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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    EL TERCER SECRETO (Steve Berry)

    Publicado en octubre 06, 2017

    La Iglesia no necesita más que la verdad.
    Papa León XIII, 1881


    No hay nada más grande que el fascinante y dulce misterio de Fátima, que ha acompañado a la Iglesia y a toda la humanidad durante este largo siglo de apostasía y no cabe duda de que las acompañará hasta la caída final y el posterior resurgimiento.
    abate Georges de Nantes, 1982,[1]
    con motivo de la primera peregrinación
    del papa Juan Pablo II a Fátima.


    La fe es un valioso aliado en la búsqueda de la verdad.
    Papa Juan Pablo II, 1998


    PRÓLOGO


    Fátima, Portugal
    13 de julio de 1917



    Lucía miró al cielo y vio descender a Nuestra Señora. La aparición llegó desde el este, igual que las otras dos veces, surgiendo como un punto centelleante de las profundidades del nuboso firmamento. Descendió sin vacilar en ningún momento. Su forma brillaba mientras se posaba en la encina, a unos dos metros y medio del suelo.

    Nuestra Señora permaneció erguida. Su imagen, envuelta en un resplandor, parecía más radiante que el sol. Lucía bajó los ojos ante su deslumbrante belleza.

    Una multitud rodeó a Lucía, a diferencia de la primera vez que apareció Nuestra Señora, dos meses antes. En aquella ocasión sólo estaban Lucía, Jacinta y Francisco en los campos, cuidando de las ovejas de la familia. Sus primos tenían siete y nueve años respectivamente. A sus diez años, ella era la mayor y lo tenía asumido. A su derecha, Francisco se arrodilló con sus pantalones largos y su gorro de lana. A su izquierda, Jacinta se hallaba de rodillas con una falda negra y un pañuelo sobre el oscuro cabello.

    Lucía alzó la vista y volvió a ver el gentío. La gente había empezado a congregarse el día anterior, muchos procedentes de aldeas vecinas, algunos acompañados de niños tullidos que esperaban ser sanados por Nuestra Señora. El prior de Fátima había proclamado que la aparición era un fraude y había instado a todo el mundo a que se mantuviera alejado. «Es obra del diablo», aseguró. Pero la gente no lo había escuchado, un feligrés incluso tildó al prior de «tonto», ya que el diablo jamás animaría a la gente a rezar.

    Una mujer entre la muchedumbre gritaba, llamando a Lucía y a sus primos «impostores», jurando que Dios se vengaría por ese sacrilegio. Manuel Marto, tío de Lucía y padre de Jacinta y Francisco, se situó a sus espaldas, y Lucía lo oyó decir a la mujer que se callara. Pidió respeto, pues había visto mundo, había ido más allá de la Serra da Aire. Lucía encontró consuelo en sus vivos ojos castaños y en su aire tranquilo. Se alegraba de tenerlo allí, entre tantos extraños.

    Trató de desoír las palabras que le lanzaban a gritos y apartó de su mente el perfume de menta, el aroma a pino y la fragancia del romero. Sus pensamientos, y ahora sus ojos, se centraban en Nuestra Señora, que flotaba ante ella.

    Sólo ella, Jacinta y Francisco podían verla, pero sólo ella y Jacinta podían oír sus palabras. Lucía lo encontró extraño — ¿por qué a Francisco se le negaba?—, pero, en su primera visita, Nuestra Señora dejó bien claro que Francisco iría al cielo sólo tras rezar muchos rosarios.

    Una brisa barría el paisaje cuadriculado de aquella gran depresión llamada Cova da Iria. El terreno era de los padres de Lucía, y se hallaba punteado de olivos y encinas. La hierba crecía alta y el suelo daba un heno excelente, patatas, coles y maíz. Hileras de sencillos muros de piedra delineaban los campos, si bien la mayoría se había desmoronado, cosa por la que Lucía daba gracias, ya que ello permitía que las ovejas pastaran a su antojo. Su trabajo era ocuparse del rebaño de la familia. Jacinta y Francisco hacían lo propio con el de sus padres, y en los últimos años habían pasado muchas horas en los pastizales, ora jugando, ora rezando, ora escuchando a Francisco tocar la flauta.

    Pero todo aquello había cambiado hacía dos meses, cuando se produjo la primera aparición.

    Desde entonces los habían acribillado a preguntas, y los no creyentes se habían burlado de ellos. La madre de Lucía incluso la había llevado a ver al párroco, exigiéndole que dijera que todo era mentira. El párroco escuchó lo que la niña dijo y afirmó que era imposible que Nuestra Señora hubiese descendido de los cielos sólo para decir que tenían que rezar el rosario todos los días. Lucía sólo hallaba consuelo cuando estaba a solas y podía llorar libremente por ella y por el mundo.

    El cielo se oscureció y los paraguas que el gentío utilizaba para procurarse sombra comenzaron a cerrarse. Lucía se puso en pie y gritó: «Descubríos la cabeza, porque estoy viendo a Nuestra Señora.»

    Los hombres obedecieron en el acto, y algunos se santiguaron como para que les fuera perdonada la grosería.

    Ella se volvió hacia la visión y se arrodilló.

    —Vocemecé que me quere? —preguntó. ¿Qué queréis de mí?
    —No ofendas más a Dios nuestro Señor, porque ya ha sido ofendido. Quiero que vengas aquí el día trece del mes que viene y que continúes rezando diez rosarios cada día a Nuestra Señora del Rosario para que reine la paz en el mundo y termine la guerra, pues sólo Ella podrá ayudarte.

    Lucía clavó la vista en Nuestra Señora. La forma era translúcida, con distintos matices de amarillo, blanco y azul. Su rostro era hermoso, pero estaba extrañamente transido de dolor. El vestido le llegaba hasta los pies, y un velo cubría Su cabeza. Un rosario como de perlas entrelazaba sus manos unidas. Su voz era amable y grata, jamás la alzaba o la bajaba, esa calma que desprendía, como una brisa, fue recorriendo la multitud.

    Lucía se armó de valor y dijo:

    —Me gustaría pedirte que nos dijeras quién eres y que hicieses un milagro para que todos crean que te nos has aparecido.
    —Sigue acudiendo a este lugar todos los meses este día. En octubre te diré quién soy y lo que deseo, y haré un milagro que todo el mundo tendrá que creer.

    Lucía se había pasado el último mes pensando qué decir. Muchos le habían formulado peticiones para sus seres queridos y para quienes se encontraban demasiado enfermos y no podían hablar por sí mismos. Le vino a la cabeza una en particular.

    —¿Puedes curar al hijo tullido de Maria Carreira?
    —No lo curaré, pero le proporcionaré la forma de ganarse la vida, siempre que rece el rosario todos los días.

    Ella pensó que era raro que la dama de los cielos pusiera condiciones a la misericordia, pero entendía que era necesaria la devoción. El párroco siempre declaraba que la devoción era el único medio para ganar la gracia de Dios.

    —Sacrificaos por los pecadores —pidió Nuestra Señora—, y decid muchas veces, sobre todo cuando hagáis un sacrificio: «Oh, Jesús, es por tu amor, para que se conviertan los pecadores y queden reparados los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.»

    Nuestra Señora abrió las manos y extendió los brazos, emitiendo un resplandor penetrante que bañó a Lucía en una calidez semejante a la de un sol invernal en un día frío. Acogió gustosamente la sensación y vio que el resplandor no se detenía en ella y en sus dos primos, sino que atravesaba la tierra, y el suelo se abría. Aquello era algo nuevo y distinto, y la atemorizó. Un mar de fuego se extendió ante ella en una espléndida visión. De entre las llamas surgieron figuras ennegrecidas, como trozos de ternera dando vueltas en una sopa hirviendo. Las formas eran humanas, aunque en ellas no se distinguían rasgos ni rostro. Salían disparadas del fuego y descendían al instante, la sacudida acompañada de unos alaridos y unos gemidos tan tristes que un escalofrío le recorrió la columna a Lucía. Aquellas pobres almas parecían carecer de peso o equilibrio, y se hallaban completamente a merced de las llamas que las consumían. Aparecieron formas animales, algunas de las cuales reconoció, pero todas eran espantosas, y ella sabía lo que representaban: demonios. Guardianes de las llamas. Lucía estaba aterrorizada y vio que Jacinta y Francisco se hallaban igualmente asustados. Las lágrimas se agolpaban a sus ojos, y ella quería consolarlos. De no ser porque Nuestra Señora flotaba ante ellos, ella también habría perdido el control.

    —Miradla —les susurró a sus primos.

    Éstos obedecieron, y los tres apartaron el rostro de tan horrible visión, las manos unidas, los dedos apuntando al cielo. — Lo que estáis viendo es el Infierno, adonde van las almas de los pobres pecadores —aseguró Nuestra Señora—. Para salvarlos, Dios desea que el mundo demuestre su devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, muchas almas se salvarán y reinará la paz. La guerra terminará. Pero si no dejan de ofender a Dios, otra guerra peor estallará durante el papado de Pío XI.

    La visión del infierno se esfumó y la cálida luz volvió a las manos unidas de Nuestra Señora.

    —Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que será la gran señal que Dios os envía para informaros de que castigará al mundo por sus delitos con la guerra, el hambre y las persecuciones contra la Iglesia y el Santo Padre.

    A Lucía la inquietaron las palabras de Nuestra Señora. Sabía que en los últimos años una guerra estaba azotando Europa. Los aldeanos habían ido a luchar y muchos no habían vuelto. Había oído el dolor de las familias en la iglesia. Y ahora le indicaban el modo de acabar con ese sufrimiento.

    —Para impedirlo —continuó Nuestra Señora—, he venido a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora los primeros sábados. Si escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y reinará la paz. En caso contrario, sembrará sus errores por el mundo, provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá hondos sufrimientos, algunas naciones serán aniquiladas. Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre consagrará Rusia a mí y ésta se convertirá, y al mundo le será concedido un período de paz.

    Lucía se preguntó qué sería Rusia. ¿Una persona, tal vez? ¿Una mujer malvada a la que había que salvar? ¿Un lugar? Aparte de Galicia y España, no conocía el nombre de ningún otro país. Su mundo era el pueblo de Fátima, donde vivía su familia, la vecina aldea de Aljustrel, donde vivían Jacinta y Francisco, la Cova da Iria, donde pastaban las ovejas y crecían las verduras, y la gruta del Cabeco, adonde había acudido el ángel el año pasado y el anterior para anunciar la llegada de Nuestra Señora. Esa Rusia debía de ser muy importante para llamar la atención de Nuestra Señora, pero Lucía quería saber otra cosa:

    —¿Qué hay de Portugal?
    —En Portugal siempre se mantendrá el dogma de la fe.

    Ella sonrió. Reconfortaba saber que su patria gozaba de consideración en el cielo.

    —Cuando reces el rosario —prosiguió Nuestra Señora—, di después de cada misterio: «Oh, Jesús, perdónanos y líbranos de los fuegos del Infierno. Salva a todas las almas, sobre todo a las necesitadas.»

    Ella asintió.

    —He de decirte más cosas. — Una vez finalizado el tercer secreto, Nuestra Señora añadió—: No le cuentes esto a nadie por ahora.
    —¿Ni siquiera a Francisco? — preguntó Lucía.
    —A él puedes contárselo.

    Siguió un largo silencio. De la multitud no escapaba sonido alguno. Todos los hombres, las mujeres y los niños estaban de pie o de rodillas, extasiados, embelesados con lo que hacían los tres visionarios, tal y como Lucía había oído que los llamaban. Muchos asían el rosario y musitaban oraciones. Ella sabía que nadie podía ver ni oír a Nuestra Señora: el suyo era un acto de fe.

    Se tomó un instante para saborear el silencio. Toda la Cova se hallaba envuelta en una gran solemnidad. Hasta el viento había enmudecido. Le entró frío, y por primera vez sintió el peso de la responsabilidad. Inhaló profundamente y dijo:

    —¿No quieres más de mí?
    —Hoy no quiero más de ti.

    Nuestra Señora comenzó a elevarse en el cielo, por el este. En lo alto se oyó un sonido parecido al retumbar del trueno, y Lucía se puso en pie. Temblaba.

    —Ahí va —gritó, señalando el cielo.

    El gentío presintió que la visión había finalizado y comenzó a empujar.

    —¿Qué aspecto tenía?
    —¿Qué dijo?
    —¿Por qué estás tan triste?
    —¿Va a volver?

    El avance de la gente hacia la encina se volvió apremiante, y Lucía de pronto sintió miedo.

    —Es un secreto —dejó escapar—. Es un secreto.
    —¿Bueno o malo? — inquirió una mujer.
    —Bueno para unos y malo para otros.
    —¿Y no vas a contárnoslo?
    —Es un secreto, y Nuestra Señora nos ha pedido que no lo contemos.

    Manuel Marto agarró a Jacinta y empezó a abrirse paso a codazos por el gentío. Lucía lo siguió, con Francisco de la mano. Los rezagados los persiguieron, cosiéndolos a preguntas. Ella sólo tenía una respuesta a sus súplicas:

    —Es un secreto. Es un secreto.


    PRIMERA PARTE
    1


    Ciudad del Vaticano
    Miércoles, 8 de noviembre, en la actualidad
    6:15



    Monseñor Colin Michener volvió a oír el sonido y cerró el libro. Había alguien allí. Lo sabía.

    Como antes.

    Se levantó de la mesa y echó una ojeada a las baldas barrocas. Las antiguas estanterías descollaban sobre su persona, y había más por los estrechos pasillos que salían en ambas direcciones. La cavernosa estancia irradiaba un aura, un halo de misterio que se debía, en parte, a su nombre: L'Archivio Segreto Vaticano.

    Siempre había creído que era un nombre extraño, ya que sólo una escasa parte del contenido de los volúmenes era secreta. La mayoría no era más que el meticuloso registro de dos milenios de organización eclesiástica, los relatos de una época en que los papas eran reyes, guerreros, políticos y amantes. En total había unos cuarenta kilómetros de estantes, que tenían mucho que ofrecer si el investigador sabía dónde buscar.

    Y no cabía duda de que Michener lo sabía.

    Centrándose de nuevo en el sonido, su mirada recorrió la habitación, pasando ante frescos de Constantino, Pipinio y Federico II, antes de detenerse en una verja de hierro que había al otro extremo. El espacio que quedaba al otro lado de la verja estaba oscuro y en silencio. A la Riserva sólo se accedía con una autorización directa del Papa, y la llave de la verja la guardaba el archivero de la iglesia. Michener nunca había entrado en esa cámara, aunque había permanecido obedientemente a la puerta mientras su superior, el papa Clemente XV, entraba. Así y todo, sabía de la existencia de alguno de los preciados documentos que encerraba aquel espacio sin ventanas: la última carta de María Estuardo, reina de los escoceses, antes de ser decapitada por Isabel I. Las peticiones de setenta y cinco lores ingleses suplicándole al Papa que anulara el primer matrimonio de Enrique VIII. La confesión firmada por Galileo. El tratado de Tolentino con Napoleón.

    Escudriñó los remates y refuerzos de la verja de hierro, así como el friso dorado de follaje y animales que habían cincelado en el metal de encima. La puerta era del siglo xiv. Nada en la Ciudad del Vaticano era mediocre. Todo llevaba el sello distintivo de un artista de renombre o un artesano legendario, de alguien que había trabajado durante años intentando agradar a Dios y a su papa.

    Cruzó la estancia dando zancadas, sus pasos resonando en el aire tibio, y se detuvo ante la verja de hierro. Le rozó una cálida brisa procedente del otro lado de la verja. En la parte derecha de la puerta llamaba la atención un enorme cerrojo. Lo comprobó: cerrado a cal y canto.

    Dio media vuelta preguntándose si alguno de los empleados habría entrado en el archivo. El escribano de servicio se había marchado cuando él llegó, y a nadie más se le habría permitido la entrada encontrándose él dentro, pues el secretario del Papa no necesitaba niñera. Sin embargo había multitud de puertas, y se preguntó si el ruido que había oído hacía unos instantes sería el de unos vetustos goznes abriéndose y cerrándose con suavidad. Difícil de decir. Identificar el punto de origen de un sonido en una zona tan vasta era tan confuso como ubicar un volumen en particular.

    Enfiló uno de los largos corredores, hacia la Sala de Pergaminos. Más allá se encontraba el Cuarto de Inventarios e índices. A medida que avanzaba las bombillas se iban encendiendo y apagando, arrojando haces de luz, y tuvo la sensación de hallarse bajo tierra, a pesar de estar en una segunda planta.

    Sólo recorrió un breve tramo y, al no oír nada, se volvió.

    Era temprano, un día de mediados de semana. Había elegido a propósito esa hora para realizar la búsqueda: era menos probable que estorbara a otros que hubieran logrado acceder al archivo y menos probable que llamara la atención de la curia pontificia. El Santo Padre le había encomendado una misión, sus pesquisas eran confidenciales, pero no se encontraba solo. La última vez, hacía una semana, había tenido la misma sensación.

    Volvió a entrar en la sala principal y retrocedió hasta la mesa de lectura, su atención aún centrada en la estancia. El suelo era una representación del zodiaco orientada al sol, cuyos rayos entraban gracias a unas aberturas cuidadosamente dispuestas que se hallaban en lo alto de las paredes. Sabía que hacía siglos el calendario gregoriano se calculaba justo en ese lugar. Pero ese día no entraba la luz del sol. Fuera hacía frío y humedad, un aguacero de mediados de otoño azotaba Roma.

    Los volúmenes que habían acaparado su atención durante las últimas dos horas estaban perfectamente ordenados en la mesa. Muchos de ellos habían sido escritos en las últimas dos décadas; cuatro eran mucho más antiguos. Dos de los más antiguos estaban en italiano, otro en español y el cuarto en portugués. Podía leerlos todos con facilidad, otra razón por la cual Clemente XV quiso tenerlo a su lado.

    Los relatos en español e italiano tenían escaso valor, ambos refritos de la obra en portugués: Estudio exhaustivo y detallado de las apariciones de la Santa Virgen María en Fátima. 13 de mayo de 1917—13 de octubre de 1917.

    El papa Benedicto XV ordenó que se abriera la investigación en 1922 como parte de las indagaciones que estaba realizando la Iglesia sobre lo que supuestamente había ocurrido en un remoto valle portugués. Todo el original era manuscrito, la tinta de un desvaído amarillo cálido, de forma que era como si las palabras fuesen de oro. El obispo de Leira había llevado a cabo unas completas pesquisas, empleando en ello un total de ocho años, una información que más tarde sería crucial cuando, en 1930, el Vaticano reconoció que las seis apariciones terrenales de la Virgen en Fátima eran «merecedoras de crédito». En la década de los cincuenta, los sesenta y los noventa habían aparecido tres apéndices, que ahora formaban parte del original.

    Michener los había estudiado con el rigor del abogado que había formado la Iglesia. Siete años en la Universidad de Munich le habían proporcionado su licenciatura, pero él nunca había ejercido la abogacía de manera convencional. El suyo era un mundo de dictámenes eclesiásticos y decretos canónicos. Su jurisprudencia abarcaba dos milenios y se basaba más en la interpretación de los tiempos que en la noción de stare decisis. Su dura formación jurídica había resultado inestimable para servir en la Iglesia, ya que muchas veces la lógica de las leyes se había convertido en un aliado dentro del confuso fango de la política divina. Y, lo que era más importante aún, le había ayudado a hallar en aquel laberinto de información olvidada lo que Clemente XV quería.

    Volvió a oír el sonido.

    Un chirrido suave, como dos ramas rozándose con la brisa o un ratón anunciando su presencia.

    Corrió hacia el lugar de donde parecía provenir y miró a ambos lados.

    Nada.

    A unos quince metros a la izquierda había una puerta por la que se salía del archivo. Se acercó a ella y comprobó la cerradura: cedió. Abrió con dificultad el pesado bloque de roble tallado y los goznes de hierro lanzaron un leve gemido.

    Un sonido que reconoció.

    Al otro lado el pasillo se encontraba desierto, pero reparó en un espejeo en el suelo de mármol.

    Se arrodilló.

    Las manchas transparentes de humedad se repetían a intervalos regulares, las gotitas se adentraban en el pasillo para luego entrar por la puerta al archivo. Allí había restos de barro, hojas y hierba.

    Siguió con la mirada el rastro, que se detenía al final de una hilera de estanterías. La lluvia seguía repiqueteando en el tejado.

    Reconoció aquellos charcos.

    Eran pisadas.


    2


    7:45


    El circo mediático comenzó temprano, como suponía Michener. Se acercó a la ventana y vio cómo las unidades móviles de televisión iban entrando en la plaza de San Pedro y reclamaban el lugar que les había sido asignado. La oficina de prensa del Vaticano le había informado el día anterior de que habían aprobado setenta y una solicitudes de prensa para el tribunal, pertenecientes a periodistas norteamericanos, ingleses y franceses, aunque en el grupo también había una docena de italianos y tres alemanes. La mayoría eran de la prensa escrita, pero varias cadenas de televisión habían solicitado permiso para retransmitir en directo, un permiso que se les había concedido. La BBC incluso había presionado para que le permitieran introducir las cámaras en el tribunal, como parte de un documental que estaba preparando, petición que le fue denegada. Aquello sería una especie de espectáculo, pero ése era el precio que había que pagar por cubrir a una celebridad.

    La Penitenciaría Apostólica era el más importante de los tres tribunales vaticanos y se ocupaba exclusivamente de las excomuniones. El derecho canónico proclamaba cinco motivos por los cuales alguien podía ser excomulgado: Infringir el secreto de la confesión, atacar físicamente al Papa, consagrar a un obispo sin la aprobación de la Santa Sede, profanar la Eucaristía y, el punto que les ocupaba ese día, que un sacerdote absolviera a su cómplice en un pecado sexual.

    El padre Thomas Kealy, de la iglesia de San Pedro y San Pablo de Richmond, Virginia, había hecho lo impensable: hacía tres años había establecido una relación abierta con una mujer y después, delante de sus fieles, había absuelto del pecado a ambos. La proeza, así como los cáusticos comentarios de Kealy sobre la inflexible posición de la Iglesia en lo tocante al celibato, habían recibido una gran atención. Algunos sacerdotes y teólogos llevaban ya algún tiempo desafiando a Roma en la cuestión del celibato, y la respuesta habitual consistía en esperar hasta que el contestatario se diera por vencido, ya que la mayoría de ellos o abandonaba o entraba en vereda. Pero el padre Kealy había llevado el desafío a otros niveles al publicar tres libros, uno de ellos un éxito de ventas a escala internacional, que contradecían abiertamente la doctrina católica establecida. Michener conocía de sobra el miedo institucional que había suscitado. Una cosa era que un sacerdote desafiara a Roma y otra muy diferente que la gente empezara a escuchar.

    Y la gente escuchaba al padre Kealy.

    Era apuesto y listo, y poseía el envidiable don de ser capaz de expresar sucintamente sus ideas. Había hecho apariciones en el mundo entero y conseguido un abultado grupo de seguidores. Todo movimiento necesitaba un líder, y los partidarios de la reforma eclesiástica habían encontrado el suyo en la figura de aquel osado sacerdote. Su sitio web, que Michener sabía que era controlado a diario por la Penitenciaría Apostólica, recibía más de veinte mil visitas al día. Hacía un año Kealy había fundado un movimiento global, Católicos por la Igualdad Contra las Excentricidades Teológicas, CRÉATE, según su acrónimo del inglés, que contaba con más de un millón de miembros, en su mayoría de Norteamérica y Europa.

    El atrevido liderazgo de Kealy había cundido entre los obispos norteamericanos, y el pasado año había faltado poco para que un número considerable respaldara abiertamente sus ideas y cuestionara la confianza de Roma en la arcaica filosofía medieval. Tal y como había declarado en más de una ocasión Kealy, la Iglesia norteamericana se hallaba en crisis gracias a las ideas anticuadas, los sacerdotes caídos en desgracia y los dirigentes arrogantes. Su opinión de que «al Vaticano le encanta el dinero norteamericano, pero no la influencia norteamericana» había hallado eco. Michener sabía que ofrecía la clase de sentido común que anhelaban las mentes occidentales: se había convertido en una celebridad. Y ahora el contendiente había acudido a conocer al campeón, y su encuentro sería registrado por la prensa internacional.

    Pero primero Michener tenía que librar su justa.

    Se volvió y se quedó mirando con fijeza a Clemente XV, alejando de su mente la idea de que su viejo amigo podía morir muy pronto.

    —¿Cómo se encuentra hoy, Santo Padre? — le preguntó en alemán. Cuando estaban a solas siempre utilizaban la lengua materna de Clemente. Casi ninguno de los empleados del palacio hablaba alemán.

    El Papa echó mano de una taza de porcelana y dio un sorbo a su café.

    —Es sorprendente que verse rodeado de tanto esplendor pueda resultar tan poco satisfactorio.

    Su cinismo no era ninguna novedad, pero últimamente se había intensificado.

    Clemente dejó la taza en la mesa.

    —¿Diste con la información en el archivo?

    Michener se apartó de la ventana y asintió.

    —¿Te fue útil el relato original de Fátima?
    —En absoluto. Descubrí otros documentos mucho más interesantes.

    Se preguntó de nuevo por qué era importante aquello, pero no dijo nada.

    El Papa pareció leerle el pensamiento.

    —Tú nunca haces preguntas, ¿no?
    —Si quisiera que lo supiera, usted me lo diría.

    En los últimos tres años aquel hombre había cambiado mucho: el Papa estaba más distante, pálido y frágil cada día. Si bien Clemente siempre había sido un hombre menudo y delgado, recientemente era como si su cuerpo se hubiera replegado en sí mismo. Su cabeza, un día cubierta por una mata de pelo castaño, lucía ahora una pelusilla corta y gris. El rostro vivo que adornara periódicos y revistas, sonriendo desde el balcón de San Pedro cuando se anunció su elección, se veía descarnado, las sonrosadas mejillas hundidas, la otrora apenas perceptible mancha se destacaba tanto que la oficina de prensa del Vaticano la borraba sistemáticamente de las fotos. La presión derivada de ocupar la silla de san Pedro le había pasado factura, avejentando seriamente a un hombre que, no hacía tanto tiempo, escalaba los Alpes bávaros con regularidad.

    Michener señaló la bandeja del café. Se acordó de la época en que el embutido, el yogur y el pan negro constituían su desayuno.

    —¿Por qué no come? El camarero me ha dicho que la otra noche no probó bocado.
    —No seas agonías.
    —¿Por qué no tiene hambre?
    —Y encima insistente.
    —Eludir mis preguntas no acallará mis temores.
    —Y ¿cuáles son tus temores, Colin?

    Le entraron ganas de mencionar las arrugas del ceño de Clemente, la alarmante palidez de su piel, las venas que se le marcaban en las manos y las muñecas de anciano, pero se limitó a decir:

    —Sólo su salud, Santo Padre.

    Clemente sonrió.

    —Sabes evitar mis pullas.
    —Discutir con el Santo Padre resulta infructuoso.
    —Ay, lo de la infalibilidad. Se me olvidaba… yo siempre tengo razón.

    Su interlocutor decidió recoger el guante.

    —No siempre.

    Clemente soltó una risita.

    —¿Encontraste el nombre en el archivo?

    Michener se metió la mano en la sotana y sacó lo que había escrito justo antes de oír el sonido. Se lo entregó a Clemente y dijo:

    —Otra vez había alguien.
    —Lo cual no debería extrañarte. Aquí no hay privacidad. — El Papa leyó y a continuación repitió lo que había escrito-: Padre Andrej Tibor.

    Michener supo lo que se esperaba de él.

    —Es un sacerdote jubilado que vive en Rumanía. Consulté los archivos: el cheque de su jubilación aún se le envía a una dirección de allí.
    —Quiero que vayas a verlo.
    —¿No va a decirme por qué?
    —Todavía no.

    Durante los últimos tres meses Clemente había estado muy preocupado. El anciano había intentado ocultarlo, pero tras veinticuatro años de amistad era poco lo que le pasaba inadvertido a Michener. Recordaba con precisión cuándo había dado comienzo el temor: justo después de una visita al archivo -a la Riserva— y a la antigua caja fuerte que aguardaba tras la cerrada verja de hierro.

    —¿Puedo saber cuándo me dirá el motivo?

    El Papa se levantó de la silla.

    —Después de las oraciones.

    Salieron del despacho y recorrieron en silencio la cuarta planta, deteniéndose ante una puerta abierta. La capilla que había al otro lado se hallaba revestida de mármol y tenía una deslumbrante vidriera que representaba el Vía Crucis. Clemente iba allí cada mañana a meditar unos minutos. Nadie podía interrumpirlo. Todo podía esperar a que él terminara de hablar con Dios.

    Michener había servido a Clemente desde los primeros días, cuando el enjuto y nervudo alemán era arzobispo, primero, luego cardenal y después secretario de Estado. Había ido subiendo a la par que su mentor —de seminarista a sacerdote y de ahí a monseñor—, la ascensión culminó, hacía treinta y cuatro meses, cuando el colegio de cardenales eligió al cardenal Jakob Volkner 267° sucesor de san Pedro. Volkner escogió en el acto a Michener como secretario personal.

    Michener conocía al verdadero Clemente, un hombre educado en la Alemania de la posguerra, sumida en el caos, que había aprendido el arte de la diplomacia en destinos tan inestables como Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo y Varsovia. Jakob Volkner poseía una enorme paciencia y una inmensa capacidad de concentración. Michener no había dudado una sola vez en todos los años que habían pasado juntos de la fe o el carácter de su mentor, y había decidido hacía tiempo que con que fuera la mitad de lo que era Volkner consideraría su vida un éxito.

    Clemente finalizó sus oraciones, se santiguó y besó la cruz que ornaba la pechera de su blanca sotana. Su período de calma había sido breve ese día. El Papa se levantó del reclinatorio, pero se entretuvo en el altar. Michener permaneció en silencio en el rincón hasta que el pontífice se acercó a él.

    —Tengo la intención de explicarme en una carta dirigida al padre Tibor. Le exhortaré a que te confíe determinada información.

    Pero seguía sin explicar por qué era necesario que él emprendiera ese viaje a Rumanía.

    —¿Cuándo quiere que salga?
    —Mañana. Pasado mañana como muy tarde.
    —No estoy seguro de que sea buena idea. ¿No puede encargarse de esto algún legado?
    —Te lo aseguro, Colin: no me moriré mientras estés fuera. Puede que tenga mal aspecto, pero me encuentro perfectamente.

    Tal y como habían confirmado los médicos de Clemente hacía no menos de una semana. Después de una serie de pruebas, aseveraron que el Papa no padecía ninguna enfermedad debilitante. Sin embargo, en privado, el médico del pontífice advirtió que la tensión era el peor enemigo de Clemente, y su rápido declive de los últimos meses parecía ser la prueba de que algo le estaba desgarrando el alma.

    —Yo no he dicho que tuviera mala pinta, Santidad.
    —No hace falta. — El anciano señaló sus ojos—: Lo dice tu mirada.

    Michener sostuvo en alto el papel.

    —¿Por qué quiere ponerse en contacto con este sacerdote?
    —Debería haberlo hecho después de entrar por vez primera en la Riserva, pero me resistí. — Clemente hizo una pausa—. Ya no puedo resistir más. No tengo elección.
    —¿Por qué el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica no puede elegir?

    El Papa se apartó y se situó frente a un crucifijo que había en la pared. Dos cirios ardían a cada lado del altar de mármol.

    —¿Vas a ir al tribunal esta mañana? — quiso saber Clemente, de espaldas a él.
    —Eso no responde a mi pregunta.
    —El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Apostólica puede escoger sus respuestas.
    —Me mandó ir al tribunal, así que sí, allí estaré. Junto con un montón de reporteros.
    —¿Estará ella allí?

    Michener sabía exactamente a quién se refería el anciano.

    —Me han dicho que solicitó unas credenciales para cubrir el evento.
    —¿Sabes por qué está interesada en el tribunal?

    Michener meneó la cabeza.

    —Como ya le he dicho, me enteré de que iba a asistir por casualidad.

    Clemente se volvió para mirarlo.

    —Una casualidad afortunada.

    El secretario se preguntó a qué venía el interés del Papa.

    —Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.

    Clemente conocía toda la historia porque Michener necesitaba un confesor, y el arzobispo de Colonia era su compañero más allegado. Fue la única ruptura de sus votos durante su cuarto de siglo de sacerdocio. Se planteó dejarlo, pero Clemente lo convenció de que no lo hiciera, explicando que un alma sólo podía volverse fuerte mediante la debilidad. Yéndose no ganaba nada. Ahora, tras más de una docena de años, sabía que Jakob Volkner tuvo razón. Él era su secretario, y llevaba casi tres años ayudando a Clemente a dominar su carácter, una combinación de espíritu burlón y cultura católica. El hecho de que su ayuda se basara en una violación de su juramento a su Dios y a su Iglesia parecía no preocuparle, una idea que últimamente se había vuelto bastante alarmante.

    —No he olvidado nada —musitó.

    El Papa se acercó a él y apoyó una mano en su hombro.

    —No llores por lo que has perdido. Es malsano y contraproducente.
    —Mentir no se me da bien.
    —Tu Dios te ha perdonado. Eso es lo único que necesitas.
    —¿Cómo puede estar seguro?
    —Lo estoy. Y si no crees al infalible cabeza de la Iglesia, ¿a quién vas a creer? — Una sonrisa acompañó el jocoso comentario, una sonrisa que le decía a Michener que no se tomara las cosas tan en serio.

    También él sonrió.

    —Es usted insufrible.

    Clemente retiró la mano.

    —Cierto, pero soy encantador.
    —Procuraré recordarlo.
    —Hazlo. En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo. ¿Entendido?

    Michener se preguntó cómo iba a saber qué preguntar sin tener idea de por qué iba, pero se limitó a responder:

    —Entendido, Su Santidad. Como siempre.

    Clemente sonrió.

    —Eso es, Colin. Como siempre.


    3


    11:00


    Michener entró en la sala del tribunal. Se trataba de un amplio salón de techos altos y mármol blanco y gris, adornado con un dibujo geométrico de mosaicos de vivos colores de cuatrocientos años de antigüedad.

    Dos guardias suizos de paisano custodiaban las puertas de bronce e hicieron una reverencia al reconocer al secretario del Papa. Michener había esperado una hora a propósito antes de entrar. Sabía que su presencia daría que hablar. Rara vez alguien tan cercano al pontífice asistía a un proceso.

    Ante la insistencia de Clemente, Michener se había leído los tres libros de Kealy y había informado al pontífice en privado de su provocador contenido. Clemente no los había leído porque semejante acción habría dado pie a demasiadas especulaciones. Con todo, el Papa había mostrado un profundo interés en lo que el padre Kealy había escrito. Cuando Michener tomó asiento discretamente al fondo de la sala vio por vez primera a Thomas Kealy.

    El acusado estaba sentado solo a una mesa. Kealy daba la impresión de tener unos treinta y tantos años, abundante cabello castaño rojizo y un rostro agradable y juvenil. La sonrisa que esbozaba de vez en cuando parecía calculada, la mirada y la actitud deliberadamente enigmáticas. Michener había leído el sumario que había preparado el tribunal, y todo él pintaba a Kealy como engreído e inconformista. «Claramente un oportunista», aseguraba uno de los investigadores. Sin embargo Michener no podía evitar pensar que los argumentos de Kealy eran, en muchos aspectos, convincentes.

    A Kealy lo estaba interrogando el cardenal Alberto Valendrea, el secretario de Estado del Vaticano, y Michener no envidió el lugar de aquel hombre. Todos los cardenales y obispos eran, en opinión de Michener, profundamente conservadores. Ninguno se adhería a las enseñanzas del Vaticano II, y ni uno solo apoyaba a Clemente XV. Valendrea en particular era famoso por su radical observancia del dogma. Los miembros del tribunal iban ataviados con las vestiduras de gala al completo, los cardenales de seda escarlata, los obispos de lana negra, parapetados tras una mesa de mármol curva bajo uno de los cuadros de Rafael.

    —No hay nadie más apartado de Dios que el hereje —afirmó el cardenal Valendrea. Su grave voz resonaba, haciendo innecesaria la amplificación.
    —A mi juicio, Su Eminencia —repuso Kealy—, cuanto menos franco es el hereje, tanto más peligroso se vuelve. Yo no oculto mis discrepancias. Creo que el debate es saludable para la Iglesia.

    Valendrea sostuvo en alto tres libros, y Michener reconoció las portadas de las obras de Kealy.

    —Estos libros son una herejía. No hay otro modo de verlo.
    —¿Porque soy partidario de que los sacerdotes se casen? ¿De que las mujeres puedan ser sacerdotes? ¿De que un sacerdote pueda amar a una esposa, a un hijo y a su Dios igual que otros fieles? ¿De que el Papa tal vez no sea infalible? Es humano, puede cometer errores. ¿Es eso herejía?
    —No creo que una sola persona de este tribunal opine lo contrario.

    Y así era.

    Michener vio que Valendrea se revolvía en la silla. El italiano era bajo y achaparrado como una bomba de incendios. Un flequillo enmarañado de cabello blanco le caía por la frente, lo cual llamaba la atención por el contraste con su tez cetrina. A sus sesenta años, Valendrea disfrutaba del lujo de ser relativamente joven dentro de una curia dominada por hombres mucho mayores. Además, carecía de la solemnidad que los ajenos asociaban a un príncipe de la Iglesia. Fumaba casi dos paquetes de cigarrillos al día, poseía una bodega que era la envidia de muchos y frecuentaba los círculos sociales europeos adecuados. Su familia tenía la suerte de contar con dinero, gran parte del cual había pasado a sus manos al ser el primogénito por línea paterna.

    La prensa hacía tiempo que había calificado a Valendrea de «papable», un título que significaba que, por su edad, posición e influencia, reunía los requisitos necesarios para acceder al pontificado. Michener había oído rumores según los cuales el secretario de Estado se estaba situando de cara al próximo cónclave, negociando con indecisos, coaccionando a la posible oposición. Clemente se había visto obligado a nombrarlo secretario de Estado, el cargo más poderoso por debajo del Papa, ya que un nutrido grupo de cardenales había insistido en que le fuera dado el empleo a Valendrea, y Clemente fue lo bastante astuto para apaciguar a los que lo habían encumbrado al poder. Además, tal y como el Papa explicó en su momento, «ten a tus amigos cerca y a tus enemigos, aún más».

    Valendrea apoyó los brazos en la mesa. Delante no tenía ningún papel. Era sabido que no solía necesitar notas.

    —Padre Kealy, dentro del seno de la Iglesia son muchos los que tienen la sensación de que el experimento del Vaticano II no puede considerarse un éxito, y usted es un ejemplo perfecto de nuestro fracaso. Los clérigos no tienen libertad de expresión: hay demasiadas opiniones en este mundo para permitirla. Esta Iglesia ha de hablar con una sola voz, y esa voz es la del Santo Padre.
    —Y hoy en día hay muchos que tienen la sensación de que el celibato y la infalibilidad del Papa constituyen una doctrina errónea. Reminiscencias de un tiempo en que el mundo era analfabeto y la Iglesia, corrupta.
    —No estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero aunque existan esos prelados, se guardan muy mucho de manifestar sus opiniones.
    —El temor es capaz de acallar las lenguas, Su Eminencia.
    —No hay nada que temer.
    —Desde esta silla siento tener que disentir.
    —La Iglesia no castiga a sus clérigos por sus pensamientos, padre, sino sólo por sus actos. Como los suyos. Su organización es un insulto a la Iglesia a la que sirve.
    —Si no respetara a la Iglesia, Su Eminencia, me habría limitado a abandonar sin decir nada. Pero amo a mi Iglesia lo bastante como para desafiar sus principios.
    —¿Acaso creía que la Iglesia no haría nada mientras usted rompía sus votos, convivía con una mujer abiertamente y se absolvía a sí mismo del pecado? — Valendrea levantó de nuevo los libros—. ¿Y luego lo ponía por escrito? Usted ha provocado esta confrontación.
    —¿Sinceramente piensa que todos los sacerdotes son célibes? — preguntó Kealy.

    La pregunta llamó la atención de Michener, que no dejó de percibir la animación de los periodistas.

    —Lo importante no es lo que yo piense —replicó Valendrea—. Eso es algo que ha de plantearse cada clérigo en concreto. Cada uno de ellos prestó juramento a su Dios y a su Iglesia, y espero que dicho juramento se cumpla. Todo el que fracase en ello debería marcharse por propia voluntad o por la fuerza.
    —¿Su Eminencia ha cumplido el juramento?

    A Michener le sorprendió la osadía de Kealy. Quizá se hubiese dado cuenta del destino que lo aguardaba, así que qué más daba.

    Valendrea meneó la cabeza.

    —¿Cree que desafiarme personalmente beneficiará en algo su defensa?
    —No es más que una pregunta.
    —Sí, padre, lo he cumplido.

    Kealy se quedó como si nada.

    —¿Qué otra cosa iba a decir?
    —¿Me está llamando mentiroso?
    —No, Su Eminencia. Sólo que ningún sacerdote, cardenal u obispo se atrevería a admitir lo que siente en el fondo. Estamos obligados a decir lo que la Iglesia nos exige. No tengo idea de qué siente en verdad, y me entristece.
    —Lo que yo sienta o deje de sentir no guarda relación con su herejía.
    —Al parecer Su Eminencia ya me ha juzgado.
    —No más que su Dios, que es infalible. O ¿es que también discrepa de esa doctrina?
    —¿Cuándo decretó Dios que los sacerdotes no podían conocer el amor de una pareja?
    —¿Pareja? ¿Por qué no simplemente mujer?
    —Porque el amor no conoce barreras, Su Eminencia.
    —De modo que también defiende la homosexualidad, ¿es eso?
    —Defiendo únicamente que cada individuo ha de seguir los dictados de su corazón.

    Valendrea meneó la cabeza.

    —Padre, ¿ha olvidado que su ordenación fue una unión con Cristo? Su identidad, que es la misma para todos los miembros de este tribunal, se deriva de la plena participación en esa unión. Ha de ser una imagen viva y transparente de Cristo.
    —Pero ¿cómo saber cuál es esa imagen? Ninguno de nosotros existía en vida de Cristo.
    —Es como dice la Iglesia.
    —Pero ¿acaso no se trata tan sólo del hombre moldeando lo divino para que se ajuste a sus necesidades?

    Valendrea enarcó la ceja derecha fingiendo incredulidad.

    —Su arrogancia es asombrosa. ¿Está diciendo que Cristo no era célibe? ¿Que no situó Su Iglesia por encima de todo? ¿Que no estaba unido a Su Iglesia?
    —No tengo ni idea de cuál era la orientación sexual de Cristo, y usted tampoco.

    Valendrea vaciló un instante y al punto repuso:

    —Su celibato, padre, es un don, una expresión de su abnegación. Así es la doctrina eclesiástica, una doctrina que parece usted no poder, o no querer, entender.

    Kealy respondió aduciendo más dogmas, y Michener no pudo evitar abstraerse del debate. Había procurado no mirar, recordándose que ése no era el motivo por el que se encontraba allí, pero sus ojos recorrieron a toda velocidad a los presentes, un centenar aproximadamente, y acabaron posándose en una mujer que se hallaba sentada dos filas por detrás de Kealy.

    Su cabello era del color de la medianoche, con una marcada intensidad y brillo. Michener recordó que en su día era una abundante melena que olía a limón recién exprimido. Ahora la llevaba corta, a capas y peinada con los dedos. Sólo la veía de perfil, pero la delicada nariz y los finos labios seguían allí. Su tez recordaba el tono de un café cremoso, prueba de que su madre era una cíngara rumana y su padre, un alemán de origen húngaro. Su nombre, Katerina Lew, significaba «puro león», una descripción que él siempre había creído apropiada dados su temperamento voluble y sus fanáticas creencias.

    Se conocieron en Munich. Él tenía treinta y tres años, y estaba terminando la carrera de Derecho. Ella tenía veinticinco y debía decidirse entre el periodismo o escribir novelas. Sabía que era sacerdote, y pasaron casi dos años juntos antes de que estallara el conflicto. «Tu Dios o yo», anunció ella.

    Y él escogió a Dios.

    —Padre Kealy —estaba diciendo Valendrea—, la naturaleza de su fe reside en el hecho de que nada puede añadirse o quitarse. Ha de abrazar las enseñanzas de la madre Iglesia en su totalidad o rechazarlas en su totalidad. Los católicos a medias no existen. Nuestros principios, tal y como han sido expuestos por el Santo Padre, no son impíos y no se pueden diluir, son tan puros como Dios.
    —Creo que ésas son las palabras del papa Benedicto XV —respondió Kealy.
    —Es usted un erudito, lo cual no hace sino aumentar la tristeza que me produce su herejía. Un hombre tan inteligente como parece serlo usted debería comprender que esta Iglesia no puede tolerar, ni tolerará, la disidencia. Especialmente la de su calibre.
    —Lo que está diciendo es que a la Iglesia le da miedo el debate.
    —Lo que estoy diciendo es que la Iglesia sienta unas normas. Si no le gustan las normas, reúna bastantes votos para elegir a un Papa que las cambie. A menos que haga eso, deberá hacer lo que se le ordena.
    —Ah, lo olvidaba: el Santo Padre es infalible. Diga lo que diga sobre la fe es, sin duda, correcto. ¿No dice eso el dogma?

    Michener se percató de que ninguno de los otros miembros del tribunal había intentado meter baza: al parecer el secretario era el inquisidor del día. Sabía que todos ellos eran leales a Valendrea, y la posibilidad de que alguno lo desafiara era escasa. Pero Thomas Kealy se lo estaba poniendo fácil, causándose más daño él mismo que el que pudiera infligirle cualquier pregunta.

    —Así es —contestó Valendrea—. La infalibilidad papal es fundamental para la Iglesia.
    —Otra doctrina creada por el hombre.
    —Otro dogma al que esta Iglesia se adhiere.
    —Soy un sacerdote que ama a su Dios y a su Iglesia —aseguró Kealy—. No entiendo por qué mostrarme en desacuerdo con el uno o la otra me expone a la excomunión. El debate y la discusión no hacen sino fomentar decisiones acertadas. ¿Por qué teme eso la Iglesia?
    —Padre, esta vista no aborda la libertad de expresión. Nosotros no tenemos una constitución que garantice tal derecho. Esta vista aborda su descarada relación con una mujer, su perdón público para el pecado cometido por ambos y su disensión abierta, todo lo cual se opone frontalmente a las normas de la Iglesia de la que entró usted a formar parte.

    La mirada de Michener volvió a Kate, el nombre que él le dio para añadir su herencia irlandesa a la personalidad de ella. Estaba sentada derecha, con una libreta en el regazo, bien atenta al debate.

    Michener recordó el último verano que pasaron juntos en Ba—viera, cuando él se tomó tres semanas libres entre semestre y semestre. Fueron a una aldea y se hospedaron en una posada rodeada de cimas coronadas de nieve. Él sabía que estaba mal, pero para entonces ella le había tocado una fibra que él pensaba que no existía. Lo que el cardenal Valendrea acababa de decir sobre Cristo y la unión de un sacerdote con la Iglesia constituía la base del celibato clerical: un sacerdote debía dedicarse en exclusividad a Dios y a la Iglesia. Pero desde aquel verano él se preguntaba por qué no podía amar a una mujer, a su Iglesia y a Dios a la vez. ¿Qué había dicho Kealy? «Igual que otros fieles.»

    Notó que lo estaban mirando. Al centrarse de nuevo, cayó en la cuenta de que Katerina había vuelto la cabeza y tenía los ojos clavados en él.

    Su rostro aún conservaba la dureza que tan atractiva le había resultado. Ahí seguían los leves rasgos asiáticos de los ojos, la boca curvada hacia abajo, la barbilla suave y femenina. Sencillamente no había nada cáustico. Eso, él lo sabía, yacía oculto en su personalidad. Michener examinó su expresión. Ni ira ni resentimiento ni afecto. Una mirada que parecía no decir nada. Ni siquiera «hola». Le incomodó sentirse tan cerca. Quizás ella contara con su presencia y no quisiera darle la satisfacción de pensar que él le importaba. Después de todo, su ruptura no había sido amistosa.

    Ella volvió la cara hacia el tribunal, y la inquietud de Michener disminuyó.

    —Padre Kealy —decía Valendrea—, le haré una pregunta sencilla: ¿abjura de su herejía? ¿Reconoce que lo que ha hecho va en contra de las leyes de esta Iglesia y de su Dios?

    El sacerdote se pegó a la mesa.

    —No creo que amar a una mujer vaya en contra de las leyes de Dios, así que perdonar ese pecado no es relevante. Tengo derecho a decir lo que pienso, de manera que no me disculpo por el movimiento que encabezo. No he hecho nada malo, Su Eminencia.
    —Es usted un insensato, padre. Le he dado la oportunidad de pedir perdón. La Iglesia puede, y debería, ser compasiva, pero el penitente ha de poner de su parte.
    —Yo no busco su perdón.

    Valendrea meneó la cabeza.

    —Me dan mucha pena usted y sus seguidores, padre. Es evidente que todos ustedes están de parte del Diablo.


    4


    13:05


    El cardenal Alberto Valendrea guardaba silencio, esperando que la euforia experimentada antes en el tribunal atenuara su creciente irritación. Era sorprendente lo rápido que una mala vivencia podía echar a perder una buena.

    —¿Qué opinas, Alberto? — preguntó Clemente XV—. ¿Tengo tiempo para saludar a la multitud? — El Papa señaló la alcoba y la ventana abierta.

    A Valendrea le daba rabia que el Papa malgastara el tiempo plantándose ante una ventana abierta para saludar a la gente congregada en la plaza de San Pedro. La seguridad del Vaticano le había advertido de que no lo hiciera, pero aquel viejo bobo ignoraba los avisos. La prensa no paraba de escribir al respecto, comparando al alemán con Juan XXIII. Y la verdad es que había semejanzas: ambos ascendieron al trono papal cuando casi tenían ochenta años. A ambos se los consideró papas provisionales. Ambos sorprendieron a todo el mundo.

    Valendrea odiaba el modo en que los observadores del Vaticano veían analogías entre la ventana abierta del Papa y su «espíritu vital, su franqueza sin pretensiones, su carismática calidez». El papado no tenía que ver con la popularidad, sino con la coherencia, y le ofendía la facilidad con que Clemente había prescindido de tantas costumbres sancionadas por la tradición. Los visitantes ya no hacían una genuflexión en presencia del Papa, pocos besaban su anillo, y rara vez hablaba Clemente en primera persona de plural, como habían hecho los papas durante siglos. «Estamos en el siglo xxi», gustaba de decir Clemente mientras decretaba el fin de otra antigua costumbre.

    Valendrea recordaba la época en que los papas no aparecían jamás delante de una ventana abierta. Cuestiones de seguridad aparte, la exposición limitada fomentaba el carisma y el misterio, y nada divulgaba más la fe y la obediencia que la curiosidad.

    Había estado al servicio de los papas durante casi cuatro décadas, subiendo en la curia deprisa, ganándose el capelo cardenalicio antes de cumplir los cincuenta, siendo uno de los cardenales más jóvenes de la era moderna. Ahora ostentaba el segundo cargo más poderoso de la Iglesia católica —el de secretario de Estado—, lo cual garantizaba su participación en todos los ámbitos de la Santa Sede. Pero quería más: quería el cargo más poderoso, ese en el que nadie desafiara sus decisiones, en el que hablara desde la infalibilidad, sin admitir réplica.

    Quería ser papa.

    —Qué día tan bonito —decía el pontífice—. Parece que ha dejado de llover. El aire es como en las montañas alemanas. Un frescor alpino. Qué lástima estar encerrado aquí.

    Clemente entró en la alcoba, pero no lo bastante como para que se le viera desde fuera. Llevaba una sotana de lino blanca, la esclavina le caía sobre los hombros, y la tradicional vestidura blanca. En los pies unos zapatos escarlata y, cubriendo su calva cabeza, un solideo blanco. Era el único prelado entre mil millones de católicos al que se permitía vestir así.

    —Quizás Su Santidad pueda dedicarse a tan agradable actividad después de finalizar el informe. Tengo otros compromisos, y el tribunal me ha ocupado la mañana entera.
    —Sólo llevaría unos minutos —insistió Clemente.

    Sabía que al alemán le gustaba burlarse de él. Del otro lado de la ventana llegaba el murmullo de Roma, aquel sonido único producido por tres millones de almas y sus vehículos al avanzar por el asfalto.

    Al parecer Clemente también se había percatado del rumor.

    —Esta ciudad tiene un extraño sonido.
    —Es nuestro sonido.
    —Ah, casi lo olvido… tú eres italiano, y nosotros no.

    Valendrea estaba junto a una cama con dosel hecha en roble macizo, las muescas y los arañazos eran tan numerosos que parecían formar parte del trabajo. Una sobada colcha de ganchillo cubría un extremo; dos enormes almohadas, el otro. El resto del mobiliario también era alemán: el armario, el tocador y las mesas pintados de alegres colores al estilo bávaro. No había un papa alemán desde mediados del siglo xi. Clemente II había sido una fuente de inspiración para el actual Clemente XV, hecho este que el pontífice no ocultaba. Pero lo más probable es que el primer Clemente muriera envenenado, una lección, pensaba muchas veces Valendrea, que este alemán no debería olvidar.

    —Tal vez tengas razón —admitió Clemente—. Los visitantes pueden esperar. Tenemos cosas que hacer, ¿no es cierto?

    Una brisa pasó rozando el alféizar y revolvió los papeles del escritorio. Valendrea puso una mano y detuvo su vuelo antes de que alcanzaran el computador. Clemente aún no lo había encendido. Era el primer Papa que sabía de informática —otro aspecto que la prensa adoraba—, pero a Valendrea no le importaba ese cambio: el computador y las líneas de fax eran mucho más fáciles de controlar que los teléfonos.

    —Me han dicho que esta mañana estás bastante animado —observó Clemente—. ¿Cuál será el resultado del tribunal?

    Valendrea supuso que Michener le había informado, pues había visto al secretario del Papa entre el público.

    —Ignoraba que Su Santidad estuviese tan interesado en el asunto.
    —Es difícil no sentir curiosidad. Esa plaza está llena de unidades móviles de televisión, así que, te lo ruego, responde mi pregunta.
    —El padre Kealy no nos ha dado alternativa: será excomulgado.

    El Papa entrelazó las manos a la espalda.

    —¿No se disculpó?
    —Se mostró arrogante hasta el insulto, y nos retó a que lo desafiáramos.
    —Tal vez debiéramos hacerlo.

    La sugerencia pilló desprevenido a Valendrea, pero décadas de servicio diplomático le habían enseñado a esconder la sorpresa planteando preguntas.

    —Y ¿con qué propósito habríamos de emprender una acción tan poco ortodoxa?
    —¿Por qué todo ha de tener un propósito? Quizá simplemente debamos escuchar un punto de vista contrario.

    Valendrea se mantuvo inmóvil.

    —Es imposible debatir la cuestión del celibato, una doctrina que lleva en pie quinientos años. ¿Qué será lo siguiente? ¿Ordenar mujeres? ¿El matrimonio de los clérigos? ¿La aprobación del control de la natalidad? ¿Es que vamos a volver completamente del revés el dogma?

    Clemente avanzó hacia la cama y clavó la vista en una representación medieval de Clemente II que colgaba de la pared. Valendrea sabía que la habían rescatado de uno de los cavernosos sótanos del Vaticano, donde llevaba siglos.

    —Fue obispo de Bamberg. Un hombre sencillo que no ansiaba ser papa.
    —Fue confidente del rey —puntualizó Valendrea—. Estableció lazos políticos y se hallaba en el lugar adecuado y en el momento adecuado.

    Clemente se volvió para mirarlo.

    —Como yo, supongo.
    —Su Santidad fue elegido por una abrumadora mayoría de cardenales, todos ellos inspirados por el Espíritu Santo.

    Clemente esbozó una sonrisa irritante.

    —¿O tal vez tuviera que ver con el hecho de que ninguno de los otros candidatos, incluido tú, logró reunir suficientes votos para salir elegido?

    Daba la impresión de que ese día iban a empezar a pelearse temprano.

    —Eres un hombre ambicioso, Alberto. Crees que llevar esta sotana blanca te hará feliz, pero te aseguro que no será así.

    Ya habían mantenido conversaciones similares con anterioridad, pero últimamente la intensidad de los intercambios verbales iba en aumento. Ambos sabían lo que sentía el otro. No eran amigos, jamás lo serían. A Valendrea le divertía el hecho de que la gente pensara que sólo porque él era cardenal y Clemente el Papa la suya sería una relación entre dos almas piadosas que pondrían las necesidades de la Iglesia en primer término. Pero lo cierto es que eran muy distintos, y mantenían políticas encontradas. En su favor había que decir que ninguno se había peleado abiertamente con el otro. Valendrea era más listo que todo eso —el Papa no tenía por qué discutir con nadie—, y al parecer el pontífice era consciente de que muchos cardenales respaldaban a su secretario de Estado.

    —Yo no deseo otra cosa que el Santo Padre viva una vida larga y próspera.
    —No se te da bien mentir.

    Estaba cansado de las pullas del viejo.

    —¿Qué importancia tiene? Usted no estará aquí cuando se celebre el próximo cónclave. No se preocupe por los candidatos.

    Clemente se encogió de hombros.

    —No tiene ninguna importancia. Seré enterrado bajo San Pedro, con los demás hombres que han ocupado esta silla. No me preocupa mi sucesor. Pero ¿y a él? Sí, a él sí debería preocuparle.

    ¿Qué sabía el viejo prelado? Últimamente tenía la costumbre de soltar extrañas insinuaciones.

    —¿Hay algo que disguste al Santo Padre?

    Los ojos de Clemente centellearon.

    —Eres un oportunista, Alberto. Un político intrigante. Puede que te decepcione y viva otros diez años.

    Su interlocutor decidió dejar de fingir.

    —Lo dudo.
    —A decir verdad espero que heredes mi cargo: lo encontrarás muy distinto de lo que imaginas. Tal vez debieras serlo.

    Ahora sí estaba interesado.

    —Ser ¿qué?

    Durante unos instantes el Papa guardó silencio. Al cabo repuso:

    —Ser papa, claro está. ¿Qué otra cosa, si no?
    —¿Qué le corroe el alma?
    —Somos unos tontos, Alberto. Todos nosotros, con todo nuestro boato, no somos más que unos tontos. Dios es mucho más sabio de lo que cualquiera de nosotros se figura.
    —No creo que ningún creyente lo cuestione.
    —Dictamos nuestros dogmas y al aplicarlos arruinamos la vida de hombres como el padre Kealy, que no es más que un sacerdote que intenta seguir lo que le dicta la conciencia.
    —Más bien parecía un oportunista, por recoger la palabra que usted mismo ha empleado. Un hombre que disfruta llamando la atención. Aunque, sin duda, conocía la política de la Iglesia cuando juró acatar nuestras enseñanzas.
    —Las enseñanzas ¿de quién? Quienes pronuncian la llamada Palabra de Dios son hombres como tú y como yo. Quienes castigan a otros semejantes por infringir esas enseñanzas son hombres como tú y como yo. A menudo me pregunto si nuestros preciados dogmas son los pensamientos del Todopoderoso o tan sólo los de clérigos normales y corrientes.

    Valendrea interpretó esta frase como un ejemplo más de la extraña conducta que el Papa seguía últimamente. Se planteó sonsacarlo, pero decidió que lo estaba poniendo a prueba, de manera que dio la única respuesta posible:

    —Creo que la Palabra de Dios y el dogma de la Iglesia son la misma cosa.
    —Buena respuesta. Modélica en lenguaje y sintaxis. Por desgracia, Alberto, esa creencia acabará siendo tu perdición.

    Y el Papa dio media vuelta y avanzó hacia la ventana.


    5


    Michener paseaba bajo el sol de mediodía. La lluvia matinal había cesado, el cielo estaba jaspeado de nubes y los jirones de azul se veían atravesados por la estela de un avión que se dirigía al este. Ante él, los adoquines de la plaza de San Pedro lucían charcos por la reciente tormenta. El lugar se hallaba plagado de charcos semejantes a una multitud de lagos diseminados. Los equipos de televisión seguían allí, muchos de ellos retransmitiendo sus reportajes a sus respectivos países.

    Había salido del tribunal antes de que se levantara la sesión. Uno de sus asistentes le informó después de que la confrontación entre el padre Kealy y el cardenal Valendrea había continuado unas dos horas. Se preguntó cuál era el sentido de la vista, pues la decisión de excomulgar a Kealy se había tomado mucho antes de que se le ordenara acudir a Roma. Eran pocos los clérigos que comparecían ante un tribunal, de manera que lo más probable era que Kealy hubiese ido para dotar de mayor relevancia a su movimiento. En cuestión de semanas Kealy sería excomulgado, otro expulsado más que proclamaría que la Iglesia era un dinosaurio camino de la extinción.

    A veces Michener creía que, tal vez, los críticos como Kealy tuviesen razón.

    En la actualidad, casi la mitad de los católicos de todo el mundo vivía en Latinoamérica. Si se añadían África y Asia, la suma ascendía a las tres cuartas partes. Apaciguar a esa emergente mayoría sin alienar a europeos e italianos constituía un desafío cotidiano.

    Ningún jefe de Estado se enfrentaba a algo tan intrincado. Sin embargo la Iglesia católica llevaba haciéndolo dos mil años —afirmación que ninguna otra institución creada por el hombre podía hacer—, y delante se extendía una de las mayores manifestaciones de la Iglesia.

    Aquella plaza con forma de llave, delimitada por dos magníficas columnatas semicirculares de Bernini, era imponente. A Michener siempre le había impresionado la Ciudad del Vaticano. La había visitado por vez primera hacía doce años, en calidad de sacerdote asistente del arzobispo de Colonia. Su virtud había sido puesta a prueba por Katerina Lew, mas su decisión inicial se vio reforzada. Recordaba haber recorrido las más de cuarenta hectáreas del amurallado enclave, maravillándose ante la majestuosidad que podía alcanzarse en dos milenios de construcción ininterrumpida.

    La diminuta nación no ocupaba una de las colinas sobre las que se fundó Roma, sino que coronaba el monte Vaticano, el único de los siete vetustos nombres que la gente aún recordaba. Sus ciudadanos eran menos de doscientos, y menos aún tenían pasaporte. Allí no había nacido nunca nadie, pocos aparte de los papas morían en ella, y menos aún eran enterrados en dicho país. Su gobierno era una de las últimas monarquías absolutas del mundo, y por una vuelta de tuerca que Michener siempre consideró irónica, el representante de la Santa Sede en las Naciones Unidas no podía firmar la Declaración Universal de los Derechos Humanos porque en el Vaticano no había libertad de culto.

    Contempló la soleada plaza, más allá de las unidades móviles de la televisión con su despliegue de antenas y vio que la gente miraba a la derecha y arriba. Algunos gritaban: «Santissimo Padre.» Siguió sus cabezas alzadas hasta la cuarta planta del Palacio Apostólico. Entre los postigos de madera de una ventana surgió el rostro de Clemente XV.

    Muchos comenzaron a agitar las manos, y Clemente devolvió el saludo.

    —Aún te fascina, ¿no? — dijo una voz de mujer.

    Él se giró. Katerina Lew se hallaba a pocos metros. Él ya sabía que daría con él. Se acercó a donde se encontraba, a la sombra de una de las columnas de Bernini.

    —No has cambiado nada. Sigues enamorado de tu Dios. Lo vi en tus ojos, en el tribunal.

    Él procuró sonreír, pero se obligó a centrarse en el desafío que se avecinaba.

    —¿Cómo estás, Kate? — Los rasgos del rostro de ella se suavizaron—. ¿Te ha ido la vida como pensabas?
    —No me puedo quejar. No, no voy a quejarme. No conduce a nada. Lo dijiste un día.
    —Me alegro de oírlo.
    —¿Cómo sabías que estaría allí esta mañana?
    —Vi tu solicitud de credenciales hace unas semanas. ¿Puedo preguntarte por qué estás interesada en el padre Kealy?
    —¿Llevamos quince años sin vernos y eso es lo único de lo que quieres hablar?
    —La última vez que hablamos me dijiste que no volviera a hablar de nosotros. Dijiste que no había nosotros. Sólo Dios y yo. Así que no pensé que fuese un buen tema.
    —Pero lo dije sólo después de que tú me contaras que ibas a volver con el arzobispo para consagrar tu vida al servicio de la Iglesia católica.

    Estaban bastante cerca, de modo que él retrocedió un tanto, sumiéndose más en la sombra de la columnata. Vislumbró la cúpula de Miguel Ángel en lo alto de la basílica de San Pedro, ya sin rastro del agua de la lluvia gracias a un sol de mediados de otoño.

    —Veo que aún sabes eludir las preguntas —señaló él.
    —He venido porque Tom Kealy me lo pidió. No es ningún tonto. Sabe lo que va a hacer el tribunal.
    —¿Para quién escribes?
    —Voy por libre. Es para un libro que estamos escribiendo juntos.

    Era una buena escritora, sobre todo de poesía. Él siempre había envidiado su talento, y la verdad es que quería saber más sobre lo que había sido de ella después de Munich. Sabía cosas sueltas: temporadas en periódicos europeos, nunca mucho tiempo, incluso un empleo en Estados Unidos. De cuando en cuando veía su firma, nada serio o importante, sobre todo ensayos religiosos. Varias veces había estado a punto de localizarla, deseoso de compartir un café, pero sabía que era imposible. Había tomado una decisión y no había vuelta atrás.

    —No me sorprendió leer lo de tu nombramiento —afirmó ella—. Supuse que cuando Volkner fue elegido papa no te dejaría marchar.

    Él captó la mirada de sus ojos color esmeralda y vio que luchaba con sus emociones, igual que hacía quince años. Por aquel entonces él era un sacerdote que estudiaba Derecho, inquieto y ambicioso, unido al destino de un obispo alemán de quien muchos decían que algún día sería cardenal. Ahora se hablaba de su propia ascensión al Sacro Colegio. No era nada insólito que los secretarios papales pasaran directamente del Palacio Apostólico a la púrpura. Quería ser príncipe de la Iglesia, formar parte del próximo cónclave en la Capilla Sixtina, bajo los frescos de Miguel Ángel y Botticelli, con voz y voto.

    —Clemente es un buen hombre.
    —Es un tonto —lo contradijo ella en voz baja—. No es más que alguien a quien los cardenales sentaron en el trono hasta que uno de ellos consiga suficiente respaldo.
    —¿Qué te hace hablar con semejante autoridad?
    —¿Acaso me equivoco?

    Él apartó la cara para que se le calmaran los ánimos y observó a un grupo de vendedores de recuerdos en el perímetro de la plaza. La hosquedad de ella seguía allí, sus palabras tan mordaces y amargas como las recordaba. Frisaba los cuarenta, pero la madurez no había acabado de aplacar su carácter apasionado. Era una de las cosas que nunca le habían gustado de ella, y una de las cosas que echaba de menos. En su mundo, la franqueza era algo desconocido: estaba rodeado de gente que podía decir con convicción cosas en las que no creía, de modo que la verdad era algo en su favor. Al menos uno sabía exactamente a qué atenerse, pisaba tierra firme en lugar de las continuas arenas movedizas en las que se había acostumbrado a moverse.

    —Clemente es un buen hombre al que se ha encomendado una tarea casi imposible —puntualizó.
    —Si la querida madre Iglesia cediera un tanto, puede que las cosas no fueran tan complicadas. Es bastante difícil gobernar a mil millones de almas cuando todo el mundo ha de aceptar que el Papa es el único ser en la tierra que no comete errores.

    A él no le apetecía discutir el dogma con ella, sobre todo en medio de la plaza de San Pedro. Dos guardias suizos con cascos empenachados, las alabardas en alto, pasaban a unos metros. Los vio avanzar hacia la entrada principal de la basílica. Las seis enormes campanas de la cúpula guardaban silencio, pero cayó en la cuenta de que no faltaba mucho para que doblaran por la muerte de Clemente XV, lo cual hizo que la insolencia de Katerina le resultara tanto más exasperante. Haber ido al tribunal esa mañana y hablar con ella ahora había sido una equivocación. Sabía lo que tenía que hacer.

    —Me ha encantado volver a verte, Kate.

    Dio media vuelta para marcharse.

    —Cabrón.

    Escupió el insulto lo bastante alto como para que él lo oyera.

    Michener se giró, preguntándose si lo decía en serio. La ira enturbiaba su rostro. Luego se acercó y le dijo en voz queda:

    —Llevamos años sin hablar y lo único que se te ocurre es decirme lo malvada que es la Iglesia. Si tanto la desprecias, ¿por qué malgastas el tiempo escribiendo sobre ella? Escribe esa novela que siempre decías que escribirías. Pensé que quizá, sólo quizá, te hubieses vuelto más afable, pero ya veo que no.
    —Qué bonito es saber que tal vez te importe. Cuando me dijiste que se había acabado no tuviste en cuenta mis sentimientos.
    —¿Hemos de volver a pasar por eso?
    —No, Colin, no hace falta. — Retrocedió—. No hace ninguna falta. Yo también me alegro de volver a verte.

    Por un instante él se mostró herido, pero ella pareció vencer cualquier atisbo de debilidad.

    Michener volvió la vista al palacio. Ahora eran muchos más los que chillaban y saludaban. Clemente seguía agitando la mano, y varias unidades de televisión filmaban.

    —Es él, Colin —aseveró Katerina—. Él es tu problema, sólo que no lo sabes.

    Antes de que pudiera decir nada, ella ya se había ido.


    6


    15:00


    Valendrea se puso los auriculares, apretó el botón del magnetófono y escuchó la conversación que habían mantenido Colin Michener y Clemente XV. Los micrófonos instalados en las dependencias del Papa habían vuelto a funcionar a la perfección. Dichos dispositivos se hallaban distribuidos por todo el Palacio Apostólico, cosa de la que se había ocupado justo después de la elección de Clemente y que había resultado sencilla, ya que, como secretario de Estado, uno de sus cometidos consistía en garantizar la seguridad del Vaticano.

    Clemente había estado en lo cierto. Valendrea quería que el pontificado actual durara un poco más, el tiempo suficiente para que él se hiciera con los últimos votos indecisos que necesitaría en el cónclave. El Sacro Colegio contaba con 160 miembros, de los cuales sólo 47 superaban los ochenta años y no tenían derecho al voto si se celebraba un cónclave durante los treinta días siguientes. En el último recuento confiaba más o menos en obtener cuarenta y cinco votos. Un buen comienzo, si bien faltaba mucho para la elección. La última vez había pasado por alto el adagio: «Quien entra al cónclave como papa sale como cardenal.» En esta ocasión no correría riesgos. Los micrófonos sólo eran un elemento de su estrategia para asegurarse de que los cardenales italianos no repitieran su deserción. Eran pasmosas las indiscreciones que los príncipes de la Iglesia cometían a diario. El pecado no les era desconocido. Al igual que las de los demás, sus almas necesitaban ser purificadas. Pero Valendrea sabía de sobra que a veces había que imponer la penitencia.

    «Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.»

    Valendrea se quitó los auriculares y miró al hombre que tenía sentado al lado. El padre Paolo Ambrosi llevaba más de una década apoyándolo. Era un hombre bajo y delgado con el cabello cano y fino como la paja. Su nariz ganchuda y la depresión de la mandíbula le recordaban a Valendrea a un halcón, semejanza esta que también describía la personalidad del sacerdote. Rara vez sonreía y menos aún se reía. Siempre lo envolvía un aire de seriedad, cosa que nunca preocupó a Valendrea, ya que aquel sacerdote era un hombre que poseía pasión y ambición, dos rasgos que Valendrea admiraba profundamente.

    —Es curioso, Paolo, que hablen en alemán como si fueran los únicos que lo entienden. — Valendrea apagó el aparato—. A nuestro papa parece preocuparle esa conocida del padre Michener. Háblame de ella.

    Se hallaban sentados en un salón sin ventanas del tercer piso del Palacio Apostólico, sede de la secretaría de Estado. Las cintas y el radiorreceptor estaban guardados en un armario cerrado con llave, aunque a Valendrea no le importaba que alguien lo descubriera: con más de diez mil cámaras, salas de audiencia y pasadizos, la mayoría de los cuales se encontraba protegida tras puertas cerradas, no había mucho peligro de que alguien investigara en aquel centenar aproximado de metros cuadrados.

    —Se llama Katerina Lew, hija de padres rumanos que huyeron del país cuando ella era una adolescente. Su padre era profesor de Derecho, y ella es licenciada por la Universidad de Munich y por la Universidad Nacional de Bélgica. Regresó a Rumanía a finales de los ochenta, donde se hallaba cuando depusieron a Ceausescu. Es una revolucionaria orgullosa. — Valendrea captó el tono de guasa en la voz de Ambrosi—. Conoció a Michener en Munich, cuando ambos eran estudiantes. Tuvieron una aventura que duró un par de años.
    —¿Cómo sabes todo eso?
    —Michener y el Papa han mantenido otras conversaciones.

    Valendrea sabía que, mientras que él sólo examinaba las cintas más importantes, Ambrosi lo escuchaba todo.

    —No me lo habías comentado.
    —Parecía carecer de importancia hasta que el Santo Padre mostró interés en el tribunal.
    —Puede que haya subestimado al padre Michener. Después de todo parece humano. Un hombre con un pasado. Con deslices. Lo cierto es que me gusta esa faceta suya. Cuéntame más.
    —Katerina Lew ha trabajado para diversas publicaciones europeas. Se hace llamar periodista, pero es más una escritora independiente. Ha colaborado con Der Spiegel, el Herald Tribune y el Times de Londres. No aguanta mucho. En política es de izquierdas; y en materia de religión, radical. Sus artículos critican el culto organizado. Es coautora de tres libros, dos sobre el Partido Verde alemán y uno sobre la Iglesia católica en Francia. Ninguno fue un gran éxito de ventas. Es muy inteligente, pero indisciplinada.

    Valendrea presintió lo que de verdad quería saber.

    —Ambiciosa también, supongo.
    —Se casó dos veces después de que ella y Michener rompieran. Ninguna de las dos duró mucho. Su relación con el padre Kealy fue más cosa suya que de él. Ha estado trabajando en Estados Unidos los últimos dos años. Un día se presentó en su despacho, y no se han separado desde entonces.

    Aquello despertó el interés de Valendrea.

    —¿Son amantes?

    Ambrosi se encogió de hombros.

    —Es difícil de decir, pero parece que a ella le gustan los sacerdotes, así que cabe suponer que sí.

    Valendrea se colocó de nuevo los auriculares y encendió el magnetofón. La voz de Clemente inundó sus oídos: «En breve tendré lista la carta para el padre Tibor. Requerirá una respuesta por escrito, pero si desea hablar, escúchalo, pregúntale cuanto quieras y cuéntamelo todo.» Se quitó los auriculares.

    —¿Qué está tramando este bobo? Enviar a Michener para que encuentre a un sacerdote de ochenta años. ¿A qué fin?
    —Es la única persona viva, aparte de Clemente, que ha visto lo que hay en la Riserva relativo a los secretos de Fátima. El propio

    Juan XXIII le entregó al padre Tibor el texto original de la hermana Lucía.

    El estómago le dio un vuelco al oír Fátima.

    —¿Has localizado a Tibor?
    —Tengo una dirección en Rumanía.
    —Esto requiere una estrecha vigilancia.
    —Eso ya lo veo, y me pregunto por qué.

    Valendrea no estaba dispuesto a dar una explicación hasta que no hubiera más remedio.

    —Creo que sería útil que alguien nos ayudara a seguir a Michener.

    Ambrosi sonrió.

    —¿Cree que Katerina nos ayudará?

    Le dio vueltas y más vueltas a la pregunta, sopesando su respuesta teniendo en cuenta lo que sabía de Colin Michener y lo que ahora sospechaba de Katerina Lew.

    —Ya veremos, Paolo.


    7


    20:30


    Michener se hallaba delante del altar de la basílica de San Pedro. La iglesia estaba cerrada, su silencio perturbado únicamente por el personal que pulía el extenso piso de mosaico. Se apoyó en una gruesa balaustrada y observó cómo pasaban la fregona los trabajadores por las escaleras de mármol, arriba y abajo. El centro de toda la Cristiandad descansaba justo debajo, en la tumba de San Pedro. Se volvió y levantó la cabeza hacia el ornado baldaquino de Bernini y luego hacia el cielo, a la cúpula de Miguel Ángel, que protegía el altar como, según palabras de un observador, «las manos de Dios».

    Pensó en el Concilio Vaticano II, imaginando la nave que lo rodeaba llena de bancos dispuestos en hileras que daban cabida a tres mil cardenales, sacerdotes, obispos y teólogos de casi todas las tendencias. En 1962 él se encontraba a caballo entre la primera comunión y la confirmación, era un muchacho que asistía a un colegio católico a orillas del río Savannah, al sudeste de Georgia. Lo que ocurría a casi cinco mil kilómetros en Roma no le decía nada. A lo largo de los años había visto películas de la sesión inaugural del concilio, cuando Juan XXIII, encorvado en el trono papal, rogaba a tradicionalistas y progresistas que trabajaran al unísono para que «la ciudad terrena pueda asemejarse a esa ciudad celestial en la que reina la verdad». Fue un movimiento sin precedentes: un monarca absoluto convocando a sus subordinados para aconsejarles cambiarlo todo. Durante tres años los delegados debatieron la libertad religiosa, el judaismo, el laicismo, el matrimonio, la cultura y el sacerdocio. Al final la Iglesia conoció cambios esenciales, para algunos no los suficientes, para otros demasiados.

    Bastante similar a su propia vida.

    Aunque había nacido en Irlanda, creció en Georgia. Su educación comenzó en Estados Unidos y terminó en Europa. A pesar de haber sido educado en dos continentes, la curia, en su mayoría italiana, lo consideraba norteamericano. Por suerte comprendía a la perfección el inestable ambiente que lo rodeaba. A los treinta días de llegar al palacio papal ya dominaba las cuatro reglas básicas para sobrevivir en el Vaticano: Regla número 1: nunca te plantees tener ideas propias. Regla número 2: si por alguna razón se te ocurre una idea, no la expreses. Regla número 3: nunca jamás pongas por escrito un pensamiento. Y regla número 4: bajo ningún concepto firmes nada que hayas decidido escribir tontamente.

    Volvió a mirar la iglesia, admirando las armoniosas proporciones que creaban un equilibrio arquitectónico casi perfecto. Ciento treinta papas estaban enterrados a su alrededor, y esa noche esperaba hallar alguna serenidad entre sus tumbas.

    Sin embargo su preocupación por Clemente seguía atormentándolo.

    Metió la mano en la sotana y sacó dos hojas de papel dobladas. Su investigación de Fátima se había centrado en los tres mensajes de la Virgen, y esas palabras parecían fundamentales para lo que quiera que afectara al Papa. Las abrió y leyó el relato de la hermana Lucía del primer secreto:

    Nuestra Señora nos mostró un enorme mar de llamas que parecía hallarse bajo la tierra. En medio de dicho fuego había demonios y almas con forma humana, como brasas transparentes, todos ellos ennegrecidos o como de bronce bruñido. Aquella visión sólo duró un instante.

    El segundo secreto era resultado directo del primero:

    Lo que estáis viendo es el Infierno, adonde van las almas de los pobres pecadores, aseguró Nuestra Señora. Para salvarlos, Dios desea que el mundo demuestre su devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, muchas almas se salvarán y reinará la paz. La guerra terminará. Pero si no dejan de ofender a Dios, otra guerra peor estallará durante el papado de Pío XI. He venido a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora los primeros sábados. Si escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y reinará la paz. En caso contrario, sembrará sus errores por el mundo, provocando guerras y persecuciones de la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá un hondo sufrimiento, algunas naciones serán aniquiladas. Al final mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre consagrará Rusia a mí y se convertirá, y al mundo le será concedido un período de paz.

    El tercer mensaje era el más críptico de todos:

    Tras las dos partes que ya he contado, a la izquierda de Nuestra Señora y un poco por encima vimos a un ángel con una espada flamígera en la mano izquierda. Despedía unas llamas que daban la impresión de incendiar el mundo, pero que se extinguían al entrar en contacto con el esplendor que Nuestra Señora irradiaba. Señalando la tierra con su mano derecha, el ángel gritó en voz alta: «Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos», y vimos una luz inmensa que es Dios. Algo parecido a como se ve la gente en un espejo cuando pasa por delante. Un obispo vestido de blanco, «nos pareció el Santo Padre», otros obispos, religiosos y religiosas subiendo una montaña escarpada, en cuya cima se alzaba una gran cruz de troncos irregulares que parecían de alcornoque por la corteza. Antes de llegar allí, el Santo Padre atravesó una gran ciudad medio en ruinas, un tanto tembloroso y con paso titubeante, afligido de dolor y pesar. Rezó por las almas de los cuerpos que se fue encontrando por el camino. Una vez coronada la cima de la montaña, de rodillas a los pies de la gran cruz, un grupo de soldados le disparó balas y flechas y lo mató, y de esa misma forma murieron, uno tras otro, los demás obispos, religiosos y religiosas y diversos seglares de distinta categoría y condición. Debajo de los dos brazos de la cruz había dos ángeles con sendos aspersorios en los que reunieron la sangre de los mártires y con los cuales asperjaron las almas que se encaminaban a Dios.

    Las frases encerraban el misterio enigmático de un poema, un significado sutil y abierto a la interpretación. Teólogos, historiadores y conspiradores llevaban décadas postulando teorías de lo más variado. De modo que ¿quién sabía algo a ciencia cierta? Y sin embargo algo tenía profundamente preocupado a Clemente XV.

    —Padre Michener.

    El aludido se giró.

    Una de las monjas que le había preparado la cena fue hacia él.

    —Perdóneme, pero al Santo Padre le gustaría verlo.

    Por lo general Michener cenaba con Clemente, pero esa noche el Papa había comido con un grupo de obispos mexicanos en el North American College. Consultó su reloj. Clemente había vuelto pronto.

    —Gracias, hermana. Iré a sus dependencias.
    —El Papa no se encuentra allí.

    Aquello era extraño.

    —Está en el Archivio Segreto Vaticano, en la Riserva. Quiere que se reúna con él.

    Él ocultó su sorpresa al responder:

    —De acuerdo. Voy ya mismo.

    Cruzó los desiertos corredores en dirección al archivo. La presencia de Clemente en la Riserva constituía un problema. Él sabía exactamente lo que estaba haciendo el papa, lo que era incapaz de entender era el motivo. Así que dejó vagar su mente, analizando una vez más el fenómeno de Fátima.

    En 1917 la Virgen María se apareció a tres pastorcillos en una gran depresión llamada Cova da Iria, próxima a la aldea portuguesa de Fátima. Jacinta y Francisco Marto eran hermanos; ella tenía siete años y él nueve. Lucía dos Santos, prima carnal suya, tenía diez. La Madre de Dios apareció seis veces entre mayo y octubre, siempre el día trece, en el mismo lugar, a la misma hora. En la última aparición miles de personas fueron testigos de cómo bailaba el sol en el firmamento, una señal que el cielo enviaba para demostrar que las visiones eran verdaderas.

    Más de una década después la Iglesia declaró que las apariciones eran «merecedoras de crédito», pero dos de los jóvenes visionarios no vivieron para ver dicho reconocimiento: Jacinta y Francisco murieron de gripe a los treinta meses de la última aparición de la Virgen. Lucía, sin embargo, llegó a vieja, y había fallecido hacía poco tras dedicar su vida a Dios como monja de clausura. La Virgen incluso predijo esos hechos cuando dijo: «Pronto me llevaré a Jacinta y Francisco, pero tú, Lucía, permanecerás aquí algún tiempo. Jesús quiere que me des a conocer para que sea amada.»

    Fue en la visita de julio cuando la Virgen comunicó tres secretos a los jóvenes visionarios. La propia Lucía reveló los dos primeros en los años que siguieron a las apariciones, y hasta los incluyó en sus memorias, publicadas a principio de los años cuarenta. Sólo Jacinta y Lucía escucharon el tercer secreto que reveló la Virgen. Por alguna razón Francisco fue excluido de esa comunicación directa, si bien a Lucía se le concedió permiso para contárselo. Aunque el obispo de la localidad insistió en que dieran a conocer el tercer secreto, los niños se negaron. Jacinta y Francisco se llevaron la información a la tumba, aunque Francisco le confió a un entrevistador en octubre de 1917 que el tercer secreto «era por el bien de las almas, y muchos se entristecerían si lo conocieran».

    Lucía terminó siendo la portadora del mensaje final.

