EL TALENTO DE HARVEY (Howard Fast)
Publicado en
octubre 17, 2017
Harvey Kepplemen no tenía idea de que tuviera ningún talento especial para nada, basta un domingo a la mañana, durante el desayuno, cuando. hizo que se materializara, de la nada, un bollito recién hecho.
Puso en equilibrio al universo. Reforzó el orden de las cosas. El hombre es el hombre, y especialmente en esta era de igualdad, cuando la uniformidad ha llegado a ser una pasión y una religión, sería injusto que un ser humano decente de cuarenta años no tuviera absolutamente ningún talento. Sin embargo, Harvey Kepplemen carecía de todo talento. Hasta esa mañana. Igual que se dice "Fulanito es bajo", "Sutanita es gorda", "Menganito es bien parecido", de Harvey decían: "No tiene nada. No tiene ningún talento. Ni vigor. Es pálido. Sin sangre. Ninguna habilidad. Ni aptitud". Era un tipo callado, amable, de mediana estatura, ni feo ni buen mozo, ojos pardos y pelo castaño que empezaba a ralear moderadamente, tenía dientes pasables, con alguna corona de oro, y las uñas limpias. Era contador y ganaba dieciocho mil dólares al año.
Así era. Nunca se enojaba, ni se sentía deprimido o de mal humor. Para cualquiera que se hubiera detenido a observarlo, le habría parecido una persona alegre. Sólo que nadie se detenía a observarlo. La madre de Suzie, su esposa, le preguntó una vez a su hija: "¿Harvey está contento siempre?" "¿Contento? A mí no me ha parecido nunca que estuviera contento".
Ni a ninguna otra persona, pero eso se debía a que nadie perdía el tiempo pensando en Harvey. Tal vez si hubieran tenido hijos, éstos se habrían formado alguna opinión acerca del padre, pero se trataba de un matrimonio sin hijos. No era un matrimonio desgraciado, ni muy feliz. Era, simplemente, un matrimonio sin hijos.
Sin embargo, Suzie era moderadamente feliz. Era una mujer pequeña, morena, bastante atractiva, y aceptaba a Harvey tal cual era. Ninguno de los dos era rebelde. La vida era como era. Los domingos a la mañana eran siempre iguales. Dormían hasta tarde, aunque no demasiado tarde.. Comían una comida que equivalía a desayuno y almuerzo a la vez, exactamente a las once. Suzie preparaba tostadas, dos huevos para cada uno, tres tajadas de panceta para cada uno, jugo de naranjas y café. Ponía sobre la mesa dos frascos de dulce, mermelada importada, como le gustaba a Harvey, y jalea de uvas, que le gustaba a ella.
Esa mañana se le ocurrió a Harvey que tenía ganas de comer un bollito recién horneado.
—¿Sí? —dijo Suzie—. No sabía que te gustaran de manera especial. Te gustan las tostadas.
—Sí, claro —dijo Harvey—. Me gustan las tostadas.
—Y siempre comemos tostadas.
—Como tostadas en el almuerzo, también —dijo Harvey.
—Hubiera comprado bollitos.
—Yo estaba pensando en esos bollitos que comía cuando era chico. Eran muy livianos y crocantes. Daban dos por cinco centavos. ¿Qué te parece, dos bollitos por un níquel?
—Parece increíble.
—Ya no hay de esos bollitos, y a ese precio —dijo Harvey con un suspiro—. ¿No sería lindo si levantara la mano y me sirviera uno del aire?
Y entonces Harvey alzó la mano y se sirvió un bollito de la nada. Se quedó sentado con la boca abierta, el brazo congelado en el aire, mirando el bollito. Luego bajó el brazo lentamente y colocó el bollito sobre la mesa sin dejar de mirarlo fijamente.
—¡Qué magnífico, Harvey! —dijo Suzie—. ¿Era una sorpresa para mí? Lo hiciste muy bien.
—¿Qué hice?
—Sacaste ese bollito del aire —Suzie lo tomó—. Está caliente. Eres muy inteligente, Harvey —Partió el bollito y lo probó— ¡Qué bueno! ¿Dónde lo compraste, Harvey?
—¿Qué?
—El bollito. Espero que habrás comprado mas.
—¿Qué bollito?
—Este.
—¿De dónde salió?
—¡Harvey, lo acabas de sacar de no sé dónde! ¿Te acuerdas de ese mago que actuó en la fiesta de Lucy Gordon? El hacía lo mismo con palomas blancas. Tú lo hiciste muy bien también con el bollito, y para mí fue. una gran sorpresa. Me imagino cuánto habrás practicado...
—No practiqué nada.
—¡Harvey!
—¿De verdad saqué el bollito del aire?
—Sí, señor mago —dijo Suzie con orgullo. Se sentía verdaderamente orgullosa, y ésa era una sensación nueva para ella. Aunque nunca se había sentido avergonzada de Harvey, tampoco nunca había estado orgullosa de él.
—No sé cómo lo hice.
—Vamos, Harvey, deja de tomarme el pelo. Estoy terriblemente impresionada. De verdad.
Harvey tomó el bollito, cortó un pedazo y lo probó. Era muy fresco. Pan muy bueno, como el que solía comprar de niño a dos centavos y medio.
—Pónle un poco de manteca —sugirió Suzie.
Harvey le puso manteca a su pedazo y luego un poco de' mermelada. Se chupó los labios apreciativamente. Suzie le sirvió otra taza de café.
