestres.
El duodécimo día, cuando la aurora iluminaba el valle que se extendía abajo de los caminantes, estos avistaron el vasto río Mekong; al otro lado estaban Tailandia y la libertad. Aguardaron a que el Sol se pusiera antes de bajar al valle. Llegaron al Mekong al morir la luz del día y contemplaron las impetuosas aguas de ochocientos metros de anchura. Un murmullo corrió entre el grupo: "No sabemos nadar. Nos ahogaremos". Shea Vang tenía miedo, pero, obedeciendo a su tío, ayudó a organizar a los niños de menor edad que ella para atravesar la corriente. Algunos hombres improvisaron toscos salvavidas inflando unas bolsas de plástico. Otros armaron balsas atando varas de bambú unas con otras. Las madres se sujetaron a la espalda a los pequeñuelos que eran aún de brazos. A los ancianos se les ató a los jóvenes con ayuda de cuerdas.
Shea tembló cuando una patrulla vietnamita abrió fuego contra los fugitivos desde la oscura línea del bosque. Dos muchachos la tomaron por los brazos y con ella se arrojaron al agua, que estaba fría. La veloz corriente arrastró a los tres y Shea se esforzaba por conservar la cabeza fuera del agua. En la ribera, dos de los de H'mong, los únicos que iban armados de rifles, estuvieron intercambiando disparos con los vietnamitas mientras todos se zambulleron en el río. Chong Yang asía con fuerza a su esposa y al más pequeño de sus hijos, animándolos a que siguieran braceando.
Al fin, en grupos pequeños empezaron a alcanzar la orilla en tierra de Tailandia. Con lo que les restaba de fuerzas se arrastraron hasta los árboles y el herbazal. Una vez que Chong Yang comprobó que toda su familia se encontraba a salvo, él y algunos otros se dirigieron a Bung Kan, la población más cercana, y solicitaron la protección de la policía tailandesa. El agente de guardia acompañó a Chong hasta la ribera del Mekong, donde ambos hallaron al grupo de exhaustos fugitivos temblando de frío. Los condujo hasta un garaje vacío, contiguo al recinto de la policía.
EL DOCTOR Amos Townsend, la enfermera Andrea Crossland (ambos del Comité Internacional de Salvamento) y yo llegamos a Bung Kan esa misma tarde. El doctor Townsend, hombre corpulento que frisa los 55 años y ha trabajado con los refugiados laosianos de H'mong y de las tierras bajas desde 1980, comenzó a hablar, por medio de nuestro intérprete, con una chiquilla delgaducha y de corta estatura. Esta niña mostraba la mirada inexpresiva de un soldado después del combate, pero hablaba con voz clara y dulce. Era Shea Vang, quien nos relató su historia: el ataque, la caminata, el paso por el río.
Luego que acabó de hablar nos llevó a conocer a sus parientes: hombres demasiado exhaustos para moverse siquiera y mujeres macilentas y desaliñadas que sostenían en brazos a pequeños desnudos.
El 30 de septiembre fui a Bung Kan por última vez. Shea Vang se estuvo sentada junto a mí en los escalones de un vacilante porche de madera. Le pregunté si tenía miedo.
Shea rompió a llorar, y con voz tenue que reflejaba todo el sufrimiento y las penas de su corta y difícil existencia, me preguntó al tiempo que me miraba a los ojos: "¿Qué será de mí? ¿Adónde puedo ir, si no tengo padres? ¿Quién va a quererme?" Le eché los brazos al cuello y le aseguré que no la olvidaría, aun cuando me sentía impotente y no lograba siquiera contener mis propias lágrimas.
AGUARDA a Shea y a sus familiares un sombrío porvenir. En los últimos años el número de refugiados acogidos por otros países ha debido reducirse radicalmente. El principal campamento de refugiados destinado a los de H'mong, Ban Vinai, que en la actualidad alberga a más de 34,000 personas, se halla atestado en demasía. Cada mes llegan a Tailandia unos cuatrocientos refugiados laosianos que provienen de tribus montañesas. A la mayoría de ellos se les traslada en camión, en un recorrido de 650 kilómetros hacia el noroeste de Ban Vinai, hasta un austero campamento establecido en Chiang Kham, en las escabrosas montañas próximas a Birmania. Ya residen en Tailandia unos 150,000 refugiados que han huido de Laos, Vietnam y Kampuchea. Otros 250,000 refugiados kampucheanos, que andan a uno y otro lados de la frontera con Tailandia, se encuentran expuestos a feroces ataques de la artillería y los tanques vietnamitas. La contínua crisis que representan los refugiados plantea graves amenazas a la economía y a la seguridad nacional de Tailandia. Los enviados de las agencias de socorro temen que Tailandia obligue a algunos de los de H'mong a regresar a Laos.
Poco antes de que saliera yo de Bung Kan, un funcionario de la ONU llegó para informar a Sha y a sus parientes que dentro de pocos días serían trasladados a Chiang Kham. Tras dar un último apretón de manos a Chong Yang y a los demás de H'mong, hice a Shea Vang una señal para darle ánimos. Ella me correspondió con una amplia sonrisa. Al ir a la estación ferroviaria en automóvil, en compañía del doctor Townsend, me invadió una profunda tristeza. ¿Qué sería de Shea Vang y de su pueblo? Sentía yo que había abandonado a la chiquilla.
Semanas después me sorprendió recibir una carta de Shea, escrita en nombre suyo por otro refugiado del campamento de Chiang Kham. La niña me decía:
"¿Cómo estás? Desde que tú y yo nos separamos, ¿qué has hecho? No he visto que regreses a visitarme. Te echo mucho de menos. No te olvido. No me olvides tú, te lo ruego. Por favor, no me abandones."
"Recibe el cariño de tu amiga Shea Vang."
¿Cómo he de olvidarla? Ella ocupa siempre mis pensamientos.