    Aunque tenía la suerte de gozar de buena salud, en 1943 pareció que una pleuresía recurrente iba a acabar con ella. El obispo de la localidad, un hombre llamado Da Silva, le pidió que escribiera el tercer secreto y lo guardara en un sobre. Ella en un principio se opuso, pero en enero de 1944 la Virgen se le apareció en el convento de Tuy y le dijo que la voluntad de Dios era que diese testimonio del mensaje final.

    Lucía escribió el secreto y lo metió en un sobre. Al preguntarle cuándo debía hacerse público el mensaje, lo único que dijo fue: «en 1960». El sobre fue enviado al obispo Da Silva e introducido en un sobre mayor, sellado con cera, y depositado en la caja fuerte de la diócesis, donde permaneció trece años.

    En 1957 el Vaticano pidió que enviaran a Roma todos los escritos de la hermana Lucía, incluyendo el tercer secreto. A su llegada, el papa Pío XII guardó el sobre que contenía el tercer secreto en una caja de madera que llevaba la inscripción SECRETUM SANCTI OFFICII. La caja permaneció en el escritorio del Papa dos años, y Pío XII no leyó nunca su contenido.

    En agosto de 1959 la caja finalmente se abrió, y el doble sobre, aún sellado con cera, fue enviado al papa Juan XXIII. En febrero de 1960 el Vaticano hizo una escueta declaración en la que manifestaba que el tercer secreto de Fátima continuaría sellado. No ofreció más explicaciones. Por orden del Papa, el texto escrito a mano de la hermana Lucía volvió a la caja de madera y acabó en la Riserva. Todos los papas que siguieron a Juan XXIII fueron al archivo y abrieron la caja, pero ningún pontífice divulgó la información.

    Hasta Juan Pablo II.

    Cuando la bala de un asesino estuvo a punto de matarlo en 1981, concluyó que una mano maternal había guiado la trayectoria del proyectil. Diecinueve años más tarde, como muestra de agradecimiento a la Virgen, ordenó que el tercer secreto fuera revelado. Para acallar cualquier controversia, acompañó su publicación de una disertación de cuarenta páginas en la que interpretaba las complejas metáforas de la Virgen. También se publicaron fotografías de la letra de la hermana Lucía. La prensa estuvo un tiempo fascinada, pero luego el asunto se fue apagando.

    Cesaron las especulaciones.

    Fueron pocos los que siguieron mencionando el tema.

    Sólo Clemente XV continuaba obsesionado.

    Michener entró en el archivo y pasó ante el prefecto de noche, que se limitó a hacerle una señal con la cabeza. Más allá, la cavernosa sala de lectura se hallaba sumida en la oscuridad. Se veía un resplandor amarillento al fondo, donde la verja de hierro de la Riserva estaba abierta.

    El cardenal Maurice Ngovi permanecía fuera, con los brazos cruzados. Era un hombre de caderas estrechas y un rostro que llevaba grabada la pátina que da haber llevado una vida dura. Su hirsuto cabello era ralo y gris, y unas gafas con montura metálica acentuaban unos ojos que siempre ofrecían una mirada de profunda preocupación. Aunque sólo tenía sesenta y dos años, era el arzobispo de Nairobi, el más importante de los cardenales africanos. No era un obispo nominal al que le había sido concedida una diócesis honorífica, sino un prelado trabajador que gobernaba activamente a la población católica más numerosa del África subsahariana.

    Su implicación con dicha diócesis cambió cuando Clemente XV lo hizo ir a Roma para que supervisara la Congregación para la Educación Católica. Desde ese momento Ngovi también se comprometió con todos los aspectos de la educación católica, trabajando codo con codo junto a obispos y sacerdotes, esforzándose con celo para asegurar que colegios, universidades y seminarios católicos se ajustaran a los preceptos de la Santa Sede. En décadas pasadas aquél había sido un cargo polémico, que molestaba fuera de Italia, pero el espíritu de renovación del Vaticano II cambió esa hostilidad, igual que hombres como Maurice Ngovi, que consiguió suavizar la tensión.

    Su ética del trabajo y su personalidad servicial eran dos de los motivos por los que Clemente había nombrado a Ngovi. Otro era el deseo de que el brillante cardenal fuera conocido y reconocido. Seis meses atrás Clemente había añadido otro título, camarlengo, lo cual significaba que Ngovi administraría la Santa Sede cuando Clemente falleciera, durante las dos semanas previas a la elección canónica. Era un cargo provisional, ceremonial principalmente, y sin embargo importante, ya que aseguraba que Ngovi sería una figura determinante en el próximo cónclave.

    Michener y Clemente habían hablado en varias ocasiones de quién sería el siguiente papa. El hombre ideal, si es que la historia enseñaba algo, sería alguien no conflictivo, políglota, con experiencia en la curia, a ser posible el arzobispo de una nación que no fuera una potencia mundial. Al cabo de tres fructíferos años en Roma, Maurice Ngovi poseía todos esos rasgos, y los cardenales del Tercer Mundo no dejaban de plantear una y otra vez la misma pregunta: ¿Para cuándo un papa de color?

    Michener se aproximó a la Riserva. Dentro Clemente XV estaba plantado delante de una antigua caja fuerte que en su día conoció el saqueo de Napoleón. Las dobles puertas de hierro se hallaban abiertas, dejando al descubierto gavetas y estantes broncíneos. Clemente había abierto uno de los cajones. Se veía una caja de madera. El Papa sostenía un papel en sus temblorosas manos. Michener sabía que el texto original de la hermana Lucía seguía en esa caja de madera, pero también que allí había otra hoja de papel, una traducción al italiano del mensaje, redactado en portugués, hecha cuando Juan XXIII leyó las palabras por vez primera, en 1959. El sacerdote que llevó a cabo esa tarea era un joven miembro de la secretaría de Estado.

    El padre Andrej Tibor.

    Michener había leído diarios de eclesiásticos de la curia que se encontraban clasificados en el archivo y revelaban que el padre Tibor le había entregado la traducción en mano al papa Juan XXIII, el cual leyó el mensaje y, a continuación, ordenó que sellaran la caja de madera junto con la traducción.

    Ahora Clemente XV quería dar con el padre Andrej Tibor.

    —Esto es inquietante —musitó Michener.

    El cardenal Ngovi se encontraba cerca, pero no dijo nada. En su lugar, el africano lo agarró por el brazo y lo llevó hasta una fila de estanterías. Ngovi era uno de los pocos en el Vaticano en los que él y Clemente confiaban sin reserva.

    —¿Qué estás haciendo aquí? — le preguntó a Ngovi.
    —Me llamaron.
    —Creí que Clemente pasaría la velada en el North American College —dijo el otro entre susurros.
    —Y así iba a ser, pero se marchó de repente. Me llamó hace una hora y me dijo que me reuniera con él aquí.
    —Ésta es la tercera vez en dos semanas que viene. Seguro que todos se están dando cuenta.

    Ngovi asintió.

    —Gracias a Dios la caja fuerte contiene muchas cosas. Es difícil saber a ciencia cierta qué hace.
    —Me preocupa esto, Maurice. Está obrando de forma extraña.

    El camarlengo sólo rompía el protocolo en privado y utilizaba los nombres de pila.

    —Cierto. Rehúye mis preguntas con acertijos.
    —Me he pasado el último mes estudiando todas las apariciones marianas que han sido investigadas. He leído informe tras informe de testigos y visionarios. Nunca pensé que hubiera tantas visitas del cielo. Quiere saber los detalles de cada una de ellas, además de las palabras que la Virgen pronunció. Pero se niega a decirme por qué. Lo único que hace es volver aquí de nuevo. — Meneó la cabeza—. Valendrea no tardará en enterarse.
    —Él y Ambrosi no están en el Vaticano esta noche.
    —Da igual. Lo averiguará. A veces me pregunto si todo el mundo lo informa.

    El chasquido de una tapa al cerrarse resonó en la Riserva, seguido del sonido metálico de una puerta. Al poco apareció Clemente.

    —Hay que encontrar al padre Tibor.

    Michener dio un paso adelante.

    —El Registro Civil me ha facilitado su paradero exacto en Rumanía.
    —¿Cuándo te marchas?
    —Mañana por la noche o a la mañana siguiente, dependiendo de los vuelos.
    —Quiero que este viaje quede entre nosotros tres. Son unas vacaciones. ¿Comprendido?

    Michener asintió. La voz de Clemente no pasaba de un susurro, y Michener sintió curiosidad.

    —¿Por qué hablamos tan bajo?
    —No sabía que lo hiciéramos.

    Michener percibió irritación, como si se supusiera que no debía señalar semejante hecho.

    —Colin, tú y Maurice sois los únicos en quienes confío incondicionalmente. Mi querido amigo el cardenal no puede ir al extranjero sin llamar la atención, pues ahora es demasiado famoso, demasiado importante, así que tú eres el único que puede llevar a cabo este cometido.

    Michener apuntó a la Riserva.

    —¿Por qué siempre está viniendo aquí?
    —Las palabras me atraen.
    —Su Santidad Juan Pablo II reveló el tercer mensaje de Fátima al mundo al comienzo del nuevo milenio —dijo Ngovi—. Antes fue analizado por un comité de sacerdotes y estudiosos, entre los cuales estaba yo. El texto fue fotografiado y publicado en todo el mundo.

    Clemente no respondió.

    —Tal vez consultar a los cardenales pudiera ayudar a resolver el problema de que se trate —sugirió Ngovi.
    —A quienes más temo es a los cardenales.
    —Y ¿qué espera averiguar de un anciano de Rumanía? — preguntó Michener.
    —Me envió algo que requiere mi atención.
    —No recuerdo haber visto nada suyo —contestó Michener.
    —Vino en la valija diplomática: un sobre cerrado procedente del nuncio en Bucarest. El remitente afirmó haberle traducido el mensaje de la Virgen al papa Juan.
    —¿Cuándo? — inquirió Michener.
    —Hace tres meses.

    Michener reparó en que coincidía con la época en que Clemente empezó a visitar la Riserva.

    —Ahora sé que decía la verdad, así que no deseo que el nuncio se vea implicado. Necesito que vayas a Rumanía a juzgar por ti mismo al padre Tibor. Tu opinión es importante para mí.
    —Santo Padre…

    Clemente levantó la mano.

    —No tengo la intención de ser interrogado más a este respecto. — La declaración estaba teñida de ira, una emoción poco común en Clemente.
    —De acuerdo —replicó Michener—. Encontraré al padre Tibor, Su Santidad. Puede estar seguro de ello.

    Clemente miró la Riserva.

    —Mis predecesores estaban tan equivocados…
    —¿En qué sentido, Jakob? — preguntó Ngovi.

    Clemente se volvió, tenía los ojos ausentes y tristes.

    —En todos los sentidos, Maurice.


    8


    21:45


    Valendrea estaba disfrutando de la noche. Él y el padre Ambrosi habían abandonado el Vaticano hacía dos horas y habían ido en un coche oficial a La Marcello, uno de sus restaurantes preferidos. Su corazón de ternera con alcachofas era, sin lugar a dudas, el mejor de Roma. La ribollita, una sopa toscana a base de alubias, verduras y pan, le recordaba la infancia, y el sorbete de limón con una decadente salsa de mandarina bastaba para garantizar la vuelta de cualquier cliente. Él cenaba allí desde hacía años, en su mesa de siempre, hacia el fondo. El propietario sabía cuál era su vino favorito y de su necesidad de absoluta privacidad.

    —Bonita noche —comentó Ambrosi.

    El sacerdote de menor edad miraba a Valendrea en el asiento de atrás de un gran Mercedes cupé que había llevado a numerosos diplomáticos por la Ciudad Eterna, incluso al presidente de Estados Unidos, que había acudido el otoño pasado. El habitáculo trasero se hallaba separado del conductor por un cristal esmerilado, todas las ventanillas estaban tintadas y blindadas; y los flancos y la carrocería, revestidos de acero.

    —Sí que lo es. — Le daba chupadas a un cigarrillo, disfrutando de la relajante sensación que le producía la entrada de la nicotina en el torrente sanguíneo tras una comida satisfactoria—. ¿Qué sabemos del padre Tibor?

    Se había aficionado a hablar en primera persona de plural, una práctica que esperaba que le resultaría útil en años venideros: los papas habían hablado así durante siglos. Juan Pablo II fue el primero en perder la costumbre, y Clemente XV había decretado oficialmente su abolición. Pero si el Papa actual estaba resuelto a deshacerse de todas las tradiciones, Valendrea estaba resuelto a resucitarlas.

    Durante la cena no le había preguntado a Ambrosi nada del tema que tanto le preocupaba, fiel a su norma de no discutir asuntos del Vaticano fuera del mismo. Había visto caer a demasiados hombres por irse de la lengua, una caída a la que él había contribuido en algunos casos. Pero su coche era como una prolongación del Vaticano, y Ambrosi se cercioraba a diario de que no hubiera micrófonos.

    El reproductor de CD dejaba escapar una suave melodía de Chopin. La música lo relajaba, pero también enmascaraba las conversaciones en caso de que existiera algún interceptor móvil.

    —Se llama Andrej Tibor —repuso Ambrosi—. Trabajó en el Vaticano entre 1959 y 1967. Después fue un sacerdote ordinario al servicio de numerosas parroquias, hasta que se jubiló hace dos décadas. En la actualidad vive en Rumanía y recibe una pensión mensual en un cheque que cobra con regularidad.

    Valendrea saboreó una profunda calada del cigarrillo.

    —De modo que la pregunta es ¿qué quiere Clemente de ese sacerdote anciano?
    —Seguro que tiene que ver con Fátima.

    Acababan de dar la vuelta a la via Milazzo y bajaban a toda velocidad por la via dei Fori Imperiali, en dirección al Coliseo. Le encantaba cómo se aferraba Roma a su pasado. No le costaba imaginar a emperadores y papas disfrutando de la satisfacción de saber que podían dominar aquella maravilla. Algún día también él saborearía esa sensación. Jamás estaría satisfecho con el birrete púrpura de cardenal: quería lucir el camauro, el tocado reservado a los papas. Clemente había rechazado ese sombrero anticuado porque lo consideraba anacrónico, pero el casquete de terciopelo rojo ribeteado de piel blanca constituiría un signo más del regreso del pontificado imperial. Los católicos de Occidente y del Tercer Mundo dejarían de poder cuestionar el dogma latino. A la Iglesia había llegado a preocuparle más complacer al mundo que defender su fe. El islamismo, el hinduismo, el budismo e incontables sectas protestantes estaban diezmando las filas de los católicos. Y ello era obra del Diablo. La Iglesia católica, la única verdadera, se encontraba en peligro, pero él sabía lo que necesitaba: una mano firme. Una mano que asegurara la obediencia de los sacerdotes, de la permanencia de sus miembros y de la recuperación de sus ganancias. Una mano que él estaba más que dispuesto a tender.

    Sintió un roce en la rodilla y apartó el rostro de la ventana.

    —Eminencia, es justo ahí —señaló Ambrosi.

    Miró de nuevo por la ventanilla cuando el coche torcía y por delante desfilaba una sucesión de cafés, restaurantes y llamativas discotecas. Se hallaban en una de las calles menores, la via Frattina, con las aceras abarrotadas de juerguistas nocturnos.

    —Se hospeda en ese hotel de ahí delante —informó Ambrosi—. Lo sé por la solicitud de credenciales que hay archivada en la oficina de seguridad.

    Ambrosi había sido concienzudo, como de costumbre. Valen—drea se estaba arriesgando al ir a ver a Katerina Lew sin previo aviso, pero esperaba que la agitación de la noche y la avanzada hora redujeran al mínimo las miradas curiosas. Había sopesado la manera de establecer contacto. No le apetecía nada subir hasta su habitación, ni tampoco que lo hiciera Ambrosi. Pero entonces vio que no sería necesario.

    —Tal vez Dios esté velando por nuestra misión —observó al tiempo que señalaba a una mujer que paseaba por la acera, en dirección a la puerta, cubierta de hiedra, del hotel.

    Ambrosi sonrió.

    —La oportunidad lo es todo.

    Dio orden al conductor de que pasara ante el hotel y se situara a la altura de la mujer. Valendrea pulsó un botón y la ventanilla trasera bajó.

    —Señorita Lew. Soy el cardenal Alberto Valendrea. Puede que me recuerde del tribunal, esta mañana.

    Ella se detuvo y se plantó frente a la ventanilla. Su cuerpo era ágil y menudo, pero su porte, su forma de plantar los pies y de tomar en consideración la pregunta de Valendrea, su modo de ponerse derecha y arquear el cuello apuntaban a un carácter más fuerte de lo que daba a entender su menudencia. Tenía cierto aire lánguido, como si un príncipe de la Iglesia católica —el secretario de Estado, nada menos— se le acercara todos los días. Pero Valendrea también notó otra cosa: ambición, y ello lo relajó en el acto. Era posible que aquello resultara mucho más fácil de lo que pensó en un primer momento.

    —¿Podríamos charlar un instante? ¿Aquí, en el coche?

    Ella le dedicó una sonrisa.

    —¿Cómo rehusar tan gentil petición viniendo del secretario de Estado del Vaticano?

    El aludido abrió la portezuela y se hizo a un lado en el asiento de cuero para dejarle sitio. Ella subió, desabrochándose el chaquetón de borrego, y Ambrosi cerró la puerta. Valendrea advirtió que se le subía la falda al sentarse.

    El Mercedes avanzó lentamente y paró más abajo, en una callejuela. La muchedumbre quedaba atrás. El conductor salió y caminó hasta el final de la calle, donde, como sabía Valendrea, se aseguraría de que no entraran más coches.

    —Éste es el padre Paolo Ambrosi, mi primer asistente.

    Katerina estrechó la mano que le tendía Ambrosi, y Valendrea se percató de que Ambrosi dulcificó la mirada, lo cual bastó para infundir serenidad a la mujer. Paolo sabía cómo manejar una situación.

    —Hemos de hablar con usted de un importante asunto con el que esperamos que tal vez pueda ayudarnos —dijo Valendrea.
    —No acierto a comprender cómo podría ayudar yo a alguien de su talla, Eminencia.
    —Asistió a la audiencia en el tribunal esta mañana. ¿Acaso solicitó su presencia el padre Kealy?
    —Así que ¿se trata de eso? ¿Le preocupa la mala prensa que pueda suscitar lo sucedido?

    Valendrea fingió modestia.

    —Con todos los reporteros que estaban presentes, le aseguro que esto no tiene nada que ver con la mala prensa. El destino del Padre Kealy está decidido, como sin duda usted, él y toda la prensa saben. Esto es algo mucho más importante que un hereje.
    —¿Lo que está a punto de decirme es oficial?

    Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.

    —Siempre la periodista. No, señorita Lew, nada de esto es oficial. ¿Aún está interesada?

    Esperó mientras ella sopesaba en silencio sus opciones. Ése era el momento en que la ambición debía imponerse al buen juicio.

    —De acuerdo —repuso—. Extraoficialmente. Adelante.

    Valendrea estaba encantado. Por ahora la cosa iba bien.

    —Se trata de Colin Michener.

    Los ojos de ella reflejaron sorpresa.

    —Sí, estoy al tanto de su relación con el secretario del Papa. Un asunto bastante serio para un sacerdote, sobre todo para un sacerdote de su importancia.
    —Eso fue hace mucho.

    En sus palabras había cierto tono de negación. Quizás ahora, pensó él, ella cayera en la cuenta de por qué él se mostraba tan dispuesto a creerse lo del «extraoficialmente»: aquello tenía que ver con ella, no con él.

    —Paolo presenció su encuentro con Michener esta tarde en la plaza. Fue todo menos cordial. «Cabrón» creo que fue lo que le llamó.

    Ella miró de reojo al acólito.

    —No recuerdo haberlo visto allí.
    —La plaza de San Pedro es grande —respondió Ambrosi.
    —Puede que esté pensando en cómo pudo oírla —continuó Valendrea—. Apenas fue un susurro. Paolo sabe leer los labios, un don que resulta muy útil, ¿no cree? — Ella parecía no saber qué decir, de modo que Valendrea la dejó un instante antes de añadir—: Señorita Lew, no quiero parecer amenazador. Lo cierto es que el padre Michener está a punto de embarcarse en un viaje en nombre del Papa, y necesito que me ayude a ese respecto.
    —¿Qué podría hacer yo?
    —Alguien ha de controlar adonde va y qué hace, y usted sería la persona ideal.
    —Y ¿por qué iba a hacerlo?
    —Porque hubo un tiempo en que él le importaba. Quizás incluso lo amase usted. Puede que aún lo ame. Muchos sacerdotes como el padre Michener han conocido mujeres, es la vergüenza de los tiempos que corren: hombres a los que no les preocupa en absoluto el voto que hicieron a Dios. — Se detuvo un instante—. Ni los sentimientos de las mujeres a las que podían herir. Tengo la sensación de que no le gustaría que el padre Michener sufriera ningún daño. — Dejó que las palabras hicieran mella en ella—. Creemos que se está planteando un problema, un problema que podría hacerle mucho daño. No físico, ya me entiende, pero sí un daño que podría afectar a su permanencia en la Iglesia, poner en peligro su carrera, tal vez. Yo intento que eso no ocurra. Si le encargara este cometido a alguien del Vaticano, se sabría en cuestión de horas, y la misión fracasaría. Me agrada el padre Michener, y no me gustaría ver truncada su carrera. Necesito la confidencialidad que usted puede proporcionarme para protegerlo.

    Ella señaló a Ambrosi.

    —¿Por qué no envía al padre?

    A Valendrea le impresionaron sus agallas.

    —El padre Ambrosi es demasiado conocido para hacerse cargo. Por suerte, la misión que le ha sido encomendada al padre Michener le llevará a Rumanía, un lugar que usted conoce bien. Podría plantarse allí sin que él le hiciera demasiadas preguntas. Eso suponiendo que se percatara de su presencia.
    —Y ¿cuál es el propósito de esta visita a mi país natal?

    Él desechó la pregunta con la mano.

    —Eso no haría sino empañar su informe. Usted limítese a observar. De ese modo no nos arriesgamos a influir en sus observaciones.
    —En otras palabras, que no me lo va a decir.
    —Exactamente.
    —Y ¿qué gano yo haciéndole este favor?

    Valendrea soltó una risita mientras sacaba un cigarro de un compartimento lateral de la puerta.

    —Por desgracia, Clemente XV no durará mucho. Está al caer un cónclave, y cuando eso ocurra, le aseguro que tendrá usted un amigo que le proporcionará información más que suficiente para que sus artículos cobren importancia en los círculos periodísticos. Tal vez la suficiente como para que vuelva a trabajar con esos editores que la dejaron marchar.
    —¿Se supone que ha de impresionarme que sepa cosas sobre mí?
    —No intento impresionarla, señorita Lew, tan sólo asegurarme su ayuda a cambio de algo por lo que cualquier periodista moriría.

    Se encendió el cigarro y saboreó una calada. Ni siquiera se molestó en bajar la ventanilla antes de exhalar una densa bocanada de humo.

    —Esto ha de ser importante para usted —afirmó ella.

    Valendrea reparó en que la frase no era importante para la Iglesia, sino importante para usted. Decidió añadir un ápice de verdad.

    —Lo bastante como para venir a las calles de Roma. Le garantizo que mantendré mi parte del trato. El próximo cónclave será muy importante, y usted contará con una fuente de información fidedigna y de primera mano.

    Parecía que ella seguía dudando. Tal vez pensara que Colin Michener sería esa fuente sin nombre del Vaticano que ella podría citar para dar validez a los artículos que difundiera. Pero tenía ante sí otra oportunidad, una oferta lucrativa. Y todo a cambio de una sencilla tarea. El cardenal no le estaba pidiendo que robara, mintiera o engañara, sino tan sólo que volviera a casa para vigilar a un antiguo novio unos días.

    —Deje que lo piense —contestó.

    Él dio otra profunda calada al cigarro.

    —Yo en su lugar no tardaría demasiado. Esto irá deprisa. La llamaré a su hotel mañana, digamos a las dos, para que me dé una respuesta.
    —Suponiendo que dijera que sí, ¿cómo le informaré sobre lo que descubra?

    Valendrea señaló a Ambrosi.

    —Mi asistente se pondrá en contacto con usted. Jamás intente llamarme, ¿entendido? Él dará con usted.

    Ambrosi entrelazó las manos, y Valendrea le permitió saborear el momento. Quería que Katerina Lew supiera que no le convenía enfrentarse a aquel sacerdote, y la rigidez de Ambrosi transmitía ese mensaje. Siempre le había gustado esa cualidad de Paolo: tan reservado en público, tan intenso en privado.

    Valendrea metió la mano debajo del asiento y sacó un sobre que entregó a su invitada.

    —Diez mil euros para los billetes de avión, los hoteles o lo que haga falta. Si decide ayudarme, no espero que sea usted quien se financie esta aventura. Si dice que no, quédese el dinero por las molestias.

    Estiró un brazo y le abrió la portezuela.

    —Ha sido un placer charlar con usted, señorita Lew.

    Ella bajó del coche con el sobre en la mano, y Valendrea clavó la mirada en la noche y dijo:

    —Su hotel está saliendo del callejón a la izquierda, en la calle principal. Que pase una buena noche.

    Ella echó a andar sin decir nada, y Valendrea cerró la puerta y musitó:

    —Qué predecible. Quiere hacernos esperar, pero estoy seguro de que lo hará.
    —Casi ha sido demasiado fácil —observó Ambrosi.
    —Precisamente por eso te quiero en Rumanía. Ella será quien vigile, y será más fácil de seguir que Michener. He acordado con uno de nuestros benefactores que ponga a nuestra disposición un jet privado. Saldrás por la mañana. Dado que sabemos adonde se dirige Michener, ve tú primero a esperar. Debería llegar antes de mañana por la noche, al día siguiente a lo sumo. No dejes que te vea, pero no pierdas de vista a la mujer y asegúrate de que entiende que queremos sacarle partido a nuestra inversión.

    Ambrosi asintió.

    El conductor volvió y se situó tras el volante. Ambrosi dio unos golpecitos en la mampara, y el coche regresó marcha atrás a la calle principal.

    Valendrea dejó a un lado el trabajo.

    —Ahora que ha terminado toda esta intriga, ¿qué te parece un coñac y algo de Chaikovski antes de acostarnos? ¿Te apetece, Paolo?


    9


    23:50


    Katerina se separó del padre Tom Kealy y se relajó. Él la estaba esperando cuando ella subió a contarle su inesperado encuentro con el cardenal Valendrea.

    —No ha estado mal, Katerina —aprobó Kealy—. Como de costumbre.

    Ella escrutó el perfil de Kealy, iluminado por un resplandor ambarino que se colaba por las cortinas, echadas sólo en parte.

    —Me quitan el collarín por la mañana y me montan por la noche. Y encima me lo hace una mujer hermosa.
    —Digamos que para quitarle hierro al asunto.

    Él soltó una risita.

    —Podría decirse así.

    Kealy sabía lo de su relación con Colin Michener. A decir verdad le había venido bien sincerar su alma con alguien que, a su juicio, la entendería. Fue ella quien estableció contacto entrando en la parroquia de Virginia de Kealy para pedirle una entrevista. Se encontraba en Estados Unidos trabajando por libre para unas publicaciones interesadas en opiniones religiosas radicales. Había ganado algún dinero, lo bastante para cubrir los gastos, pero creía que la historia de Kealy podía ser su pasaporte a algo mayor.

    Aquél era un sacerdote en guerra con Roma por un asunto que tocaba la fibra sensible de los católicos occidentales. La Iglesia norteamericana trataba desesperadamente de retener a sus miembros: los escándalos de los sacerdotes pedófilos habían socavado la reputación de la Iglesia, y la displicente respuesta de Roma no había hecho sino complicar una situación de por sí delicada. Las amonestaciones en contra del celibato, la homosexualidad y los anticonceptivos sólo aumentaban la desilusión popular.

    Kealy la invitó a cenar el primer día, y ella no tardó en meterse en su cama. Discutir con él era un placer, tanto física como mentalmente. Su relación con la mujer que había armado todo el jaleo había terminado hacía un año: ella se había hartado de tanta atención y no deseaba ser el centro de una supuesta revolución religiosa. Katerina no había ocupado su lugar, había preferido permanecer en segundo plano, pero había grabado horas de entrevistas que, esperaba, constituirían una excelente base para un libro. En un principio se titulaba Contra el celibato sacerdotal, y atacaría una idea que Kealy afirmaba era tan útil a la Iglesia «como las tetas en un cerdo macho». El ataque final de la Iglesia, la excomunión de Kealy, sería la base de la promoción. Un sacerdote apartado del sacerdocio por mostrar su desacuerdo con Roma expone argumentos a favor del clero moderno. Estaba claro que la idea no era nueva, pero Kealy ofrecía una voz novedosa, audaz, campechana. La CNN incluso hablaba de contratarlo como comentarista para el próximo cónclave, alguien con información privilegiada capaz de replicar a las habituales opiniones conservadoras que solían escucharse cuando se elegía papa. Mirándolo bien, su relación había sido mutuamente beneficiosa, pero eso era antes de que la abordara el secretario de Estado del Vaticano.

    —¿Qué sabes de Valendrea? ¿Qué opinas de su oferta? — preguntó ella.
    —Es un imbécil pretencioso que bien podría ser el próximo Papa.

    Katerina había oído esa misma predicción de boca de otros, lo cual hacía más interesante el ofrecimiento del cardenal.

    —Le interesa lo que quiera que sea que esté haciendo Colin.

    Kealy se puso de lado para mirarla a la cara.

    —Debo admitir que también yo estoy interesado. ¿Qué se le habrá perdido al secretario del Papa en Rumanía?
    —Qué puede haber allí de interés, ¿no?
    —¿Estamos susceptibles, eh?

    Aunque nunca se había considerado patriota, era rumana y se sentía orgullosa de serlo. Sus padres habían huido del país siendo ella adolescente, pero más tarde había vuelto para ayudar a derrocar al déspota de Ceausescu. Se encontraba en Bucarest cuando el dictador pronunció su último discurso ante el edificio del comité central. Se suponía que era un acontecimiento organizado para manifestar el respaldo de los trabajadores al gobierno comunista, pero terminó en alborotos. Ella aún oía los gritos cuando estalló el caos y la policía intervino con armas mientras los altavoces vomitaban aplausos y vítores grabados.

    —Sé que puede que te cueste creerlo —comentó ella—, pero la verdadera sublevación no es maquillarse para las cámaras ni colgar palabras provocadoras en Internet, ni siquiera acostarse con una mujer. Una revolución significa derramamiento de sangre.
    —Los tiempos han cambiado, Katerina.
    —No te será tan fácil cambiar la Iglesia.
    —¿No has visto allí hoy todos esos medios de comunicación? Esa audiencia tendrá repercusión mundial. La gente se opondrá a mi excomunión.
    —¿Y si a nadie le importa?
    —Recibimos más de veinte mil visitas al día en el sitio web, lo cual es mucha atención. Las palabras pueden tener un efecto poderoso.
    —Igual que las balas. Murieron muchos rumanos para que pudieran pegarles un tiro a un dictador y a la zorra de su mujer.
    —Si te lo hubiesen pedido, habrías apretado el gatillo, ¿no?
    —Sin vacilar. Destrozaron mi país. Pasión, Tom. Eso es lo que incita a la revuelta. Una pasión honda, imperecedera.
    —Entonces ¿qué piensas hacer con Valendrea?

    Ella suspiró.

    —No tengo elección: he de hacerlo.

    Kealy se rió.

    —Siempre hay elección. Deja que adivine, puede que esto te dé otra oportunidad con Colin Michener.

    Ella se había dado cuenta de que le había contado demasiadas cosas de sí misma a Tom Kealy. Él le aseguró que jamás diría nada, pero a Katerina le preocupaba. De acuerdo, el desliz de Michener había sucedido hacía mucho, pero una palabra al respecto, ya fuera cierta o falsa, le costaría a él su carrera. Ella jamás admitiría públicamente nada, por mucho que odiara la decisión que había tomado Michener.

    Permaneció sentada en silencio unos minutos, mirando al techo. Valendrea había mencionado que había surgido un problema que podía perjudicar la carrera de Michener, así que si ella podía ayudar a Michener y ayudarse a ella misma a un tiempo, ¿por qué no?

    —Iré.
    —Te estás metiendo en un nido de víboras —contestó Kealy en tono amistoso—. Pero creo que eres perfectamente capaz de luchar con ese demonio. Y deja que te diga que Valendrea lo es. Es un cabrón ambicioso.
    —Al que tú eres perfectamente capaz de identificar. — No pudo evitar soltarlo.

    La mano de él se posó en la pierna desnuda de Katerina.

    —Tal vez. Uno más de mis múltiples talentos.

    Su arrogancia era pasmosa. Nada parecía desconcertarlo: ni la audiencia de por la mañana ante aquellos prelados de rostro adusto ni la perspectiva de perder el alzacuello. Quizá fuera su osadía lo que la atrajo en un principio. Pese a todo, Kealy se estaba volviendo aburrido. Ella se preguntaba si alguna vez le había importado ser sacerdote. Si algo tenía de bueno Michener era que su devoción religiosa era admirable. Tom Kealy sólo era leal al momento. Pero ¿quién era ella para juzgarlo? Se había pegado a él por motivos egoístas, unos motivos que sin duda él conocía y explotaba. Pero todo ello podía cambiar ahora. Acababa de hablar con el secretario de Estado de la Santa Sede, un hombre que la había buscado para que llevara a cabo un cometido que podía reportarle muchos más beneficios. Y sí, tal y como había dicho Valendrea, puede que bastara para que ella volviera a trabajar con los editores que la habían dejado marchar.

    Sintió un extraño hormigueo.

    Los inesperados acontecimientos de la velada estaban ejerciendo en ella el mismo efecto que un afrodisíaco. Por su mente desfilaron deliciosas posibilidades relativas a su futuro, y esas posibilidades hacían que el sexo del que acababa de disfrutar pareciera mucho más satisfactorio de lo que el acto en sí garantizaba… y la atención que ahora exigía ella, tanto más tentadora.


    10


    Turín, Italia
    Jueves, 9 de noviembre
    10:30



    Michener miró por la ventanilla del helicóptero la ciudad que se extendía a sus pies. Turín se hallaba envuelta en un tenue manto mientras un vivo sol matutino pugnaba por disipar la neblina. Más allá estaba el Piamonte, esa región italiana arrimada a Francia y Suiza, una llanura de tierras bajas rodeada por cumbres alpinas, glaciares y el mar.

    Clemente iba sentado a su lado; enfrente, dos hombres del servicio de seguridad. El Papa había ido al norte a bendecir la Sábana Santa de Turín antes de que la reliquia volviera a su encierro. Tan particular visita había dado comienzo justo después de Pascua, y Clemente debería haber estado allí cuando fue descubierta, sin embargo se había dado prioridad a un viaje a España programado anteriormente. De manera que se resolvió que acudiría a la clausura de la exhibición, donde se sumaría a su veneración tal y como habían hecho los papas durante siglos.

    El helicóptero se ladeó hacia la izquierda e inició un lento descenso. Debajo, la via Roma estaba repleta de tráfico, la piazza San Carlo igualmente congestionada. Turín era un centro industrial, fabricante de vehículos principalmente, una ciudad empresarial a la manera europea, no como muchas otras que Michener conociera en su infancia en el sur de Georgia, donde predominaban las papeleras.

    Vieron el duomo San Giovanni, sus altas agujas enredadas en la niebla. La catedral, dedicada a san Juan Bautista, llevaba allí desde el siglo XV, pero el Santo Sudario no se instaló en ella hasta el XVII.

    Los patines del helicóptero rozaron el húmedo pavimento.

    Michener se desabrochó el cinturón de seguridad cuando cesó el gemido de los rotores. Los guardaespaldas no abrieron la portezuela hasta que las aspas no estuvieron completamente inmóviles.

    —¿Vamos? — dijo Clemente.

    El Papa no había hablado mucho durante el trayecto desde Roma. Clemente podía ser así cuando viajaba, y Michener era consciente de las rarezas del anciano.

    Michener salió a la plaza seguido de Clemente. Una multitud rodeaba el perímetro. El aire era fresco, pero Clemente había insistido en no llevar chaqueta. Verlo con su sotana blanca, el pectoral en el pecho, causaba gran impresión. Y el fotógrafo del Papa comenzó a sacar instantáneas para repartir entre la prensa al final de la jornada. El pontífice saludó y el gentío le devolvió la gentileza.

    —No deberíamos entretenernos —le susurró Michener a Clemente.

    La seguridad del Vaticano había hecho hincapié en que la plaza no era segura. Aquello sería cosa de entrar y salir, como decían los equipos de seguridad, ya que la catedral y la capilla eran los únicos lugares que habían peinado en busca de explosivos y estaban controlados desde el día anterior. Dado que esa visita había recibido mucha cobertura de prensa y había sido organizada hacía tiempo, cuanto menos permanecieran al aire libre, mejor.

    —Sólo un momento —aseguró Clemente mientras seguía saludando—. Han venido a ver a su pontífice, dejemos que lo hagan.

    Los papas siempre habían viajado por la península Itálica con libertad, una ventaja de la que disfrutaban los italianos a cambio de sus dos mil años de comunión con la madre Iglesia, de modo que Clemente se tomó un instante para saludar a la multitud.

    Finalmente el Papa entró en el pórtico de la catedral. Michener iba en pos, rezagándose adrede para que el clero tuviera la oportunidad de fotografiarse con el Santo Padre.

    El cardenal Gustavo Bartolo aguardaba dentro. Lucía una sotana de seda púrpura con una faja a juego que indicaba su elevada categoría dentro del colegio cardenalicio. Era un hombre de cabello blanco y deslustrado y barba poblada. Michener solía preguntarse si el aspecto de profeta bíblico era intencionado, ya que Bartolo no tenía reputación de brillantez intelectual ni de iluminación espiritual, sino más bien de fiel recadero. Había sido nombrado obispo de Turín por el predecesor de Clemente y ascendido al Sacro Colegio, el cual lo designó prefecto de la Sábana Santa.

    Clemente no había revocado dicho nombramiento aun a sabiendas de que Bartolo era uno de los más íntimos colaboradores de Alberto Valendrea. El voto de Bartolo en el próximo cónclave estaba perfectamente claro, de manera que a Michener le divirtió que el Papa fuera directo al cardenal y le tendiera la mano derecha. Bartolo pareció percatarse en el acto de lo que dictaba el protocolo y, con sacerdotes y monjas observando, no tuvo más remedio que aceptar la mano, arrodillarse y besar el sello papal. Por lo común, Clemente prescindía de dicho gesto. En situaciones similares, a puerta cerrada y entre representantes de la Iglesia, solía bastar con un apretón de manos. La insistencia del Papa en el estricto protocolo era un mensaje que el cardenal captó, ya que Michener percibió una momentánea mirada de irritación que el viejo clérigo trataba de reprimir con todas sus fuerzas.

    A Clemente no pareció preocuparle la incomodidad de Bartolo y se puso en el acto a intercambiar cortesías con los presentes. Tras unos minutos de conversación trivial, Clemente bendijo a la veintena de personas que había alrededor y a continuación encabezó el séquito y entró en la catedral.

    Michener se quedó atrás y dejó que la ceremonia transcurriera sin él. Su tarea era permanecer cerca, siempre dispuesto a echar una mano, no participar en los actos. Se dio cuenta de que uno de los sacerdotes también esperaba. Sabía que aquel clérigo bajo y algo calvo era el asistente de Bartolo.

    —¿Se quedará el Santo Padre a almorzar? — preguntó el sacerdote en italiano.

    A Michener no le agradó la brusquedad de su tono: era respetuoso, pero transmitía un dejo de irritación. Estaba claro que la lealtad del sacerdote no era para con el anciano Papa, y tampoco sentía la necesidad de ocultar su animosidad ante un monseñor norteamericano que sin duda se quedaría sin empleo cuando muriera el actual vicario de Cristo. Aquel hombre imaginaba lo que su prelado podía hacer por él, igual que Michener hacía dos décadas, cuando un obispo alemán le tomó simpatía a un tímido seminarista.

    —El Papa se quedará a almorzar, siempre y cuando todo salga según lo previsto. La verdad es que vamos algo adelantados. ¿Recibió la información sobre el menú?

    Un leve asentimiento de cabeza.

    —Es como lo han solicitado.

    A Clemente no le hacía gracia la cocina italiana, un hecho que el Vaticano procuraba que no se supiera. Según la versión oficial, los hábitos alimentarios del Papa eran algo personal que no tenía nada que ver con sus obligaciones.

    —¿Vamos adentro? — preguntó Michener.

    Últimamente se notaba poco predispuesto a bromear con la política de la Iglesia, pues había caído en la cuenta de que la disminución de su influencia era directamente proporcional a la salud de Clemente.

    Entró en la catedral y el irritante sacerdote fue tras él. Al parecer era su guardián.

    Clemente se encontraba en la intersección de la nave, donde había una vitrina rectangular colgada del techo. En su interior, alumbrada por luz indirecta, había una tela pálida de color hueso de unos cuatro metros de largo. Impresionada sobre ella se veía la imagen desvaída de un hombre tumbado, las mitades frontal y dorsal unidas en la cabeza, como si hubieran depositado un cuerpo encima y a continuación lo hubiesen cubierto. Tenía barba y un cabello enmarañado que le llegaba por los hombros, las manos cruzadas con modestia sobre las partes pudendas. Se distinguían heridas en la cabeza y la muñeca; en el pecho, tajos; marcas de latigazos en la espalda.

    Que la imagen fuera o no la de Cristo era cuestión únicamente de fe. A Michener, en concreto, le costaba aceptar que un pedazo de tela pudiera permanecer intacto dos mil años, y asemejaba la reliquia a lo que había leído con tanta intensidad los últimos dos meses sobre las apariciones marianas. Había estudiado los relatos de todos los supuestos visionarios que afirmaban haber presenciado una visita de los cielos. Los investigadores pontificios opinaban que la mayoría era un error o una alucinación o la manifestación de problemas psicológicos, algunas eran sencillamente un engaño; pero había alrededor de una veintena de incidentes que, por mucho que lo intentaran, los investigadores no habían podido desacreditar. Al final, la única forma de racionalizarlos era atribuyéndolos a una aparición terrenal de la Madre de Dios. Ésas eran las apariciones «merecedoras de crédito».

    Como Fátima.

    Pero, de forma similar al sudario que pendía ante él, ese «crédito» se reducía a una cuestión de fe.

    Clemente estuvo rezando diez minutos ante el sudario, y Michener vio que empezaban a retrasarse, pero nadie se atrevió a interrumpirlo. Los presentes guardaron silencio hasta que el Papa se puso en pie, se santiguó y siguió al cardenal Bartolo hasta una capilla de mármol negro. Éste parecía ansioso por presumir de tan impresionante espacio.

    La visita duró casi media hora, prolongada por las preguntas de Clemente y su insistencia en saludar personalmente a todos los congregados en la catedral. La agenda se resentiría, y Michener sintió alivio cuando Clemente por fin guió al séquito hasta un edificio contiguo para almorzar.

    El Papa se detuvo antes de llegar al comedor y se volvió hacia Bartolo:

    —¿Hay algún sitio donde pueda hablar un momento con mi secretario?

    El cardenal no tardó en señalar un cuarto sin ventanas que al parecer hacía las veces de vestidor. Una vez cerrada la puerta, Clemente se metió la mano en la sotana y sacó un sobre azul celeste. Michener reconoció el papel que el pontífice utilizaba para su correspondencia personal: lo había adquirido él en Roma y se lo había regalado a Clemente las últimas navidades.

    —Ésta es la carta que deseo que lleves a Rumanía. Si el padre Tibor no pudiera o no quisiera hacer lo que le pido, destrúyela y regresa a Roma.

    Michener cogió el sobre.

    —Entendido, Santo Padre.
    —El bueno del cardenal Bartolo es bastante servicial, ¿no crees? — Una sonrisa acompañó la pregunta de Clemente.
    —Dudo que merezca las trescientas indulgencias que otorga besar el anillo del Papa.

    Según una antiquísima tradición, todos aquellos que besaran con devoción el sello papal recibirían indulgencias. Michener solía preguntarse si a los papas medievales que idearon esta recompensa les preocupaba perdonar los pecados o simplemente asegurarse de que los veneraran con el debido celo.

    Clemente soltó una risita.

    —Supongo que el cardenal necesita algo más que el perdón de trescientos pecados. Es uno de los mayores aliados de Valendrea; incluso podría sustituirlo en la secretaría de Estado si el toscano lograra hacerse con el pontificado. Pero es una idea aterradora: Bartolo apenas merece ser obispo de esta catedral.

    Al parecer aquélla era una conversación sincera, de modo que Michener dijo con tranquilidad:

    —En el próximo cónclave necesitará a todos sus amigos para impedir que eso ocurra.

    Clemente lo pilló al vuelo.

    —Quieres la púrpura, ¿no?
    —Sabe que sí.

    El Papa señaló el sobre.

    —Ocúpate de esto por mí.

    Michener se planteó si el recado de Rumanía no tendría algo que ver con el nombramiento de cardenal, pero desechó la idea al instante. Ése no era el estilo de Jakob Volkner. Sin embargo el Papa se había mostrado evasivo, y no era la primera vez.

    —No va a decirme lo que le preocupa, ¿verdad?
    —Créeme, Colin, es mejor que no lo sepas.
    —Tal vez pueda ser de ayuda.
    —No me has contado qué tal fue la conversación con Katerina Lew. ¿Cómo estaba, después de tantos años?

    Otro cambio de tema.

    —No hablamos mucho. Y lo que dijimos fue tenso.

    Clemente enarcó las cejas con curiosidad.

    —¿Por qué permitiste que pasara eso?
    —Es testaruda. Sus opiniones sobre la Iglesia son intransigentes.
    —Pero ¿cómo vas a culparla, Colín? Probablemente te amara, pero no pudo hacer nada al respecto. Perder frente a una mujer es una cosa, pero frente a Dios… puede ser difícil de aceptar. Reprimir el amor no es plato de gusto.

    A Michener volvió a sorprenderle el interés de Clemente por su vida privada.

    —Ahora ya no importa. Ella tiene su vida y yo la mía.
    —Lo cual no significa que no puedan ser amigos. Compartir la vida con palabras y sentimientos. Experimentar la intimidad que puede proporcionar alguien que se preocupa por uno sinceramente. Sin duda la Iglesia no nos prohíbe ese placer.

    La soledad era un peligro inherente al sacerdocio. Michener había tenido suerte: cuando le faltó Katerina tuvo a Volkner, que lo escuchó y le dio la absolución. Tom Kealy también había caído y por eso iba a sufrir la excomunión. Tal vez fuera ésa la razón por la cual Clemente simpatizaba con Kealy.

    El Papa se dirigió a uno de los percheros y toqueteó las vistosas vestimentas.

    —De pequeño, en Bamberg, fui monaguillo. Recuerdo esa época con cariño. Fue después de la guerra, durante la reconstrucción. Por suerte la catedral se salvó, sobre ella no cayó ninguna bomba. Siempre creí que era una buena metáfora. Con todo lo que es capaz de hacer el hombre, la iglesia de nuestra ciudad sobrevivió.

    Michener no dijo nada. Seguro que todo aquello tenía algún sentido. ¿Por qué iba a retrasar Clemente a todo el mundo por mantener una conversación que podía esperar?

    —Me encantaba esa catedral —continuó Clemente—. Fue parte de mi juventud. Aún oigo al coro cantando. Realmente inspirador. Ojalá pudieran enterrarme allí, pero no es posible, ¿verdad? Los papas han de descansar en San Pedro. Me gustaría saber quién instituyó esa norma.

    La voz de Clemente era distante, y Michener se preguntó con quién estaba hablando realmente. Se acercó a él.

    —Jakob, dígame qué le pasa.

    Clemente soltó la prenda y entrelazó sus temblorosas manos.

    —Eres muy ingenuo, Colin. Simplemente no lo entiendes. Ni puedes entenderlo. — Hablaba entre dientes» sin mover apenas la boca. Su voz era apagada, carente de emoción—. ¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad? ¿Acaso no comprendes el grado de ambición de Valendrea? Ese toscano conoce todo cuanto hacemos, cuanto decimos. ¿Quieres ser cardenal? Pues para lograrlo has de comprender la medida de esa responsabilidad. ¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?

    Rara vez desde que se conocían habían intercambiado palabras airadas, pero el Papa lo estaba reprendiendo. Y ¿por qué?

    —Nosotros no somos más que hombres, Colín, nada más. Yo no soy más infalible que tú, y sin embargo nos proclamamos príncipes de la Iglesia. Clérigos devotos preocupados únicamente por complacer a Dios, aunque sólo buscamos nuestra propia complacencia. Ese bobo de Bartolo, esperando ahí fuera, es un buen ejemplo. Su única preocupación es cuándo me voy a morir. Seguro que entonces su sino cambiará, igual que el tuyo.
    —Espero que no hable así con todo el mundo.

    Clemente cogió con suavidad el pectoral que llevaba colgado en el pecho, un gesto que pareció calmar sus temblores.

    —Estoy preocupado por ti, Colin. Eres como un delfín encerrado en un acuario. Durante toda tu vida los cuidadores se han ocupado de que el agua estuviese limpia, de que hubiera bastante comida. Ahora están a punto de devolverte al océano. ¿Serás capaz de sobrevivir?

    Le ofendió que Clemente le hablara con aire de superioridad.

    —Sé más de lo que cree.
    —No tienes idea de hasta dónde puede llegar alguien como Alberto Valendrea. Ha habido muchos papas como él, codiciosos y engreídos, necios que piensan que el poder es la respuesta a todo. Yo creía que formaban parte del pasado, pero me equivocaba. ¿Piensas que puedes luchar contra Valendrea? — Clemente sacudió la cabeza—. No, Colin. Tú no puedes competir con él, eres demasiado cabal, demasiado confiado.
    —¿Por qué me cuenta esto?
    —Es necesario. — Clemente se aproximó. Estaban a escasos centímetros el uno del otro, frente a frente—. Alberto Valendrea será la ruina de esta Iglesia, si es que mis predecesores y yo no lo hemos sido antes. No paras de preguntarme qué sucede. No debería preocuparte tanto lo que me atormenta como hacer lo que te pido. ¿Está claro?

    La franqueza de Clemente lo dejó desconcertado. Él era monseñor y tenía cuarenta y siete años. Era el secretario del Papa, un sirviente abnegado. ¿Por qué su viejo amigo cuestionaba su lealtad y su capacidad? No obstante decidió no seguir discutiendo.

    —Perfectamente, Santo Padre.
    —Maurice Ngovi es la persona más cercana a mí. Recuérdalo en días venideros. — Clemente retrocedió y pareció cambiar de humor—. ¿Cuándo te vas a Rumanía?
    —Por la mañana.

    Clemente asintió y luego introdujo la mano en la sotana y sacó otro sobre azul celeste.

    —Estupendo. Y ahora ¿te importaría echarme esto al correo?

    Aceptó el sobre y vio que iba dirigido a Irma Rahn. Ella y Clemente eran amigos de la infancia. Irma seguía viviendo en Bamberg, y llevaban años manteniendo correspondencia.

    —Yo me encargo.
    —Desde aquí.
    —¿Cómo dice?
    —Que envíes la carta desde aquí, en Turín. Y en persona, te lo ruego. No delegues en nadie.

    El siempre mandaba las cartas del Papa en persona, y jamás había precisado que se lo advirtieran. Pero, de nuevo, decidió no hacer preguntas.

    —Por supuesto, Santo Padre. La enviaré desde aquí. Personalmente.


    11


    Ciudad del Vaticano
    13:15



    Valendrea fue directo a la oficina del archivero. El cardenal que se encargaba del Archivio Segreto Vaticano no era uno de sus aliados, pero esperaba que el hombre fuera lo bastante perspicaz como para no enojar a quien pronto podría ser papa. Todos los nombramientos finalizaban con la muerte de un papa, de manera que continuar en el cargo dependía únicamente de la decisión del siguiente vicario de Cristo, y Valendrea sabía de sobra que el actual archivero quería mantener su puesto.

    Lo encontró tras su mesa, trabajando. Valendrea entró con tranquilidad en el amplio despacho y cerró las puertas de bronce tras de sí.

    El cardenal levantó la cabeza, pero no dijo nada. Tenía casi setenta años, unas mejillas carnosas y una frente ancha y caída. De origen español, llevaba toda su vida clerical en Roma.

    El Sacro Colegio se dividía en tres categorías: cardenales obispos, que dirigían las diócesis de Roma; cardenales sacerdotes, que se encargaban de las de fuera de Roma; y cardenales diáconos, que eran miembros de la curia a tiempo completo. El archivero era el decano de los cardenales diáconos y, como tal, tenía el honor de anunciar desde el balcón de San Pedro el nombre del Papa recién elegido. A Valendrea le daba igual tan huero privilegio; lo que hacía que ese hombre fuera importante era la influencia que ejercía sobre un puñado de cardenales diáconos aún vacilantes en lo relativo a su respaldo en el cónclave. Se acercó a la mesa y se percató de que el otro no se levantaba para saludarlo.

    —No es para tanto —observó en respuesta a la mirada que le estaba lanzando.
    —No estoy tan seguro. Imagino que el pontífice todavía está en Turín.
    —¿Por qué, sí no, me encontraría yo aquí?

    El archivero dejó escapar un suspiro.

    —Quiero que abra la Riserva y la caja fuerte —ordenó Valendrea.

    El anciano finalmente se puso en pie.

    —Me temo que no puede ser.
    —Eso no sería muy aconsejable. — Esperaba que el archivero captara el mensaje.
    —Sus amenazas no pueden revocar una orden directa del Papa. Sólo el Papa puede entrar en la Riserva. Nadie más. Ni siquiera usted.
    —No tiene por qué saberlo nadie. No tardaré mucho.
    —Mi juramento a este cargo y a la Iglesia significa más para mí de lo que usted supone.
    —Escúcheme, anciano. La Iglesia me ha encomendado una misión de extrema importancia, una misión que requiere tomar medidas extraordinarias. — Era mentira, pero sonaba bien.
    —Entonces no le importará que el Santo Padre le dé permiso para que pueda entrar. Puedo llamar a Turín.

    El momento de la verdad había llegado.

    —Tengo una declaración jurada de su sobrina. Me la dio encantada. En ella jura ante el Todopoderoso que usted perdonó el pecado que cometió su hija al abortar. ¿Cómo es posible, Eminencia? Eso es herejía.
    —Estoy al tanto de esas declaraciones juradas. Su padre, Ambrosi, fue muy persuasivo con la familia de mi hermana. Absolví a esa mujer porque agonizaba y temía pasar la eternidad en el Infierno. La consolé con la gracia de Dios, como ha de hacer un sacerdote.
    —Mi Dios, su Dios, no aprueba el aborto. Es un asesinato. Usted no tenía derecho a perdonarla, un punto en el que estoy seguro de que el Santo Padre no tendría más remedio que mostrarse conforme.

    Vio que el anciano se crecía ante el dilema, pero también percibió un temblor en su ojo izquierdo, tal vez el lugar exacto por donde escapaba el miedo.

    La bravuconada del cardenal archivero no impresionó a Valendrea. Aquel hombre se había pasado la vida entera pasando papeles de un archivo a otro, haciendo cumplir normas sin sentido, poniendo obstáculos a cualquiera que fuese lo bastante osado como para desafiar la Santa Sede. Seguía a una larga sucesión de scrittori cuya función en la vida consistía en garantizar la seguridad del archivo papal. Una vez se sentaban en un trono negro, su presencia en el archivo servía para advertir de que el permiso para entrar no autorizaba a curiosear. Al igual que sucede en una excavación arqueológica, las revelaciones que encerraban las estanterías sólo se vislumbraban tras ahondar meticulosamente en ellas. Y llevaba su tiempo, bien este que la Iglesia sólo se había mostrado dispuesta a otorgar durante las últimas décadas. Valendrea se dio cuenta de que el único cometido de hombres como el cardenal archivero era proteger a la madre Iglesia incluso de sus príncipes.

    —Haga lo que quiera, Alberto. Cuéntele al mundo lo que hice, pero no le voy a permitir que entre en la Riserva. Para hacerlo tendrá que ser papa, y eso está por ver.

    Quizás hubiese subestimado al chupatintas. En aquellos cimientos había más ladrillo de lo que parecía. Decidió dejarlo estar. Al menos por el momento. Tal vez necesitara al hombre en los meses venideros.

    Se volvió y echó a andar hacia la puerta.

    —Esperaré a ser papa para hablar con usted. — Se detuvo y giró la cabeza—. Y ya veremos si es tan leal a mí como lo es a otros.


    12


    Roma
    16:00



    Katerina esperaba en la habitación de su hotel desde poco después de almorzar. El cardenal Valendrea había dicho que llamaría a las dos de la tarde, pero no había cumplido su palabra. Tal vez pensara que diez mil euros bastaban para asegurar que ella esperaría pegada al teléfono. Quizá creyera que su antigua relación con Colin Michener era suficiente incentivo para garantizar que ella haría lo que le pidiera. Pese a todo, no le gustaba el hecho de que al parecer el cardenal se creyera muy listo por haberla calado.

    Era cierto que ya casi no le quedaba nada del dinero que había ganado trabajando por libre en Estados Unidos y que estaba harta de darle sablazos a Tom Kealy, el cual parecía disfrutar de su dependencia. A Tom le había ido bien con sus tres libros, y pronto le iría mejor. Le gustaba ser la personalidad religiosa del momento en Estados Unidos. Estaba enviciado con la popularidad, cosa comprensible hasta cierto punto, pero ella conocía facetas de Tom Kealy que sus seguidores jamás veían. Las emociones no podían colgarse en un sitio web ni transmitirse en un mensaje publicitario. Los verdaderos expertos podían expresarlas con palabras, pero Kealy no era buen escritor. Sus tres libros eran obra de un negro, una de esas cosas que sólo ella y su editor conocían y que a Kealy no le gustaría que se supieran. Ese hombre sencillamente no era real, sólo una ilusión que unos cuantos millones de personas, entre ellas él mismo, habían aceptado.

    Era tan distinto de Michener…

    Detestó su amargura del día anterior. Antes de llegar a Roma se había dicho que, si sus caminos se cruzaban, tendría cuidado con lo que decía. Después de todo había pasado mucho tiempo, ambos habían cambiado. Pero al verlo en el tribunal cayó en la cuenta de que Michener había dejado una marca indeleble en sus emociones, una marca cuya existencia ella temía admitir, una marca que removía el resentimiento como una reacción nuclear.

    La noche anterior, mientras Kealy dormía a su lado, ella se había preguntado si el tortuoso camino que había seguido durante los últimos doce años no sería sino un preludio de aquel momento. Su carrera era todo menos un éxito, su vida privada un fracaso, y sin embargo allí estaba, esperando la llamada del segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica para que le diera la oportunidad de engañar a alguien por quien aún sentía un gran afecto.

    Antes había hecho algunas preguntas a contactos que tenía en la prensa italiana y había averiguado que Valendrea era un hombre complejo. Había nacido para ser rico, en el seno de una de las familias patricias más antiguas de Italia. En su genealogía había al menos dos papas y cinco cardenales, y tenía tíos y hermanos en la política italiana o en negocios internacionales. El clan de los Valendrea también hundía sus raíces en las artes europeas, y poseía palacios y grandes propiedades. Se habían andado con cuidado con Mussolini, y más todavía con el baile de gobiernos que vino a continuación en Italia. Sus negocios y su dinero siempre habían tenido muchos pretendientes, y eran escrupulosos en lo tocante a qué y a quién apoyaban.

    El Anuario Pontifico del Vaticano señalaba que Valendrea tenía sesenta años y era licenciado por la Universidad de Florencia, la Universidad Católica del Sagrado Corazón y la Escuela de Derecho Internacional de La Haya. Era autor de catorce tratados, y su estilo de vida exigía bastante más de los tres mil euros al mes que la Iglesia pagaba a sus príncipes. Y aunque el Vaticano desaprobaba que los cardenales participaran en actividades seculares, Valendrea era conocido como accionista de diversos conglomerados italianos y formaba parte de numerosos consejos de administración. Su relativa juventud se consideraba una ventaja, igual que sus innatas dotes políticas y su personalidad dominante. Había manejado sabiamente su cargo de secretario de Estado, dándose a conocer en los medios de comunicación occidentales. Era un hombre que reconocía las tendencias de la comunicación moderna, así como la necesidad de reflejar una imagen pública coherente. También era un teólogo partidario de la línea dura que se oponía abiertamente al Vaticano II, hecho este que quedó claro durante la audiencia de Kealy, y un tradicionalista estricto que opinaba que la Iglesia funcionaba mejor antes.

    Casi toda la gente con la que Katerina había hablado estaba de acuerdo en que Valendrea era el favorito para suceder a Clemente. No necesariamente por ser el mejor para el puesto, sino porque no había nadie lo bastante fuerte para desafiarlo. Se decía que estaba listo para el siguiente cónclave.

    Pero también había sido favorito tres años antes. Y había perdido.

    El teléfono la arrancó de sus pensamientos.

    Su mirada descansó en el aparato, y ella resistió el impulso de responder, prefiriendo que Valendrea, si es que el que llamaba era él, sudara un poco.

    Al sexto tono levantó el auricular.

    —Conque haciéndome esperar, ¿eh? — comentó Valendrea.
    —No más de lo que yo he esperado.

    Se oyó una risita.

    —Me gusta usted, señorita Lew. Tiene personalidad. Así que dígame, ¿cuál es su decisión?
    —Como si hiciera falta preguntar.
    —Sólo pretendía ser cortés.
    —Me da la impresión de que usted no es de los que se preocupan por esos detalles.
    —No muestra mucho respeto hacia un cardenal de la Iglesia.
    —Usted se viste cada mañana como todo el mundo.
    —Intuyo que no es muy religiosa.

    Ahora le tocaba reír a ella.

    —No me diga que además convierte almas entre tanto politiqueo.
    —Ciertamente he hecho bien eligiéndola. Usted y yo nos vamos a llevar bien.
    —¿Qué le hace pensar que no estoy grabando esto?
    —¿Y dejar pasar la oportunidad de su vida? Lo dudo mucho. Por no hablar de la oportunidad de estar con el padre Michener. Y encima a costa mía. ¿Quién podría pedir más?

    Su actitud irritante no era muy distinta de la de Tom Kealy. Katerina se preguntó por qué siempre atraía a tipos tan petulantes.

    —¿Cuándo salgo?
    —El secretario del Papa vuela mañana por la mañana, y llegará a Bucarest a la hora de comer. Se me ha ocurrido que usted podría irse esta tarde para adelantársele.
    —Y ¿adonde debo ir?
    —El padre Michener irá a ver a un sacerdote llamado Andrej Tibor. Está jubilado y trabaja en un orfanato que se encuentra a unos sesenta kilómetros al norte de Bucarest, en la aldea de Zlatna. ¿La conoce?
    —He oído hablar de ella.
    —Entonces no le costará nada enterarse de lo que Michener hace y dice allí. Otra cosa, Michener lleva consigo una carta del Papa. Echarle un vistazo a lo que pone haría que la tuviera aún en más estima.
    —No pide mucho, ¿no?
    —Usted es una mujer de recursos. Le sugiero que utilice los mismos encantos de que al parecer disfruta Tom Kealy. Seguro que entonces su misión es todo un éxito.

    Y colgó.


    13


    Ciudad del Vaticano
    17:30



    Valendrea se hallaba junto a la ventana de su despacho, situado en la tercera planta. Fuera, los altos cedros, los pinos y los cipreses de los jardines del Vaticano pregonaban el verano. Desde el siglo xiii los papas paseaban por los senderos de ladrillo festoneados de laureles y arrayanes, hallando solaz en las esculturas, los bustos y en los relieves en bronce.

    Valendrea recordaba la época en que disfrutaba de los jardines, recién salido del seminario, destinado al único lugar del mundo en el que quería estar. Las sendas se hallaban llenas de jóvenes sacerdotes que reflexionaban sobre el futuro. Procedía de una época en que los italianos dominaban el pontificado, pero el Vaticano II lo había cambiado todo, y Clemente XV se estaba apartando aún más. Cada día bajaba del cuarto piso un nuevo listado de órdenes que desplazaban a sacerdotes, obispos y cardenales. Más occidentales, africanos y asiáticos eran llamados a Roma. Él había intentado retrasar su puesta en práctica, esperando que Clemente se muriera de una vez, pero al cabo no había tenido más remedio que obedecer las instrucciones.

    Los italianos ya eran minoría en el colegio de cardenales, Pablo VI tal vez fuese el último de su estirpe. Valendrea había conocido al cardenal de Milán, pues había tenido la suerte de encontrarse en Roma los últimos años del pontificado de Pablo. En 1983 Valendrea ya era arzobispo, y Juan Pablo II finalmente le otorgó el birrete rojo, un modo por el que el polaco se granjeó las simpatías del país.

    Pero ¿habría algo más?

    La tendencia conservadora de Valendrea era legendaria, al igual que su fama de trabajador concienzudo. Juan Pablo lo nombró prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, donde coordinaba a escala mundial las actividades misioneras, supervisaba la construcción de iglesias, definía los límites de las diócesis y educaba a catequistas y clérigos. Aquel trabajo hizo que se implicara en todos los aspectos de la Iglesia y le permitió crear discretamente una base de poder entre aquellos que algún día serían cardenales. Jamás olvidó lo que le dijo su padre: «Favor con favor se paga.»

    Muy cierto.

    Pronto lo vería.

    Se apartó de la ventana.

    Ambrosi se había marchado a Rumanía. Echaba de menos a Paolo cuando no estaba. Era la única persona con la que Valendrea se sentía completamente a gusto. Ambrosi parecía entender su naturaleza y su dinamismo. Había tanto que hacer en el momento adecuado, en la medida adecuada, y había muchas más posibilidades de fracasar que de salir airoso.

    Sencillamente no había muchas oportunidades de convertirse en papa. Ya había participado en un cónclave, y el segundo tal vez no fuera muy lejano. Si no lograba ser elegido esta vez, y a menos que el Papa falleciera repentinamente, el próximo pontífice bien podía enterrarlo.

    Miró un retrato de Clemente XV que había al otro lado del despacho. El protocolo exigía que aquella cosa irritante estuviese allí, pero él habría preferido una fotografía de Pablo VI; italiano de nacimiento, romano de naturaleza, latino de carácter. Pablo había sido brillante, claudicando únicamente en pequeños aspectos, transigiendo sólo lo necesario para satisfacer a los entendidos. Así era como dirigiría también él la Iglesia: dando un poco y guardando más. No paraba de pensar en Pablo desde el día anterior. ¿Qué había dicho Ambrosi del padre Tibor? «Es la única persona viva, aparte de Clemente, que ha visto lo que hay en la Riserva relativo a los secretos de Fátima.»

    No era verdad.

    Su mente retrocedió a 1978.

    —Ven, Alberto, sígueme.

    Pablo VI se levantó y comprobó el estado de su rodilla derecha. El anciano pontífice había sufrido mucho los últimos años: había tenido bronquitis, gripe, problemas de vejiga e insuficiencia renal, y además le habían extirpado la próstata. Dosis ingentes de antibióticos habían mantenido a raya las infecciones, pero los fármacos habían debilitado su sistema inmunológico y minado sus fuerzas. Su artritis parecía especialmente dolorosa, y Valendrea sentía compasión por el pobre anciano. El final se acercaba, pero con una lentitud angustiosa.

    El Papa salió de sus dependencias arrastrando los pies, camino del ascensor privado de la cuarta planta. Era una tormentosa noche de mayo, y en el Palacio Apostólico reinaba la calma. Pablo rechazó la presencia de los de seguridad, afirmando que él y su primer asistente volverían en breve. No era necesario que llamaran a sus dos secretarios.

    La hermana Giacomina salió de su habitación. Se ocupaba del servicio doméstico y ejercía de enfermera de Pablo. La Iglesia había decretado hacía tiempo que las mujeres que trabajaban en casas de clérigos debían tener la edad canónica, una norma que divertía a Valendrea. En otras palabras: tenían que ser viejas.

    —¿Adonde va, Santo Padre? — le preguntó la monja como si él fuera un niño que saliera de su cuarto sin permiso.
    —No se preocupe, hermana. He de encargarme de unos asuntos.
    —Debería descasar y lo sabe.
    —Volveré pronto, pero estoy bien y necesito ocuparme de esto. El padre Valendrea cuidará bien de mí.
    —No más de media hora, ¿está claro?

    Pablo sonrió.

    —Lo prometo. Media hora y me acuesto.

    La monja se retiró a su habitación, y ellos fueron al ascensor. En la planta baja Pablo recorrió despacio una serie de pasillos hasta alcanzar la entrada del archivo.

    —Llevo muchos años posponiendo algo, Alberto, y creo que esta noche es hora de ponerle remedio.

    Pablo siguió avanzando con ayuda del bastón, y Valendrea acortó el paso para seguir su ritmo. Le entristecía ver al que un día había sido un gran hombre. Giovanni Battista Montini era hijo de un próspero abogado italiano. Había conseguido llegar a la curia y finalmente ocupar la secretaría de Estado. Después fue arzobispo de Milán, gobernando la diócesis con eficacia y llamando la atención de un Sacro Colegio dominado por italianos que vieron en él al candidato lógico para suceder al querido Juan XXIII. Había sido un papa excelente en una época difícil. La Iglesia lo echaría mucho de menos, y Valendrea también. Últimamente había tenido la suerte de pasar tiempo con Pablo: el viejo guerrero parecía disfrutar de su compañía. Incluso corría el rumor de que lo nombrarían obispo, una gracia que esperaba que Pablo le concediera antes de recibir la llamada de Dios.

    Entraron en el archivo, y el prefecto se arrodilló al ver a Pablo.

    —¿Qué le trae por aquí, Santo Padre?
    —Por favor, abre la Riserva.

    Le gustaba que Pablo respondiera a una pregunta con una orden. El prefecto salió corriendo en busca de un juego de llaves descomunales y los condujo hasta el oscuro archivo. Pablo lo seguía despacio, y llegaron cuando el prefecto terminó de abrir una verja de hierro y de encender un puñado de mortecinas luces. Valendrea sabía de la existencia de la Riserva y de la regla según la cual para entrar era preciso contar con la autorización del Papa. Era la reserva sagrada de los vicarios de Cristo. Sólo Napoleón había violado su santidad, un insulto por el que acabó pagando.

    Pablo entró en el cuarto sin ventanas y señaló una caja fuerte negra.

    —Ábrela.

    El prefecto obedeció, haciendo girar las roscas y liberando resortes. Las puertas de doble hoja se abrieron sin que los goznes de latón dejaran escapar un solo gemido.

    El Papa se sentó en una de las tres sillas.

    —Es todo —dijo Pablo, y el prefecto se fue—. Mi predecesor fue el primero en leer el tercer secreto de Fátima. Tengo entendido que después ordenó que lo guardaran en esta caja fuerte. Llevo quince años reprimiendo el impulso de venir aquí.

    Valendrea estaba un tanto confuso.

    —¿Acaso el Vaticano no hizo una declaración en el 67 asegurando que el secreto nunca se desvelaría? ¿Se hizo sin que usted lo leyera?
    —Hay muchas cosas que la curia lleva a cabo en mi nombre que escapan a mi conocimiento. No obstante, sí me pusieron al corriente. Después.

    Valendrea se preguntó si no habría metido la pata planteando esa pregunta. Se dijo que había de tener cuidado con lo que decía.

    —Toda esta historia me asombra —comentó Pablo—. La madre de Dios se aparece a tres niños, en lugar de a un sacerdote o a un obispo o al Papa. Escoge a tres niños ignorantes; parece que siempre elige a los mansos. Tal vez el cielo intente decirnos algo.

    Valendrea sabía perfectamente cómo había llegado de Portugal al Vaticano el mensaje que la hermana Lucía recibió de la Virgen.

    —Nunca creí que las palabras de la buena hermana merecieran mi atención —aseguró Pablo—. Conocí a Lucía en Fátima, cuando fui en el 67. Me criticaron por ir: los progresistas decían que estaba retrasando el progreso del Vaticano II, concediendo demasiada importancia a lo sobrenatural, venerando a María por encima de Cristo y el Señor. Pero yo sabía que no era así.

    Valendrea percibió una luz abrasadora en los ojos de Pablo. Tal vez el viejo guerrero aún tuviera ánimo para luchar.

    —Sabía que la gente joven adoraba a María; se sentía atraída por los santuarios. Que yo acudiera allí era importante para ellos, la demostración de que su papa se preocupaba. Y yo tenía razón, Alberto: María es más popular hoy en día que nunca.

    Sabía que Pablo amaba a la Virgen, que durante su pontificado había puesto empeño en venerarla concediéndole títulos y atención. Quizás demasiados, según algunos.

    Pablo señaló la caja fuerte.

    —El cuarto cajón por la izquierda, Alberto. Ábrelo y tráeme su contenido.

    Hizo lo que Pablo le pedía y sacó un pesado cajón de hierro. En su interior había una cajita de madera con un sello de cera estampado en el que se distinguía la divisa del papa Juan XXIII. En la parte superior una etiqueta rezaba: SECRETUM SANCTI OFFICII. Le llevó la caja a Pablo, que examinó el exterior con manos temblorosas.

    —Dicen que Pío XII puso la etiqueta y el propio Juan el sello. Ahora me toca echar un vistazo. ¿Te importaría romper el sello, Alberto?

    Éste miró a su alrededor en busca de alguna herramienta y, al no encontrar ninguna, partió la cera sirviéndose de la esquina de una de las puertas de la caja fuerte. Le devolvió la caja a Pablo.

    —Muy ingenioso —alabó el Papa.

    Valendrea aceptó el cumplido inclinando la cabeza.

    Pablo puso la caja en equilibrio en el regazo y se sacó unas gafas de la sotana. Después de ponérselas, abrió la tapa y extrajo dos legajos de papel. Dejó uno a un lado y abrió el otro. Valendrea vio una hoja blanca más reciente dentro de un papel claramente más viejo. Ambos estaban escritos.

    El pontífice escudriñó la hoja más antigua.

    —Ésta es la nota original que escribió la hermana Lucía en portugués —contó Pablo—. Por desgracia no hablo ese idioma.
    —Tampoco yo, Santo Padre.

    Pablo se la entregó, y él vio que el texto tenía unas veinte líneas escritas con una tinta negra que se había vuelto gris. Resultaba emocionante pensar que sólo la hermana Lucía, una visionaria acreditada de la Virgen, y el papa Juan XXIII habían tocado la hoja que tenía ante sí.

    Pablo agitó el papel más reciente.

    —Ésta es la traducción.
    —¿La traducción, Santo Padre?
    —Juan tampoco sabía portugués, así que hizo que le tradujeran el mensaje al italiano.

    Valendrea desconocía ese dato. De modo que había que añadir unas terceras huellas, algún miembro de la curia al que llamaron para que realizara la traducción, que sin duda juraría guardar el secreto después y ya habría muerto.

    Pablo desdobló la segunda hoja y se puso a leer. A su rostro asomó una mirada de curiosidad.

    —Nunca se me han dado bien los acertijos.

    El Papa juntó los papeles y echó mano del segundo montón.

    —Al parecer el mensaje llevaba a otra página. — Pablo abrió las hojas: asimismo una más nueva y la otra claramente más antigua—. En portugués otra vez. — Pablo echó una ojeada al papel más reciente—. Vaya, en italiano. Otra traducción.

    Valendrea observaba mientras Pablo leía las palabras con una expresión que pasó del desconcierto a una honda preocupación. Respiraba superficialmente, el ceño fruncido y la frente arrugada al releer la traducción.

    El Papa no dijo nada, ni Valendrea tampoco. No se atrevió a pedir que le dejara leer las palabras.

    El Papa leyó el mensaje una tercera vez.

    Pablo se humedeció los resecos labios y se revolvió en la silla. Una mirada de asombro afloró a los ojos del anciano. Por un instante Valendrea se asustó. Delante tenía al primer Papa que había dado la vuelta al mundo. Un hombre que aplacó a un ejército de progresistas de la Iglesia y suavizó su revolución con moderación. Que compareció ante las Naciones Unidas y dijo: «Que no vuelva a haber guerra.» Que denunció el control de la natalidad por considerarlo pecado y se mantuvo firme incluso en medio de una oleada de protestas que sacudió los cimientos de la Iglesia. Que consolidó la tradición del celibato sacerdotal y excomulgó a los disidentes. Que esquivó a un asesino en Filipinas, desafió a los terroristas y presidió el funeral de su amigo, el primer ministro de Italia. Era un vicario resuelto, que no se impresionaba con facilidad. Sin embargo lo que acababa de leer lo había afectado.

    Pablo recompuso los papeles y, a continuación, introdujo ambos legajos en la caja de madera y cerró la tapa de golpe.

    —Ponla en su sitio —musitó el Papa, los ojos fijos en el regazo. Trocitos de cera carmesí le moteaban la blanca sotana. Pablo se los sacudió como sí fueran una enfermedad—. Esto ha sido un error, no debería haber venido. — Luego pareció armarse de valor y recobró la compostura—. Cuando volvamos arriba, redacta una orden. Quiero que vuelvas a sellar la caja personalmente. Nadie volverá a entrar aquí so pena de excomunión. Sin excepciones.

    Pero esa orden no afectaría al Papa, pensó Valendrea: Clemente XV podía entrar y salir de la Riserva a su antojo.

    Y eso era precisamente lo que había hecho el alemán.

    Valendrea sabía desde hacía tiempo de la existencia de la traducción al italiano de lo que escribió la hermana Lucía, pero hasta el día anterior no había sabido el nombre del traductor.

    El padre Andrej Tibor.

    Había tres preguntas que lo atormentaban.

    ¿Por qué Clemente XV no paraba de entrar en la Riserva? ¿Por qué quería el Papa comunicarse con Tibor? Y, la más importante: ¿qué era lo que sabía el traductor?

    En ese momento no tenía una sola respuesta.

    Aunque quizás los próximos días, entre Colin Michener, Katerina Lew y Ambrosi, averiguara la respuesta de los tres interrogantes.



    SEGUNDA PARTE
    14


    Bucarest, Rumanía
    Viernes, 10 de noviembre
    11:15



    Michener bajó unos escalones metálicos y pisó el aceitoso asfalto del aeropuerto de Otopeni. El avión de British Airways en el que había llegado desde Roma estaba medio lleno, y era uno de los cuatro únicos aparatos que utilizaban la terminal.

    En Rumanía ya había estado una vez, cuando trabajaba en la secretaría de Estado a las órdenes del entonces cardenal Volkner, en el departamento de Relaciones con los Estados, la sección internacional que se ocupaba de las actividades diplomáticas.

    Las Iglesias vaticana y rumana llevaban décadas enfrentadas por un conflicto: el traspaso durante la Segunda Guerra Mundial de propiedades católicas a la Iglesia ortodoxa, entre las cuales se incluían monasterios poseedores de una antigua tradición latina. La libertad religiosa volvió con la caída de los comunistas, pero el debate relativo a la propiedad persistió, y en varias ocasiones católicos y ortodoxos habían protagonizado violentos choques. Juan Pablo II inició un diálogo con el gobierno rumano tras el derrocamiento de Ceausescu, e incluso realizó una visita oficial. Pero el progreso era lento. El mismo Michener había tomado parte en algunas negociaciones posteriores, y recientemente el gobierno había hecho algunos movimientos. Alrededor de dos millones de católicos frente a veintidós millones de ortodoxos componían el país, y sus voces comenzaban a oírse. Clemente había dejado claro que quería hacerles una visita, pero esa disputa impedía que se planteara el viaje.

    Aquel asunto era otro aspecto más de la complicada política que parecía acaparar los días de Michener. La verdad es que ya no era un sacerdote: era un ministro de gobierno, un diplomático y un confidente personal, todo lo cual terminaría cuando Clemente exhalara el último suspiro. Tal vez entonces pudiera volver a ser sacerdote. Lo cierto es que nunca había trabajado en una congregación; quizás ser misionero supusiera un desafío. El cardenal Ngovi le había hablado de Kenia. Puede que África fuera un excelente refugio para un ex secretario del Papa, sobre todo si Clemente moría antes de nombrarlo cardenal.

    Apartó las incertidumbres de su vida según se encaminaba a la terminal. Notaba que se hallaba a mayor altitud. El lúgubre aire era frío: unos cinco grados, había explicado el piloto justo antes de aterrizar. El cielo estaba cubierto de un denso remolino de nubes bajas que impedían que el sol tocara la tierra.

    Entró en el edificio y se dirigió hacia el control de pasaportes. Llevaba poco equipaje, tan sólo una bolsa, pues esperaba estar no más de un día o dos, e iba vestido de manera informal, con unos vaqueros, un suéter y una chaqueta, en cumplimiento de la petición de Clemente de que fuera discreto.

    Su pasaporte del Vaticano le permitió entrar en el país sin necesidad de pagar el habitual visado. Luego alquiló un baqueteado Ford Fiesta en el mostrador de Eurodollar, nada más salir de la aduana, y un empleado le indicó cómo llegar a Zlatna. Su dominio del idioma era lo bastante bueno para entender la mayor parte de lo que el pelirrojo le dijo.

    No le entusiasmaba la idea de conducir solo por uno de los países más pobres de Europa. La investigación que había realizado la noche anterior había revelado varias notas oficiales que advertían de los ladrones y aconsejaban tener precaución, sobre todo de noche y en el campo. Habría preferido contar con la ayuda del nuncio apostólico en Bucarest: algún empleado podía hacerle de conductor y guía, pero Clemente había rechazado la idea. De forma que se subió al coche alquilado, salió del aeropuerto y al final dio con la autopista y se dirigió al noroeste, hacia Zlatna, a toda velocidad.

    Katerina se encontraba en el lado oeste de la plaza, los adoquines deformes, muchos inexistentes. La gente entraba y salía, con preocupaciones más vitales: comida, calefacción, agua. El ruinoso suelo era la menor de sus pesadumbres.

    Había llegado a Zlatna hacía dos horas y se había pasado otra recabando toda la información posible acerca del padre Andrej Tibor. Tenía cuidado con las pesquisas, ya que los rumanos eran curiosos. Según los datos que Valendrea le había proporcionado, el avión de Michener aterrizaría algo después de las once de la mañana, y él tardaría dos horas largas en recorrer los casi ciento cincuenta kilómetros que lo separaban de Zlatna. Por su reloj era la una y veinte de la tarde, así que, suponiendo que el vuelo no se hubiese retrasado, estaría allí en breve.

    Le resultaba extraño y reconfortante a un tiempo volver a estar en casa. Había nacido y crecido en Bucarest, pero había pasado gran parte de su infancia al otro lado de los Cárpatos, en Transilvania. Para ella ésa no era una región novelesca poblada por vampiros y hombres lobo, sino Erdély, un lugar donde abundaban los bosques, las ciudadelas y la gente campechana. La cultura era una mezcla de Hungría y Alemania, aderezada con un toque cíngaro. Su padre era descendiente de los colonos sajones que en el siglo XII fueron allí para defender los pasos de montaña de los invasores tártaros. Los descendientes de aquellos centroeuropeos resistieron a toda una serie de déspotas húngaros y monarcas rumanos, todo para que al final de la Segunda Guerra Mundial los masacraran los comunistas.

    Los padres de su madre eran gitanos, y los comunistas fueron cualquier cosa menos amables con ellos, despertando un odio colectivo similar al que Hitler sentía hacia los judíos. Al ver Zlatna, con sus casas de madera, sus balcones tallados y su estación de ferrocarril de estilo turco, recordó la aldea de sus abuelos. Zlatna se libró de los terremotos de la región y sobrevivió a la dictadura de Ceausescu; pero el hogar de sus abuelos no corrió la misma suerte. Al igual que las dos terceras partes de los pueblos del país, el de ellos fue aniquilado de forma sistemática, los vecinos relegados a grises edificios de pisos comunales. Los padres de su madre incluso tuvieron que afrontar la vergüenza de derruir su propia casa. «Un modo de combinar la experiencia campesina con la eficiencia marxista», rezaba el plan. Y, tristemente, fueron pocos los rumanos que lloraron la pérdida de las aldeas gitanas. Ella recordaba ir a ver después a sus abuelos a aquel piso frío e impersonal, las lúgubres habitaciones grises desprovistas del espíritu afectuoso de sus antepasados, la esencia de la vida extirpada de su alma. Que era de lo que se trataba. Más tarde, en Bosnia, se lo denominó «limpieza étnica». A Ceausescu le gustaba decir que era un paso hacia el «progreso». Ella lo llamaba demencia. Y las cosas y los sonidos de Zlatna resucitaban todos esos recuerdos desagradables.

    Por un tendero supo que cerca había tres orfanatos estatales. Según decían, el peor era el que le había tocado al padre Tibor. El edificio se hallaba al oeste de la localidad y albergaba a niños enfermos terminales, otra de las locuras de Ceausescu.