Harvey terminó el bollito. Suzie no quiso más que el pedacito inicial.
—Es muy curioso —dijo él—. Levanté la mano y lo tomé del aire.
—Vamos, Harvey.
—Eso es lo que hice. Eso es exactamente lo que hice.
—Se te están enfriando los huevos —le recordó Suzie. El meneó la cabeza.
—Es imposible. ¿De dónde vino, entonces?
—¿Quieres que los vuelva a poner en la sartén?
—Escucha, Suzie. Quiero que me escuches. Empecé a pensar en esos bollitos que comía cuando era chico, y dije: "¿No sería lindo tener uno en este momento, levantar la mano y servirme uno, así?" —Uniendo la acción a la palabra, tomó otro bollito del aire y lo tiró sobre la mesa como si fuera un carbón encendido.
—¿Ves lo que quiero decir? Suzie juntó las dos manos.
—¡Maravilloso! ¡Magnífico! Te estaba mirando y no vi cómo lo hiciste. Harvey tomó el bollito.
—No hice nada —dijo—. No he estado practicando prestidigitación. Tú me conoces, Suzie, y sabes que no sé hacer ni siquiera un truco con los naipes.
—Por eso es tan maravilloso, porque tenías todas esas habilidades que ignorabas, y ahora las utilizas.
—No, no. Fíjate cuando jugamos al poker, y me toca dar a mí, y todos se ríen porque ni siquiera sé mezclar los naipes, y cuando lo intento se me caen todos.
Suzie abrió los ojos, y por primera vez se dio cuenta de que su marido estaba sentado a la mesa con una remera sin mangas ni bolsillos y que no tenía ningún equipo, salvo la comida que se le estaba enfriando sobre el plato.
—Harvey, ¿quieres decir que...?
—Quiero decir... —dijo él—. Sí.
—Pero, ¿de dónde? La panadería de Gettleson queda a tres cuadras.
—No hacen de estos bollitos en lo de Gettleson. Permanecieron mirándose, en silencio.
—Debe ser un talento especial tuyo —dijo Suzie por último. Más silencio.
—¿Serán bollitos únicamente? —dijo Suzie—. ¿Sólo eso? ¿Qué te parece si pruebas con una masita?
—No me gustan —dijo Harvey dolorosamente.
—Hay unas con relleno de ciruelas que te gustan. Cuando están calientes y tienen mucho dulce adentro.
—Ya no hay de ésas.
—¿Te acuerdas cuando fuimos a Washington, y nos detuvimos en ese motel cerca de Baltimore? Nos dijeron que tenían su propio cocinero que había trabajado en un gran hotel en Alemania, sólo que no era nazi ni nada por el estilo, y él mismo hacía las masitas y nos gustaron muchísimo. ¿Por qué no piensas en una de ésas, con relleno de ciruelas?
Harvey pensó en una de ésas. Con la mano temblando tomó una masita tan llena de dulce de ciruelas, en el espacio que había entre él y Suzie, que casi se deshizo en su mano. Se le cayó en el plato de huevos fríos.
—Arruinaste los huevos —dijo Suzie.
—Estaban fríos, de cualquier manera.
—Sí, claro. Puedo freír otros.
Harvey metió el dedo en el relleno de ciruelas y luego se lo chupó pensativamente. Rompió la masa y se la comió, sin importarle el pedazo de huevo que tenía pegado.
—¿Para qué voy a hacer más huevos? —observó Suzie—. Ya no tendrás hambre, después de comer eso dulce. ¿Está rico?
—Delicioso.
De repente, Suzie quiso saber de dónde había venido la masita con relleno de ciruelas.
—Tú lo viste. Tú me dijiste que la pidiera.
—¡Dios mío, Harvey!
—Yo me siento igual. Qué cosa rara, ¿no?
—Sacaste esa masita del aire.
—Eso es lo que estoy tratando de decirte.
—Fue un truco —dijo Suzie—. Me siento descompuesta, Harvey. Me parece que voy a vomitar.
Se levantó y corrió al baño. Harvey oyó cómo apretaba el botón del inodoro. Luego oyó que se lavaba los dientes. Cuando volvió al comedor estaba más segura de sí. Le dijo a Harvey como si nada hubiera pasado que había leído un artículo en la sección revista del New York Times en que decían que los llamados milagros y fenómenos religiosos del pasado eran simplemente hechos científicos que actualmente son totalmente comprensibles.
—¿Cómo es eso, querida? —le preguntó Harvey.
—Quiero decir que la masita debe haber venido de alguna parte.
—De Baltimore —dijo Harvey.
—¿Quieres probar con alguna otra cosa? —preguntó ella.
—No, es mejor que no.
—Me parece que debemos llamar a mi hermano Dave.
—¿Para qué?
—No quiero herir tus sentimientos —dijo Suzie—, pero Dave sabe qué se debe hacer.
—¿Con respecto a qué?
—Ya sé que Dave no te gusta...
Dave era un hombre grande, dominante, arrogante, una persona insensible que despreciaba a Harvey.
—Dave no me gusta —reconoció Harvey. No le gustaba alimentar sentimientos de hostilidad hacia nadie—. Pero puedo llevarme bien con él —agregó—. Quiero decir, Suzie, no sabes cuánto trato de que me guste sólo porque es tu hermano, y cuando estoy con él...
—Harvey —lo interrumpió ella—. Ya lo sé. —Y telefoneó a Dave.