    El dictador prohibió los anticonceptivos y decretó que las mujeres menores de cuarenta y cinco años tuvieran al menos cinco hijos. El resultado era una nación con más niños de los que sus padres podían alimentar. El abandono de recién nacidos en la calle estaba a la orden del día, y el sida, la tuberculosis, la hepatitis y la sífilis se cobraban un gran número de víctimas. Con el tiempo acabaron surgiendo orfanatos por todas partes, que venían a ser una especie de vertedero para cuidar de las criaturas no deseadas.

    También averiguó que Tibor era un búlgaro de casi ochenta años —o tal vez fuera mayor, nadie lo sabía a ciencia cierta— y se le tenía por un hombre piadoso que había abandonado la jubilación para trabajar con unos niños que no tardarían en reunirse con su Dios. Se preguntó cuánto valor haría falta para consolar a un bebé moribundo o para decirle a un niño de diez años que pronto iría a un lugar mucho mejor que aquel en el que estaba. Ella no creía en nada de eso: era atea, siempre lo había sido. La religión era algo creado por el hombre, igual que el mismo Dios. En su opinión era la política, y no la fe, la que lo explicaba todo. Qué mejor forma de mantener a raya a las masas que aterrorizándolas con la ira de un ser omnipotente. Lo mejor era confiar en uno mismo, creer en la capacidad de uno, decidir la propia suerte en el mundo. La oración era para los débiles y los perezosos, ella nunca la había necesitado.

    Consultó el reloj: la una y media pasadas.

    Hora de ir al orfanato.

    Cruzó la plaza para atajar. Qué haría cuando Michener llegase era algo que aún no había decidido.

    Pero ya se le ocurriría.

    Michener aminoró la velocidad a medida que se acercaba al orfanato. Parte del trayecto desde Bucarest lo había realizado por autostrada, una calzada de cuatro carriles sorprendentemente bien cuidada, pero la carretera secundaria que tomó antes era muy distinta, el arcén irregular, la superficie llena de baches, como un paisaje lunar, y salpicada de confusas señales que lo indujeron a error en dos ocasiones. Había cruzado el río Olt hacía unos kilómetros, atravesando un pintoresco barranco entre dos sierras boscosas. Conforme iba avanzando hacia el norte, la topografía iba cambiando, dejando atrás tierras de labranza para dar paso a estribaciones y montañas. Por el camino había visto negras serpientes de humo de fábricas en el horizonte.

    Había sabido del padre Tibor por un carnicero de Zlatna, el cual le dijo dónde podía encontrarlo. El orfanato ocupaba un edificio de tejas rojas con dos plantas. Las cicatrices del tejado de terracota daban fe del aire sulfuroso que irritaba la garganta de Michener. Las ventanas tenían barrotes de hierro, la mayoría de los cristales estaban parcheados con cinta adhesiva. Muchos de ellos los habían encalado, y él se preguntó si sería para evitar las miradas curiosas desde dentro o desde fuera.

    Entró por una puerta en el muro y aparcó el vehículo.

    El duro suelo estaba tapizado de tupidos hierbajos. A un lado, un tobogán y un columpio herrumbrosos. Un reguero de algo negro y fangoso recorría la pared del fondo, tal vez el origen de la pestilencia que percibió nada más bajarse del coche. De la puerta principal del edificio salió una monja con un hábito marrón.

    —Buenos días, hermana. Soy el padre Colin Michener. He venido a hablar con el padre Tibor. — Le habló en inglés, con la esperanza de que lo entendiera, y añadió una sonrisa.

    La anciana unió las manos e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo.

    —Bienvenido, padre. No sabía que era usted sacerdote.
    —Estoy de vacaciones, y he decidido dejarme la sotana en casa.
    —¿Es amigo del padre Tibor? — Su inglés era excelente y carecía de acento.
    —No exactamente. Dígale que soy un colega suyo.
    —Está dentro. Venga conmigo, por favor. — Vaciló—. Y, padre, ¿ha estado usted antes en un lugar como éste?

    A él la pregunta se le antojó extraña.

    —No, hermana.
    —Se lo ruego, intente ser paciente con los niños.

    Asintió y subió tras ella cinco ruinosos escalones de piedra. Dentro, el olor era una horrible combinación de orina, heces y dejadez. Reprimió una náusea respirando superficialmente y deseó taparse la nariz, pero pensó que sería insultante. Esquirlas de cristal crujían bajo sus pies, y reparó en los desconchones de las paredes, similares a una piel quemada por el sol.

    Los niños salieron en tropel de las habitaciones. Unos treinta, todos varones, entre la infancia y la adolescencia. Se arremolinaron a su alrededor, la cabeza rapada: «para combatir los piojos», aclaró la monja. Algunos cojeaban, otros parecían no controlar los músculos. Muchos sufrían de un ojo vago; otros, de un defecto del habla. Lo toquetearon con las agrietadas manos, exigiendo su atención. Sus voces tenían un dejo de aspereza, y los dialectos variaban, si bien la mayoría empleaba el rumano o el ruso. Varios le preguntaron quién era y por qué estaba allí. En la ciudad le habían informado de que casi todos eran enfermos terminales o tenían una grave minusvalía. La escena era surrealista debido a las prendas que llevaban los muchachos. Al parecer la ropa era cualquier cosa que anduviera a mano y cubriera los desgarbados cuerpos. Eran todo ojos y huesos, y pocos tenían dientes. Las llagas moteaban sus brazos, piernas y rostro. Michener procuró ser cuidadoso, ya que la noche anterior había leído que el VIH se hallaba muy extendido entre los niños olvidados de Rumanía.

    Quería decirles que Dios cuidaría de ellos, que su sufrimiento tenía un sentido, pero antes de que pudiera hablar, un hombre alto vestido con un traje negro de clérigo, sin alzacuello, salió al pasillo. Un chiquillo se abrazaba a su cuello con desesperación. El anciano llevaba el cabello muy corto, y todo en su rostro, sus ademanes y su caminar resuelto apuntaba a que era una persona afable. Lucía unas gafas con montura cromada que enmarcaban unos ojos castaños redondos como platos, bajo una pirámide de pobladas cejas blancas. Estaba hecho un palillo, pero tenía unos brazos fuertes y musculosos.

    —¿Padre Tibor? — le preguntó en inglés.
    —Me han dicho que es usted un colega. — Su inglés tenía un acento de la Europa del Este.
    —Soy el padre Colin Michener.

    El sacerdote dejó en el suelo al niño que llevaba en brazos.

    —A Dumitru le toca su terapia diaria. Dígame ¿por qué debería retrasarla para hablar con usted?

    Michener se preguntó cuál sería el motivo de esa hostilidad.

    —Su Papa necesita ayuda.

    Tibor respiró hondo.

    —¿Por fin va a reconocer la situación en la que nos encontramos aquí?

    Michener quería hablar a solas, no le gustaba el público que tenían alrededor, en particular la monja. Los niños seguían tirándole de la ropa.

    —Es preciso que hablemos en privado.

    El rostro del padre Tibor mostró escasa emoción al repasar a Michener con una mirada ecuánime. A éste le asombró el estado físico del anciano y esperó estar la mitad de bien que él cuando cumpliera los ochenta.

    —Llévese a los niños, hermana. Y encárguese de la terapia de Dumitru.

    La monja cogió al pequeño en brazos y se llevó al resto por el pasillo. El padre Tibor escupió unas instrucciones en rumano, parte de las cuales Michener entendió, si bien quiso saber:

    —¿Qué clase de terapia recibe el niño?
    —Simplemente le masajeamos las piernas e intentamos hacer que ande. Es probable que sea inútil, pero es todo lo que podemos hacer.
    —¿Es que no hay médicos?
    —Tenemos suerte de poder darles de comer. Recibir ayuda médica es algo insólito.
    —¿Por qué hace esto?
    —Extraña pregunta viniendo de un sacerdote. Estos niños nos necesitan.

    La atrocidad que acababa de ver seguía atormentándolo.

    —¿Ocurre esto mismo en todo el país?
    —A decir verdad éste es uno de los sitios mejores. Hemos trabajado de firme para hacerlo habitable, pero, como ve, aún queda mucho por hacer.
    —¿No hay dinero?

    Tibor meneó la cabeza.

    —Sólo el que nos dan las organizaciones de ayuda. El gobierno no hace mucho, y la Iglesia prácticamente nada.
    —¿Vino usted por su cuenta?

    El anciano asintió.

    —Después de la revolución leí algo sobre los orfanatos y decidí que éste era mi sitio. Eso fue hace diez años, y sigo aquí.

    Su voz seguía sonando crispada, de modo que Michener le preguntó:

    —¿Por qué es usted tan hostil?
    —Me pregunto qué es lo que quiere el secretario del Papa de un viejo.
    —¿Sabe quién soy?
    —No ignoro lo que sucede en el mundo.

    Vio que el padre Andrej Tibor no era ningún mentecato. Tal vez Juan XXIII escogiera sabiamente al pedirle a ese hombre que tradujera lo que escribió la hermana Lucía.

    —Traigo una carta del Santo Padre.

    Tibor agarró a Michener del brazo.

    —Me lo temía. Vayamos a la capilla.

    Lo que hacía las veces de capilla era una habitación diminuta con el piso cubierto por cartones. Las paredes eran de piedra y el ruinoso techo de madera. El único signo de devoción procedía de una solitaria vidriera en la que un mosaico de colores dibujaba una virgen con los brazos extendidos, al parecer dispuesta a abrazar a todo el que buscara su consuelo.

    Tibor señaló la imagen.

    —La encontré no muy lejos de aquí, en una iglesia que estaba a punto de ser demolida. Uno de los voluntarios que acuden en verano me la instaló. Todos los niños se sienten atraídos por ella.
    —Usted sabe por qué he venido, ¿verdad?

    Tibor no dijo nada.

    Michener se metió la mano en el bolsillo, sacó el sobre azul y se lo entregó a Tibor.

    El sacerdote lo cogió y se acercó a la ventana. Luego rasgó el sobre y extrajo la nota de Clemente. Se alejó el papel de los ojos mientras se esforzaba por leerlo a la luz mortecina.

    —Hace tiempo que no leo en alemán —afirmó Tibor—, pero aún lo recuerdo. — Terminó de leer—. La primera vez que escribí al Papa fue con la esperanza de que hiciera lo que le pedía sin más.

    A Michener le entraron ganas de saber qué había pedido, pero se limitó a decir:

    —¿Tiene una respuesta para el Santo Padre?
    —Tengo muchas respuestas. ¿Cuál quiere que le dé?
    —Usted es el único que puede tomar esa decisión.
    —Ojalá fuese así de sencillo. — Ladeó la cabeza hacia la vidriera—. Ella lo complicó. — Tibor permaneció un momento en silencio y luego se volvió para mirarlo—. ¿Pasará la noche en Bucarest?
    —Si usted quiere.

    Tibor le devolvió el sobre.

    —Hay un restaurante, el café Krom, cerca de la piatsa Revolutsiei. No tiene pérdida. Vaya a las ocho. Pensaré en esto y le daré allí su respuesta.


    15


    Michener iba hacia el Sur, a Bucarest, luchando con las imágenes del orfanato.

    Al igual que muchos de esos niños, tampoco él había conocido a sus padres biológicos. Más adelante en su vida se enteró de que su madre vivía en Clogheen, un pueblecito irlandés al norte de Dublín. Cuando se quedó embarazada estaba soltera y aún no había cumplido los veinte. El padre era desconocido, o al menos eso era lo que sostenía firmemente su madre. Por aquel entonces el aborto era algo desconocido, y la sociedad irlandesa desdeñaba brutalmente a las madres solteras.

    Así que la Iglesia llenó el vacío.

    «Centros natalicios», los llamaba el arzobispo de Dublín, si bien eran poco más que un vertedero como el que acababa de dejar. Los dirigían monjas, pero no almas bondadosas como las de Zlatna, sino mujeres difíciles que trataban a las futuras madres que tenían a su cargo como a delincuentes.

    A las mujeres se les obligaba a realizar tareas degradantes hasta que daban a luz y también después, y trabajaban en condiciones horribles por un sueldo escaso o inexistente. A algunas las molían a palos, otras morían de hambre, la mayoría eran maltratadas. A ojos de la Iglesia eran pecadoras, y el arrepentimiento forzoso era el único camino hacia la salvación. Sin embargo, la mayor parte eran campesinas que no podían permitirse el lujo de criar a un hijo. Algunas habían mantenido relaciones ilícitas que sus padres no reconocían o bien que querían mantener en secreto; otras eran esposas que habían tenido la mala suerte de quedarse encinta en contra de los deseos de sus maridos. El denominador común era la vergüenza: ni una sola de ellas quería llamar la atención sobre su persona o sobre su familia por un niño no deseado.

    Después del parto, los niños permanecían en los centros durante un año, tal vez dos, y los iban alejando poco a poco de sus madres: cada día pasaban menos tiempo juntos. El aviso definitivo sólo se producía la noche previa: una pareja americana llegaría a la mañana siguiente. El privilegio de la adopción estaba reservado únicamente a los católicos, los cuales debían acceder a educar al niño dentro del seno de la Iglesia y no divulgar su procedencia. Se agradecía, aunque no era necesaria, una donación en metálico a la Sociedad de Adopción del Sagrado Corazón, la organización creada para dirigir el proyecto. A los niños se les podía contar que eran adoptados, pero a los nuevos padres les pedían que dijeran que sus padres biológicos habían muerto. La mayoría de las madres biológicas lo quería así, con la esperanza de que la vergüenza de su error se desvaneciera con el tiempo: no hacía falta que nadie supiera que se habían desprendido de un hijo.

    Michener recordaba vivamente el día que fue al centro donde nació. El edificio de piedra caliza gris se encontraba en una cañada sin vida, un lugar llamado Kinnegad, no muy lejos del mar de Irlanda. Recorrió la desierta construcción imaginando a una madre angustiada que se colaba en el cuarto del niño la noche antes de que se lo llevaran para siempre, intentando armarse de valor para decirle adiós, preguntándose por qué una Iglesia y un Dios permitían semejante tormento. ¿Tan grande era su pecado? Y, de ser así, ¿por qué no era igual para el padre? ¿Por qué tenía ella que cargar con toda la culpa?

    Y con todo el dolor.

    Se situó ante una ventana del último piso y se quedó mirando una morera. Lo único que interrumpía el silencio era una tórrida brisa que resonaba en las habitaciones vacías como los gritos de los niños que en su día languidecieron allí. Sintió el horror desgarrador de la madre tratando de ver por última vez a su hijo cuando se lo llevaban a un coche. Su madre biológica había sido una de esas Mujeres. Quién, él nunca lo sabría. Los niños rara vez recibían apellidos, así que no había forma de asociar a un niño con su madre. Lo poco que sabía de sí mismo lo había averiguado gracias a la débil memoria de una monja.

    Más de dos mil niños salieron de Irlanda de esa manera, uno de ellos un diminuto muchacho de cabello castaño claro y vivos ojos verdes cuyo destino fue Savannah, Georgia. Su padre adoptivo era abogado, y su madre sentía devoción por su nuevo hijo. Creció en la costa del Atlántico, en un barrio de clase media alta. Destacó en el colegio y se hizo sacerdote y abogado, complaciendo a sus padres adoptivos sobremanera. Luego se fue a Europa y halló consuelo junto a un obispo solitario que lo quiso como a un hijo. Y ahora servía a ese obispo, un hombre que había llegado a ser Papa, parte de la misma Iglesia que tan estrepitosamente fracasara en Irlanda.

    Había querido mucho a sus padres adoptivos, los cuales cumplieron con su parte del trato diciéndole en todo momento que a sus padres biológicos los habían matado. Sólo en su lecho de muerte su madre le contó la verdad: la confesión que una santa le hizo a su hijo, el sacerdote, con la esperanza de que tanto él como su Dios la perdonaran.

    «No me la he podido quitar de la cabeza en todos estos años, Colin. Cómo debió sentirse cuando te llevamos con nosotros. Intentaron decirme que era por el bien de todos. Intenté decirme que era lo correcto, pero sigo sin poder quitármela de la cabeza.»

    Él no supo qué decirle.

    «Teníamos tantas ganas de tener un hijo. Y el obispo nos aseguró que sin nosotros tu vida sería dura. Que nadie se ocuparía de ti. Pero sigo sin poder quitármela de la cabeza. Quiero decirle que lo siento. Quiero decirle que te eduqué bien, que te he querido como lo habría hecho ella. Quizás de esa manera pueda perdonarnos.»

    Pero no había nada que perdonar. La culpable era la sociedad. La culpable era la Iglesia. No la hija de un granjero del sur de Georgia que no podía tener hijos. Ella no había hecho nada malo, y Michener le suplicaba a Dios con fervor que le concediera a su madre la paz.

    Ya no solía pensar en el pasado, pero el orfanato se lo había recordado todo. El fétido aire persistía, y trató de desembarazarse del hedor con el frío viento que entraba por una ventanilla bajada. Aquellos niños nunca disfrutarían de un viaje a América, nunca sabrían lo que era el amor de unos padres que los querían. Su mundo estaba limitado por un muro de contención gris, en el interior de un edificio con barrotes de hierro donde no había luces y la calefacción era escasa. Allí morirían, solos y olvidados, amados únicamente por un puñado de monjas y un viejo sacerdote.


    16


    Michener encontró un hotel lejos de la piatsa Revolutiei y el concurrido barrio universitario, un establecimiento modesto cercano a un pintoresco parque. Las habitaciones eran pequeñas y limpias, con un mobiliario art déco que parecía fuera de lugar. La suya incluía un lavabo que, sorprendentemente, tenía agua caliente; la ducha y el retrete eran compartidos y estaban al fondo del pasillo.

    Sentado junto a la única habitación del cuarto, estaba dando buena cuenta de un pastel y una coca—cola light que había comprado para aguantar hasta la cena. A lo lejos, un reloj daba con gran estrépito las cinco de la tarde.

    El sobre que Clemente le había entregado se hallaba encima de la cama. Sabía lo que se esperaba de él. Ahora que el padre Tibor había leído el mensaje, debía destruirlo sin leer su contenido. Clemente confiaba en que haría lo que le había pedido, y él nunca había fallado a su mentor, aunque siempre había considerado su relación con Katerina una traición. Había roto sus votos, desobedecido a la Iglesia y ofendido a su Dios. Para eso no había perdón, pero Clemente había dicho lo contrario.

    —¿Acaso crees que eres el único sacerdote que ha sucumbido?
    —Lo cual no quita para que esté mal.
    —Colín, el perdón es el sello de nuestra fe. Has pecado y deberías arrepentirte, pero eso no significa que eches a perder tu vida. Además, ¿tan malo fue?

    Todavía recordaba la mirada de curiosidad que le dirigió al arzobispo de Colonia. ¿Qué estaba diciendo?

    —¿Tenías la sensación de que estaba mal, Colín? ¿Te decía el corazón que estaba mal?

    La respuesta a ambas preguntas, entonces y ahora, era no. Había amado a Katerina, un hecho que no podía negar. Había aparecido en su vida justo después de que muriera su madre, en un momento en que estaba lidiando con el pasado. Había ido con él al centro de Kinnegad, y después habían dado un paseo por los acantilados rocosos que se alzaban sobre el mar de Irlanda. Lo había cogido de la mano y le había dicho que sus padres adoptivos lo habían querido y que había tenido suerte de contar con dos personas tan afectuosas. Y tenía razón, pero él no dejaba de pensar en su madre biológica. ¿Cómo podía ejercer tanta presión la sociedad como para que las mujeres sacrificaran a sus hijos por propia voluntad para poder continuar con su vida?

    ¿Por qué había de ser necesario?

    Apuró lo que le quedaba de la coca—cola y fijó la vista de nuevo en el sobre. Su más viejo y querido amigo, un hombre que había estado a su lado media vida, tenía problemas.

    Tomó una decisión. Era hora de hacer algo.

    Echó mano del sobre y sacó el papel azul. Estaba escrito en alemán, de puño y letra de Clemente.

    Padre Tibor:

    Estoy al corriente del cometido que llevó a cabo para el Santísimo y Reverendísimo Juan XXIII. El primer mensaje que me envió me produjo un gran desasosiego. «¿Por qué miente la Iglesia?», me preguntaba usted. Yo no tenía ni idea de a qué se refería. La segunda vez que se puso en contacto conmigo hizo que cayera en la cuenta del dilema ante el que se ve. Le he echado un vistazo a la copia del tercer secreto que me envió junto con la primera nota y he leído su traducción muchas veces. ¿Por qué se ha guardado estas pruebas? Incluso después de que Juan Pablo revelara el tercer secreto, por su parte sólo hubo silencio. Si lo que me ha enviado es verdad, ¿por qué no dijo nada en su día? Hay quien diría que es usted un farsante, alguien a quien no hay que creer, pero yo sé que eso no es cierto. ¿Por qué? No lo puedo explicar. Lo único que sé es que le creo. Le envío a mi secretario, un hombre de confianza. Puede contarle al padre Michener lo que desee, y él me transmitirá sólo a mí sus palabras. Si no tiene una respuesta, dígaselo así. Entiendo que esté furioso con su Iglesia, pues también yo pienso de forma similar, pero hay muchas cosas a tener en cuenta, como usted bien sabe. Me gustaría pedirle que le devolviera esta nota y el sobre al padre Michener. Le agradezco toda la ayuda que se digne a prestarme. Que Dios esté con usted, padre.

    Clemente.

    PP Servus Servorum Dei.

    La firma era el sello oficial del Papa: Pastor de Pastores, Siervo de los Siervos de Dios. La forma de Clemente de firmar todos los documentos oficiales.

    Michener se sentía mal por haber abusado de la confianza de Clemente, pero era evidente que estaba pasando algo. Al parecer el padre Tibor había impresionado al Papa lo bastante para enviar a su secretario a que evaluara la situación. «¿Por qué se ha guardado estas pruebas?»

    ¿Qué pruebas?

    «Le he echado un vistazo a la copia del tercer secreto que me envió junto con la primera nota y he leído su traducción muchas veces.»

    ¿Se encontrarían ambas cosas en la Riserva? ¿En la caja de madera que Clemente no paraba de abrir?

    Imposible de decir.

    Seguía sin saber nada.

    Así que devolvió la hoja azul al sobre, fue hasta el baño del fondo del pasillo y lo hizo todo trizas, tirando a continuación de la cadena para que desaparecieran los pedazos.

    Katerina oyó a Michener cruzar el entarimado del piso de arriba. Su mirada siguió el sonido por el techo mientras se iba debilitando por el pasillo.

    Había ido en pos de él desde Zlatna hasta Bucarest, decidiendo que era más importante saber dónde se hospedaba que tratar de averiguar lo que había sucedido con el padre Tibor. No le sorprendió que él evitara el centro y se dirigiera directamente a uno de los hoteles de menor categoría de la ciudad. Asimismo eludió el despacho del nuncio apostólico, próximo a Centru Civic, cosa que tampoco la sorprendió, ya que Valendrea había dejado claro que ésa no era una visita oficial.

    Cuando atravesaba el centro, le entristeció ver que la misma monotonía orwelliana seguía presente en bloque tras bloque de pisos de ladrillo amarillo, los cuales nacieron después de que Ceausescu arrasara la historia de la ciudad para dejar sitio a sus imponentes complejos. Se suponía que su sola envergadura transmitiría magnificencia, de manera que daba lo mismo que los edificios fueran poco prácticos, caros y superfluos. El Estado decretó que la población sabría apreciarlos: los ingratos fueron a la cárcel y a los que tuvieron suerte les pegaron un tiro.

    Abandonó Rumanía seis meses después de que Ceausescu se enfrentara al pelotón de fusilamiento, quedándose sólo lo bastante para participar en las primeras elecciones de la historia del país. Ganaron unos antiguos comunistas, Katerina se dio cuenta de que no se producirían muchos cambios deprisa, y acababa de percatarse de lo acertado de su predicción: la tristeza aún se dejaba sentir en Rumanía. La había sentido en Zlatna y en las calles de Bucarest, como el velatorio que sigue al funeral. Y podía entenderlo. ¿Qué había sido de su propia vida? En los últimos doce años no había hecho gran cosa. Su padre le había pedido que se quedara a trabajar para la nueva prensa rumana, supuestamente libre, pero ella se había hartado de tanto alboroto. El entusiasmo de la revuelta marcó un fuerte contraste con la calma que vino después. Que otros se ocuparan de pulir el rugoso hormigón: ella prefería mezclar la grava, la arena y el mortero. Así que se fue y recorrió Europa, encontró y perdió a Colin Michener, y luego llegó a América y a Tom Kealy.

    Y ahora había vuelto.

    Y un hombre al que había amado se paseaba por el piso de arriba.

    ¿Cómo iba a enterarse de lo que él hacía? ¿Qué había dicho Valendrea? «Le sugiero que utilice los mismos encantos de que al parecer disfruta Tom Kealy. Seguro que entonces su misión es todo un éxito.»

    Huevón.

    Aunque tal vez el cardenal tuviera razón. El acercamiento directo parecía lo mejor. No cabía duda de que conocía los puntos débiles de Michener, y ya se estaba odiando por aprovecharse de ellos.

    Pero no tenía muchas opciones.

    Se levantó y se encaminó a la puerta.


    17


    Ciudad del Vaticano
    17:30



    El último compromiso de Valendrea llegó pronto para ser viernes. Después se suspendió inesperadamente una cena que había prevista en la embajada francesa —una crisis en París había retenido al embajador—, así que se vio con una inusitada noche libre.

    Había pasado una tortuosa hora con Clemente nada más almorzar. Se suponía que iban a celebrar una reunión informativa para tratar los asuntos exteriores, pero no hicieron más que discutir. Su relación empeoraba a pasos agigantados, y el riesgo de un enfrentamiento público cada día era mayor. Faltaba por pedir la renuncia, Clemente sin duda esperaba que mencionara motivos espirituales y abandonara sin más.

    Pero eso era algo que jamás ocurriría.

    Entre los asuntos de la reunión se incluía la información relativa a una visita del secretario de Estado norteamericano, prevista para dentro de dos semanas. Washington intentaba conseguir el apoyo de la Santa Sede en iniciativas políticas en Brasil y Argentina. La Iglesia era una fuerza política en Sudamérica, y Valendrea había dado a entender su voluntad de utilizar la influencia del Vaticano en favor de Washington. Sin embargo Clemente no deseaba aplicar a la Iglesia. A ese respecto no tenía nada que ver con Juan Pablo II, que preconizaba públicamente la misma filosofía y luego en privado hacía lo contrario. Una estrategia, pensaba a menudo Valendrea, que permitía no hacer sospechar a Moscú y Varsovia y con el tiempo pondría de rodillas al comunismo. Había visto directamente lo que el líder moral y espiritual de mil millones de fieles podía hacer en contra y a favor de los gobiernos. Era una lástima desperdiciar semejante potencial, pero Clemente había ordenado que no se produjera ninguna alianza entre Estados Unidos y la Santa Sede. Los argentinos y los brasileños tendrían que resolver ellos solos sus problemas.

    Llamaron a la puerta de sus dependencias.

    Estaba solo, pues había enviado a su camarero a buscar un café. Cruzó el estudio, entró en una antesala contigua y abrió la puerta de dos hojas que daba al pasillo. Dos guardias suizos, la espalda contra la pared, flanqueaban la entrada. En medio se hallaba el cardenal Maurice Ngovi.

    —Me preguntaba si podríamos charlar un momento, Eminencia. He ido a su despacho y me han dicho que había terminado por hoy.

    La voz de Ngovi era baja y reposada, y Valendrea reparó en la formalidad del «Eminencia», sin duda por la presencia de los guardias. Con Colin Michener recorriendo Rumanía, al parecer Clemente había delegado en Ngovi para que ejerciera de recadero.

    Invitó a pasar al cardenal y ordenó a los guardias que no los molestaran. A continuación condujo a Ngovi hasta su estudio y le pidió que tomara asiento en un sofá dorado.

    —Le invitaría a un café, pero he enviado al camarero por él.

    Ngovi alzó la mano.

    —No es preciso. He venido a hablar con usted.

    Valendrea se sentó.

    —Y bien, ¿qué es lo que quiere Clemente?
    —Soy yo quien quiere algo. ¿Cuál fue el motivo de su visita de ayer al archivo? ¿Intimidar al cardenal archivero? Porque estuvo fuera de lugar.
    —Si mal no recuerdo, el archivo no es de la competencia de la Congregación para la Educación Católica.
    —Responda a mi pregunta.
    —Así que Clemente, después de todo, quiere algo.

    Ngovi no dijo nada, una estrategia irritante que había visto emplear con frecuencia a los africanos y que a veces hacía a Valendrea hablar demasiado.

    —Le dijo al archivero que la Iglesia le había encomendado una misión de extrema importancia, una misión que requería tomar medidas extraordinarias. ¿A qué se refería?

    Sopesó cuánta información le habría facilitado aquel cabrón blando del archivo. Seguro que no le había confesado el pecado que cometió al perdonar el aborto. El viejo idiota no era tan imprudente. ¿O acaso sí? Resolvió que lo mejor era utilizar una táctica ofensiva.

    —Usted y yo sabemos que Clemente está obsesionado con el secreto de Fátima. Ha visitado la Riserva repetidas veces.
    —Lo cual es prerrogativa del Papa. Nosotros no somos quiénes para cuestionarla.

    Valendrea se inclinó hacia delante.

    —¿Por qué nuestro buen pontífice alemán sufre tanto por algo que el mundo ya conoce?
    —Ni usted ni yo somos quiénes para cuestionarlo. Juan Pablo II satisfizo mi curiosidad revelando el tercer secreto.
    —Usted formó parte del comité, ¿no es cierto? El que revisó el secreto y redactó la interpretación que acompañó su publicación.
    —Fue un honor. Llevaba tiempo preguntándome cuál sería el mensaje final de la Virgen.
    —Sin embargo resultó tan decepcionante. En realidad no decía gran cosa de nada, aparte de la consabida petición de arrepentimiento y fe.
    —Predijo el asesinato de un papa.
    —Lo cual explica por qué la Iglesia lo mantuvo oculto todos esos años: no tenía sentido darle a un lunático un motivo divino para que le disparara al Papa.
    —Creímos que ésa era la idea cuando Juan XXIII leyó el mensaje y ordenó que lo sellaran.
    —Y lo que la Virgen predijo pasó: alguien intentó matar a Pablo VI y luego el turco le disparó a Juan Pablo II. No obstante, lo que yo quiero saber es por qué Clemente siente la necesidad de leer una y otra vez el texto original.
    —Le repito que ni usted ni yo somos quiénes para cuestionarlo.
    —Salvo cuando uno de los dos sea Papa, — Esperó a ver si su adversario mordía el anzuelo.
    —Pero ni usted ni yo somos el Papa. Lo que intentó hacer fue una infracción del derecho canónico. — La voz de Ngovi era serena, y Valendrea se preguntó si aquel hombre imperturbable alguna vez perdería los estribos.
    —No pretenderá acusarme, ¿no?

    Ngovi no se inmutó. í

    —Si hubiera algún modo de salir airoso lo haría.
    —Entonces puede que yo no tuviera más remedio que renunciar y usted acabara siendo secretario de Estado, ¿es eso? Le gustaría, ¿no, Maurice?
    —Lo único que me gustaría sería mandarlo de vuelta a Florencia, el lugar al que pertenecen usted y sus antepasados Medici.

    El aludido se dijo que debía proceder con cautela: el africano era un maestro en el arte de la provocación. Ésa sería una buena prueba de cara al cónclave, donde sin duda Ngovi procuraría por todos los medios instigarlo a reaccionar.

    —Yo no soy un Medici. Soy un Valendrea. Estábamos en contra de los Medici.
    —Seguramente sólo después de presenciar el declive de esa familia. Imagino que sus antepasados también serían unos oportunistas.

    Valendrea comprendió que los dos principales aspirantes al próximo pontificado estaban cara a cara. Sabía que Ngovi sería el rival más duro. Ya había escuchado conversaciones grabadas entre cardenales cuando se creían a salvo en despachos cerrados a cal y canto del Vaticano. Ngovi era el contrincante más peligroso, un hecho aún más impresionante si se tenía en cuenta que el arzobispo de Nairobi ni siquiera trataba de hacerse con el pontificado. Cuando le preguntaban, aquel cabrón taimado siempre detenía cualquier especulación agitando la mano y mencionando el respeto que sentía por Clemente XV. Nada de eso engañaba a Valendrea. En la silla de san Pedro no se había sentado un africano desde el siglo I. Menudo triunfo sería. Ngovi era un nacionalista acérrimo que opinaba abiertamente que África se merecía algo mejor de lo que recibía en la actualidad, y ¿qué mejor plataforma para impulsar la reforma social que ocupar la cabeza de la Santa Sede?

    —Déjelo, Maurice —le dijo—. ¿Por qué no se pasa al equipo ganador? No saldrá Papa del próximo cónclave, se lo puedo asegurar.
    —Lo que más me preocupa es que usted salga elegido Papa.
    —Sé que ejerce el control sobre el bloque africano, pero eso sólo son ocho votos. No bastan para detenerme.
    —Pero sí para ser decisivos en unas elecciones reñidas.

    La primera mención de Ngovi del cónclave. ¿Un mensaje, quizás?

    —¿Dónde está el padre Ambrosi? — preguntó Ngovi

    Ahora se percataba de cuál era el motivo de la visita: Clemente necesitaba información.

    —¿Dónde está el padre Michener?
    —Tengo entendido que de vacaciones.
    —Igual que Paolo. Tal vez se hayan ido juntos. — Completó el sarcasmo soltando una risita.
    —Espero que Colin tenga más gusto escogiendo a sus amigos.
    —Lo mismo digo de Paolo.

    Se preguntó por qué al Papa le interesaba tanto Ambrosi. ¿Qué más daba? Quizás hubiese subestimado al alemán.

    —Sabe, Maurice, antes hablaba en broma, pero sería usted un, excelente secretario de Estado. Su apoyo en el cónclave le garantizaría dicho cargo.

    Ngovi tenía las manos entrelazadas bajo la sotana.

    —Y ¿a cuántos más les ha ido ofreciendo ese caramelo?
    —Sólo a los que están a la altura.

    Su invitado se levantó del sofá.

    —Le recuerdo que la Constitución Apostólica prohíbe hacer campaña para el papado. Una prohibición que nos afecta a ambos.

    Ngovi se dirigió a la antesala.

    Sin moverse del asiento, Valendrea llamó al cardenal.

    —Yo en su lugar no me preocuparía demasiado por el protocolo, Maurice. Pronto estaremos en la Capilla Sixtina, y su suerte podría sufrir un cambio drástico. Sin embargo, cómo sea dicho cambio depende únicamente de usted.


    18


    Bucarest
    17:50



    Los golpecitos en la puerta sobresaltaron a Michener. Nadie salvo Clemente y el padre Tibor sabía que estaba en Rumanía. Y absolutamente nadie sabía que se alojaba en ese hotel.

    Se puso en pie, cruzó la habitación y, al abrir la puerta, vio a Katerina Lew.

    —¿Cómo demonios me has encontrado?

    Ella sonrió.

    —Eras tú el que decía que los únicos secretos del Vaticano son los que uno no conoce.

    No le gustó escuchar eso: lo último que Clemente querría era que una periodista estuviese al tanto de lo que él estaba haciendo. Y ¿quién le había informado de que había salido de Roma?

    —Me sentía mal por lo del otro día en la plaza —contó ella—. No debí decir lo que dije.
    —¿Y has venido a Rumanía a disculparte?
    —Tenemos que hablar, Colin.
    —Éste no es un buen momento.
    —Me dijeron que estabas de vacaciones. Pensé que sería el mejor momento.

    Michener la invitó a entrar y cerró la puerta tras ella, recordándose que el mundo había encogido desde la última vez que estuvo a solas con Katerina Lew. Luego se le pasó por la cabeza una idea inquietante: si ella sabía tanto sobre él, qué no sabría Valendrea. Necesitaba llamar a Clemente para advertirle de la existencia de una filtración. Pero se acordó de lo que éste le había dicho el día anterior en Turín acerca de Valendrea —«Conoce todo cuanto hacemos, cuanto decimos»— y se dio cuenta de que el Papa ya lo sabía.

    —Colín, no hay motivo para que seamos tan hostiles. Comprendo mucho mejor lo que ocurrió hace tantos años. Incluso estoy dispuesta a admitir que manejé mal la situación.
    —Ya es algo.

    Ella no reaccionó al oír ese reproche.

    —Te he echado de menos. Por eso es por lo que fui a Roma: para verte.
    —¿Qué hay de Tom Kealy?
    —Tuve una relación con Tom. — Vaciló—. Pero él no es tú. — Se acercó más—. No me avergüenzo del tiempo que pasé con él. La situación de Tom es estimulante para un periodista, hay un montón de oportunidades. — Sus ojos apresaron los de Michener como sólo ella sabía hacer—. Pero tengo que saberlo: ¿por qué estabas en el tribunal? Tom me dijo que los secretarios del Papa no suelen ocuparse de esas cosas.
    —Sabía que tú estarías allí.
    —¿Te alegraste de verme?

    Meditó su respuesta y finalmente dijo:

    —Tú no pareciste alegrarte especialmente de verme.
    —Sólo intentaba calibrar tu reacción.
    —Que yo recuerde, no hubo reacción alguna por tu parte.

    Ella se alejó hacia la ventana.

    —Compartimos algo especial, Colin, no tiene sentido negarlo.
    —Ni tampoco revivirlo.
    —Eso es lo último que quiero. Ambos somos más viejos, y espero que más listos. ¿Es que no podemos ser amigos?

    Él había acudido a Rumanía por encargo del Papa y ahora se había enredado en una discusión emocional con una mujer a la que había amado. ¿Acaso era una nueva prueba del Señor? No podía negar lo que sentía cuando estaba tan cerca de ella. Como Katerina había dicho, una vez lo habían compartido todo. Ella había estado estupenda cuando él luchaba por averiguar cuál era su herencia, preguntándose qué había sido de su madre biológica, por qué su padre biológico lo había abandonado. Con la ayuda de Katerina había frenado a muchos de esos demonios. Pero surgían otros nuevos. Tal vez una tregua con su conciencia estuviera bien. ¿Qué daño podía hacerle?

    —Me gustaría.

    Ella llevaba un pantalón negro que se le pegaba a las delgadas piernas. Una chaqueta de espiguilla a juego y un chaleco de cuero negro le daban la imagen de la revolucionaria que él sabía que era. En sus ojos no había chispas de ensoñación: sus raíces eran firmes. Quizás demasiado. Pero en el fondo existía una emoción genuina, y él la había echado de menos.

    Sintió un cosquilleo familiar.

    Se acordó, años atrás, de cuando se retiró a los Alpes una temporada para pensar y, al igual que ese día, ella se presentó ante su puerta, confundiéndolo más.

    —¿Qué has estado haciendo en Zlatna? — quiso saber ella—. Me han dicho que ese orfanato es un lugar difícil, dirigido por un viejo sacerdote.
    —¿Has estado allí?

    Ella asintió.

    —Te seguí.

    Otra realidad preocupante, si bien Michener la pasó por alto.

    —Fui a hablar con ese sacerdote.
    —¿Me lo cuentas?

    Parecía interesada, y él necesitaba hablar de ello. Tal vez Katerina pudiera serle de ayuda. Pero había que tener en cuenta otro aspecto.

    —¿Extraoficialmente? — le preguntó.

    Su sonrisa lo confortó.

    —Pues claro, Colin. Extraoficialmente.


    19


    20:00


    Michener llevó a Katerina al café Krom. Habían estado hablando dos horas en su habitación. Él le contó una versión abreviada de lo que le ocurría los últimos meses a Clemente XV y de la razón por la cual él había acudido a Rumanía, omitiendo tan sólo que había leído la nota que Clemente había escrito a Tibor. No había nadie más, aparte del cardenal Ngovi, con quien se le pasara por la cabeza hablar de sus preocupaciones. E incluso con Ngovi sabía que lo mejor era la discreción. Las alianzas del Vaticano cambiaban como la marea: el amigo de hoy bien podía ser el enemigo de mañana. Katerina no era aliada de nadie en la Iglesia, y estaba al tanto del tercer secreto de Fátima. Ella le habló de un artículo que había escrito para una revista danesa en el año 2000, cuando Juan Pablo dio a conocer el texto. Trataba de un grupo extremista que creía que el tercer secreto era una visión apocalíptica, las complejas metáforas empleadas por la Virgen una declaración evidente de que el final se acercaba. Ella pensaba que estaban todos locos, y su artículo abordaba la demencia que dichas sectas ensalzaban. Sin embargo, después de ver la reacción de Clemente en la Riserva, Michener ya no estaba tan seguro de que fuera demencia. Esperaba que el padre Andrej Tibor pusiera fin a la confusión.

    El sacerdote aguardaba sentado a una mesa próxima a una ventana. Fuera, un resplandor ambarino iluminaba a la gente y el tráfico, y la neblina envolvía el aire nocturno. El restaurante se hallaba en el centro de la ciudad, cerca de la piatsa Revolutsiei, y, al ser viernes por la noche, estaba muy concurrido. Tibor se había cambiado de ropa, sustituyendo su negro atuendo de clérigo por unos vaqueros y un jersey de cuello alto. Se levantó cuando Michener le presentó a Katerina.

    —La señorita Lew trabaja conmigo. La he traído para que tome notas de lo que quiera que desee usted contarnos. — Antes había decidido que quería que ella escuchara lo que Tibor dijese, y pensó que una mentira era mejor que la verdad.
    —Si eso es lo que desea el secretario del Papa —repuso Tibor—, ¿quién soy yo para cuestionarlo?

    El tono del sacerdote era suave, y Michener esperaba que su anterior amargura se hubiera disipado. Tibor llamó la atención de la camarera y pidió otras dos cervezas. A continuación el anciano le pasó un sobre por la mesa.

    —Ésta es mi respuesta a la pregunta de Clemente.

    Michener no cogió el sobre.

    —Me he pasado la tarde entera meditándola —añadió Tibor—. Quería ser preciso, de modo que la he puesto por escrito.

    La camarera dejó dos jarras de cerveza oscura en la mesa. Michener dio un trago corto al espumoso brebaje, y Katerina también. Tibor ya iba por la segunda jarra.

    —Llevo mucho tiempo sin pensar en Fátima —dijo Tibor en voz queda.
    —¿Trabajó mucho tiempo en el Vaticano? — preguntó Katerina.
    —Ocho años, entre Juan XXIII y Pablo VI. Luego volví a las misiones.
    —¿Se encontraba presente cuando Juan XXIII leyó el tercer secreto? — preguntó Michener tanteando discretamente, procurando no revelar lo que sabía por la nota de Clemente.

    Tibor estuvo largo rato mirando por la ventana.

    —Sí.

    Sabía lo que Clemente le había preguntado a Tibor, de modo que se lanzó:

    —Padre, el Papa está sumamente preocupado por algo. ¿Puede ayudarme a entenderlo?
    —Comprendo su angustia.

    Michener trató de parecer indiferente.

    —¿Sabe cuál es la razón?

    El anciano meneó la cabeza.

    —Después de cuatro décadas yo mismo sigo sin entender nada. — Apartó los ojos mientras hablaba, como si no estuviese seguro de sus palabras—. La hermana Lucía era una santa; la Iglesia la trató mal.
    —¿A qué se refiere? — inquirió Katerina.
    —Roma se aseguró de que viviera enclaustrada. No olvide que en 1959 sólo Juan XXIII y ella conocían el tercer secreto. Luego el Vaticano ordenó que sólo pudiera visitarla su familia más cercana, y que ella no hablara con nadie de las apariciones.
    —Pero Lucía formó parte de la revelación cuando Juan Pablo hizo público el secreto en 2000 —intervino Michener—. Se hallaba sentada en el estrado cuando se leyó el texto al mundo en Fátima.
    —Tenía más de noventa años. Según creo, le fallaban el oído y la vista. Y no olvide que le habían prohibido hablar del tema. Ella no hizo ningún comentario. Ni uno solo.

    Michener bebió otro trago de cerveza.

    —¿Qué hay de malo en lo que Vaticano hizo con respecto a la hermana Lucía? ¿Acaso no pretendían simplemente protegerla de esos chiflados que querían importunarla con preguntas?

    Tibor cruzó los brazos delante del pecho.

    —No esperaba que lo comprendiera: usted es producto de la curia.

    A Michener le molestó la acusación, ya que él era cualquier cosa menos eso.

    —Mi pontífice no es amigo de la curia.
    —El Vaticano exige obediencia absoluta. En caso contrario, la Penitenciaría Apostólica envía una de sus cartas ordenando que uno vaya a Roma a dar cuenta de sus actos. Hemos de hacer lo que nos dicen, y la hermana Lucía era una sierva fiel: hizo lo que le dijeron. Créame, lo último que Roma habría querido era que estuviese a disposición de la prensa internacional. Juan le ordenó que guardara silencio porque no tenía otra elección, y todos los papas que vinieron después revalidaron esa orden porque no tenían otra lección.
    —Que yo recuerde, Pablo VI y Juan Pablo II la visitaron. Juan Pablo incluso le consultó antes de hacer público el tercer secreto. He hablado con obispos y cardenales que formaron parte de la revelación, y ella corroboró que el texto era suyo.
    —¿Qué texto? — preguntó Tibor.

    Una extraña pregunta.

    —¿Está diciendo que la Iglesia mintió en lo relativo al mensaje? — quiso saber Katerina.

    Tibor agarró su bebida.

    —Eso nunca lo sabremos: la buena monja, Juan XXIII y Juan Pablo II ya no se encuentran entre nosotros. Todos han muerto, excepto yo.

    Michener decidió cambiar de tema.

    —Cuéntenos lo que sabe. ¿Qué ocurrió cuando Juan XXIII leyó el secreto?

    Tibor se retrepó en la desvencijada silla de roble y pareció sopesar la pregunta. Al final, el sacerdote respondió:

    —De acuerdo. Le diré exactamente lo que ocurrió.
    —¿Sabe usted portugués? — preguntó monseñor Capovilla.

    Tibor lo miró desde su asiento. Diez meses trabajando en el Vaticano y ésa era la primera vez que alguien de la cuarta planta del Palacio Apostólico le dirigía la palabra, y encima era el secretario personal de Juan XXIII.

    —Sí, padre.
    —El Santo Padre necesita su ayuda. ¿Le importaría coger una libreta y un bolígrafo, y venir conmigo?

    Siguió al sacerdote al ascensor y subieron en silencio al cuarto piso, donde lo hicieron pasar a las dependencias del Papa. Juan XXIII estaba sentado tras un escritorio sobre el que había una cajita de madera con un sello de cera roto. El pontífice sostenía dos pliegos de papel de carta.

    —Padre Tibor, ¿sabe qué dice aquí? — le preguntó Juan.

    Tibor cogió las dos hojas y echó un vistazo a las palabras sin fijarse en su significado, sino tan sólo en si las entendía.

    —Sí, Santo Padre.

    El rotundo rostro de éste esbozó una sonrisa, la sonrisa que había electrizado a católicos del mundo entero. La prensa había dado en llamarlo Papa Juan, algo que el pontífice había aceptado. Durante mucho tiempo, mientras Pío XII yacía enfermo, la oscuridad había envuelto las ventanas del palacio papal, las cortinas echadas a modo de duelo simbólico. Ahora los postigos se hallaban abiertos de par en par, el sol italiano inundando las estancias, una señal para todo el que entrara en la plaza de San Pedro de que el cardenal veneciano abogaba por un renacimiento.

    —Si no le importa, siéntese allí, junto a la ventana, y traduzca esto al italiano —pidió Juan—. Cada hoja en una página, por separado, igual que los originales.

    Tibor se pasó casi una hora asegurándose de que sus dos traducciones eran precisas. El texto original lo había escrito una mano a todas luces femenina, y el portugués resultaba algo anticuado, como el que se utilizaba hacia finales del siglo anterior. Los idiomas» al igual que la gente y la cultura, tendían a cambiar con el tiempo, pero su formación era buena y la tarea relativamente sencilla.

    Juan no le prestó mucha atención mientras trabajaba, charlando en voz baja con su secretario. Cuando hubo terminado, le entregó su versión al Papa. Tibor estuvo atento a su reacción mientras leía el primer pliego. Nada. Luego el Papa leyó la segunda página. Se produjo un momento de silencio.

    —Esto no atañe a mi papado —comentó Juan con suavidad.

    Dadas las palabras del papel, Tibor pensó que era un extraño comentario, pero no dijo nada. Juan dobló ambas traducciones junto al correspondiente original, formando dos legajos separados. Permaneció callado unos instantes, y Tibor no se movió. Aquel pontífice, que había ocupado la silla de san Pedro hacía apenas nueve meses, ya había cambiado profundamente el mundo católico. Uno de los motivos por los que Tibor había acudido a Roma era para formar parte de lo que estaba sucediendo. El mundo estaba listo para recibir algo diferente, y al parecer Dios había provisto a sus necesidades.

    Juan unió las regordetas manos ante la boca y se meció en silencio en la silla.

    —Padre Tibor, quiero que le dé su palabra a su Papa y a su Dios de que jamás revelará lo que acaba de leer.

    Tibor comprendió la importancia de la petición.

    —Tiene mi palabra, Santo Padre.

    Juan lo miró fijamente con sus ojos pitañosos, una mirada que le atravesó el alma. Un escalofrío le recorrió la columna, y él tuvo que vencer la necesidad imperiosa de ponerse en pie.

    Fue como si el Papa le leyera el pensamiento.

    —Estate seguro —afirmó Juan casi en un susurro— de que haré cuanto pueda para cumplir los deseos de la Virgen.
    —No volví a hablar con Juan XXIII —dijo Tibor.
    —¿Y ningún otro Papa se puso en contacto con usted? — inquirió Katerina.

    Tibor negó con la cabeza.

    —Hasta el día de hoy. Le di mi palabra a Juan XXIII y la mantuve. Hasta hace tres meses.
    —¿Qué le envió al Papa?
    —¿Es que no lo sabe?
    —No con detalle.
    —Quizás Clemente no quiera que usted lo sepa.
    —En tal caso no me habría enviado.

    Tibor señaló a Katerina.

    —¿Y querría que ella también lo supiera?
    —Yo lo quiero —contestó Michener.

    Tibor le dirigió una mirada severa.

    —Me temo que no, padre. Lo que le envié es algo entre Clemente y yo.
    —Acaba de decir que Juan XXIII no volvió a hablar con usted. ¿Intentó usted comunicarse con él? — se interesó Michener.

    Tibor meneó la cabeza.

    —A los pocos días Juan convocó el Concilio Vaticano II. Me acuerdo bien. Pensé que ésa era su respuesta.
    —¿Le importaría explicarse?

    El sacerdote meneó la cabeza.

    —La verdad es que sí.

    Michener se terminó la cerveza y le entraron ganas de pedir otra, pero se contuvo. Escudriñó algunos de los rostros que lo rodeaban y se preguntó si habría alguno interesado en lo que hacía, pero desechó la idea.

    —¿Qué hay de cuando Juan Pablo II publicó el tercer secreto?

    El rostro de Tibor se tensó.

    —¿En qué sentido?

    La brusquedad del anciano le resultaba cansina.

    —El mundo ahora conoce las palabras de la Virgen.
    —Se sabe que la Iglesia rehízo la verdad.
    —¿Está sugiriendo que el Santo Padre engañó al mundo? — preguntó Michener.

    Tibor no contestó al momento.

    —No sé lo que estoy sugiriendo. La Virgen se ha aparecido numerosas veces en la Tierra. Cabría pensar que al final recibiremos el mensaje.
    —¿Qué mensaje? Me he pasado los últimos meses estudiando todas las apariciones de los últimos dos mil años. Cada una de ellas parece una experiencia única.
    —Entonces es que no las ha estudiado atentamente —espetó Tibor—. También yo me pasé años leyéndolas, y en todas ellas hay una declaración del Cielo pidiendo que hagamos lo que dice el Señor. La Virgen es el mensajero del Cielo. Ofrece consejo y sabiduría, y nosotros no la hemos escuchado. En los tiempos modernos ese error comenzó en La Salette.

    Michener sabía todos los detalles relativos a la aparición de La Salette, un pueblecito de los Alpes franceses. En 1846 dos pastores, un niño, Maxim, y una niña, Mélanie, supuestamente tuvieron una visión. El suceso fue similar en muchos aspectos al de Fátima: una escena pastoral, una luz que bajó del firmamento, la imagen de una mujer que les habló.

    —Que yo recuerde —comentó Michener—, a los dos niños les fueron revelados unos secretos que acabaron por escrito, siéndoles entregados los textos a Pío IX. Posteriormente los visionarios publicaron su propia versión: los acusaron de haber adornado el texto, y la aparición se vio teñida por el escándalo.
    —¿Está diciendo que existe una relación entre La Salette y Fátima? — preguntó Katerina. Tibor la miró irritado.
    —Yo no estoy diciendo nada. El padre Michener tiene acceso al archivo. ¿Ha establecido él alguna relación?
    —Analicé las visiones de La Salette —contestó el aludido—. Pío IX no hizo comentario alguno después de leer cada uno de los secretos, si bien nunca permitió que salieran a la luz. Y aunque los originales se hallan clasificados entre los papeles de Pío IX, los secretos ya no están en el archivo.
    —Yo busqué en 1960 los secretos de La Salette y tampoco encontré nada, pero hay algunas pistas en lo tocante a su contenido.

    Michener sabía exactamente a qué se refería el sacerdote.

    —Leí los testimonios de gente que había visto a Mélanie escribir los mensajes. Preguntó cómo se escribía «infaliblemente», «mancillado» y «Anticristo», si mal no recuerdo.

    Tibor asintió.

    —El propio Pío IX facilitó algunas pistas. Después de leer el mensaje de Maxim, dijo: «Ésta es la franqueza y la sencillez de un niño.» Pero tras leer el de Mélanie, pegó un grito y observó: «Temo menos la impiedad manifiesta que la indiferencia. No en vano a la Iglesia se la llama militante, y aquí tenéis a su capitana.»
    —Tiene buena memoria —aprobó Tibor—. Mélanie no se mostró muy amable cuando supo cuál había sido la reacción del Papa: «Este secreto debería proporcionar placer al Papa», aseguró, «a un Papa debería gustarle sufrir».

    Michener recordó decretos que la Iglesia promulgó por aquel entonces en los que se ordenaba a los fieles que se abstuvieran por completo de hablar de La Salette so pena de sanciones.

    —Padre Tibor, a La Salette nunca se le dio el crédito que se le dio a Fátima.
    —Porque los textos originales de los mensajes de los visionarios han desaparecido. Lo único que tenemos son especulaciones, y el tema no ha sido objeto de discusión porque la Iglesia lo prohibió. Justo después de la aparición, Maxim aseguró que lo que la Virgen les había anunciado sería positivo para unos y negativo para otros. Lucía pronunció esas mismas palabras varios años después en Fátima: «Bueno para unos y malo para otros.» —El sacerdote apuró la jarra. Parecía disfrutar del alcohol—. Maxim y Lucía tenían razón. Bueno para unos, malo para otros. Es hora de que se escuchen las palabras de la Virgen.
    —¿A qué se refiere? — inquirió Michener frustrado.
    —En Fátima quedó bien claro cuáles eran los deseos del cielo. No he leído el secreto de La Salette, pero me imagino perfectamente lo que dice.

    Michener estaba harto de acertijos, pero decidió dejar que el viejo sacerdote dijera lo que pensaba.

    —Estoy al corriente de lo que la Virgen dijo en Fátima en el segundo secreto, sobre la consagración de Rusia y lo que ocurriría si no se llevaba a cabo. Estoy de acuerdo en que es una orden concreta…
    —Y sin embargo ningún Papa se encargó de llevar a cabo dicha consagración hasta Juan Pablo II —lo interrumpió Tibor—. Todos los obispos del mundo, conjuntamente con Roma, se negaron hasta 1984. Y mire lo que sucedió de 1917 a 1984: el comunismo prosperó, murieron millones de personas y Rumanía fue destruida y saqueada por unos monstruos. ¿Qué dijo la Virgen? «Los buenos serán martirizados, el Santo Padre experimentará un hondo sufrimiento, algunas naciones serán aniquiladas.» Y todo porque los Papas decidieron seguir su propio camino en lugar del que dictaba el Cielo. — La ira era visible, y no trataba de ocultarla—. No obstante, a los seis años el comunismo cayó. — Tibor se masajeó la frente—. Roma jamás ha reconocido oficialmente una aparición mariana. Lo único que hará, como mucho, será calificar el suceso como «merecedor de crédito». La Iglesia se niega a aceptar que los visionarios tengan algo importante que decir.
    —Eso no es más que prudencia —adujo Michener.
    —¿Cómo es posible? La Iglesia reconoce que la Virgen se apareció, alienta a los fieles a creer en el suceso y luego pone en duda lo que dicen los visionarios. ¿Es que no ve la contradicción?

    Michener no respondió.

    —Párese a pensarlo —añadió Tibor—. Desde 1870 y el Concilio Vaticano I el Papa se considera infalible en materia de doctrina. ¿Qué cree que sería de ese concepto si se atribuyera más importancia a las palabras de un simple pastor?

    Michener nunca había visto la cuestión de ese modo.

    —La autoridad de la Iglesia terminaría —afirmó Tibor—. Los fieles acudirían a otro lugar en busca de consejo, y Roma dejaría de ser el centro, Y eso es algo que no se puede permitir. Pase lo que pase, la curia debe sobrevivir. Siempre ha sido así.
    —Pero, padre Tibor —terció Katerina—, los secretos de Fátima son precisos respecto a lugares, fechas y horas. Hablan de Rusia y de los Papas por su nombre. Hablan de asesinatos de pontífices. ¿Acaso la Iglesia no está siendo únicamente precavida? Esos presuntos secretos difieren tanto de los Evangelios que cada uno de ellos podría considerarse sospechoso.
    —Buena observación. Los humanos tendemos a pasar por alto aquello con lo que no estamos de acuerdo. Pero tal vez el Cielo pensara que hacían falta instrucciones más específicas. Esos detalles de los que usted habla.

    Michener veía la inquietud en el rostro de Tibor y el nerviosismo en unas manos que se aferraban a la jarra de cerveza vacía. Reinaron unos instantes de tenso silencio y después el anciano se inclinó hacia delante y señaló el sobre.

    —Dígale al Santo Padre que haga lo que dijo la Virgen. Que no lo discuta ni lo ignore, que simplemente haga lo que Ella dijo. — Su voz era apagada y carente de emoción—. En caso contrario, dígale que él y yo pronto iremos al Cielo, y que espero que él cargue con toda la culpa.


    20


    22:00


    Michener y Katerina se bajaron del vagón del metro y salieron de la estación a la noche glacial. Ante ellos apareció el antiguo palacio real rumano, la malparada fachada de piedra envuelta en un resplandor amarillento. La piatsa Revolutsiei se abría en abanico en todas direcciones, los húmedos adoquines moteados de gente arrebujada en pesados abrigos de lana. Por las calles adyacentes el tráfico circulaba con lentitud, y el frío aire dejaba en la garganta un regusto a carbón.

    Observó a Katerina mientras ella escudriñaba la plaza. Sus ojos se posaron en la vieja sede central comunista, un monolito estalinista, y la vio detenerse ante el balcón del edificio.

    —Ahí fue donde Ceausescu pronunció su discurso esa noche. — Señaló—. Yo andaba por allí. Fue estupendo. Ese imbécil pedante estaba ahí mismo, bajo las luces, declarando que era amado por todos. — El edificio permanecía a oscuras, al parecer ya no era lo bastante importante para ser iluminado—. Las cámaras de televisión retransmitieron el discurso por todo el país. Estaba tan orgulloso de sí mismo… hasta que todos empezamos a gritar: «Timisoara, Timisoara.»

    El había oído hablar de Timisoara, una población al oeste de Rumanía donde un sacerdote en solitario finalmente denunció a Ceausescu. Cuando la Iglesia Ortodoxa Reformada, que se hallaba bajo el control del gobierno, lo echó, hubo disturbios en todo el país. A los seis días la violencia estalló en la plaza que tenía delante.

    —Tendrías que haber visto la cara de Ceausescu, Colin. Fue su indecisión, el susto momentáneo, lo que nos alentó a pasar a la acción. Atravesamos las barreras policiales y… ya no hubo vuelta atrás. — Bajó la voz—. Al final llegaron los tanques, luego las mangueras, después las balas. Esa noche perdí a muchos amigos.

    Michener tenía las manos en los bolsillos del abrigo, viendo cómo su aliento se evaporaba ante sus ojos, dejándola recordar, a sabiendas de que estaba orgullosa de lo que había hecho. También él lo estaba.

    —Me alegro de que hayas vuelto —le dijo.

    Ella se giró hacia él. Un puñado de parejas paseaban por la plaza, abrazadas.

    —Te he echado de menos, Colin.

    Éste había leído una vez que en la vida de cada uno siempre había alguien que tocaba una fibra tan profunda, tan preciosa, que, en momentos de necesidad, la mente volvía a ese lugar tan preciado buscando consuelo en unos recuerdos que nunca parecían decepcionantes: eso era Katerina para él. Y le preocupaba la razón por la cual la Iglesia o su Dios eran incapaces de proporcionarle la misma satisfacción.

    Ella se acercó más.

    —Eso que dijo el padre Tibor sobre que había que hacer lo que dijo la Virgen, ¿qué significaba?
    —Ojalá lo supiera.
    —Podrías saberlo.

    Sabía a qué se refería, y se sacó del bolsillo el sobre que contenía la respuesta del padre Tibor.

    —No puedo abrirlo, ya lo sabes.
    —¿Por qué no? Encontraremos otro sobre. Clemente no se enteraría.

    Ya había sucumbido a la doblez demasiado al leer la primera nota de Clemente.

    —Me enteraría yo, —Sabía lo falsa que sonaba su negación, pero volvió a meterse el sobre en el bolsillo.
    —Clemente ha moldeado a un sirviente fiel —comentó Katerina—. Ese mérito hay que reconocérselo.
    —Es mi Papa. Le debo respeto.

    Los labios y las mejillas de Katerina hicieron una mueca que ya conocía.

    —¿Piensas dedicar tu vida al servicio de los Papas? ¿Qué hay de ti, Colin Michener?

    Él se había preguntado eso mismo muchas veces durante los últimos años. ¿Qué había de él? ¿Se resumiría su vida en el capelo de cardenal? ¿Haciendo poco más que disfrutar del prestigio que concedía la púrpura? Eran hombres como el padre Tibor quienes desempeñaban la labor de los sacerdotes. Sintió de nuevo la caricia de los niños ese día y percibió el hedor de su desesperanza.

    Lo invadió un sentimiento de culpa.

    —Colin, quiero que sepas que no le diré una palabra de esto a nadie.
    —¿Incluyendo a Tom Kealy? — Lamentó su forma de plantear la pregunta.
    —¿Estás celoso?
    —¿Debería estarlo?
    —Parece que tengo debilidad por los sacerdotes.
    —Ten cuidado con Tom Kealy. Me da la impresión de que es de los que salieron corriendo de esta plaza cuando empezaron los disparos. — La vio tensar la mandíbula—. No es como tú.

    Ella sonrió.

    —Yo me planté delante de un tanque junto a otro centenar de personas.
    —La idea es terrible. No me gustaría que te hirieran.

    Ella lo miró con curiosidad.

    —¿Más de lo que ya lo estoy?

    Katerina dejó a Michener en su habitación y bajó los ruidosos escalones. Le dijo que charlarían por la mañana, en el desayuno, antes de que él volviera a Roma. A él no le sorprendió saber que ella se alojaba en el piso de abajo, y Katerina no mencionó que también ella regresaría a Roma, en un vuelo posterior, sino que le contó que su próximo destino estaba en el aire.

    Empezaba a lamentar haberse enredado con el cardenal Alberto Valendrea. Lo que había comenzado como un movimiento en pro de su carrera había degenerado en el engaño de un hombre al que todavía amaba. Le preocupaba mentir a Michener. Su padre, de saber lo que su hija estaba haciendo, se sentiría avergonzado. Y esa idea también le resultaba molesta, pues ya había decepcionado a sus padres bastante en los últimos años.

    Al llegar a su cuarto, abrió la puerta y entró.

    Lo primero que vio fue el rostro sonriente del padre Paolo Ambrosi, una visión que en un primer momento la sobresaltó, si bien recuperó la compostura deprisa, ya que presentía que mostrar miedo ante ese hombre sería un error. Lo cierto es que se esperaba la visita, puesto que Valendrea había dicho que Ambrosi daría con ella. Cerró la puerta, se quitó el abrigo y se acercó a la lamparita que había junto a la cama.

    —Es mejor que no la encienda —recomendó Ambrosi.

    Ella se percató de que el padre iba vestido con unos pantalones negros y un jersey de cuello alto oscuro. Encima, un sobretodo oscuro abierto. Ninguna de esas prendas era religiosa. Katerina se encogió de hombros y tiró el abrigo en la cama.

    —¿Qué ha averiguado?

    Ella se tomó un instante y, acto seguido, le hizo un resumen del orfanato y de lo que Michener le había contado sobre Clemente, si bien se guardó algunos datos esenciales. Terminó hablándole del padre Tibor, de nuevo una versión reducida, y de la advertencia del anciano sacerdote relativa a la Virgen.

    —Debe enterarse de cuál es la respuesta de Tibor —dijo Ambrosi.
    —Colín no quiso abrir el sobre.
    —Pues arrégleselas.
    —¿Cómo espera que lo haga?
    —Suba y sedúzcalo. Léala después, mientras él duerme.
    —¿Por qué no lo hace usted? Estoy segura de que a usted le interesan los sacerdotes más que a mí.

    Ambrosi se abalanzó sobre ella, le agarró el cuello con sus dedos largos y finos y la tumbó en la cama. Las garras eran frías. Luego le puso la rodilla en el pecho y la apretó con fuerza. Era más fuerte de lo que ella suponía.

    —A diferencia del cardenal Valendrea, yo no tengo mucha paciencia para escuchar sus lindezas. Le recuerdo que estamos en Rumanía, no en Roma, y aquí la gente desaparece. Quiero que se entere de lo que escribió el padre Tibor. Averígüelo o puede que la próxima vez que nos veamos no me contenga. — La rodilla de Ambrosi se hundió más en su pecho—. La encontraré mañana, igual que la he encontrado esta noche.

    A ella le entraron ganas de escupirle a la cara, pero aquellos dedos aún aferrados a su cuello le advirtieron de que no lo hiciera.

    Ambrosi la soltó y se dirigió hacia la puerta.

    Ella se llevó las manos al cuello, respiró unas cuantas veces y se levantó de un salto de la cama.

    Ambrosi se volvió hacia ella, con una pistola en la mano.

    Ella se detuvo.

    —Es usted… un puto… mañoso.

    Él se encogió de hombros.

    —La historia nos enseña que la línea entre el bien y el mal es muy fina. Que pase una buena noche.

    Acto seguido abrió la puerta y se fue.


    21


    Ciudad del Vaticano
    23:40



    Valendrea aplastó el cigarrillo en un cenicero cuando llamaron a la puerta de su cámara. Había estado casi una hora absorto leyendo un libro. Le gustaban sobremanera las novelas americanas de suspense, pues constituían una agradable evasión de su vida de palabras prudentes y estricto protocolo. Su retirada cada noche a un mundo de misterio e intriga era algo que esperaba con impaciencia, y Ambrosi se aseguraba de que siempre tuviera una nueva aventura que leer.

    —Adelante —invitó.

    Apareció el rostro del camarero.

    —Acabo de recibir una llamada, Eminencia. El Santo Padre está en la Riserva. Usted pidió que se le informara si se daba el caso.

    Valendrea se quitó las gafas de leer y cerró el libro.

    —Eso es todo.

    El camarero se fue, y él se apresuró a ponerse una camisa de punto, unos pantalones y unas zapatillas de deporte y salió de sus dependencias hacia el ascensor privado. En la planta baja recorrió los desiertos pasillos del Palacio Apostólico. El silencio sólo se veía interrumpido por el débil gemido que emitían las cámaras del circuito cerrado de televisión al girar en sus elevados soportes y por el chirriar de las suelas de goma. No corría peligro de que alguien lo viera: de noche el palacio estaba cerrado a cal y canto.

    Entró en el archivo y pasó por alto al prefecto de noche, atravesó el laberinto de estanterías y fue directo a la verja de hierro de la Riserva. Clemente XV se hallaba en el interior del iluminado espacio, de espaldas a él, ataviado con una sotana de hilo blanco.

    Las puertas de la antigua caja fuerte se encontraban abiertas. Valendrea no se esforzó en ocultar su presencia. Había llegado el momento de la confrontación.

    —Pasa, Alberto —le dijo el Papa, aún dándole la espalda.
    —¿Cómo ha sabido que era yo?

    Clemente dio media vuelta.

    —¿Quién iba a ser?

    Se situó dentro del haz de luz, era la primera vez que entraba en la Riserva desde 1978. Por aquel entonces sólo un puñado de bombillas iluminaba el cuarto sin ventanas; ahora los tubos fluorescentes lo bañaban todo con un resplandor nacarado. En el mismo cajón, la misma caja de madera, con la tapa abierta. Restos del sello de cera que él había roto y sustituido se veían en el exterior.

    —Sé lo de tu visita aquí, con Pablo —afirmó Clemente. Acto seguido señaló la caja—: Estabas presente cuando la abrió. Dime, Alberto, ¿se quedó estupefacto? ¿Se estremeció ese viejo idiota al leer las palabras de la Virgen?

    No le iba a dar a Clemente la satisfacción de saber la verdad.

    —Pablo era más Papa de lo que usted lo será nunca.
    —Era un hombre obstinado e inflexible. Tuvo la ocasión de hacer algo, pero dejó que su orgullo y su arrogancia lo dominaran. — Clemente cogió una hoja de papel abierta que había junto a la caja—. Leyó esto y sin embargo antepuso su persona a la de Dios.
    —Murió tan sólo tres meses después. ¿Qué podía haber hecho?
    —Podía haber hecho lo que la Virgen pedía.
    —¿Hacer qué, Jakob? ¿Qué es eso tan importante? El tercer secreto de Fátima no exige otra cosa que fe y arrepentimiento. ¿Qué debería haber hecho Pablo?

    Clemente continuaba rígido.

    —Qué bien se te da mentir.

    El cardenal sintió una furia ciega que no tardó en reprimir.

    —¿Es que se ha vuelto loco?

    El pontífice se acercó a él.

    —Estoy al corriente de tu segunda visita a esta habitación.

    El otro no dijo nada.

    —Los archiveros llevan un registro pormenorizado, apuntan desde hace siglos a todo el que entra aquí. La noche del 19 de mayo de 1978 viniste con Pablo y volviste una hora después. Solo.
    —El Santo Padre me había encomendado una misión. Me mandó volver.
    —Estoy seguro de que lo hizo, teniendo en cuenta lo que contenía la caja.
    —Me envió a sellarla de nuevo y devolverla al cajón.
    —Pero antes de sellarla leíste el contenido. Y ¿quién podría culparte? Eras un sacerdote joven destinado a la casa del Papa. Tu Papa, al que venerabas, acababa de leer las palabras de una visionaria mariana, unas palabras que sin duda le afectaron.
    —Usted qué sabe.
    —Si no es que era más tonto de lo que yo pensaba. — La mirada de Clemente se agudizó—. Leíste las palabras y eliminaste parte de ellas. Como bien sabes, antes había cuatro pliegos de papel en esta caja: dos escritos por la hermana Lucía cuando dio testimonio del tercer secreto en 1944 y dos obra del padre Tibor cuando realizó la traducción en 1960. Pero después de que Pablo abriera la caja y tú la sellaras de nuevo, nadie volvió a abrirla hasta 1981, año en que Juan Pablo II leyó el tercer secreto por primera vez, cosa que hizo en presencia de varios cardenales. Su testimonio confirma que el sello de Pablo estaba intacto. Todos los que estuvieron presentes ese día también dieron fe de que en la caja sólo había dos hojas: una la de la hermana Lucía y la otra la traducción del padre Tibor. Diecinueve años después, en 2000, cuando Juan Pablo finalmente dio a conocer al mundo el texto del tercer secreto, en la caja sólo seguían esos dos papeles. ¿Cómo lo explicas, Alberto? ¿Dónde están las otras dos páginas de 1978?
    —Usted no sabe nada.
    —Por desgracia para ambos, no es así. Hay algo que tú nunca has sabido: el traductor de Juan XXIII, el padre Andrej Tibor, copió el tercer secreto, que ocupaba dos páginas, en una libreta y a continuación hizo una traducción en dos hojas. Le entregó al Papa el original, pero más tarde cayó en la cuenta de que en la libreta se había impresionado lo que había escrito. Él, al igual que yo, tenía la molesta costumbre de apretar demasiado. Cogió un lapicero, sombreó las palabras y las pasó a dos hojas de papel: en una, el texto original de la hermana Lucía; en la otra, su traducción. — Clemente sostuvo en alto el papel que tenía en la mano—. Uno de esos facsímiles es éste, me lo envió el padre Tibor hace poco.

    Valendrea se mantenía impertérrito.

    —¿Puedo verlo?

    Clemente sonrió.

    —Si lo deseas.

    El italiano agarró el pliego y una oleada de aprensión se apoderó de su estómago. Aquélla era la misma letra femenina que él recordaba, unos diez renglones en portugués que seguía sin entender.

    —El portugués era la lengua materna de la hermana Lucía —prosiguió Clemente—. He comparado el estilo, el formato y la caligrafía del facsímil del padre Tibor con la primera parte del tercer secreto, que te dignaste a dejar en la caja: son idénticos.
    —¿Existe una traducción? — inquirió, disimulando cualquier emoción.
    —Existe, y el buen padre también me mandó el facsímil. — Clemente señaló la caja—. Pero está en la caja, donde debe estar.
    —En 2000 se publicaron unas fotografías de la letra de la hermana Lucía. Puede que el padre Tibor se limitara a copiar su estilo. — Sacudió la hoja—: Esto podría ser una falsificación.
    —¿Por qué sabía que dirías eso? Podría ser, pero no lo es. Y los dos lo sabemos.
    —¿Por eso es por lo que ha estado viniendo aquí? — le preguntó Valendrea.
    —¿Qué querías que hiciera?
    —Ignorar esas palabras.

    Clemente meneó la cabeza.

    —Eso es precisamente lo que no puedo hacer. Además de esta copia, el padre Tibor me hizo llegar una sencilla pregunta. «¿Por qué miente la Iglesia?» Tú conoces la respuesta: nadie mintió, porque cuando Juan Pablo II sacó a la luz el texto del tercer secreto, nadie, aparte del padre Tibor y tú mismo, sabía que ése no era todo el mensaje.

    Valendrea retrocedió, se metió una mano en el bolsillo y sacó un encendedor en el que había reparado al bajar. Prendió el papel y arrojó al suelo la hoja en llamas.

    Clemente no trató de impedírselo.

    Valendrea pisoteó las cenizas ennegrecidas como si acabara de luchar contra el Diablo y, acto seguido, sus ojos se centraron en Clemente.

    —Déme la traducción de ese maldito cura.
    —No, Alberto. Se quedará en la caja.

    Su primer pensamiento fue apartar de un empujón al anciano y hacer lo que había que hacer, pero el prefecto de noche apareció en la puerta de la Riserva.

    —Cierre con llave esta caja —le dijo Clemente, y el otro se adelantó para cumplir la orden.

    El Papa agarró a Valendrea del brazo y lo sacó de la Riserva. Éste quería desasirse, pero la presencia del prefecto exigía que se mostrase respetuoso. Fuera, entre las estanterías, lejos del prefecto, se zafó de la garra de Clemente.

    —Quería que supieras lo que te espera —comentó el pontífice.

    Pero a Valendrea le preocupaba otra cosa:

    —¿Por qué no ha impedido que quemara el papel?
    —Era perfecto, ¿no, Alberto? Eliminar esas dos páginas de la Riserva. Nadie se enteraría. Pablo vivía sus últimos días, pronto ocuparía la cripta. A la hermana Lucía le habían prohibido hablar con nadie y luego murió. Nadie más sabía lo que había en esa caja, salvo tal vez un traductor búlgaro desconocido. Pero en 1978 habían pasado tantos años que el traductor dejó de preocuparte. Sólo tú sabías de la existencia de esas dos páginas. Y aunque alguien se percatara, las cosas tienden a desaparecer del archivo. Si el traductor aparecía, sin las páginas no existía ninguna prueba. Sólo palabras, rumores.

    Valendrea no tenía intención de responder a lo que acababa de escuchar. Prefirió insistir:

    —¿Por qué no impidió que quemara el papel?

    El Papa vaciló un instante antes de contestar:

    —Ya lo verás, Alberto.

    Y Clemente se alejó arrastrando los pies cuando el prefecto cerró de golpe la puerta de la Riserva.


    22


    bucarest
    Sábado, 11 de noviembre
    6:00



    Katerina durmió mal. Le dolía el cuello debido al ataque de Ambrosi, y estaba furiosa con Valendrea. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue mandar a la mierda al secretario de Estado y contarle a Michener la verdad, pero sabía que de ese modo echaría por tierra la paz que habían firmado la noche anterior. Michener jamás creería que el principal motivo por el que se había aliado con Valendrea era volver a estar cerca de él. Lo único que vería sería su traición.

    Tom Kealy no se había equivocado con Valendrea: «Es un cabrón ambicioso.» Más de lo que Kealy sabía, pensó ella, mirando de nuevo al techo de la habitación a oscuras y frotándose los doloridos músculos. Kealy también tenía razón en otra cosa. Una vez le dijo que había dos clases de cardenales: los que querían ser Papa y los que de verdad querían ser Papa. Ahora ella añadía una tercera: los que codiciaban ser Papa.

    Como Alberto Valendrea.

    Se odiaba a sí misma. Había una inocencia en Michener que ella había quebrantado. Él no podía evitar ser quien era ni creer lo que creía. Quizás fuera eso precisamente lo que le atrajo de él. Una lástima que la Iglesia no permitiera que sus clérigos fuesen felices. Una lástima que nada fuera a cambiar. Maldita fuera la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y maldito Alberto Valendrea. Había dormido con la ropa puesta, y llevaba las últimas dos horas aguardando. Los crujidos de la madera del piso de arriba la pusieron sobre aviso. Sus ojos siguieron el sonido que hacía Colin Michener al andar por la habitación. Oyó correr el agua en el lavabo y esperó lo inevitable. Al poco, los pasos se dirigieron al pasillo, y Katerina oyó abrir y cerrar la puerta.

    Se levantó, salió del cuarto y fue directa a la escalera justo cuando la puerta del baño del pasillo se cerraba. Subió las escaleras con sigilo y titubeó al llegar arriba. Esperó a oír el agua de la ducha y avanzó por una raída alfombra que cubría el desnivelado suelo de dura madera hasta llegar a la habitación de Michener, cruzando los dedos para que siguiera teniendo la costumbre de no cerrar nada con llave.

    La puerta se abrió.

    Ella entró y sus ojos localizaron la bolsa de viaje. La ropa de la noche anterior y la chaqueta también estaban allí. Rebuscó en los bolsillos y encontró el sobre del padre Tibor. Katerina recordó que Michener no tardaba mucho en ducharse y rasgó el sobre.

    Santo padre:

    He mantenido el juramento que me obligó a prestar Juan XXIII por amor a nuestro Señor, pero hace unos meses un hecho me hizo reconsiderar dicha obligación. Uno de los niños del orfanato murió, y cuando su vida tocaba a su fin, mientras gritaba de dolor, me preguntó por el Cielo y quiso saber si Dios lo perdonaría. No fui capaz de imaginar qué le tendría que ser perdonado a ese inocente, pero le dije que el Señor se lo perdonaría todo. Me pidió que se lo explicara, pero la muerte se mostró impaciente, y él falleció antes de que yo pudiera darle una aclaración. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que también yo había de pedir perdón. Santo Padre, el juramento que le hice a mi Papa era importante para mí. Lo he mantenido más de cuarenta años, pero no hay que desafiar al Cielo. No cabe duda de que yo no soy quién para decirle a usted, el Vicario de Cristo, lo que hay que hacer. Eso es algo que sólo le pueden indicar su bendita conciencia y la mano de nuestro Señor y Salvador. Pero debo preguntar: ¿cuánta intolerancia permitirá el Cielo? No pretendo resultar irrespetuoso, pero es usted quien solicitó mi opinión, la cual le ofrezco humildemente.

    Katerina releyó el mensaje. El padre Tibor era tan críptico sobre el papel como lo había sido en persona la noche anterior, aportando únicamente más acertijos.

    Dobló de nuevo la nota y la introdujo en un sobre blanco que había encontrado entre sus cosas. Era algo mayor que el original, pero esperaba que no lo bastante distinto como para levantar sospechas.

    Metió el sobre en la chaqueta y salió del cuarto.

    Al pasar por delante de la puerta del baño, el agua de la ducha cesó. Imaginó a Michener secándose, ajeno a su última traición. Vaciló un instante y bajó las escaleras sin mirar atrás, sintiéndose aún peor consigo misma.


    23

    Ciudad del Vaticano
    7:15



    Valendrea apartó el desayuno. No tenía apetito. Había dormido poco. El sueño que había tenido era tan real que seguía sin poder quitárselo de la cabeza.

    Se vio en su propia entronización, entrando en la basílica de San Pedro encaramado a la regia sedia gestatoria. Ocho monseñores sostenían en alto un palio de seda que cubría la antigua silla de oro. Lo rodeaba la corte papal, todo el mundo vestido con majestuosa elegancia. Unos abanicos de plumas de avestruz lo flanqueaban por tres lados, resaltando su elevada posición como representante de Cristo en la Tierra, y un coro cantaba mientras un millón de personas lo aclamaba y millones más lo veían por televisión.

    Lo curioso del caso es que estaba desnudo.

    Sin vestiduras, sin nada. Completamente desnudo sin que nadie pareciera darse cuenta, aunque él era plenamente consciente. Experimentó una extraña incomodidad mientras saludaba sin cesar a la multitud. ¿Por qué nadie lo veía? Quería taparse, pero el miedo lo mantenía pegado a la silla. Si se ponía en pie, era posible que la gente se percatara. ¿Se reiría? ¿Lo ridiculizaría? Entonces distinguió a un rostro entre los millones que lo rodeaban.

    El de Jakob Volkner.

    El alemán lucía todos los atributos papales. Llevaba las vestiduras, la mitra, el palio: todo lo que Valendrea debía llevar. Por encima de los vítores, la música y el coro, oyó cada una de las palabras que pronunció Volkner, con tanta claridad como si se hallaran uno al lado del otro.

    —Me alegro de que seas tú, Alberto.
    —¿A qué se refiere?
    —Ya lo verás.

    Se despertó empapado en un sudor frío y al cabo volvió a dormirse, pero el sueño volvió. Al final alivió la tensión con una ducha caliente. Se cortó dos veces al afeitarse y estuvo a punto de resbalar en el baño. Sentir desconcierto resultaba preocupante: no estaba acostumbrado al nerviosismo.

    —Quería que supieras lo que te espera, Alberto.

    El maldito alemán se había mostrado tan engreído la otra noche.

    Y ahora lo comprendía.

    Jakob Volkner sabía exactamente lo que había ocurrido en 1978.

    Valendrea volvió a entrar en la Riserva. Pablo lo había obligado a regresar, de manera que al archivero le había sido ordenado explícitamente que abriera la caja fuerte y lo dejara a solas.

    Echó mano del cajón y sacó la caja de madera. Llevaba consigo cera, un encendedor y el sello de Pablo VI. Igual que el sello de Juan XXIII estuvo estampado en el exterior en su día, ahora el de Pablo daría a entender que la caja no debía abrirse, salvo por orden del Papa.

    Levantó la tapa y se aseguró de que en su interior seguían los dos legajos, cuatro hojas dobladas en total. Aún podía ver la cara de Pablo mientras leía el primer papel: estaba sorprendido, una emoción que rara vez se veía en el rostro de Pablo VI. Pero también hubo algo más, durante un instante tan sólo, si bien Valendrea lo vio con claridad.

    Miedo.

    Clavó la vista en la caja. Los dos legajos que contenían el tercer secreto de Fátima continuaban en su sitio. Sabía que no debía hacerlo, pero nadie se enteraría. De modo que sacó el montón de encima, el que provocaría reacciones.

    Lo desdobló, dejó a un lado el original en portugués, y, a continuación, leyó la traducción al italiano. Sólo tardó un instante en comprender: sabía lo que había que hacer. Tal vez fuera ésa la razón por la cual Pablo lo había enviado. Quizás el anciano comprendiera que él leería las palabras y después haría lo que el Papa no podía hacer.

    Ocultó la traducción en la sotana, a la cual se unió un segundo después el texto original de la hermana Lucía. Luego abrió el otro legajo y lo leyó.

    Nada trascendente.

    Así que reorganizó esas dos páginas, las metió en la caja y selló ésta.

    Valendrea se levantó de la mesa y cerró con llave las puertas de sus dependencias. Acto seguido fue a su dormitorio y sacó un cofrecillo de bronce de un armario. Su padre le había regalado la caja por su decimoséptimo cumpleaños, y desde entonces guardaba en ella todos sus tesoros, entre ellos unas fotos de sus padres, escrituras de propiedades, títulos de acciones, su primer misal y un rosario de Juan Pablo II.

    Metió la mano bajo las vestiduras y encontró la llave que llevaba colgando del cuello. Abrió la caja y rebuscó. Las dos hojas de papel dobladas que sacara de la Riserva aquella noche de 1978 seguían allí: una en portugués, la otra en italiano. La mitad del tercer secreto de Fátima.

    Cogió ambos papeles.

    No fue capaz de leer las palabras de nuevo, con una vez bastaba. Así que entró en el cuarto de baño, los rompió en pedazos diminutos y los arrojó al retrete.

    Tiró de la cadena.

    Fuera.

    Por fin.

    Tenía que volver a la Riserva para destruir el último facsímil de Tibor. Pero esa visita tendría que esperar a que muriera Clemente. También necesitaba hablar con el padre Ambrosi. Había intentado llamarlo vía satélite hacía una hora sin éxito. Ahora levantó el auricular de la encimera del baño y volvió a marcar el número.

    Ambrosi lo cogió.

    —¿Qué ha pasado? — le preguntó a su asistente.
    —Hablé con nuestro ángel la otra noche. No ha averiguado gran cosa. Hoy lo hará mejor.
    —Olvídalo. Lo que teníamos pensado en un principio es irrelevante. Necesito otra cosa.

    Tenía que ser cuidadoso con lo que decía, ya que en un teléfono vía satélite podía haber escuchas.

    —Presta atención —le dijo.


    24


    Bucarest
    6:45



    Michener terminó de vestirse y metió el neceser y la ropa sucia en la bolsa de viaje. Una parte de él quería volver a Zlatna a pasar más tiempo con los niños. El invierno se aproximaba, y el padre Tibor le había contado la noche previa la batalla que suponía el mero hecho de mantener las calderas en funcionamiento. El año anterior se habían pasado dos meses con las tuberías congeladas, utilizando estufas provisionales para quemar la madera que lograban arrebatarle al bosque. Este invierno Tibor creía que estarían bien gracias a los trabajadores de las organizaciones de ayuda que habían estado todo el verano reparando la anticuada caldera.

    Tibor había dicho que su mayor deseo era que transcurrieran otros tres meses sin perder más niños. El año anterior habían muerto tres, que se hallaban enterrados en un cementerio que había al otro lado de la tapia. Michener se preguntó cuál sería la finalidad de tanto sufrimiento. Él había tenido suerte: el objetivo de los centros irlandeses era encontrarles un hogar a los niños, si bien la otra cara de la moneda era que a las madres se las separaba para siempre de sus hijos. Él se había imaginado muchas veces al burócrata del Vaticano que había aprobado un plan tan absurdo sin pararse a considerar una sola vez el dolor. Qué maquinaria política tan exasperante, la Iglesia católica. Sus engranajes llevaban dos mil años girando sin parar, impasible ante la reforma protestante, los infieles, un cisma que la desgarró o el saqueo de Napoleón. Por qué pues, reflexionó, temía la Iglesia lo que pudiera decir una niña de Fátima. ¿Qué importancia tenía?

    Sin embargo, parecía tenerla.

    Se echó al hombro la bolsa y bajó las escaleras para ir a la habitación de Katerina. Habían acordado desayunar juntos antes de que él se marchara al aeropuerto. En el marco de la puerta había una nota. La sacó.

    Colin:
    He pensado que era mejor que no nos viéramos esta mañana. Quería que nos fuésemos con la sensación que compartimos la otra noche: dos viejos amigos que disfrutaron de la compañía del otro. Te deseo lo mejor en Roma. Mereces que todo te salga bien.
    Con cariño,
    Kate


    Una parte de él sintió alivio: la verdad es que no había sabido qué decirle. No había modo de continuar una amistad en Roma: la menor señal de falta de decoro bastaría para dar al traste con su carrera. Sin embargo, se alegraba de que se hubiesen separado llevándose bien. Tal vez finalmente hicieran las paces. Al menos eso esperaba.

    Rompió el papel en pedazos y fue hasta el final del pasillo, donde los arrojó al retrete y tiró de la cadena. Qué extraño que eso fuera preciso. Pero no podía quedar resto alguno del mensaje, nada que pudiera relacionarlos. Todo había de ser saneado.

    ¿Por qué?

    Estaba claro: protocolo e imagen.

    Lo que ya no estaba tan claro era la creciente rabia que le inspiraban ambos motivos.

    Michener abrió la puerta de su piso en la cuarta planta del Palacio Apostólico. Sus habitaciones se hallaban cerca de las del Papa, donde siempre habían vivido los secretarios del pontífice. Cuando se mudó a ellas, hacía tres años, pensó tontamente que tal vez lo guiara de algún modo el espíritu de sus antiguos ocupantes. Sin embargo con el tiempo había llegado a aprender que no había forma de encontrar a esas almas, y que cualquier consejo que pudiera necesitar tendría que hallarlo en sí mismo.

    Había tomado un taxi desde el aeropuerto de Roma en lugar de llamar a su despacho para que le enviaran un coche, siguiendo las órdenes de Clemente de que el viaje pasara inadvertido. Entró en el Vaticano por la plaza de San Pedro, vestido de manera informal, como uno de los muchos miles de turistas.

    El sábado no era un día ajetreado para la curia. La mayoría de los empleados se iba y los despachos, a excepción de unos cuantos en la secretaría de Estado, permanecían cerrados. Se pasó por la oficina y se enteró de que Clemente se había ido a Castelgandolfo y no volvería hasta el lunes. La villa se encontraba a unos treinta kilómetros al sur de Roma y era refugio de los Papas desde hacía cuatrocientos años. Los pontífices modernos aprovechaban su ambiente relajado para evitar los agobiantes veranos de Roma y para escapar los fines de semana, utilizando helicópteros para desplazarse.

    Michener sabía que a Clemente le encantaba la villa, pero lo que le preocupaba era que el viaje no formaba parte del itinerario del Papa. Uno de sus asistentes le dio por toda explicación que el Papa había dicho que le gustaría pasar un par de días en el campo, así que habían reorganizado todos los compromisos. Algunos habían solicitado en la oficina de prensa información relativa a la salud del pontífice, lo cual no era extraño cuando se modificaba el programa, pero no habían tardado en hacer la declaración habitual: «El Santo Padre goza de una salud excelente, y le deseamos larga vida.»

    Con todo, Michener estaba inquieto, así que llamó por teléfono al asistente que había acompañado al pontífice.

    —¿Qué está haciendo ahí? — inquirió Michener.
    —Sólo quería ver el lago y dar un paseo por los jardines.
    —¿Ha preguntado por mí?
    —No.
    —Dígale que he vuelto.

    Una hora después sonó el teléfono en el piso de Michener.

    —El Santo Padre desea verlo. Ha dicho que sería agradable ir al sur en coche por la campiña. ¿Sabe a qué se refiere?

    Michener sonrió y consultó el reloj: las tres y veinte de la tarde.

    —Dígale que estaré ahí antes de que anochezca.

    Al parecer Clemente no quería que usara el helicóptero, aunque la guardia suiza prefería el transporte aéreo. De manera que llamó al parque móvil y solicitó que le prepararan un vehículo.

    El recorrido hacia el sureste, a través de olivares, bordeaba las colinas albanas. El complejo papal de Castelgandolfo comprendía la villa Barberini, la villa Cybo y un exquisito jardín, todos ellos enclavados a la orilla del lago Albano. El refugio carecía del bullicio incesante de Roma: era un lugar para la soledad dentro del continuo ajetreo de los asuntos eclesiásticos.

    Encontró a Clemente en la terraza. Michener volvía a desempeñar su papel de secretario del Papa, con su alzacuello y su sotana negra con la faja púrpura. El pontífice estaba sentado en una silla en medio del invernadero. Por las elevadas cristaleras de las paredes exteriores entraba el sol de la tarde, y el cálido aire olía a néctar.

    —Colin, tráete una silla de ésas. — El saludo vino acompañado de una sonrisa.

    Michener hizo lo que le pedía.

    —Tiene buen aspecto.

    Clemente sonrió.

    —No sabía que antes no lo tuviera.
    —Ya sabe lo que quiero decir.
    —La verdad es que me siento bien. Y te enorgullecerá saber que hoy he desayunado y almorzado. Y ahora háblame de Rumanía. Con pelos y señales.

    Explicó lo que había sucedido, omitiendo únicamente el tiempo que había pasado con Katerina. Luego le entregó a Clemente el sobre, y éste leyó la respuesta del padre Tibor.

    —¿Qué te dijo exactamente el padre Tibor? — le preguntó el Papa.

    Michener respondió y añadió:

    —Hablaba en clave, sin decir nunca gran cosa, aunque no fue muy benévolo con la Iglesia.
    —Eso lo entiendo —musitó Clemente.
    —Estaba molesto por la forma en que la Santa Sede había tratado el tercer secreto. Dio a entender que se había desoído deliberadamente el mensaje de la Virgen, y me dijo repetidas veces que hiciera lo que Ella decía. Que no lo discutiera ni lo aplazara, que simplemente lo hiciera.

    La mirada del anciano se detuvo en él.

    —Te habló de Juan XXIII, ¿no?

    Michener asintió.

    —Cuéntame.

    Lo hizo, y Clemente parecía fascinado.

    —El padre Tibor es el único que aún vive de los que estuvieron presentes aquel día —apuntó el Papa cuando su secretario hubo terminado—. ¿Qué te pareció el sacerdote?

    En su cabeza desfilaron varias imágenes del orfanato.

    —Parece sincero. Pero también se mostró obstinado. — No añadió lo que pensaba: «Como usted, Santo Padre»—. Jakob, ¿por qué no me cuenta ahora de qué va todo esto?
    —Necesito que emprendas otro viaje.
    —¿Otro?

    Clemente asintió.

    —Esta vez a Medjugorje.
    —¿A Bosnia? — preguntó Michener con incredulidad.
    —Has de hablar con uno de los visionarios.

    Medjugorje le era familiar. Según decían, el 24 de junio de 1981 dos niños habían visto a una hermosa mujer que sostenía a un niño en lo alto de un monte del suroeste de Yugoslavia. La tarde siguiente los niños volvieron con cuatro amigos, y los seis vieron algo similar. Después los seis niños continuaron viendo las apariciones a diario, y cada uno de ellos recibió un mensaje. Los funcionarios comunistas de la localidad afirmaron que se trataba de un complot revolucionario e intentaron detener el espectáculo, pero la gente acudió en masa a la zona. En el plazo de unos meses se habló de curaciones milagrosas y rosarios que se convertían en oro. Las visiones siguieron incluso durante la guerra civil, al igual que las peregrinaciones. Ahora los niños ya eran mayores, el lugar se hallaba en Bosnia—Herzegovina, y todos salvo uno de los seis habían dejado de tener visiones. Igual que en Fátima, había secretos. La Virgen había confiado diez mensajes a cinco de los visionarios; el sexto sólo conocía nueve. De esos nueve secretos, todos habían salido a la luz, pero el décimo seguía siendo un misterio.

    —Santo Padre, ¿es preciso que realice ese viaje?

    No le hacía mucha gracia recorrer Bosnia, una nación desgarrada por la guerra. Las fuerzas norteamericanas y de la OTAN encargadas de mantener la paz continuaban allí tratando de mantener el orden.

    —Necesito conocer el décimo secreto de Medjugorje —contestó Clemente, su tono indicaba que la cuestión no admitía réplica—. Redacta una orden papal para los visionarios. Que te cuenten el mensaje a ti y a ningún otro. Sólo a ti.

    Le entraron ganas de decir algo, pero estaba demasiado cansado por el vuelo y el apretado programa del día anterior para enredarse en algo que sabía no conduciría a nada, de modo que se limitó a preguntar:

    —¿Cuándo, Santo Padre?

    Su viejo amigo pareció notar su fatiga.

    —Dentro de unos días. Así llamará menos la atención. Y esto también queda entre nosotros.


    25


    Bucarest, Rumanía
    21:40



    Valendrea se desabrochó el cinturón de seguridad cuando el Gulfstream descendió de un nuboso cielo nocturno y aterrizó en el aeropuerto de Otopeni. El avión era propiedad de un conglomerado de empresas italiano que tenía fuertes vínculos con los Valendrea de la Toscana, y el propio Valendrea utilizaba regularmente el aparato para hacer viajes relámpago fuera de Roma.

    El padre Ambrosi esperaba en la pista vestido de civil, un sobretodo negro cubría su delgado cuerpo.

    —Bienvenido, Eminencia —lo saludó Ambrosi.

    La noche rumana era fría, y Valendrea se alegró de llevar un grueso abrigo de lana. Al igual que Ambrosi, vestía ropa de calle. Ésa no era una visita oficial, y no quería que alguien lo reconociera. Ir era un riesgo, pero tenía que calibrar la amenaza en persona.

    —¿Qué hay de la aduana? — inquirió.
    —Hecho. Los pasaportes vaticanos tienen influencia aquí.

    Se subieron a un sedán. Ambrosi conducía mientras Valendrea iba sentado en la parte de atrás. Iban al norte, alejándose de Bucarest, hacia las montañas, por unas carreteras llenas de baches. Era la primera vez que Valendrea visitaba Rumanía. Sabía que Clemente deseaba realizar una peregrinación oficial, pero cualquier misión papal a un lugar tan conflictivo tendría que esperar hasta que él estuviera al mando.

    —Va allí todos los sábados por la tarde a rezar —le explicaba Ambrosi desde el asiento delantero—. No importa que haga frío o calor, lleva años haciéndolo.

    Valendrea asintió al oír la información. Ambrosi había obrado con la meticulosidad acostumbrada.

    Condujeron casi una hora en silencio. El terreno fue ascendiendo poco a poco hasta que se vieron salvando una pronunciada pendiente boscosa. Ambrosi aminoró la velocidad cerca de la cima, aparcó en un desigual arcén y apagó el motor.

    —Es ahí, por ese camino —dijo Ambrosi al tiempo que señalaba por la empañada ventanilla un sendero que discurría entre los árboles.

    A la luz de los faros Valendrea vio que había otro coche aparcado más adelante.

    —¿Por qué viene aquí?
    —Según me han dicho, cree que este lugar es sagrado. En la Edad Media los terratenientes de la localidad utilizaban la vieja iglesia, y cuando los turcos conquistaron la zona, quemaron en ella a los aldeanos, vivos. Es como si él sacara fuerzas del martirio.
    —Hay algo que debes saber —advirtió Valendrea a Ambrosi. Éste seguía en el asiento del conductor, la mirada aún fija en el parabrisas, inmóvil—. Estamos a punto de cruzar una línea, pero es imprescindible que lo hagamos. Hay mucho en juego. No te pediría esto si no fuera de vital importancia para la Iglesia.
    —No necesito explicaciones —contestó Ambrosi en voz queda—. Me basta que me diga que es así.
    —Tu fe es impresionante, pero eres un soldado del Señor, y un guerrero debería saber por qué lucha, así que deja que te cuente lo que sé.

    Se bajaron del coche. Ambrosi echó a andar delante bajo un cielo aterciopelado blanqueado por una luna prácticamente llena. A cincuenta metros, en el interior del bosque, surgió la sombra oscurecida de una iglesia. A medida que se acercaban Valendrea fue distinguiendo los antiguos rosetones y el campanario, las piedras ya sin atisbo de individualidad, sino fundidas, como carentes de juntas. Dentro no se veía luz alguna.

    —Padre Tibor —gritó Valendrea en inglés.

    Una figura negra apareció en la puerta.

    —¿Quién anda ahí?
    —Soy el cardenal Alberto Valendrea. He venido desde Roma para hablar con usted.

    Tibor salió de la iglesia.

    —Primero el secretario del Papa y ahora el secretario de Estado. Menuda sorpresa para un humilde sacerdote.

    Su interlocutor no fue capaz de decidir si el tono era sarcástico o respetuoso. Le ofreció el dorso de la mano, y Tibor se arrodilló ante él y besó el anillo que llevaba desde el día en que Juan Pablo II lo invistiera con la dignidad de cardenal. Apreció la sumisión del sacerdote.

    —Por favor, padre, levántese. Tenemos que hablar.

    Tibor se puso en pie.

    —¿Ya ha llegado mi mensaje a manos de Clemente?
    —Así es, y el Papa se lo agradece. Pero me han enviado a averiguar más.
    —Eminencia, me temo que no puedo decir más de lo que ya he dicho. Ya es bastante grave que haya roto el juramento de silencio que le hice a Juan XXIII.

    A Valendrea le gustó oír aquello.

    —Entonces ¿nunca ha hablado de esto con nadie? ¿Ni siquiera con un confesor?
    —Así es, Eminencia. No le he dicho lo que sabía a nadie salvo a Clemente.
    —¿Acaso no estuvo aquí ayer el secretario del Papa?
    —Sí, pero sólo le insinué la verdad. No sabe nada. Supongo que ha visto usted la respuesta que le di por escrito, ¿no?
    —La he visto —mintió Valendrea.
    —En ese caso sabrá que tampoco allí he dicho gran cosa.
    —¿Qué le movió a hacer una copia del mensaje de la hermana Lucía?
    —Eso es difícil de explicar. Ese día, después de hacer lo que me pidió Juan, vi la impresión en la libreta. Recé en busca de consejo y algo me dijo que sombreara la página y revelara las palabras.
    —¿Por qué las ha conservado todos estos años?
    —También yo me he hecho esa pregunta. No sé por qué, tan sólo sé que lo hice.
    —Y ¿por qué decidió finalmente ponerse en contacto con el pontífice?
    —Lo que ha sucedido con respecto al tercer secreto no está bien. La Iglesia no ha sido honrada con sus fieles. Algo en mi interior me impelió a hablar, una necesidad que no pude desoír.

    Valendrea captó la mirada de Ambrosi durante un instante y percibió una leve inclinación de su cabeza hacia la derecha. Por ahí.

    —Vayamos a dar un paseo, padre —invitó el cardenal al tiempo que cogía a Tibor del brazo—. Dígame, ¿por qué viene a este sitio?
    —A decir verdad me preguntaba cómo había dado conmigo, Eminencia.
    —Su devoción por los rezos es de sobra conocida. Mi asistente no tuvo más que preguntar y la gente le habló de su ritual de cada semana.
    —Éste es un lugar sagrado. Los católicos llevan quinientos años rindiendo culto aquí, y me resulta reconfortante. — Tibor hizo una pausa—. También vengo por la Virgen.

    Iban por un estrecho sendero, con Ambrosi a la cabeza.

    —Explíquese, padre.
    —La Virgen les dijo a los niños de Fátima que debía celebrarse una comunión reparadora el primer sábado de cada mes. Vengo aquí todas las semanas a ofrecer mi reparación personal.
    —¿Por qué reza?
    —Por que el mundo disfrute de la paz que predijo Nuestra Señora.
    —Yo también rezo por lo mismo, igual que el Santo Padre.

    La senda terminaba al borde de un precipicio. Ante ellos se extendía un panorama de montañas y tupido bosque, todo envuelto en un tenue resplandor gris azulado. Eran pocas las luces que moteaban el paisaje, aunque algunas hogueras ardían a lo lejos. Al sur se distinguía en el horizonte la brillante aureola que despedía Bucarest, a unos sesenta kilómetros de distancia.

    —Qué magnificencia —observó Valendrea—. Una vista extraordinaria.
    —Vengo aquí muchas veces después de rezar —contó Tibor.
    —Lo cual lo ayudará a soportar el dolor que le producirá el orfanato —comentó Valendrea en voz baja.

    Tibor asintió.

    —Aquí siento una enorme paz.
    —Así seguirá siendo.

    A continuación le hizo un gesto a Ambrosi, que sacó una enorme navaja. El brazo de Ambrosi se alzó por detrás y rajó la garganta del padre Tibor. Los ojos del sacerdote se salieron de sus órbitas. Ambrosi dejó caer el arma, agarró a Tibor desde atrás y lo tiró por el despeñadero.

    El cuerpo del clérigo se disolvió en la negrura.

    Un segundo después se oyó un impacto, y otro, y luego silencio.

    Valendrea permanecía inmóvil junto a Ambrosi. Su mirada seguía clavada en el barranco.

    —¿Hay rocas? — preguntó con tranquilidad.
    —Muchas, y también un torrente de aguas rápidas. Tardarán unos días en encontrar el cadáver.
    —¿Fue duro matarlo? — Quería saberlo de verdad.
    —Había que hacerlo.

    Miró a su querido amigo en la oscuridad, levantó la mano y le dibujó una cruz en la frente, los labios y el corazón.

    —Yo te perdono, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

    Ambrosi bajó la cabeza en señal de agradecimiento.

    —Todos los movimientos católicos han de tener mártires. Y acabamos de ver al último mártir de la Iglesia. — Se arrodilló en el suelo—. Únete a mí en la oración por el alma del padre Tibor.


    26


    Castelgandolfo
    Domingo, 12 de noviembre
    12:00



    Michener iba detrás de Clemente en el papamóvil cuando el vehículo salía de las tierras de la villa y se dirigía a la ciudad. Aquel coche especialmente diseñado era una furgoneta Mercedes—Benz modificada que permitía a dos personas ponerse de pie dentro de un habitáculo transparente a prueba de balas. El vehículo siempre se utilizaba cuando el Papa se desplazaba entre una gran multitud.

    Clemente había accedido a realizar una visita dominical. Tan sólo unas tres mil personas vivían en el pueblo que lindaba con el recinto pontifical, pero sentían verdadera devoción por el Papa, y esas visitas eran la forma que tenía éste de darles las gracias.

    Después de la conversación que habían mantenido la tarde del día anterior, Michener no había vuelto a ver al Papa hasta esa mañana. Aunque le gustaba la gente por naturaleza y disfrutaba con la buena conversación, Clemente XV continuaba siendo Jakob Volkner, un hombre solitario que valoraba su intimidad, así que no era extraño que hubiese pasado el resto de la tarde anterior solo, rezando y leyendo, y retirándose pronto.

    Hacía una hora Michener había redactado una carta en la que ordenaba a uno de los visionarios de Medjugorje que dio testimonio del presunto décimo secreto, y Clemente la había firmado. A Michener seguía sin apetecerle el viaje por Bosnia, y lo único que le cabía esperar es que fuera breve.

    Sólo tardaron unos minutos en efectuar el recorrido hasta la localidad. La plaza del pueblo estaba abarrotada, y el gentío prorrumpió en vítores al ver avanzar el coche del Papa. Clemente pareció animarse con la demostración de afecto y agitó la mano, señalando rostros que reconocía, enviando saludos especiales.

    —Está bien que amen a su Papa —afirmó Clemente, en voz queda, en alemán, su atención centrada en la multitud, asido firmemente a la barra de acero inoxidable.
    —Tampoco les da usted motivo para que sea de otro modo —repuso Michener.
    —Ése debería ser el objetivo de todo el que lleva esta sotana.

    El coche dio la vuelta a la plaza.

    —Pídele al conductor que pare —dijo el Papa.

    Michener pegó dos golpecitos en la ventana. El vehículo se detuvo y Clemente abrió la puerta de cristal. Bajó al adoquinado, y los cuatro hombres de seguridad que rodearon el coche se pusieron alerta en el acto.

    —¿Cree que esto es buena idea? — inquirió Michener.

    Clemente levantó la vista.

    —Es una idea inmejorable.

    El protocolo exigía que el Papa no saliera jamás del vehículo. Aunque esa visita había sido organizada el día anterior, avisando con poca antelación, había pasado bastante tiempo para que hubiera motivo de preocupación.

    Clemente se acercó a la muchedumbre con los brazos extendidos. Los niños acogieron sus ajadas manos, y él los atrajo hacia sí en un abrazo. Michener sabía que una de las mayores decepciones en la vida de Clemente era no ser padre: los niños eran preciosos para él.

    El equipo de seguridad rodeó al pontífice, pero los vecinos fueron de ayuda al mostrarse reverentes mientras Clemente pasaba ante ellos. Muchos gritaron el tradicional «Viva, viva» que los Papas llevaban siglos escuchando.

    Michener se limitaba a observar. Clemente XV estaba haciendo lo que hacían los Papas desde hacía dos milenios. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la Tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares será desatado en los cielos.» Doscientos sesenta y siete hombres habían sido elegidos eslabones de una cadena ininterrumpida, comenzando por Pedro y terminando en Clemente XV. Ante sí tenía un perfecto ejemplo del pastor entre el rebaño.

    Se le pasó por la cabeza parte del tercer secreto de Fátima.

    «El Santo Padre atravesó una gran ciudad medio en ruinas, un tanto tembloroso y con paso titubeante, afligido de dolor y pesar. Rezó por las almas de los cuerpos que se fue encontrando por el camino. Una vez coronada la cima de la montaña, de rodillas a los pies de la gran cruz, un grupo de soldados le disparó balas y flechas, y lo mató.»

    Tal vez esa declaración de peligro explicara por qué Juan XXIII y sus sucesores decidieron acallar el mensaje. Sin embargo, en última instancia un asesino pagado por los rusos había intentado matar a Juan Pablo II en 1981. Poco después, mientras se restablecía, Juan Pablo había leído por vez primera el tercer secreto de Fátima. Entonces ¿por qué había esperado diecinueve años para dar a conocer al mundo las palabras de la Virgen? Una buena pregunta, una que iría a sumarse a la creciente lista de preguntas sin respuesta. Resolvió no pensar en nada de aquello, y en su lugar se concentró en Clemente, que disfrutaba de la multitud, y todos sus temores se desvanecieron.

    Ese día nadie le haría daño a su querido amigo.

    Eran las dos de la tarde cuando volvieron a la villa. Un almuerzo ligero los aguardaba en la terraza, y Clemente le pidió a Michener que se uniera a él. Comieron en silencio, disfrutando de las flores y de una espectacular tarde de noviembre. La piscina del recinto, al otro lado de la cristalera, estaba vacía. Era uno de los escasos lujos en los que Juan Pablo II había insistido, diciéndole a la curia, cuando ésta se quejó del precio, que era mucho más barata que elegir a un nuevo pontífice.

    El almuerzo consistió en una sustanciosa sopa de carne con verdura, una de las preferidas de Clemente, y pan negro. Michener tenía debilidad por el pan, le recordaba a Katerina. Solían compartirlo cuando tomaban un café y la cena. Se preguntó dónde estaría en ese momento y por qué había sentido la necesidad de abandonar Bucarest sin despedirse. Esperaba volver a verla algún día, tal vez después de que finalizara su estancia en el Vaticano, en un lugar donde no hubiese hombres como Alberto Valendrea, donde a nadie le importara quién era él o lo que hacía. Donde quizás pudiera seguir los dictados de su corazón.

    —Háblame de ella —pidió Clemente.
    —¿Cómo ha sabido que estaba pensando en ella?
    —No ha sido muy difícil.

    Lo cierto es que le apetecía hablar del tema.

    —Es diferente. Cercana, pero difícil de definir.

    Clemente bebió un sorbo de vino de su copa.

    —No puedo evitar pensar que sería mejor sacerdote, mejor hombre, si no tuviera que reprimir mis sentimientos —repuso Michener.

    El Papa dejó el vaso en la mesa.

    —Tu confusión es comprensible. El celibato no está bien.

    Michener dejó de comer.

    —Espero que no le haya contado eso a nadie más.
    —Si no puedo ser sincero contigo, ¿con quién voy a serlo?
    —¿Cuándo llegó a esa conclusión?
    —El Concilio de Trento se celebró hace mucho, y sin embargo aquí nos tienes, en el siglo veintiuno y aferrándonos a una doctrina del siglo dieciséis.
    —Es la naturaleza católica.
    —El Concilio de Trento se convocó para tratar de la Reforma protestante. Perdimos esa batalla, Colin. Los protestantes se han convertido en un problema permanente.

    Entendió lo que estaba diciendo Clemente. El Concilio de Trento había determinado que el celibato era necesario por el bien del Evangelio, pero admitía que su origen no era divino, lo cual significaba que podía cambiarse si la Iglesia lo deseaba. Los únicos concilios que se habían celebrado después del de Trento, el Vaticano I y el Vaticano II, habían rehusado hacer nada, y ahora el sumo pontífice, el único hombre que podía hacer algo, se cuestionaba lo acertado de la actitud de sus predecesores.

    —¿Qué está diciendo, Jakob?
    —No estoy diciendo nada, tan sólo hablo con un viejo amigo. ¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?
    —Personalmente estoy de acuerdo, pero creo que la curia adoptaría un punto de vista distinto.

    Clemente se inclinó hacia delante al apartar el cuenco de sopa vacío.

    —Y ése es el problema: la curia siempre se opondrá a todo aquello que amenace su supervivencia. ¿Sabes lo que me dijo uno de ellos hace unas semanas?

    Michener negó con la cabeza.

    —Dijo que el celibato debía mantenerse porque el coste que supondría pagar a los sacerdotes se dispararía. Nos veríamos forzados a destinar decenas de millones para hacer frente a la subida de sueldos, ya que los sacerdotes tendrían esposa e hijos que mantener, ¡imagínate! Ésa es la lógica que emplea la Iglesia.

    Michener era de la misma opinión, si bien se sintió en la obligación de contestar:

    —El mero hecho de que insinuara la necesidad de un cambio le daría a Valendrea un arma arrojadiza perfecta para utilizar con los cardenales. Podría enfrentarse a una rebelión.
    —Pero ésa es la ventaja de ser Papa: mis opiniones en materia de doctrina son infalibles. Mi palabra es la última palabra. No necesito permiso, y no me pueden echar.
    —La infalibilidad también fue creada por la Iglesia —le recordó Michener—. El próximo Papa podría cambiarla, junto con todo aquello que usted haga.

    Clemente se pellizcaba la parte carnosa de la mano, una nerviosa costumbre que Michener ya le había visto.

    —He tenido una visión, Colin.

    Las palabras, apenas un susurro, tardaron un instante en ser asimiladas.

    —Una ¿qué?
    —La Virgen me habló.
    —¿Cuándo?
    —Hace muchas semanas, justo después de que el padre Tibor se pusiera en contacto conmigo por vez primera. Por eso acudí a la Riserva. Ella me dijo que fuera.

    Primero el Papa hablaba de desechar un dogma que llevaba en pie cinco siglos y ahora afirmaba haber presenciado apariciones marianas. Michener cayó en la cuenta de que la conversación debía quedar entre ellos, con las plantas por único testigo, pero oyó de nuevo lo que Clemente había dicho en Turín: «¿De verdad crees que disfrutamos de alguna privacidad aquí, en el Vaticano?»

    —¿Es prudente discutir esto? — Esperaba que su tono le transmitiera el aviso, pero Clemente no pareció escuchar.
    —Ayer se me apareció en mi capilla. Alcé la vista y allí estaba, flotando delante de mí, rodeada de una luz dorada y azul, un halo envolviendo su resplandor. — El Papa hizo una pausa—. Me dijo que su corazón estaba rodeado de espinas con las que los hombres la laceran, sus blasfemias y su ingratitud.
    —¿Está seguro de esas afirmaciones? — le preguntó el sacerdote.

    Clemente asintió.

    —Las dijo con toda claridad. — El Papa unió los dedos—. No estoy senil, Colin. Fue una visión, de eso estoy seguro. — Se detuvo—. Juan Pablo II también las tuvo.

    Michener lo sabía, pero no dijo nada.

    —Somos unos estúpidos —aseguró el Papa.

    A su interlocutor empezaban a inquietarlo tantos acertijos.

    —La Virgen me dijo que fuera a Medjugorje.
    —Y ¿por eso me envía allí?

    Clemente afirmó con la cabeza.

    —Dijo que entonces quedaría todo claro.

    Por unos momentos reinó el silencio. Michener no sabía qué decir. Era difícil discutir con el Cielo.

    —Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima —musitó el pontífice.

    Michener se sentía confuso.

    —¿Qué hay en ella?
    —Parte de lo que me mandó el padre Tibor.
    —¿Va a decirme qué es?
    —No puedo.
    —¿Por qué permitió que Valendrea lo leyera?
    —Para ver su reacción. Incluso trató de intimidar al archivero para que le dejara echar un vistazo. Ahora sabe exactamente lo mismo que sé yo.

    Michener estaba a punto de preguntar una vez más de qué se trataba cuando unos golpecitos a la entrada de la terraza interrumpieron la conversación. Entró uno de los camareros con una hoja de papel doblada.

    —Acaba de llegar esto de Roma por fax, monseñor Michener. En la cabecera indicaba que se lo entregara de inmediato.

    El aludido cogió el papel y le dio las gracias al camarero, que se marchó al punto. Lo abrió y leyó el mensaje. Luego miró a Clemente y dijo:

    —Hace un rato se ha recibido una llamada del nuncio de Bucarest. El padre Tibor ha muerto. Encontraron su cuerpo esta mañana, en la orilla de un río al norte de la ciudad. Tenía el cuello rajado, y al parecer lo arrojaron por un precipicio. Hallaron su coche cerca de una vieja iglesia que frecuentaba. La policía sospecha que fueron ladrones, porque la zona está plagada. Me han informado porque una de las monjas del orfanato le habló al nuncio de mi visita. Se pregunta por qué fui sin decir nada.

    El rostro de Clemente perdió el color. El Papa hizo la señal de la cruz y unió sus manos en oración. Michener vio que Clemente apretaba los ojos y musitaba algo para sí.

    Luego las lágrimas anegaron la cara del alemán.


    27


    16:00


    Michener llevaba toda la tarde pensando en el padre Tibor. Dio un paseo por los jardines de la villa e intentó borrar de su mente la imagen del cuerpo ensangrentado del viejo búlgaro rescatado del río. Finalmente se dirigió a la capilla donde papas y cardenales se habían situado ante el altar durante siglos. Hacía más de diez años que no decía misa: había estado demasiado ocupado atendiendo las necesidades de otros, pero ahora sentía el deseo imperioso de celebrar un funeral en honor del viejo sacerdote.

    Se puso las vestiduras en silencio y después escogió una estola negra, se la echó al cuello y fue hasta el altar. Lo habitual era que el difunto se hallara delante del altar, los bancos llenos de amigos y parientes. Se trataba de acentuar la unión con Cristo, una comunión con los santos de la que ahora gozaba el fallecido. Con el tiempo, en el día del Juicio Final, todos se reunirían y morarían para siempre en la casa del Señor.

    O eso afirmaba la Iglesia.

    Sin embargo, mientras pronunciaba las oraciones de rigor, no pudo evitar preguntarse si todo aquello no sería en balde. ¿De verdad había un ser supremo esperando para ofrecer la salvación eterna? Y ¿podía obtenerse dicha recompensa simplemente haciendo lo que la Iglesia decía? ¿Podía perdonarse toda una vida de fechorías con unos instantes de arrepentimiento? ¿Acaso no querría más Dios? ¿No querría una vida de sacrificio? Nadie era perfecto, siempre se cometían errores, pero la medida de la salvación sin duda debía ser mayor que unos cuantos actos de contrición.

    No estaba seguro de cuándo había empezado a albergar dudas. Tal vez fuera años atrás con Katerina. Quizás le hubiese afectado verse rodeado de prelados ambiciosos que declaraban abiertamente su amor a Dios pero en privado se morían de codicia y ambición. ¿Qué sentido tenía postrarse de rodillas y besar el anillo del Papa? Cristo nunca aprobó tales actos. Entonces ¿por qué Sus hijos se permitían tamaño privilegio?

    ¿Serían sus dudas simplemente una señal de los tiempos que corrían?

    El mundo era distinto de hacía cien años. Todo el mundo parecía conectado, las comunicaciones eran instantáneas, la información sobreabundaba. Era como si Dios no encajara. Tal vez uno sólo naciera, viviera y muriera, y el cuerpo se pudriera y volviera a la tierra. «Polvo eres y en polvo te convertirás», como decía la Biblia. Nada más. Pero, de ser eso cierto, lo que uno hiciera con su vida bien podía ser su única recompensa; el recuerdo de la existencia, su salvación.

    Había estudiado la Iglesia católica lo bastante para entender que la mayor parte de sus enseñanzas estaba relacionada con sus propios intereses, más que con los de sus miembros. No cabía duda de que el tiempo había eliminado todas las líneas divisorias entre lo práctico y lo divino. Lo que en su día fueran creaciones del hombre habían pasado a ser leyes del Cielo. Los sacerdotes eran célibes porque Dios así lo había dispuesto. Los sacerdotes eran hombres porque Cristo era varón. Adán y Eva eran un hombre y una mujer, de modo que el amor sólo podía existir entre ambos sexos. ¿De dónde salían esos dogmas? ¿Por qué persistían?

    ¿Por qué los estaba cuestionando?

    Procuró concentrarse, pero le resultó imposible. Tal vez estar con Katerina fuese la causa de que dudara de nuevo. Tal vez la muerte sin sentido de un anciano en Rumanía le hubiera hecho ver que tenía cuarenta y siete años y todo lo que había hecho en su vida era entrar en el Palacio Apostólico gracias al favor de un obispo alemán y poco más. Tenía que hacer más, algo productivo, algo que sirviera para ayudar a otros y no sólo a sí mismo.

    Un movimiento en la puerta llamó su atención. Levantó la cabeza y vio a Clemente entrar despacio en la capilla y arrodillarse en uno de los bancos.

    —Continúa, te lo ruego, también yo lo necesito —dijo el Papa mientras bajaba la cabeza para orar.

    Michener volvió a la misa y preparó el sacramento eucarístico. Sólo había traído una hostia, de modo que partió la hoja de pan ázimo en dos.

    Se acercó a Clemente.

    El anciano alzó la cabeza, los ojos enrojecidos de llorar, los rasgos desfigurados por una pátina de tristeza. Michener se preguntó cuál sería el pesar que embargaba a Jakob Volkner. La muerte del padre Tibor le había afectado profundamente. Le ofreció la hostia, y el Papa abrió la boca.

    —El cuerpo de Cristo —musitó Michener, y depositó la comunión en la lengua de Clemente.

    Éste se santiguó y bajó la cabeza para rezar. Michener volvió al altar y se dispuso a terminar la ceremonia.

    Pero le costó.

    Los sollozos de Clemente XV, que resonaban en la capilla, le partieron el corazón.


    28


    Roma
    20:30



    Katerina se odiaba por volver con Tom Kealy, pero el cardenal Valendrea no se había puesto en contacto con ella desde que llegara a Roma el día anterior. Le habían advertido que no llamara, lo cual era perfecto, ya que no tenía mucho más que decir aparte de lo que ya sabía Ambrosi.

    Había leído que el Papa había ido a Castelgandolfo a pasar el fin de semana, así que supuso que Michener también se encontraría allí. El día anterior Kealy se había regodeado burlándose de su incursión en Rumanía, dando a entender que tal vez hubiera pasado bastante más de lo que estaba dispuesta a admitir. Ella no le había contado todo lo que había dicho el padre Tibor. Michener tenía razón respecto a Kealy: no era digno de confianza. Así que le ofreció una versión abreviada, lo bastante para que él le contara en qué podía andar metido Michener.

    Ella y Kealy se hallaban sentados en una acogedora osteria. Kealy llevaba un traje y una corbata de color claro. Tal vez se estuviera acostumbrando a no lucir en público el alzacuello.

    —No entiendo a qué viene tanto bombo —afirmó ella—. Los católicos han convertido los secretos marianos en una institución. ¿Por qué es tan importante el tercer secreto de Fátima?

    Kealy servía un vino caro.

    —Resultó fascinante hasta para la Iglesia. Tenían un mensaje supuestamente directo del Cielo, y sin embargo toda una serie de Papas lo ocultó hasta que Juan Pablo II por fin lo dio a conocer al mundo en 2000.

    Katerina removió la sopa y esperó a que Kealy se explicara.

    —La Iglesia autorizó las apariciones de Fátima al declararlas merecedoras de crédito en la década de los treinta, lo cual significaba que estaba bien que los católicos creyeran lo que había sucedido si así lo querían. — Le dirigió una sonrisa—. La típica postura hipócrita: Roma dice una cosa y hace otra. No les importó que la gente acudiera en masa a Fátima y ofreciera millones en donativos, pero fueron incapaces de decir que el suceso ocurrió, y sin duda no quisieron que los fieles supieran lo que había dicho la Virgen.
    —Pero ¿por qué ocultarlo?

    Kealy le dio un sorbo al borgoña y se puso a toquetear el pie de la copa.

    —¿Desde cuándo es lógico el Vaticano? Esos tipos piensan que siguen en el siglo quince, cuando todo lo que decían era aceptado sin rechistar. Si alguien se atrevía a discutirlo, el Papa lo excomulgaba. Pero corren nuevos tiempos, y las cosas ya no son así. — Kealy llamó la atención del camarero y le indicó que les llevara más pan—. Recuerda que el Papa es infalible en materia de fe y moral. Fue el Vaticano I el que soltó esa perla en 1870. ¿Qué pasaría si, por un delicioso instante, lo que la Virgen dijo fuera en contra del dogma? ¿No sería un bombazo? — Kealy parecía encantado con la idea—. Quizás ése sea el libro que debamos escribir: la verdad sobre el tercer secreto de Fátima. Podemos poner al descubierto la hipocresía, investigar a los Papas y a algunos de los cardenales, tal vez incluso al mismo Valendrea.
    —¿Qué hay de tu situación? ¿Es que ya no te importa?
    —¿De verdad crees que tengo alguna oportunidad de ganar?
    —Puede que se conformen con una advertencia. De esa forma te tendrían en el redil, bajo su control, y tú podrías salvar el alzacuello.

    Kealy rompió a reír.

    —Pareces muy preocupada por mi alzacuello. Qué extraño, viniendo de una atea.
    —Vete a la mierda, Tom. — No había duda de que le había contado demasiadas cosas de sí misma.
    —Cuántas agallas. Me gusta eso de ti, Katerina. — Saboreó otro trago de vino—. La CNN llamó ayer. Me quieren en el próximo cónclave.
    —Me alegro por ti. Es estupendo.

    Se preguntó dónde la dejaba eso a ella.

    —No te preocupes, aún quiero escribir ese libro. Mi agente está hablando con los editores de ése y de una novela. Tú y yo seremos un magnífico equipo.

    Katerina llegó mentalmente a una conclusión con una rapidez alarmante, una de esas decisiones que estaba clara en el acto: no habría tal equipo. Lo que en un principio era prometedor se había vuelto sórdido. Por suerte le quedaban varios miles de los euros que le había dado Valendrea, lo bastante para regresar a Francia o a Alemania, donde trabajaría para un periódico o una revista. Y esta vez se portaría bien, respetaría las reglas.

    —Katerina, ¿estás ahí? — le preguntó Kealy.

    Su atención volvió a centrarse en él.

    —Es como si estuvieras a un millón de kilómetros.
    —Lo estaba. No creo que vaya a haber tal libro, Tom. Me voy de Roma mañana. Tendrás que buscarte a otro negro.

    El camarero dejó en la mesa un cestillo de pan humeante.

    —No será difícil —le contestó él.
    —Eso pensaba.

    Kealy cogió un pedazo de pan.

    —Yo de ti seguiría apostando a este caballo, porque es ganador.

    Ella se levantó.

    —Sé de algo que no va a ganar.
    —Todavía te gusta, ¿no es cierto?
    —No me gusta nadie. Es sólo que estoy harta de ti. Mi padre me dijo una vez que cuanto más alto subía por un palo un mono del circo, más enseñaba el culo. Yo en tu lugar lo recordaría.

    Y se alejó, sintiéndose bien por primera vez en semanas.


    29


    Castelgandolfo
    Lunes, 13 de noviembre
    6:00



    Michener se despertó. Nunca había necesitado despertador, al parecer su cuerpo tenía la suerte de contar con un cronómetro interno que siempre lo despertaba a la hora exacta que él escogiera antes de quedarse dormido. Jakob Volkner, cuando era arzobispo y después cardenal, había viajado por todo el mundo y formado parte de comisión tras comisión confiando siempre en el talento de Michener para no llegar tarde nunca, ya que la puntualidad no era uno de los rasgos más destacados de Clemente XV.

    Al igual que en Roma, Michener ocupaba un dormitorio que estaba en el mismo piso que el de Clemente, al fondo del pasillo, y un teléfono directo unía sus habitaciones. Tenían previsto volver al Vaticano en dos horas, en helicóptero, lo cual le daría al Papa bastante tiempo para rezar las oraciones matutinas, desayunar y revisar brevemente cualquier cosa que requiriera atención inmediata, dado que había estado dos días sin trabajar. La tarde anterior habían recibido por fax varios memorandos, y Michener los tenía listos para comentarlos después del desayuno. Sabía que el resto del día sería ajetreado, ya que por la tarde había programadas numerosas audiencias. Incluso el cardenal Valendrea había solicitado una hora entera esa misma mañana para celebrar una reunión informativa destinada a tratar sobre asuntos exteriores. Él seguía preocupado por el funeral. Clemente había estado llorando media hora antes de abandonar la capilla. No habían hablado. Lo que quiera que estuviese perturbando a su viejo amigo no admitía discusión. Tal vez más adelante. Con un poco de suerte, la vuelta al Vaticano y los rigores del trabajo harían que al Papa se le fuera de la cabeza el problema. Con todo, había resultado desconcertante presenciar tamaño ataque de emoción.

    Se tomó su tiempo en la ducha y luego se puso una sotana limpia y salió de la habitación. Recorrió el pasillo a buen paso hasta llegar a las dependencias del pontífice. A la puerta había un camarero junto con una de las monjas destinadas a esa sección. Michener consultó el reloj: las siete menos cuarto de la mañana. Señaló la puerta.

    —¿Aún no se ha levantado?

    El camarero meneó la cabeza.

    —No hay movimiento.

    Michener sabía que el personal esperaba fuera cada mañana hasta que oía a Clemente, por lo común entre las seis y las seis y media. El sonido del Papa al despertar iba seguido de una suave llamada a la puerta y del comienzo de una rutina que incluía ducharse, afeitarse y vestirse. A Clemente no le gustaba que lo ayudara nadie a bañarse: eso era algo que llevaba a cabo en privado mientras el camarero hacía la cama y le preparaba la ropa. El cometido de la monja era ordenar la habitación y llevarle el desayuno.

    —Puede que se haya quedado dormido —opinó Michener—. Hasta los Papas se vuelven un poco perezosos de cuando en cuando.

    Sus dos interlocutores sonrieron.

    —Volveré a mi cuarto. Vayan a buscarme cuando lo oigan.

    Treinta minutos después llamaron a la puerta. Era el camarero.

    —Sigo sin oír nada, monseñor —explicó éste, la preocupación empañaba su rostro.

    Sabía que nadie, salvo él mismo, entraba en el dormitorio del Papa sin su permiso. La zona era considerada el único espacio en que los Papas tenían garantizada la privacidad, pero eran casi las siete y media, y sabía lo que quería el camarero.

    —De acuerdo —contestó Michener—. Iré a echar un vistazo.

    Siguió al hombre hasta donde la monja montaba guardia, la cual le indicó que dentro aún reinaba el silencio. Dio unos suaves golpecitos en la puerta y aguardó. Llamó de nuevo, un poco más fuerte. Nada. Agarró el pomo y lo giró: estaba abierto. Empujó la puerta y entró, cerrando tras de sí.

    La cámara era espaciosa, con elevadas cristaleras en un extremo que daban a un balcón con vistas a los jardines. El mobiliario era antiguo. A diferencia de las dependencias del Palacio Apostólico, que habían sido decoradas por cada Papa con un estilo que lo hacía sentir cómodo, esas habitaciones no habían cambiado, y destilaban un aire a antiguo que recordaba a una época en que los Papas eran reyes y guerreros.

    No había ninguna luz encendida, pero el sol de la mañana se colaba por los visillos echados, bañando la habitación en una débil neblina.

    Clemente yacía de costado bajo las sábanas. Michener se acercó y dijo en voz queda:

    —Santo Padre.

    Clemente no respondió.

    —Jakob.

    Nada.

    El Papa miraba para el otro lado, las sábanas y la manta tapando la mitad de su frágil cuerpo. Michener extendió la mano y sacudió ligeramente al pontífice. Notó el frío en el acto. Rodeó la cama hasta situarse al otro lado y miró con fijeza el rostro de Clemente: su piel estaba fláccida y cenicienta, la boca abierta, un charco de saliva seco en la sábana de debajo. Puso al Papa boca arriba y retiró la ropa de cama. Ambos brazos cayeron sin vida a los lados, el pecho inmóvil.

    Comprobó el pulso.

    No tenía.

    Se planteó pedir ayuda o practicarle la reanimación cardiopulmonar. Le habían enseñado a hacerlo, al igual que al resto del personal, pero sabía que no valdría de nada.

    Clemente XV estaba muerto.

    Le cerró los ojos, dijo una oración y lo invadió una oleada de dolor. Era como volver a perder a sus padres. Rezó por el alma de su querido amigo y recompuso sus emociones. Había cosas que hacer, un protocolo que seguir, trámites que venían de mucho tiempo atrás, y su deber consistía en asegurarse de que se cumplieran estrictamente.

    Sin embargo, algo llamó su atención.

    En la mesilla de noche había un frasquito color caramelo. Hacía algunos meses el médico pontificio le había recetado una medicación a Clemente para ayudarle a conciliar el sueño. El propio Michener se había ocupado de que prepararan la receta, y él mismo había dejado el frasco en el cuarto de baño del Papa. Había treinta pastillas, y la última vez que las contó, cosa que Michener hizo tan sólo unos días antes, quedaban treinta. Clemente despreciaba los fármacos. Hacerle tomar una simple aspirina era una batalla, así que ver aquel frasco allí, junto a la cama, era sorprendente.

    Lo miró.

    Vacío.

    Un vaso de agua que descansaba junto al frasquito contenía tan sólo unas gotas de líquido.

    Las implicaciones eran tan profundas que sintió la necesidad de santiguarse.

    Se quedó mirando a Jakob Volkner y se preguntó dónde estaría el alma de su querido amigo. Si había un lugar llamado Cielo, esperaba con todo su ser que el viejo alemán hubiera llegado allí. El sacerdote que había en su interior quería perdonar lo que al parecer había sucedido, pero ahora sólo Dios, si es que existía, podía hacerlo.

    Había Papas que habían muerto a garrotazos, estrangulados, envenenados, asfixiados, fallecidos de inanición y asesinados por esposos indignados.

    Pero ni uno solo se había quitado jamás la vida.

    Hasta ahora.



    TERCERA PARTE
    30


    9:00


    Michener vio aterrizar el helicóptero del Vaticano por la ventana del dormitorio. No había dejado a Clemente desde que hiciera el descubrimiento, y había utilizado el teléfono que había junto a la cama para llamar al cardenal Ngovi a Roma.

    El africano era el camarlengo, chambelán de la Iglesia, la primera persona a la que había que informar de la muerte de un Papa. De acuerdo con el derecho canónico, Ngovi se encargaría de administrar la Iglesia durante el período de sede vacante, la denominación oficial que recibía ahora el gobierno vaticano. No había sumo pontífice. En su lugar, Ngovi, junto con el Sacro Colegio de cardenales, se pondría al frente de un gobierno que duraría las próximas dos semanas, un tiempo durante el cual se llevarían a cabo los preparativos del funeral y se organizaría el cónclave venidero. Como camarlengo, Ngovi no haría las veces de Papa, sino tan sólo de suplente, si bien su autoridad era clara, cosa que a Michener le parecía estupenda. Alguien tendría que controlar a Alberto Valendrea.

    Las palas del helicóptero se detuvieron, y la puerta de la cabina se abrió. Ngovi fue el primero en salir, seguido de Valendrea, ambos vestidos de púrpura. Al ser el secretario de Estado, la presencia de Valendrea era necesaria. Detrás de éste iban dos obispos más, además del médico del Papa, cuya asistencia Michener había solicitado expresamente. No le había contado a Ngovi ningún detalle relativo al fallecimiento, ni tampoco había dicho nada al personal de la villa, informando tan sólo a la monja y al camarero para que éstos se cercioraran de que nadie entrase en el dormitorio.

    Pasaron tres minutos antes de que se abriera la puerta de la cámara y entraran los dos cardenales y el médico. Ngovi cerró la puerta y echó el pestillo. El médico se acercó a la cama y examinó a Clemente. Michener lo había dejado todo exactamente igual que lo había encontrado, incluyendo el computador portátil del Papa, que seguía encendido, conectado a una línea de teléfono, la pantalla brillante, con un salvapantallas programado especialmente para Clemente: una tiara cruzada con dos llaves.

    —Dime qué ha sucedido —pidió Ngovi al tiempo que dejaba en la cama una pequeña cartera negra.

    Michener explicó lo que había encontrado y después señaló la mesa. Ninguno de los cardenales había reparado en el frasco de comprimidos.

    —Está vacío.
    —¿Está diciendo que el sumo pontífice de la Iglesia católica se ha suicidado? — inquirió Valendrea.

    Michener no estaba de humor.

    —No estoy diciendo nada, sólo que en ese frasco había treinta pastillas.

    Valendrea se volvió hacia el médico.

    —¿Qué opina usted, doctor?
    —Lleva muerto algún tiempo, cinco o seis horas, quizás más. No hay señales de trauma, nada que indique en apariencia un paro cardiaco. Ni pérdida de sangre ni contusiones. A primera vista todo apunta a que murió mientras dormía.
    —¿Pudo ser por las pastillas? — quiso saber Ngovi.
    —No hay forma de decirlo, a no ser que se realice una autopsia.
    —Ni hablar —se apresuró a decir Valendrea.

    Michener miró al secretario de Estado.

    —Es preciso que lo sepamos.
    —No es preciso que sepamos nada —contestó Valendrea alzando la voz—. A decir verdad es mejor que no sepamos nada. Deshágase de ese frasco. ¿Se imagina la repercusión que tendría en la Iglesia que llegara a saberse que el Papa se quitó la vida? La mera insinuación causaría un daño irreparable.

    Michener ya había sopesado eso mismo, pero estaba resuelto a manejar la situación mejor que cuando Juan Pablo I falleció de repente en 1978, cuando tan sólo llevaba treinta y tres días de pontificado. Los posteriores rumores y la información engañosa —destinada únicamente a ocultar el hecho de que había sido una monja y no un sacerdote la que había hallado el cadáver— no hicieron sino alimentar la idea de un asesinato entre los conspiradores.

    —Estoy de acuerdo —convino Michener—. Un suicidio no se puede hacer público, pero deberíamos saber la verdad.
    —¿Para tener que mentir? — preguntó Valendrea—. Mejor que no sepamos nada.

    Era interesante que a Valendrea le preocupara mentir, pero Michener no dijo nada.

    Ngovi miró al médico.

    —¿Bastaría con una muestra de sangre?

    El médico asintió.

    —Tómela.
    —No tiene usted autoridad —bramó Valendrea—. Haría falta consultar al Sacro Colegio. Usted no es Papa.

    Ngovi permaneció inexpresivo.

    —Yo, por mi parte, quiero saber cómo murió este hombre. Su alma inmortal me preocupa. — Ngovi se dirigió al médico—: Realice usted mismo el análisis y luego destruya la muestra. Comuníqueme el resultado sólo a mí. ¿Está claro?

    El otro asintió.

    —Se está usted excediendo, Ngovi —afirmó Valendrea.
    —Hable de ello con el Sacro Colegio.

    El dilema de Valendrea era divertido: no podía invalidar la decisión de Ngovi ni tampoco podía, por razones evidentes, discutir el asunto con los cardenales. De modo que el toscano, sabiamente, mantuvo la boca cerrada. Michener se temía que tal vez sólo estuviese dejando actuar a Ngovi para que él mismo cavara su propia fosa.

    Éste abrió la cartera negra que había traído consigo, sacó un martillo de plata y a continuación se dirigió a la cabecera de la cama. Michener comprendió que era obligación del camarlengo llevar a cabo el ritual que estaba a punto de presenciar, por inútil que pudiera ser.

    Ngovi golpeó con suavidad la frente del pontífice con el martillo y le hizo la pregunta que llevaba siglos planteándose a los cadáveres de los Papas:

    —Jakob Volkner, ¿estás muerto?

    Transcurrió todo un minuto de silencio y a continuación Ngovi repitió la pregunta. Tras otro minuto de silencio, preguntó por tercera vez.

    Después efectuó la correspondiente declaración:

    —El Papa ha muerto.

    Ngovi extendió el brazo y levantó la mano derecha de Clemente. El anillo del pescador ceñía el cuarto dedo.

    —Qué extraño —comentó—. Clemente no solía llevarlo.

    Michener sabía que era cierto: el aparatoso anillo de oro era más un sello que una joya. Representaba a san Pedro el pescador, rodeado por el nombre de Clemente y la fecha de investidura. Había sido colocado en el dedo de Clemente después del último cónclave por el camarlengo de entonces y se utilizaba para sellar las cartas del pontífice. Rara vez se llevaba, y Clemente lo evitaba.

    —Quizás supiera que lo buscaríamos —apuntó Valendrea.

    Tenía razón, pensó Michener. Al parecer existía cierta planificación, algo muy de Jakob Volkner.

    Ngovi retiró el anillo y lo introdujo en un saquito de terciopelo. Después, ante la reunión de cardenales, utilizaría el martillo para hacer añicos el anillo y el sello de plomo del Papa: de esa forma nadie podría sellar ningún documento hasta que se hubiera elegido un nuevo papa.

    —Listo —anunció Ngovi.

    Michener cayó en la cuenta de que el traspaso de poder había concluido. El pontificado, de treinta y cuatro meses de duración, de Clemente XV, 267° sucesor de san Pedro, el primer alemán en ostentar el trono en novecientos años, había terminado. A partir de ese instante él ya no era el secretario del Papa: tan sólo era un monseñor al servicio temporalmente del camarlengo de la Iglesia.

    Katerina cruzó a la carrera el aeropuerto Leonardo da Vinci en dirección al mostrador de Lufthansa. Había reservado plaza en el vuelo de la una a Francfurt. Después no estaba segura de cuál sería su próximo destino, pero por eso ya se preocuparía al día siguiente o al otro. Lo principal era que Tom Kealy y Colin Michener formaban parte del pasado, y era hora de hacer algo con su vida. Se sentía fatal por haber engañado a Michener, pero dado que no se había puesto en contacto con Valendrea y que no le había contado gran cosa a Ambrosi, tal vez la falta le fuera perdonada.

    Se alegraba de haber terminado con Tom Kealy, aunque dudaba que él le diera mayor importancia. Kealy estaba ascendiendo y no necesitaba una lapa, y así era exactamente como ella se sentía. Cierto que él necesitaría a alguien que realizara todo el trabajo por el que al final él se llevaría el mérito, pero estaba segura de que aparecería otra mujer que ocuparía su lugar.

    La terminal estaba concurrida, pero empezó a percatarse de que la gente se apiñaba en torno a los televisores que salpicaban el lugar. Su mirada finalmente se posó en una de las pantallas que había en alto. Una vista aérea de la plaza de San Pedro. Al acercarse al monitor oyó: «Aquí reina una profunda tristeza. Todos los que amaban a Clemente XV sienten su muerte. Se le echará de menos.»

    —¿El Papa ha muerto? — preguntó en voz alta.

    Un hombre con un abrigo de lana le respondió:

    —Murió la otra noche mientras dormía, en Castelgandolfo. Que Dios lo acoja en su seno.

    Katerina se quedó desconcertada. Había desaparecido un hombre al que había odiado durante años. Ni siquiera había llegado a conocerlo. Michener intentó presentarlos una vez, pero ella se negó. Por aquel entonces Jakob Volkner era el arzobispo de Colonia, la persona en la cual veía todo lo que ella despreciaba de la religión organizada, por no hablar del otro extremo del tira y afloja que arrastraba la conciencia de Michener. Ella había perdido esa batalla, y desde entonces tenía celos de Volkner, no por lo que pudiera o no haber hecho, sino por lo que simbolizaba.

    Ahora había muerto, y Colin debía estar desolado.

    Una parte de ella le decía que fuera al mostrador y volara a Alemania. Michener sobreviviría, siempre lo hacía. Pero pronto habría un nuevo Papa, nuevos nombramientos. Una nueva oleada de sacerdotes, obispos y cardenales inundaría Roma. Ella sabía lo suficiente acerca de la política del Vaticano para darse cuenta de que los aliados de Clemente estaban acabados: su carrera tocaba a su fin.

    Nada de ello era su problema, y sin embargo una parte de sí le decía que lo era. Tal vez costara realmente romper las viejas costumbres.

    Dio media vuelta, equipaje en mano, y salió de la terminal.


    31


    Castelgandolfo
    14:30



    Valendrea miró fijamente a los cardenales reunidos. El ambiente era tenso, muchos de los hombres daban vueltas por la estancia en una inusitada muestra de nerviosismo. Había catorce en el salón de la villa, sobre todo cardenales que formaban parte de la curia u ocupaban puestos cerca de Roma y habían acudido a la llamada que se había realizado hacía tres horas a los 160 miembros del Sacro Colegio: clemente xv ha muerto, venga inmediatamente a roma. A aquellos que se hallaban en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros del Vaticano se les había hecho llegar un mensaje adicional que les instaba a personarse en Castelgandolfo a las dos de la tarde.

    Había dado comienzo el interregno, ese período de tiempo que mediaba entre la muerte de un Papa y la elección de otro, un lapso de incertidumbre en que las riendas del poder papal se aflojaban. En siglos pasados ése era el momento en el que los cardenales se hacían con el control comprando votos para el cónclave a cambio de promesas o violencia. Valendrea echaba de menos esos tiempos. El vencedor debía ser el más fuerte; el débil no tenía sitio en la cima. Pero las elecciones modernas eran mucho más benevolentes. Ahora las batallas se libraban con cámaras de televisión y sondeos. Escoger a un Papa que fuese popular se consideraba mucho más importante que escoger a un Papa competente. Lo cual, Valendrea pensaba a menudo, explicaba más que cualquier otra cosa el ascenso de Jakob Volkner. Estaba encantado con la concurrencia: casi todos los hombres que habían acudido estaban con él. En su último recuento aún le faltaban votos para conseguir los dos tercios más uno necesarios para una primera victoria, pero entre él, Ambrosi y las cintas, durante las dos semanas siguientes se aseguraría el respaldo que necesitaba.

    No estaba seguro de lo que iba a decir Ngovi, pues ambos no habían hablado desde que coincidieran en el dormitorio de Clemente. Sólo podía esperar que el africano utilizara el sentido común. Ngovi se hallaba hacia un extremo de la alargada habitación, erguido delante de una elegante chimenea de mármol blanco. Los demás príncipes también estaban de pie.

    —Eminencias —comenzó Ngovi—, más adelante requeriré su ayuda para que entre todos podamos planificar las exequias y el cónclave. Creo que es importante que le demos a Clemente el mejor adiós. La gente lo amaba, y debería concedérsele la oportunidad de despedirlo debidamente. A ese respecto, acompañaremos el cuerpo hasta Roma esta misma tarde, y se celebrará una misa en San Pedro.

    Muchos de los cardenales asintieron.

    —¿Se sabe cómo murió el Santo Padre? — preguntó uno de los cardenales.

    Ngovi lo miró y repuso:

    —Aún está por determinar.
    —¿Hay algún problema? — inquirió otro.

    El camarlengo estaba rígido.

    —Parece haber muerto apaciblemente mientras dormía, pero yo no soy médico. Su médico determinará la causa de la muerte. Todos nosotros éramos conscientes de que la salud del Santo Padre se estaba deteriorando, así que esto no nos pilla del todo por sorpresa.

    A Valendrea le complacieron los comentarios de Ngovi, y sin embargo otra parte de sí sentía preocupación. Ngovi se encontraba en una posición dominante y parecía disfrutar de su prestigio. En las últimas horas el africano ya había ordenado al maestro de ceremonias pontificias y a la cámara apostólica que comenzaran a administrar la Santa Sede. Tradicionalmente, esas dos oficinas dirigían la curia durante el interregno. También había tomado posesión de Castelgandolfo al dar órdenes a la guardia de que no dejara entrar a nadie, incluidos los cardenales, sin su autorización expresa y había decretado que sellaran las dependencias del Papa en el Palacio Apostólico.

    Además, se había puesto en contacto con la oficina de prensa del Vaticano, había dispuesto la emisión de una declaración ya preparada sobre el fallecimiento de Clemente y había delegado en tres cardenales la tarea de informar personalmente a los medios de comunicación. Al resto le había sido ordenado que declinara las entrevistas. Al cuerpo diplomático del mundo entero también se le había advertido que evitara cualquier relación con la prensa, si bien se le alentaba a poner al corriente a sus respectivos jefes de Estado. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y España ya habían expresado su más sincera condolencia.

    Ninguna de las medidas adoptadas hasta el momento excedía las atribuciones del camarlengo, de manera que Valendrea no podía decir nada. Pero lo último que le hacía falta era que los cardenales sacaran fuerza de la fortaleza de Ngovi. Sólo dos camarlengos de la era moderna habían sido elegidos Papa, así que el cargo no era un trampolín hacia el pontificado. Pero por desgracia tampoco lo era el de secretario de Estado.

    —¿Comenzará el cónclave a tiempo? — quiso saber el cardenal de Venecia.
    —Dentro de quince días —contestó Ngovi—. Estaremos listos.

    Valendrea sabía que, conforme a las leyes promulgadas en la Constitución Apostólica de Juan Pablo II, se trataba del período de tiempo mínimo que había de transcurrir antes de que empezara un cónclave. El tiempo destinado a los preparativos se había visto reducido gracias a la construcción del Domus Sanctae Marthae, un espacioso complejo similar a un hotel que por lo general utilizaban los seminaristas. Ya no era preciso que todas las alcobas disponibles se convirtieran en improvisadas habitaciones, y Valendrea se alegraba de que las cosas hubieran cambiado. El nuevo centro al menos era cómodo. Se utilizó por primera vez durante el cónclave de Clemente, y Ngovi ya había dispuesto que prepararan el edificio para los 113 cardenales menores de ochenta años que se hospedarían allí durante la votación.

    —Cardenal Ngovi —dijo Valendrea, llamando la atención del africano—, ¿cuándo se expedirá la partida de defunción? — Esperaba que sólo Ngovi captara el verdadero mensaje.
    —He solicitado la presencia del maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, los prelados clérigos, el secretario y el canciller de la cámara apostólica esta noche en el Vaticano. Tengo entendido que para entonces ya se sabrá cuál fue la causa de la muerte.
    —¿Se le está practicando la autopsia? — preguntó uno de los cardenales.

    Valendrea sabía que ése era un tema delicado: la autopsia sólo se le había practicado a un Papa, y únicamente para determinar si Napoleón lo había envenenado. Se habló de realizársela a Juan Pablo I cuando falleció de forma tan inesperada, pero los cardenales lo impidieron. Sin embargo ahora la situación era distinta. El primero de esos pontífices tuvo una muerte sospechosa, y el otro falleció de repente, mientras que la defunción de Clemente no era inesperada. Tenía setenta y cuatro años cuando fue elegido y, después de todo, la mayoría de los cardenales lo había escogido simplemente porque no viviría mucho.

    —No se le practicará la autopsia —contestó Ngovi de forma inexpresiva.

    Su tono indicaba que el tema no admitía discusión. Por lo común, a Valendrea le habría ofendido que se pasara de la raya, pero esta vez no fue así. Exhaló un suspiro de alivio. Al parecer su rival había decidido seguirle el juego, y gracias a Dios ninguno de los cardenales puso en duda la decisión. Unos cuantos miraron hacia él como esperando una respuesta, pero su silencio fue la señal de que el secretario de Estado estaba satisfecho con la decisión del camarlengo.

    Aparte de las implicaciones teológicas que tendría el suicidio de un Papa, Valendrea no podía permitirse el lujo de que se produjera una oleada de compasión por Clemente. No era ningún secreto que el Papa y él no se llevaban bien. Era posible que la prensa planteara preguntas, y no quería que le colgaran el sambenito de haber sido el hombre que llevó a un Papa a la tumba. Tal vez los cardenales que sintieran miedo por sus propias carreras eligieran a otro, como a Ngovi, que sin duda despojaría a Valendrea de cualquier atisbo de poder, con cintas o sin cintas. En el último cónclave había aprendido a no subestimar jamás el poder de una coalición. Afortunadamente parecía que Ngovi había resuelto que el bien de la Iglesia debía prevalecer sobre aquella oportunidad de oro que se le presentaba para derribar a su principal rival, y a Valendrea le complació esa debilidad. De haberse invertido los papeles, él no habría mostrado la misma deferencia.

    —Aunque me gustaría añadir una advertencia —continuó Ngovi.

    Valendrea seguía sin poder decir nada, y se percató de que el obispo de Nairobi parecía disfrutar de su voluntario autodominio.

    —Les recuerdo a cada uno de ustedes su juramento de no discutir el próximo cónclave con anterioridad a nuestro encierro en la Capilla Sixtina. No habrá campaña ni entrevistas con la prensa ni se expresarán opiniones. Tampoco se hablará de los posibles candidatos.
    —No hace falta que me sermonee —espetó un cardenal.
    —Puede que a usted no, pero hay otros a los que sí les hace falta.

    Y con esas palabras Ngovi abandonó la estancia.


    32


    15:00


    Michener se sentó en una silla junto a la mesa y contempló cómo dos monjas lavaban el cuerpo de Clemente. El médico había concluido el reconocimiento hacía horas y había vuelto a Roma con la muestra de sangre. El cardenal Ngovi ya había determinado que no habría autopsia, y dado que Castelgandolfo formaba parte del Estado Vaticano, territorio soberano de una nación independiente, nadie cuestionaría su decisión. Con poquísimas excepciones, allí regía la legislación canónica, no la italiana.

    Resultaba extraño mirar el cuerpo desnudo de un hombre al que conocía desde hacía más de un cuarto de siglo. Recordó los momentos que habían compartido. Clemente fue quien lo ayudó a darse cuenta de que su padre biológico sencillamente pensó más en sí mismo que en su hijo y le habló de la sociedad irlandesa y de la presión a la que sin duda se vio sometida su madre siendo soltera. «¿Cómo vas a culparla?», le preguntó Volkner. Y él se mostró conforme: no podía culparla. El resentimiento no haría sino empañar los sacrificios que habían hecho sus padres adoptivos. Así que al final dejó a un lado la ira y perdonó a la madre y al padre que nunca había conocido.

    Ahora miraba el cuerpo exangüe del hombre que había contribuido a que ese perdón fuera posible. Se encontraba allí porque el protocolo exigía la presencia de un sacerdote. Por lo general era el maestro de ceremonias quien se encargaba, pero el monseñor no estaba disponible, de modo que Ngovi dispuso que él lo sustituyera.

    Se levantó de la silla y se puso a dar vueltas delante de la cristalera mientras las monjas finalizaban el baño y entraban expertos embalsamadores, los cuales pertenecían al mayor tanatorio de Roma y eran responsables de embalsamar a los Papas desde Pablo VI. Portaban cinco botellas con una solución rosada, que depositaron en el suelo con suavidad.

    Uno de los expertos se dirigió a Michener:

    —Padre, tal vez prefiera esperar fuera. No es un espectáculo muy agradable para los que no están acostumbrados.

    Él salió al pasillo y vio que el cardenal Ngovi venía hacia el dormitorio.

    —¿Han llegado? — quiso saber.
    —Las leyes italianas exigen un período de veinticuatro horas antes de proceder al embalsamamiento) ya sabes. Puede que este territorio sea del Vaticano, pero ya hemos discutido esto antes: los italianos nos pedirían que esperáramos.

    Ngovi asintió.

    —Entiendo, pero el médico ha llamado desde Roma. El torrente sanguíneo de Clemente estaba saturado de medicamentos. Se suicidó, Colin, no hay ninguna duda. No puedo permitir que eso pueda probarse, así que el médico ha destruido la muestra.
    —¿Y los cardenales?
    —Se les dirá que murió de un paro cardiaco, que será lo que figure en la partida de defunción.

    Michener vio la tensión en el rostro de Ngovi. Mentir no le resultaba fácil.

    —No tenemos elección, Colin. Hay que embalsamarlo. No me preocupan las leyes italianas.

    Michener se pasó una mano por el cabello. Estaba siendo un día largo, y aún no había terminado.

    —Sabía que le preocupaba algo, pero nada indicaba que estuviese tan atormentado. ¿Cómo estuvo durante mi ausencia?
    —Volvió a la Riserva. Me dijeron que Valendrea estuvo allí con él.
    —Lo sé. — Le contó a Ngovi lo que le había dicho Clemente—.Le enseñó lo que le había enviado el padre Tibor. No me dijo de qué se trataba. — Acto seguido le habló más de Tibor y de la reacción del Papa al saber de la muerte del búlgaro.

    Ngovi sacudió la cabeza.

    —No es así como yo pensaba que terminaría este pontificado.
    —Hemos de asegurarnos de que su memoria no se vea empañada.
    —Así se hará. Hasta Valendrea será nuestro aliado a ese respecto. — Ngovi señaló la puerta—. No creo que nadie cuestione que hayamos procedido al embalsamamiento tan pronto. Sólo cuatro personas conocen la verdad, y dentro de poco no habrá pruebas, en caso de que alguno de nosotros decidiera hablar. Aunque no creo que eso vaya a ocurrir. El médico está obligado por el secreto profesional, tú y yo lo amábamos, y Valendrea tiene intereses propios. El secreto está a salvo.

    La puerta de la habitación se abrió y uno de los expertos salió.

    —Casi hemos terminado.
    —¿Quemarán los fluidos del pontífice? — inquirió Ngovi.
    —Siempre lo hemos hecho. Nuestra empresa se enorgullece de estar al servicio de la Santa Sede. Pueden confiar en nosotros.

    Ngovi le dio las gracias al hombre, que volvió a la habitación.

    —Y ahora ¿qué? — preguntó Michener.
    —Han traído de Roma las vestiduras pontificias. Tú y yo lo vestiremos para el entierro.

    Michener apreció la importancia del gesto y repuso:

    —Creo que le habría gustado.

    La caravana se fue abriendo paso despacio hacia el Vaticano en medio de la lluvia. Habían tardado casi una hora en recorrer los casi treinta kilómetros que los separaba de Castelgandolfo, el camino festoneado de miles de dolientes. Michener iba en el tercer vehículo junto con Ngovi, el resto de los cardenales en los distintos coches que habían llegado a toda prisa desde el Vaticano. Un coche fúnebre encabezaba el cortejo, el cuerpo de Clemente en la parte posterior, ataviado con las vestiduras y la mitra e iluminado para que los fieles pudieran verlo. Ahora, dentro de la ciudad, casi a las seis de la tarde, era como si toda Roma llenara las aceras, la policía despejaba el camino para que los automóviles pudieran avanzar.

    La plaza de San Pedro estaba abarrotada, pero habían acordonado un pasillo entre un mar de paraguas que serpenteaba entre la columnata y llegaba hasta la basílica. Lamentos y llanto seguían a la comitiva. Muchos de los dolientes lanzaban flores a los capos, tantas que comenzaba a resultar difícil ver por el parabrisas. Uno de los hombres de seguridad finalmente apartó los montones con la mano, pero no tardaron en formarse otros.

    Los coches atravesaron el Arco de las Campanas y dejaron atrás el gentío. Ya en la plaza de los Protomártires el cortejo rodeó la sacristía de San Pedro y se dirigió hacia una entrada trasera de la basílica. Allí, a salvo tras los muros, el espacio aéreo restringido, podía disponerse el cuerpo de Clemente para los tres días de exposición pública.

    Una suave lluvia envolvía los jardines en una bruma espumosa. Las luces de los senderos se desdibujaban como cuando el sol atravesaba densas nubes.

    Michener intentó imaginar lo que estaría sucediendo en los edificios que tenía en derredor. En los talleres de los sampietrini se construía un triple ataúd: el interior de bronce, el segundo de cedro, el tercero de ciprés. En San Pedro ya se había organizado e instalado un catafalco, cerca un único cirio encendido, que aguardaba al cuerpo que sustentaría en los días venideros.

    Mientras avanzaban por la plaza, Michener había reparado en los equipos de televisión que instalaban cámaras en las balaustradas, los mejores lugares entre las 162 estatuas estarían sin duda muy solicitados. La oficina de prensa del Vaticano se hallaba asediada. Él había echado una mano en el último funeral de un pontífice y preveía las miles de llamadas que entrarían en las próximas jornadas. Hombres de Estado del mundo entero no tardarían en llegar, y habría que asignarles legados para que les prestaran ayuda. La Santa Sede se enorgullecía de una estricta observancia del protocolo incluso ante un pesar indescriptible, el cometido de garantizar el éxito en esto estaba en manos del cardenal de voz suave que iba sentado a su lado.

    Los automóviles se detuvieron y los cardenales empezaron a congregarse cerca del coche fúnebre. Los sacerdotes protegían a los príncipes con sendos paraguas, los cardenales iban ataviados con la sotana negra adornada con una faja roja de rigor. Un cuerpo de guardia de honor vestido de gala custodiaba la puerta de la basílica. A Clemente no le faltaría en los próximos días. Cuatro de los guardias suizos llevaban a hombros las andas y se acercaron al coche fúnebre. El maestro de ceremonias pontificias, un sacerdote holandés de rostro barbado y corpulento, permanecía no muy lejos. Se adelantó y dijo:

    —El catafalco está listo.

    Ngovi asintió.

    El maestro de ceremonias avanzó hacia el coche fúnebre y ayudó a los expertos a sacar el cuerpo de Clemente. Una vez centrado en las andas y colocada la mitra, el holandés indicó a los expertos que se retiraran. Luego arregló con sumo cuidado las vestiduras, doblando despacio cada pliegue. Dos sacerdotes protegían el cuerpo con dos paraguas, y otro joven sacerdote se adelantó con el palio. La estrecha banda de lana blanca bordada con seis cruces púrpura simbolizaba la plenitud del papado. El maestro de ceremonias rodeó el cuello de Clemente con los cinco centímetros de banda y a continuación dispuso las cruces en el pecho, los hombros y el abdomen. Realizó algunos arreglos en los hombros y finalmente enderezó la cabeza. Por último se arrodilló, dando a entender que había terminado.

    Una leve inclinación de cabeza por parte de Ngovi hizo que la guardia suiza alzara las andas. Los sacerdotes con los paraguas se apartaron, y los cardenales formaron una fila detrás.

    Michener no se unió al cortejo: él no era príncipe de la Iglesia, y lo que les aguardaba era sólo para ellos. Tendría que desocupar sus habitaciones en el palacio antes del día siguiente: también las sellarían, a la espera del cónclave. Asimismo tenía que dejar el despacho. Su influencia finalizaba con el último suspiro de Clemente. Los que un día gozaran del favor del Papa se marchaban para dejar sitio a los que pronto gozarían del favor del nuevo pontífice.

    Ngovi esperó hasta el final para unirse a la hilera que entraba en la basílica. Antes de irse, dio media vuelta y musitó:

    —Quiero que hagas inventario de las dependencias del Papa y saques sus pertenencias: Clemente no habría querido que otro se ocupara de sus efectos personales. He dejado dicho a la guardia que te permita entrar. Hazlo ahora.

    Un guardia le abrió a Michener las dependencias del Papa. La puerta se cerró tras él, que se quedó solo con una extraña sensación. Allí donde en su día disfrutara, ahora se sentía como un intruso.

    Las habitaciones seguían igual que las había dejado Clemente el sábado por la mañana. La cama estaba hecha, las cortinas descorridas, las gafas de leer de repuesto del Papa aún en la mesilla de noche. La Biblia encuadernada en piel que solía descansar en ese mismo sitio se hallaba en Castelgandolfo, en la mesa, junto al portátil de Clemente, cosas estas que no tardarían en volver a Roma.

    En el escritorio, al lado del mudo computador de sobremesa, había algunos papeles. Pensó que lo mejor sería empezar por allí, de modo que encendió el computador y comprobó las carpetas. Sabía que Clemente se comunicaba con regularidad por correo electrónico con algunos parientes lejanos y algunos cardenales, pero al parecer no había guardado ninguno de esos mensajes. No había archivo alguno. La libreta de direcciones contenía alrededor de una docena de nombres. Examinó todas las carpetas del disco duro: la mayoría eran informes procedentes de la curia, la palabra escrita sustituida por unos y ceros en una pantalla. Borró todas las carpetas utilizando un programa especial que eliminaba todo rastro de los archivos del disco duro y apagó el aparato. El terminal se quedaría allí y sería utilizado por el siguiente Papa.

    Echó un vistazo a su alrededor. Tendría que encontrar unas cajas para meter las pertenencias de Clemente, pero por el momento lo amontonó todo en medio de la estancia. No había gran cosa: Clemente había llevado una vida sencilla. Algunos muebles, unos cuantos libros y diversos objetos de familia constituían todas sus posesiones.

    El ruido de una llave en la cerradura llamó su atención.

    La puerta se abrió y entró Paolo Ambrosi.

    —Espera fuera —le ordenó éste al guardia al tiempo que entraba y cerraba tras de sí. Michener se enfrentó a él:
    —¿Qué está haciendo aquí?

    El menudo sacerdote dio un paso adelante.

    —Lo mismo que usted: desocupar las dependencias.
    —El cardenal Ngovi me ha encomendado esa tarea a mí.
    —El cardenal Valendrea ha dicho que tal vez necesitara ayuda.

    Al parecer el secretario de Estado pensaba que sería conveniente ponerle una niñera, pero él no estaba de humor.

    —Salga de aquí.

    El otro no se movió. Michener le sacaba una cabeza y pesaba veinticinco kilos más, pero Ambrosi no parecía intimidado.

    —Aquí ya no pinta nada, Michener.
    —Es posible, pero en mi tierra hay un refrán que dice que no es bueno cantar victoria antes de tiempo.

    Ambrosi soltó una risita.

    —Echaré de menos su humor americano.

    Michener reparó en que los ojos de reptil de Ambrosi recorrían la estancia.

    —Le he dicho que se vaya. Tal vez no signifique nada, pero Ngovi es el camarlengo. Valendrea no puede invalidar sus decisiones.
    —Todavía no.
    —Márchese o interrumpiré la misa para consultar a Ngovi.

    Ambrosi cayó en la cuenta de que a Valendrea no le haría ninguna gracia protagonizar una escena embarazosa delante de los cardenales. Cabía la posibilidad de que sus partidarios se preguntaran por qué había ordenado a un colega que acudiera a las dependencias del Papa cuando esa labor recaía claramente en el secretario.

    Sin embargo Ambrosi no se movió.

    De modo que Michener lo rodeó y se encaminó a la puerta.

    —Como usted bien dice, yo aquí ya no pinto nada. No tengo nada que perder.

    Agarró los picaportes de la puerta.

    —Alto —pidió Ambrosi—. Lo dejaré con su trabajo.

    La voz no era más que un susurro, su mirada desprovista de todo sentimiento. Michener se preguntó cómo un hombre así podía ser sacerdote.

    Sin más, le abrió la puerta. Los guardias se hallaban al otro lado, y sabía que el visitante no diría nada que despertara su interés. Esbozó una sonrisa y dijo:

    —Que pase una buena tarde, padre.

    Ambrosi lo rozó al pasar y Michener cerró de un portazo, si bien después de ordenar a la guardia que no dejara entrar a nadie más.

    Volvió al escritorio. Tenía que terminar lo que había comenzado. Su tristeza por dejar el Vaticano se vio mitigada por una sensación de alivio al saber que ya no tendría que tratar con gente como Paolo Ambrosi.

    Registró los cajones: en la mayor parte había artículos de escritorio, bolígrafos, algunos libros y un puñado de disquetes. Nada importante hasta el último cajón de la derecha, donde encontró el testamento de Clemente. Era una tradición que los Papas redactaran el testamento ellos mismos, expresando de su puño y letra sus últimas peticiones y esperanzas para el futuro. Michener desdobló la única hoja y se fijó de inmediato en la fecha, 10 de octubre, hacía poco más de treinta días.