Dave siempre comía tres huevos para el desayuno. Harvey, sentado a la mesa del desayuno, miraba tristemente cómo se llenaba su cuñado mientras su mujer, Ruthie, explicaba cómo era la digestión de Dave, que nunca había tomado un laxante.
—Dave tiene un léma —explicaba Ruthie—. Uno es lo que come.
—El cerebro necesita alimentos, el cuerpo también —decía Dave—. ¿Qué problema tienes, Harvey? Estás preocupado. Deprimido. Cuando veo a un tipo deprimido sé qué es lo que le pasa. A veces uno está deprimido, otras veces no. Ese es el secreto de la vida, Harvey. Tan sencillo. ¿Hay más panceta, Suzie?
Suzie llevó la panceta a la mesa, se sentó, y luego explicó lo que había pasado esa mañana. Dave sonrió sin dejar de comer.
—Me parece que no entendiste bien —dijo Suzie.
Dave se limpió la boca, siguió masticando con vigor, y luego felicitó a los Kepplemen.
—Ruthie —dijo—, ¿cuántas veces he dicho que lo que les pasa a Harvey y Suzie es que no tienen sentido del humor? ¿Cuántas veces?
—Como cincuenta —contestó Ruthie agradablemente.
—No es extraordinario —dijo Dave comprensivamente—, pero está bien. Harvey hace que se materialicen cosas del aire. Muy bien.
—Cosas no. Unos bollitos y masitas.
—¿Bollitos? —repitió Ruthie.
—De esos que hacían cuando yo era chico —explicó Harvey—. Se deshacen por dentro y son crocantes por fuera.
—Aquí hay un poco del segundo bollito –dijo Suzie, dándoselo a Ruthie, que lo examinó antes de morderlo con cuidado—. ¿Te acuerdas que papá mojaba los bollitos en el café? —le dijo Suzie a Dave.
—Hay que ponerles manteca primero —le dijo Dave a Ruthie—. Pruébalo.
—No crees ni una sola palabra —dijo Suzie, y volviéndose hacia su esposo, le dijo: — Hazlo de nuevo, Harvey. Demuéstrales.
Harvey meneo la cabeza.
—Vamos, Harvey, no te hagas rogar —dijo Dave—. Un sólo bollito. ¿Qué te cuesta? Por primera vez esa mañana, Harvey se sentía bien, realmente bien. Extendiendo la mano en el aire sacó un bollito caliente de la misma nariz de su cuñado, lo miró un momento y luego lo puso sobre el plato de Dave.
—¡Dios mío! —exclamó Ruthie.
Suzie sonreía con alborozo. Dave miraba el bollito con la boca abierta, sin decir palabra.
—Está caliente. Cómelo —dijo Harvey con un tono de autoridad en la voz. Era la primera. vez que hablaba así a su cuñado.
Dave meneó la cabeza.
Harvey partió el bollito y le puso manteca, que se derritió sobre el pan tibio. Se lo dio a Dave, que mordió con cuidado.
—No está mal, no está mal —Dave tragó dos bocados. Volvía a ser dueño de sí mismo—. ¿Cómo lo haces? –preguntó—. Es imposible. Eres la persona más torpe que conozco con un mazo de naipes, así que no puedes tener esta destreza. ¿Cómo lo haces Harvey?
Harvey sólo meneó la cabeza.
—Es un don —dijo Suzie.
—¿Lo sentiste venir, Harvey? —quiso saber Dave—. Quiero decir, ¿poco a poco, o cómo fue?
—¿Sólo bollitos? —quiso saber Ruthie.
—Masitas también —dijo Suzie.
—¿Qué masitas?
—Con relleno de ciruela.
—Eso lo tengo que ver —dijo Dave—, y entonces Harvey sacó una masita del aire. Dave se quedó mirando fijo y asintió, y luego probó la masa—. ¿Es eso todo? ¿Bollitos y masitas?
—No he probado otra cosa.
Una sonrisa lenta y astuta se extendió por el rostro de Dave. Metió la mano en el bolsillo y sacó un rollo de billetes. Tomó uno de diez dólares y lo puso sobre la mesa.
—¿Sabes lo qué es esto, Harvey? Harvey lo miró sin comentarios.
—¿Y?
—Eso podría causar problemas.
—¿Por qué?
—Serían falsos.
—Vamos, Harvey. ¿Qué falsos? ¿Estás falsificando bollitos y masitas?
—Eso es diferente... Cuando se trata de dinero es un delito.
Las dos mujeres escuchaban y miraban con los ojos muy abiertos, sin decir palabra. Ahora estaban discutiendo problemas de moral, y lo que había sido algo muy simple se convertía en algo complicado.
—No conozco a ningún contador que no haya cometido algún delito. Vamos, Harvey. Harvey seguía negando con la cabeza.
—Es un don —explicaba Suzie—. Me da miedo. No debes tratar de persuadir a Harvey a que haga algo que no quiere hacer. Tú no lo quieres hacer, ¿verdad, Harvey? —le preguntó a su esposo—. Tienes que querer hacerlo para hacerlo.
—Escucha, Harvey, sé sincero conmigo –dijo Dave—. ¿Hiciste algo así antes? ¿Has estado practicando?
—¿Cómo se puede practicar?
—Eso es lo que te pregunto. Porque esto es algo grande, muy grande, Harvey. Si es un don que te surgió de pronto, entonces no tienes obligaciones con nadie. Puedes materializar una masita, o un billete de diez dólares. ¿Qué diferencia hay?