    Por la presente yo, Jakob Volkner, en pleno uso de todas mis facultades y deseoso de exponer mi última voluntad y testamento, lego todo aquello que pudiera poseer en el momento de mi muerte a Colin Michener. Mis padres fallecieron hace ya tiempo, y mis hermanos se unieron a ellos en los años que siguieron. Colin me ha prestado un largo y excelente servicio, es lo más parecido a una familia que me queda en este mundo. Pido que haga con mis pertenencias lo que estime adecuado, utilizando la sabiduría y el buen juicio en los que he confiado toda mi vida. Me gustaría pedir que mi funeral sea sencillo y, a ser posible, que sea enterrado en Bamberg, en la catedral de mi juventud, aunque si la Iglesia no lo estima oportuno lo comprenderé: cuando acepté el manto de san Pedro también acepté las responsabilidades, incluyendo la de descansar bajo la basílica junto a mis hermanos. Asimismo me gustaría pedir perdón a todos aquellos a quienes haya podido ofender de palabra o de obra, y en particular a nuestro Señor y Salvador por las faltas en las que haya podido incurrir. Que él se apiade de mi alma.

    Las lágrimas afloraron a los ojos de Michener. También él esperaba que Dios se apiadara del alma de su querido amigo. Las enseñanzas católicas eran claras: los seres humanos estaban obligados a preservar la vida como si fuesen administradores, y no dueños, de lo que el Todopoderoso les había confiado. El suicidio era contrario al amor a uno mismo y al amor a un Dios vivo, y rompía los lazos de solidaridad con la familia y la nación. En suma, era un pecado. Pero la salvación eterna de quienes se quitaban la vida no estaba perdida por completo: la Iglesia enseñaba que, mediante unos caminos que sólo Dios conocía, se les presentaría la ocasión de arrepentirse.

    Y él esperaba que fuera ése el caso.

    Si de verdad existía el Cielo, Jakob Volkner merecía ser admitido en él. Lo que quiera que le hubiese obligado a hacer lo innombrable no debía relegar su alma a la condenación eterna.

    Dejó en la mesa el testamento y procuró no pensar en la eternidad.

    Últimamente se sorprendía pensando en su propia mortalidad. Frisaba la cincuentena, no es que fuera tan mayor, pero la vida ya no se le antojaba infinita. No le costaba imaginar que llegaría el momento en que su cuerpo o su mente tal vez no le concedieran la oportunidad de disfrutar de lo que deseaba. ¿Cuánto más viviría? ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Clemente aún gozaba de vitalidad a punto de cumplir los ochenta, trabajaba jornadas de dieciséis horas regularmente. Sólo cabía esperar que él conservara la mitad de su aguante. Con todo, su vida tendría un final. Y se preguntó si las privaciones y los sacrificios que le exigían su Iglesia y su Dios merecían la pena. ¿Habría una recompensa en la otra vida? ¿O sencillamente no habría nada?

    «Polvo eres y en polvo te convertirás.»

    Volvió a centrarse en su labor.

    El testamento que tenía delante habría de ser entregado a la oficina de prensa del Vaticano. La tradición mandaba que se publicara el texto, pero primero debía recibir la aprobación del camarlengo, de manera que se lo guardó en la sotana.

    Decidió donar anónimamente el mobiliario a una organización benéfica. Los libros y los escasos efectos personales los conservaría a modo de recuerdo de un hombre al que había amado. Contra la pared del fondo descansaba el baúl de madera que Clemente había acarreado consigo durante años. Michener sabía que lo habían tallado en Oberammergau, una población bávara situada al pie de los Alpes, famosa por sus ebanistas. Parecía un Riemenschneider, el exterior sin teñir y adornado con osadas imágenes de los apóstoles, de santos y de la Virgen.

    En todos los años que habían pasado juntos nunca había sabido qué guardaba dentro Clemente. Ahora el cofre era suyo. Fue hacia él y probó a abrirlo. Cerrado. Era preciso introducir una llave en el receptáculo de latón, pero no había visto ninguna en la estancia, y lo cierto es que no quería causar daño alguno utilizando la fuerza. Así que resolvió guardar el baúl y preocuparse más tarde por su contenido.

    Regresó al escritorio y terminó de vaciar los cajones que faltaban. En el último encontró una hoja del papel del pontífice plegada en tres. En ella había una nota escrita a mano:

    Yo, Clemente XV, asciendo en el día de hoy a la categoría de Eminencia cardenal al reverendo padre Colin Michener.

    Apenas podía creer lo que leía. Clemente había hecho uso de su capacidad de nombrar a un cardenal in petto, en secreto. Por lo común a los cardenales se les informaba de su ascenso mediante un certificado del actual pontífice publicado abiertamente y a continuación era investido por el Papa en un elaborado consistorio. No obstante los nombramientos secretos se hicieron habituales en el caso de cardenales de países comunistas o en lugares en los cuales regímenes opresivos podían poner en peligro al candidato. Las normas de los nombramientos in petto dejaban claro que la antigüedad empezaba a contar desde el momento del nombramiento, y no a partir del momento en que se hacía pública la elección, pero había otra regla que le destrozó el corazón: si el Papa moría antes de darse a conocer la elección in petto, el nombramiento también moría.

    Sostuvo el papel en la mano: fechado hacía seis días.

    Qué cerca había estado de lucir el birrete escarlata.

    Alberto Valendrea bien podía ser el próximo ocupante de las dependencias que lo rodeaban, de manera que era poco probable que un nombramiento in petto de Clemente XV se confirmara. Sin embargo a una parte de él le daba igual. Con todo lo que había ocurrido en las últimas dieciocho horas, ni siquiera había pensado en el padre Tibor, pero ahora le vino a la mente el viejo sacerdote. Quizás regresara a Zlatna y al orfanato para terminar lo que el búlgaro había comenzado; algo le decía que era lo que debía hacer. Si la Iglesia no lo aprobaba, los mandaría a todos ellos al diablo, empezando por Alberto Valendrea.

    «¿Quieres ser cardenal? Pues para lograrlo has de comprender la medida de esa responsabilidad. ¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?»

    Las palabras que Clemente pronunció en Turín el jueves anterior. Le había extrañado su dureza, y ahora, sabiendo que su mentor ya lo había elegido, le extrañaban aún más. «¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?»

    Ver ¿qué?

    Se metió el papel en el bolsillo junto con el testamento.

    Nadie sabría nunca lo que Clemente había hecho. Ya no importaba. Lo único que importaba era que su amigo lo había creído merecedor del cargo, y eso le bastaba.


    33


    20:30


    Michener terminó de meterlo todo en las cinco cajas que le proporcionó la guardia suiza. El armario, el tocador y las mesillas de noche estaban vacíos. Unos trabajadores sacaban los muebles, que serían almacenados en el sótano hasta que él organizara la donación.

    Permaneció en el pasillo mientras cerraban las puertas por última vez y colocaban un sello de plomo. Sería más que probable que no volviera a pisar las dependencias papales. Eran pocos los que habían llegado tan lejos en la Iglesia, menos aún los que volvían. Ambrosi tenía razón: allí ya no pintaba nada. Las habitaciones no se abrirían hasta que un nuevo Papa se situara ante las puertas y se rompieran los sellos. Se estremeció al pensar que Alberto Valendrea podía ser ese nuevo ocupante.

    Los cardenales seguían reunidos en San Pedro, se estaba celebrando una misa de réquiem ante el cuerpo de Clemente XV, una de las muchas que se sucederían durante los próximos nueve días. Mientras eso pasaba él todavía tenía que cumplir un último cometido antes de que finalizaran sus deberes oficiales.

    Bajó al tercero.

    Al igual que en las dependencias de Clemente, en el despacho de Michener se quedarían la mayoría de las cosas. El mobiliario sería requisado por el Vaticano, y los cuadros de la pared, incluyendo un retrato de Clemente, pertenecían a la Santa Sede. Todas sus posesiones —unos cuantos artículos de escritorio, un reloj bávaro regalo de cumpleaños y tres fotos de sus padres— cabrían en una caja. Todos sus destinos con Clemente le habían proporcionado las cosas tangibles que necesitaba; aparte de algo de ropa y un computador portátil no tenía nada. A lo largo de los años se las había arreglado para ahorrar una gran parte de su sueldo y, tras sacar partido de algunos buenos consejos en materia de inversión, tenía unos cientos de miles de dólares en una cuenta en Ginebra —el dinero de su jubilación—, ya que la Iglesia no era precisamente espléndida con los sacerdotes. La reforma de los fondos de pensiones había sido objeto de una detenida discusión, y Clemente estaba a favor de hacer algo, pero ahora esa tentativa tendría que aguardar al siguiente pontificado.

    Se sentó a la mesa y encendió el computador por última vez. Quería comprobar si tenía algún mensaje y preparar las instrucciones para su sucesor. En las últimas semanas sus sustitutos se habían ocupado de todo, y vio que la mayor parte de los mensajes podía esperar hasta después del cónclave. Dependiendo de quién resultara elegido Papa, tal vez su presencia fuera requerida una semana o dos después del cónclave para facilitar la transición. Pero si Valendrea se hacía con el trono, era casi seguro que Paolo Ambrosi fuera el próximo secretario del Papa, con lo cual las credenciales del Vaticano de Michener serían revocadas de inmediato y se prescindiría de sus servicios. Cosa que le parecía estupenda. No haría nada para ayudar a Ambrosi.

    Continuó bajando por la lista de mensajes, leyendo cada uno de ellos y a continuación borrándolo. Guardó unos cuantos, a los que añadió una breve nota para el personal. Había condolencias de obispos amigos, a los que envió una corta respuesta; quizás alguno de ellos necesitara un asistente, Pero desechó la idea: no volvería a hacer lo mismo. ¿Qué era lo que le había dicho Katerina en Bucarest? «¿Piensas dedicar tu vida al servicio de otros?» Tal vez si se entregara a algo, como la causa que el padre Tibor consideraba importante, al alma de Clemente XV le fuese concedida la salvación. Su sacrificio podría servir de penitencia por las faltas de su amigo.

    La idea lo hizo sentir mejor.

    En la pantalla apareció el programa del Papa para las próximas navidades. Lo habían remitido a Castelgandolfo para que fuera revisado, y llevaba las iniciales de Clemente, lo cual era señal de que éste había dado su aprobación. Estaba previsto que el pontífice celebrara la tradicional misa del gallo en San Pedro y que el día siguiente, desde el balcón, diera su mensaje de Navidad. Michener comprobó cuándo había sido enviada la respuesta desde Castelgandolfo: diez y cuarto de la mañana, sábado. Más o menos cuando él volvió a Roma de Bucarest, mucho antes de que él y Clemente hablaran por vez primera. Y mucho antes aún de que Clemente se enterara del asesinato del padre Tibor. Qué extraño que un pontífice suicida se molestara en revisar un programa que no tenía intención de cumplir.

    Michener se desplazó hasta el último mensaje y reparó en que no aparecía el remitente. De cuando en cuando recibía mensajes anónimos de gente que se las había apañado para conseguir su dirección de correo, la mayoría oraciones inofensivas de personas que querían que su Papa supiera que se preocupaban por él.

    Hizo doble clic y vio que el mensaje procedía de Castelgandolfo y era del día anterior. Recibido a las once cincuenta y seis de la noche.

    Colin, a estas alturas ya sabrás lo que he hecho. No espero que lo entiendas. Sólo quiero que sepas que la Virgen volvió y me dijo que había llegado mi hora. El padre Tibor la acompañaba. Esperé a que Ella me llevara, pero me dijo que debía poner fin a mi vida por mi propia mano. El padre Tibor afirmó que era mi deber, mi penitencia por haber desobedecido, y que todo ello se aclararía más adelante. Me pregunté qué sería de mi alma, pero me respondieron que el Señor aguardaba. He desoído al cielo demasiado tiempo: esta vez no lo haré. Me has preguntado repetidamente qué me pasaba. Te lo diré: en 1978 Valendrea sacó de la Riserva parte del tercer mensaje de Fátima de la Virgen. Sólo cinco personas saben lo que había en un principio en esa caja. Cuatro de ellas —la hermana Lucía, Juan XXIII, Pablo VI y el padre Tibor— han muerto; el único que queda es Valendrea. Naturalmente él lo negará todo, y las palabras que estás leyendo serán consideradas los desvaríos de un hombre que se quitó la vida. Pero has de saber que cuando Juan Pablo leyó el tercer secreto y lo dio a conocer al mundo no estaba al tanto del mensaje completo. Tú eres quien debe arreglar las cosas. Ve a Medjugorje. Es crucial. No sólo para mí, sino para la Iglesia. Tómalo como la última petición de un amigo.

    Estoy seguro de que la Iglesia prepara mis exequias. Ngovi realizará bien su trabajo. Haced con mi cuerpo lo que os plazca. La pompa y la ceremonia no lo convierten a uno en piadoso. Sin embargo, en lo que a mí respecta preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante, tal vez mi legado pueda descansar allí, pero ésa será una conclusión que dejaré en manos de otros. Dios te guarde, Colin, y no olvides que te he amado como un padre a su hijo.

    Una nota de suicidio, llana y sencilla, escrita por un hombre atormentado que al parecer deliraba. El sumo pontífice de la Iglesia católica aseguraba que la Virgen María le había pedido que se suicidara. Sin embargo, la parte de Valendrea y el tercer secreto era interesante. ¿Podía dar crédito a la información? Se preguntó si debía informar a Ngovi, pero decidió que cuantos menos supieran de la existencia del mensaje, mejor. El cuerpo de Clemente estaba embalsamado, sus fluidos consumidos por las llamas, y la causa de la muerte jamás se sabría. Las palabras que tenía ante sí en la pantalla no eran sino la confirmación de que tal vez el difunto pontífice tuviera una enfermedad mental.

    Por no mencionar su obsesión.

    Clemente había vuelto a instarle a ir a Bosnia, pero él no tenía pensado seguir adelante con dicha petición. ¿Qué sentido tenía? Aún llevaba consigo la carta dirigida a uno de los visionarios que había firmado Clemente, pero la autoridad para sancionar dicha orden recaía ahora en el camarlengo y en el Sacro Colegio. Y Alberto Valendrea jamás le permitiría que recorriera Bosnia a la búsqueda de secretos marianos: ello implicaría respetar a un Papa al que despreciaba abiertamente. Por no hablar del hecho de que obtener permiso oficial para realizar cualquier viaje requeriría que se informara a todos los cardenales de lo del padre Tibor, las apariciones del Papa, y la obsesión de Clemente con el tercer secreto de Fátima. La cantidad de preguntas que generarían tales revelaciones sería pasmosa, y la reputación de Clemente era demasiado valiosa para arriesgarla. Ya era bastante malo que cuatro hombres estuvieran al tanto del suicidio del Papa. Sin duda no sería él quien pusiera en entredicho la memoria de un gran hombre. Con todo, puede que fuera preciso que Ngovi leyera las últimas palabras de Clemente. Recordó lo que éste le dijo en Turín: «Maurice Ngovi es la persona más cercana a mí. Recuérdalo en días venideros.»

    Hizo una copia impresa.

    A continuación borró el archivo y apagó el aparato.


    34


    Lunes, 27 de noviembre
    11:00



    Michener entró en el Vaticano por la plaza de San Pedro, tras una multitud de visitantes que acababa de bajar de los autobuses. Había desocupado sus habitaciones del Palacio Apostólico hacía diez días, justo antes del funeral de Clemente. Aún conservaba un pase de seguridad, pero, una vez que solucionara la última cuestión administrativa, sus deberes con la Santa Sede finalizarían.

    El cardenal Ngovi le había pedido que se quedara en Roma hasta que se reuniera el cónclave. Incluso había sugerido que trabajara con él en la Congregación para la Educación Católica, pero no podía prometerle un cargo después del cónclave. El cometido de Ngovi en el Vaticano también terminaba con el fallecimiento de Clemente, y el camarlengo ya había dicho que si Valendrea se hacía con el papado, él regresaría a África.

    El funeral de Clemente había sido sencillo, celebrado al aire libre ante la restaurada basílica de San Pedro. Un millón de personas abarrotaba la plaza, la llama de un único cirio junto al ataúd sacudido por una brisa constante. Michener no tomó asiento junto a los príncipes de la Iglesia, donde podría haber estado si las cosas hubieran seguido un rumbo distinto. En su lugar, se sentó entre el personal que había servido a su Papa lealmente durante treinta y cuatro meses. Asistieron más de un centenar de jefes de Estado, y la ceremonia fue retransmitida en directo por televisión y radio en el inundo entero.

    Ngovi no presidió, sino que delegó la función de hablar en otros cardenales, un movimiento hábil a decir verdad, pues con él el camarlengo se granjearía el cariño de los elegidos. Tal vez eso no bastara para garantizar un voto en el cónclave, pero sí era suficiente para hacerse con un interlocutor voluntarioso.

    A nadie sorprendió que ninguno de esos cometidos le fuese encomendado a Valendrea, y justificar la omisión resultó sencillo: el secretario de Estado se ocupaba de las relaciones exteriores de la Santa Sede durante el interregno. Toda su atención se centraba en asuntos relativos al exterior, la tarea de elogiar a Clemente y despedirlo solía quedar en manos de otros. Valendrea se había tomado a pecho su deber y en las últimas dos semanas se había convertido en un habitual de la prensa, entrevistado por los principales organismos informativos del mundo, las palabras del toscano escasas y cuidadosamente escogidas.

    Cuando finalizó la ceremonia, doce portadores atravesaron con el féretro la Puerta de la Muerte y descendieron a la cripta. El sarcófago, realizado a toda prisa por los canteros, lucía la imagen de Clemente II, el Papa alemán del siglo XI al que Jakob Volkner tanto admiraba, además del emblema pontificio de Clemente XV. La tumba se hallaba próxima a la de Juan XXIII, algo que a Clemente le habría gustado. Allí fue sepultado junto a 148 hermanos.

    —Colin.

    Oír su nombre llamó su atención, y se detuvo. Katerina estaba cruzando la plaza. No la había visto desde Bucarest, hacía casi tres semanas.

    —¿Has vuelto a Roma? — preguntó él.

    Vestía de manera diferente: pantalones de algodón, camisa de ante marrón y chaqueta de pata de gallo. Algo más a la moda de lo que la recordaba, pero atractiva.

    —No llegué a irme.
    —¿Viniste aquí desde Bucarest?

    Katerina asintió. Su cabello de ébano ondeaba al viento, y ella se lo apartaba de la cara.

    —Estaba a punto de irme cuando me enteré de lo de Clemente, así que me quedé.
    —¿Qué has estado haciendo?
    —Cogí un par de trabajos por libre para cubrir el funeral.
    —Vi a Kealy en la CNN.

    El sacerdote había aparecido con regularidad la semana anterior, ofreciendo opiniones tendenciosas sobre el próximo cónclave.

    —Yo también, pero no he visto a Tom desde el día después de que muriera Clemente. Tenías razón. No me conviene.
    —Hiciste lo correcto. He estado escuchando a ese idiota en televisión. Tiene una opinión para todo, y la mayoría de sus puntos de vista es errónea.
    —Tal vez la CNN debiera haberte contratado a ti.

    Él soltó una risita.

    —Justo lo que me hacía falta.
    —¿Qué vas a hacer, Colin?
    —He venido a decirle al cardenal Ngovi que me vuelvo a Rumanía.
    —¿A ver al padre Tibor otra vez?
    —¿Es que no lo sabes?

    Al rostro de Katerina asomó una mirada de perplejidad, y él le contó lo del asesinato de Tibor.

    —Pobre hombre, no lo merecía. Y esos niños. Él era todo lo que tenían.
    —Exactamente por eso me voy. Tenías razón. Ya es hora de que haga algo.
    —Pareces satisfecho con la decisión.

    Michener echó un vistazo a la plaza y se detuvo en un lugar por el que solía pasear con la impunidad del secretario del Papa. Ahora se sentía como si fuera un extraño.

    —Es hora de cambiar.
    —¿No más torres de marfil?
    —No en el futuro. El orfanato de Zlatna será mi hogar durante una temporada.

    Ella se movió intranquila.

    —Hemos recorrido un largo camino. Sin discusiones, sin ira. Finalmente amigos.
    —Se trata de no cometer dos veces los mismos errores. Eso es lo único que podemos esperar. — Notó que ella estaba de acuerdo. Se alegraba de que se hubieran vuelto a encontrar, pero Ngovi lo esperaba—. Cuídate, Kate.
    —Tú también, Colin.

    Y se fue, reprimiendo a duras penas el impulso de volver la cabeza una última vez.

    Encontró a Ngovi en su despacho de la Congregación para la Educación Católica. La maraña de habitaciones bullía de actividad. Con el cónclave empezando al día siguiente, todo el mundo parecía hacer un esfuerzo por tenerlo todo listo.

    —Lo cierto es que creo que estamos preparados —le dijo Ngovi.

    La puerta se cerró, y el personal recibió instrucciones de no molestarlos. Michener se esperaba otra charla sobre el trabajo, ya que había sido Ngovi quien había convocado la reunión.

    —He esperado hasta ahora para hablar contigo, Colin. Mañana estaré encerrado en la Capilla Sixtina. — Ngovi se enderezó en la silla—. Quiero que vayas a Bosnia.

    La petición lo sorprendió.

    —¿Para qué? Usted y yo pensábamos que esa historia era ridícula.
    —El asunto me preocupa. El Papa tenía algo en mente, y quiero cumplir sus deseos. Es el cometido de cualquier camarlengo. Él quería saber cuál era el décimo secreto, y yo también.

    Michener no le había mencionado a Ngovi lo del último correo electrónico que le envió Clemente, de modo que metió la mano en el bolsillo y sacó la copia.

    —Ha de leer esto.

    El cardenal se puso unas gafas y leyó atentamente el mensaje.

    —Lo envió el domingo justo antes de medianoche. Deliraba. Si me voy a recorrer Bosnia, no haremos sino llamar la atención. ¿Por qué no lo dejamos estar?

    Ngovi se quitó las gafas.

    —Ahora más que nunca quiero que vayas.
    —Habla igual que Jakob. ¿Qué mosca le ha picado?
    —No lo sé. Lo único que sé es que esto era importante para él, y deberíamos terminar lo que él quería. Esta nueva información sobre Valendrea que asegura que eliminó parte del tercer secreto hace que resulte crucial que investiguemos.

    Michener seguía sin convencerse.

    —Hasta el momento nadie ha sacado el tema de la muerte de Clemente. ¿Acaso quiere arriesgarse?
    —Lo he sopesado, pero dudo que a la prensa vaya a interesarle lo que tú haces: el cónclave acaparará toda su atención. Así que quiero que vayas. ¿Aún tienes la carta para el visionario?

    Michener asintió.

    —Te daré otra con mi firma. Eso debería bastar.

    Le contó a Ngovi lo que pretendía hacer en Rumanía.

    —¿No puede otro ocuparse de esto?

    Ngovi meneó la cabeza.

    —Ya conoces la respuesta.

    Vio que Ngovi se mostraba más inquieto que de costumbre.

    —Hay algo más que es preciso que sepas, Colín. — Ngovi señaló el mensaje—. Tiene que ver con esto. Me dijiste que Valendrea entró en la Riserva con el Papa. Lo comprobé, y el registro confirma esa visita la noche del viernes anterior al fallecimiento de Clemente. Lo que no sabes es que Valendrea abandonó el Vaticano el sábado por la tarde, y el viaje no estaba previsto. De hecho canceló todos sus compromisos para sacar tiempo. Estuvo fuera hasta el domingo por la mañana temprano.

    A Michener le impresionó la red de información de Ngovi.

    —No sabía que lo vigilara tan de cerca.
    —El toscano no es el único que espía.
    —¿Tienes idea de adonde fue?
    —Sólo que salió del aeropuerto de Roma en un avión privado antes de que oscureciera y regresó en el mismo avión a la mañana siguiente temprano.

    Recordó la sensación de incomodidad en el café mientras él y Katerina hablaban con Tibor. ¿Sabía Valendrea de la existencia del padre Tibor? ¿Lo habrían seguido?

    —Tibor murió el sábado por la noche. ¿Qué está diciendo?

    Éste alzó las manos vacilante.

    —Yo sólo doy datos. En la Riserva, el viernes, Clemente le enseñó a Valendrea lo que le había enviado el padre Tibor, y la noche siguiente asesinaron al sacerdote. Desconozco si el repentino viaje de Valendrea del sábado está relacionado con el asesinato del padre Tibor, pero el sacerdote dejó este mundo en un momento bastante extraño, ¿no crees?
    —Y ¿piensa que la respuesta a todo esto se halla en Bosnia?
    —Eso pensaba Clemente.

    Ahora veía los verdaderos motivos de Ngovi, sin embargo preguntó:

    —¿Qué hay de los cardenales? ¿No habría que informarles de lo que estoy haciendo?
    —No es una misión oficial; esto es algo entre tú y yo. Un gesto para con nuestro difunto amigo. Además, estaremos reunidos en el cónclave por la mañana, encerrados. No podría informarse a nadie.

    Comprendió por qué Ngovi había esperado para hablar con él, pero también recordó la advertencia de Clemente sobre Alberto Valendrea y la falta de privacidad. Echó una ojeada a unas paredes que habían sido levantadas en la época de la Revolución norteamericana. ¿Habría alguien a la escucha? Decidió que en realidad no importaba.

    —De acuerdo, lo haré. Pero sólo porque usted me lo pide y Jakob lo quería. Después me iré.

    Y esperó que Valendrea estuviese escuchando.


    35


    16:30


    Valendrea se sentía abrumado por el volumen de información que estaban destapando las escuchas. Ambrosi se había pasado las dos últimas semanas trabajando todas las noches, revisando las cintas, eliminando las nimiedades, conservando los datos valiosos. Las versiones resumidas, que le fueron entregadas en microcasetes, habían revelado multitud de cosas sobre la actitud de los cardenales, y le agradó descubrir que era bastante papabile a ojos de muchos, incluso de algunos de cuyo apoyo todavía no se encontraba completamente seguro.

    Su comedimiento estaba funcionando. A diferencia de lo que ocurrió en el cónclave de Clemente XV, esta vez había mostrado la reverencia que se esperaba de un príncipe de la Iglesia. Y ya había comentaristas que incluían su nombre en una reducida lista de candidatos, junto con el de Maurice Ngovi y otros cuatro cardenales.

    Un recuento informal realizado la noche anterior indicaba que había cuarenta y ocho votos afirmativos confirmados. Necesitaba setenta y seis para ganar una primera votación, suponiendo que los 113 cardenales elegibles acudieran a Roma, cosa que, a menos que surgiera algún caso de enfermedad grave, sucedería. Gracias a Dios las reformas de Juan Pablo II tomaban en consideración un cambio en el procedimiento al cabo de tres días de votación: si para entonces no se había elegido papa, se celebraría una serie de votaciones sucesivas, seguidas de un día de oración y debate. Después de doce días de cónclave, si todavía no había papa, la elección recaería en una mayoría simple de cardenales, lo cual quería decir que el tiempo jugaba a su favor, ya que poseía claramente la mayoría, además de votos de sobra para impedir que cualquier otro saliera elegido en las primeras rondas. Así que podía servirse de tácticas obstruccionistas si era preciso. Siempre, claro estaba, que mantuviera intacto su bloque de electores durante los próximos doce días.

    Había un puñado de cardenales problemáticos. Al parecer le habían dicho una cosa en su día, cuando pensaban que las puertas cerradas les garantizaban privacidad, y sin embargo proclamaban otra. Tras efectuar las oportunas comprobaciones, había descubierto que Ambrosi había recabado interesante información relativa a varios de los traidores —más que suficiente para convencerlos de su error—, y él tenía previsto enviar a su asistente a verlos a todos ellos antes de la mañana del día siguiente.

    Después resultaría complicado presionarlos. Podía reafirmar posturas, pero, una vez en el cónclave, las habitaciones eran demasiado reducidas, la privacidad escasa y había algo en la Capilla Sixtina que afectaba a los cardenales. Había quien lo llamaba la fuerza del Espíritu Santo. Otros, ambición. Así que sabía que tendría que asegurarse los votos ya mismo, la asamblea venidera sólo sería la confirmación de que todos estaban dispuestos a mantener su parte del trato.

    Naturalmente, con el chantaje sólo se podía conseguir una serie de votos. La mayoría de sus partidarios le era leal por la posición que ocupaba en la Iglesia y por su experiencia, lo cual lo convertía en el más papabile de los favoritos. Y estaba orgulloso de sí mismo por no haber hecho nada en los últimos días que le hiciera perder el apoyo de esos aliados.

    Seguía anonadado con el suicidio de Clemente, pues jamás pensó que el alemán fuera a hacer nada que pusiera en peligro su alma. Sin embargo se le pasó por la cabeza algo que Clemente le había dicho hacía casi tres semanas en sus dependencias: «A decir verdad espero que heredes mi cargo: lo encontrarás muy distinto de lo que imaginas. Tal vez debieras serlo.» Y lo que el Papa había dicho ese viernes por la noche, después de abandonar la Riserva: «Quería que supieras lo que te espera.» Y ¿por qué Clemente no le había impedido quemar la traducción? «Ya lo verás.»

    —Maldito seas, Jakob —murmuró.

    Llamaron a la puerta de su despacho y Ambrosi entró y se acercó a su mesa. Llevaba una grabadora de bolsillo.

    —Escuche esto. Acabo de copiarlo del magnetófono: Michener y Ngovi hace unas cuatro horas en el despacho de Ngovi.

    La conversación duraba alrededor de diez minutos. Valendrea apagó el aparato.

    —Primero Rumanía y ahora Bosnia. No van a detenerse.
    —Al parecer Clemente le envió un mensaje a Michener antes de suicidarse.

    Ambrosi estaba al tanto del suicidio del Papa. Él mismo le había contado eso y más, incluyendo lo que había ocurrido con Clemente en la Riserva.

    —He de leer ese correo.

    Ambrosi se hallaba bien tieso ante el escritorio.

    —No veo cómo.
    —Podríamos conseguir de nuevo la ayuda de la novia de Michener.
    —A mí también se me ha ocurrido esa idea, pero ¿qué importa eso ya? El cónclave empieza mañana, y usted será papa cuando caiga la tarde. Seguramente antes del día siguiente.

    Era posible, pero también lo era que quedara atrapado en unos comicios ajustados.

    —Lo que me preocupa es que parece que nuestro amigo africano tiene su propia red de información. No sabía que ocupara un lugar tan alto en su orden de prioridades. — También le inquietaba que Ngovi hubiese relacionado tan fácilmente su viaje a Rumanía con el asesinato de Tibor. Ello podía ser un problema—. Quiero que localices a Katerina Lew.

    No había hablado con ella después de Rumanía. No hacía falta. Gracias a Clemente sabía todo lo que necesitaba saber. No obstante le daba rabia que Ngovi mandara a enviados para desempeñar misiones particulares, en concreto unas misiones que lo concernían. Con todo, no podía hacer gran cosa, ya que no podía correr el riesgo de involucrar al Sacro Colegio: surgirían demasiadas preguntas, y él tendría pocas respuestas. Además, ello podía hacer que Ngovi encontrara la manera de abrir una investigación por su viaje a Rumanía, y no estaba dispuesto a darle esa oportunidad al africano.

    Era el único con vida que sabía lo que había dicho la Virgen. Tres Papas habían muerto, y él ya había destruido parte de la maldita copia de Tibor, eliminado al sacerdote y tirado por el retrete el texto original de la hermana Lucía. Lo único que quedaba era el facsímil de la traducción que aguardaba en la Riserva. Nadie tenía permiso para ver esas palabras, pero para tener acceso a la caja necesitaba ser Papa.

    Miró a Ambrosi.

    —Por desgracia, Paolo, has de quedarte aquí los próximos días, necesitaré que estés cerca. Pero tenemos que saber lo que hace Michener en Bosnia, y ella es nuestra mejor baza. Así que localiza a Katerina Lew y consigue su ayuda de nuevo.
    —¿Cómo sabe que está en Roma?
    —¿Dónde iba a estar, si no?


    36


    18:15


    Katerina se sintió atraída por el set de la CNN, justo frente a la columnata sur de la plaza de San Pedro. Había visto a Tom Kealy al otro lado de la adoquinada explanada, bajo unas luces brillantes, delante de tres cámaras. En la plaza había numerosos platós de televisión improvisados. Las miles de sillas y barreras del funeral de Clemente se habían esfumado y habían sido reemplazadas por vendedores de recuerdos, manifestantes, peregrinos y los periodistas que habían afluido a Roma, preparados para el cónclave que daría comienzo por la mañana. Los objetivos buscarían la mejor toma de una chimenea metálica que se alzaba en lo alto de la Capilla Sixtina cuyo humo blanco indicaría que había nuevo papa.

    Se acercó a un grupo de mirones que se apiñaba en torno a la tarima de la CNN, donde Kealy hablaba a las cámaras. Llevaba una sotana de lana y el alzacuello, lo cual le hacía parecer un auténtico sacerdote. Para alguien con tan poca estima hacia su profesión, se le veía a sus anchas con sus galas.

    —…es verdad, antiguamente las papeletas se quemaban sin más tras cada escrutinio con paja seca o húmeda para generar humo negro o blanco. Ahora se añade una sustancia química para dar color. En los últimos cónclaves se ha producido una gran confusión con el humo; al parecer, incluso la Iglesia católica puede permitir a veces que la ciencia facilite las cosas.
    —¿Se sabe algo de lo de mañana? — preguntó la corresponsal que estaba sentada junto a Kealy.

    Éste centró su atención en la cámara.

    —Me inclino a pensar que hay dos favoritos: los cardenales Ngovi y Valendrea. Ngovi sería el primer Papa africano desde el siglo primero y podría hacer mucho en favor de su continente. No hay más que ver lo que Juan Pablo II hizo por Polonia y Europa del Este. África podría hacer idéntico uso de su paladín.
    —Pero ¿están listos los católicos para tener un Papa negro?

    Kealy se encogió de hombros.

    —¿Acaso importa? Actualmente la mayoría de los católicos son de América Latina y de Asia. Los cardenales europeos ya no predominan. Todos los Papas que siguieron a Juan XXIII se aseguraron de ello ampliando el Sacro Colegio y llenándolo de no italianos. En mi opinión, a la Iglesia le convendría más Ngovi que Valendrea.

    Ella sonrió. Era como si Kealy se estuviese vengando del recto Alberto Valendrea. Resultaba interesante ver cómo se habían vuelto las tornas. Hacía diecinueve días era Kealy quien recibía el fuego de artillería que le enviaba Valendrea, camino de la excomunión; sin embargo, durante el interregno, el tribunal, junto con todo lo demás, se había suspendido. Y allí estaba el acusado, en las televisiones del mundo entero, menospreciando al acusador, un serio candidato al papado.

    —¿Por qué Ngovi le convendría más a la Iglesia? — quiso saber la corresponsal.
    —Valendrea es italiano. La Iglesia no ha parado de alejarse de la dominación italiana, y su elección supondría una vuelta atrás. Además, es demasiado conservador para el católico del siglo veintiuno.
    —Hay quien podría pensar que una vuelta a las raíces sería beneficiosa.

    Kealy meneó la cabeza.

    —¿Pasarse cuarenta años desde el Vaticano II intentando modernizar, hacer un buen trabajo convirtiendo la Iglesia en una institución universal para luego arrojarlo todo por la borda? El Papa ya no es sólo el obispo de Roma: es el cabeza de mil millones de fieles, la mayor parte de los cuales no son italianos ni europeos, ni siquiera caucásicos. Elegir a Valendrea sería suicida; y más cuando hay alguien como Ngovi, igualmente papabile y mucho más atractivo de cara al mundo.

    Una mano en el hombro de Katerina la sobresaltó. Al girarse vio los negros ojos del padre Paolo Ambrosi. El irritante curita se hallaba a tan sólo unos centímetros de su rostro. Sintió un arranque de ira, pero mantuvo la calma.

    —Parece que no le cae bien el cardenal Valendrea —musitó el sacerdote.
    —Quíteme la mano del hombro.

    Una sonrisa crispó las comisuras de la boca de Ambrosi, que retiró la mano.

    —Pensé que estaría aquí. — Señaló a Kealy—. Con su amante.

    Ella sintió náuseas, pero se ordenó a sí misma no mostrar miedo.

    —¿Qué quiere?
    —¿Seguro que quiere hablar aquí? Si su socio volviera la cabeza, es posible que se preguntara por qué estaba usted conversando con alguien tan cercano al cardenal al que desprecia. Puede que incluso se pusiera celoso y montara en cólera.
    —No creo que deba preocuparse por usted. Yo meo sentada, así que dudo que sea su tipo.

    Ambrosi no dijo nada, pero tal vez tuviese razón: lo que quisiera que hubiera de decirle debía ser dicho en privado. Así que Katerina lo condujo por la columnata, pasando ante hileras de quioscos que vendían sellos y monedas.

    —Qué asco —espetó Ambrosi, señalándolos—. Creen que es carnaval, tan sólo una ocasión para ganar dinero.
    —Y estoy segura de que las alcancías de San Pedro se han cerrado desde que murió Clemente.
    —Es usted muy lista.
    —¿Qué pasa? ¿La verdad duele?

    Habían salido del Vaticano y se encontraban en las calles de Roma, bajando por una vía flanqueada por una maraña de modernos apartamentos. Katerina tenía los nervios de punta, estaba en vilo. Se detuvo.

    —¿Qué quiere?
    —Colin Michener va ir a Bosnia. Su Eminencia quiere que usted vaya con él y le informe de lo que hace.
    —Ni siquiera le importó lo de Rumanía. No he tenido noticia de ustedes hasta ahora.
    —Aquello se volvió irrelevante. Esto tiene más importancia.
    —No me interesa. Además, Colin se va a Rumanía.
    —Por el momento no. Va a Bosnia, al santuario de Medjugorje.

    Estaba confusa. ¿Por qué iba a sentir Michener la necesidad de realizar semejante peregrinación, sobre todo después de lo que le había dicho?

    —Su Eminencia insistió en que le dejara claro que sigue teniendo un amigo en el Vaticano, por no hablar de los diez mil dólares que le pagó.
    —Dijo que el dinero era mío. Sin preguntas.
    —Muy interesante. Parece que no es usted una puta barata.

    Katerina le cruzó la cara.

    Ambrosi no se mostró sorprendido. Se limitó a mirarla fijamente con sus penetrantes ojos.

    —Es la última vez que me abofetea. — Había un dejo de amargura en su voz, un dejo que no le gustó nada.
    —Ya no me interesa ser su espía.
    —Es usted una zorra insolente. Sólo espero que Su Eminencia se canse pronto de usted. Puede que después yo le devuelva la visita.

    Ella retrocedió.

    —¿Por qué va Colin a Bosnia?
    —Para localizar a uno de los visionarios de Medjugorje.
    —¿Qué es todo esto de los visionarios y la Virgen María?
    —Imagino que está familiarizada con las apariciones en Bosnia.
    —Menudo disparate. No creerá de verdad que la Virgen María se les ha aparecido a esos niños cada día durante todos estos años y aún se le aparece a uno de ellos.
    —La Iglesia aún no ha concedido validez a las apariciones.
    —¿Es que su aprobación va a hacer que sean reales?
    —Su sarcasmo es tedioso.
    —Lo mismo que usted.

    Sin embargo, empezaba a sentir interés. No quería hacer nada por Ambrosi o Valendrea, y sólo había permanecido en Roma por Michener. Se había enterado de que se había ido del Vaticano —Kealy lo había anunciado como parte de un análisis relativo a las consecuencias que se derivaban de la muerte de un Papa—, pero no se había esforzado por averiguar su paradero. Lo cierto era que, después de su anterior encuentro, ella había acariciado la idea de seguirlo a Rumanía. Pero ahora se le planteaba otra posibilidad: Bosnia.

    —¿Cuándo se marcha? — preguntó, odiándose por parecer interesada.

    Los ojos de Ambrosi brillaron de satisfacción.

    —No lo sé. — El sacerdote metió una mano bajo la sotana y sacó un papel—. Ésta es la dirección de su apartamento, no está lejos de aquí. Podría… consolarlo. Su mentor ha muerto, su vida es un caos, pronto un enemigo suyo será papa…
    —Valendrea está bastante seguro de sí mismo.
    —¿Cuál es el problema?

    Ella pasó por alto la pregunta.

    —¿Cree que Colín es vulnerable? ¿Que se abrirá a mí? ¿Que incluso me permitirá ir con él?
    —Ésa es la idea.
    —No es tan débil.

    Ambrosi sonrió.

    —Apuesto a que sí.


    37


    Roma
    19:00



    Michener bajaba por la via Giotto hacia su apartamento. El barrio que lo rodeaba se había convertido en un lugar de reunión para la gente del teatro, las calles llenas de animados cafés que en su día albergaron a intelectuales y políticos radicales. Sabía que la subida al poder de Mussolini se había organizado en las proximidades, y gracias a Dios la mayoría de los edificios había sobrevivido a la limpia arquitectónica de il Duce y seguía desprendiendo un aire decimonónico.

    Era un estudioso de Mussolini tras haber leído un par de biografías después de mudarse al Palacio Apostólico. Mussolini era un hombre ambicioso que soñaba con que los italianos vistieran de uniforme y todos los edificios de piedra antiguos de Roma, con sus tejados de terracota, fueran sustituidos por relucientes fachadas de mármol y obeliscos en conmemoración de sus grandes victorias militares. Pero il Duce acabó con una bala en la cabeza, y luego lo colgaron por los pies para que todos lo vieran. Nada quedaba de su grandioso plan, y a Michener le preocupaba que la Iglesia sufriera una suerte parecida si Valendrea se hacía con el papado.

    La megalomanía era una enfermedad mental caracterizada por la arrogancia. Y estaba claro que Valendrea la sufría. La oposición del secretario de Estado al Vaticano II y a las demás reformas posteriores de la Iglesia no era ningún secreto. La pronta elección de Valendrea podía dar lugar a un mandato en el que imperaría un cambio de rumbo radical. Lo peor era que el toscano podía gobernar fácilmente veinte años o más, lo cual significaba que reorganizaría por completo el Sacro Colegio cardenalicio, igual que hiciera Juan Pablo II durante su largo pontificado. Sin embargo Juan Pablo II había sido un gobernante benevolente, un hombre con visión de futuro. Valendrea era un demonio, y Dios ayudaba a sus enemigos, razón de más para que Michener desapareciera en los Cárpatos. Con o sin Dios, con Cielo o sin Cielo, esos niños lo necesitaban.

    Encontró el edificio y subió con dificultad las escaleras hasta el tercero. Uno de los obispos destinados a la residencia del Papa le había ofrecido el piso de dos habitaciones, amueblado, sin que tuviera que pagar el alquiler durante un par de semanas, y apreciaba el gesto. Se había deshecho de los muebles de Clemente hacía unos días, y las cinco cajas de efectos personales y el baúl de madera del Papa se encontraban en el apartamento. En un principio tenía pensado salir de Roma a finales de semana, pero ahora volaría a Bosnia al día siguiente con el billete que le había proporcionado Ngovi. A la semana estaría en Rumanía y comenzaría una nueva vida.

    A una parte de él le molestaba lo que había hecho Clemente. La historia estaba repleta de Papas que habían sido elegidos únicamente porque no tardarían en morir, y muchos de ellos habían engañado a todo el mundo durando una década o más. Jakob Volkner podía haber sido uno de esos pontífices. Con él estaban cambiando las cosas, y sin embargo había puesto fin a todas las esperanzas con una muerte autoprovocada.

    También Michener tenía la sensación de estar dormido. Las dos últimas semanas, que comenzaron aquel terrible domingo por la mañana, parecían un sueño. Su vida, antaño ordenada, giraba fuera de control.

    Necesitaba orden.

    Pero al detenerse en el descansillo del tercer piso, supo que ante sí aguardaba un caos aún mayor: sentada en el suelo a la puerta de su apartamento estaba Katerina Lew.

    —¿Por qué no me sorprende que hayas vuelto a encontrarme? — le dijo—. ¿Cómo lo has hecho esta vez?
    —Hay secretos que todos conocen.

    Ella se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones. Vestía igual que por la mañana, y seguía estando preciosa.

    Michener abrió la puerta del piso.

    —¿Aún sigues pensando en ir a Rumanía? — le preguntó ella.

    Él dejó la llave en una mesa.

    —¿Acaso piensas seguirme?
    —Puede.
    —Yo en tu lugar no reservaría el vuelo ya mismo.

    Le contó lo de Medjugorje y lo que Ngovi le había pedido que hiciera, si bien omitió los detalles relativos al mensaje de Clemente. No le apetecía nada hacer ese viaje, y así se lo confesó a Katerina.

    —La guerra ha terminado, Colin —aseguró ésta—. Aquello lleva años en calma.
    —Gracias a las tropas norteamericanas y de la OTAN. Yo no lo llamaría un destino vacacional.
    —En ese caso ¿por qué vas?
    —Se lo debo a Clemente y a Ngovi —repuso.
    —¿No crees que ya has pagado tus deudas?
    —Sé lo que vas a decir, pero me estaba planteando dejar el sacerdocio. Lo cierto es que ya no importa.

    El rostro de Katerina reflejó sorpresa.

    —¿Por qué?
    —Estoy harto. No tiene que ver con Dios ni con llevar una buena vida ni con la dicha eterna. Tiene que ver con la política, la ambición, la avaricia. Cada vez que pienso en el lugar donde nací me pongo enfermo. ¿Cómo podía pensar nadie que estaban haciendo algo bueno allí? Había mejores formas de ayudar a esas madres, y sin embargo nadie se molestó en intentarlo. Se limitaron a mandarnos fuera. — Se movió nervioso y se sorprendió mirando al suelo—. ¿Y esos niños de Rumanía? Creo que hasta el Cielo se ha olvidado de ellos.
    —Nunca te había visto así.

    Él se acercó a la ventana.

    —Lo más probable es que Valendrea pronto sea Papa. Habrá un montón de cambios. Puede que Tom Kealy estuviera en lo cierto después de todo.
    —No des crédito a nada de lo que diga ese imbécil.

    Michener notó algo raro en su tono.

    —Sólo hemos hablado de mí. ¿Qué has estado haciendo desde que volviste de Bucarest?
    —Como te he dicho, escribir algunos artículos sobre el funeral para una revista polaca. También me he estado documentando acerca del cónclave. La revista me ha contratado para que escriba un artículo de fondo.
    —Entonces ¿cómo te vas a ir a Rumanía?

    La expresión de Katerina se suavizó.

    —No voy a ir. Sólo me hacía ilusiones. Pero al menos sabré dónde encontrarte.

    La idea era reconfortante. Él sabía que no volver a verla lo entristecería. Recordó la última vez, hacía tantos años, que estuvieron a solas. Fue en Munich, poco antes de licenciarse en Derecho y volver al servicio de Jakob Volkner. Ella tenía más o menos el mismo aspecto, el cabello algo más largo, el rostro un poco más lozano, la sonrisa igual de atractiva. Había pasado dos años amándola, sabiendo que algún día tendría que elegir. Ahora se daba cuenta del error que había cometido. Se acordó de algo que le había dicho antes en la plaza: «Se trata de no cometer dos veces los mismos errores. Eso es lo único que podemos esperar.»

    Muy cierto.

    Cruzó la habitación y la tomó en sus brazos.

    Ella no opuso resistencia.

    Michener abrió los ojos y miró el reloj que había junto a la cama: las diez cuarenta y tres de la noche. Katerina yacía a su lado. Habían dormido casi dos horas. No se sentía culpable por lo que había ocurrido. La amaba, y si a Dios le molestaba, que le molestase. La verdad es que a esas alturas le daba lo mismo.

    —¿Qué haces despierto? — preguntó ella en la oscuridad.

    Michener pensaba que Katerina estaba durmiendo.

    —No estoy acostumbrado a despertarme con alguien en la cama.

    Ella apoyó la cabeza en su pecho.

    —¿Podrías acostumbrarte?
    —Eso precisamente me preguntaba.
    —Esta vez no quiero marcharme, Colin.

    Él le besó la cabeza.

    —¿Quién ha dicho que tengas que hacerlo?
    —Quiero ir contigo a Bosnia.
    —¿Qué hay de ese trabajo para la revista?
    —Te he mentido. No hay ningún trabajo. Estoy aquí, en Roma» por ti.

    Él respondió sin pensárselo:

    —En ese caso puede que unas vacaciones en Bosnia nos sienten bien a los dos.

    Había pasado del mundo del Palacio Apostólico a un reino donde sólo existía él. Clemente XV se hallaba cómodamente instalado en un féretro triple bajo San Pedro, y él estaba desnudo en la cama con una mujer a la que amaba.

    No podía decir cómo acabaría todo aquello.

    Lo único que sabía era que por fin se sentía satisfecho.


    38


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    Martes, 28 de noviembre
    13:00



    Michener miraba por la ventanilla del autobús. La rocosa costa pasaba a toda velocidad ante él, el mar Adriático picado debido a un vendaval. Él y Katerina habían realizado el breve trayecto de Roma a Split en avión. Los autocares para turistas se agolpaban ante las salidas del aeropuerto, los conductores anunciando su destino a voces: Medjugorje. Uno de los hombres aclaró que aquélla era la temporada baja del año. Los peregrinos llegaban a razón de tres mil a cinco mil al día en verano, pero esa cifra quedaba reducida a varios cientos de noviembre a marzo.

    Durante las últimas dos horas una guía había explicado a las cincuenta personas aproximadamente que ocupaban el autobús que Medjugorje se encontraba situado en la parte meridional de Herzegovina, cerca de la costa, y que una barrera de montañas al norte aislaba la región tanto desde el punto de vista del clima como de la política. También les contó que Medjugorje significaba «zona entre montañas». La mayoría de la población era croata, y el catolicismo prosperaba. A principios de los años noventa, con la caída del comunismo, los croatas buscaron la independencia de inmediato, pero los serbios —el auténtico poder en la sombra de la antigua Yugoslavia— los invadieron con la intención de crear la Gran Serbia. Se desató una sangrienta guerra civil que duró años, y doscientas mil personas perdieron la vida hasta que finalmente la comunidad internacional detuvo el genocidio. Después se declaró otra guerra entre croatas y musulmanes, que terminó deprisa, con la llegada de las tropas de la ONU.

    Medjugorje había escapado del terror, pues la mayor parte de la contienda se libró al norte y al oeste. A decir verdad en la zona sólo vivían alrededor de quinientas familias, pero la descomunal iglesia de la localidad podía acoger a dos mil visitantes, y la guía contó que la infraestructura de hoteles, pensiones, vendedores de comida y tiendas de recuerdos estaba convirtiendo el lugar en una meca religiosa. Habían acudido veinte millones de personas de todo el mundo, y en el último recuento se había llegado a las dos mil apariciones, algo sin precedentes en las visiones marianas.

    —¿Tú te crees todo esto? — le preguntó Katerina en un susurro—. Resulta un poco inverosímil que la Virgen baje a la Tierra todos los días para hablar con una mujer de una aldea bosnia.
    —El visionario cree, y Clemente también creía. Ten la mente abierta, ¿de acuerdo?
    —Lo intento, pero ¿a cuál de los visionarios vamos a abordar?

    Michener había estado pensando en ello, de manera que le pidió a la guía que contara más cosas de los visionarios, y averiguó que una de las mujeres, que en la actualidad tenía treinta y cinco años, estaba casada, tenía un hijo y vivía en Italia. Otra, de treinta y seis, estaba casada, tenía tres hijos y seguía viviendo en Medjugorje, pero era muy reservada y no recibía a muchos peregrinos. Uno de los hombres, de treinta y pocos años, había intentado dos veces ser sacerdote, pero no lo había conseguido, y aún esperaba ser ordenado algún día. Viajaba mucho, llevando al mundo el mensaje de Medjugorje, y sería difícil dar con él. El varón restante, el menor de los seis, estaba casado, tenía dos hijos y no hablaba mucho con los visitantes. Otra de las mujeres, que rozaba los cuarenta, estaba casada y ya no vivía en Bosnia. La que quedaba era la que seguía viendo apariciones. Se llamaba Jasna, tenía treinta y dos años y vivía sola en Medjugorje. Las visitaciones que recibía a diario eran presenciadas en numerosas ocasiones por miles de personas en la iglesia de Santiago. La guía les dijo que Jasna era una mujer introvertida, de pocas palabras, pero que a veces charlaba con los visitantes. Michener miró a Katerina y le dijo:

    —Parece que nuestras opciones son limitadas. Empezaremos por ella.
    —Pero Jasna no conoce los diez secretos que la Virgen les ha revelado a los otros —continuaba la guía en la parte delantera del autobús, y la atención de Michener volvió a centrarse en lo que relataba la mujer—. Los otros cinco sí conocen los diez secretos, y se dice que cuando los sepan los seis, las visiones cesarán y se ofrecerá una señal evidente de la presencia de la Virgen para los ateos. «Pero los fieles no han de esperar a esa señal para convertirse. Ha llegado el momento de la gracia, el momento de vivir una fe cada vez mayor, el momento de la conversión. Porque cuando llegue la señal será demasiado tarde para muchos.» Ésas son las palabras de la Virgen. Una predicción.
    —Y ahora ¿qué hacemos? — le preguntó al oído Katerina.
    —Propongo que vayamos a verla de todas formas, aunque sólo sea por curiosidad. Seguro que podrá responderme al millar de preguntas que tengo.

    La guía señaló el monte de las apariciones.

    —Ahí es donde los dos visionarios iniciales presenciaron las primeras apariciones, en junio de 1981: una brillante bola de fuego dentro de la cual había una hermosa mujer que sostenía en brazos a un niño. La tarde siguiente los dos niños regresaron con cuatro amigos, y la mujer se presentó de nuevo, en esa ocasión luciendo una corona con doce estrellas y un vestido gris perla. Según ellos, parecía vestida por el sol.

    La guía apuntó a un empinado sendero que salía de la aldea de Podbro y llegaba hasta un alto en el que había una cruz. Incluso ahora había peregrinos subiendo bajo los densos nubarrones que llegaban del mar.

    El monte de la Cruz apareció al poco, elevándose a poco más de kilómetro y medio de Medjugorje, su roma cima a unos quinientos metros de altitud.

    —La cruz fue erigida en la década de los treinta por la parroquia y no desempeña ningún papel en las apariciones, salvo que muchos peregrinos han asegurado haber visto señales luminosas en ella y a su alrededor. Por ese motivo este lugar ha pasado a formar parte de la experiencia. Procuren subir a la cima.

    El autobús aminoró la marcha y entró en Medjugorje. La aldea no se parecía en nada a la infinidad de comunidades atrasadas por las que habían pasado desde que salieran de Split. Las construcciones de piedra bajas en distintos tonos de rosa, verde y ocre daban paso a edificios más altos: hoteles, aclaró la guía, abiertos recientemente para acoger a la afluencia de peregrinos, junto con tiendas libres de impuestos y agencias de alquiler de coches y de viajes. Relucientes taxis Mercedes sorteaban los camiones.

    El autobús se detuvo ante la iglesia de Santiago, con sus dos torres gemelas. Un letrero en su fachada anunciaba que se decía misa a lo largo de todo el día en distintos idiomas. Ante ella se extendía una plaza de hormigón, y la guía explicó que la explanada era un lugar de reunión nocturno para los fieles. Michener se preguntó qué ocurriría esa noche, ya que a lo lejos se oía el retumbar de los truenos.

    Unos soldados patrullaban la plaza.

    —Forman parte de las tropas españolas encargadas de velar por la paz destinadas a esta zona, y pueden resultar útiles —aclaró la guía.

    Ellos cogieron sus respectivas bolsas y bajaron del autobús. Michener se acercó a la guía:

    —Disculpe, ¿dónde podríamos encontrar a Jasna?

    La mujer señaló una de las calles.

    —Vive en una casa que está a unas cuatro manzanas en esa dirección, pero viene a la iglesia todos los días a las tres, y a veces por la tarde, a rezar. No tardará en llegar.
    —Y las apariciones, ¿dónde se dan?
    —La mayoría de las veces aquí, en la iglesia. Por eso viene Jasna. Pero debo advertirle que es poco probable que los vea sin previo aviso.

    Michener captó el mensaje: posiblemente todos los peregrinos quisieran ver a alguno de los visionarios. La guía les indicó un centro de información que había al otro lado de la calle.

    —Pueden organizar una cita; por lo general a última hora de la tarde. Háblenles de Jasna y seguro que les atienden mejor. Son muy sensibles a sus necesidades. Michener le dio las gracias y, acto seguido, él y Katerina se marcharon.
    —Por alguna parte hemos de empezar, y esta Jasna es lo que tenemos más a mano. No me apetece hablar delante de un grupo, y no tengo necesidades que requieran sensibilidad, así que daremos con esta mujer nosotros solos.


    39


    Ciudad del Vaticano
    14:00



    La procesión de cardenales salió de la Capilla Paulina cantando estrofas del Veni Creator Spiritus. Tenían las manos unidas en oración, la cabeza baja. Valendrea iba detrás de Maurice Ngovi, pues el camarlengo iba a la cabeza del grupo, rumbo a la Capilla Sixtina.

    Todo estaba dispuesto. Valendrea en persona había supervisado una de las últimas tareas hacía una hora, cuando llegaron los empleados de la casa Gammarelli con cinco cajas que contenían sotanas de lino blanco, zapatillas de seda roja, roquetes, mucetas, medias de algodón y solideos de distintas tallas, todos ellos con la espalda y el dobladillo sin coser, las mangas sin terminar. De los arreglos se encargaría el propio Gammarelli, justo antes de que el cardenal escogido Papa apareciera por primera vez en el balcón de la plaza de San Pedro.

    So pretexto de inspeccionarlo todo, Valendrea se había asegurado de que hubiera unas vestiduras —52—54 de pecho, 48 de cintura, zapatillas del número 44— que no necesitaran muchas modificaciones. Después le pediría a Gammarelli que hiciera un juego de prendas tradicionales de hilo blanco, además de unos cuantos diseños nuevos que había estado rumiando los dos últimos años. Se proponía ser uno de los papas mejor vestidos de la historia.

    A Roma habían acudido 113 cardenales, cada uno de ellos ataviado con una sotana púrpura y una muceta ciñendo sus hombros. Lucían un birrete rojo y cruces de oro y plata en el pecho. A medida que avanzaban de uno en uno hacia una elevada puerta, las cámaras de televisión captaban la escena para miles de millones de personas. Valendrea reparó en la gravedad de los rostros: tal vez los cardenales estuviesen teniendo en cuenta el sermón de Ngovi de la misa de mediodía, cuando insistió en que dejaran fuera de la Capilla Sixtina las consideraciones mundanas y, con ayuda del Espíritu Santo, escogieran a un «pastor de la madre Iglesia» capaz.

    La palabra «pastor» suponía un problema. Rara vez había sido pastoral un pontífice del siglo xx. La mayoría eran intelectuales con carrera o diplomáticos del Vaticano. La experiencia pastoral se había discutido los últimos días en la prensa como algo que el Sacro Colegio debía buscar. Sin duda un cardenal pastoral, uno que se hubiese pasado la vida trabajando con los fieles, resultaba mucho más atractivo que un burócrata profesional. Incluso había oído, en las cintas, que muchos de los cardenales pensaban que sería ventajoso contar con un Papa que supiera llevar una diócesis. Por desgracia él era producto de la curia, un administrador nato carente de experiencia pastoral… a diferencia de Ngovi, que había pasado de sacerdote misionero a arzobispo y cardenal. Le contrariaba la anterior alusión del camarlengo, e interpretó el comentario como un golpe a su candidatura: un codazo sutil, si bien una prueba más de que Ngovi podía llegar a ser un rival temible en las horas que se avecinaban.

    La procesión se paró a las puertas de la Capilla Sixtina.

    Dentro se oía un coro.

    Ngovi vaciló y echó a andar de nuevo.

    Las fotografías representaban la Capilla Sixtina como un lugar enorme, pero lo cierto es que resultaba difícil acomodar a 113 cardenales. Había sido erigida hacía quinientos años para ser la capilla privada del Papa, sus muros enmarcados entre elegantes pilastras y cubiertos de narrativos frescos. A la izquierda, la vida de Moisés; a la derecha, la vida de Cristo. Uno liberaba a Israel, el otro a toda la humanidad. La Creación de Adán, en el techo, reflejaba el destino del hombre, previendo su inevitable caída. El Juicio Final, sobre el altar, era una visión aterradora de la cólera divina largamente admirada por Valendrea.

    Dos hileras de plataformas elevadas flanqueaban el pasillo central. Unas tarjetas indicaban quién se sentaba dónde, los asientos asignados según la antigüedad. Las sillas tenían el respaldo recto, y a Valendrea no le hacía mucha gracia la perspectiva de pasar mucho tiempo en una de ellas. Delante de cada una de las sillas, en una minúscula mesa, había un lápiz, una libreta y una papeleta.

    Los hombres ocuparon sus sitios. Nadie había dicho ni palabra. El coro seguía cantando.

    La mirada de Valendrea se posó en la estufa, que se hallaba en un rincón, elevada sobre el suelo de mosaico mediante un andamio de metal. Por su chimenea, cuyo tiro salía por una de las ventanas, el célebre humo indicaría éxito o fracaso. Ojalá no fuera preciso encender muchos fuegos. Cuantos más escrutinios, menos posibilidad de lograr la victoria.

    Ngovi se encontraba en la parte de delante de la capilla, las manos entrelazadas. Valendrea tomó nota del gesto adusto en el rostro del africano y esperó que el camarlengo disfrutara de su momento.

    —Extra omnes —dijo Ngovi en voz alta. Fuera todos.

    El coro, los monaguillos, y los equipos de televisión empezaron a irse. Sólo podrían quedarse los cardenales y treinta y dos sacerdotes, monjas y técnicos.

    En la estancia reinó una incómoda calma mientras dos técnicos hicieron un barrido por el pasillo central: eran los responsables de garantizar que en la capilla no hubiera escuchas. En la verja de hierro los dos hombres se detuvieron y aseguraron que la zona estaba despejada.

    Valendrea asintió, y ellos se retiraron. El ritual se repetiría antes y después de las votaciones de cada día.

    Ngovi dejó el altar y recorrió el pasillo entre los cardenales. Cruzó una celosía de mármol y se detuvo ante las puertas de bronce que los asistentes estaban cerrando. Un silencio absoluto envolvió la habitación. Donde antes había música y un arrastrar de pies sobre las alfombras que protegían el piso de mosaico ahora no se oía nada. Al otro lado de las puertas, por fuera, se oyó el sonido de una llave deslizándose en la cerradura y el encajar de los pestillos.

    Ngovi comprobó los picaportes.

    Cerrados.

    —Extra omnes —repitió.

    Nadie le respondió. Se suponía que nadie debía responder. El silencio indicaba que el cónclave había comenzado. Valendrea sabía que fuera estamparían unos sellos de plomo para garantizar simbólicamente la privacidad. Había otra vía de acceso a la Capilla Sixtina —el camino que tomarían todos los días desde el Domus Sanctae Marthae—, pero el sellado de las puertas constituía el método tradicional que señalaba el inicio del proceso electoral.

    Ngovi regresó al altar, se situó de cara a los cardenales y dijo lo que Valendrea le había oído decir a un camarlengo en ese mismo lugar hacía treinta y cuatro meses:

    —El Señor os bendiga. Comencemos.


    40


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    14:30



    Michener escudriñó la casa. Era una vivienda de una planta de piedra teñida por el musgo. Unas parras serpenteaban por una pérgola, y la única nota de color la ponía la carpintería que reforzaba las ventanas. En un lado había un pequeño huerto que parecía ansioso de que llegara la anunciada lluvia. A lo lejos se veían las montañas.

    Dieron con la casa sólo después de preguntar a dos personas, las cuales se mostraron reacias a ayudarlos hasta que Michener les reveló que era sacerdote y necesitaba hablar con Jasna.

    Llevó a Katerina a la puerta y llamó.

    Abrió una mujer alta de tez color almendra y cabello oscuro. Era delgada como un árbol joven y tenía un rostro agradable, con unos ojos cálidos color avellana. Lo escrutó de tal forma que a Michener le resultó incómodo. Tendría unos treinta años y llevaba un rosario al cuello.

    —He de ir a la iglesia, no tengo tiempo de hablar, la verdad —afirmó—. Lo haré con mucho gusto después de misa —les aseguró en inglés.
    —No estamos aquí por el motivo que usted piensa —respondió Michener, y luego le dijo quién era y a qué había ido.

    La mujer no reaccionó, como si un enviado del Vaticano se pusiera en contacto con ella todos los días. Al cabo los invitó a pasar. En la casa había pocos muebles, la decoración era ecléctica. La luz del sol entraba a raudales por las ventanas entreabiertas, muchos de los cristales estaban rajados a lo largo. Sobre la chimenea colgaba una imagen de María rodeada de velas titilantes, y en un rincón había una talla de la Virgen. La talla llevaba un vestido gris con adornos azul claro. Un velo blanco le cubría el rostro y de él asomaban unos rizos de cabello castaño. Sus ojos azules eran expresivos y cálidos. Nuestra Señora de Fátima, si mal no recordaba.

    —¿Por qué Fátima? — preguntó él, señalando la talla.
    —Me la regaló un peregrino. Me gusta. Parece viva.

    Michener reparó en un leve temblor en el ojo derecho de Jasna, y su inexpresividad y su insulsa voz se le antojaron preocupantes. Se preguntó si la mujer no estaría drogada.

    —Ha dejado de creer, ¿no es cierto? — le preguntó ella en voz queda.

    El comentario lo pilló desprevenido.

    —¿Acaso importa?

    La mujer miró directamente hacia donde estaba Katerina.

    —Ella lo confunde.
    —¿Por qué dice eso?
    —Los sacerdotes rara vez vienen aquí acompañados de mujeres. Y menos un sacerdote sin alzacuello.

    Michener no tenía intención de responder. Seguían de pie, su anfitriona todavía no les había ofrecido asiento, y las cosas empezaban mal.

    Jasna se dirigió a Katerina:

    —Usted ni siquiera cree, lleva así muchos años. Cuan atormentada estará su alma.
    —¿Se supone que sus opiniones han de impresionarnos? — Si el comentario de Jasna la había molestado, no estaba dispuesta a dejárselo saber.
    —Para usted lo único real es lo que puede tocar —añadió Jasna—. Pero hay tantas cosas más… Tantas que ni se imagina. Y aunque no puedan tocarse, siguen siendo reales.
    —El Papa nos ha encomendado una misión —explicó Michener.
    —Clemente está con la Virgen.
    —Eso espero.
    —Pero su falta de fe lo perjudica.
    —Jasna, me han enviado a conocer el décimo secreto. Clemente y el camarlengo me han proporcionado sendas órdenes por escrito para que me sea revelado.

    Ella se volvió.

    —Yo no lo conozco. Ni quiero conocerlo. La Virgen dejará de venir cuando eso ocurra, y sus mensajes son importantes. El mundo depende de ellos.

    Michener estaba familiarizado con los mensajes diarios de Medjugorje, que eran transmitidos al resto del mundo por fax y correo electrónico. La mayoría no eran sino simples llamamientos a la fe y la paz mundial, siendo el ayuno y la oración los medios para lograr ambas cosas. El día anterior había leído algunos de los últimos en la Biblioteca del Vaticano. Los sitios web cobraban automáticamente por facilitar el mandato del Cielo, lo cual le hacía sospechar de las razones de Jasna. Pero a juzgar por la sencillez de su casa y de su vestimenta, la mujer no se beneficiaba de ello.

    —Somos conscientes de que desconoce el secreto, pero ¿podría decirnos con cuál de los otros visionarios hemos de hablar para que nos lo cuente?
    —A todos les fue dicho que no revelaran la información hasta que la Virgen se lo indicara.
    —¿No bastaría la autoridad del Santo Padre?
    —El Santo Padre ha muerto.

    Michener se estaba hartando de su actitud.

    —¿Por qué se empeña en complicarnos las cosas?
    —Eso mismo quiere saber el Cielo.

    Le recordó las lamentaciones de Clemente las semanas previas a su fallecimiento.

    —He rezado por el Papa —afirmó ella—. Su alma necesita nuestras plegarias.

    Él iba a preguntarle a qué se refería, pero antes de que pudiera decir nada la mujer se acercó a la estatua del rincón. De pronto su mirada parecía perdida, petrificada. Se arrodilló en un reclinatorio sin decir nada.

    —¿Qué hace? — inquirió Katerina.

    Él se encogió de hombros. Una campana tañó tres veces a lo lejos, y Michener recordó que supuestamente la Virgen se le aparecía a Jasna todos los días a las tres de la tarde. Una de sus manos encontró el rosario que llevaba al cuello, y Jasna se aferró a las cuentas y empezó a musitar palabras que él no comprendía. Se inclinó hacia ella y siguió su mirada hasta la escultura, pero no vio nada salvo el estoico semblante de madera de la Virgen María.

    Recordó de su investigación que los testigos de Fátima afirmaban haber escuchado un zumbido y sentido calidez durante las apariciones, pero él creyó que eso sólo formaba parte de la histeria colectiva que se apoderaba de los ignorantes que querían creer a toda costa. Se preguntó si de verdad estaría presenciando una aparición mañana o si aquello no sería más que un engañabobos.

    Se aproximó más.

    La mirada de Jasna parecía fija en algo más allá de las paredes. La mujer no era consciente de su presencia y continuaba musitando. Por un instante Michener creyó ver un destello de luz en sus pupilas —dos fogonazos de una imagen reflejada—, un remolino azul y dorado. Su cabeza se volvió hacia la izquierda, en busca de la fuente, pero no había nada: sólo el rincón iluminado por el sol y la silente talla. Lo que quiera que estuviese sucediendo al parecer era cosa únicamente de Jasna.

    Al final ésta bajó la cabeza y dijo:

    —Nuestra Señora se ha ido.

    Luego se puso en pie, fue hacia una mesa y garabateó algo en una libreta. Cuando hubo terminado, le entregó la hoja a Michener.

    Hijos míos, el amor de Dios es grande. No cierren los ojos, no se tapen los oídos. Su amor es grande. Acepten mi llamada y la súplica que les confío. Consagren su corazón y acojan en él al Señor para que more en él para siempre. Mis ojos y mi corazón estarán con ustedes incluso cuando no vuelva a aparecerme. Compórtense en todo momento como yo les pido y serán conducidos hasta el Señor. No rechacen el nombre de Dios si no quieren ser rechazados. Acepten mis mensajes si quieren ser aceptados. Ha llegado el momento de tomar decisiones, hijos míos. Manténganse puros e inocentes de corazón para que los pueda llevar junto a su Padre. Porque esto, mi presencia, es su gran amor.

    —Esto es lo que me ha dicho la Virgen —afirmó Jasna.

    Michener leyó el mensaje de nuevo.

    —¿Va dirigido a mí?
    —Sólo usted puede decidir eso.

    Él le pasó la hoja a Katerina.

    —Aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Quién puede confiarnos el décimo secreto?
    —Nadie.
    —Los cinco visionarios restantes conocen la información. Alguno de ellos podrá revelárnosla.
    —No, a menos que la Virgen dé su consentimiento, y yo soy la única que aún recibe sus visitas a diario. Los otros tendrían que esperar para obtener permiso.
    —Pero usted no conoce el secreto —terció Katerina—. Así que no importa que sea la única que no está al corriente. No necesitamos a la Virgen, necesitamos el décimo secreto.
    —Lo uno va unido a lo otro —repuso Jasna.

    Michener dudaba de si estaba tratando con una fanática religiosa o con alguien realmente escogido por el Cielo. Su impertinencia no era de mucha ayuda, lo cierto es que lo hacía recelar. Decidió que se quedarían en la localidad e intentarían por su cuenta hablar con los otros visionarios que vivían en las inmediaciones. Si no averiguaba nada, podía regresar a Italia y localizar al que residía allí.

    Le dio las gracias a Jasna y se encaminó a la puerta, Katerina a la zaga.

    Su anfitriona permaneció pegada a la silla, su expresión tan vacía como cuando llegaron.

    —No se olvide de Bamberg —apuntó ésta.

    Unos dedos helados le recorrieron la columna. Michener se paró y dio media vuelta. ¿Había oído bien?

    —¿Por qué dice eso?
    —Me dijeron que lo hiciera.
    —¿Qué sabe usted de Bamberg?
    —Nada. Ni siquiera sé lo que es.
    —Entonces ¿por qué lo ha dicho?
    —Yo no hago preguntas, sólo hago lo que me dicen. Tal vez sea ésa la razón de que me hable la Virgen. Vale la pena contar con una servidora fiel.


    41


    Ciudad del Vaticano
    17:00



    Valendrea se estaba impacientando. Su preocupación por los rectos respaldos de las sillas empezaba a estar justificada, pues ya llevaba casi dos angustiosas horas sentado tieso en la Capilla Sixtina. Durante ese tiempo cada uno de los cardenales había ido al altar y jurado ante Ngovi y Dios que no toleraría ninguna intromisión en la elección por parte de autoridades laicas y que, en caso de resultar elegido, sería Munus Petrinum —pastor de la iglesia universal— y defendería los derechos espirituales y temporales de la Santa Sede. También él se había plantado ante Ngovi. La mirada del africano era penetrante mientras se pronunciaban y repetían las palabras.

    Hizo falta otra media hora para tomar juramento de confidencialidad a los asistentes. Luego Ngovi ordenó abandonar la Capilla Sixtina a todos salvo a los cardenales y cerrar las puertas restantes y, situándose frente a la concurrencia, dijo:

    —¿Desean votar ahora?

    La Constitución Apostólica tenía en cuenta la realización de una primera votación de inmediato, si el cónclave así lo quería. Uno de los cardenales franceses se puso en pie y afirmó que él sí. Valendrea se sintió complacido. El francés era de los suyos.

    —Si hay alguien que se oponga, que hable ahora —prosiguió Ngovi.

    La capilla continuó silente. Hubo un tiempo en que en ese instante podía darse una elección por aclamación, supuestamente como resultado de la intervención directa del Espíritu Santo. Se anunciaba un nombre espontáneamente y todos aceptaban que ése sería el Papa. Sin embargo Juan Pablo II suprimió semejante forma de elección.

    —Muy bien —convino Ngovi—. Comencemos.

    El cardenal diácono de menor edad, un brasileño gordo y moreno, se adelantó con andares de pato y sacó tres nombres de un cáliz de plata. Los escogidos actuarían de escrutadores, su cometido sería contar y emitir los votos. Si no se elegía Papa, quemarían las papeletas en la estufa. A continuación se extrajeron del cáliz otros tres nombres, los revisores: su tarea consistiría en supervisar a los escrutadores. Por último se eligió a tres infirmarii, que recogerían las papeletas de los cardenales que pudieran caer enfermos. De los nueve funcionarios, sólo cuatro eran firmes partidarios de Valendrea. Especialmente fastidioso fue la selección del cardenal archivero como escrutador. Aquel viejo cabrón quizás pudiera vengarse después de todo.

    Delante de cada cardenal, además de la libreta y el lápiz, había una tarjeta rectangular de 5 centímetros. En la parte superior, impreso en letras negras, ponía: eligo in summum pontificem. Elijo como sumo pontífice. Debajo había un espacio en blanco para el nombre. Valendrea sentía un cariño especial por la papeleta, ya que la había diseñado su querido Pablo VI.

    En el altar, bajo la angustia de El Juicio Final de Miguel Ángel, Ngovi retiró del cáliz el resto de los nombres: arderían junto con los resultados de la primera votación. Después el africano se dirigió a los cardenales en latín para repetir el procedimiento de la votación. Cuando concluyó, dejó el altar y tomó asiento entre los purpurados. Su cometido como camarlengo tocaba a su fin, y en las próximas horas cada vez tendría que hacer menos cosas. El proceso ahora sería controlado por los escrutadores hasta que hiciera falta una nueva votación.

    Uno de éstos, un cardenal argentino, observó:

    —Escriban un nombre en la tarjeta. Más de un nombre invalidará el voto y el escrutinio. Cuando hayan terminado, doblen la papeleta y acérquense al altar.

    Valendrea miró a izquierda y derecha: los 113 cardenales estaban codo con codo en la capilla. Quería ganar pronto y acabar con su sufrimiento, pero sabía que rara vez había ganado un Papa en el primer escrutinio. Por lo general los electores daban su primer voto a alguien especial: un cardenal favorito, un buen amigo, alguien de su parte del mundo, incluso a ellos mismos, aunque nadie lo admitiera. Era una forma de ocultar sus verdaderas intenciones y subir las apuestas en su posterior apoyo, ya que nada volvía más generosos a los favoritos que un futuro impredecible.

    Valendrea escribió su nombre en la papeleta, esmerándose en disimular su letra para que nadie supiera que era suya, dobló el papel en dos y esperó su turno para aproximarse al altar.

    El depósito de votos se hacía según la jerarquía: cardenales obispos delante de cardenales sacerdotes, siendo los últimos los cardenales diáconos, cada grupo ordenado por su fecha de investidura. Vio cómo el primer cardenal obispo, el de mayor antigüedad, un veneciano de cabello plateado, subía los cuatro escalones de mármol que conducían al altar, la papeleta doblada en alto para que todos la vieran.

    Cuando llegó su turno, Valendrea fue hasta el altar. Sabía que los otros cardenales lo estarían observando, de manera que se arrodilló un instante para rezar, si bien no le dijo nada a Dios. En su lugar, esperó una cantidad prudencial de tiempo antes de ponerse en pie y luego repitió en voz alta lo que tenían que decir todos los cardenales:

    —Pongo por testigo a Cristo nuestro Señor, el cual me juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido.

    Depositó la papeleta en la patena, levantó el reluciente platillo y dejó que la tarjeta cayera dentro del cáliz. Aquel método poco ortodoxo era un modo de asegurarse de que cada cardenal emitía un solo voto. Acto seguido devolvió la patena a su sitio con suavidad, unió las manos en oración y volvió a su asiento.

    Tardaron casi una hora en completar la votación. Después de que la última papeleta cayera en el cáliz, el recipiente pasó a otra mesa. Tras agitar la copa, los tres escrutadores contaron los votos. Los revisores lo observaban todo, sus ojos siempre fijos en la mesa. A medida que iban desdoblando cada papeleta iban leyendo el nombre escrito en ella. Cada cual llevaba su propia cuenta. El número total de votos debía sumar 113, de lo contrario las papeletas serían destruidas y el escrutinio declarado nulo.

    Cuando se leyó el último nombre, Valendrea analizó el resultado: había obtenido treinta y dos votos. No estaba mal para ser la primera ronda. Sin embargo Ngovi había acumulado veinticuatro. Los restantes cincuenta y siete votos se repartían entre una veintena de candidatos.

    Miró a los presentes.

    Estaba claro que todos pensaban lo mismo que él.

    Aquélla iba a ser una carrera de dos caballos.


    42


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    18:30



    Michener consiguió dos habitaciones en uno de los hoteles más nuevos. La lluvia había empezado a caer nada más salir de casa de Jasna, y apenas lograron llegar al hotel antes de que el cielo estallara en una exhibición de pirotecnia. Estaban en época de lluvias, les informó un recepcionista. El diluvio no tardó en llegar, alimentado por la mezcla de aire cálido procedente del Adriático y las frías brisas del norte.

    Cenaron en un café cercano que se hallaba atestado de peregrinos. Las conversaciones, en su mayor parte en inglés, francés y alemán, se centraban en el santuario. Alguien comentó que dos de los visionarios habían estado antes en la iglesia de Santiago. Se suponía que Jasna iba a presentarse, pero no lo había hecho, y uno de los peregrinos observó que no era extraño que se quedara a solas durante la aparición.

    —Encontraremos a esos dos visionarios mañana —le dijo Michener a Katerina mientras comían—. Espero que sea más fácil lidiar con ellos.
    —Esa Jasna es vehemente, ¿eh?
    —O es una impostora consumada o es sincera.
    —¿Por qué te molestó que mencionara Bamberg? No es ningún secreto que el Papa le tenía cariño a su ciudad natal. No me creo que no supiera qué era el nombre.

    Le contó lo que Clemente le había dicho de Bamberg en su último mensaje. «Haced con mi cuerpo lo que os plazca. La pompa y la ceremonia no lo convierten a uno en piadoso. Sin embargo, en lo que a mí respecta preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante, tal vez mi legado pueda descansar allí.» Omitió que el correo era lo último que había escrito un papa que se había quitado la vida, lo cual le trajo a la memoria otra cosa que Jasna había dicho: «He rezado por el Papa. Su alma necesita nuestras plegarias.» Era una locura pensar que conocía la verdad sobre la defunción de Clemente.

    —No creerás en serio que esta tarde presenciamos una aparición, ¿no? — quiso saber Katerina—. Esa mujer estaba ida.
    —Creo que las visiones de Jasna son sólo suyas.
    —¿Es ésa tu forma de decir que la Virgen no ha estado aquí hoy?
    —Igual que no estuvo en Fátima, Lourdes o La Salette.
    —Me recuerda a Lucía —aseguró Katerina—. Cuando estuvimos con el padre Tibor en Bucarest no dije nada, pero del artículo que escribí hace unos años recuerdo que Lucía era una niña atribulada. Su padre era alcohólico, y a ella la criaron sus hermanas mayores. Había siete niños en la casa, y ella era la menor. Justo antes de que comenzaran las apariciones, su padre perdió parte de las tierras de la familia, un par de hermanas se casaron, y las restantes aceptaron un empleo. Ella se quedó sola con su hermano, su madre y un padre borracho.
    —Parte de eso estaba en el informe de la Iglesia —corroboró él—. El obispo encargado de la investigación desechó la mayor parte, aduciendo que era habitual en esa época. Lo que más me preocupó fueron las similitudes entre Fátima y Lourdes. El párroco de Fátima incluso declaró que algunas de las palabras de la Virgen eran casi idénticas a las que pronunció en Lourdes. Las visiones de Lourdes eran conocidas en Fátima, y Lucía estaba al tanto de ellas. — Bebió un trago de cerveza—. He leído todos los informes de estos cuatrocientos años de apariciones, y hay un montón de detalles que coinciden: los niños que siempre son pastores, sobre todo pequeñas con escasos o nulos estudios; las visiones en los bosques; la belleza de Nuestra Señora; los secretos del Cielo. Hay numerosas coincidencias.
    —Por no hablar de que todos los informes existentes fueron escritos años después de la aparición en cuestión —apuntó Katerina—. Sería fácil añadir detalles para dotarlos de mayor autenticidad. ¿No es extraño que ninguno de los visionarios jamás revelara su mensaje justo después de la aparición? Siempre pasan décadas, y luego salen a la luz retazos.

    Michener estaba de acuerdo. La hermana Lucía no había ofrecido un relato detallado de Fátima hasta 1925, y luego de nuevo en 1944. Muchos afirmaban que adornaba sus mensajes con hechos posteriores, como las menciones del papado de Pío XI, la Segunda Guerra Mundial y el auge de Rusia, todo lo cual ocurrió mucho después de 1917. Y con Francisco y Jacinta muertos, no había nadie que pudiera contradecir eso.

    Y había otro dato al que su cabeza de abogado no paraba de dar vueltas.

    En julio de 1917 la Virgen de Fátima habló, como parte del segundo secreto, de la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón. Pero, por aquel entonces, Rusia era una devota nación cristiana. Los comunistas no se hicieron con el poder hasta meses después. En tal caso ¿qué sentido tenía esa consagración?

    —Los visionarios de La Salette eran un absoluto desastre —decía Katerina—. La madre de Maxim, el chico, murió cuando él era un niño y su madrastra le pegaba. La primera vez que lo entrevistaron después de la visión interpretó lo que había visto como una madre que se quejaba de que su hijo le pegaba, no como la Virgen María.

    Michener asintió.

    —Las versiones publicadas de los secretos de La Salette se encuentran en el Archivo del Vaticano. Maxim mencionó a una Virgen vengativa que hablaba de hambruna y comparaba a los pecadores con los perros.
    —La clase de cosa que diría un niño con un padre maltratador. La madrastra solía castigarlo dejándolo sin comer.
    —Al final murió joven, arruinado y amargado —puntualizó él—. A uno de los visionarios iniciales de aquí, de Bosnia, le pasó lo mismo: perdió a su madre un par de meses antes de que tuviera la primera visión. Y los otros también habían tenido problemas.
    —No son más que alucinaciones, Colin. Niños problemáticos que ahora son adultos atormentados convencidos de lo que imaginaron. La Iglesia no quiere que nadie conozca la vida de los visionarios: rompería por completo el encanto, sembraría la duda.

    La lluvia aporreaba el tejado del café.

    —¿Por qué te envió Clemente aquí?
    —Ojalá lo supiera. Estaba obsesionado con el tercer secreto, y este sitio tenía algo que ver con él.

    Decidió hablarle de la visión de Clemente, pero omitió la parte de la Virgen pidiéndole al Papa que pusiera fin a su vida. Hablaba en un susurro.

    —¿Has venido aquí porque la Virgen María le dijo a Clemente que te mandara? — preguntó ella.

    Él llamó a la camarera y levantó dos dedos para que le trajera otras dos cervezas.

    —Me suena a que Clemente estaba perdiendo los papeles.
    —Ésa es exactamente la razón por la cual el mundo nunca sabrá lo que ocurrió.
    —Quizás debiera.