—En un caso, falsificación —dijo Harvey.
—Pavadas. Las masitas, ¿son falsificadas, o verdaderas?
—Sigue siendo falsificación, a pesar de tu argumento.
—Harvey, estás loco. Estás con los tuyos, con gente que te quiere. Estás protegido. Suzie es tu mujer. Yo soy su hermano. Ruthie es mi mujer. Somos tu familia. ¿Quién te va a denunciar? ¿Yo? ¿Iba yo a matar a la gallina de los huevos de oro? ¿Ruthie? No le dejaría hueso sano.
—Así es, te lo juro —dijo Ruthie ansiosamente—. Eso te lo puedo garantizar, Harvey. Me rompería todos los huesos del cuerpo.
—¿Suzie? Suzie, ¿denunciarías tú a Harvey? Una mujer no puede declarar en contra de su marido. Por eso te digo, Harvey, que aquí estás seguro.
—En realidad —dijo Suzie— es como un juego de salón, Harvey. Como si estuviéramos jugando a la Oca, o algo parecido. Todo en broma. El juego es así: Dave te dice: haz aparecer un billete de diez dólares del aire. Tú lo haces. ¿Qué tiene eso de malo?
—Tal vez uno de un dólar —dijo Harvey, porque los argumentos lo estaban convenciendo.
—Muy bien —dijo Dave, sacando un dólar del bolsillo—. Yo mismo debería haberlo propuesto, Harvey. Hoy en día un dólar no vale absolutamente nada. Es una broma. — Puso el billete sobre la mesa y lo extendió—. Cuando yo era chico, se podía comprar algo con un dólar. Hoy, nada.
Harvey asintió, suspiró hondo, levantó la mano y tomó el billete de un dólar del aire. Suzie dio un chillido de satisfacción y Ruthie aplaudió, encantada. Dave sonrió, tomando el billete para extenderlo junto al otro sobre la mesa. Lo examinó detenidamente, y meneó la cabeza.
—Perdiste, Harvey.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues, es parecido a un billete de un dólar. La cara de Washington está bien, y dice "un dólar", pero el color no está muy bien, es demasiado verde...
—Te falta la letra chiquita —exclamó Ruthie—. Donde dice que es moneda de curso legal.
Harvey vio que así era. La estampilla verde brillante del Ministerio del Tesoro era del mismo color que el resto del billete. Faltaban los números de serie, y el reverso se parecía a un billete de un dólar, pero no demasiado.
—Está bien, está bien, no te pongas nervioso —le dijo Dave—. Nadie esperaba que lo hicieras perfecto de la primera vez. Lo que tienes que hacer es fijarte bien en el original, y luego intentarlo otra vez.
—Prefiero no hacerlo.
—Vamos, Harvey, vamos. No te achiques ahora. ¿Quieres probar con un billete de diez?
—No, voy a intentar de nuevo con el de un dólar.
Levantó la mano y la cerró sobre un billete de un dólar. Todos lo examinaron con ansiedad.
—Bien, bien —dijo Dave—. Perfecto, no. Harvey, te olvidaste del sello, y el papel no está bien. Pero está mejor. Apuesto que éste pasaría.
—¡No! —Harvey se apoderó de los dos billetes falsos y se los guardó en el bolsillo.
—Está bien, está bien. No pierdas la calma, Harvey. Lo intentaremos de nuevo.
—No.
—¿Cómo no?
—No. Estoy cansado. Y tengo que pensar un poco en todo esto. Estoy medio loco con todo lo que pasa. ¿Cómo estarías tú si te pasara a ti?
—Hombre, compraría la General Motors en una semana.
—Yo no creo que tenga ganas de comprar la General Motors ni ninguna otra cosa. Tengo que pensar un poco.
—Harvey tiene razón —dijo Suzie—. Eres demasiado insistente, Dave. Harvey tiene derecho a pensar un poco.
—Y mientras piensa, se esfuma su nuevo don.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, le vino de repente. ¿No se le puede ir de la misma manera?
—No me importa si eso ocurre —dijo Suzie con lealtad—. Harvey tiene derecho a pensar en todo esto.
—Está bien. No me voy a mostrar irrazonable. Sólo te pido que cuando haya meditado me llames. Voy a conseguir unos billetes de veinte y de cincuenta. Me parece que no debemos intentarlo con billetes más grandes, por ahora.
—Te llamaré.
—Está bien. No te olvides.
Cuando se hubieron ido Dave y Ruthie, Harvey le preguntó a su mujer por qué había quedado en llamarlo.
—Yo no necesito a Dave —dijo—. Tú y Dave me tratan como a un imbécil.
—Se lo prometí para que se fuera.
—Me gustaría que por una vez estuvieras de mi lado y no del de él.
—Eso no es justo. Siempre estoy de tu lado. Deberías saberlo.
—Pues no lo sé.
—Está bien, ¿por qué no lo agrandas más? ¿Por qué no piensas, ahora que ellos se han ido? —Se metió en el dormitorio, dio un portazo, y encendió la televisión.
Harvey se quedó sentado en la sala, pensando. Sacó del bolsillo los dos billetes, los estudió un momento, los rompió, y dirigiéndose al baño los tiró al inodoro y apretó el botón. Regresó al diván y siguió pensando acerca del asunto. Ya empezaba a oscurecer, y sentía hambre. Fue a la cocina y encontró jamón y pan y una cerveza. Pero tenía ganas de comer una hamburguesa, no como las hacía Suzie, secas, insulsas, como cuero, sino tiernas y jugosas. Pensando que se había casado con una cocinera abominable, se sirvió una hamburguesa del aire. Estaba hecha a la perfección. Cuando probaba el primer bocado entró Suzie.