    A Michener no le gustó el comentario.

    —Te lo he contado en confianza.
    —Lo sé. Lo único que digo es que tal vez el mundo debiera saber esto.

    Él comprendió que no había forma de que eso pasara, dada la forma en que había muerto Clemente. Clavó la vista en la calle inundada debido a la lluvia. Había algo que quería saber.

    —¿Qué pasa con nosotros, Kate?
    —Sé adonde quiero ir.
    —¿Qué harías en Rumanía?
    —Ayudar a esos niños. Podría registrar el esfuerzo, escribir sobre él para dárselo a conocer al mundo, llamar la atención.
    —Bastante duro.
    —Es mi hogar. No me estás diciendo nada que no sepa ya.
    —Los ex sacerdotes no ganan mucho dinero.
    —No hace falta mucho para vivir allí.

    Michener asintió, y le entraron ganas de estirar el brazo y agarrar su mano. Pero no sería buena idea. Allí no.

    Ella pareció presentir su deseo y sonrió.

    —Déjalo para cuando volvamos al hotel.


    43


    Ciudad del Vaticano
    19:00



    «Exijo una tercera votación», espetó el cardenal de los Países Bajos. Era el arzobispo de Utrecht y uno de los partidarios más incondicionales de Valendrea. Éste había dispuesto con él el día anterior que si las dos primeras rondas no prosperaban, pediría de inmediato una tercera.

    Valendrea no estaba satisfecho. Los veinticuatro votos de Ngovi en el primer escrutinio habían sido una sorpresa. Él esperaba que cosechara una docena aproximadamente, no más. Sus propios treinta y dos no estaban mal, pero sí a años luz de los setenta y seis necesarios para ser elegido.

    Con todo, el segundo escrutinio le asustó de veras, y tuvo que hacer uso de toda su reserva diplomática para no perder la calma: el apoyo de Ngovi había subido a treinta, mientras que el suyo tan sólo había conseguido arañar los cuarenta y uno. Los restantes cuarenta y dos votos se repartían entre otros tres candidatos. La sabiduría popular proclamaba que un favorito debía lograr un respaldo considerable a medida que se sucedían los escrutinios. La incapacidad de obtenerlo se veía como una debilidad, y los cardenales eran famosos por dejar de lado a los candidatos débiles. Muchas veces tras la segunda votación había surgido un ganador sorpresa que se había hecho con el papado. Juan Pablo I y Juan Pablo II resultaron elegidos de ese modo, al igual que Clemente XV, y Valendrea no quería que se repitiera. Imaginó a los expertos en la plaza cavilando sobre las dos nubes de humo negro. Imbéciles irritantes como Tom Kealy le estarían diciendo al mundo que sin duda los cardenales se hallaban divididos, que ningún candidato se situaba como favorito. Seguirían mortificando a Valendrea. Kealy había sentido un placer malsano calumniándolo las últimas dos semanas, y de un modo bastante inteligente, debía admitir, pues en ningún momento había hecho comentarios personales ni referencia a una excomunión aún pendiente. En su lugar, el hereje había ofrecido el argumento de «italianos contra el mundo», al que al parecer había sacado partido. Semanas atrás debió presionar al tribunal para que apartara a Kealy del sacerdocio. Así al menos sería un antiguo sacerdote de dudosa credibilidad. Tal como estaban las cosas, ese idiota era considerado un disidente que desafiaba el orden establecido, un David frente a Goliat, y nadie apoyaba jamás al gigante.

    Observó cómo el cardenal archivero repartía más papeletas. El anciano iba recorriendo la fila en silencio, y lanzó a Valendrea una rápida mirada desafiante cuando le entregó una tarjeta en blanco. Otro problema del que debería haberse ocupado hacía mucho tiempo.

    Nuevamente los lápices rozaron el papel y se repitió el ritual de depositar las papeletas en el cáliz de plata. Los escrutadores agitaron las tarjetas y comenzaron a contar. Valendrea oyó su nombre en cincuenta y nueve ocasiones, mientras que el de Ngovi sonó cuarenta y tres. Los once votos restantes seguían desperdigados.

    Y serían críticos.

    Necesitaba diecisiete más para ser elegido. Aunque se hiciera con esos once rezagados, aún le harían falta seis de los partidarios de Ngovi, y el africano ganaba fuerza a una velocidad alarmante. La perspectiva más aterradora era que cada uno de esos once votos repartidos en los que no había sido capaz de influir tendrían que salir del total de Ngovi, cosa que podía empezar a ser imposible. Los cardenales tendían a atrincherarse tras la tercera votación.

    Estaba harto. Se puso en pie.

    —Creo, Eminencias, que ya ha sido suficiente desafío por hoy. Sugiero que vayamos a cenar y descansar, y prosigamos por la mañana. No era una petición: cualquier participante tenía derecho a detener la votación. Su mirada fulminó la capilla, deteniéndose de cuando en cuando en los sospechosos de traición.

    Esperaba que el mensaje fuese claro.

    El humo negro que pronto saldría de la Capilla Sixtina se correspondía con su humor.


    44


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    23:30



    Michener despertó de un profundo sueño. Katerina yacía a su lado. Fue presa de un desasosiego que no parecía tener nada que ver con el sexo. No se sentía culpable por haber vuelto a romper sus votos de sacerdote, pero le asustaba que aquello que había tardado toda una vida en conseguir significara tan poco. Tal vez sólo fuera que la mujer que dormía junto a él era más importante. Se había pasado dos décadas sirviendo a la iglesia y a Jakob Volkner, pero su querido amigo había muerto, y en la Capilla Sixtina se estaba forjando un nuevo futuro, uno que no lo incluiría. No tardaría en elegirse al 268° sucesor de san Pedro, y aunque él había estado a punto de lucir un capelo rojo, ello sencillamente no ocurriría. Al parecer su destino aguardaba en otra parte.

    Le invadió otra extraña sensación, una rara mezcla de inquietud y tensión. Antes, en sueños, no había dejado de oír a Jasna. «No se olvide de Bamberg.» «He rezado por el Papa. Su alma necesita nuestras plegarias.» ¿Intentaba decirle algo? ¿O tan sólo convencerlo?

    Se levantó de la cama.

    Katerina no se movió. Se había tomado varias cervezas con la cena, y el alcohol siempre le daba sueño. Fuera, la tormenta seguía rugiendo, la lluvia repiqueteaba en el cristal y los rayos iluminaban la estancia. Se puso a mirar por la ventana. El agua acribillaba los tejados de terracota de los edificios de enfrente y caía a mares por los desagües. Los coches aparcados bordeaban ambos lados de la tranquila calle.

    Una figura solitaria surgió en medio del mojado pavimento.

    Fijó la mirada en su rostro.

    Jasna.

    Tenía la cabeza levantada hacia su ventana. Verla lo asustó y lo impulsó a cubrirse la desnudez, aunque no tardó en comprender que era imposible que ella lo viese: las cortinas estaban parcialmente echadas, con unos visillos de encaje entre él y la ventana, el cristal por fuera moteado de lluvia. Él se hallaba algo apartado, la habitación a oscuras, fuera la oscuridad aún mayor. Sin embargo, en el haz de luz de las farolas, cuatro pisos más abajo, veía que Jasna lo observaba.

    Algo lo instó a revelar su presencia.

    Apartó los visillos.

    Ella lo invitó a bajar moviendo su brazo derecho. Michener no sabía qué hacer. La mujer repitió el gesto con la mano. Llevaba la misma ropa y las mismas zapatillas de deporte de por la tarde, el vestido pegado a su delgado cuerpo. Su largo cabello estaba empapado, pero a ella parecía darle igual la tormenta.

    Volvió a llamarlo.

    Él miró a Katerina. ¿La despertaba? Miró por la ventana de nuevo. Jasna le decía con la cabeza que no y le hacía más señas.

    Maldita sea. ¿Acaso sabía lo que estaba pensando?

    Decidió que no tenía elección y se vistió sin hacer ruido.

    Salió del hotel.

    Jasna seguía en la calle.

    Sobre sus cabezas se oía el chasquido de los relámpagos, y el ennegrecido cielo descargó otro chaparrón. Michener no llevaba paraguas.

    —¿Qué está haciendo aquí? — preguntó éste.
    —Si quiere conocer el décimo secreto, venga conmigo.
    —¿Adonde?
    —¿Es que siempre tiene que cuestionarlo todo? ¿No puede tener fe?
    —Estamos en medio de un aguacero.
    —Es una forma de purificar cuerpo y alma.

    La mujer lo asustaba. ¿Por qué? No estaba seguro. Quizás fuese porque se sentía obligado a hacer lo que le pedía.

    —Tengo el coche allí —dijo ella.

    Aparcado más abajo en la calle había un viejo Ford Fiesta cupé. La siguió hasta él, y Jasna abandonó la ciudad, deteniéndose a los pies de un oscuro montículo, en un aparcamiento donde no había ningún coche. Los faros le permitieron ver un letrero que rezaba: monte de la Cruz.

    —¿Por qué hemos venido aquí? — quiso saber Michener.
    —No tengo ni idea.

    Le entraron ganas de preguntar quién la tenía, pero se contuvo. Estaba claro que ése era el espectáculo de Jasna, y tenía la intención de montarlo a su manera.

    Salieron a la lluvia, y él fue tras ella hacia un sendero. El terreno era esponjoso, y las piedras resbalaban.

    —¿Vamos a la cima? — inquirió él.

    Ella se volvió.

    —¿Adonde, si no?

    Michener trató de recordar los detalles relativos al monte de la Cruz que la guía les había dado durante el viaje en autocar. Con sus quinientos metros de altura, en lo alto sostenía una cruz que había sido erigida en los años treinta por la parroquia. Aunque no guardaba relación con las apariciones, su ascenso formaba parte de la «experiencia Medjugorje», un ascenso en el que nadie tomaba parte esa noche. Y a él no le hacía mucha gracia verse a quinientos metros de altura en medio de una tormenta con gran aparato eléctrico. Sin embargo Jasna parecía no inmutarse, y su valor le daba fuerzas.

    ¿Sería eso fe?

    La subida se complicó debido a los regueros de agua que bajaban. Michener estaba empapado y tenía los zapatos cubiertos de barro, y sólo los rayos iluminaban el camino. Abrió la boca y dejó que la lluvia le humedeciera la lengua. Se oyó el retumbar del trueno. Era como si el epicentro de la tormenta se hubiera situado justo encima de ellos. La cima apareció al cabo de veinte minutos de dura escalada. Le dolían los muslos y sentía pinchazos en los gemelos.

    Ante sí se alzaba la oscura silueta de una enorme cruz blanca de unos doce metros tal vez. En su base de hormigón la tormenta había zarandeado unos ramos de flores. El viento había arrastrado algunos centros, que andaban desperdigados por el lugar.

    —Vienen de todo el mundo —explicó ella, señalando las flores—. La gente sube a hacer ofrendas y rezarle a la Virgen, aunque ella nunca se ha aparecido aquí. No obstante sigue viniendo. Su fe es admirable.
    —¿Y la mía no?
    —Usted no tiene fe. Su alma está en peligro.

    Su tono era práctico, como el de la esposa que le pide al marido que saque la basura. Retumbó el ruido sordo de un trueno, una especie de redoble de tambor. Esperó el inevitable relámpago, y el resplandor astilló el cielo en jirones de luz azul y blanca. Decidió enfrentarse con la visionaria:

    —¿En qué voy a tener fe? Usted no sabe nada de religión.
    —Yo sólo sé de Dios. La religión es una creación del hombre. Se puede cambiar, modificar o desechar por completo. Nuestro Señor es otra cosa.
    —Pero los hombres recurren al poder de Dios para justificar sus religiones.
    —Eso no significa nada. Hombres como usted han de cambiar eso.
    —Y ¿cómo voy a hacerlo?
    —Creyendo, teniendo fe, amando a Nuestro Señor y haciendo lo que Él pide. Su Papa intentó cambiar las cosas. Continúe su labor.
    —Ya no estoy en situación de hacer nada.
    —Está en la misma situación en la que se hallaba el propio Cristo, y Él lo cambió todo.
    —¿Por qué hemos venido aquí?
    —Esta noche presenciaremos la última visión de Nuestra Señora. Me pidió que acudiera a esta hora y que lo trajera a usted conmigo. Ofrecerá una señal evidente de su presencia. Lo prometió la primera vez que vino, y cumplirá su promesa. Tenga fe ahora, no después, cuando todo esté claro.
    —Soy sacerdote, Jasna, no es preciso que me convierta.
    —Duda, pero no hace nada por disipar esa duda. Usted más que ningún otro necesita ser convertido. Éste es un momento de gracia, de profundización de la fe, de conversión. Eso es lo que me dijo hoy la Virgen.
    —¿A qué se refería con Bamberg?
    —Sabe de sobra a qué me refería.
    —Ésa no es una respuesta. Dígame a qué se refería.

    La lluvia arreció, y una fuerte ráfaga de viento hizo que las gotas laceraran su rostro. Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, Jasna estaba de rodillas, las manos unidas en oración, en los ojos la misma mirada ausente de esa misma tarde mientras miraba el negro cielo.

    Michener se arrodilló a su lado.

    La mujer parecía tan vulnerable, la insolente visionaria ya no se creía mejor que los demás. Él alzó la vista al firmamento y no vio nada salvo el oscuro contorno de la cruz. Un relámpago dotó de vida por un instante a la imagen. Luego la negrura volvió a envolver la cruz.

    —Lo recordaré. Sé que seré capaz —le dijo Jasna a la noche.

    Un nuevo retumbar del trueno atravesó el cielo.

    Tenían que irse, pero él no se decidía a interrumpirla. Quizás no fuese real para él, pero sí lo era para ella.

    —Querida Señora, no tenía idea —le lanzó al viento.

    Un brillante destello de luz tocó la tierra, y la cruz estalló en una oleada de calor que los engulló.

    Su cuerpo se separó del suelo y salió volando hacia atrás.

    Un extraño hormigueo le recorrió las extremidades. Su cabeza golpeó algo duro, y sintió un mareo, náuseas. Los ojos le hicieron chiribitas, y él intentó concentrarse, obligarse a permanecer despierto, pero no pudo.

    Luego se impuso el silencio.


    45


    Ciudad del Vaticano
    Miércoles, 29 de noviembre
    12:30



    Valendrea se abotonó la sotana y salió de su habitación en el Domus Sanctae Marthae. Al ser el secretario de Estado le habían asignado una de las estancias de mayor tamaño, la que solía utilizar el prelado que llevaba la residencia de seminaristas. Gozaban de un privilegio similar el camarlengo y el director del Sacro Colegio. No era la clase de habitaciones a las que él estaba acostumbrado, pero sí constituían una inmensa mejora respecto a los días en que un cónclave equivalía a dormir en un catre y orinar en un cubo.

    El camino de la residencia a la Capilla Sixtina se realizaba a través de pasajes seguros, lo cual constituía una novedad en relación con el último cónclave, pues los cardenales salvaban el trayecto entre la residencia y la capilla en un autobús escoltado. A muchos les molestaba llevar carabina, de modo que se estableció un camino por los pasadizos del Vaticano que podía sellarse y estaba abierto únicamente a los participantes del cónclave.

    En la cena había dejado claro en voz baja que quería reunirse más tarde con tres de los cardenales, y ahora los tres aguardaban en la Capilla Sixtina, al otro extremo del altar, cerca de la puerta de mármol. Fuera, al otro lado de las puertas selladas, sabía que la guardia suiza estaba dispuesta a abrir las puertas de bronce cuando el humo blanco se hubiera alzado hacia el cielo. Nadie esperaba que ello sucediera pasada la medianoche, de manera que la capilla constituía un lugar seguro para mantener una discreta discusión.

    Se acercó a los tres cardenales y no les dio la oportunidad de hablar.

    —Sólo tengo unas cosas que decir —aseguró en voz queda—. Estoy al tanto de lo que dijeron ustedes tres en días anteriores: me garantizaron su apoyo y luego me traicionaron. Sólo ustedes sabrán por qué. Lo que quiero es que la cuarta votación sea la última. En caso contrario, ninguno de ustedes formará parte de este colegio el año que viene.

    Uno de los cardenales fue a decir algo, pero él levantó la mano derecha para acallarlo.

    —No quiero oír que me han votado. Los tres han respaldado a Ngovi, pero eso es algo que cambiará por la mañana. Además, antes de la primera sesión, quiero que hayan convencido a otros. Espero obtener la victoria en la cuarta votación, y de ustedes depende que ello ocurra.
    —Eso es irreal —observó uno de los cardenales.
    —Lo que es irreal es cómo escapó usted a la justicia española por malversar fondos de la Iglesia. Estaba claro que lo consideraban un ladrón, sólo que carecían de pruebas. Yo poseo esas pruebas: me las facilitó de buena gana una joven a la que usted conoce bastante bien. Y ustedes dos no deberían ser tan petulantes: tengo información similar de cada uno de ustedes, y no precisamente halagüeña. Ya saben lo que quiero: encabecen un movimiento, invoquen al Espíritu Santo. No me importa cómo lo hagan, pero háganlo. El éxito les garantizará su estancia en Roma.
    —¿Y si no queremos estar en Roma? — preguntó uno de los tres.
    —¿Preferiría la cárcel?

    A los observadores del Vaticano les encantaba hacer conjeturas acerca de lo que ocurría en un cónclave. El archivo se hallaba repleto de publicaciones que representaban a hombres piadosos en lucha con su conciencia. En el último cónclave había observado que algunos cardenales argüían que su juventud era una desventaja, ya que a la Iglesia no le iban bien los papados largos. De cinco a diez años estaba bien; más creaba problemas. Y había algo de verdad en esa conclusión. Autocracia e infalibilidad podían ser una mezcla volátil, aunque también podían ser los ingredientes del cambio. El trono de san Pedro era el pulpito de los pulpitos, y no se podía desoír a un Papa fuerte. Él tenía la intención de ser esa clase de Papa, y no estaba dispuesto a permitir que tres idiotas de tres al cuarto echaran a perder esos planes.

    —Lo único que quiero es oír mi nombre setenta y seis veces por la mañana. Si me veo obligado a esperar, habrá consecuencias. Mi paciencia se ha puesto a prueba hoy, y no resulta aconsejable que se repita esa situación. Si mi rostro sonriente no aparece en el balcón de la plaza de San Pedro mañana por la tarde, antes de que puedan llegar a su habitación del Domus Sanctae Marthae a recoger sus cosas habré acabado con su reputación.

    Y dio media vuelta y se fue sin dejarles pronunciar palabra.


    46


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina


    Michener veía el mundo dar vueltas en medio de una neblina borrosa. Tenía la cabeza a punto de estallar, y el estómago revuelto. Intentó levantarse, pero no fue capaz. La bilis le subió a la garganta, y la vista le iba y le venía.

    Una lluvia menuda le empapaba la ropa, aunque ya estaba calado. El trueno confirmó que la furia de la tormenta nocturna no había remitido. Se acercó el reloj a los ojos, pero un sinfín de imágenes comenzó a girar ante él, y no pudo leer la luminosa esfera. Se masajeó la frente y notó un bulto en la parte posterior de la cabeza.

    Se preguntó qué había sido de Jasna, y estaba a punto de gritar su nombre cuando una luz brillante apareció en el cielo. En un principio pensó que sería otro relámpago, como sin duda había sido lo de antes, pero esta bola era de menor tamaño, más controlada. Creyó que era un helicóptero, pero ningún sonido precedía al borrón blanquiazul mientras se aproximaba.

    La imagen flotaba frente a él, a unos metros del suelo. Su cabeza y su estómago seguían sin dejarlo ponerse en pie, de modo que se tendió en el pedregal y miró hacia arriba.

    El resplandor aumentó de intensidad. Despedía una calidez que le resultó reconfortante.

    Alzó un brazo para protegerse los ojos, y por entre los dedos vio formarse una imagen.

    Una mujer.

    Llevaba un vestido gris con adornos azul claro. Un velo blanco le cubría el rostro y resaltaba unos rizos ondulados de cabello castaño. Sus ojos eran expresivos, y los colores de su silueta iban del blanco al azul y al amarillo más pálido.

    Reconoció el rostro y el vestido: la talla que había visto antes en casa de Jasna: Nuestra Señora de Fátima.

    La intensidad del brillo disminuyó, y aunque él seguía sin poder fijar la vista en nada que se encontrara a más de unos centímetros, veía a la mujer con claridad.

    —Levanta, padre Michener —dijo con voz dulce.
    —Lo… he… intentado… no puedo —balbuceó él.
    —Levanta.

    Se obligó a ponerse de pie. La cabeza ya no le daba vueltas, su estómago estaba tranquilo. Miró hacia la luz.

    —¿Quién eres?
    —¿Es que no lo sabes?
    —¿La Virgen María?
    —Pronuncias esas palabras como si fuesen mentira.
    —No es mi intención.
    —Veo que eres desafiante. Ahora comprendo por qué has sido elegido.
    —Elegido ¿para qué?
    —Hace mucho tiempo les dije a los niños que ofrecería una señal a todos los que no creen.
    —Así que ¿Jasna conoce el décimo secreto? — Se sentía furioso consigo mismo por plantear siquiera la pregunta. Por si no era bastante malo que estuviese alucinando, ahora conversaba con su propia imaginación.
    —Es una bienaventurada, ha hecho lo que el Cielo le ha pedido. Otros hombres que afirman ser piadosos no pueden decir lo mismo.
    —¿Clemente XV?
    —Sí, Colin. Yo soy uno de ésos.

    La voz era más grave, y la imagen se había metamorfoseado en la de Jakob Volkner. Lucía las vestiduras papales —amito, cíngulo, estola, mitra y palio—, igual que en su entierro, en la mano derecha un báculo. La visión lo sobresaltó. ¿Qué estaba pasando allí?

    —¿Jakob?
    —No sigas desoyendo al Cielo. Haz lo que te pedí. Recuerda que vale la pena contar con un servidor fiel.

    Lo mismo que Jasna le había dicho antes. Pero ¿por qué no iba a incluir su propia alucinación información ya conocida?

    —¿Cuál es mi destino, Jakob?

    La visión se tornó el padre Tibor. El sacerdote estaba exactamente igual que cuando se conocieron en el orfanato.

    —Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo.

    Antes de que pudiera decir nada, la imagen de la Virgen volvió.

    —Sigue los dictados de tu corazón, no hay nada malo en eso. Pero no renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca.

    La visión inició su ascenso y se volvió una brillante bola de luz que se disolvió en la noche. Cuanto más se alejaba, más le dolía a él la cabeza. Cuando por fin se hubo desvanecido, el mundo comenzó a girar en derredor y él echó las entrañas.


    47


    Ciudad del Vaticano
    7:00



    El desayuno fue un acto sombrío en el comedor del Domus Sanctae Marthae. Casi la mitad de los cardenales disfrutaba de los huevos, el jamón, la fruta y el pan en silencio. Muchos optaron por tomar únicamente café o zumo, pero Valendrea se llenó un plato del bufé: quería demostrarles a los allí reunidos que no le afectaba lo que había sucedido el día anterior, que conservaba su legendario apetito.

    Se sentó con un grupo de cardenales a una mesa junto a la ventana. Constituían un conjunto variado: de Australia, Venezuela, Eslovaquia, Líbano y México. Dos eran acérrimos partidarios suyos, pero creía que los otros tres formaban parte de los once que aún no habían tomado partido. Sus ojos repararon en Ngovi cuando entraba en el comedor. El africano mantenía una animada conversación con dos cardenales. Tal vez también estuviese tratando de dar una imagen de absoluta serenidad.

    —Alberto —decía uno de los cardenales de la mesa.

    El aludido miró al australiano.

    —No pierdas la fe. Estuve rezando toda la tarde y tengo la sensación de que esta mañana pasará algo.

    Valendrea permaneció estoico.

    —Es la voluntad de Dios lo que nos impulsa. Sólo espero que el Espíritu Santo esté con nosotros hoy.
    —Eres la opción lógica —terció el cardenal libanés, la voz innecesariamente alta.
    —Lo es —corroboró un cardenal de otra mesa.

    Él alzó la vista de los huevos y vio que era el español de la pasada noche. Aquel hombrecillo gordo se había levantado de la silla.

    —Esta Iglesia languidece —continuó el español—. Es hora de hacer algo. Recuerdo los tiempos en que el Papa imponía respeto, en que a todos los gobiernos de aquí a Moscú les importaba lo que Roma hiciera. Ahora no somos nada. A nuestros sacerdotes se les prohíbe participar en la política; a nuestros obispos se les disuade de que tomen posiciones. Los Papas pagados de sí mismos nos están destruyendo.

    Otro cardenal, un camerunés barbado, se puso en pie. Valendrea apenas lo conocía, así que supuso que era partidario de Ngovi.

    —No creo que Clemente XV fuera un hombre pagado de sí mismo. Era amado en el mundo entero e hizo muchas cosas en su breve pontificado.

    El español levantó las manos.

    —No pretendo ser irrespetuoso. Esto no es personal, se trata de lo que es mejor para la Iglesia. Por suerte entre nosotros hay hombres que imponen respeto en el mundo. El cardenal Valendrea sería un pontífice ejemplar. ¿Por qué conformarnos con menos?

    Valendrea posó su mirada en Ngovi. Si al camarlengo le había ofendido el comentario, no se le notó.

    Era uno de esos momentos que los entendidos describirían más tarde: el Espíritu Santo bajó e hizo avanzar el cónclave. Aunque la Constitución Apostólica desautorizaba hacer campaña antes de reunirse, la prohibición cesaba una vez dentro de la Capilla Sixtina. De hecho la discusión sincera era el verdadero objetivo de la congregación secreta. Valendrea estaba impresionado con la táctica del español. Nunca creyó que el idiota fuera capaz de semejante audacia.

    —No creo que elegir al cardenal Ngovi sea conformarnos con menos —aseguró al final el camerunés—. Es un hombre de Dios y un hombre de su Iglesia. Irreprochable. Sería un excelente pontífice.
    —¿Y Valendrea no? — espetó el cardenal francés al tiempo que se levantaba.

    Valendrea estaba maravillado con lo que veían sus ojos: príncipes de la Iglesia, engalanados con sus sotanas, debatiendo abiertamente. En cualquier otro momento se quitarían de en medio para evitar el enfrentamiento.

    —Valendrea es joven, es lo que necesita la Iglesia. La ceremonia y la retórica no lo convierten a uno en un líder. Lo que guía a los fieles es el carácter del hombre, y él ha demostrado tenerlo. Ha servido a numerosos Papas…
    —Precisamente —lo interrumpió el de Camerún—. Nunca ha servido a una diócesis. ¿Cuántas confesiones ha oído? ¿Cuántos funerales ha presidido? ¿A cuántos feligreses ha aconsejado? Esas experiencias pastorales son lo que pide el trono de san Pedro.

    La osadía del camerunés era impresionante. Valendrea ignoraba que unas agallas así pudieran vestir de púrpura. De un modo bastante intuitivo, ese hombre había recurrido al temido calificativo: pastoral. Anotó mentalmente que en años venideros habría que vigilar a ese cardenal.

    —¿Qué importa eso? — inquirió el francés—. El Papa no es un pastor. Ésa es una descripción que a los estudiosos les gusta utilizar, una excusa que usamos para votar a un hombre en lugar de a otro. No significa nada. El Papa es un administrador: ha de dirigir esta Iglesia, y para hacerlo tiene que entender a la curia, saber cómo funciona. Y Valendrea lo sabe mejor que cualquiera de nosotros. Hemos tenido Papas pastorales; yo quiero un líder.
    —Tal vez sepa cómo funcionamos demasiado bien —apuntó el cardenal archivero.

    Valendrea casi se estremeció: aquél era el miembro de mayor edad del colegio electoral. Su opinión tendría mucho peso en los once indecisos.

    —Explíquese —exigió el español.

    El archivero permaneció sentado.

    —La curia ya controla demasiadas cosas. Todos nos quejamos de la burocracia, y sin embargo no hacemos nada al respecto. ¿Por qué? Porque satisface nuestras necesidades, levanta un muro entre nosotros y todo lo que no queremos que pase. Es fácil echarle la culpa de todo a la curia. ¿Por qué un Papa profundamente arraigado en dicha institución iba a hacer nada que la amenazara? Habría cambios, sí, todos los Papas llevan a cabo pequeños retoques, pero nadie se ha ocupado de demoler y reconstruir. — Los ojos del anciano se centraron en Valendrea—. En particular alguien que es producto de ese sistema. Preguntémonos: ¿sería Valendrea tan audaz? — Hizo una pausa—. Yo creo que no.

    El aludido le dio un sorbo al café y, finalmente, dejó la taza en la mesa y le dijo con toda tranquilidad al archivero:

    —Al parecer, Eminencia, su voto es claro.
    —Quiero que mi último voto cuente.

    Valendrea ladeó la cabeza con despreocupación.

    —Está en su derecho, Eminencia. Y no osaría entrometerme.

    Ngovi ocupó el centro de la habitación.

    —Tal vez sea el momento de poner fin a esta discusión. ¿Por qué no terminamos de desayunar y acudimos a la capilla? Allí podremos retomar este asunto con más detenimiento.

    Nadie mostró disconformidad.

    Valendrea estaba encantado con todo aquel despliegue.

    Un poco de información no le haría daño a nadie.


    48


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    9:00



    Katerina empezaba a preocuparse. Había pasado una hora desde que se había despertado y había visto que Michener no estaba. La tormenta había cesado, pero la mañana se presentaba cálida y nublada. Al principio pensó que habría bajado a tomar café, pero cuando había ido al comedor a comprobarlo, hacía unos minutos, no estaba allí. Le preguntó a la recepcionista, pero la mujer no sabía nada. Creyendo que se habría dirigido a la iglesia de Santiago, se acercó hasta ella, pero no lo encontró. No era habitual que Colín saliera sin decir adonde iba, y su bolsa de viaje, la cartera y el pasaporte seguían en la habitación.

    Ahora ella estaba en la concurrida plaza de la iglesia, planteándose acercarse a uno de los soldados a pedirle ayuda. Ya llegaban los primeros autobuses, que dejaban una nueva tanda de peregrinos, y el gentío comenzaba a inundar las calles mientras los tenderos preparaban sus escaparates.

    La velada había sido deliciosa, la charla en el restaurante estimulante, y lo que vino después más aún. Había decidido no contarle nada a Alberto Valendrea: había ido a Bosnia para estar con Michener, no para ejercer de espía. Que Ambrosi y Valendrea pensaran lo que quisieran de ella. Sencillamente le alegraba estar allí. Lo cierto es que a esas alturas le daba igual hacer carrera en el periodismo. Iría a Rumanía a trabajar con los niños, a hacer que sus padres se sintieran orgullosos. Que ella se sintiera orgullosa. A hacer algo bueno por una vez.

    Durante todos esos años había estado enfadada con Michener, pero al final se había dado cuenta de que también ella tenía parte de culpa, sólo que sus defectos eran peores. Michener amaba a su Dios y a su Iglesia, y ella sólo se quería a sí misma. Pero eso iba a cambiar. Ella se encargaría. En la cena Michener se había quejado de que nunca había salvado un alma. Tal vez se equivocara: quizás ella fuese la primera.

    Cruzó la calle y echó un vistazo en la oficina de información: allí no habían visto a nadie que respondiera a la descripción de Michener. Enfiló la acera, mirando en las tiendas por si él estaba investigando, intentando averiguar dónde vivían los otros visionarios. Obedeciendo a un impulso, fue en la dirección que habían tomado el día anterior, por la misma calle de casas blancas con los tejados de tejas rojas, hacia donde vivía Jasna.

    Encontró la casa y llamó a la puerta.

    Nada.

    Volvió a la calle. Los postigos estaban cerrados. Esperó unos instantes por si veía alguna señal de movimiento, pero nada. Se percató de que el coche de Jasna ya no estaba aparcado a un lado.

    Inició el regreso al hotel.

    De la casa de enfrente salió una mujer gritando en croata:

    —¡Qué horror! ¡Es horrible! Dios nos asista.

    Su angustia era alarmante.

    —¿Qué ocurre? — le preguntó Katerina como buenamente pudo en croata.

    La anciana se detuvo, el pánico inundaba sus ojos.

    —Es Jasna. La han encontrado en la montaña: la cruz y ella han sido heridas por un rayo.
    —¿Está bien?
    —No lo sé. Van a buscarla ahora.

    La mujer estaba consternada, al borde la histeria. Las lágrimas afloraron a sus ojos. No paraba de santiguarse y se aferraba a un rosario, farfullando un avemaría entre sollozos.

    —Santa Madre de Dios, sálvala, no permitas que muera. Es bienaventurada.
    —¿Tan grave es?
    —Apenas respiraba cuando la hallaron. Una idea se le pasó por la cabeza.
    —¿Estaba sola?

    La mujer pareció no oír la pregunta y siguió musitando oraciones, pidiéndole a Dios que salvara a Jasna.

    —¿Estaba sola? — repitió ella.

    La mujer se contuvo y entendió la pregunta.

    —No. También había un hombre. Está mal. Como ella.


    49


    Ciudad del Vaticano
    9:30



    Valendrea subió las escaleras que conducían a la Capilla Sixtina creyendo tener el papado al alcance de la mano. El único obstáculo era un cardenal de Kenia que intentaba aferrarse a la política fallida de un Papa que se había suicidado. Si de él dependiera, y puede que así fuese antes de que acabara el día, sacaría el cuerpo de Clemente de la basílica de San Pedro y lo enviaría de vuelta a Alemania. A decir verdad tal vez fuera posible llevar a cabo esa proeza, ya que en su propio testamento —cuyo texto se había publicado hacía una semana— Clemente expresaba su sincero deseo de ser enterrado en Bamberg. El gesto se podría interpretar como un cariñoso homenaje que la Iglesia rendía a su difunto pontífice, un homenaje que sin duda provocaría una reacción positiva, al tiempo que expulsaba del suelo sagrado a un alma débil.

    Seguía disfrutando del espectáculo del desayuno. Los esfuerzos de Ambrosi de los últimos dos años empezaban a dar frutos. Las escuchas habían sido idea de Paolo. En un principio a él le asustaba la posibilidad de que las descubrieran, pero Ambrosi tenía razón. Tendría que recompensar a Paolo. Lamentaba no haberlo traído al cónclave, pero Ambrosi se había quedado fuera con la orden expresa de eliminar los magnetófonos y los micrófonos mientras se celebraba la elección. Era el momento perfecto para hacerlo, ya que el Vaticano se hallaba en estado de hibernación, todos los ojos y los oídos en la Capilla Sixtina. Llegó a lo alto de una estrecha escalera de mármol. Ngovi se encontraba allí, al parecer esperando.

    —El día del Juicio Final, Maurice —le dijo al llegar al último peldaño.
    —Es una manera de verlo.

    El cardenal más próximo se hallaba a quince metros, y tras él no subía nadie. La mayor parte de los cardenales ya habían entrado; él había esperado hasta el último momento.

    —No echaré de menos tus acertijos. Ni los tuyos ni los de Clemente.
    —Lo que me interesa son las respuestas a esos acertijos.
    —Le deseo lo mejor en Kenia. Disfrute del calor.

    Echó a andar.

    —No ganará —vaticinó Ngovi.

    Valendrea se giró. No le agradó la mirada petulante en el rostro del africano, pero no pudo evitar preguntar:

    —¿Por qué?

    Ngovi no respondió. Se limitó a pasar por delante de él y entrar en la capilla.

    Los cardenales ocuparon sus respectivos asientos. Ngovi estaba ante el altar, casi invisible delante de aquella caótica visión de color que era El Juicio Final de Miguel Ángel.

    —Antes de que comience la votación, tengo algo que decir.

    Los 113 cardenales volvieron la cabeza hacia Ngovi, y Valendrea respiró hondo: no podía hacer nada. El camarlengo aún estaba al mando.

    —Parece que algunos de ustedes piensan que yo seré el sucesor de nuestro querido y difunto Santo Padre. Aunque su confianza me halaga, he de rehusar. Si salgo elegido, no aceptaré. Sépanlo y voten en consecuencia.

    Ngovi bajó del altar y tomó asiento entre los cardenales.

    Valendrea cayó en la cuenta de que ahora ninguno de los cuarenta y tres hombres que apoyaban a Ngovi permanecería a su lado. Querían formar parte del equipo ganador, y como su caballo acababa de salirse de la pista, sus alianzas cambiarían. Dadas las escasas posibilidades que había de que apareciera un tercer candidato a esas alturas, Valendrea hizo un cálculo rápido: sólo necesitaba mantener sus cincuenta y nueve cardenales y añadir una parte del bloque acéfalo de Ngovi.

    Y eso era algo sencillo.

    Le entraron ganas de preguntarle a Ngovi el porqué: aquel gesto no tenía sentido. Aunque negaba querer el papado, alguien se había encargado de orquestar los cuarenta y tres votos del africano, y él distaba mucho de creer que hubiese sido obra del Espíritu Santo. Aquélla era una batalla entre hombres, organizada y librada por hombres. Estaba claro que uno o más de quienes lo rodeaban era un enemigo, aunque encubierto. Un buen candidato era el cardenal archivero, poseedor tanto de talla como de conocimientos. Esperaba que la firmeza de Ngovi no supusiera un rechazo de su persona. Necesitaría lealtad y entusiasmo en los próximos años, y a los disidentes les daría una lección. Ése sería el primer cometido de Ambrosi. Todos debían entender que había que pagar un precio por no haber sabido elegir, pero había de reconocer el mérito del africano de enfrente. «No ganará.» No. Ngovi le estaba entregando el papado. Pero a quién le importaba.

    Una victoria era una victoria.

    La votación duró una hora. Después del bombazo de Ngovi, todos parecían deseosos de poner fin al cónclave.

    Valendrea no llevó por escrito la cuenta, se limitó a sumar mentalmente cada vez que salía su nombre. Al oírlo por septuagésima sexta vez, dejó de escuchar. Sólo cuando los escrutadores dictaminaron su elección con 102 votos fijó la vista en el altar.

    Muchas veces se había preguntado cómo sería ese momento. Ahora él solo establecía lo que debían creer o no mil millones de católicos. Ningún cardenal podría rechazar sus órdenes. Lo llamarían Santo Padre y todas sus necesidades serían atendidas hasta el día que muriera. Algunos cardenales habían llorado o sentido miedo en ese momento. Unos cuantos incluso habían abandonado la capilla, protestando a voz en grito. Se dio cuenta de que todas las miradas estaban a punto de descansar en él. Ya no era el cardenal Alberto Valendrea, obispo de Florencia, secretario de Estado de la Santa Sede. Era el Papa.

    Ngovi se acercó al altar, y Valendrea comprendió que el africano iba a desempeñar su último cometido como camarlengo. Tras unos instantes de oración, Ngovi recorrió en silencio el pasillo y se plantó delante de él.

    —Reverendísimo cardenal, ¿aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?

    Eran las palabras que se habían dirigido a los vencedores durante siglos.

    Miró con fijeza los penetrantes ojos de Ngovi e intentó averiguar en qué estaba pensando el anciano. ¿Por qué había declinado su candidatura, a sabiendas de que un hombre al que despreciaba saldría elegido pontífice casi con toda seguridad? Por lo que él sabía, el africano era un católico devoto, alguien que haría cuanto fuera preciso para proteger a la Iglesia. No era ningún cobarde, y sin embargo había rehuido una lucha que podía haber ganado.

    Apartó de su mente tan confusos pensamientos y contestó con voz clara:

    —Acepto. — Era la primera vez en décadas que la pregunta se respondía en italiano.

    Los purpurados se levantaron y tributaron aplausos.

    La tristeza por la muerte del Papa fue sustituida por el júbilo de contar con un nuevo pontífice. Al otro lado de las puertas de la capilla, Valendrea imaginó lo que ocurriría cuando los observadores oyeran el alboroto, la primera señal de que tal vez se hubiese tomado una decisión. Vio a uno de los escrutadores llevar las papeletas a la estufa. En breves instantes un humo blanco inundaría el matutino cielo, y la plaza prorrumpiría en vítores.

    La ovación cesó. Era preciso hacer una última pregunta.

    —¿Cómo quieres ser llamado? — inquirió Ngovi en latín.

    La capilla guardó silencio.

    La elección del nombre decía mucho de lo que vendría. Juan Pablo I reveló su legado al escoger los nombres de sus dos predecesores inmediatos: su mensaje era que esperaba emular la bondad de Juan y la severidad de Pablo. Juan Pablo II lanzó un mensaje similar al optar por los dos nombres de su predecesor. Valendrea llevaba muchos años sopesando el nombre que elegiría, debatiéndose entre los más populares: Inocencio, Benedicto, Gregorio, Julio, Sixto. Jakob Volkner se había inclinado por Clemente debido a su ascendencia alemana. Valendrea, no obstante, quería que su nombre transmitiera el mensaje inequívoco de que había vuelto el papado imperial.

    —Pedro II.

    Unos gritos ahogados desgarraron la capilla. Ngovi seguía impertérrito. De los 267 pontífices, había habido veintitrés Juanes, seis Pablos, trece Leones, doce Píos, ocho Alejandros y algunos otros.

    Pero sólo un Pedro.

    El primer Papa.

    «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia.»

    Sus huesos yacían a tan sólo unos metros, bajo el mayor lugar de culto de la Cristiandad. Fue el primer santo de la Iglesia católica y el más venerado. A lo largo de dos milenios nadie había escogido su nombre.

    Se levantó de la silla.

    El fingir se había terminado. Todos los rituales se habían llevado a cabo como era debido; su elección había sido confirmada, y él había aceptado formalmente y anunciado su nombre. Ahora era obispo de Roma, vicario de Jesucristo, príncipe de los Apóstoles, Pontifex Maximus, con primacía en la jurisdicción sobre la Iglesia Universal, arzobispo y metropolitano del arzobispado de Roma, primado de Italia, patriarca de Occidente.

    Siervo de los siervos de Dios.

    Se situó frente a los cardenales y se aseguró de que todos lo entendieran:

    —Me llamaré Pedro II —anunció en italiano.

    Nadie dijo nada.

    Luego uno de los cardenales de la noche anterior comenzó a aplaudir, y otros se fueron sumando lentamente. Pronto un aplauso atronador retumbó en la capilla. Valendrea saboreó la dicha absoluta de la victoria, una victoria que nadie podría arrebatarle. Sin embargo su éxtasis se vio atemperado por una cosa:

    La sonrisa que asomó a los labios de Maurice Ngovi.


    50


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    11:00



    Katerina se sentó junto a la cama para velar por Michener. Su imagen cuando lo llevaban al hospital inconsciente no se le iba de la cabeza, y ahora sabía lo que significaría perder a ese hombre.

    Se odiaba más aún por haberlo engañado, y resolvió contarle la verdad con la esperanza de que la perdonara. Se odiaba por haber accedido a las peticiones de Valendrea, pero tal vez necesitara ese acicate, ya que de lo contrarío su orgullo y su ira le habrían impedido redescubrir a Michener. Su primer encuentro en la plaza, hacía tres semanas, había sido un desastre. Sin duda la propuesta de Valendrea había facilitado las cosas, lo cual no quería decir que estuviese bien.

    Michener abrió los ojos.

    —Colin.
    —¿Kate?

    El enfermo intentaba fijar la vista.

    —Estoy aquí.
    —Te oigo, pero no te veo. Es como mirar debajo del agua. ¿Qué ha pasado?
    —Un rayo. Cayó en la cruz de la montaña. Tú y Jasna estaban demasiado cerca.

    Él levantó la mano y se frotó la frente. Luego sus dedos palparon con suavidad los arañazos y los cortes.

    —¿Está bien ella?
    —Eso parece. Estaba inconsciente, igual que tú. ¿Qué hacías allí?
    —Después te lo cuento.
    —Claro. Toma, bebe algo de agua. El médico ha dicho que tienes que beber. — Katerina le acercó una taza a los labios y él dio unos cuantos sorbos.
    —¿Dónde estoy?
    —En un dispensario que el gobierno brinda a los peregrinos.
    —¿Te han dicho qué me pasa?
    —No ha habido conmoción cerebral. Sólo has estado demasiado cerca de un montón de voltios. Un poco más y los dos estarían muertos. No tienes nada roto, pero sí un feo chichón y un tajo en la parte posterior de la cabeza.

    La puerta se abrió y entró un hombre con barba de mediana edad.

    —¿Cómo está el paciente? — le preguntó en inglés—. Soy el médico que lo ha tratado, padre. ¿Cómo se encuentra?
    —Como si me hubiese pasado por encima una avalancha —replicó Michener.
    —Es comprensible, pero se pondrá bien. Tiene un pequeño corte, pero ninguna fractura de cráneo. Le recomendaría que se hiciera un chequeo cuando vuelva a casa. La verdad es que, teniendo en cuenta lo sucedido, ha tenido bastante suerte.

    Tras echarle un breve vistazo y darle algunos consejos, el médico se marchó.

    —¿Cómo sabía que soy sacerdote?
    —Tuve que identificarte. Me has dado un susto de muerte.
    —¿Qué hay del cónclave? — inquirió—. ¿Te has enterado de algo?
    —¿Por qué no me sorprende que eso sea lo primero que se te ocurre?
    —¿No te interesa?

    Lo cierto es que sí sentía curiosidad.

    —Hace una hora no se sabía nada.

    Katerina estiró el brazo y le agarró la mano. Él volvió la cabeza hacia ella y le dijo:

    —Ojalá pudiera verte.
    —Te quiero, Colín. — Se sintió mejor tras soltarlo.
    —Y yo a ti, Kate. Debí decírtelo hace años.
    —Sí.
    —Debí hacer un montón de cosas de manera distinta. Lo único que sé es que quiero que en el futuro estés conmigo.
    —Y ¿qué pasa con Roma?
    —He hecho todo lo que dije que haría. Se terminó. Quiero irme a Rumanía, contigo.

    Los ojos se le humedecieron y se alegró de que no la viera llorando. Se enjugó las lágrimas.

    —Allí nos irá bien —le aseguró, procurando que no le temblara la voz.

    Él le apretó con más fuerza la mano.

    Y a ella le encantó la sensación.


    51


    Ciudad del Vaticano
    23:45



    Valendrea aceptó las felicitaciones de los cardenales y, acto seguido, salió de la Capilla Sixtina y se dirigió a un espacio encalado conocido como la Sala de las Lágrimas, donde aguardaban las vestimentas de la casa Gammarelli colgadas en ordenadas hileras. El propio Gammarelli se hallaba preparado.

    —¿Dónde está el padre Ambrosi? — le preguntó a uno de los sacerdotes.
    —Aquí, Santo Padre —respondió Ambrosi, y entró en la habitación.

    A Valendrea le gustó oír esas palabras en boca de su acólito.

    El secreto del cónclave había terminado cuando él abandonó la capilla. Las puertas principales se abrieron de par en par mientras el humo blanco salía por el tejado. Ahora el nombre de Pedro II se repetía por todo el palacio. A la gente le maravillaría su elección, y a los expertos les asustaría su audacia. Acaso por una vez se quedaran estupefactos.

    —Ahora eres mi secretario —afirmó mientras se sacaba el hábito púrpura por la cabeza—. Mi primera orden. — Sonrió al ver cumplida la promesa privada que ambos compartían.

    Ambrosi bajó la cabeza en señal de aceptación.

    Valendrea señaló las vestimentas que había visto el día anterior.

    —Ésas están bien.

    El sastre cogió las prendas elegidas y se las ofreció diciendo:

    —Santissimo Padre.

    Éste aceptó el saludo reservado a los papas y observó cómo doblaban su ropa de cardenal. Sabía que la limpiarían y la guardarían en una caja, pues, según la costumbre, a su muerte irían a parar al miembro de mayor edad del clan Valendrea.

    Se puso una sotana de hilo blanco y se abrochó los botones. Gammarelli se arrodilló y comenzó a meter la costura con una aguja enhebrada. Las puntadas no serían perfectas, pero bastarían para las próximas dos horas. Para entonces tendría listas unas vestiduras como era debido, hechas a medida.

    Valendrea vio cómo le quedaba.

    —Un poco apretada. Retóquela.

    Gammarelli abrió la costura y probó de nuevo.

    —Asegúrese de que el hilo es fuerte.

    Sólo le faltaba que algo se descosiera.

    Cuando el sastre hubo terminado, él se sentó en una silla, y uno de los sacerdotes se puso de rodillas ante él y comenzó a quitarle los zapatos y los calcetines. Empezaba a gustarle la idea de no volver a tener que hacer casi nada por sí solo. Le ofrecieron unas medias blancas y unos mocasines de piel roja. Comprobó el número. Perfecto. Indicó que se los pusieran.

    Se levantó.

    Le entregaron un zucchetto blanco. En los días en que los prelados se afeitaban la cabeza, el solideo protegía la desnuda piel durante el invierno, mientras que ahora constituía una parte esencial en el atuendo de un eclesiástico superior. Ya desde el siglo xviii el de los Papas lo formaban ocho piezas triangulares de seda blanca unidas. Agarró los bordes con las manos y, al igual que un emperador que aceptara su corona, acomodó el tocado en su cabeza.

    Ambrosi esbozó una sonrisa de aprobación.

    Era hora de que el mundo lo conociera.

    Pero primero una última cosa.

    Salió de la sacristía y entró de nuevo en la Capilla Sixtina. Los cardenales se hallaban en los puestos que les habían sido asignados, y ante el altar había dispuesto un trono. Fue directo a él, tomó asiento y esperó diez segundos antes de decir:

    —Sentaos.

    El ritual que estaba a punto de celebrarse era un elemento necesario del proceso de elección canónico. Se esperaba que cada uno de los cardenales se adelantara, hiciera una genuflexión y abrazara al nuevo pontífice.

    Le indicó al cardenal obispo de mayor edad, un partidario suyo, que se levantara e iniciara el proceso. Juan Pablo II había acabado con la antigua práctica de que el Papa permaneciera sentado ante los príncipes al saludar al colegio en pie, pero ése era un nuevo día, y todos tendrían que empezar a adaptarse. A decir verdad debían estar satisfechos: en siglos pasados, besar el zapato del pontífice formaba parte del ritual.

    Permaneció sentado y ofreció el anillo para que lo besaran obedientemente.

    Ngovi se hallaba más o menos a mitad de camino. El africano se arrodilló y fue a besar el anillo. Valendrea reparó en que sus labios no llegaron a tocar el oro. Luego Ngovi se puso en pie y se alejó.

    —¿No me felicitas? — quiso saber Valendrea.

    Ngovi se paró y dio media vuelta.

    —Que su papado sea el que se merece.

    Le entraron ganas de darle una lección a ese hijo de perra petulante, pero ése no era ni el momento ni el lugar. Tal vez fuese ésa la intención de Ngovi: provocarlo para incitarlo a mostrar una primera señal de arrogancia. Así que se calmó y se limitó a decir:

    —Supongo que eso será una enhorabuena.
    —Qué otra cosa, si no.

    Cuando el último cardenal dejó el altar, se levantó.

    —Les doy las gracias a todos. Haré todo lo que esté en mi mano por la Santa Madre Iglesia. Y ahora creo que es hora de enfrentarme al mundo.

    Recorrió el pasillo central, cruzó la puerta de mármol y salió por la entrada principal de la capilla. A continuación entró en la basílica y atravesó las salas Regía y Ducal. Le gustaba el camino que había elegido, las enormes pinturas de las paredes dejaban clara la supremacía del papado sobre el poder temporal.

    Accedió a la logia central.

    Había pasado alrededor de una hora desde que fuera elegido, y a esas alturas los rumores ya habían circulado por doquier. Sin duda de la Capilla Sixtina se habría filtrado bastante información contradictoria como para que nadie supiera nada a ciencia cierta, y él se encargaría de que las cosas siguieran así. La confusión podía ser un arma eficaz, siempre y cuando la fuente de dicha confusión fuera él. Sólo el nombre que había escogido daría lugar a especulaciones: ni siquiera los grandes Papas guerreros ni los diplomáticos santificados que habían logrado ser elegidos a lo largo de los últimos cien años se habían atrevido a dar ese paso.

    Llegó a la alcoba del balcón. Sin embargo no pensaba salir todavía. Primero aparecería el cardenal archivero, que era el cardenal decano, y luego el Papa, seguido por el presidente del Sacro Colegio y el camarlengo.

    Se acercó al cardenal archivero, que se hallaba al otro lado de la puerta, y musitó:

    —Le dije, Eminencia, que sería paciente. Y ahora cumpla con su último cometido.

    Los ojos del anciano no dejaron traslucir nada. Sin duda sabía cuál sería su destino.

    Sin decir palabra el archivero salió al balcón.

    Se oyó el clamor de medio millón de personas.

    Ante la balaustrada había un micrófono, y el archivero se situó delante y dijo:

    —Annuntio vobis gaudium magnum.

    Era preciso que el anuncio se hiciera en latín, pero Valendrea sabía perfectamente cuál era su traducción.

    Tenemos papa.

    La multitud estalló en estentóreos gritos de júbilo. No veía al pontífice, pero sentía su presencia. El cardenal archivero habló de nuevo por el micrófono:

    —Cardínalem Sanctae Romanae Ecclesiae… Valendrea.

    Los vítores eran ensordecedores: un italiano se había hecho con el trono de san Pedro. Los «viva, viva» cobraron intensidad.

    El archivero hizo una pausa para mirar a Valendrea, y éste captó su glacial expresión. Era evidente que el anciano no aprobaba lo que estaba a punto de decir. El cardenal archivero volvió al micrófono:

    —Qui Sibi Imposuit Nomen…

    Las palabras le devolvían el eco. El nombre que había escogido era el de…

    —Petrus II.

    El eco resonó en la inmensa plaza como si las estatuas que coronaban la columnata hablaran entre sí, cada una preguntándole a las otras si habían oído bien. El gentío sopesó el nombre un instante y después comprendió.

    Aumentaron las aclamaciones.

    Valendrea echó a andar, pero se percató de que sólo lo seguía un cardenal. Se giró. Ngovi no se había movido.

    —¿Viene?
    —No.
    —Es su deber de camarlengo.
    —Me avergüenzo de él.

    Valendrea retrocedió.

    —He pasado por alto su insolencia en la capilla. No vuelva a ponerme a prueba.
    —O ¿qué? ¿Me meterá en la cárcel? ¿Confiscará mis bienes? ¿Me despojará de mis títulos? No estamos en la Edad Media.

    El otro cardenal, que estaba al lado, parecía violento. Era uno de sus incondicionales, de modo que era preciso hacer algún alarde de poder.

    —Me encargaré de usted más tarde, Ngovi.
    —Y el Señor se encargará de usted.

    El africano se volvió y se fue.

    Valendrea no estaba dispuesto a permitir que le estropearan ese momento. Miró al otro cardenal.

    —¿Vamos, Eminencia?

    Y salió al sol, los brazos abiertos en señal de cálido abrazo a aquella multitud que expresaba a gritos su aprobación.


    52


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    12:30



    Michener se encontraba mejor. Había recuperado la vista y no le dolían ni la cabeza ni el estómago. Ahora veía que la habitación del dispensario era un cubículo, las paredes de hormigón pintadas de amarillo claro. Una ventana con cortinas de encaje permitía que entrara luz, pero no dejaba ver nada, pues habían cubierto los cristales con una espesa capa de pintura.

    Katerina había ido a interesarse por Jasna. El médico no había dicho nada, y él esperaba que estuviese bien.

    La puerta se abrió.

    —Está bien —anunció Katerina—. Al parecer ambos estaban lo bastante lejos. Sólo tiene unos chichones en la cabeza. — Se situó junto a la cama—. Y hay más noticias.

    Michener la miró, contento de poder ver de nuevo su hermoso rostro.

    —Valendrea es Papa. Lo he visto en televisión. Acaba de dirigirse a la multitud que se agolpa en la plaza de San Pedro: ha hecho un llamamiento a la vuelta a las raíces de la Iglesia. Y, no te lo pierdas, ha decidido llamarse Pedro II.
    —Rumanía cada vez me apetece más.

    Ella le dedicó una media sonrisa.

    —Y dime, ¿mereció la pena subir a la cima?
    —¿A qué te refieres?
    —A lo que quiera que tú y ella estuviesen haciendo la otra noche en esa montaña.
    —¿Estás celosa?
    —Más bien siento curiosidad.

    Él cayó en la cuenta de que le debía una explicación.

    —Se suponía que iba a contarme el décimo secreto.
    —¿En medio de una tormenta?
    —No me pidas que lo racionalice. Me desperté y ella estaba en la calle, esperándome. Fue espeluznante, pero sentí la necesidad de ir.

    Decidió no hablarle de su alucinación, pero recordaba perfectamente la visión, como un sueño que no se desvanecía. El médico había dicho que había estado varias horas inconsciente, de manera que lo que vio u oyó no fue más que una manifestación de todo lo que había averiguado durante los últimos meses. Los mensajeros habían sido dos hombres que ejercían una poderosa influencia en su mente. Pero ¿y Nuestra Señora? Probablemente nada más que la imagen de lo que había visto en casa de Jasna el día anterior.

    ¿O no?

    —Mira, no sé lo que se proponía Jasna. Me dijo que para conocer el secreto tenía que ir con ella. Así que me fui.
    —¿No pensaste que era una situación un poco rara?
    —Todo esto es raro.
    —Va a venir aquí.
    —¿De qué estás hablando?
    —Jasna me dijo que iba a venir a verte. La estaban preparando cuando me fui.

    La puerta se abrió, y una silla de ruedas guiada por una mujer de mayor edad entró en la estrecha estancia. Jasna parecía cansada, y tenía vendados la frente y el brazo derecho.

    —Quería ver si se encontraba bien —dijo débilmente.
    —También yo quería saber cómo estaba usted.
    —Sólo lo llevé allí porque Nuestra Señora me lo pidió. No quería hacerle daño.

    Por vez primera parecía cercana.

    —No la culpo de nada. Fui yo quien decidió ir.
    —Me han dicho que la cruz quedará marcada para siempre: un tajo ennegrecido recorre su blancura de arriba abajo.
    —¿Es ésa la señal para los ateos? — inquirió Katerina con cierto desdén.
    —No tengo idea —replicó Jasna.
    —Puede que el mensaje de hoy a los fieles lo aclare todo. — Katerina no parecía estar dispuesta a darle un respiro.

    Michener quería pedirle que se relajara, pero sabía que estaba alterada, y descargaba su frustración en el blanco más fácil.

    —Nuestra Señora ha venido por última vez.

    Él escrutó los rasgos de la mujer que tenía delante: su rostro era triste, y apretaba los ojos, la expresión diferente de la del día anterior. Supuestamente llevaba veintitantos años hablando con la madre de Dios. Tanto si era verdad como si no, la experiencia era importante para ella, y ahora que todo había terminado el dolor de la pérdida quedaba patente. Michener imaginó que sería algo similar a la muerte de un ser querido: una voz que no volvería a escuchar, unos consejos y un consuelo con los que ya no contaría. Como ocurrió con sus padres. Y con Jakob Volkner.

    De pronto compartió la tristeza de Jasna.

    —La otra noche, en la cima de la montaña, la Virgen me reveló el décimo secreto.

    Michener recordó lo poco que le había oído decir en mitad de la tormenta: «Lo recordaré. Sé que seré capaz. Querida Señora, no tenía idea.»

    —Apunté lo que dijo. — Le entregó una hoja de papel doblada—. Nuestra Señora me pidió que se lo diera.
    —¿Dijo alguna otra cosa?
    —Fue entonces cuando desapareció. — Jasna le indicó a la anciana que guiaba la silla—: Me gustaría volver a mi habitación. Espero que se ponga bien, padre Michener. Rezaré por usted.
    —Y yo por usted, Jasna —repuso él. Y lo decía en serio.

    Jasna se fue.

    —Colin, esa mujer es una impostora. ¿Es que no lo ves? — Katerina estaba levantando la voz.
    —No sé qué es, Kate. Si es una impostora, es buena. Se cree lo que dice. Y aunque sea una farsante, el timo se ha terminado. Las visiones han cesado.

    Ella le señaló el papel.

    —¿Vas a leerlo? Esta vez no hay ninguna orden papal que te lo impida.

    Era verdad. Desdobló la hoja, pero fijar la vista en ella le levantó dolor de cabeza, de modo que se la entregó a Katerina.

    —No puedo. Léemela.


    53


    Ciudad del Vaticano
    13:00



    Valendrea se encontraba en la sala de audiencias, recibiendo felicitaciones del personal de la secretaría de Estado. Ambrosi ya había expresado el deseo de cambiar a muchos de los sacerdotes y a la mayor parte de los secretarios, y él no se había opuesto. Si esperaba que Ambrosi satisficiera todas sus necesidades, lo menos que podía hacer era dejar que escogiera a sus propios subordinados.

    Ambrosi no se había apartado de su lado desde esa mañana, permaneciendo sumisamente en el balcón mientras él se dirigía a la multitud que llenaba la plaza de San Pedro. Luego Ambrosi siguió los informes de radio y televisión, los cuales eran positivos en su mayoría, en particular en lo tocante a la elección del nombre de Valendrea, pues los comentaristas estaban de acuerdo en que ése sería un «pontificado importante». Valendrea hasta imaginó a Tom Kealy balbuciendo un segundo o dos cuando las palabras «Pedro II» salieron de su boca. Durante su papado no habría más sacerdotes estrella. Los clérigos harían lo que se les dijera, y en caso contrarío serían despedidos… empezando por Kealy. Ya le había dicho a Ambrosi que apartara del sacerdocio a ese idiota antes de que finalizara la semana.

    Y habría más cambios.

    Resucitaría la tiara papal, y organizaría una coronación.

    Las trompetas anunciarían su entrada. Abanicos y sables en alto volverían a acompañarlo durante la liturgia. Y regresaría la silla gestatoria. Pablo VI había cambiado la mayoría de estas cosas —unas faltas momentáneas de buen juicio o tal vez una influencia de la época—, pero Valendrea se ocuparía de rectificar.

    El último de los felicitantes se alejó, y él llamó a Ambrosi, que se acercó a él.

    —Hay algo que debo hacer —musitó—. Pon fin a esto.

    Ambrosi se volvió a la multitud.

    —Escuchad, el Santo Padre tiene hambre, no ha tomado nada desde el desayuno, y todos sabemos cuánto disfruta nuestro pontífice comiendo.

    Las risas resonaron en la estancia.

    —A aquellos con los que no ha podido hablar les haré un hueco esta misma tarde.
    —Que el Señor os bendiga a todos —dijo Valendrea.

    Siguió a Ambrosi desde la sala a su despacho en la secretaría de Estado. Las dependencias pontificias habían sido abiertas hacía media hora, y ya estaban pasando a la cuarta planta muchas de sus pertenencias de las habitaciones del tercer piso. En los próximos días visitaría los museos y los almacenes del sótano. Ya le había facilitado a Ambrosi una lista de artículos con los que quería decorar los aposentos. Estaba orgulloso de su planificación: la mayor parte de las decisiones que había tomado durante las últimas horas las había pensado hacía mucho, y el resultado era un Papa al mando que hacía lo adecuado de la forma que debía hacerse.

    Ya en su despacho, con la puerta cerrada, se volvió hacia Ambrosi.

    —Localiza al cardenal archivero y dile que se presente en la Riserva dentro de quince minutos.

    Ambrosi hizo una reverencia y se retiró.

    Él entró en el baño contiguo al despacho. Seguía encolerizado por la arrogancia de Ngovi. El africano tenía razón: no podía hacer gran cosa excepto relegarlo a algún lugar lejos de Roma. Pero eso no sería acertado. El que muy pronto dejaría de ser camarlengo había conseguido desplegar una sorprendente demostración de apoyo. Sería estúpido echársele encima tan pronto. Había que tener paciencia, lo cual no quería decir que se hubiese olvidado de Maurice Ngovi. Se humedeció la cara con agua y se secó con una toalla.

    La puerta del despacho se abrió y entró Ambrosi.

    —El archivero lo espera.

    Valendrea arrojó la toalla en la encimera de mármol.

    —Bien. Vamos.

    Salió del despacho como una exhalación y descendió a la planta baja. La mirada de sorpresa de los guardias suizos ante los que pasó le dio a entender que no estaban acostumbrados a que un Papa apareciera sin previo aviso.

    Entró en el archivo.

    Las salas de lectura y colecciones estaban vacías. No se había autorizado el acceso a ellas desde que murió Clemente. Entró en la estancia principal y cruzó el suelo de mosaico directo a la verja de hierro. El cardenal archivero permanecía fuera. No había nadie más salvo Ambrosi.

    Se aproximó al anciano.

    —No hará falta que le diga que sus servicios ya no serán necesarios. Yo en su lugar me jubilaría, me largaría antes del fin de semana.
    —Ya he vaciado mi escritorio.
    —No he olvidado los comentarios que hizo esta mañana en el desayuno.
    —No lo haga. Cuando ambos comparezcamos ante el Señor, me gustaría que los repitiera.

    Le entraron ganas de abofetear a aquel respondón, pero se limitó a preguntar:

    —¿Está abierta la caja fuerte?

    El anciano asintió.

    —Espera aquí —le dijo Valendrea a Ambrosi.

    Durante mucho tiempo otros habían dispuesto de la Riserva: Pablo VI, Juan Pablo II, Clemente XV, incluso el irritante archivero. Pero eso se había acabado.

    Entró a toda prisa, echó mano del cajón y lo abrió. Vio la caja de madera, la sacó y la llevó a la misma mesa a la que tantas décadas atrás se sentara Pablo VI.

    Levantó la tapa y vio dos hojas de papel dobladas juntas. Una, claramente más antigua, era la primera parte del tercer secreto de Fátima —de puño y letra de la hermana Lucía—, el dorso aún con una marca del Vaticano de cuando el mensaje se dio a conocer en 2000. La otra, más reciente, era la traducción al italiano de 1960 del padre Tibor, también marcada.

    Pero debería haber otro papel.

    El reciente facsímil del padre Tibor, que el propio Clemente había depositado en la caja. ¿Dónde estaba? Había ido allí a terminar un trabajo, a proteger a la Iglesia y mantener su cordura.

    Pero el papel había desaparecido.

    Salió de la Riserva y fue directo al archivero. Agarró al anciano por la sotana. Sintió un ciego ataque de ira en el acto, y el rostro del cardenal reflejó su estupefacción.

    —¿Dónde está? — escupió.
    —¿A… qué… se refiere? — balbució el anciano.
    —No estoy de humor. ¿Dónde está?
    —Yo no he tocado nada. Lo juró por Dios.

    Vio que el hombre decía la verdad. Lo soltó, y el cardenal retrocedió, a todas luces asustado por la arremetida.

    —Salga de aquí —ordenó al archivero.

    Éste se apresuró a cumplir la orden.

    Lo asaltó una idea: Clemente. Aquel viernes por la noche que el Papa le permitió hacer trizas la mitad de lo que le había enviado Tibor.

    «Quería que supieras lo que te espera, Alberto.»
    «¿Por qué no ha impedido que quemara el papel?»
    «Ya lo verás.»

    Y cuando exigió la parte que faltaba, la traducción de Tibor.

    «No, Alberto. Se quedará en la caja.»

    Debió haber apartado a aquel cabrón y haber hecho lo que tenía que hacer, independientemente de que allí se encontrara el prefecto de noche.

    Ahora lo comprendía todo.

    La traducción nunca había estado en la caja. ¿Existía? Sí, sin duda. Y Clemente quiso que él lo supiera.

    Ahora había que encontrarla.

    Se volvió hacia Ambrosi.

    —Ve a Bosnia y trae a Colin Michener. Sin excusas. Lo quiero aquí mañana. Dile que si no ordenaré que lo arresten.
    —¿Los cargos, Santo Padre? — inquirió Ambrosi casi con naturalidad—. Para que pueda decírselo, si me pregunta.

    Se paró a pensar un instante y repuso:

    —Complicidad en el asesinato del padre Andrej Tibor.



    CUARTA PARTE
    54


    Medjugorje, Bosnia—Herzegovina
    18:00



    A Katerina se le hizo un nudo en el estómago al ver al padre Ambrosi entrar en el hospital. Reparó de inmediato en una novedad: el ribete escarlata y la faja roja de su sotana negra, lo que quería decir que había ascendido a monseñor. Al parecer Pedro II no perdía el tiempo repartiendo el botín.

    Michener descansaba en su habitación. Todas las pruebas que le habían realizado habían dado negativas, y el médico pronosticó que al día siguiente estaría bien. Tenían pensado irse a Bucarest a la hora de comer, pero la presencia de Ambrosi en Bosnia era sinónimo de problemas.

    Éste la divisó y se acercó a ella.

    —Me han dicho que el padre Michener se ha salvado por los pelos de morir.

    A ella le molestó su fingida preocupación, a todas luces de cara a la galería.

    —Váyase a la mierda —le dijo en voz baja—. Esta fuente está seca.

    Él meneó la cabeza simulando indignación.

    —Así que es verdad que el amor lo vence todo. Da igual. No queremos nada más de usted.

    Pero ella sí quería algo.

    —No quiero que Colin se entere de lo nuestro.
    —Me hago cargo.
    —Yo misma se lo contaré, ¿entendido?

    Él no respondió.

    Katerina tenía en el bolsillo el décimo secreto, escrito por Jasna. Estuvo a punto de sacar el papel y obligar a Ambrosi a leer las palabras, pero lo que el Cielo deseara sin duda carecía de interés para aquel idiota arrogante. Nadie sabría nunca si el mensaje provenía de la madre de Dios o de las lamentaciones de una mujer que se hallaba convencida de haber sido elegida por la divinidad. Sin embargo Katerina se preguntó cómo justificarían la Iglesia y Alberto Valendrea el décimo secreto, sobre todo después de aceptar los otros nueve de Medjugorje.

    —¿Dónde está Michener? — preguntó Ambrosi con tono inexpresivo.
    —¿Qué quiere de él?
    —Yo nada, pero no así su Papa.
    —Déjenlo en paz.
    —Caramba, la leona enseña las garras.
    —Lárguese de aquí.
    —Me temo que no es usted quién para decirme lo que tengo que hacer. Imagino que la palabra del secretario del Papa tendría mucho peso aquí, seguro que más que la de una periodista desempleada.

    La esquivó, pero ella se interpuso en su camino.

    —Lo digo en serio, Ambrosi, déjenos en paz. Dígale a Valendrea que Colin ha terminado con Roma.
    —Sigue siendo un sacerdote de la Iglesia, sujeto a la autoridad del Papa. Hará lo que se le ordene o se atendrá a las consecuencias.
    —¿Qué quiere Valendrea?
    —Vamos a ver a Michener —sugirió Ambrosi— y se lo explicaré. Le aseguro que merece la pena escucharlo.

    Katerina entró en la habitación con Ambrosi a la zaga. Michener estaba sentado en la cama, y su rostro se contrajo al ver al visitante.

    —Le traigo recuerdos de Pedro II —anunció Ambrosi—. Nos hemos enterado de lo sucedido…
    —Y sintió la necesidad de venir hasta aquí para hacerme saber lo preocupados que están.

    Ambrosi se mantenía imperturbable, y Katerina se preguntó sí esa capacidad sería innata o si habría llegado a dominar la técnica a lo largo de años de engaño.

    —Sabemos por qué está en Bosnia —afirmó Ambrosi—, Me han enviado a averiguar si los visionarios le han contado algo.
    —Nada en absoluto.

    A Katerina también le impresionó el talento de Michener para mentir.

    —¿Quiere que vaya a enterarme de si está siendo sincero?
    —Haga lo que le plazca.
    —La información que circula por la localidad es que el décimo secreto le fue revelado a la visionaria, Jasna, la otra noche y que las visiones han cesado. A los sacerdotes de aquí les disgusta bastante esa perspectiva.
    —¿No vendrán más turistas? ¿Adiós al dinero? — no pudo evitar decir Katerina.

    Ambrosi se volvió a ella.

    —Quizás sea mejor que espere fuera. Éste es un asunto de la Iglesia.
    —Ella no va a ninguna parte —espetó Michener—. Con todo lo que sin duda habrán estado haciendo usted y Valendrea estos dos últimos días y les preocupa lo que sucede aquí, en Bosnia. ¿Por qué?

    Ambrosi entrelazó las manos a la espalda.

    —Soy yo quien hace las preguntas.
    —Se lo ruego, adelante.
    —El Santo Padre le ordena que vuelva a Roma.
    —Ya sabe lo que puede decirle al Santo Padre.
    —Qué falta de respeto. Al menos nosotros no menospreciábamos abiertamente a Clemente XV.

    El rostro de Michener se endureció.

    —¿Se supone que eso ha de impresionarme? Hicieron todo lo posible por desbaratar todo cuanto él intentaba hacer.
    —Esperaba que me causara problemas. El tono del comentario de Ambrosi inquietó a Katerina, pero él parecía sumamente complacido.
    —Debo informarle de que si no viene por su propio pie, el gobierno italiano dará orden de que lo arresten.
    —¿De qué narices está hablando? — inquirió Michener.
    —El nuncio apostólico de Bucarest ha puesto al corriente a Su Santidad de la reunión que mantuvo usted con el padre Tibor. Le molesta que no se le informara de lo que hacían usted y Clemente. Ahora las autoridades rumanas quieren hablar con usted. Ellos, al igual que nosotros, se mueren de curiosidad por saber qué quería el difunto Papa del anciano sacerdote.

    Katerina sintió opresión en la garganta; aquello se iba adentrando en aguas peligrosas. Sin embargo Michener estaba impertérrito.

    —¿Quién ha dicho que a Clemente le interesara el padre Tibor?

    Ambrosi se encogió de hombros.

    —¿Usted? ¿Clemente? ¿Qué más da? Lo único que importa es que fue usted a verlo, y la policía rumana desea hablar con usted. La Santa Sede puede impedirlo o alentarlo. ¿Qué prefiere?
    —Me da igual.

    Ambrosi se volvió hacia Katerina.

    —¿Y a usted? ¿También le da igual?

    Ella cayó en la cuenta de que el muy capullo estaba jugando su baza: o conseguía que Michener regresara a Roma o éste se enteraría ya mismo de cómo ella había dado con él tan fácilmente en Bucarest y en Roma.

    —¿Qué tiene ella que ver con esto? — se apresuró a preguntar Michener.

    Ambrosi hizo una desesperante pausa, y a Katerina le apeteció cruzarle la cara, como ya hiciera en Roma, pero se contuvo.

    Ambrosi volvió a centrarse en Michener.

    —Sólo me preguntaba cuál sería su opinión. Tengo entendido que nació en Rumanía y está familiarizada con la policía de su país. Supongo que sería preferible evitar sus técnicas de interrogatorio.
    —¿Le importaría decirme cómo es que sabe tantas cosas de ella?
    —El padre Tibor habló con el nuncio apostólico en Bucarest y le dijo que la señorita Lew se encontraba presente cuando usted habló con él. Yo me limité a informarme de sus antecedentes. Katerina admiró la explicación de Ambrosi. De no ser porque conocía la verdad, hasta ella le hubiese creído.
    —Déjela al margen de esto —pidió Michener.
    —¿Volverá a Roma?
    —Sí.

    La respuesta la sorprendió, y Ambrosi asintió en señal de aprobación.

    —Tengo listo un avión en Split. ¿Cuándo saldrá del hospital?
    —Por la mañana.
    —Esté preparado a las siete. — Ambrosi fue hacia la puerta—. Y esta tarde —se detuvo un instante— rezaré por su pronta recuperación.

    Luego salió.

    —Si va a rezar por mí es que estoy en un buen lío —dedujo Michener cuando la puerta se cerró.
    —¿Por qué has accedido a volver? Lo de Rumanía era un farol.

    Michener cambió de postura en la cama, y ella lo ayudó a colocarse.

    —He de hablar con Ngovi. Debe saber lo que ha dicho Jasna.
    —¿Para qué? No es posible que creas una palabra de lo que ha escrito. Ese secreto es absurdo.
    —Puede, pero es el décimo secreto de Medjugorje, tanto si lo creemos como si no. Tengo que dárselo a Ngovi.

    Ella le enderezó la almohada.

    —¿Has oído hablar de los faxes?
    —No quiero discutir esto, Kate. Además, me pica la curiosidad, quiero enterarme de qué es tan importante como para que Valendrea envíe a su recadero. Parece que es algo grande, y creo saber qué.
    —¿El tercer secreto de Fátima?

    Él asintió.

    —Aunque sigue sin tener sentido. El mundo entero conoce ese secreto.

    Ella recordó lo que el padre Tibor decía en sus mensajes a Clemente: «Haga lo que dijo la Virgen… ¿Cuánta intolerancia permitirá el Cielo?»

    —Todo este asunto carece de lógica —aseguró Michener.
    —Ambrosi y tú ¿siempre han sido enemigos? — le preguntó ella.

    Él asintió.

    —Me pregunto cómo se hizo sacerdote un hombre así. De no ser por Valendrea, jamás habría llegado a Roma. Son tal para cual. — Vaciló, como si estuviese inmerso en sus pensamientos—. Supongo que habrá un montón de cambios.
    —Ése no es tu problema —replicó ella con la esperanza de que no estuviese cambiando de idea respecto al futuro.
    —No te preocupes, no tengo dudas. Pero me pregunto si las autoridades rumanas estarán interesadas en mí de verdad.
    —¿A qué te refieres?
    —Podría ser una cortina de humo.

    Ella puso cara de perplejidad.

    —Clemente me mandó un correo electrónico la noche que murió. En él me decía que era posible que Valendrea hubiese destruido parte del tercer secreto original hacía mucho tiempo, cuando trabajaba para Pablo VI.

    Katerina escuchaba con interés.

    —Clemente y Valendrea acudieron juntos a la Riserva la noche antes de que Clemente falleciera, y al día siguiente Valendrea salió de Roma en un viaje no programado.

    Ella comprendió la importancia de aquella revelación en el acto.

    —¿El sábado que fue asesinado el padre Tibor?
    —Une los puntos y empezará a formarse el dibujo.

    A Katerina le asaltó la imagen de Ambrosi con la rodilla hundida en su pecho, las manos alrededor de su cuello. ¿Estaban implicados Valendrea y Ambrosi en el asesinato de Tibor? Le entraron ganas de contarle a Michener lo que sabía, pero se dio cuenta de que la explicación daría lugar a muchas más preguntas de las que estaba dispuesta a responder en ese momento, de manera que optó por preguntar:

    —¿Podría estar implicado Valendrea en la muerte del padre Tibor?
    —Resulta difícil de decir, pero es muy capaz. Igual que Ambrosi. No obstante, sigo pensando que Ambrosi se estaba tirando un farol. Lo último que quiere el Vaticano es llamar la atención. Apuesto a que nuestro nuevo Papa hará todo cuanto esté en su mano para no estar en primer plano.
    —Pero Valendrea podría hacer que otro ocupara el primer plano.

    Michener pareció entender.

    —Por ejemplo, yo.

    Ella afirmó con la cabeza.

    —Nada mejor que echarle toda la culpa a un antiguo empleado.

    Valendrea se puso una de las sotanas blancas que la Casa Gammarelli había confeccionado esa tarde. Por la mañana él había estado en lo cierto: sus medidas se hallaban archivadas, y resultó fácil realizar las prendas apropiadas en un breve período de tiempo. Las costureras habían hecho bien su labor. Él admiraba el buen trabajo, y anotó mentalmente que Ambrosi les diera las gracias de manera oficial.

    No había tenido noticias suyas desde que se marchara a Bosnia, pero no albergaba dudas respecto a que su amigo Paolo desempeñara la misión que le había sido encomendada. Ambrosi sabía lo que había en juego. Aquella noche Valendrea le había puesto las cosas claras: era preciso traer a Roma a Colin Michener. Clemente XV había sido ingeniosamente previsor —tenía que reconocerlo—, y al parecer había concluido que Valendrea lo sucedería, de modo que había sacado a propósito la última traducción de Tibor, a sabiendas de que él no podría empezar su papado con la amenaza que suponía semejante desastre en potencia.

    Pero ¿dónde estaba?

    Seguro que Michener lo sabía.

    Sonó el teléfono.

    Valendrea se encontraba en su dormitorio del tercer piso del palacio; las dependencias papales aún no estaban listas.

    El teléfono volvió a sonar.

    Se preguntó a qué vendría la interrupción. Eran casi las ocho de la tarde, y él intentaba vestirse para su primera cena formal, una celebración de agradecimiento con los cardenales, y había dejado recado de que no lo molestaran. Sonó de nuevo.

    Levantó el auricular.

    —Santo Padre, el padre Ambrosi está llamando y me ha pedido que se lo pase. Ha dicho que es importante.
    —Pásemelo.

    Tras unos cuantos clics se oyó a Ambrosi:

    —He hecho lo que me pidió.
    —¿Y la reacción?
    —Estará allí mañana.
    —¿Su salud?
    —Nada grave.
    —¿Su compañera de viaje?
    —Tan encantadora como de costumbre.
    —Tengámosla contenta, por ahora.

    Ambrosi le había referido que ella lo agredió en Roma. Entonces era la mejor forma de llegar a Michener, pero la situación había cambiado.

    —Por mi parte, perfecto.
    —Hasta mañana entonces —se despidió Valendrea—. Que tengas buen viaje.


    55


    Ciudad del Vaticano
    jueves, 30 de noviembre
    13:00



    Michener se acomodó en el asiento de atrás de un coche del Vaticano, Katerina a su lado. Ambrosi iba delante y, a una orden suya, el coche cruzó el Arco de las Campanas y entró en la privacidad del patio de San Damasco. Un laberinto de construcciones antiguas los rodeó, impidiendo el paso al sol de mediodía y tornando de color añil el pavimento.

    Por primera vez se sentía incómodo en el Vaticano: los hombres que ahora estaban a su cargo eran unos manipuladores, enemigos. Debía tener cuidado, vigilar lo que decía y acabar lo antes posible con lo que quiera que fuese a pasar.

    El coche paró y ellos se bajaron.

    Ambrosi los condujo hasta un salón con vidrieras en tres de sus lados donde los Papas llevaban siglos recibiendo invitados. Siguieron a Ambrosi a través de una maraña de logias y galerías atestadas de candelabros y tapices, y rodeadas de muros llenos de imágenes de Papas a los que emperadores y reyes rendían homenaje.

    Michener sabía adonde se dirigían, y Ambrosi se detuvo delante de la puerta de bronce de la Biblioteca Pontificia, un lugar que Gorbachov, Mandela, Carter, Yeltsin, Reagan, Bush, Clinton, Rabin y Arafat habían visitado.

    —Cuando haya terminado, la señorita Lew lo estará esperando en la logia de delante —dijo Ambrosi—. Mientras tanto, no será molestado.

    Sorprendentemente Katerina no se opuso a que la excluyeran y se fue con Ambrosi.

    Él abrió la puerta y entró.

    Tres ventanas de cristal emplomado bañaban las estanterías, de quinientos años de antigüedad, en franjas de luz. Valendrea estaba sentado tras una mesa, la misma que los Papas llevaban medio milenio usando. Un panel con una representación de la Virgen adornaba la pared que tenía a sus espaldas. Al otro lado del escritorio había un sillón tapizado, pero Michener sabía que sólo los jefes de Estado tenían el privilegio de sentarse frente al Papa.

    Valendrea dio la vuelta a la mesa y le tendió la mano, y Michener supo lo que esperaba de él. Miró con fijeza al toscano a los ojos: había llegado el momento de la sumisión. Vaciló, pero decidió que la discreción era una táctica mejor, al menos hasta que supiera qué quería ese demonio. Se arrodilló y besó el anillo, percatándose de que los joyeros del Vaticano ya habían hecho uno nuevo.

    —Me han dicho que Clemente disfrutaba arrancando un gesto similar a Su Eminencia el cardenal Bartolo, en Turín. Le transmitiré al buen cardenal su respeto por el protocolo eclesiástico.

    Michener se levantó.

    —¿Qué quiere? — No añadió «Santo Padre».
    —¿Qué tal están sus heridas?
    —¿Es que le importa?
    —¿Qué le hace pensar lo contrario?
    —El respeto que me ha demostrado los últimos tres años.

    Valendrea retrocedió hacia la mesa.

    —Supongo que trata de que reaccione. Pasaré por alto su tono.
    —¿Qué quiere? — insistió Michener.
    —Lo que Clemente sacó de la Riserva.
    —No estaba al tanto de que faltara algo.
    —No estoy de humor. Clemente se lo contó todo.

    Recordó lo que Clemente le había dicho: «Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima… En 1978 sacó de la Riserva parte del tercer mensaje de la Virgen.»

    —A mí me parece que el ladrón es usted.
    —Unas palabras descaradas para emplear con su Papa. ¿Puede respaldarlas?

    Michener no iba a morder el anzuelo. Dejaría que el hijo de puta se preguntara qué sabía.