—¿Para qué vas a pensar en mí? —dijo ella—. Podría morirme de hambre mientras tú te llenas la panza.
—¿Desde cuándo te mueres de hambre?
—¿De dónde sacaste la hamburguesa?
Harvey tomó otra hamburguesa de la nada y la puso frente a su esposa.
—Tiene mucha cebolla —dijo Suzie—. Sabes perfectamente que odio la cebolla. Harvey se levantó y tiró la hamburguesa en el tacho de basura.
—Harvey, ¿qué estás haciendo?
—Como no te gusta la cebolla...
—No puedes tirar la comida así...
—¿Por qué no? —Harvey sentía que había cambiado, y el cambio podía resumirse en esas tres palabras, ¿por qué no? ¿Por qué no? Tomó otra hamburguesa del aire, esta vez sin cebollas, una hamburguesa seca, tal como las hacía ella.
—Permíteme invitarte —dijo con frialdad.
Ella mordió la hamburguesa y luego le informó, con la boca llena, que se estaba comportando de manera muy extraña.
—¿Extraña? ¿En qué sentido?
—Extraña, Harvey. Tienes que reconocer que estás actuando de manera muy rara.
—Está bien, pero ésta es una situación muy especial.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que puedo hacer materializar cosas —dijo Harvey—. Eso es muy especial. Nada de todos los días. Por ejemplo, ¿quieres torta de chocolate? —levantando la mano se sirvió un trozo de torta de chocolate y se lo ofreció. Pruébala.
—Harvey, todavía estoy comiendo la hamburguesa, y no creas que no me doy cuenta de que lo que puedes hacer es muy especial.
—Pero no soy un chico —dijo Harvey—. Tengo cuarenta y un años.
—No eres un fracasado, Harvey.
—No te engañes. Soy un fracasado. ¿Qué tenemos? Cinco mil dólares en el banco, un departamento de cuatro dormitorios, no tenemos chicos, no tenemos nada, soy una nulidad a los cuarenta y un años.
—No me gusta oírte decir esas cosas, Harvey.
—Sólo estoy tratando de decirte que tengo que pensar en esto. Tengo que acostumbrarme al hecho de que puedo extraer cosas del aire. Es un talento muy especial. Tengo que convencerme de eso.
—¿Por qué? ¿No crees en tu propio talento, Harvey?
—Sí y no. Por eso tengo que pensar un poco. Suzie asintió.
—Entiendo —comió la torta de chocolate y luego fue al dormitorio y volvió a encender el aparato de televisión.
Harvey la siguió y entró en el dormitorio.
—¿Por qué dices que entiendes? ¿Por qué siempre me dices que entiendes? —Ella trataba de concentrar su atención en la pantalla del televisor, y negó con la cabeza—.
—¿Quieres apagar ese maldito cajón? —gritó Harvey.
—No me grites, Harvey.
—Escúchame entonces. Has visto cómo saco esas cosas del aire y me dices que entiendes. Te sirvo un trozo de torta de chocolate, y me dices que entiendes. Yo no entiendo nada, pero tú me dices que entiendes.
—Así son las cosas, Harvey. Mandan gente a la luna, y yo no entiendo nada de eso, pero así es la ciencia. Me parece magnífico que puedas sacar cosas del aire, Harvey. Me parece que si le ponen la información a una computadora, podrías saber cómo es.
—Entonces, ¿por qué dices que entiendes?
—Entiendo que quieras pensar en ello. ¿Por qué no te sientas a pensar en ello?
Harvey cerró la puerta del dormitorio y regresó al living para pensar en el asunto que lo preocupaba. La cabeza le explotaba de tantas ideas. Algunas eran muy creativas, como hubieran dicho sus amigos en las agencias de publicidad. Otras no. Otras eran simplemente la cristalización de sus insatisfacciones. Si el día anterior alguien le hubiera dicho que él estaba lleno de insatisfacciones, él lo habría negado con seguridad. Ahora reconocía que era un hecho al que podía hacer frente. Estaba insatisfecho con su vida, con su empleo, su hogar, su pasado, su futuro y su mujer. Nunca se había propuesto ser contador. Era algo que había sucedido. Siempre había soñado con vivir en una espaciosa casa en el campo, y sin embargo vivía en un departamento miserable, de paredes endebles, en un edificio enorme y mal construido, en la Tercera Avenida en Nueva York. Su pasado era monótono, y su futuro no prometía mucho más. ¿Su mujer? Pensó en su mujer. Suzie no le disgustaba; eso no. No tenía nada en contra de ella, pero tampoco nada definitivo en su favor. Era una mujer baja, morena y bonita, pero no se podía acordar exactamente cómo se había casado con ella. En realidad, le encantaban las rubias grandes, altas, bellas y abundantes. Soñaba con mujeres así, las miraba por la calle, se dormía pensando en ellas y cuando se despertaba seguía pensando en ellas.
En este momento se puso a pensar en una de ellas. Y comenzó a sonreír. Se le había ocurrido una idea y no podía librarse de ella. Se sentó erguido en la silla y miró la puerta del dormitorio. Oyó el televisor a todo volumen a través de la puerta cerrada.