    Valendrea avanzó hacia él. Parecía bastante cómodo vestido de blanco, el solideo casi perdido entre sus poblados cabellos.

    —No se lo estoy preguntando, Michener, le estoy ordenando que me diga dónde está ese texto.

    Había un dejo de desesperación en la orden que le hizo plantearse si los desvaríos del mensaje de Clemente no serían algo más que los de un alma deprimida que estaba a punto de morir.

    —Hasta hace un momento no sabía que faltara nada.
    —¿Se supone que he de creerlo?
    —Puede creer lo que quiera.
    —He mandado registrar las dependencias papales y Castelgandolfo. Usted tiene los efectos personales de Clemente. Quiero verlos.
    —¿Qué está buscando?

    Valendrea lo miró con recelo.

    —No acabo de decidir si está siendo sincero o no.

    Él se encogió de hombros.

    —Confíe en mí, lo soy.
    —Muy bien. El padre Tibor copió el tercer mensaje de la hermana Lucía de Fátima y envió a Clemente un facsímil tanto del original de la buena monja como de la traducción que él hizo. Ahora la traducción ha desaparecido de la Riserva.

    Michener comenzaba a entender.

    —De modo que sí participó del tercer secreto en 1978.
    —Simplemente quiero lo que tramó ese sacerdote. ¿Dónde están las pertenencias de Clemente?
    —Entregué sus muebles a la beneficencia. El resto lo tengo yo.
    —¿Ha echado un vistazo?
    —Naturalmente —mintió.
    —Y ¿no encontró nada del padre Tibor?
    —¿Me creería si le respondiera?
    —¿Por qué iba a hacerlo?
    —Porque soy un buen tipo.

    Valendrea guardó silencio un instante, y Michener hizo lo propio.

    —¿De qué se ha enterado en Bosnia?

    Se percató del cambio de tema.

    —De que no es bueno subir una montaña en medio de un aguacero.
    —Ya veo por qué Clemente le apreciaba: ingenioso e inteligente. — Hizo una pausa—. Y ahora responda a mi pregunta.

    Michener se metió la mano en el bolsillo, sacó la nota de Jasna y se la entregó al Papa.

    —Éste es el décimo secreto de Medjugorje.

    Valendrea cogió el papel y se puso a leerlo. El toscano respiró hondo mientras miraba ora al papel, ora a Michener. Luego el pontífice dejó escapar un gemido y, sin previo aviso, arremetió contra él y agarró con las dos manos la negra sotana de Michener, la hoja aún en la mano. La ira inundaba aquellos ojos que lo miraban con fijeza.

    —¿Dónde está la copia de la traducción del padre Tibor?

    A Michener le sorprendió el ataque, pero mantuvo la compostura.

    —Creí que las palabras de Jasna carecían de sentido. ¿Por qué le preocupan?
    —Sus desvaríos no significan nada. Lo que quiero es el facsímil del padre Tibor…
    —Si las palabras no tienen sentido, ¿por qué me agrede?

    Valendrea pareció hacerse cargo de la situación y soltó a Michener.

    —La traducción de Tibor es propiedad de la Iglesia. La quiero de vuelta.
    —Entonces tendrá que enviar a la guardia suiza en su busca.
    —Tiene cuarenta y ocho horas para devolverla o haré que lo arresten.
    —¿Cuáles son los cargos?
    —Robo de propiedad del Vaticano. Además lo entregaré a la policía rumana. Quieren saber detalles sobre la visita que le hizo al padre Tibor. — Las palabras destilaban autoridad.
    —Estoy seguro de que también querrá saber detalles de su visita.
    —¿Qué visita?

    Necesitaba que Valendrea pensara que sabía mucho más de lo que sabía.

    —Usted abandonó el Vaticano el día que mataron a Tibor.
    —Dado que parece tener todas las respuestas, dígame adonde fui.
    —Sé lo suficiente.
    —¿De verdad piensa que puede sostener ese farol? ¿Pretende involucrar al Papa en la investigación de un asesinato? No conseguirá nada.

    Probó con otro farol.

    —No estaba usted solo.
    —No me diga. Continúe.
    —Esperaré al interrogatorio de la policía. Los rumanos se quedarán fascinados, se lo garantizo.

    Valendrea se puso colorado.

    —No tiene idea de lo que hay en juego. Esto es más importante de lo que imagina.
    —Habla como Clemente.
    —En eso tenía razón. — Valendrea apartó la cara un instante, luego se volvió—. ¿Le dijo Clemente que se quedó mirando mientras yo quemaba parte de lo que Tibor le envió? Estaba justo ahí, en la Riserva, y me dejó hacer. También quería que yo supiera lo otro que le envió Tibor, una copia de la traducción del mensaje completo de la hermana Lucía, también se hallaba ahí, en la caja. Pero ahora ha desaparecido. Clemente no quería que le pasara nada, eso lo sé, así que se lo dio a usted.
    —¿Por qué es tan importante esa traducción?
    —No tengo intención de darle explicaciones. Lo único que deseo es tener de nuevo ese documento.
    —¿Cómo sabe que estaba allí?
    —No lo sé, pero nadie volvió al archivo después de aquel viernes por la noche, y Clemente murió a los dos días.
    —Junto con el padre Tibor.
    —¿Qué se supone que significa eso?
    —Lo que usted quiera que signifique.
    —Haré todo lo que esté en mi poder para recuperar ese documento. Las palabras estaban teñidas de amargura.
    —Eso lo creo. — Necesitaba salir de allí—. ¿Puedo retirarme?
    —Váyase. Pero será mejor que tenga noticias suyas dentro de dos días o no le gustará el siguiente mensajero que le envíe.

    Se preguntó a qué se referiría: ¿la policía? ¿Alguien distinto? Difícil de decir.

    —¿No se ha planteado nunca cómo lo encontró la señorita Lew en Rumanía? — le preguntó Valendrea con naturalidad cuando llegó a la puerta.

    ¿Había oído bien? ¿Cómo es que sabía eso de Katerina? Se detuvo y se volvió.

    —Estaba allí porque yo le pagué para que averiguara qué hacía usted.

    Él se quedó anonadado, pero no dijo nada.

    —Y en Bosnia también. Fue para vigilarlo. Le dije que usara sus encantos para ganarse su confianza, cosa que al parecer hizo.

    Michener salió disparado hacia él, pero Valendrea le enseñó un aparatito negro.

    —Basta con tocarlo y la guardia suiza irrumpirá en esta estancia. Atacar al Papa constituye un delito grave.

    Michener detuvo su avance y reprimió un escalofrío.

    —No es el primero al que engaña una mujer. Es lista. Pero se lo digo para que le sirva de advertencia. Tenga cuidado de quién se fía, hay mucho en juego. Puede que no se dé cuenta, pero es posible que, cuando esto termine, yo sea su único amigo.


    56


    Michener salió de la biblioteca. Ambrosi esperaba fuera, pero no lo acompañó hasta la logia, sino que se limitó a decirle que el coche y su conductor lo llevarían a donde quisiera.

    Katerina estaba sentada en un sofá dorado. Él trataba de comprender qué la había impulsado a engañarlo. Le había extrañado que diera con él en Bucarest y que luego se presentara en su apartamento de Roma. Quería creer que todo lo que había pasado entre ellos había sido sincero, pero no podía evitar pensar que era un cuento destinado a influir en sus sentimientos y hacerle bajar la guardia. Le preocupaba que hubiera oídos indiscretos. Y en lugar de eso, la única persona en la que confiaba se había convertido en la emisaria perfecta de su enemigo.

    Clemente se lo había advertido en Turín: «No tienes idea de hasta dónde puede llegar alguien como Alberto Valendrea. ¿Piensas que puedes luchar contra Valendrea? No, Colin. Tú no puedes competir con él, eres demasiado cabal, demasiado confiado.»

    Se le hizo un nudo en la garganta al acercarse a Katerina. Tal vez la crispación de su rostro traicionara sus pensamientos.

    —Te ha hablado de mí, ¿verdad? — Su voz era triste.
    —¿Lo esperabas?
    —Ambrosi estuvo a punto de hacerlo ayer, así que supuse que lo haría Valendrea. Ya no me necesitan.

    Él se sintió asaltado por las emociones.

    —No les he dicho nada, Colin. Nada de nada. Cogí el dinero de Valendrea y fui a Rumanía y a Bosnia, es verdad, pero porque quería ir, no porque ellos quisieran que fuese. Los utilicé igual que ellos me utilizaron a mí.

    Las palabras sonaban bien, pero no bastaban para aliviar su dolor. Él preguntó con tranquilidad:

    —¿La verdad significa algo para ti?

    Ella se mordió el labio, y Michener vio que le temblaba el brazo derecho. La ira, su respuesta de siempre ante un enfrentamiento, no había emergido. Al no contestar, él añadió:

    —Me fiaba de ti, Kate. Te conté cosas que no le habría contado a nadie.
    —Y yo no abusé de esa confianza.
    —¿Cómo voy a creerte? — repuso, aunque quería hacerlo.
    —¿Qué te dijo Valendrea?
    —Lo suficiente como para que estemos manteniendo esta conversación.

    Se estaba quedando desconcertado. Sus padres habían muerto, al igual que Jakob Volkner, y ahora Katerina lo había traicionado. Por primera vez en su vida estaba solo, y de repente cayó sobre él el peso de ser un niño no deseado que había nacido en una institución y que había sido arrancado a su madre. Estaba perdido en muchos sentidos, no tenía adonde dirigirse. Creyó que, con Clemente muerto, la mujer que tenía delante poseía la respuesta a su futuro. Incluso estaba dispuesto a renunciar a un cuarto de siglo de su vida en favor de la oportunidad de amarla y ser amado.

    Pero ¿cómo iba a hacer eso ahora?

    Hubo un momento de tenso silencio, embarazoso y violento.

    —Muy bien, Colin —dijo ella al cabo—. He captado el mensaje. Me voy.

    Dio media vuelta para marcharse.

    El taconeo resonó en el mármol mientras se alejaba. Él quiso decirle: «No te vayas, espera.» Pero fue incapaz de pronunciar las palabras.

    Y se fue en la dirección opuesta, hacia la salida. No tenía intención de utilizar el coche que Ambrosi le había ofrecido. No quería nada más de aquel sitio, salvo que lo dejaran en paz.

    Se encontraba en el Vaticano sin credenciales ni escolta, pero su rostro era tan conocido que ninguno de los guardias se cuestionó su presencia. Llegó al final de una larga logia repleta de planisferios y globos terráqueos. Maurice Ngovi se hallaba en la puerta de enfrente.

    —Me enteré de que estabas aquí —comentó mientras él se aproximaba—. También sé lo que sucedió en Bosnia. ¿Te encuentras bien?

    Michener asintió.

    —Iba a llamarlo más tarde.
    —Tenemos que hablar.
    —¿Dónde?

    Ngovi pareció entender, y le indicó que lo siguiera. Caminaron sin decir nada hasta el archivo. Las salas de lectura volvían a estar llenas de estudiosos, historiadores y periodistas. Ngovi vio al cardenal archivero, y los tres se dirigieron a una de las salas de lectura. Una vez dentro y con la puerta cerrada Ngovi dijo:

    —Creo que este sitio es más o menos reservado.

    Michener se volvió al archivero.

    —Pensé que a estas alturas estaría sin empleo.
    —Me han ordenado que me vaya antes del fin de semana. Mi sustituto llegará pasado mañana.

    Él sabía lo que ese empleo significaba para el anciano.

    —Lo siento. Pero creo que estará mejor así.
    —¿Qué quería de ti nuestro pontífice? — inquirió Ngovi.

    Michener se dejó caer en una de las sillas.

    —Cree que tengo un documento que estaba supuestamente en la Riserva. Algo que el padre Tibor envió a Clemente y guarda relación con el tercer secreto de Fátima. El facsímil de una traducción. No tengo ni idea de qué me habla.

    Ngovi le dirigió una mirada de extrañeza al archivero.

    —¿Qué ocurre? — inquirió Michener.

    Ngovi le refirió la visita que hizo Valendrea el día anterior a la Riserva.

    —Se comportó como un loco —aseguró el archivero—. No paraba de decir que había desaparecido algo de la caja. Me asustó de veras. Dios ampare a esta Iglesia.
    —¿Le explicó algo Valendrea? — le preguntó Ngovi.

    El interpelado les contó a ambos lo que el Papa había dicho.

    —Aquel viernes por la noche que Clemente y Valendrea estuvieron juntos en la Riserva quemaron algo —agregó el cardenal archivero—. Encontramos cenizas en el suelo.
    —¿Clemente no le dijo nada al respecto? — se interesó Michener.

    El archivero negó con la cabeza.

    —Ni una palabra.

    Muchas de las piezas empezaban a encajar, pero seguía habiendo un problema.

    —Todo este asunto es extraño. La hermana Lucía en persona confirmó en el año 2000 la autenticidad del tercer secreto antes de que Juan Pablo lo diera a conocer.

    Ngovi asintió.

    —Yo lo presencié. El texto original fue de la Riserva a Portugal en la caja, y ella ratificó que el documento era el mismo que redactó en 1944. Pero, Colin, en la caja sólo había dos papeles. Yo mismo estaba allí cuando la abrieron: contenía un texto original y una traducción al italiano. Nada más.
    —Si el mensaje se hallaba incompleto, ¿no habría dicho ella nada? — preguntó Michener.
    —Era muy anciana y frágil —replicó Ngovi—. Recuerdo que se limitó a echar una ojeada a la página y asintió. Me dijeron que no veía bien y no oía.
    —Maurice me pidió que hiciera unas comprobaciones —terció el archivero—. Valendrea y Pablo VI entraron en la Riserva el 18 de mayo de 1978, y Valendrea regresó una hora después, por orden expresa de Pablo, y permaneció allí a solas quince minutos.

    Ngovi lo corroboró.

    —Da la impresión de que lo que el padre Tibor envió a Clemente abrió una puerta que Valendrea creía cerrada hacía tiempo.
    —Y que puede que le costara la vida a Tibor. — Sopesó la situación—. Valendrea dijo que lo que ha desaparecido es el «facsímil de una traducción». Una traducción ¿de qué?
    —Colín, parece que el tercer secreto de Fátima va más allá de lo que sabemos —afirmó Ngovi.
    —Y Valendrea cree que lo tengo yo.
    —¿Lo tienes? — inquirió Ngovi.

    Michener negó con la cabeza.

    —Si fuera así se lo daría. Estoy harto, lo único que quiero es terminar con todo esto.
    —¿Tienes idea de qué puede haber hecho Clemente con la copia de Tibor?

    Lo cierto es que no se lo había planteado.

    —No. Clemente no era de los que robaban.

    Tampoco de los que se suicidaban, pero supo que era mejor callarse: el archivero no sabía nada de eso. Sin embargo, por la expresión de Ngovi supo que el keniano estaba pensando en lo mismo.

    —Y ¿qué pasó en Bosnia? — preguntó éste.
    —Cosas más raras que en Rumanía.

    Les enseñó el mensaje de Jasna. Le había dado a Valendrea una copia y había conservado el original.

    —No podemos darle demasiado crédito a esto —aseveró Ngovi—. Medjugorje parece más una feria que una experiencia religiosa. El décimo secreto podrían ser simplemente las imaginaciones de esta visionaria y, para ser sincero, teniendo en cuenta su envergadura, me veo obligado a cuestionarme seriamente si no será eso.
    —Justo lo que yo pienso —coincidió Michener—. Jasna se ha convencido de que es real. Con todo, Valendrea reaccionó violentamente al leerlo. — Les contó lo que acababa de ocurrir.
    —Así es como se condujo en la Riserva —aseguró el archivero—. Como un loco.

    Michener clavó la vista en Ngovi.

    —¿Qué está pasando aquí, Ngovi?
    —No sé qué decir. Años atrás, cuando era obispo, otros y yo nos pasamos tres meses estudiando el tercer secreto a petición de Juan Pablo. Ese mensaje era muy distinto de los dos primeros. Éstos eran precisos, detallados, pero el tercero era una especie de parábola. Su Santidad pensó que no estaba de más pedir consejo a la Iglesia para interpretarlo, y yo me mostré conforme. Pero no nos planteamos que el mensaje estuviese incompleto.

    Ngovi señaló un volumen grueso y enorme que descansaba en la mesa. El colosal manuscrito era antiguo, sus páginas tan viejas que parecían carbonizadas. En la tapa se veían unos garabatos en latín rodeados de vistosos dibujos de papas y cardenales. Las palabras lignum vitae, escritas en desvaída tinta carmesí, resultaban apenas perceptibles.

    Ngovi se sentó en una de las sillas y le preguntó a Michener:

    —¿Qué sabes de san Malaquías?
    —Lo bastante para poner en duda si el hombre era sincero.
    —Te aseguro que sus profecías son reales. Ese libro de ahí fue publicado en Venecia en 1595 por un historiador benedictino, Arnold Wion, y es el relato definitivo de lo que el propio san Malaquías escribió sobre sus visiones.
    —Maurice, esas visiones sucedieron a mediados del siglo doce, y pasaron cuatrocientos años antes de que Wion comenzara a anotarlo todo. He oído esas patrañas. Quién sabe lo que dijo Malaquías, si es que dijo algo. Sus palabras no han sobrevivido.
    —Pero los escritos de Malaquías se encontraban aquí en 1595 —intervino el archivero—. Nuestros índices lo demuestran. Así que Wion habría tenido acceso a ellos.
    —Si los libros de Wion sobrevivieron, ¿por qué no el texto de Malaquías?

    Ngovi señaló el mamotreto.

    —Aunque lo que escribió Wion sea falso, y se trate de sus profecías en lugar de las de Malaquías, la precisión de éstas es extraordinaria. Más aún teniendo en cuenta lo que ha ocurrido estos últimos días.

    Ngovi le entregó tres hojas mecanografiadas. Michener les echó un vistazo y vio que era un resumen.

    San Malaquías era irlandés y nació en 1094. Se ordenó sacerdote a los veinticinco años y obispo a los treinta. En 1139 abandonó Irlanda y se fue a Roma, donde informó de sus diócesis al Papa Inocencio II. Estando allí tuvo una extraña visión del futuro, una larga lista de hombres que un día gobernarían la Iglesia. Trasladó su visión al pergamino y le ofreció a Inocencio el manuscrito. El Papa lo leyó y a continuación lo guardó en el archivo, donde permaneció hasta 1595, cuando Arnold Wion dejó nueva constancia del listado de pontífices a los que Malaquías había visto, junto con las consignas proféticas de Malaquías, empezando por Celestino II, en 1143, y terminando 111 papas después, con el supuesto último pontífice.

    —Ni siquiera hay pruebas de que Malaquías tuviera visiones —apuntó Michener—. Si la memoria no me falla, todo eso fue un añadido llevado a cabo por terceros a finales del siglo diecinueve.
    —Lee alguna de las consignas —pidió Ngovi con tranquilidad.

    Fijó de nuevo la vista en las páginas que tenía en la mano. Según el vaticinio, el octogésimo primer papa sería «El lirio y la rosa», y Urbano VIII, pontífice por aquel entonces, era de Florencia, cuyo símbolo era una flor de lis roja. También era obispo de Spoletto, cuyo símbolo era la rosa. El nonagésimo cuarto papa sería «La rosa de Umbría», y Clemente XIII, antes de ser papa, era gobernador de Umbría. El «Peregrino apostólico» era la predicción para el nonagésimo sexto pontífice, y Pío VI terminaría sus días como prisionero errante de los revolucionarios franceses. León XIII fue el centésimo segundo pontífice, al que llamó «Luz en el cielo», y el escudo de armas de León mostraba un cometa. De Juan XXIII dijo que sería «Pastor y navegante», un juicio certero, ya que él mismo definió su pontificado como el de un pastor, y el distintivo del Vaticano II, el concilio que convocó, era una cruz y un barco. Además, antes de que fuera elegido, Juan era patriarca de Venecia, una antigua capital marítima.

    Michener alzó la cabeza.

    —Interesante, pero ¿qué tiene esto que ver con lo otro?
    —Clemente fue el papa número 111, según Malaquías «De la gloria del olivo». ¿Recuerdas el Evangelio de san Marcos, capítulo 24, las señales del fin del mundo?

    Lo recordaba: Jesús salió del templo y se alejaba cuando los discípulos alabaron la belleza de la construcción. «En verdad os digo», anunció él, «que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea demolida». Después, en el monte de los Olivos, los discípulos le suplicaron que dijera cuándo iba a suceder eso y cuál sería la señal del fin del mundo.

    —En ese pasaje Cristo predijo el segundo advenimiento. Pero no creerá de verdad que el fin del mundo se acerca, ¿no?
    —Tal vez no algo tan catastrófico, pero sí un claro final y un nuevo comienzo. Según las predicciones, Clemente sería el precursor de ese evento. Y aún hay más; de todos los papas que describió Malaquías desde 1143, el último de sus ciento doce es el actual pontífice, y en 1138 Malaquías vaticinó que se llamaría Petrus Romanus.

    Pedro el Romano.

    —Pero eso es una falacia —aseguró Michener—. Hay quien dice que Malaquías nunca dijo nada de un Pedro, que eso fue añadido en una edición del siglo diecinueve.
    —Ojalá fuera cierto —afirmó Ngovi mientras se ponía unos guantes de algodón y abría con delicadeza el voluminoso manuscrito. El esfuerzo hizo crujir el antiguo pergamino—. Lee esto.

    Michener miró las palabras, escritas en latín:

    En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.

    —Valendrea —empezó Ngovi— escogió el nombre de Pedro motu propio. ¿Entiendes ahora por qué estoy tan preocupado? Ésas son las palabras de Wion, supuestamente también las de Malaquías, escritas hace siglos. ¿Quiénes somos nosotros para cuestionarlas? Quizás Clemente tuviese razón: planteamos demasiadas preguntas y hacemos lo que nos place, en lugar de lo que se supone hemos de hacer.
    —¿Cómo te explicas que este libro tenga casi quinientos años de antigüedad y que estas caracterizaciones se ajusten a estos papas? — preguntó el cardenal archivero—. Que diez o veinte sean correctas es coincidencia, pero un noventa por ciento es otra cosa, y de eso es de lo que estamos hablando. Sólo alrededor de un diez por ciento de las caracterizaciones parece no guardar relación alguna; la mayoría es sorprendentemente precisa. Y la última, Pedro, es exactamente la 112. Me estremecí cuando Valendrea adoptó ese nombre.

    Las cosas se sucedían deprisa. Primero lo de Katerina, y ahora la posibilidad de que se acercara el fin del mundo. «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» A Roma se la llamaba desde hacía tiempo «la ciudad de las siete colinas». Miró a Ngovi. La preocupación estaba escrita en el rostro del prelado.

    —Colin, has de encontrar la copia de la traducción de Tibor. Si Valendrea cree que ese documento es vital, nosotros también deberíamos creerlo. Conocías a Jakob mejor que nadie. Descubre su escondite. — Ngovi cerró el manuscrito—. Puede que éste sea el último día que tengamos acceso a este archivo. Vamos a ser víctimas de una manía persecutoria, Valendrea está depurando a todos los disidentes. Quería que vieras esto directamente para que entendieras la gravedad. Lo que anotó la visionaria de Medjugorje es discutible, pero lo que escribió la hermana Lucía y tradujo el padre Tibor es otra cosa.
    —No tengo idea de dónde podría estar ese documento. Ni siquiera me cabe en la cabeza que Jakob lo sacara del Vaticano.
    —Yo era el único que conocía la combinación de la caja fuerte —dijo el cardenal archivero—. Y sólo la abrí para Clemente.

    Al pensar de nuevo en la traición de Katerina lo invadió el vacío. Centrarse en otro asunto tal vez sirviera de ayuda, aunque sólo fuese durante un tiempo.

    —Veré qué puedo hacer. Pero ni siquiera sé por dónde empezar.

    El gesto de Ngovi era adusto.

    —Colin, no quiero dramatizar más de lo necesario, pero puede que el destino de la Iglesia esté en tus manos.


    57


    15:30


    Valendrea se excusó ante la multitud que se hallaba reunida en la sala de audiencias para felicitarlo. El grupo había llegado desde Florencia para desearle suerte, y antes de marcharse él les aseguró que la primera vez que saliera del Vaticano iría a la Toscana.

    Ambrosi lo esperaba en el cuarto piso. Su secretario había abandonado la sala de audiencias hacía media hora, y él sentía curiosidad por saber la razón.

    —Santo Padre —informó Ambrosi—, Michener se reunió con Ngovi y el cardenal archivero después de verlo a usted.

    Ahora entendía la urgencia.

    —¿De qué hablaron?
    —Hablaron a puerta cerrada en una de las salas de lectura. El sacerdote que tengo en el archivo no pudo enterarse de nada, salvo que consultaron un libro, uno que por lo común sólo puede manipular el archivero.
    —¿Cuál?
    —El Lignum Vitae.
    —¿Las profecías de Malaquías? Tienes que estar de broma. Eso son tonterías. De todas formas, es una pena que no sepamos de que han hablado.
    —Estoy en vías de reinstalar las escuchas, pero llevará tiempo.
    —¿Cuándo tiene previsto marcharse Ngovi?
    —Ya ha desocupado la oficina. Me han dicho que saldrá para África dentro de unos días, pero por ahora continúa en su apartamento.

    Y seguía siendo camarlengo. Valendrea todavía no había decidido cuál sería su sustituto. Dudaba entre tres cardenales que no habían vacilado a la hora de prestarle su apoyo en el cónclave.

    —He estado pensando en los efectos personales de Clemente. El facsímil de Tibor ha de hallarse entre ellos. Clemente esperaba que fuera Michener y no otro quien recogiera sus cosas.
    —¿Qué quiere decir, Santo Padre?
    —No creo que Michener vaya a darnos nada. Nos desprecia. No, se lo entregará a Ngovi. Y no puedo permitir que eso ocurra.

    Observó a Ambrosi para ver cómo reaccionaba, y su viejo amigo no lo decepcionó.

    —¿Prefiere tomar medidas? — le preguntó el secretario.
    —Hemos de demostrarle a Michener que vamos en serio. Pero esta vez no lo harás tú, Paolo. Llama a nuestros amigos y solicita su ayuda.

    Michener entró en el apartamento en el que vivía desde que falleció Clemente. Había pasado las dos últimas horas paseando por las calles de Roma. La cabeza había empezado a dolerle hacía media hora, una de esas jaquecas de cuya recurrencia le había advertido el médico bosnio, de modo que fue directo al cuarto de baño y se tomó dos aspirinas. El médico también le había dicho que se sometiera a un chequeo cuando volviera a Roma, pero ahora no tenía tiempo.

    Se desabrochó la sotana y la tiró en la cama. El reloj de la mesilla de noche marcaba las seis y media de la tarde. Aún sentía en él las garras de Valendrea. Que Dios ayudara a la Iglesia católica. Un hombre sin miedo era peligroso. Valendrea parecía dispararse, sin que ello le preocupara, por momentos, y el poder absoluto le confería opciones ilimitadas. Luego estaba lo que había dicho supuestamente Malaquías. Sabía que debía pasar por alto esa estupidez, pero empezaba a sentirse aterrorizado. Se avecinaban problemas, estaba seguro.

    Se puso un vaquero y una camisa de solapas abotonadas, salió al salón y se acomodó en el sofá. No dio la luz a propósito. ¿De verdad habría purgado Valendrea algo de la Riserva hacía décadas? ¿Había hecho Clemente eso mismo recientemente? ¿Qué estaba pasando? Era como si la realidad se hubiese vuelto del revés. A su alrededor todo y todos parecían culpables. Y, para colmo, era posible que un obispo irlandés que vivió hacía novecientos años hubiese predicho el fin del mundo con la llegada de un papa llamado Pedro.

    Se frotó las sienes en un intento de aliviar el dolor. Por las ventanas se colaban algunos rayos de débil luz. Bajo el alféizar, en la sombra, se encontraba el baúl de roble de Jakob Volkner. Recordó que estaba cerrado con llave el día que lo sacó todo del Vaticano. Sin duda parecía el sitio indicado para que Clemente ocultara algo importante. Nadie se habría atrevido a echar un vistazo.

    Se arrastró hasta él por la alfombra.

    Estiró el brazo, encendió una de las lámparas y escudriñó la cerradura. No quería forzar el baúl y estropearlo, así que se puso cómodo para pensar cuál era el mejor proceder.

    La caja de cartón que había traído de las dependencias pontificias el día después de que muriera el Papa se encontraba a unos metros. Dentro estaban todas las pertenencias de Clemente. Acercó la caja y se puso a hurgar entre las cosas que en su día adornaran los aposentos papales. La mayoría le trajo buenos recuerdos: un reloj de la Selva Negra, unos bolígrafos especiales, una fotografía enmarcada de los padres de Clemente.

    Una bolsa de papel gris contenía la Biblia de Clemente. La habían enviado desde Castelgandolfo el día del funeral, y él no la había abierto, se había limitado a llevarla al apartamento y meterla en la caja.

    Admiró la tapa de piel blanca, el dorado canto ajado por el tiempo. Abrió la portada con reverencia. Allí decía, en alemán: POR EL DÍA DE TU ORDENACIÓN. TE QUIEREN: TUS PADRES.

    Clemente hablaba mucho de sus padres. Los Volkner formaban parte de la aristocracia bávara en la época de Luis I, y la familia fue antinazi, jamás apoyó a Hitler, ni siquiera en los gloriosos días previos a la guerra. Sin embargo, no eran insensatos, y mantuvieron su disensión para sí, haciendo discretamente lo que pudieron para ayudar a los judíos de Bamberg. El padre de Volkner escondió los ahorros de dos familias del lugar y los protegió hasta el final de la contienda. Por desgracia nadie volvió a reclamar el dinero, y él entregó cada uno de esos marcos a Israel. Un regalo del pasado con la esperanza de tener un futuro.

    Se le pasó por la cabeza la visión de la última noche.

    El rostro de Jakob Volkner.

    «No sigas desoyendo al Cielo. Haz lo que te pedí. Recuerda que vale la pena contar con un servidor fiel.»
    «¿Cuál es mi destino, Jakob?»

    Pero fue la imagen del padre Tibor la que le respondió:

    «Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento» el mensajero que anunciará que Dios está vivo.»

    ¿Qué significaba aquello? ¿Era real? ¿O tan sólo el delirio de un cerebro sacudido por el rayo?

    Empezó a hojear la Biblia. Sus páginas eran como de tela. En algunas había cosas subrayadas, y en otras notas garabateadas en el margen. Prestó atención a los pasajes marcados.

    Hechos de los Apóstoles 5:29: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.»

    Epístola de Santiago 1:27: «La práctica religiosa pura e inmaculada ante Dios Padre es ésta: asistir a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones y guardarse incontaminado frente al mundo.»

    Evangelio de san Mateo 15:3—6: «¿Por qué traspasáis vosotros el precepto de Dios por vuestras tradiciones? Y habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición.»

    Evangelio de san Mateo 5:19: «Si, pues, alguno descuidase uno de esos preceptos menores y enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos.»

    Daniel 4:23: «Tu reino te quedará cuando reconozcas que el cielo es quien domina.»

    Evangelio de san Juan 8:28: «Y no hago nada de mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo.»

    Una selección interesante. ¿Más mensajes de un Papa desazonado? ¿O tan sólo fragmentos escogidos al azar?

    Del borde inferior del libro sobresalían cuatro hilos de seda de color que se entrelazaban más arriba. Los agarró y se situó en las páginas señaladas. Embutida en la cubierta había una delgada llave de plata.

    ¿Lo había hecho Clemente a propósito? La Biblia se hallaba en Castelgandolfo, en la mesilla de noche, junto a la cama de Clemente. Puede que el Papa supusiera que nadie salvo Michener la examinaría.

    Sacó la llave, a sabiendas de lo que abría.

    La introdujo en la cerradura del baúl, los resortes cedieron y la tapa se abrió.

    Dentro había unos sobres, un centenar o más, todos ellos dirigidos a Clemente por una mano femenina. Las direcciones variaban: Munich, Colonia, Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo, Varsovia, Roma, todos ellos lugares en los que había estado destinado Clemente. Las señas del remitente de todos los sobres era la misma, y él sabía quién era ese remitente, pues había estado un cuarto de siglo ocupándose del correo de Volkner. Se llamaba Irma Rahn, y era una amiga de la infancia. Él nunca había hecho muchas preguntas sobre ella, y Clemente sólo le había confiado que crecieron juntos en Bamberg.

    El Papa mantenía una correspondencia regular con algunos viejos amigos. Sin embargo todos los sobres del baúl eran de Rahn. ¿Por qué dejaba Clemente semejante legado? ¿Por qué no los había destruido? Sus implicaciones podían malinterpretarse con facilidad, sobre todo por parte de enemigos como Valendrea. Con todo, parecía que Clemente había decidido que merecía la pena arriesgarse.

    Dado que ahora eran de su propiedad, abrió uno de ellos, sacó la carta y se puso a leer.


    58


    Jakob:

    Al ver las noticias de lo ocurrido en Varsovia se me partió el corazón. Oí mencionar tu nombre, ya que estabas allí, entre la multitud, cuando se produjeron los disturbios. Nada les gustaría más a los comunistas que tú y los otros obispos sucumbieran. Sentí alivio al recibir tu carta, y me alegró saber que estabas ileso. Espero que Su Santidad permita que seas destinado a Roma, donde sé que estarás a salvo. Sé que tú nunca cursarías semejante petición, pero rezo a Nuestro Señor para que ocurra. Espero que puedas venir a casa por Navidad, me encantaría pasar las vacaciones a tu lado. Si es posible, házmelo saber. Como siempre, espero tener noticias tuyas. Ya sabes, querido Jakob, lo mucho que te quiero.

    Jakob:

    Hoy fui a la tumba de tus padres. Corté la hierba y limpié las lápidas. También dejé un ramillete de lirios con tu nombre. Es una pena que no vivieran para ver hasta dónde has llegado: arzobispo de la Iglesia, tal vez un día incluso cardenal. Lo que has hecho es tu legado para ellos. Mis padres y los tuyos soportaron tantas cosas, demasiadas a decir verdad. Rezo todos los días por la liberación de Alemania. Quizás con hombres buenos como tú nuestro legado pueda ser bueno. Espero que estés bien de salud. Yo estoy como una rosa; parece que tengo la suerte de gozar de una salud de hierro. Puede que esté en Munich las próximas tres semanas. Si voy, te llamaré. Tengo muchas ganas de volver a verte. Las preciosas palabras de tu última carta me reconfortan. Cuídate, querido Jakob. Con todo mi cariño.

    Jakob:

    Eminentísimo cardenal; un título que mereces. Dios bendiga a Juan Pablo por haberte ascendido. Gracias de nuevo por dejarme asistir al consistorio, seguro que nadie sabía quién era yo. Me senté en uno de los laterales y guardé silencio. Tu Colin Michener se encontraba allí, parecía tan orgulloso. Es un joven apuesto, como me describiste. Conviértelo en el hijo que siempre quisimos tener. Mírate en él como tu padre se miró en ti, deja un legado, Jakob, a través de él. No hay nada malo en eso, ni tus votos a la Iglesia ni tu Dios lo prohíben. Aún se me humedecen los ojos al recordar cómo te coronó el Papa con el capelo escarlata. Nunca en toda mi vida me había sentido más orgullosa. Te quiero, Jakob, y sólo espero que nuestro vínculo sea fuente de fortaleza. Cuídate, amor mío, y escribe pronto.

    Jakob:

    Karl Haigl murió hace unos días. En el funeral recordé la época en que los tres éramos niños y jugábamos en el río los días calurosos de verano. Era un hombre tan bueno… De no haber sido por ti, tal vez lo hubiese amado, aunque sospecho que ya lo sabes. Su esposa falleció hace unos años, y él vivía solo. Sus hijos son desagradecidos y egoístas. ¿Qué ha sido de nuestros jóvenes? ¿Acaso no aprecian sus orígenes? Solía cenar muchas veces con él, y luego nos sentábamos a charlar. Te admiraba tanto. El canijo de Jakob cardenal de la Iglesia católica y ahora su secretario de Estado. A un paso del papado. Le habría gustado volver a verte, es una lástima que no fuera posible. Bamberg no ha olvidado a su obispo, y sé que su obispo no ha olvidado el lugar en que pasó su juventud. He estado rezando mucho por ti estos últimos días, Jakob. El Papa no se encuentra bien, y pronto habrá un nuevo pontífice. Le he pedido al Señor que vele por ti. Puede que escuche la súplica de una anciana que ama profundamente a su Dios y a su cardenal. Cuídate.

    Jakob:

    Te he visto aparecer en el balcón de San Pedro por televisión. El orgullo y el amor que sentí fueron indescriptibles. Mi Jakob es ahora Clemente, un nombre sabiamente elegido. Al oírlo recordé los tiempos en que tú y yo íbamos a la catedral a visitar el sepulcro. Me acuerdo de cómo imaginabas a Clemente II, un alemán que había llegado a ser Papa. Incluso entonces eran clarividentes tus ojos. De alguna manera él formaba parte de ti, y ahora tú eres el papa Clemente XV. Sé prudente, querido Jakob, pero valeroso. Tienes a la Iglesia en tus manos, para moldearla o para quebrarla. Haz que la gente recuerde con orgullo a Clemente XV. Peregrinar a Bamberg sería estupendo, intenta organizarlo algún día. Llevo tanto tiempo sin verte. Unos breves instantes, incluso en público, bastarían. Mientras tanto, que lo nuestro te conforte el corazón y apacigüe tu alma. Guía el rebaño con fortaleza y dignidad. Mi corazón está siempre contigo.


    59


    21:00


    Katerina se acercó al edificio donde vivía Michener. La oscura calle estaba desierta y llena de coches. Las ventanas abiertas le permitieron oír conversaciones, chillidos infantiles y retazos de música. Del bulevar que se extendía a unos cuarenta y cinco metros a sus espaldas llegaba el ruido sordo del tráfico.

    En el apartamento de Michener se veía luz, y ella se refugió en un portal de la calle de enfrente, a salvo entre las sombras, y se quedó mirando al tercero.

    Tenían que hablar. Él debía entender que no lo había traicionado, no le había contado nada a Valendrea. Con todo, había abusado de su confianza. Michener no se había enfadado tanto como ella esperaba, más bien estaba dolido, lo cual la hacía sentir peor. ¿Cuándo iba a aprender? ¿Por qué seguía cometiendo los mismos errores? ¿Es que no podía hacer por una vez lo correcto por el motivo correcto? Podía mejorar, pero había algo que siempre parecía impedírselo.

    Permaneció en la negrura, reconfortada por la soledad, firme sobre lo que tenía que hacer. No había señales de movimiento en la ventana del tercer piso, y se preguntó si Michener estaría allí.

    Justo cuando se armaba de valor para cruzar la calle, un coche giró en el bulevar y avanzó despacio hacia el edificio. Los faros barrían un tramo de calle, y ella se pegó a la pared, sumiéndose en la oscuridad. Los faros se apagaron y el vehículo se detuvo.

    Un Mercedes cupé oscuro.

    La puerta trasera se abrió, y salió un hombre. Al resplandor de la luz interior vio que era alto, el delgado rostro dividido por una nariz larga y afilada. Llevaba un traje gris holgado, y a ella no le gustó el brillo de sus ojos oscuros. Había visto hombres así antes. En el coche había otros dos tipos: uno al volante, y el otro en el asiento de atrás. El cerebro le dijo que aquello significaba problemas. Seguro que los enviaba Ambrosi.

    El alto entró en el edificio de Michener, y el Mercedes siguió su camino calle abajo.

    La luz del piso de Michener continuaba encendida.

    No había tiempo para llamar a la policía.

    Salió del portal y cruzó la calle a la carrera.

    Michener terminó de leer la última carta y se quedó mirando los sobres que había desparramados a su alrededor. Llevaba las últimas dos horas leyendo cada palabra que Irma Rahn había escrito. Sin duda el baúl no encerraba la correspondencia de toda su vida. Tal vez Volkner hubiese guardado únicamente las misivas que tenían algún significado. La más reciente estaba fechada dos meses atrás: otra carta conmovedora en la que Irma se lamentaba de la salud de Clemente, preocupada por lo que veía en televisión, instándole a que se cuidara.

    Repasó todos aquellos años y comprendió algunos de los comentarios que Volkner hiciera, en particular cuando hablaban de Katerina.

    «¿Acaso crees que eres el único sacerdote que ha sucumbido? Además, ¿tan malo fue? ¿Tenías la sensación de que estaba mal, Colín? ¿Te decía el corazón que estaba mal?»

    Y, justo antes de morir, la curiosa afirmación de Clemente al preguntar por Katerina y el tribunal: «Preocuparse está bien, Colin. Ella forma parte de tu pasado, una parte que no deberías olvidar.»

    Pensó que su amigo sólo pretendía consolarlo, pero ahora caía en la cuenta de que había más.

    «Lo cual no significa que no puedan ser amigos. Compartir la vida con palabras y sentimientos. Experimentar la intimidad que puede proporcionar alguien que se preocupa por uno sinceramente. Sin duda la Iglesia no nos prohíbe ese placer.»

    Recordó las preguntas que Clemente planteara en Castelgandolfo, horas antes de que falleciera: «¿Por qué no pueden casarse los sacerdotes? ¿Por qué han de ser castos? Si es aceptable para otros, ¿por qué no para el clero?»

    No pudo evitar preguntarse hasta dónde habría llegado la relación. ¿Había roto el Papa el voto del celibato? ¿Había hecho lo mismo de que se acusaba a Tom Kealy? Nada en las cartas lo indicaba, lo cual, de por sí, no quería decir nada. Después de todo ¿quién escribiría semejante cosa?

    Se recostó en el sofá y se frotó los ojos.

    La traducción del padre Tibor no se encontraba en el baúl. Había revisado cada sobre, leído cada carta por si Clemente había escondido el papel en una de ellas. A decir verdad no mencionaba nada ni remotamente relacionado con Fátima. Su esfuerzo parecía otro callejón sin salida. Estaba justo donde empezó, salvo que ahora sabía de la existencia de Irma Rahn.

    «No se olvide de Bamberg.»

    Eso fue lo que le dijo Jasna. Y ¿qué le había dicho Clemente en el último mensaje? «Preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante tal vez mi legado pueda descansar allí.»

    Y luego la tarde en la solana de Castelgandolfo y lo que musitó Clemente:

    «Dejé que Valendrea leyera el contenido de la caja de Fátima.»
    «¿Qué hay en ella?»
    «Parte de lo que me mandó el padre Tibor.»

    ¿Parte? No pilló la indirecta hasta ese instante.

    De nuevo se le pasó por la cabeza el viaje a Turín, junto con los acalorados comentarios de Clemente sobre su lealtad y sus aptitudes. Y el sobre. «¿Te importaría echarme esto al correo?» Iba dirigido a Irma Rahn. A él no le pareció extraño, pues le había enviado numerosas cartas a lo largo de los años. Sin embargo era raro que le pidiera mandarla desde allí y en persona. Clemente había estado en la Riserva la noche anterior. Él y Ngovi habían permanecido fuera esperando mientras el Papa estudiaba el contenido de la caja. Una ocasión perfecta para sustraer algo. Lo cual significaba que cuando Clemente y Valendrea bajaron a la Riserva días después, la copia de la traducción ya había desaparecido. ¿Qué le había preguntado él antes a Valendrea?

    «¿Cómo sabe que estaba allí?»
    «No lo sé, pero nadie volvió al archivo después de aquel viernes por la noche, y Clemente murió a los dos días.»

    La puerta del apartamento se abrió de golpe.

    La habitación estaba iluminada únicamente por una lámpara y, en las sombras, un tipo alto y delgado avanzaba hacia él. Fue arrancado del suelo, y un puño se hundió en su abdomen.

    Sus pulmones se quedaron sin aire.

    El asaltante le propinó otro golpe en el pecho que lo hizo tambalearse hacia el dormitorio. La impresión lo había paralizado. Él nunca había participado en una pelea. El instinto le decía que levantara los brazos para protegerse, pero el hombre volvió a acertarle en el estómago. El impacto lo lanzó sobre la cama.

    Jadeando, miró la oscura silueta, preguntándose qué sería lo siguiente. El hombre se sacó algo del bolsillo, un rectángulo negro de unos quince centímetros con unos brillantes dientes metálicos que sobresalían de un extremo como si fuesen tenazas. De repente percibió un destello entre los dientes.

    Un arma paralizadora.

    La guardia suiza las llevaba para proteger al Papa sin usar balas. A él y a Clemente se las habían enseñado y les habían explicado que una pila de nueve voltios se podía transformar en doscientos mil voltios capaces de inmovilizar a alguien rápidamente. Vio la corriente blanquiazul saltar de un electrodo a otro, haciendo chasquear el aire que quedaba atrapado en medio.

    El hombre esbozó una sonrisa.

    —Ahora vamos a divertirnos un rato —le dijo en italiano.

    Michener reunió todas sus fuerzas y se levantó de un salto, describió un arco con la pierna y golpeó el brazo extendido del otro. El arma salió volando hacia la puerta abierta.

    Aquella acción pareció sorprender a su agresor, pero éste se recuperó y le propinó a Michener un revés en el rostro que lo tumbó en la cama.

    La mano del hombre desapareció en otro bolsillo. Tras oír un clic surgió una navaja. El hombre avanzó con el arma bien asida en la mano, y Michener se preparó para la embestida al tiempo que se preguntaba qué sentiría cuando lo apuñalara.

    Pero no sintió nada.

    En su lugar se oyó un chasquido eléctrico y el tipo se estremeció. Clavó los ojos en el cielo, dejó caer los brazos, y su cuerpo empezó a sufrir convulsiones y violentos espasmos. La navaja se desprendió cuando los músculos dejaron de responderle y él se desplomó en el suelo.

    Michener se incorporó.

    Detrás del asaltante estaba Katerina, que arrojó el arma a un lado y corrió hacia él.

    —¿Estás bien?

    Él se sujetaba el estómago, pugnando por respirar.

    —¿Colin, te encuentras bien?
    —¿Quién demonios era… ése?
    —Ahora no es momento. Hay otros dos abajo.
    —¿Qué sabes tú… que yo no sepa?
    —Te lo explicaré luego. Tenemos que irnos.

    El cerebro de Michener se puso en marcha de nuevo.

    —Coge mi bolsa de viaje. Está… ahí. Es la de Bosnia, aún no la he deshecho.
    —¿Vas a algún sitio?

    Él no quiso responder, y Katerina pareció entender su silencio.

    —No vas a decírmelo —razonó ella.
    —¿Por qué has… venido?
    —Vine a hablar contigo, a intentar explicarme. Pero llegaron ese tipo y otros dos.

    Michener trató de levantarse de la cama, pero un dolor agudo se lo impidió.

    —Estás herido —observó ella.

    Él expulsó el aire que tenía en los pulmones.

    —¿Sabías que iba a venir ese tipo?
    —No me puedo creer que hagas esa pregunta.
    —Contéstame.
    —Vine a hablar contigo y oí el paralizador. Te vi quitárselo de una patada y luego vi la navaja, así que agarré ese chisme e hice lo que pude. Creí que estarías agradecido.
    —Lo estoy. Dime lo que sabes.
    —Ambrosi me atacó la noche que quedamos con el padre Tibor en Bucarest. Dejó claro que si no cooperaba se armaría la de San Quintín. — Señaló el bulto del suelo—. Supongo que ése tendrá algo que ver con él, pero no sé por qué ha venido por ti.
    —Imagino que Valendrea estaba descontento con la discusión que mantuvimos hoy y decidió forzar la situación. Me dijo que no me gustaría el siguiente mensajero que me enviaría.
    —Tenemos que irnos —insistió ella.

    Michener se acercó a la bolsa de viaje y se puso unas zapatillas de deporte. El dolor de estómago hizo que se le saltaran las lágrimas.

    —Te quiero, Colin. Lo que hice estuvo mal, pero lo hice por un buen motivo. — Las palabras salieron atropelladamente. Necesitaba pronunciarlas.

    Él se la quedó mirando.

    —Es difícil discutir con alguien que acaba de salvarte la vida.
    —No quiero discutir.

    Él tampoco quería. Quizás no debiera ser tan moralizador. Él tampoco había sido completamente franco con ella. Se inclinó y le tomó el pulso al agresor.

    —Probablemente esté bastante cabreado cuando despierte. Preferiría no estar cerca.

    Se encaminó hacia la puerta del apartamento y divisó las cartas y los sobres esparcidos por el suelo. Había que destruirlos. Se dirigió hacia ellos.

    —Colin, tenemos que salir de aquí antes de que los otros decidan subir.
    —Tengo que recoger esto…

    Al punto oyó zapatazos en las escaleras, tres pisos más abajo.

    —Colin, no tenemos tiempo.

    Cogió unos puñados de cartas y metió lo que pudo en la bolsa, si bien sólo logró hacerse con la mitad. Luego se puso en pie y salieron de allí. Él señaló hacia arriba, y subieron de puntillas hasta el cuarto mientras los pasos resonaban con mayor nitidez. El dolor que sentía en el costado le dificultaba el caminar, pero la adrenalina lo impulsaba a seguir adelante.

    —¿Cómo vamos a salir de aquí? — susurró ella.
    —Hay otra escalera en la parte de atrás. Da a un patio. Sigúeme.

    Recorrieron el pasillo con cautela, alejándose de la fachada del edificio. Dio con la escalera justo cuando vieron aparecer a dos hombres a quince metros.

    Michener bajó las escaleras de tres en tres. Un dolor electrizante le quemaba el abdomen. La bolsa de viaje golpeándole el tórax no hacía sino aumentar el sufrimiento. Giraron en el descansillo, llegaron a la planta baja y salieron disparados del edificio.

    Al otro lado el patio estaba lleno de coches que sortearon zigzagueando. Michener la guió hasta un arco que desembocaba en el concurrido bulevar. Los coches pasaban a toda velocidad, y la gente abarrotaba las aceras. Gracias a Dios a los romanos les gustaba cenar tarde.

    Divisó un taxi que se arrimaba al bordillo, a quince metros.

    Agarró a Katerina y fue directo hacia el tiznado vehículo. Al volver la cabeza vio a dos hombres que salían del patio.

    Éstos lo localizaron y echaron a correr hacia ellos.

    Michener consiguió alcanzar el taxi, abrió de un tirón la puerta de atrás y se subieron a él.

    —¡Arranque! — gritó en italiano.

    El coche avanzó entre sacudidas, y él vio por la luneta que los hombres cejaban en su empeño.

    —¿Adonde vamos? — inquirió Katerina.
    —¿Llevas encima el pasaporte?
    —Lo tengo en la cartera.
    —Al aeropuerto —ordenó al taxista.


    60


    23:40


    Valendrea se arrodilló ante el altar de una capilla erigida por orden expresa de su querido Pablo VI. Clemente la rehuía, prefería una habitación más pequeña que había al fondo del pasillo, pero él pretendía utilizar aquel espacio ricamente ornado para celebrar a diario una misa matutina, momento en el cual unos cuarenta invitados especiales podrían compartir la celebración con su pontífice. Después unos minutos de su tiempo y una fotografía cimentarían su lealtad. Clemente nunca se había servido del boato de su oficio —otro de sus muchos errores—, pero Valendrea pensaba sacar el máximo partido a lo que los Papas habían logrado tras siglos de arduo trabajo.

    El personal se había retirado a dormir, y Ambrosi se estaba encargando de Colin Michener. Agradecía ese tiempo en soledad, ya que tenía que rezarle a un Dios que sabía que lo escuchaba.

    Se preguntó si debía ofrecer el tradicional padrenuestro o alguna otra oración, pero al final decidió que lo más adecuado sería entablar una conversación sincera. Además, él era el Sumo Pontífice de la Iglesia. Si no tenía derecho a hablar abiertamente con el Señor, ¿quién lo tenía?

    Comprendió que lo que había sucedido antes con Michener —el hecho de haber podido leer el décimo secreto de Medjugorje— era una señal divina. Le había sido permitido conocer los mensajes de Medjugorje y Fátima por una razón, de modo que era evidente que el asesinato del padre Tibor había sido justificado. Aunque uno de los mandamientos prohibía matar, los Papas habían masacrado a millones de personas en nombre del Señor durante siglos. Y lo de ahora no era una excepción: la amenaza a la Iglesia era real. Aunque Clemente XV había fallecido, su protegido vivía, y el legado de Clemente seguía existiendo. No podía tolerar que los riesgos adquirieran proporciones aún mayores; el asunto requería una resolución definitiva. Al igual que sucediera con el padre Tibor, también había que encargarse de Colin Michener.

    Unió las manos, alzó la vista al torturado rostro de Cristo en el crucifijo y le suplicó con reverencia al hijo de Dios que lo guiara. Estaba claro que lo habían elegido Papa por un motivo, y además se había visto impulsado a escoger el nombre de Pedro. Con anterioridad a esa tarde había pensado que ambas cosas no eran más que el resultado de su propia ambición, pero ahora sabía la verdad: él era el conducto, Pedro II. A su juicio sólo había un camino, y dio gracias al Todopoderoso por poseer la fortaleza necesaria para hacer lo que había que hacer.

    —Santo Padre.

    El aludido se santiguó y se levantó del reclinatorio. Ambrosi se hallaba a la puerta de la escasamente iluminada capilla. La preocupación se reflejaba en el rostro de su asistente.

    —¿Qué ha sido de Michener?
    —Ha escapado, con la señorita Lew. Pero hemos encontrado una cosa.

    Valendrea echó un vistazo al alijo de cartas y se quedó maravillado con esa última sorpresa: Clemente XV tenía una amante. Aunque nada hacía entrever que hubiese cometido un pecado mortal —y para un sacerdote la violación del sacerdocio constituiría un grave pecado mortal—, el significado era incuestionable.

    —Esto no deja de asombrarme —le dijo a Ambrosi, levantando la vista.

    Se hallaban en la biblioteca, la misma estancia donde se había enfrentado a Michener ese mismo día. Recordó algo que Clemente le dijo hacía un mes, cuando el Papa se enteró de que el padre Kealy había ofrecido diversas opciones al tribunal: «Quizás simplemente debamos escuchar un punto de vista contrario.» Ahora entendía por qué Volkner se había mostrado tan comprensivo. Al parecer el celibato no era algo que el alemán se tomara en serio. Miró con fijeza a Ambrosi.

    —Esto tiene la misma trascendencia que el suicidio. Nunca me di cuenta de lo complejo que era Clemente.
    —Y por lo visto ingenioso —apuntó Ambrosi—. Sacó el texto del padre Tibor de la Riserva, seguro de lo que usted haría con posterioridad.

    No le importaba demasiado que Ambrosi le recordara lo predecible que resultaba, pero no dijo nada. En su lugar ordenó:

    —Haz pedazos esas cartas.
    —¿No deberíamos conservarlas?
    —No podríamos utilizarlas, por mucho que me agrade la idea. Hay que conservar el recuerdo de Clemente, desacreditarlo no haría sino desacreditarnos a todos, y eso es algo que no puedo permitirme. Saldríamos escaldados por empañar la memoria de un muerto. Destrúyelas. — Preguntó lo que de verdad quería saber—: ¿Adonde han ido Michener y la señorita Lew?
    —Nuestros amigos están haciendo averiguaciones en la compañía de taxis. Pronto lo sabremos.

    Antes se le había ocurrido que tal vez el baúl personal de Clemente fuera su escondite, pero con lo que sabía ahora sobre la personalidad del que fuera su enemigo, daba la impresión de que el alemán había sido mucho más listo. Cogió uno de los sobres y leyó las señas del remitente: irma rahn, hinterholz 19, bamberg, alemania.

    Oyó un suave repiqueteo, y Ambrosi se sacó un móvil de la sotana. Tras una breve conversación éste colgó.

    Él seguía mirando fijamente el sobre.

    —Deja que adivine. Fueron al aeropuerto.

    Ambrosi asintió.

    Valendrea le tendió el sobre a su amigo.

    —Localiza a esta mujer, Paolo, y encontrarás lo que buscamos. Michener y la señorita Lew también estarán allí. Han ido a verla.
    —¿Cómo puede estar seguro?
    —Nunca se puede estar seguro de nada, pero es una buena conjetura. Ocúpate tú mismo de esto.
    —¿No es arriesgado?
    —Se trata de un riesgo que hemos de correr. Estoy seguro de que sabrás ocultar tu presencia.
    —Naturalmente, Santo Padre.
    —Quiero que rompas en pedazos la traducción de Tibor en cuanto la encuentres. Me da igual cómo, tú hazlo, Paolo. Cuento contigo en esto. Si alguien, y me refiero a cualquiera —la mujer esta de Clemente, Michener, Lew, no importa quién—, lee esas palabras o sabe de ellas mátalo. No vaciles, elimínalo sin más.

    Ni uno solo de los músculos faciales de su secretario se movió. Los ojos, como los de un ave de rapiña, lo miraron con intensidad. Valendrea estaba al corriente de las disensiones entre Ambrosi y Michener, incluso las había alentado, ya que nada como compartir un odio para ganarse la lealtad de alguien. De modo que las próximas horas serían tremendamente satisfactorias para su viejo amigo.

    —No lo decepcionaré, Santo Padre —prometió Ambrosi en voz queda.
    —No soy yo quien debería preocuparte a ese respecto. El Señor nos ha encomendado una misión, y hay mucho en juego. Muchísimo.


    61


    Bamberg, Alemania
    Viernes, 1 de diciembre
    10:00



    Paseando por las calles adoquinadas de Bamberg, Michener no tardó en comprender por qué Jakob Volkner amaba esa ciudad. Él nunca había estado allí, pues los escasos viajes que Volkner realizó a su casa fueron en solitario. Tenían previsto acudir en misión apostólica el año siguiente como parte de un peregrinaje por Alemania que incluiría distintas poblaciones. Volkner le había confesado lo mucho que quería visitar la tumba de sus padres, decir misa en la catedral y ver a sus viejos amigos, lo cual volvía su suicidio más desconcertante, ya que la planificación de tan feliz viaje se hallaba bastante avanzada cuando Clemente murió.

    Bamberg se hallaba en la confluencia del veloz río Regnitz con el sinuoso Meno. La mitad eclesiástica de la ciudad coronaba las lomas y exhibía un palacio episcopal, un monasterio y la catedral. Las arboladas cimas habían sido antaño el hogar de príncipes obispos. Aferrada a las laderas inferiores, a las orillas del Regnitz, se alzaba la parte secular, donde siempre habían dominado los negocios y el comercio. El simbólico punto de encuentro de ambas mitades era el río, donde políticos con vista levantaron hacía siglos un ayuntamiento cuyas paredes lucían entramados de madera y vivos frescos; el Rathaus se encontraba en una isla en medio, y un puente de piedra salvaba el río, partiendo en dos la construcción y conectando ambos mundos.

    Katerina y él volaron de Roma a Munich y pasaron la noche cerca del aeropuerto. Por la mañana alquilaron un coche y condujeron durante casi dos horas en dirección norte, al centro de Baviera, atravesando la selva de Franconia. Ahora se hallaban en la Maxplatz, donde un animado mercado inundaba la plaza. Otros comerciantes estaban ocupados montando el mercado navideño, que abriría ese mismo día, algo más tarde. El frío aire le agrietaba los labios, el sol salía a ratos, y la nieve cubría el suelo. Él y Katerina, que no estaban preparados para el cambio de temperatura, habían entrado en una de las tiendas y comprado abrigos, guantes y botas.

    A su izquierda, la iglesia de San Martín proyectaba una sombra alargada en la atestada plaza. A Michener se le había ocurrido que tal vez fuera provechoso charlar con el párroco, seguro de que éste sabría de Irma Rahn. Y lo cierto es que se mostró complaciente, sugiriendo que tal vez estuviera en San Gangolf, la parroquia que había a unas cuantas manzanas al norte, al otro lado del canal.

    La encontraron ocupándose de una de las capillas laterales, bajo un Cristo crucificado que lanzaba una mirada afligida. El aire olía a incienso suavizado por el perfume de la cera de abeja. Irma era diminuta, su pálida tez y sus rasgos insinuaban todavía una belleza que la edad no había logrado marchitar. De no haber sabido que frisaba los ochenta, Michener habría jurado que tendría sesenta y tantos.

    La vieron hacer una reverente genuflexión cada vez que pasaba ante el crucifijo. Michener se adelantó y atravesó una verja de hierro abierta. Lo invadió una extraña sensación. ¿Se estaba entrometiendo en algo que no era asunto suyo? Pero desechó la idea. Después de todo había sido el propio Clemente quien le había indicado el camino.

    —¿Es usted Irma Rahn? — le preguntó en alemán.

    Ella se volvió hacia él. El plateado cabello le llegaba por los hombros. Sus pómulos y su piel cetrina no tenían ni gota de maquillaje. La arrugada barbilla era redonda y delicada, los ojos conmovedores y compasivos.

    Ella se acercó a él y repuso:

    —Me preguntaba cuánto tardaría en llegar.
    —¿Cómo sabe quién soy? No nos conocemos.
    —Pero sé quién es usted.
    —¿Me esperaba?
    —Sí. Jakob dijo que vendría. Y él siempre acertaba… sobre todo en lo tocante a usted.

    Entonces él cayó en la cuenta.

    —En la carta de Turín. ¿Lo mencionó allí?

    Ella asintió.

    —Tiene lo que estoy buscando, ¿no es cierto?
    —Eso depende. ¿Viene en su nombre o en nombre de otro?

    Una extraña pregunta, cuya respuesta él sopesó.

    —Vengo en nombre de mi Iglesia.

    La mujer sonrió de nuevo.

    —Jakob dijo que contestaría eso. Lo conocía a usted bien.

    Michener señaló a Katerina y las presentó. La anciana esbozó una cálida sonrisa, y ambas mujeres se estrecharon la mano.

    —Encantada de conocerla. Jakob dijo que quizás viniera usted también.


    62


    Ciudad del Vaticano
    10:30



    Valendrea se puso a hojear el Lignum Vitae. El archivero estaba delante de él. Había ordenado al anciano cardenal que se presentara en la cuarta planta con el volumen. Quería ver con sus propios ojos qué interesaba tanto a Ngovi y Michener.

    Encontró el pasaje de la profecía de Malaquías que se ocupaba de Pedro el Romano, al final de las ochocientas páginas de Arnold Wion:

    En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.

    —¿De veras se cree esta basura? — le preguntó al archivero.
    —Es usted el Papa número 112 de la lista de Malaquías, el último que se menciona. Y él dijo que usted elegiría ese nombre.
    —De modo que la Iglesia se enfrenta al Apocalipsis. «En la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» ¿Acaso lo cree? No es posible que sea tan ignorante.
    —Roma es la ciudad de las siete colinas, se la llama así desde la Antigüedad. Y su tono me resulta ofensivo.
    —Me da igual que le resulte ofensivo. Sólo quiero saber de qué hablaron usted, Ngovi y Michener.
    —No voy a decirle nada.

    Señaló el manuscrito.

    —Entonces dígame por qué se cree esta profecía.
    —Como si importara lo que yo piense.

    Valendrea se levantó de la mesa.

    —Importa y mucho, Eminencia. Considérelo su acto final para la Iglesia. Tengo entendido que hoy es su último día.

    El rostro del anciano no dejó traslucir el pesar que sentía. El cardenal llevaba casi cinco décadas al servicio de Roma, y había conocido la dicha y el dolor, pero era el responsable de que el cónclave hubiese respaldado a Ngovi —había quedado claro el día anterior, cuando los cardenales finalmente empezaron a hablar—, y había hecho un trabajo excelente reuniendo votos. Era una lastima que no hubiese escogido el bando vencedor.

    Sin embargo, resultaba igualmente preocupante la discusión de las profecías de Malaquías que se había suscitado entre la prensa los últimos dos días. Él sospechaba que el hombre que tenía delante era la fuente de esas historias, aunque ningún reportero había citado a nadie, tan sólo el habitual «un funcionario anónimo del Vaticano». Las predicciones de san Malaquías no eran nada nuevo —los conspiradores llevaban tiempo advirtiendo de ellas—, pero ahora los periodistas comenzaban a establecer una relación: el Papa número 112 había adoptado el nombre de Pedro II. ¿Cómo era posible que un monje en el siglo XI o un cronista en el XVI supieran lo que iba a pasar? ¿Una coincidencia? Tal vez, pero llevaba este concepto al límite.

    A decir verdad Valendrea se preguntaba lo mismo. Hay quienes dirían que había elegido el nombre a sabiendas de lo que constaba en el archivo del Vaticano, pero Pedro siempre había gozado de su preferencia desde que decidió hacerse con el papado, en la época de Juan Pablo II. Nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Ambrosi. Y nunca había leído los vaticinios de san Malaquías.

    Clavó la mirada en el archivero a la espera de una respuesta a su pregunta. Al cabo el cardenal contestó:

    —No tengo nada que decir.
    —En ese caso quizás le apetezca hacer alguna conjetura sobre el paradero del documento que falta.
    —No estoy al tanto de que falte ningún documento. Todo lo que figura en el inventario sigue allí.
    —Ese documento no figura en nuestro inventario. Clemente lo añadió a la Riserva.
    —No soy responsable de aquello que desconozco.
    —¿De veras? Entonces dígame lo que conoce: de qué hablaron cuando se reunió con el cardenal Ngovi y monseñor Michener.

    El archivero permaneció callado.

    —De su silencio deduzco que el tema fue el documento que falta y que fue usted partícipe de su desaparición.

    Era consciente de que la puñalada le rompería el corazón al anciano, ya que su cometido como archivero consistía en preservar los textos de la Iglesia. El hecho de que faltara uno mancillaría para siempre su cargo.

    —Yo no hice nada, salvo abrir la Riserva por orden de Su Santidad, Clemente XV.
    —Y yo le creo, Eminencia. Creo que fue el propio Clemente quien sacó el texto sin que nadie se enterara. Lo único que quiero es encontrarlo. — Relajó el tono, señal de que aceptaba la explicación del otro.
    —También yo quiero… —empezó el archivero, pero se detuvo como si fuera a decir más de lo debido.
    —Continúe. Dígame, Eminencia.
    —Me choca tanto como a usted que haya desaparecido algo, pero no tengo idea de cuándo ocurrió ni de dónde podría estar. — Su tono dejaba claro que ésa era su versión y pretendía mantenerla.
    —¿Dónde está Michener? — Estaba bastante seguro de saber la respuesta, pero resolvió que verificarla aliviaría la tensión de pensar que Ambrosi estuviese siguiendo una pista equivocada.
    —No lo sé —afirmó el archivero con un leve temblor de voz.

    A continuación Valendrea preguntó lo que realmente quería saber:

    —¿Qué hay de Ngovi? ¿En qué anda metido?

    La luz se hizo en el rostro del archivero.

    —Le tiene miedo, ¿no es verdad?

    Valendrea no permitió que el comentario lo afectara.

    —Yo no le temo a nadie, Eminencia. Sólo me preguntaba por qué el camarlengo está tan interesado en Fátima.
    —Yo no he dicho que estuviera interesado.
    —Pero se habló de ello en la reunión de ayer, ¿no?
    —Tampoco he dicho eso.

    Valendrea dejó que sus ojos se posaran en el libro, señal sutil de que la obstinación del anciano no lo impresionaba.

    —Eminencia, yo lo eché. Y con la misma facilidad podría volver a contratarlo. ¿Es que no le gustaría morir aquí, en el Vaticano, siendo el cardenal archivero? ¿No le gustaría ver restituido el documento que falta? ¿Acaso no significa más para usted su deber que sus sentimientos personales hacia mí?

    El anciano se movió inquieto, su silencio tal vez indicativo de que se estaba planteando la proposición.

    —¿Qué quiere? — preguntó éste al cabo.
    —Dígame adonde ha ido el padre Michener.
    —Esta mañana me han dicho que ha ido a Bamberg. — Su voz destilaba resignación.
    —De modo que me ha mentido.
    —Me preguntó si sabía dónde estaba, y no lo sé. Sólo sé lo que me han dicho.
    —Y ¿cuál es el propósito de ese viaje?
    —Puede que el documento que usted busca esté allí.

    Y ahora algo nuevo:

    —¿Y Ngovi?
    —Está esperando la llamada del padre Michener.

    Las desnudas manos de Valendrea se aferraron al borde del libro. No se había molestado en ponerse guantes. ¿Qué más daba? Para el día siguiente el libro se habría convertido en cenizas. Y ahora la parte crítica:

    —¿Está Ngovi a la espera de saber qué dice el documento que falta?

    El anciano asintió como si le doliera ser sincero.

    —Quieren saber lo que por lo visto usted ya sabe.


    63


    Bamberg
    11:00



    Michener y Katerina atravesaron la Maxplatz en pos de Irma Rahn, cruzaron el río y entraron en una hostería de cinco plantas. Un letrero de hierro forjado anunciaba su nombre: königshof, seguido de 1614, el año que fue erigida, explicó Irma.

    Había sido propiedad de su familia durante generaciones, y ella la había heredado de su padre después de que mataran a su hermano en la Segunda Guerra Mundial. Antiguas casas de pescadores flanqueaban el establecimiento. En un principio el edificio era un molino, cuya rueda de paletas había desaparecido hacía siglos, pero el negro tejado abuhardillado, los balcones de hierro y los detalles barrocos seguían en su sitio. Ella había añadido una taberna y un restaurante, y ahora los invitaba a pasar. Se sentaron a una mesa desocupada junto a un ventanal de doce hojas. Fuera, las nubes oscurecían el cielo de una mañana que tocaba a su fin. Parecía que se avecinaba más nieve. La anfitriona les sirvió dos jarras de cerveza.

    —Sólo servimos cenas —aclaró Irma—. Las mesas se llenan. Nuestro cocinero es bastante popular.

    Había algo que Michener quería saber:

    —En la Iglesia ha dicho que Jakob mencionó que Katerina y yo vendríamos. ¿De verdad fue en su última carta?

    Ella afirmó con la cabeza.

    —Dijo que acudiría usted y que probablemente le acompañara esta encantadora mujer. Mi Jakob era intuitivo, sobre todo en lo concerniente a ti, Colin. ¿Puedo llamarte así? Tengo la sensación de conocerte bien.
    —No admitiría que me llamara de ninguna otra manera.
    —Y yo soy Katerina.

    La anciana les dirigió una sonrisa que fue del agrado de Michener.

    —¿Qué más le dijo Jakob? — inquirió éste.
    —Me habló de tu dilema, de tu crisis de fe. Dado que estás aquí, supongo que leerías mis cartas.
    —Nunca supe lo profunda que era su relación.

    Al otro lado de la ventana pasaba una barcaza rumbo al norte.

    —Mi Jakob era un hombre amoroso. Dedicó toda su vida a los demás, se entregó a Dios.
    —Al parecer no por completo —apuntó Katerina.

    Michener esperaba que ella hiciese ese comentario. La noche anterior había leído las cartas que él había conseguido salvar y le impresionaron los sentimientos de Volkner.

    —Yo tenía celos de él —confesó Katerina con voz monótona—. Lo imaginaba presionando a Colin para que eligiera, instándolo a poner por delante la Iglesia, pero me equivocaba. Ahora me doy cuenta de que él más que nadie habría entendido cómo me sentía.
    —Así es. Me habló del dolor de Colin. Quería contarle la verdad, demostrarle que no estaba solo, pero yo le dije que no lo hiciera. No era el momento adecuado. Yo no quería que nadie supiera lo nuestro, era algo sumamente privado. — Se dirigió a él—: Él quería que siguieras siendo sacerdote para cambiar las cosas. Necesitaba tu ayuda. Creo que sabía, incluso entonces, que algún día tú y él cambiaríais las cosas.
    —Él lo intentó. No mediante el enfrentamiento, sino mediante la razón. Era un hombre pacífico —replicó él.
    —Pero, sobre todo, Colin, era un hombre. — La voz se le fue al final de la frase, como si hubiese recordado algo que no quisiera pasar por alto—. Sólo un hombre, débil y pecador, como todos nosotros.

    Katerina alargó el brazo y posó su mano en la de la anciana. A las dos les brillaban los ojos.

    —¿Cuándo comenzó su relación? — preguntó Katerina.
    —Cuando éramos niños. Entonces supe que lo amaba y que siempre lo amaría. — Se mordió el labio—. Pero también supe que nunca sería mío. No del todo, pues ya entonces quería ser sacerdote. Pero de algún modo siempre fue bastante que estuviera en posesión de su corazón.

    Michener quería preguntarle algo. No estaba seguro del motivo, lo cierto es que no era asunto suyo, pero presentía que podía preguntárselo.

    —Ese amor no se consumó nunca, ¿no es así?

    La mirada de la anciana sostuvo la suya unos segundos antes de que una leve sonrisa aflorara a sus labios.

    —No, Colin. Tu Jakob nunca rompió el juramento que había hecho a su Iglesia. Habría sido impensable, tanto para él como para mí. — Miró a Katerina—. Hemos de juzgarnos en función de los tiempos en que vivimos, y Jakob y yo éramos de otra época. Ya era bastante malo que nos amáramos. Ir más allá habría sido impensable.

    Michener recordó lo que Clemente le había dicho en Turín: «Reprimir el amor no es plato de gusto.»

    —¿Ha vivido aquí sola todo este tiempo?
    —Aquí están mi familia, este negocio, mis amigos y mi Dios. Conocí el amor de un hombre que se dio a mí por completo. No en sentido físico, pero sí en todos los demás. No hay muchos que puedan afirmar lo mismo.
    —¿Nunca fue un problema que no estuviesen juntos? — preguntó Katerina—. No sexualmente, me refiero a físicamente, a estar cerca. Tenía que resultar duro.
    —Habría preferido que las cosas fuesen distintas, pero no estaba en mis manos. Jakob sintió la llamada del sacerdocio temprano. Yo lo sabía, y no me entrometí. Lo amaba lo suficiente para compartirlo… aunque fuera con el Cielo.

    Una mujer de mediana edad entró por una puerta batiente y cambió unas palabras con Irma, algo sobre el mercado y las existencias. Otra barcaza se deslizó ante la ventana por el río gris pardo, y unos copos de nieve se estrellaron contra los cristales.

    —¿Sabe alguien lo de usted y Jakob? — le preguntó Michener después de que se fuera la mujer.

    Ella meneó la cabeza.

    —Ninguno de los dos hablábamos de ello. Aquí, en la ciudad, muchos saben que Jakob y yo éramos amigos de la infancia.
    —Su muerte debe haber sido terrible para usted —terció Katerina.

    Ella exhaló un largo suspiro.

    —No te lo imaginas. Sabía que tenía mal aspecto. Lo vi por televisión. Me di cuenta de que sólo era cuestión de tiempo. Ambos estábamos envejeciendo, pero su hora llegó de repente. Todavía espero que me llegue una carta suya, como tantas otras veces. — Su voz se dulcificó, quebrada por la emoción—. Mi Jakob se ha ido, y ustedes son los primeros con los que hablo de él. Me dijo que confiara en ustedes, que su visita me proporcionaría paz. Y tenía razón. El mero hecho de hablar de ello me ha hecho sentir mejor.

    Michener se preguntó qué pensaría la delicada anciana si supiera que Volkner se había quitado la vida. ¿Tenía derecho a saberlo? Ella les estaba abriendo su corazón, y él estaba harto de mentir. La memoria de Clemente estaría a salvo con ella.

    —Se suicidó.

    Irma permaneció un buen rato en silencio.

    Las miradas de Michener y Katerina se cruzaron cuando ésta preguntó:

    —¿Que el Papa se quitó la vida?

    Él asintió.

    —Somníferos. Aseguró que la Virgen María le dijo que pusiera fin a su vida por su propia mano. El castigo por su desobediencia. Dijo que había desoído al Cielo demasiado tiempo, pero que no lo haría esa vez.

    Irma seguía sin decir nada. Tan sólo lo miraba.

    —¿Usted lo sabía? — le preguntó.

    Ella asintió.

    —Ha venido a verme hace poco… en sueños. Me dice que está bien, que ha sido perdonado. Que de todas formas no habría tardado mucho en reunirse con Dios. No entendí a qué se refería.
    —¿Ha tenido visiones estando despierta? — inquirió Michener.

    Ella negó con la cabeza.

    —Sólo en sueños. — Su voz era distante—. Pronto estaré con él. Es lo único que me consuela. Jakob y yo estaremos juntos para la eternidad. Me lo dice en el sueño. — Miró a Katerina—. Me has preguntado qué sentía estando separados. Esos años carecen de importancia en comparación con la eternidad. Soy paciente.

    Él sintió la necesidad de apremiarla para llegar al fondo de la cuestión:

    —Irma, ¿dónde está lo que Jakob le envió?

    La anciana miró la cerveza.

    —Tengo un sobre que Jakob me pidió que te diera.
    —Lo necesito.

    Irma se levantó de la mesa.

    —Está aquí al lado, en mi cuarto. Vuelvo en un instante.

    Salió del restaurante con dificultad.

    —¿Por qué no me dijiste lo de Clemente? — le preguntó Katerina cuando se cerró la puerta. La frialdad de su tono se correspondía con la temperatura del exterior.
    —Yo diría que la respuesta es evidente.
    —¿Quiénes lo saben?
    —Sólo unos pocos.

    Ella se puso en pie.

    —Siempre lo mismo, ¿eh? El Vaticano encierra un montón de secretos. — Se puso el abrigo y fue hacia la puerta—. Es algo con lo que pareces sentirte a gusto.
    —Igual que tú. — Sabía que no debía haberlo dicho.

    Ella se detuvo.

    —Eso he de reconocerlo, me lo merezco. ¿Cuál es tu excusa?

    Michener no dijo nada, y ella se volvió, dispuesta a marcharse.

    —¿Adonde vas?
    —A dar un paseo. Estoy segura de que tú y la amante de Clemente tienen mucho de que hablar que también me excluye.


    64


    Katerina estaba confusa. Michener no le había confiado el hecho de que Clemente se había quitado la vida. Sin duda Valendrea lo sabía, de lo contrario Ambrosi la habría instado a averiguar lo que pudiera sobre la muerte del Papa. ¿Qué diablos estaba pasando? Textos que desaparecían, visionarios que hablaban con la Virgen María, un Papa que se suicidaba tras amar en secreto a una mujer durante seis décadas. Nadie creería nada de aquello.

    Salió de la hospedería, se abotonó el abrigo y decidió caminar hasta la Maxplatz para mitigar su frustración. Las campanas repicaban por doquier anunciando el mediodía. Se sacudió del cabello la nieve, cada vez más copiosa. El aire era frío, seco y triste. Como su humor.

    Irma Rahn le había abierto la mente. Mientras que años atrás ella había obligado a Michener a elegir, alejándolo y saliendo heridos los dos, Irma había recorrido una senda menos egoísta, una senda que rezumaba amor, no posesión. Tal vez la anciana tuviera razón. La relación física no era importante, lo que contaba era poseer el corazón y la mente.

    Se preguntó si ella y Michener podrían haber disfrutado de una relación similar. Probablemente no, corrían tiempos distintos. Y sin embargo allí estaba, de vuelta con el mismo hombre, al parecer en el mismo sendero tortuoso del amor perdido, encontrado, puesto a prueba y qué… ésa era la cuestión. Luego ¿qué?

    Continuó andando, llegó a la plaza mayor, cruzó un canal y divisó las bulbosas torres gemelas de San Gangolf.

    La vida era tan complicada.

    Recordaba con claridad al tipo de la otra noche amenazando a Michener navaja en mano. Ella no había vacilado en atacarlo. Después había sugerido acudir a las autoridades, pero Michener desechó la idea. Ahora sabía por qué: no podía arriesgarse a que saliera a la luz el suicidio de un Papa. Jakob Volkner significaba mucho para él, quizás demasiado. Y ahora entendía la razón de su viaje a Bosnia: buscaba respuestas a preguntas que su viejo amigo había dejado pendientes. Era evidente que ese capítulo de su vida no podría cerrarse, pues su final no estaba escrito aún. Katerina se preguntó si alguna vez lo estaría.

    Siguió caminando y se sorprendió ante las puertas de San Gangolf. El cálido aire que salía del interior la atrajo. Entró y vio que la verja de la capilla lateral, donde Irma limpiaba, permanecía abierta. La franqueó y se detuvo en otra de las capillas. Allí había una talla de la Virgen María con el niño Jesús en brazos, al que miraba con los ojos tiernos de una madre orgullosa. Sin duda era una representación medieval —la de una mujer nórdica—, pero también una imagen a la que el mundo se había acostumbrado a adorar. María había vivido en Israel, un lugar donde el sol quemaba y la piel era morena, por tanto sus rasgos serían hebreos, su cabello oscuro, su cuerpo robusto. Sin embargo los católicos europeos jamás habrían aceptado esa realidad, así que crearon una imagen femenina familiar, a la que la Iglesia se había aferrado desde entonces.

    Y ¿sería virgen? ¿Habría depositado el Espíritu Santo en su vientre al hijo de Dios? Aunque fuese cierto, seguro que la decisión habría sido suya; sólo ella habría accedido a quedarse encinta. Entonces ¿por qué la Iglesia se oponía con tanta vehemencia al aborto y al control de la natalidad? ¿Cuándo perdió la mujer la opción de decidir si quería dar a luz? ¿Acaso María no había hecho valer ese derecho? ¿Y si se hubiese negado? ¿Se le habría seguido exigiendo que llevara a término el embarazo divino?

    Estaba harta de dilemas desconcertantes; había demasiados sin respuesta. Dio media vuelta para marcharse.

    A menos de un metro se hallaba Paolo Ambrosi.

    Verlo la asustó.

    El sacerdote arremetió contra ella, la hizo girar y la empujó dentro de la capilla de la Virgen. Acto seguido, la lanzó contra el muro de piedra y le retorció el brazo izquierdo. Otra mano se cerró deprisa en torno a su cuello. Katerina tenía la cara contra la rasposa piedra.

    —Me preguntaba cómo iba a separarla de Michener, pero me ha facilitado usted sola el trabajo.

    Ambrosi aumentó la presión en el brazo, y ella abrió la boca para gritar.

    —Vamos, vamos. No haga eso. Además, aquí no va a oírla nadie.

    Ella intentó zafarse con las piernas.

    —Quédese quieta. Se me ha acabado la paciencia con usted.

    La respuesta de Katerina fue seguir forcejeando.

    Ambrosi la apartó de la pared y le rodeó el cuello con el brazo. Katerina sintió que se le constreñía la tráquea en el acto. Trató de soltarse clavándole las uñas, pero la falta de oxígeno le nublaba la vista.

    Quiso chillar, pero carecía de aire para formar las palabras.

    Levantó la vista.

    Lo último que vio antes de que el mundo se tornara negro fue la triste mirada de la Virgen, incapaz de sacarla de semejante aprieto.


    65


    Michener observaba a Irma, que miraba el río por la ventana. Había regresado al poco de irse Katerina con un sobre azul que ahora descansaba sobre la mesa.

    —Mi Jakob se suicidó —musitó para sí—. Qué triste. — Se volvió hacia él—. Y sin embargo lo enterraron en la basílica de San Pedro, en terreno consagrado.
    —No podíamos contarle al mundo lo ocurrido.
    —Ésa era la queja que tenía de la Iglesia: en ella la verdad es poco común. Qué ironía que su legado dependa ahora de una mentira.

    Lo cual, al parecer, no era nada del otro jueves. Al igual que Jakob Volkner, toda la carrera de Michener se había basado en una mentira. Cuan interesante lo parecidos que habían resultado ser.

    —¿Él siempre la amó?
    —Lo que quieres saber es si hubo otras, ¿no? No, Colin, sólo yo.
    —Cabría pensar que, al cabo de un tiempo, ambos habrían necesitado comenzar otra etapa. ¿No deseó nunca tener marido, hijos?
    —Hijos sí. Es lo único que lamento en la vida. Pero supe muy pronto que quería ser de Jakob, y él deseaba lo mismo de mí. Estoy segura de que te diste cuenta de que tú eras, en todos los sentidos, su hijo.

    Los ojos de Michener se humedecieron.

    —Leí que fuiste tú quien encontró su cuerpo. Tuvo que ser espantoso.

    No quería pensar en la imagen de Clemente en la cama, las monjas disponiéndolo para el entierro.

    —Era un hombre extraordinario, y sin embargo ahora tengo la sensación de que era un extraño.
    —No tienes por qué sentir eso. Es sólo que había partes suyas que sólo le pertenecían a él. Igual que estoy segura de que hay partes de ti que él nunca conoció.

    Muy cierto.

    Ella señaló el sobre.

    —No pude leer lo que me envió.
    —¿Lo intentó?

    La mujer asintió.

    —Abrí el sobre porque me picaba la curiosidad, pero sólo después de que Jakob muriera. Está escrito en otro idioma.
    —En italiano.
    —Dime qué es.