—¡Al diablo con todo! —exclamó. Había nacido un nuevo Harvey Kepplemen. Sé irguió en el asiento—. Alta, rubia, hermosa —murmuró, y meditó si quería que fuera inteligente—. ¡Al diablo con la inteligencia!
Extendió las manos al aire y de pronto allí estuvo, pero no pudo sostenerla y entonces se cayó cuan larga era, extendida sobre el piso. Era una mujer rubia, completamente desnuda, una mujer muy hermosa, de senos grandes y magníficos, ojos azules, abiertos, pero muy inmóvil, aparentemente sin vida.
Harvey la miraba.
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Suzie, que también se quedó mirándola.
—¿Qué es eso? —gritó Suzie.
La respuesta era obvia. Harvey tragó con fuerza, cerró la boca, y se inclinó sobre la hermosa rubia.
—¡No la toques!
—A lo mejor está muerta —dijo Harvey sin fuerzas—. Tengo que tocarla para averiguarlo.
—¿Quién es? ¿De dónde vino?
Harvey se dio vuelta para mirar a Suzie a los ojos.
—No.
Harvey asintió.
—No. No puedo creerlo. ¿Eso? —Suzie se acercó hasta llegar junto a la rubia. —Tiene como dos metros de alto. Harvey, ¿qué clase de degenerado eres?
Harvey la tocó con discreción justo debajo de los enormes senos. Estaba tan fría como un pescado muerto.
—¿Y?
—Está tan fría como un pescado muerto —replicó Harvey sombríamente.
—Búscale el pulso.
—Está muerta. Mírale los ojos. —Le buscó el pulso—. No tiene pulso.
—Magnífico —dijo Suzie—. La has hecho muy bien, Harvey. Henos aquí con una mujer rubia muerta, con glándulas mamarias de tamaño gigante. ¿Qué pasa ahora?
—Me parece que deberías cubrirla —sugirió Harvey débilmente.
—¿Qué te parece que voy a hacer? —Suzie exclamó, dirigiéndose al dormitorio de donde regresó con una frazada que apenas si cubrió al enorme cuerpo.
—¿Qué hago ahora? —se preguntó Harvey.
—Devuélvela al lugar de donde la sacaste.
—Estás bromeando.
—Haz la prueba —dijo Suzie, una mujer que él no conocía, fría y desagradable—. Si puedes sacar cosas así del aire, a lo mejor puedes volverlas a poner allí.
—¿Cómo? ¿Por qué no me dices cómo, ya que eres tan inteligente y lo sabes todo?
—No soy una degenerada.
—¿Quién es degenerado? ¿Por qué dices eso? Suzie descubrió el cuerpo.
—Mírala.
—Está bien, ya la he visto. ¿Qué hacemos con ella?
—Qué harás tú, querrás decir.
—Está bien, está bien. ¿Qué hago?
—Álzala y devuélvela.
—¿Adónde?
—Adonde diablos sea que sacas estas cosas, junto con tus roñosos bollitos y tus inmundas masitas.
Harvey meneó la cabeza.
—Hace mucho que estamos casados, Suzie. Nunca te he oído hablar así.
—Antes nunca me regalaste una rubia muerta, de dos metros.
—Supongo que no —dijo Harvey, sacando del aire una masita rellena de ciruelas.
—¿Para qué haces eso?
—Quiero ver si la puedo devolver.
—Mira, Harvey —dijo Suzie, suavizando el tono de la voz—, no tienes que devolver una masita, sino a esta bestia. —Mientras ella hablaba, Harvey trataba de perforar el aire con la masita—. Harvey, deja eso.
Dejó de hacerlo, rezando esperanzado para que regresara al ámbito desconocido de donde había salido, pero se le cayó desparramándose sobre uno de los inmensos senos, y el relleno de ciruelas cubrió la enorme glándula mamaria. Harvey corrió a buscar una servilleta, trató de limpiar pero sólo consiguió empeorar las cosas. Suzie lo ayudó con una esponja húmeda y toallas de papel.
—Deja que yo lo haga, Harvey.
Limpió bien y mientras lo hacía, Harvey levantó una de las largas y robustas piernas.
—Suzie, yo no podría.levantarla. Se necesitaría una grúa. Debe pesar ciento veinte kilos.
—Supongo que siempre quisiste una así. Está fría como el hielo.
—¿Crees que yo la maté? —preguntó el con tristeza.
—No sé. Me parece que voy a llamar a Dave.
—¿Para qué?
—El sabrá qué es lo que hay que hacer.
—Por mí, tu hermano Dave puede morirse..
—Como ésta. Claro. ¿Por qué no deseas que me muera yo también?
—Nunca te deseé la muerte. Estoy hablando de tu hermano Dave.
—Por lo menos se le puede ocurrir algo.
—A mí también —dijo Harvey—. Tengo una idea sencilla. Llamar a la policía.
—¿Qué? Harvey, ¿estás loco? Está muerta. Tú la hiciste así, muerta. Tú la mataste.
—La hice muerta, sí. ¿Qué hacemos, entonces? ¿La cortamos en pedacitos y la tiramos por el inodoro? Ninguno de los dos podemos ver sangre. ¿La tiramos en un baldío? Ni con el roñoso de tu hermano podríamos levantarla.
—Harvey —rogó ella—. Pensemos qué podemos hacer.
Pensaron durante unos minutos, y luego Harvey llamó a la policía.