    Él obedeció, y ella escuchó asombrada. No obstante se vio en la obligación de decirle que nadie con vida, excepto Alberto Valendrea, sabía lo que ponía el documento que encerraba el sobre.

    —Sabía que algo inquietaba a Jakob. Las cartas de los últimos meses eran deprimentes, cínicas incluso. Ése no era su estilo. Y se negaba a contarme nada.
    —Yo también lo intenté, pero no me dijo ni palabra.
    —Podía ser así.

    Michener oyó que se abría y se cerraba una puerta en la parte anterior del edificio. Luego en el piso de madera resonaron pasos. El restaurante se hallaba en la trasera, pasando una salita y unas escaleras que conducían a las plantas superiores. Supuso que Katerina había vuelto.

    —¿Puedo ayudarlo? — preguntó Irma.

    Michener estaba de espaldas a la puerta, cara al río, y al volverse vio a Paolo Ambrosi a unos metros detrás de él. El italiano lucía unos vaqueros negros holgados y una camisa oscura con botones en el cuello, además de un sobretodo gris que le llegaba por la rodilla. Una bufanda granate envolvía su cuello.

    Michener se puso en pie.

    —¿Dónde está Katerina?

    Ambrosi no respondió, y a Michener no le gustó nada la mirada de suficiencia en el rostro de aquel cabrón. Se abalanzó hacia él, pero, con toda tranquilidad, Ambrosi se sacó un arma del bolsillo del abrigo, y él se paró en seco.

    —¿Quién es este hombre? — inquirió Irma.
    —Un problema.
    —Soy el padre Paolo Ambrosi, y usted debe de ser Irma Rahn.
    —¿Cómo sabe mi nombre?

    Michener se interpuso entre ambos con la esperanza de que Ambrosi no viera el sobre que había en la mesa.

    —Leyó sus cartas. La otra noche, antes de salir de Roma, no pude cogerlas todas.

    La anciana se llevó el puño a la boca y soltó un grito ahogado.

    —¿Lo sabe el Papa?

    Él señaló a Ambrosi.

    —Si este hijo de puta lo sabe, Valendrea también.

    Ella se santiguó.

    Michener se encaró con Ambrosi y comprendió.

    —Dígame dónde está Katerina.

    El arma lo apuntaba.

    —Está a salvo, por ahora. Pero ya sabe lo que quiero.
    —Y ¿cómo sabe que lo tengo?
    —O lo tiene usted o esta mujer.
    —Creía que Valendrea me había mandado buscarlo a mí.

    Esperaba que Irma guardara silencio.

    —Y el cardenal Ngovi habría sido el destinatario.
    —No sé lo que habría hecho.
    —Imagino que ahora lo sabe.

    Le entraron ganas de quitarle esa arrogancia de la cara a golpes, pero no había que olvidar el arma.

    —¿Se encuentra Katerina en peligro? — preguntó Irma.
    —Está bien —aclaró Ambrosi.
    —Francamente, Ambrosi, Katerina es su problema. Ella era espía suya, y a mí ya no me importa un pito.
    —Estoy seguro de que oír eso le destrozará el corazón.

    Él se encogió de hombros.

    —Fue ella la que se metió en este lío, así que salir de él es cosa suya. — Se preguntó si no estaría arriesgando la seguridad de Katerina, pero cualquier señal de debilidad sería desastrosa.
    —Quiero la traducción de Tibor —exigió Ambrosi.
    —No la tengo.
    —Pero Clemente la envió aquí, ¿me equivoco?
    —Eso es algo que no sé… aún. — Necesitaba ganar tiempo—. Pero puedo averiguarlo. Y hay otra cosa. — Señaló a Irma—. Cuando lo haga, quiero que ella se quede fuera. Este asunto no le concierne.
    —Fue Clemente quien la involucró, no yo.
    —Si quiere el texto, ésa es mi condición. De lo contrario se lo daré a la prensa.

    La frialdad de Ambrosi sufrió un breve instante de vacilación que casi le hizo sonreír. Michener había acertado. Valendrea había enviado a su secuaz a destruir la traducción, no a recuperarla.

    —Quedará fuera siempre que no lo haya leído —afirmó Ambrosi.
    —Ella no habla italiano.
    —Pero usted sí, así que recuerde la advertencia. Limitará seriamente mis opciones si decide no hacer caso de lo que le digo.
    —¿Cómo sabría si lo he leído?
    —Supongo que se trata de un mensaje que cuesta trabajo disimular. Los papas han temblado al leerlo, de manera que déjelo estar, Michener. Esto ya no es de su incumbencia.
    —Para no ser de mi incumbencia, parece que estoy justo en medio. Como la visita que me mandó la otra noche.
    —Yo no sé nada de eso.
    —Lo mismo diría yo si fuese usted.
    —¿Qué hay de Clemente? — preguntó Irma con voz suplicante. Por lo visto seguía pensando en las cartas.

    Ambrosi se encogió de hombros.

    —Su recuerdo está en sus manos. No quiero que la prensa se entrometa, pero si eso ocurre, estamos dispuestos a filtrar ciertos datos que resultarán, como poco, devastadores para su memoria… y la de usted.
    —¿Le contará al mundo cómo murió? — quiso saber la anciana.

    Ambrosi miró a Michener.

    —¿Lo sabe?

    Éste asintió.

    —Igual que usted, al parecer.
    —Bien, esto facilita las cosas. Sí, se lo contaremos al mundo, pero no directamente. Los rumores son mucho más dañinos. La gente aún cree que el bendito Juan Pablo I fue asesinado. Piense en lo que escribiría sobre Clemente. Las cartas que tenemos resultan bastante condenatorias. Si lo aprecia, como creo que es el caso, colabore con nosotros y nada se sabrá.

    Irma no dijo nada, pero las lágrimas rodaron por sus mejillas.

    —No llore —pidió Ambrosi—. El padre Michener hará lo que deba. Siempre lo hace. — Retrocedió hasta la puerta y se detuvo—. Me han dicho que el famoso recorrido de belenes de Bamberg empieza esta noche: todas las iglesias expondrán nacimientos, y se dirá misa en la catedral. Asistirá bastante gente. Comienza a las ocho. ¿Por qué no nos unimos al gentío e intercambiamos lo que cada uno de nosotros quiere a las siete?
    —Yo no he dicho que quiera algo de usted.

    Ambrosi esbozó una irritante sonrisa.

    —Lo quiere. Esta tarde, en la catedral. — Señaló la ventana y el edificio que coronaba una colina en el extremo más alejado del río—. Es un lugar bastante público, así todos nos sentiremos más a gusto. O, si lo prefiere, podemos efectuar el intercambio ahora.
    —A las siete en la catedral. Y ahora lárguese de aquí.
    —Recuerde lo que le he dicho, Michener: manténgalo cerrado. Hágase un favor a usted mismo y hágaselo a la señorita Lew y a la señorita Rahn.

    Ambrosi se fue.

    Irma estaba callada, sollozando. Finalmente dijo:

    —Ese hombre es malvado.
    —Él y nuestro nuevo Papa.
    —¿Tiene algo que ver con Pedro?
    —Es su secretario.
    —¿Qué está pasando aquí, Colín?
    —Para saberlo he de leer lo que hay en el sobre. — Pero también tenía que proteger a la anciana—. Quiero que se vaya, prefiero que no sepa nada.
    —¿Por qué vas a abrirlo?

    Michener sostuvo en alto el sobre.

    —Debo saber qué es tan importante.
    —Ese hombre ha dejado bien claro que no debías hacerlo.
    —Al diablo Ambrosi. — La severidad de su tono lo sorprendió.

    Ella pareció sopesar el aprieto en que se hallaba Michener y dijo:

    —Me aseguraré de que nadie te moleste.

    Se retiró y cerró la puerta tras de sí. Los goznes chirriaron levemente, como los del archivo aquella mañana lluviosa, hacía casi un mes, cuando alguien lo vigilaba.

    Seguro que había sido Paolo Ambrosi. A lo lejos se oyó el sordo estruendo de un cuerno. Al otro lado del río las campanas daban la una de la tarde.

    Se sentó y abrió el sobre.

    Dentro había dos papeles, uno azul y el otro pardo. Leyó primero el azul, escrito con letra de Clemente:

    Colín, a estas alturas ya sabrás que la Virgen dejó más cosas. Ahora sus palabras te son confiadas. Sé prudente con ellas.

    Las manos le temblaban cuando dejó a un lado la hoja azul. Por lo visto Clemente sabía que al final él recalaría en Bamberg y leería el contenido del sobre.

    Abrió el papel pardo.

    La tinta era de un azul claro, el papel nuevecito. Echó una ojeada al italiano, traduciendo mentalmente, y un segundo vistazo pulió el lenguaje. Una última lectura y sabría lo que la hermana Lucía había escrito en 1944 —el resto de lo que le dijo la Virgen en el tercer secreto— y el padre Tibor había traducido aquel día de 1960.

    Antes de que Nuestra Señora se fuera, afirmó que había un último mensaje que el Señor deseaba transmitir únicamente a Jacinta y a mí. Nos dijo que Ella era la Madre de Dios y nos pidió que diésemos a conocer este mensaje al mundo entero cuando llegara el momento. Al hacerlo encontraríamos una fuerte oposición. «Escuchad atentamente y prestad atención», nos ordenó. Los hombres han de enmendarse. Han pecado y mancillado el don que les ha sido concedido. «Hija mía», dijo, «el matrimonio es una unión santificada, su amor es infinito. Lo que siente el corazón es genuino, sin importar por quién o por qué, y Dios no ha impuesto límites en cuanto a lo que constituye una unión sólida. Sabed que la felicidad es la única prueba verdadera del amor. Sabed también que las mujeres forman parte de la Iglesia de Dios en igual medida que los hombres. Servir al Señor no es un empeño masculino. A los sacerdotes del Señor no debería estarles prohibidos el amor y la compañía, ni tampoco la dicha de un niño. Servir a Dios no equivale a renunciar al propio corazón. Los sacerdotes deberían ser generosos en todos los sentidos. Por último, dijo, sabed que vuestro cuerpo es vuestro. De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor. Marchad, pequeñas mías, y anunciad la gloria de estas palabras. Yo siempre estaré a vuestro lado».

    Las manos le temblaban. No eran las palabras de la hermana Lucía, por provocadoras que fuesen. Se trataba de otra cosa.

    Metió la mano en el bolsillo y sacó el mensaje que Jasna había escrito hacía dos días: las palabras que la Virgen le dedicó en lo alto de una montaña bosnia, el décimo secreto de Medjugorje. Desdobló el mensaje y lo releyó.

    «No temas, quien te habla es la Madre de Dios, la misma que te pide que des a conocer este mensaje al mundo entero. Al hacerlo encontrarás una fuerte oposición. Escucha atentamente y presta atención a lo que te digo. Los hombres han de enmendarse. Con humildes peticiones han de pedir perdón por los pecados cometidos y por los que cometerán. Anuncia en mi nombre que un gran castigo caerá sobre la humanidad; no hoy ni mañana, pero pronto si no creen mis palabras. Ya revelé esto a los bienaventurados de La Salette y luego en Fátima, y hoy te lo repito a ti porque la humanidad ha pecado y mancillado el don que Dios le concedió. Vendrán la hora de las horas y el final de los finales si la humanidad no se convierte; y en caso de que todo siga como hasta ahora o peor, sí es que puede empeorar más, el grande y el poderoso perecerá junto con el pequeño y el débil.
    «Escuchad estas palabras: ¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros? Esas persecuciones no son del agrado del Señor. Sabed que el matrimonio ha de ser compartido por todos sin restricciones. Lo contrario responde a la locura del hombre, no a la palabra del Señor. Las mujeres ocupan un lugar preferente a ojos de Dios. Ha estado prohibido demasiado tiempo que sirvan al Señor, y esa represión no es del agrado del Cielo. Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y munificentes. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada, y el Santo Padre haría bien en comprender esto. Mis últimas palabras son las más importantes: sabed que escogí libremente ser la madre de Dios. La elección de tener hijos recae en la mujer, y el hombre no debería interferir en esa decisión. Ahora ve, cuéntale al mundo mi mensaje y proclama la bondad del Señor, pero recuerda que yo siempre estaré a tu lado.»

    Se deslizó del asiento y se postró de rodillas. Las implicaciones eran incuestionables. Dos mensajes: uno escrito por una monja portuguesa en 1944 —una mujer con escasa cultura y un dominio limitado del lenguaje— y traducido por un sacerdote en 1960: el relato de lo que se dijo el 13 de julio de 1917, cuando apareció supuestamente la Virgen; el otro redactado hacía dos días por una mujer, una visionaria que había presenciado cientos de apariciones, el relato de lo que le fue comunicado en una montaña tormentosa cuando la Virgen María se le apareció por última vez.

    Casi cien años separaban los dos sucesos.

    El primer mensaje había estado sellado en el Vaticano, lo habían leído únicamente los papas y un traductor búlgaro, ninguno de los cuales llegó a conocer a la portadora del segundo mensaje; asimismo a la destinataria de este segundo mensaje le habría sido imposible saber el contenido del primero. Sin embargo el contenido de ambos mensajes era idéntico. El denominador común: el mensajero.

    María, la madre de Dios.

    Los escépticos llevaban dos mil años pidiendo pruebas de la existencia de Dios, algo tangible que demostrara sin lugar a dudas que Él era una entidad con vida, consciente del mundo, vivo en todos los sentidos. No una parábola o una metáfora, sino el soberano de los cielos, proveedor del hombre, supervisor de la Creación. A Michener se le pasó por la cabeza la visión de la Virgen que él mismo experimentara.

    «¿Cuál es mi destino?», le preguntó.
    «Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo.»

    Pensó que no era más que una alucinación. Ahora sabía que era real.

    Se santiguó y, por vez primera, rezó sabiendo que Dios escuchaba. Pidió perdón para la Iglesia y la estupidez del hombre, sobre todo la suya. Si Clemente tenía razón, y ya no había motivo alguno para dudar de su palabra, en 1978 Alberto Valendrea retiró la parte del tercer secreto que él acababa de leer. Imaginó lo que Valendrea debió pensar al ver las palabras la primera vez: dos mil años de enseñanzas eclesiásticas descartadas por una niña portuguesa ignorante. ¿Las mujeres podían ser sacerdotes? ¿Los sacerdotes pueden casarse y tener hijos? ¿La homosexualidad no es un pecado? ¿La maternidad es elección de la mujer? Y el día anterior, cuando Valendrea leyó el mensaje de Medjugorje comprendió en el acto lo que Michener sabía ahora.

    Todo aquello era la Palabra de Dios.

    Recordó de nuevo las palabras de la Virgen: «No renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca.»

    Cerró los ojos. Clemente tenía razón: el hombre era insensato. El Cielo había tratado de llevar a la humanidad por el buen camino, y los insensatos habían desoído sus esfuerzos. Pensó en los mensajes que faltaban de los visionarios de La Salette. ¿Hubo otro Papa hacía un siglo que hizo lo que intentaba hacer ahora Valendrea? Eso explicaría por qué la Virgen se apareció después en Fátima y Medjugorje; para probar de nuevo. No obstante Valendrea había conocido las revelaciones y destruido las pruebas, Clemente al menos lo intentó. «La Virgen volvió y me dijo que había llegado mi hora. El padre Tibor la acompañaba. Esperé a que Ella me llevara, pero me dijo que debía poner fin a mi vida por mi propia mano. El padre Tibor afirmó que era mi deber, mi penitencia por haber desobedecido, y que todo ello se aclararía más adelante. Me pregunté qué sería de mi alma, pero me respondieron que el Señor aguardaba. He desoído al Cielo demasiado tiempo: esta vez no lo haré.» Esas palabras no eran los desvaríos de un alma demente, ni siquiera una nota de suicidio de un hombre inestable. Ahora entendía por qué Valendrea no podía permitir que se comparara la copia de la traducción del padre Tibor con el mensaje de Jasna,

    Las repercusiones eran devastadoras.

    «Servir al Señor no es un empeño masculino.» La postura de la Iglesia respecto a que las mujeres fueran sacerdotes había sido inflexible. Ya desde los tiempos de los romanos los Papas habían convocado concilios para reafirmar esa tradición. Cristo era un hombre, por lo tanto los sacerdotes también lo serían.
    «Los sacerdotes de Cristo deberían ser felices y generosos. La dicha del amor y los hijos jamás les debería ser negada.» El celibato era una noción concebida por los hombres e impuesta por los hombres. Se creía que Cristo era célibe, así que sus sacerdotes también lo serían.
    «¿Por qué perseguir al hombre o la mujer que aman de forma distinta de los otros?» El Génesis describía a un hombre y una mujer que se unían en «una sola carne» para dar vida a otro ser, de modo que la Iglesia llevaba tiempo enseñando que una unión que no pudiera engendrar vida sólo podía ser pecaminosa.
    «De la misma manera que Dios me confió a su hijo, el Señor os confía a vosotras y a todas las mujeres sus futuros hijos. Sois vosotras solas las que habéis de decidir lo que es mejor.» La Iglesia se oponía frontalmente a cualquier tipo de control de la natalidad. Los papas habían decretado en repetidas ocasiones que el embrión poseía alma, que era un ser humano que merecía vivir, y que había que preservar la vida, incluso a expensas de la madre.

    El concepto que el hombre tenía de la Palabra de Dios al parecer difería de la Palabra en sí. Peor todavía: durante más de un siglo actitudes rígidas habían proclamado el mensaje de Dios con el sello de la infalibilidad del Papa, la cual, por definición, resultaba ahora falsa, ya que ningún pontífice había hecho lo que el Cielo quería. ¿Qué había dicho Clemente? «Nosotros no somos más que hombres, Colin, nada más. Yo no soy más infalible que tú, y sin embargo nos proclamamos príncipes de la Iglesia. Clérigos devotos preocupados únicamente por complacer a Dios, aunque sólo buscamos nuestra propia complacencia.»

    Estaba en lo cierto. Dios bendijera su alma, tenía razón.

    Tras leer un puñado de palabras sencillas escritas por dos mujeres bienaventuradas, miles de años de errores religiosos quedaban claros. Rezó de nuevo, esta vez agradeciendo a Dios su paciencia. Le pidió al Señor que perdonara a la humanidad y luego a Clemente que velara por él en las próximas horas.

    No podía entregarle la traducción del padre Tibor a Ambrosi, de ninguna manera. La Virgen le había dicho que él era una señal para el mundo, el faro que serviría de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciaría que Dios estaba vivo. Y para hacerlo necesitaba el tercer secreto de Fátima al completo. Los estudiosos debían analizar el texto y establecer una sola conclusión.

    Pero quedarse con el texto del padre Tibor pondría en peligro a Katerina.

    Así que se puso a orar nuevamente, esta vez pidiendo consejo.


    66


    16:30


    Katerina forcejeó para liberar manos y pies de la ancha cinta adhesiva. Tenía los brazos doblados a la espalda y estaba tumbada sobre un duro colchón cubierto con un edredón áspero que olía a pintura. Por una única ventana veía caer la noche. Le habían tapado la boca con cinta, de modo que se obligó a permanecer tranquila y respirar lentamente por la nariz.

    Cómo había llegado allí era un misterio. Sólo recordaba a Ambrosi asfixiándola y el mundo volviéndose negro. Llevaría despierta unas dos horas y todavía no había oído nada salvo alguna que otra voz que provenía de la calle. Daba la impresión de que se hallaba en un piso alto, tal vez en uno de los edificios barrocos que flanqueaban las antiguas calles de Bamberg, cerca de San Gangolf, ya que Ambrosi no habría podido llevarla muy lejos. El frío aire le secaba la nariz, y se alegró de que él no le hubiese quitado el abrigo.

    Por un momento, en la Iglesia, creyó que su vida había terminado, pero al parecer se la consideraba más valiosa con vida. Era la moneda de cambio que Ambrosi utilizaría para sacarle a Michener lo que quisiera.

    Tom Kealy tenía razón respecto a Valendrea, pero se equivocaba en lo de que ella sabría defenderse. Las pasiones de esos hombres iban mucho más allá de lo que ella había visto nunca. Valendrea le había dicho a Kealy en el tribunal que era evidente que estaba con el Diablo. De ser cierto, Kealy y Valendrea frecuentaban las mismas compañías.

    Oyó abrirse y cerrarse una puerta y luego unos pasos que se aproximaban. La puerta de la habitación se abrió y entró Ambrosi, quitándose unos guantes.

    —¿Está cómoda? — le preguntó.

    Los ojos de ella seguían sus movimientos. Ambrosi dejó el abrigo en una silla y se sentó en la cama.

    —Imagino que creyó que moriría en la iglesia. La vida es un gran regalo, ¿no es cierto? Naturalmente no puede responderme, pero no importa. Me gusta responderme yo mismo.

    Parecía encantado de haberse conocido.

    —Sí, la vida es un regalo, y yo le he concedido ese regalo. Podría haberla matado y acabar con el problema que plantea.

    Ella yacía completamente inmóvil, y Ambrosi le recorrió el cuerpo con la mirada.

    —Michener ha gozado con usted, ¿eh? Seguro que fue un placer. Qué fue lo que me dijo usted en Roma. Que mea sentada, así que no me interesaría. ¿Acaso piensa que no deseo a las mujeres? ¿Cree que no sabría qué hacer? ¿Porque soy un sacerdote o porque soy maricón?

    Ella se preguntó si el numerito iba destinado a ella o a él.

    —Su amante dijo que le importaba un pito lo que le ocurriera a usted. — Sus palabras sonaban divertidas—. Dijo que era mi espía y que era mi problema, no el suyo. Puede que tenga razón. Después de todo yo la recluté.

    Ella intentaba mantener los ojos serenos.

    —¿Cree que fue Su Santidad quien consiguió su ayuda? No, soy yo el que se enteró de lo suyo con Michener. Soy yo el que sopesó la posibilidad. De no ser por mí, Pedro no sabría nada.

    De repente la levantó de un tirón y le arrancó la cinta de la boca. Antes de que pudiera decir nada la atrajo contra sí y apoyó sus labios en los de ella. Su lengua abriéndose paso era repugnante, y Katerina intentó retroceder, pero él no lo permitió. Le ladeó la cabeza y le agarró el cabello, arrebatándole el aire de los pulmones. La boca le sabía a cerveza. Al final ella le mordió la lengua. Él se echó hacia atrás y ella arremetió contra él, propinándole una dentellada en el labio inferior y haciéndolo sangrar.

    —¡Maldita zorra! — exclamó él mientras la lanzaba contra la cama.

    Ella escupió la saliva de Ambrosi como si exorcizara al Diablo, y éste pegó un salto y le cruzó la cara con el dorso de la mano. El golpe le dolió, y saboreó la sangre. Luego volvió a abofetearla con tanta fuerza que se dio con la cabeza contra la pared, en el borde de la cama.

    La habitación empezó a dar vueltas.

    —Debería matarla —murmuró Ambrosi.
    —Váyase a la mierda —logró decir ella mientras se colocaba de espaldas, aún mareada.

    Ambrosi se llevó la manga de la camisa al labio.

    A Katerina le corría un hilo de sangre por la comisura de la boca. Se restregó el rostro en el edredón, y unas manchas rojas ensuciaron la tela.

    —Será mejor que me mate, porque si no lo hace, seré yo quien lo mate si tengo ocasión.
    —Jamás la tendrá.

    Ella se dio cuenta de que estaría a salvo hasta que él obtuviera lo que quería. Colin había obrado bien haciéndole pensar a ese idiota que ella no le importaba.

    Él se acercó a la cama de nuevo, aún ocupándose del labio.

    —Sólo espero que su amante no haga caso de lo que le dije. Voy a disfrutar viéndolos morir a los dos.
    —A palabras necias, oídos sordos.

    Volvió a embestirla, obligándola a ponerse boca arriba y sentándose a horcajadas sobre ella. Katerina sabía que no iba a matarla, al menos por el momento.

    —¿Qué pasa, Ambrosi? ¿No sabe qué se hace después?

    Ambrosi temblaba de ira. Ella lo estaba provocando, pero qué más daba.

    —Después de Rumanía le dije a Pedro que la dejara en paz.
    —Y por eso me muele a palos su perro faldero.
    —Tiene suerte de que sea lo único que le haga.
    —Puede que Valendrea estuviera celoso. ¿No será mejor que esto quede entre nosotros?

    La mofa hizo que el otro le apretara el cuello; no lo bastante para cortarle la respiración, pero sí para hacerle saber que debía cerrar el pico.

    —Es usted un hombre duro con una mujer que tiene las manos y los pies atados. Suélteme y veamos lo valiente que es.

    Ambrosi se quitó de encima.

    —No merece la pena el esfuerzo. Sólo nos quedan unas horas. Voy a cenar algo antes de acabar con esto. — Su mirada la taladró—. Para siempre.


    67


    Ciudad del Vaticano
    18:30



    Valendrea daba un paseo por los jardines disfrutando de una tarde de diciembre excepcionalmente tibia. El primer sábado de su papado había sido movidito. Por la mañana había celebrado misa y luego había atendido al nutrido grupo que había ido a Roma a desearle lo mejor. La tarde había empezado con una reunión de cardenales. En la ciudad aguardaban unos ochenta, y había pasado con ellos tres horas explicándoles a grandes rasgos lo que pretendía hacer. Se habían planteado las preguntas de costumbre, sólo que en esa ocasión él había aprovechado para anunciar que los nombramientos que diera Clemente XV no sufrirían modificaciones hasta la semana siguiente. La única excepción la constituía el cardenal archivero, el cual, según sus palabras, había ofrecido su renuncia por motivos de salud. El nuevo archivero sería un purpurado belga que ya había vuelto a casa, pero que ahora estaba de camino a Roma. Aparte de eso, ni había tomado ni tomaría ninguna decisión hasta pasado el fin de semana. Se percató de que muchas miradas se posaron en él, a la espera de que cumpliese con las promesas que le había hecho con anterioridad al cónclave, pero nadie cuestionó sus declaraciones, lo cual fue de su agrado.

    Delante estaba el cardenal Bartolo, esperando donde habían quedado antes en verse cuando finalizara la reunión de cardenales. El prefecto de Turín había insistido en que hablaran. Valendrea sabía que a Bartolo le había sido asegurado el cargo de secretario de Estado, y ahora, por lo visto, éste quería que se mantuviera la promesa. El que la hizo fue Ambrosi, no sin antes aconsejar a Valendrea que retrasara todo lo posible esa decisión. Después de todo Bartolo no era el único al que se había garantizado ese puesto. Habría que inventar excusas para los competidores que resultaran eliminados, motivos para disipar la amargura y evitar las represalias. Qué duda cabía que podían ofrecer otros puestos a algunos, pero sabía de sobra que el de secretario de Estado lo codiciaba más de un cardenal.

    Bartolo se encontraba próximo al pasetto di Borgo, el corredor medieval que recorría la muralla del vaticano y llegaba hasta el cercano castillo Sant'Angelo, una fortificación que en su día protegiera a los papas de los invasores.

    —Eminencia —lo saludó Valendrea al verlo.

    Bartolo inclinó su barbado rostro.

    —Santo Padre. — El anciano sonrió—. Le gusta cómo suena, ¿no, Alberto?
    —Tiene fuerza, sí.
    —Me ha estado evitando.

    El aludido desechó la observación.

    —Eso nunca.
    —Lo conozco demasiado bien. No soy el único al que ha ofrecido el cargo de secretario de Estado.
    —Conseguir votos es duro. Uno hace lo que tiene que hacer. — Procuraba parecer desenfadado, pero vio que Bartolo no era ningún ingenuo.
    —Fui directamente responsable de al menos una docena de esos votos.
    —Que resultaron no ser necesarios.

    Los músculos del rostro de Bartolo se contrajeron.

    —Sólo porque Ngovi se retiró. Supongo que esos doce votos habrían sido vitales si la lucha hubiese continuado.

    La subida de tono en la voz del anciano parecía socavar la fuerza de las palabras, tornándolas una súplica. Valendrea decidió ir al grano:

    —Gustavo, eres demasiado mayor para ser secretario. Es un puesto exigente, en el que se viaja mucho.

    El aludido lo fulminó con la mirada. Aquél iba a ser un aliado difícil de aplacar. Era verdad que el cardenal le había conseguido un determinado número de votos, lo cual habían confirmado las escuchas, y lo había defendido desde el principio. Pero Bartolo tenía reputación de ser un hombre vago con una cultura mediocre y ninguna experiencia diplomática. No gozaría de popularidad en ningún puesto, menos todavía en uno tan crucial como el de secretario de Estado. Había otros tres cardenales que habían trabajado igual de duro, poseían una formación ejemplar y disfrutaban de mayor prestigio en el Sacro Colegio. Con todo, Bartolo ofrecía algo que éstos no prestaban: obediencia absoluta. Y ésa era una cosa nada desdeñable.

    —Gustavo, si me planteara darte lo que me pides, habría condiciones. — Estaba tanteando el terreno, comprobando hasta qué punto podía ser éste tentador.
    —Soy todo oídos.
    —Tengo la intención de dirigir personalmente la política exterior. Las decisiones serán mías, no tuyas. Tendrás que hacer exactamente lo que yo diga.
    —Usted es el Papa.

    La respuesta fue pronta, dando a entender su deseo.

    —No toleraré desacuerdos ni disidencias.
    —Alberto, llevo casi cincuenta años de sacerdote, y siempre he hecho lo que decían los Papas. Hasta me arrodillé y besé el anillo de Jakob Volkner, un hombre al que despreciaba. No entiendo por qué cuestiona mi lealtad.

    Valendrea se permitió esbozar una sonrisa.

    —No cuestiono nada. Sólo quiero que conozca las reglas.

    Avanzó un tanto por el sendero y Bartolo lo siguió. El pontífice señaló hacia arriba y dijo:

    —Antes los Papas huían del Vaticano por ese pasaje y se escondían como si fuesen niños con miedo a la oscuridad. La sola idea me pone enfermo.
    —Ya no hay ejércitos que invadan el Vaticano.
    —Tropas no, pero siguen existiendo ejércitos invasores. Los infieles de hoy acuden en forma de periodistas y escritores. Traen sus cámaras y sus libretas e intentan echar por tierra los cimientos de la Iglesia con ayuda de liberales y disidentes. A veces, Gustavo, incluso el propio Papa es su aliado, como sucedió con Clemente.
    —Su muerte fue una bendición.

    Le gustó oír aquello, y sabía que no era una frase de circunstancias.

    —Pretendo devolver la gloria al pontificado. El Papa está al mando de más de un millón de almas cuando aparece en cualquier lugar del mundo, y los gobiernos deberían temer semejante potencial. Pretendo ser el Papa más viajero de la historia.
    —Y para lograrlo precisará la ayuda constante del secretario de Estado.

    Caminaron algo más.

    —Eso mismo pensaba yo, Gustavo.

    Valendrea miró de nuevo el pasadizo de ladrillo e imaginó al último Papa que huyó del Vaticano cuando los mercenarios alemanes asaltaron Roma. Sabía la fecha exacta: 6 de mayo de 1527. Ciento cuarenta y siete guardias suizos murieron ese día defendiendo a su pontífice, que escapó a duras penas por el corredor de ladrillo que se alzaba por encima de él, despojándose del hábito blanco para que no lo reconocieran.

    —Yo nunca escaparé del Vaticano —aseguró no sólo a Bartolo, sino también a los muros. De repente se sintió abrumado por el momento y decidió desatender el consejo de Ambrosi—. Muy bien, Gustavo. Lo anunciaré el lunes. Serás mi secretario de Estado. Sírveme bien.

    El semblante del anciano se iluminó.

    —En mí encontrará una entrega absoluta.

    Lo cual le hizo pensar en su más fiel aliado.

    Ambrosi había telefoneado hacía dos horas y le había contado que la copia de la traducción del padre Tibor sería suya a las siete de la tarde. Hasta ese momento nada parecía indicar que nadie la hubiese leído, informe este que lo complació.

    Consultó el reloj: las siete menos diez.

    —¿Tiene que ir a algún sitio, Santo Padre?
    —No, Eminencia, sólo pensaba en otro asunto que se está resolviendo en este mismo instante.


    68


    Bamberg
    18:50



    Michener subió por un empinado sendero que llevaba a la catedral de San Pedro y San Jorge y llegó a una plaza rectangular en cuesta. Más abajo, de la ciudad surgía un paisaje de tejados de terracota y torres de piedra iluminado por las luces que moteaban la población. Del oscuro cielo descendían sin tregua espirales de nieve, la cual, sin embargo, no impedía que la gente comenzara a encaminarse a la iglesia, sus cuatro agujas bañadas en un resplandor blanquiazul.

    Las iglesias y plazas de Bamberg llevaban más de cuatrocientos años festejando el Adviento con decorativos belenes. Irma Rahn le había explicado que el recorrido siempre empezaba en la catedral y, tras recibir la bendición del obispo, todo el mundo se desplegaba por la ciudad para ver las creaciones del año. Toda Baviera acudía, e Irma le había advertido que las calles estarían abarrotadas y habría mucho ruido.

    Consultó el reloj: aún no eran las siete.

    Echó un vistazo en derredor y escrutó a las familias que se disponían a entrar en la catedral, muchos de los niños parloteando sin cesar sobre la nieve, la Navidad y san Nicolás. A la derecha había un grupo apiñado en torno a una mujer que lucía un pesado abrigo de lana. Se había subido a un murete de escasa altura y hablaba de la catedral y de Bamberg. Una excursión.

    Se preguntó qué opinaría la gente si supiera lo que él sabía ahora: que Dios no era una creación del hombre. Tal y como teólogos y santones sostenían desde el principio de los tiempos, Dios estaba allí, vigilante, muchas veces sin duda complacido, otras frustrado, en ocasiones enojado. Al parecer el mejor consejo era el más viejo: servirlo bien y lealmente.

    Aún tenía miedo de la expiación que requerirían sus propios pecados. Quizás esa tarea formara parte de la penitencia. Sin embargo sintió alivio al saber que su amor por Katerina nunca había sido pecado, al menos a ojos de los cielos. ¿Cuántos sacerdotes habían abandonado la Iglesia después de faltas similares? ¿Cuántos hombres buenos habían muerto pensando que habían caído?

    Estaba a punto de rodear el grupo turístico cuando le llamó la atención algo que dijo la mujer:

    —… la ciudad de las siete colinas.

    Se quedó helado.

    —Así es como los antiguos llamaban a Bamberg, en referencia a los siete montículos que circundan el río. Ahora resulta difícil verlas, pero hay siete colinas distintas, cada una de las cuales la ocupaba en siglos pasados un príncipe» un obispo o una iglesia. En la época de Enrique II, cuando ésta era la capital del Sacro Imperio Romano, la analogía acercó este centro político al centro religioso de Roma, otra ciudad denominada «de las siete colinas».

    «En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.»

    Eso era lo que supuestamente había predicho san Malaquías en el siglo xi. Michener pensaba que la ciudad «de las siete colinas» era una referencia a Roma, pues desconocía que a Bamberg se la llamara así.

    Cerró los ojos y rezó de nuevo. ¿Sería ésa otra revelación? ¿Algo vital sobre lo que iba a ocurrir?

    Ya en el embudo que se había formado a la entrada de la catedral, alzó la vista. El tímpano, bañado en luz, representaba a Cristo en el Juicio Final. María y san Juan, a sus pies, suplicaban por las almas que salían de los ataúdes, los bienaventurados avanzaban en pos de María, hacia el cielo; los condenados eran arrastrados al Infierno por un demonio sonriente. ¿Acaso dos mil años de arrogancia cristiana se reducían a esa noche? ¿Al lugar donde hacía casi dos mil años un sacerdote irlandés canonizado vaticinara que llegaría la humanidad?

    Aspiró una bocanada de aire glacial, se armó de valor y se abrió camino en la nave a codazos. Dentro, los muros se hallaban cubiertos por una suave tonalidad. Apreció los detalles de la bóveda nervada, los sólidos pilares, las estatuas y las altas ventanas. En un extremo había un coro elevado; el otro lo ocupaba el altar. Detrás del altar se hallaba el sepulcro de Clemente II, el único Papa que había sido enterrado en suelo alemán y tocayo de Jakob Volkner.

    Se detuvo ante una pila de mármol y metió el dedo en el agua bendita. Se santiguó y dijo otra oración por lo que estaba a punto de hacer. Un órgano dejaba escapar una tenue melodía.

    Echó un vistazo a la multitud que atestaba los largos bancos. Unos acólitos con sobrepelliz preparaban con afán el santuario. En lo alto, a su izquierda, delante de una gruesa balaustrada de piedra, se hallaba Katerina. A su lado permanecía Ambrosi, que llevaba el mismo abrigo oscuro y la misma bufanda de antes. A izquierda y derecha del antepecho salían dos escaleras gemelas, los peldaños llenos de gente. Entre ambas escalinatas se encontraba la tumba imperial. Clemente también le había hablado de ella: obra de Riemenschneider, rica en intrincadas tallas que representaban al rey Enrique II y su reina, en la cual descansaban sus cuerpos desde hacía medio milenio.

    Reparó en que un arma apuntaba a Katerina, pero no creía que Ambrosi fuera a correr riesgos allí. Se preguntó si habría refuerzos escondidos entre el gentío. Michener permanecía allí plantado, tieso, mientras la gente pasaba por delante.

    Ambrosi le indicó que subiese por la escalera de la izquierda.

    Él no se movió.

    Ambrosi repitió el gesto.

    Él meneó la cabeza.

    Los ojos de Ambrosi se volvieron más severos.

    Michener sacó el sobre del bolsillo y se lo enseñó a su rival. Vio en la mirada de Ambrosi que éste reconocía el mismo sobre de antes, el que descansara inocentemente en la mesa del restaurante.

    Sacudió la cabeza de nuevo. Luego recordó lo que Katerina le había contado: Ambrosi le había leído los labios cuando lo insultó a él en la plaza de San Pedro.

    «Váyase a la mierda, Ambrosi», le dijo.

    Vio que el sacerdote lo entendía.

    Se metió el sobre en el bolsillo y fue directo a la salida con la esperanza de que no lamentara lo que aconteciera después.

    Katerina vio que Michener decía algo y luego se iba. Ella no opuso resistencia cuando iban camino de la catedral, pues Ambrosi le había dicho que no estaba solo y que si no se presentaban allí a las siete matarían a Michener. Ella dudaba de que hubiera otros, pero lo mejor que podía hacer era ir a la iglesia y esperar a que se presentara una oportunidad. Así que en el instante que le llevó a Ambrosi captar la traición de Michener, ella se olvidó del arma que tenía pegada a la espalda y hundió el tacón izquierdo en el pie de Ambrosi. Luego le dio un empellón y le hizo soltar la pistola, que cayó ruidosamente al enlosado.

    Katerina pegó un salto para recuperar el arma al tiempo que la mujer de al lado chillaba. Aprovechó la confusión para agarrar la pistola y salir disparada hacia la escalera mientras alcanzaba a ver que Ambrosi se levantaba.

    Los peldaños estaban abarrotados, y ella empezó a bajar como pudo antes de decidirse a saltar la barandilla y aterrizar sobre la cripta imperial. Fue a parar encima de la pétrea efigie de una mujer que yacía junto a un hombre ataviado con un traje talar, desde donde saltó al suelo. Aún tenía el arma en la mano. Se oyeron voces, y el pánico se apoderó de la iglesia. Katerina se abrió camino hasta la puerta a base de empujones y salió a la gélida noche.

    Tras meterse la pistola en el bolsillo, buscó a Michener con la mirada, descubriéndolo en el sendero que bajaba al centro de la ciudad. El alboroto que percibió tras de sí le advirtió que Ambrosi también intentaba salir.

    De modo que echó a correr.

    Michener creyó ver a Katerina cuando empezó a bajar el sinuoso camino, pero no podía detenerse. Tenía que continuar. Si era Kate, lo seguiría, y Ambrosi iría detrás, así que se puso a trotar por la angosta senda de piedra, dejando atrás a más gente que subía.

    Consiguió llegar abajo y salió disparado hacia el puente del ayuntamiento. Cruzó el río por el arco que dividía en dos el destartalado edificio entreverado de madera y entró en la bulliciosa Maxplatz.

    Aminoró la marcha y volvió la cabeza para echar una ojeada.

    Katerina se hallaba a unos cincuenta metros y se dirigía a su encuentro.

    Katerina quiso gritarle que la esperara, pero Michener avanzaba resuelto, directo al animado mercado navideño de Bamberg. El arma seguía en su bolsillo, y tras ella Ambrosi ganaba terreno deprisa. Andaba a la caza de un policía, pero esa noche de júbilo parecía una festividad nacional. No se veía un solo uniforme.

    No le quedaba más remedio que confiar en que Michener supiera lo que hacía. Se había pavoneado delante de Ambrosi, contando con que su agresor no le haría daño en público. Lo que quiera que hubiese en la traducción del padre Tibor debía ser lo bastante importante como para que Michener no quisiera que Ambrosi o Valendrea se hicieran con ello. Con todo, Katerina se preguntó si sería lo bastante importante para poner en peligro lo que al parecer había decidido apostar en aquella partida en la que tanto había en juego.

    Más adelante Michener se fundió con la muchedumbre que contemplaba los puestos rebosantes de artículos navideños. Las brillantes luces que iluminaban el mercado al aire libre daban la impresión de que era de día. El aire olía a salchichas a la parrilla y cerveza.

    También ella bajó el ritmo cuando se vio arropada por la gente.

    Michener avanzaba entre los asistentes a la feria, pero no lo bastante rápido como para llamar la atención. El mercado ocupaba una superficie de unos cien metros a lo largo del sinuoso camino adoquinado. A ambos lados se alineaban construcciones con entramado de madera, lo cual obligaba a la gente y los puestos a formar una congestionada columna.

    Llegó al último tenderete y la muchedumbre disminuyó.

    Echó a correr de nuevo, las suelas de goma golpeando los adoquines mientras dejaba atrás el ruidoso mercado y ponía rumbo al canal, cruzó un puente de piedra y entró en una parte tranquila de la ciudad.

    A sus espaldas oía más suelas contra la piedra. Ante sí, en lo alto, divisó la parroquia de San Gangolf. La feria se circunscribía a la Maxplatz o al otro lado del río, en la zona de la catedral, y él contaba con disponer de cierta intimidad al menos durante los próximos cinco minutos.

    Sólo esperaba que no estuviese tentando al destino.

    Katerina vio que Michener entraba en la parroquia de San Gangolf. ¿Qué hacía allí? Era una estupidez. Ambrosi aún la seguía, y sin embargo Michener había ido directo a la iglesia. Tenía que saber que ella iba tras él y que su agresor haría lo propio.

    Echó un vistazo a los edificios que tenía alrededor. No había muchas luces en las ventanas, y la calle estaba desierta. Corrió hasta las puertas de la iglesia, las abrió de golpe y se precipitó dentro. Estaba sin resuello.

    —Colin.

    Nada.

    Gritó su nombre de nuevo. Nada.

    Recorrió al trote el pasillo central en dirección al altar, pasando ante bancos vacíos que proyectaban finas sombras en la negrura. Tan sólo un puñado de lámparas alumbraba la nave. Al parecer la iglesia no participaba en el festejo de ese año.

    —Colin.

    La desesperación teñía su voz. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no respondía? ¿Habría salido por otra puerta? ¿Estaba atrapada allí sola?

    Las puertas se abrieron tras ella.

    Se metió en una fila de bancos y se pegó al suelo con la idea de arrastrarse por el pavimento para alcanzar el otro extremo. Unos pasos interrumpieron su avance.

    Michener vio entrar a un hombre en la iglesia, y un rayo de luz reveló el rostro de Paolo Ambrosi. Poco antes había llegado Katerina y lo había llamado, pero él no había respondido deliberadamente. Ahora ella estaba acurrucada en el suelo, entre los bancos.

    —Se mueve deprisa, Ambrosi —gritó Michener.

    Su voz rebotó en las paredes, el eco dificultando su localización. Vio que Ambrosi iba a la derecha, hacia los confesionarios, la cabeza girando a un lado y a otro para que sus oídos pudiesen desentrañar el sonido. Esperó que Katerina no delatara su presencia.

    —¿Por qué complicarlo todo, Michener? — dijo Ambrosi—. Ya sabe lo que quiero.
    —Antes me dijo que las cosas serían distintas si leía esas palabras. Por una vez tenía razón.
    —Cómo iba a obedecer…
    —¿Qué hay del padre Tibor? ¿Acaso obedeció él?

    Ambrosi se acercaba al altar. Daba pasos cautelosos, escudriñando la oscuridad para dar con Michener.

    —No llegué a hablar con Tibor —replicó Ambrosi.
    —No me lo creo.

    Michener observaba desde lo alto del pulpito, a unos dos metros y medio por encima de Ambrosi,

    —Salga de ahí, Michener. Acabemos con esto.

    Cuando éste se giró, dándole la espalda momentáneamente, Michener saltó sobre él, y ambos se desplomaron y rodaron por el suelo.

    Ambrosi se zafó y se puso en pie.

    Michener también se disponía a levantarse.

    Un movimiento a su derecha llamó su atención. Vio a Katerina acercarse con un arma en la mano. Tras tomar impulso, Ambrosi salvó de un salto una hilera de bancos y se abalanzó sobre ella, clavándole los pies en el pecho y haciéndola caer. Michener oyó un ruido sordo cuando la cabeza golpeó el suelo. Ambrosi desapareció entre los bancos y surgió empuñando una pistola. Tras obligar a una Katerina exangüe a levantarse, le puso la pistola al cuello.

    —Muy bien, Michener. Ya basta.

    Éste permanecía inmóvil.

    —Déme la traducción de Tibor.

    Michener dio unos pasos hacia ellos y se sacó el sobre del bolsillo.

    —¿Es esto lo que quiere?
    —Déjelo en el suelo y retroceda. — Se oyó el clic del percutor—. No me presione, Michener. Tengo valor para hacer lo que haya que hacer, pues el Señor me da la fuerza.
    —Puede que lo esté poniendo a prueba para ver qué hace.
    —Cierre el pico. No necesito escuchar una lección de teología.
    —A ese respecto es posible que en este momento yo sea la persona más indicada del mundo.
    —¿Son las palabras? — Su tono era burlón, como un colegial que le preguntara al profesor—. ¿Le dan valor?

    Michener tuvo un presentimiento.

    —¿Qué pasa, Ambrosi? ¿Es que Valendrea no se lo contó todo? Qué lástima. Se calló la mejor parte.

    Ambrosi apretó con más fuerza a Katerina.

    —Limítese a dejar el sobre y retroceder.

    La mirada de desesperación en los ojos de Ambrosi le dio a entender que bien podía cumplir su amenaza, así que tiró el sobre al suelo.

    Ambrosi soltó a Katerina y la empujó hacia Michener. Éste la cogió y vio que estaba aturdida debido al golpe.

    —¿Te encuentras bien? — le preguntó.

    Tenía los ojos vidriosos, pero asintió.

    Ambrosi estaba examinando el contenido del sobre.

    —¿Cómo sabe que es lo que quiere Valendrea? — le dijo Michener.
    —No lo sé, pero mis instrucciones eran precisas: recuperar lo que pueda y eliminar a los testigos.
    —¿Y si he hecho una copia?

    Ambrosi se encogió de hombros.

    —Correremos ese riesgo. Pero, afortunadamente para nosotros, ustedes no estarán aquí para dar testimonio. — Levantó el arma y los apuntó con ella—. Ésta es la parte con la que voy a disfrutar de verdad.

    Un bulto emergió de las sombras y se acercó despacio a Ambrosi por detrás, sin hacer un solo ruido. El hombre vestía unos pantalones negros y una chaqueta negra amplia. En una mano se perfiló un arma, que subió lentamente hasta la sien derecha de Ambrosi.

    —Le aseguro, padre, que yo también voy a disfrutar con esta parte —afirmó el cardenal Ngovi.
    —¿Qué está haciendo aquí? — inquirió Ambrosi con voz sorprendida.
    —He venido a hablar con usted, así que baje el arma y respóndame a unas preguntas. Después podrá irse.
    —Quiere a Valendrea, ¿no es así?
    —¿Por qué, si no, cree usted que aún respira?

    Michener contuvo el aliento mientras Ambrosi sopesaba sus opciones. Cuando llamó por teléfono antes a Ngovi, contaba con el instinto de supervivencia de Ambrosi. Supuso que aunque éste fuera extremadamente leal, cuando se tratara de escoger entre él y su Papa no habría elección posible.

    —Todo ha terminado, Ambrosi. — Señaló el sobre—. Lo he leído, y el cardenal Ngovi también. Ahora son demasiados los que lo saben. Esta vez no saldrá victorioso.
    —¿Acaso vale la pena? — quiso saber Ambrosi, el tono indicando que se estaba planteando su proposición.
    —Baje el arma y averígüelo.

    Reinó un largo silencio, y finalmente Ambrosi bajó la mano. Ngovi le cogió la pistola y retrocedió sin dejar de encañonar al sacerdote con la suya.

    Éste se encaró con Michener.

    —¿Usted era el cebo? ¿La idea era obligarme a seguirlo?
    —Algo por el estilo.

    Ngovi avanzó unos pasos.

    —Tenemos algunas preguntas. Si coopera, no habrá policía ni detención. Podrá desaparecer sin más. Es un buen trato, dadas las circunstancias.
    —¿Qué circunstancias?
    —El asesinato del padre Tibor.

    Ambrosi rió entre dientes.

    —Es un farol» y lo sabe. Lo que quieren es acabar con Pedro II.
    —No. Lo que queremos es que usted acabe con Valendrea —terció Michener—. Lo cual no debería importarle, ya que él haría lo mismo si se volvieran las tornas.

    No cabía duda de que el hombre que tenía delante estaba involucrado en la muerte del padre Tibor, lo más probable es que fuera el asesino. Sin embargo seguro que Ambrosi era lo bastante listo para percatarse del giro que había dado el juego.

    —Muy bien —claudicó Ambrosi—. Pregunten.

    El cardenal metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

    Sacó una grabadora.

    Michener ayudó a Katerina a entrar en el Königshof. Irma Rahn los recibió en la puerta principal.

    —¿Salió todo bien? — le preguntó la anciana a Michener—. Esta última hora he estado en vilo.
    —Muy bien.
    —Alabado sea Dios. Estaba tan preocupada.

    Katerina seguía mareada, pero se sentía mejor.

    —Voy a llevarla arriba —propuso Michener.

    La ayudó a subir a la segunda planta. Una vez en la habitación, ella preguntó en el acto:

    —¿Qué demonios hacía Ngovi allí?
    —Lo llamé esta tarde y le conté lo que había averiguado. Voló a Munich y llegó aquí justo antes de que me fuera a la catedral. Yo tenía que encargarme de que Ambrosi acudiera a la parroquia de San Gangolf. Necesitábamos un lugar alejado de las festividades, e Irma me dijo que este año la iglesia no ponía nacimiento. Le pedí a Ngovi que hablara con el párroco: éste no sabe nada, sólo que unos funcionarios del Vaticano necesitaban su iglesia durante un rato. — Michener adivinó lo que ella estaba pensando—. Mira, Kate, Ambrosi no le haría daño a nadie hasta que tuviera la traducción de Tibor; hasta entonces no estaría seguro de nada. Teníamos que arriesgarnos.
    —De modo que yo era el cebo, ¿no?
    —Tú y yo. La única forma de que se volviera contra Valendrea, era desafiándolo.
    —Ngovi es un tipo duro.
    —Creció en las calles de Nairobi. Sabe desenvolverse.

    Habían pasado la última media hora con Ambrosi, grabando lo que les haría falta al día siguiente. Ella había estado escuchando, y ahora lo sabía todo, salvo el tercer secreto de Fátima al completo, Michener se sacó un sobre del bolsillo.

    —Esto es lo que el padre Tibor le envió a Clemente, es la copia que le ofrecí a Ambrosi. El original lo tiene Ngovi.

    Ella leyó el texto y observó:

    —Se parece a lo que escribió Jasna. ¿Ibas a darle a Ambrosi el mensaje de Medjugorje?

    Él negó con la cabeza.

    —Ésas no son las palabras de Jasna: son las de la Virgen de Fátima, escritas por Lucía dos Santos en 1944 y traducidas por el padre Tibor en 1960.
    —Es broma. ¿Te das cuenta de lo que significaría que ambos mensajes fueran en esencia el mismo?
    —Me di cuenta esta tarde. — Su voz era queda y serena, y él esperó mientras ella sopesaba las implicaciones. Habían hablado muchas veces de su falta de fe, pero él no era quién para juzgarla, considerando sus faltas. «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» Tal vez Katerina fuera la primera de muchos en juzgarse.
    —Parece que el Señor ha vuelto —afirmó él.
    —Resulta increíble. Pero ¿qué otra cosa podría ser? ¿Cómo podrían ser los mensajes iguales?
    —Es imposible, dado lo que tú y yo sabemos, pero los escépticos dirán que moldeamos la traducción del padre Tibor para que coincidiera con el mensaje de Jasna. Dirán que es un fraude. Los originales han desaparecido, y quienes los redactaron están muertos. Somos los únicos que sabemos la verdad.
    —Así que sigue siendo una cuestión de fe. Tú y yo sabemos lo que ha ocurrido, pero el resto tendrá que creernos sin más. — Meneó la cabeza—. Es como si Dios estuviese destinado a ser siempre un misterio.

    Él ya había estado dándole vueltas a las posibilidades. La Virgen le dijo en Bosnia que él sería «una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo». Pero también le había dicho otra cosa igualmente importante: «No renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca.»

    —Hay algo que me consuela —aseguró—. Hace años me reprochaba interiormente haber transgredido las órdenes sagradas. Te amaba, pero pensaba que lo que sentía, que lo que hacía era pecado. Ahora sé que no lo era. No a los ojos de Dios.

    Volvió a oír mentalmente a Juan XXIII instando a convocar el Concilio Vaticano II. Sus súplicas a tradicionalistas y progresistas para que trabajaran conjuntamente y «la ciudad terrenal pudiera asemejarse a esa ciudad celestial donde reina la verdad». Sólo ahora comprendía plenamente de qué hablaba.

    —Clemente intentó hacer lo que estuvo en su mano —dijo ella—. Lamento mucho la opinión que tenía de él.
    —Creo que lo comprende.

    Katerina le sonrió.

    —Y ahora ¿qué?
    —Volvemos a Roma. Ngovi y yo tenemos una reunión mañana.
    —Y luego ¿qué?

    Sabía a qué se refería.

    —A Rumanía. Esos niños nos esperan.
    —Creí que tal vez te lo estuvieras pensando.

    Él apuntó al cielo.

    —Creo que se lo debemos, ¿no?


    69


    Ciudad del Vaticano
    Sábado, 2 de diciembre
    11:00



    Michener y Ngovi cruzaron la logia camino de la biblioteca pontificia. Un sol brillante se colaba por las altas ventanas que flanqueaban el amplio corredor. Ambos vestían de sotana: Ngovi púrpura y Michener negra.

    Antes se habían puesto en contacto con el despacho del Papa, y habían conseguido que el asistente de Ambrosi hablara directamente con Valendrea. Ngovi solicitaba una audiencia con el pontífice. No indicaron el motivo, pero Michener contaba con que Valendrea captara la importancia que revestía el hecho de que él y Ngovi quisieran hablar con él, así como que no hubiera forma de dar con Paolo Ambrosi. Al parecer la táctica funcionó: el Papa les concedió permiso para que entraran en el palacio y les dio quince minutos de audiencia.

    —¿Podrán tratar el asunto en ese tiempo? — se interesó el asistente de Ambrosi.
    —Eso creo —repuso Ngovi.

    Valendrea los hizo esperar casi media hora. Ahora se aproximaban a la biblioteca y entraban, cerrando las puertas tras de sí. Valendrea se hallaba ante las ventanas de cristal emplomado, su corpulenta figura vestida de blanco bañada en luz.

    —Debo decir que me picó la curiosidad cuando solicitaron que los recibiera en audiencia. Son las últimas personas que esperaba ver aquí un sábado por la mañana. Creía que usted, Maurice, estaba en África; y usted, Michener, en Alemania.
    —Ha acertado a medias —contestó Ngovi—. Los dos estábamos en Alemania.

    El rostro de Valendrea reflejó curiosidad.

    Michener decidió ir al grano.

    —No volverá a tener noticias de Ambrosi.
    —¿Qué quiere decir?

    Ngovi se sacó la grabadora de la sotana y la encendió. La voz de Ambrosi inundó la biblioteca: hablaba del asesinato del padre Tibor, de las escuchas, de la información que poseían sobre los cardenales y del chantaje que habían hecho para asegurarse los votos en el cónclave. Valendrea escuchó sin inmutarse la lista de pecados. Ngovi apagó el aparato.

    —¿Está claro ahora?

    El Papa no dijo nada.

    —Tenemos en nuestro poder el tercer secreto de Fátima completo y el décimo secreto de Medjugorje —terció Michener.
    —Tenía la impresión de poseer el secreto de Medjugorje.
    —Era una copia. Ahora sé por qué reaccionó con tanta vehemencia cuando leyó el mensaje de Jasna.

    Valendrea parecía nervioso. Por una vez aquel obstinado perdía el control.

    Michener se acercó a él.

    —Tenía que eliminar ese texto.
    —Incluso su Clemente lo intentó —espetó Valendrea desafiante.

    Michener meneó la cabeza.

    —Sabía lo que haría usted y tuvo la precaución de sacar de aquí la traducción de Tibor. Hizo más que ningún otro: dio su vida. Era mejor que todos nosotros. Creía en el Señor… sin necesidad de pruebas. — El nerviosismo le aceleraba el pulso—. ¿Sabía que a Bamberg se la llamaba «la ciudad de las siete colinas»? ¿Recuerda la predicción de Malaquías? «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo.» —Señaló la cinta—. Para usted, ese temido juez es la verdad.
    —En esa cinta no hay más que los desvaríos de un hombre acorralado —aseveró Valendrea—. No prueba nada.

    A Michener no lo impresionó.

    —Ambrosi nos contó lo de su viaje a Rumanía y nos proporcionó detalles más que suficientes para llevarlo a los tribunales y conseguir que lo condenen, sobre todo en una nación del antiguo bloque comunista, donde el peso de las pruebas es, digamos, escaso.
    —Es un farol.

    Ngovi se sacó otra microcasete del bolsillo.

    —Le mostramos el mensaje de Fátima y el de Medjugorje y no hizo falta que le explicáramos su importancia. Hasta un amoral como Ambrosi comprendió la grandeza de lo que le aguarda. Después sus respuestas llegaron de buen grado. Me imploró que lo oyera en confesión. — Señaló el aparato—. Pero no antes de realizar la grabación.
    —Será un buen testigo —dijo Michener—. Verá, lo cierto es que existe una autoridad que está por encima de usted.

    Valendrea se puso a caminar por la habitación, hacia las estanterías, como un animal que inspeccionara su jaula.

    —Los Papas llevan mucho tiempo desoyendo a Dios. El mensaje de La Salette desapareció del archivo hace un siglo. Apostaría a que la Virgen le dijo lo mismo a esos visionarios.
    —Esos hombres pueden ser perdonados —intervino Ngovi—. Creían que los mensajes eran de los visionarios, no de la Virgen. Racionalizaron su acto de rebeldía con cautela. Ellos carecían de las pruebas que usted posee, pero usted sabía que esas palabras eran divinas y sin embargo habría matado a Michener y a Katerina Lew para eliminarlas.

    Los ojos de Valendrea lo fulminaron.

    —Imbécil santurrón. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar que la Iglesia se desmoronara? ¿No se da cuenta de las repercusiones que traerá esta revelación? Hace que dos mil años de dogma resulten falsos.
    —Nosotros no somos quién para decidir el destino de la Iglesia —aseguró Ngovi—. La Palabra de Dios le pertenece sólo a Él, y al parecer su paciencia se ha agotado.

    Valendrea negó con la cabeza.

    —Somos nosotros los que hemos de proteger a la Iglesia. ¿Qué católico sobre la faz de la tierra escucharía a Roma si supiera que hemos mentido? Y no estamos hablando de cuestiones de poca monta. ¿Celibato? ¿Mujeres sacerdote? ¿Aborto? ¿Homosexualidad? Hasta la infalibilidad del Papa.

    A Ngovi no pareció afectarle el ruego.

    —Me preocupa más cómo le explicaré al Señor por qué desoí su orden.

    Michener se enfrentó a Valendrea.

    —Cuando volvió a la Riserva en 1978 no existía el décimo secreto de Medjugorje, y sin embargo eliminó parte del mensaje. ¿Cómo supo que las palabras de la hermana Lucía eran verdaderas?
    —Vi el miedo en los ojos de Pablo cuando las leyó. Si ese hombre sentía temor, es que había algo. Aquel viernes por la noche en la Riserva, cuando Clemente me habló de la última traducción de Tibor y luego me enseñó parte del mensaje original, fue como si hubiese regresado un demonio.
    —En cierto modo es exactamente lo que pasó —observó Michener.

    Valendrea clavó la vista en él.

    —Si Dios existe, el Diablo también.
    —En ese caso ¿cuál fue el causante de la muerte del padre Tibor? — preguntó Valendrea desafiante—. ¿Fue el Señor, para que la verdad fuera revelada? ¿O el Diablo, para que la verdad fuera revelada? Ambos habrían perseguido el mismo fin, ¿no es cierto?
    —¿Por eso asesinó al padre Tibor? ¿Para evitarlo? — contraatacó Michener.
    —En todos los movimientos religiosos ha habido mártires. — En sus palabras no había el menor rastro de remordimiento.

    Ngovi se adelantó.

    —Es verdad. Y nosotros tenemos la intención de añadir uno más.
    —Ya imaginaba lo que se proponían: ¿van a llevarme a los tribunales?
    —En absoluto —negó Ngovi.

    Michener le ofreció a Valendrea un frasquito ambarino.

    —Esperamos que pase a engrosar esa lista de mártires.

    Valendrea frunció el ceño, asombrado.

    —Es el mismo fármaco para dormir que tomó Clemente —aclaró Michener—. Hay más que suficiente para matarlo. Si por la mañana encuentran su cuerpo, tendrá unas exequias pontificias y será enterrado en la cripta de San Pedro con toda la ceremonia. Su pontificado será breve, pero será recordado igual que Juan Pablo I. Por el contrario, si mañana sigue vivo, el Sacro Colegio será informado de todo cuanto sabemos, y a usted se le recordará como al primer Papa de la historia que fue procesado.

    Valendrea no aceptó el frasco.

    —¿Quieren que me suicide?

    Michener no pestañeó.

    —Puede morir siendo un papa glorioso o ser deshonrado como un delincuente. Personalmente preferiría esto último, así que espero que no tenga las agallas de hacer lo que hizo Clemente.
    —Puedo luchar contra usted.
    —Perderá. Con todo lo que sabemos apostaría a que hay muchos en el Sacro Colegio que solamente esperan la oportunidad para derribarlo. Las pruebas son irrefutables, y su compañero de fechorías será su principal acusador. Es imposible que salga airoso,

    Valendrea seguía sin coger el frasquito, así que Michener vertió su contenido en la mesa y lo miró con odio.

    —La elección es suya. Si ama a su Iglesia tanto como presume, sacrifique su vida para que ella pueda vivir. No vaciló en acabar con la vida del padre Tibor. Veamos si es igual de generoso con la suya. El temido juez ha emitido su juicio y lo ha condenado a muerte.
    —Me pide que haga algo impensable —replicó Valendrea.
    —Le pido que le ahorre a esta institución la humillación de tener que destituirlo.
    —Soy el Papa. Nadie puede destituirme.
    —Salvo el Señor. Y en cierto modo es precisamente quien hace esto.

    Valendrea se dirigió a Ngovi.

    —Usted será el próximo Papa, ¿no es así?
    —Casi seguro.
    —Pudo ganar el cónclave, ¿no?
    —Había bastantes posibilidades.
    —Entonces ¿por qué se retiró?
    —Porque me lo pidió Clemente.

    Valendrea parecía perplejo.

    —¿Cuándo?
    —Una semana antes de morir. Me dijo que usted y yo acabaríamos librando esa batalla, y que usted debía ganar.
    —¿Por qué demonios le hizo caso?

    El rostro de Ngovi se endureció.

    —Era mi Papa.

    Valendrea sacudió la cabeza con incredulidad.

    —Y tenía razón.
    —¿También piensa hacer lo que dijo la Virgen?
    —Suprimiré todo dogma que sea contrario a su mensaje.
    —Habrá revueltas.

    Ngovi se encogió de hombros.

    —Los que estén en desacuerdo serán libres de irse y crear su propia religión. Ellos serán quienes decidan, no encontrarán oposición en mí. Pero esta Iglesia hará lo que le han pedido.

    Valendrea no daba crédito.

    —¿Cree que será tan fácil? Los cardenales no lo permitirán.
    —Esto no es una democracia —apuntó Michener.
    —Así que nadie conocerá los verdaderos mensajes, ¿no es eso?

    Ngovi negó con la cabeza.

    —No es necesario. Los escépticos afirmarán que la traducción del padre Tibor se manipuló para que cuadrara con el mensaje de Medjugorje. La envergadura en sí del mensaje no haría sino levantar críticas. La hermana Lucía y el padre Tibor han muerto, ninguno puede corroborar nada. Así que no es preciso que el mundo sepa lo que ocurrió. Nosotros tres lo sabemos, y eso es lo que importa. No desoiré las palabras. Eso será lo que yo, y sólo yo, haga. Asumiré las alabanzas y las críticas.
    —El próximo Papa hará justo lo contrario —musitó Valendrea.

    Ngovi meneó la cabeza.

    —Tiene tan poca fe. — El africano se volvió y se dirigió a la puerta—. Esperaremos a ver qué ocurre por la mañana. Dependiendo de lo que pase, lo veremos mañana o no.

    Michener titubeó antes de seguirlo.

    —Creo que hasta al Diablo le costará tratar con usted.

    Y se fue sin aguardar una contestación.


    70


    23:30


    Valendrea se quedó mirando las píldoras de la mesa. Llevaba décadas soñando con el papado y había dedicado toda su vida adulta a alcanzar ese objetivo. Ahora era Papa y debería haber reinado veinte años o más, convirtiéndose en la esperanza del futuro mediante la reivindicación del pasado. El día anterior sin ir más lejos se había pasado una hora repasando los detalles relativos a su coronación, una ceremonia para la que faltaban dos semanas escasas. Había recorrido la colección del Vaticano, inspeccionando personalmente accesorios que sus predecesores habían relegado a piezas de museo y ordenando que fuesen preparados para el evento. Quería que el momento en que el líder espiritual de mil millones de personas tomara las riendas del poder fuese un espectáculo que los católicos pudieran contemplar con orgullo.

    Incluso tenía pensada la homilía. Habría sido una llamada en favor de la tradición, un rechazo de las innovaciones: una retirada al pasado. La Iglesia podría ser y sería un arma para el cambio. No más denuncias impotentes desoídas por los líderes mundiales. En lugar de ello, el fervor religioso habría servido para forjar una nueva política internacional. Y tendría su origen en él, pues él era el vicario de Cristo, el Papa.

    Contó las píldoras del escritorio.

    Veintiocho.

    Si las tragaba, sería recordado como el Papa que reinó cuatro días. Sería considerado un líder caído que el Señor se había llevado demasiado pronto. Morir de repente tenía sus ventajas: Juan Pablo I había sido un cardenal insignificante y ahora lo veneraban simplemente por haber fallecido a los treinta y tres días de que se celebrara el cónclave. Un puñado de pontífices había gobernado menos; muchos, bastante más. Pero a ninguno se le había obligado a ponerse en la tesitura en la que se hallaba él ahora.

    Pensó en la traición de Ambrosi. Jamás habría pensado que Paolo fuese tan desleal, llevaban muchos años juntos. Puede que Ngovi y Michener hubieran subestimado a su viejo amigo. Tal vez Ambrosi fuese su legado, el hombre que se aseguraría de que el mundo no olvidara nunca a Pedro II. Esperó estar en lo cierto al pensar que quizás algún día Ngovi lamentara haber dejado libre a Paolo Ambrosi.

    Sus ojos volvieron a posarse en las pastillas. Al menos no sentiría dolor. Y Ngovi se encargaría de que no le practicaran la autopsia. El africano todavía era camarlengo. Se imaginaba al muy cabrón inclinado sobre él, golpeándole la frente con suavidad con el martillito de plata y preguntándole tres veces si estaba muerto.

    Estaba convencido de que si al día siguiente continuaba con vida, Ngovi presentaría cargos. Aunque nunca antes se había destituido a un Papa, una vez se viera implicado en un asesinato no se le permitiría permanecer en el cargo.

    Lo cual suscitaba su mayor preocupación.

    Hacer lo que Ngovi y Michener le pedían significaba que no tardaría en responder de sus pecados. ¿Qué diría Él?

    La prueba de que Dios existía implicaba que también había una inconmensurable fuerza maligna que corrompía el espíritu humano. La vida parecía un perpetuo tira y afloja entre esos dos extremos. ¿Cómo explicaría sus pecados? ¿Obtendría perdón o sólo castigo? Aún creía, incluso en vista de lo que sabía, que los sacerdotes tenían que ser hombres. La Iglesia de Dios la fundaron los varones, y a lo largo de dos milenios se había derramado sangre masculina para proteger dicha institución. La inserción de las mujeres en algo tan decididamente masculino parecía sacrílego. Cónyuge e hijos no eran sino distracciones. Y asesinar a un nonato se le antojaba impensable. El deber de la mujer consistía en crear vida, con independencia de cómo fuese concebida, tanto si era deseada como si no. ¿Cómo podía haberse equivocado Dios de esa manera?

    Removió las píldoras de la mesa.

    La Iglesia iba a cambiar. Nada volvería a ser lo mismo. Ngovi se aseguraría de que vencieran los extremistas. Y la idea le revolvió el estómago.

    Sabía lo que lo esperaba.

    Tendría que dar cuenta de muchas cosas, pero no rehuiría el desafío. Se situaría frente al Señor y le diría que había hecho lo que creía correcto. Si era condenado al Infierno, se encontraría con una compañía bastante solemne. No era el primer Papa que había desafiado a los cielos.

    Alargó la mano y dispuso las cápsulas en grupos de siete. Cogió uno de ellos y lo sostuvo en la palma de la mano.

    En los últimos instantes de la vida, sin duda, uno adquiría cierta perspectiva.

    Su legado entre los hombres se encontraba a salvo. Él era Pedro II, Papa de la Iglesia, y eso nadie podría quitárselo. Incluso Ngovi y Michener habrían de venerar públicamente su memoria.

    Y esa idea le proporcionó consuelo.

    Además de un arrebato de valentía.

    Se metió las píldoras en la boca y cogió el vaso de agua. Luego agarró otras siete y las tragó. Aprovechando esa fortaleza, echó mano de las pastillas restantes y dejó que lo que quedaba de agua las arrastrara hasta su estómago.

    «Espero que no tenga las agallas de hacer lo que hizo Clemente.»

    Que te den, Michener.

    Cruzó la estancia hasta llegar a un reclinatorio dorado que se hallaba frente a una imagen de Cristo. Se puso de rodillas, se santiguó y le pidió al Señor que lo perdonara. Permaneció arrodillado diez minutos, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas. Su legado no haría sino aumentar al saberse que Dios lo había llamado mientras rezaba.

    La somnolencia se volvió tentadora, y durante un rato luchó contra el deseo de rendirse. Parte de él se sintió aliviada, pues no se lo relacionaría con una Iglesia que iba en contra de todo aquello en lo que él creía. Tal vez fuera mejor descansar bajo la basílica como el último Papa defensor de las antiguas usanzas. Imaginó a los romanos afluyendo a la plaza al día siguiente, consternados por la pérdida de su amado Santissimo Padre. Millones de personas verían su funeral, y la prensa internacional escribiría acerca de él con respeto. Con el tiempo aparecerían libros sobre su persona. Esperaba que los tradicionalistas lo utilizaran como paladín de la oposición a Ngovi. Y siempre estaba Ambrosi, su querido, queridísimo Paolo. Él aún seguía ahí. Y la idea le agradó.

    Sus músculos ansiaban el sueño, y no fue capaz de seguir resistiendo el impulso, así que se rindió a lo inevitable y se desplomó en el suelo.

    Clavó la vista en el techo y finalmente dejó que las píldoras se impusieran. La habitación aparecía y desaparecía. Cesó su resistencia al descenso.

    Prefirió dejar vagar su mente con la esperanza de que, efectivamente, Dios fuera misericordioso.


    71


    Domingo, 3 de diciembre
    13:00



    Michener y Katerina entraron con la multitud en la plaza de San Pedro. A su alrededor hombres y mujeres lloraban abiertamente; muchos sostenían en la mano un rosario. Las campanas de la basílica tañían solemnes.

    Lo habían anunciado hacía dos horas, un seco comunicado con la retórica habitual del Vaticano que informaba de la defunción del Santo Padre durante la noche. Se había convocado al camarlengo, el cardenal Maurice Ngovi, y el médico del Papa había confirmado que un infarto se había cobrado la vida de Alberto Valendrea. Se llevó a cabo la correspondiente ceremonia con el martillo de plata, y la Santa Sede se declaró en período de sede vacante. Nuevamente se pidió a los cardenales que acudieran a Roma.

    Michener no le había contado a Katerina lo del día anterior. Era mejor así. En cierto modo él era un asesino, aunque no se sentía como tal. Antes bien, experimentaba una enorme sensación de desquite, en particular por el padre Tibor. Un daño reparado con otro dentro de un tergiversado sentido del equilibrio que sólo las extrañas circunstancias de las últimas semanas podían haber generado.

    Dentro de quince días se celebraría otro cónclave y se elegiría un nuevo papa. El número 269 desde Pedro, el que ampliaba la lista de Malaquías. El temido juez había juzgado; los pecadores habían recibido su castigo. Y ahora dependía de Maurice Ngovi que se hiciera la voluntad divina. Había pocas dudas de que fuera el próximo pontífice. El día anterior, cuando salían del palacio, Ngovi le había pedido que se quedara en Roma y formara parte de lo que se avecinaba, pero él declinó el ofrecimiento. Se iba a Rumanía con Katerina. Quería compartir su vida con ella, y Ngovi lo entendió, le deseó suerte y le aseguró que las puertas del Vaticano siempre estarían abiertas para él.

    La gente no dejaba de llegar, abarrotando la plaza entre las columnatas de Bernini. No estaba seguro de por qué había ido, pero era como si algo lo llamara, y lo invadió una sensación de paz interior que no había experimentado en mucho tiempo.

    —Esta gente no sabe nada de Valendrea —musitó Katerina.
    —Para ellos era su Papa, un italiano. Y jamás podríamos convencerlos de lo contrario. Su recuerdo perdurará así.
    —No vas a contarme lo que pasó ayer, ¿no?

    La noche previa la había pillado escudriñándolo. Ella comprendió que había pasado algo importante con Valendrea, pero Michener no le permitió ahondar en el asunto, y ella no insistió.

    Antes de que pudiera responder, una anciana que se hallaba cerca de una de las fuentes se desplomó presa de un ataque de aflicción. Varias personas acudieron en su auxilio, y ella lamentó que Dios se hubiera llevado a un Papa tan bueno. Michener vio que la mujer sollozaba inconteniblemente, y dos hombres la ayudaron a que se pusiera a la sombra.

    Unidades móviles de televisión se desplegaban por la plaza para entrevistar a la gente. Pronto la prensa internacional volvería a elucubrar sobre lo que hacía el Sacro Colegio en la Capilla Sixtina.

    —Supongo que tendremos de vuelta a Tom Kealy —comentó él.
    —Yo estaba pensando en lo mismo. El hombre de las respuestas. — Le dedicó una sonrisa que Michener entendió.

    Se acercaron a la basílica y, al igual que los demás dolientes, se detuvieron ante las barreras. La iglesia se hallaba cerrada, Michener sabía que estaban preparándola para otras exequias. Del balcón pendían colgaduras negras. Michener miró a su derecha: los postigos del dormitorio del Papa se encontraban echados. Tras ellos, hacía unas horas, habían encontrado el cuerpo de Alberto Valendrea. Según la prensa, se encontraba rezando cuando le falló el corazón, el cuerpo fue hallado en el suelo, bajo una imagen de Cristo. Sonrió al recordar el último descaro de Valendrea.

    Alguien le agarró el brazo.

    Él se giró.

    Ante él había un hombre con barba, nariz corva y una abundante cabellera rojiza.

    —Dígame, padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué se ha llevado el Señor a nuestro Santo Padre? ¿Qué significa esto?

    Michener supuso que la pregunta venía motivada por su sotana negra, y no tardó en dar con la respuesta:

    —¿Por qué siempre ha de existir un significado? ¿Es que no puede aceptar lo que ha hecho el Señor sin cuestionarlo?
    —Pedro iba a ser un gran Papa. Por fin había ocupado el trono un italiano. Albergábamos tantas esperanzas.
    —Dentro de la Iglesia hay muchos que pueden ser grandes pontífices, y no es preciso que sean italianos. — El otro lo miró con extrañeza—. Lo importante es su devoción al Señor.

    Sabía que de las miles de personas que tenía en derredor sólo él y Katerina comprendían realmente. Dios estaba vivo y se encontraba allí, escuchando.

    Sus ojos abandonaron a aquel hombre y descansaron en la espléndida fachada de la basílica. A pesar de toda su majestuosidad, no era más que argamasa y piedra. El tiempo y la intemperie acabarían destruyéndola. Sin embargo lo que simbolizaba, lo que significaba, perduraría siempre. «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares será desatado en los cielos.»

    Se volvió hacia el hombre, que estaba diciendo algo.

    —Se terminó, padre. El Papa ha muerto. Se terminó antes de empezar.

    Michener no estaba dispuesto a aceptarlo, y tampoco iba a permitir que ese extraño aceptara el derrotismo.

    —Se equivoca. No ha terminado. — Le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. Lo cierto es que acaba de empezar.


    Fin



    NOTA DEL AUTOR

    Para llevar a cabo la investigación de esta novela me desplacé hasta Italia y Alemania, pero el libro nació de mi temprana educación católica y de toda una vida de fascinación por Fátima. A lo largo de los últimos dos mil años los fenómenos de apariciones marianas se han dado con sorprendente regularidad. En la era moderna, las apariciones de La Salette, Lourdes, Fátima y Medjugorje son las más notables, pero existe un sinfín de experiencias menos conocidas. Al igual que con mis dos primeras novelas, quería que la información que se incluye en el relato instruyera y entretuviera a un tiempo. En éste hay profusión de detalles reales, más incluso que en mis dos primeros libros.

    La escena de Fátima descrita en el prólogo se basa en información proporcionada por testigos presenciales, en particular la de la propia Lucía, que publicó su versión de lo ocurrido a principios del siglo xx. Las palabras de la Virgen son las Suyas, al igual que la mayor parte de las de Lucía. Los tres secretos, tal y como aparecen citados en el capítulo 7, se corresponden al pie de la letra con el texto original. Sólo las modificaciones que incluyo en el capítulo 65 son ficticias.

    Lo que les sucedió a Francisco y Jacinta, además de la curiosa historia del tercer secreto —cómo permaneció encerrado en el Vaticano hasta mayo de 2000 y fue leído únicamente por los papas (capítulo 7)—, es cierto, como también lo es que la Iglesia se negó a que Lucía hablara públicamente de Fátima. Por desgracia, la hermana Lucía falleció poco antes de que saliera a la luz este libro, en febrero de 2005, a los noventa y siete años.

    Las apariciones de La Salette de 1846, tal y como se mencionan en los capítulos 19 y 42, son fieles, al igual que la historia de los dos visionarios, sus mordaces comentarios en público, y las conmovedoras observaciones del papa Pío IX. Esa visión mariana en concreto es una de las más extrañas de las que se tiene constancia y se vio envuelta en el escándalo y la duda. Los secretos formaron parte de la aparición, y es verdad que los textos primigenios han desaparecido de los registros del Vaticano, cosa que no hace sino empañar todavía más lo que pudo suceder en aquella aldea francesa.

    El caso de Medjugorje es similar, si bien es único entre las apariciones marianas, pues no se trata de un suceso aislado, ni siquiera de varias apariciones acaecidas a lo largo de unos cuantos meses: Medjugorje comprende miles de apariciones durante más de dos décadas. La Iglesia aún no ha reconocido formalmente nada de lo que pudo ocurrir, pero la aldea bosnia se ha convertido en un popular lugar de peregrinación. Como aparece reflejado en el capítulo 38, hay diez secretos asociados a Medjugorje. No pude resistirme a incluir este escenario en el argumento, y lo que sucede en el capítulo 65, relacionando el décimo secreto de Medjugorje con el tercero de Fátima, resultaba perfecto para acabar demostrando la existencia de Dios. Con todo, haciéndonos eco de lo que dice Michener en el capítulo 69, aun con esta prueba, en último término creer sigue siendo cuestión fe.

    Las predicciones que se atribuyen a san Malaquías, detalladas en el capítulo 56, son ciertas. La exactitud de las caracterizaciones que se asocian a cada uno de los pontífices resulta asombrosa. La última profecía, relativa al papa número 112, el que se llamaría Pedro II, además de la afirmación de que «en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo», también son fieles. En la actualidad Juan Pablo II es el papa número 110 en la lista de san Malaquías, de manera que faltan dos más para comprobar la verdad de la profecía. Como a Roma, a Bamberg, Alemania, también se la denominó en su día la «ciudad de las siete colinas». Conocí este dato durante mi estancia allí y, después de visitar la localidad, supe que tenía que incluir un paraje tan encantador.

    Por desgracia, los centros natalicios irlandeses del capítulo 15 fueron reales, al igual que el dolor que ocasionaron. Miles de recién nacidos eran separados de sus madres y dados en adopción. Poco o nada se sabe de su herencia individual y, al igual que Michener, muchos de esos niños, que ahora son adultos, han lidiado con la incertidumbre de su existencia. Gracias a Dios dichos centros ya no existen.

    También resulta lamentable la difícil situación de los huérfanos rumanos, descrita en el capítulo 14. La tragedia de estos niños continúa. Enfermedad, pobreza y desesperación —por no hablar de la explotación por parte de pedófilos del mundo entero— siguen haciendo estragos entre estas almas inocentes.

    Los procedimientos y las ceremonias de la Iglesia son fidedignos, a excepción del antiguo martillo de plata con el que se golpea la frente del difunto Papa (capítulos 30 y 71), un ritual que ya no se sigue, si bien era difícil obviar su dramatismo.

    La división en el seno de la Iglesia entre conservadores y liberales, italianos y no italianos, europeos y no europeos es real. Hoy en día la Iglesia trata de poner fin a esta divergencia, y el conflicto se me antojó un telón de fondo natural contra el que situar los dilemas personales a que se enfrentaban Clemente XV y Alberto Valendrea.

    Ni que decir tiene que los versículos de la Biblia del capítulo 52 son exactos y resultan interesantes al leerlos dentro del contexto de la novela. Como también lo son las palabras de Juan XXIII de los capítulos 7 y 68 cuando, en 1962, pronunció el discurso de apertura del Concilio Vaticano II. Su esperanza en la reforma —para que «la ciudad terrenal pudiera asemejarse a esa ciudad celestial donde reina la verdad»— es fascinante, teniendo en cuenta que fue el primer Papa que leyó el tercer secreto de Fátima.

    El tercer secreto en sí fue dado a conocer al mundo en mayo de 2000. Tal y como discuten los cardenales Ngovi y Valendrea en el capítulo 17, las alusiones al posible asesinato de un pontífice podrían explicar la reticencia de la Iglesia a descubrir el mensaje antes. Pero, en suma, los acertijos y las parábolas que encierra el tercer mensaje son mucho más crípticas que amenazadoras, lo cual llevó a numerosos observadores a preguntarse si el tercer secreto no tendría más enjundia.

    La Iglesia católica es única entre las instituciones creadas por el hombre. No sólo ha sobrevivido durante más de dos milenios, sino que además continúa creciendo y prosperando. Con todo, muchos se preguntan cuál será su destino en el próximo siglo. Algunos, como Clemente XV, quieren que en la Iglesia se opere un cambio fundamental; otros, como Alberto Valendrea, desean la vuelta a sus raíces tradicionales. Pero tal vez fuera León XIII, en 1881, quien más acertó:

    «La Iglesia no necesita más que la verdad.»


    ACERCA DEL AUTOR

    Steve Berry es el autor de The Amber Room y La profecía Romanov. Es abogado en ejercicio con más de veinte años de práctica procesal y ha recorrido el Caribe, México, Europa y Rusia. Vive con su mujer y su hija en el condado de Camden, Georgia, y en la actualidad se encuentra trabajando en su próxima novela. Si desea obtener más información, visite su página web: www.steveberry.org



    [1] Error tipográfico, en el original aparece 1928 en vez de 1982. (N. de E.C.R.)

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