Un cadáver, según descubrió Harvey ese día, requería todo un equipo. Había nueve hombres dando vueltas por el pequeño departamento. Ocho tenían funciones específicas: realizaban tareas relacionadas con la ambulancia, eran oficiales de uniforme, etc. Entre ellos se encontraban, además, el fotógrafo, el experto en impresiones digitales y el forense. El noveno era un hombre de enormes hombros, vestido de particular, que se llamaba teniente Serpio. Era él quien les decía a los demás lo que debían hacer y nunca sonreía. Harvey y Suzie lo observaban desde el sofá en que estaban sentados.
—Está bien, sáquenla —dijo Serpio. Lo intentaron.
—Nunca vi nada igual —murmuraba el forense—. Tiene más de dos metros.
—Kelly, no te quedes ahí parado, ¡ayúdalos! —le dijo Serpio a uno de los policías uniformados.
Kelly se unió a los de la ambulancia, y entre todos alzaron a la enorme rubia hasta ponerla sobre la camilla Colgaba de los dos extremos. Cuando se la llevaron, Suzie le dijo a su marido:
—No eres un degenerado, Harvey, sino un puerco chauvinista. Eso es lo que eres, un puerco que utiliza a las mujeres como objeto sexual.
—Está bien —dijo Harvey—. Nunca le hice nada a nadie, y ahora todos se me echan encima para aplastarme.
—Un puerco chauvinista —repitió su mujer.
—A mí no me parece que lo sea.
—Si piensas en ello, verás que tengo razón.
—¿De qué murió, doctor? —le preguntó el teniente Serpio al forense.
—Quien sabe. A lo mejor se rompió la espalda de soportar todo ese peso que llevaba adelante. Me la llevo, y después de abrirla un poco, le paso el informe.
El departamento quedó con menos gente. Aún estaban Serpio y un policía de uniforme. Serpio, de pie frente a Harvey y a Suzie, los miraba con atención.
—Cuéntenmelo de nuevo —dijo.
—Ya se lo conté.
—Cuéntemelo de nuevo. Tengo mucho tiempo. Hace veinte años que practico en esta ciudad, y creía que ya lo había visto todo. Pero no es así. Esto rompe la monotonía de mi trabajo y me proporciona una nueva actitud ante las cosas. ¿Quién es ella?
—No sé.
—¿De dónde salió?.
—La saqué del aire.
—Ya lo sé. La sacó del aire. Podría enviarlo al manicomio directamente, sólo que estoy intrigado. ¿Siempre saca cosas del aire?
—No, señor —contestó amablemente Harvey—. Desde esta mañana.
—¿Y usted? —le dijo a Suzie—. ¿Usted también saca cosas del aire? Ella negó con la cabeza.
—Es un don de Harvey.
—¿Qué otras cosas saca Harvey del aire? —preguntó el teniente con paciencia.
—Masitas.
—¿Masitas?
—Con relleno de ciruelas —explicó Harvey. El teniente pensó un momento.
—Ya veo. Dígame, señor Kepplemen, ¿por qué con relleno de ciruelas, si no es preguntar demasiado?
—Eso lo puedo explicar yo —interrumpió Suzie—. Cuando estábamos en Baltimore...
—Déjelo explicar a él.
—Porque me gusta —dijo Harvey.
—¿Qué tiene que ver Baltimore?
—Las hacen muy bien allí —dijo Harvey.
—¿A las masitas?
—Si, señor.
—¿Quiere decirme ahora quién es la rubia?
—No lo sé.
—¿Quiere decirme cómo murió?
—No lo sé.
—El médico dice que hace horas que murió. ¿Cuándo vino aquí?
—Ya se lo dije.
—¿Dónde están sus ropas, Harvey?
—Se lo dije. La hice así, tal cual estaba.
—Está bien, Harvey —dijo el teniente con un suspiro—, voy a tener que arrestarlo a usted y a su esposa y llevarlos conmigo, porque con una explicación como la que me dan no me queda otra alternativa.. Ahora les voy a decir cuáles son sus derechos. No, al diablo con eso. Vamos a hacer otra cosa. Los dos se vienen conmigo, y no los vamos a arrestar todavía hasta que no sepamos de qué murió. ¿Qué les parece?
Harvey y Suzie asintieron, sombríos.
Camino a la estación de policía, en la calle Centre, iban sentados en el asiento de atrás, cuchicheando.
—Demuéstraselo con una masita —decía Suzie todo el tiempo.
—No.
—¿Por qué no?
—No quiero hacerlo.
—Pues no te cree. Eso se ve a la legua. Si sacaras una masita tal vez te creería.
—No.
—¿Una hamburguesa?
—No.
El teniente Serpio los condujo a una oficina donde había muchos policías uniformados y otros vestidos de civil, les indicó un mostrador y les dijo, muy solícito:
—Siéntense aquí los dos, y no se pongan nerviosos. Si quieren algo, le dicen a ese hombre que está detrás del mostrador.
Luego se dirigió al mostrador y le dijo algo en voz baja al tipo que estaba detrás. Después de un par de minutos el policía del mostrador se acercó a ellos y les dijo:
—Quédense sentados aquí y no se pongan nerviosos que todo se va a arreglar. ¿Quiere una masita con relleno de ciruela, Harvey?
—¿Por qué?
—Por si tiene hambre. No es molestia. Lo mando al chico, y en cinco minutos vuelve con la masita. ¿Qué le parece?
—No —contestó Harvey
—Me parece que deberíamos llamar a un abogado —dijo Suzie.
El policía se fue, y Harvey le preguntó a su mujer a quién pensaba llamar, ya que no conocían a ninguno.
—No sé, Harvey. Siempre hay abogados a quienes se puede llamar. Tengo miedo.
—Piensan que estoy loco o que soy un asesino; Así estamos. Ojalá nunca hubiera visto a ese roñoso hermano tuyo.
—Harvey, sacaste esa masita del aire antes de que mi hermano pisara nuestra casa.
—Es verdad —dijo Harvey.
En ese momento el forense, sentado frente al teniente Serpio y al jefe de detectives, les decía:
—No es un asesinato, porque esa rubia enorme nunca estuvo viva.
—Soy un hombre muy ocupado —dijo el jefe de detectives—. Tengo once homicidios esta noche, justo hoy que es domingo, sin contar los dos suicidios. Así que no me confundan más.
—Yo estoy confundido también.
—Bien. ¿Qué pasa con la rubia, entonces?
—Está muerta sólo en un sentido técnico. Como ya dije, nunca estuvo viva. Ha sido fabricada por una especie de doctor Frankenstein o algún otro tipo de loco. Afuera está bien, excepto que el que la hizo se olvidó de las uñas de los pies. Por dentro no tiene corazón, ni riñones, ni pulmones, ni sistema circulatorio, prácticamente carece de sangre, porque lo que tiene no es sangre.
—¿Qué tiene adentro, entonces? —preguntó Serpio.
—Algo así como carne cruda.
—¿De qué demonios habla? —exigió el jefe de detectives.
—No sé —dijo el forense.
—Vamos, vamos, le traigo una rubia muerta, de dos metros de alto, que hace que uno quiera ser un jugador de basket, soltero, sin importarle que esté muerta, y sale diciéndome que nunca estuvo viva. He visto a muchas que están más muertas que vivas, pero siempre ha habido un momento en que estaban vivas.
—Esta no. Ni siquiera tiene columna vertebral, así que no pudo ni siquiera pararse y defenderse. Creo que voy a escribir una monografía sobre este caso, para publicar en Inglaterra. Es curioso, pero uno puede publicar una cosa así en Inglaterra y lo respetan. Aquí no. Y ya que estamos, ¿de dónde la sacaron?
—Es un caso de Serpio.
—¿Estaba desnuda?
—Tal como está ahora —dijo Serpio—. La encontramos tirada en el suelo en el departamento de un matrimonio de apellido Kepplemen. El es contador. Los tengo arriba.
—¿Los acusó de algo?
—¿De qué?
—Algo extraordinario —dijo el forense—. Uno tiene un trabajo como éste en el que no pasa nada interesante durante años. ¿De dónde dicen ellos que salió?
—Este tal Harvey Kepplemen —replicó Serpio; observando al jefe de detectives— dice que la sacó del aire.
—¿Sí?
—¿De qué diablos hablas, Serpio? —dijo el jefe de detectives.
—Eso es lo que dice él. Dice que saca masitas rellenas de ciruela del aire, y de ahí sacó también a ella.
—¿Masitas rellenas de ciruela?
—Así es.
—Muy bien —dijo el jefe de detectives—. Tengo que suponer que estás cuerdo y que no estás borracho. Si estás loco, te damos una cura de reposo. Si estas borracho, te doy una paliza. Tráelos aquí a esos dos.
—Tengo que estar presente —dijo el forense—. No puedo dejar de estar presente. Esta vez Serpio no lo llamó Harvey, sino señor Kepplemen.
—Señor Kepplemen —dijo con suavidad—, el jefe de detectives quiere verlo en su despacho.
—Estoy cansada —se quejó Suzie.
—Un poco más, y a lo mejor podemos aclarar todo esto. ¿Qué le parece, señora Kepplemen?
—Quiero que sepa —dijo Harvey—, que nunca me había sucedido algo así. Tengo buen nombre. Hace dieciséis años que trabajo en la misma compañía.
—Eso ya lo sabemos, señor Kepplemen. En seguida terminamos.
Unos minutos después todos estaban en el despacho del jefe de detectives: Harvey y Suzie, Serpio, el jefe y el forense. El jefe sirvió café.
—Sírvanse, señores Kepplemen —dijo—. Han tenido un día cansador. —Su voz era dulce y suave—. Me han dicho que puede sacar masitas del aire. Puedo mandar a comprar algunas, pero para qué, si usted las consigue por nada, ¿no?
—Bien...
—A Harvey no le gusta sacar cosas del aire —dijo Suzie—. Le parece que está mal hacerlo. ¿Verdad, Harvey?
—Pues —dijo Harvey, inquieto— pues... nunca en la vida tuve ningún talento. Mi madre era Ruth Kepplemen... —Se interrumpió, mirándolos en la cara, uno por uno.
—Siga, Harvey —dijo el jefe de detectives—. Díganos lo que quiera.
—Bien, era una artista. Pintó muchos cuadros, y continuamente le decía a sus amigos que su hijo Harvey no tenía absolutamente ningún talento para nada.
—¿Qué pasó con las masitas?
—Bueno, Suzie y yo pasamos una vez por Baltimore...
—El teniente Serpio ya nos contó eso. Se me ocurre que como todos estamos tomando café, y es más de medianoche, sería una buena idea que usted sacara unas masitas del aire.
—¿No me cree? —dijo Harvey con tristeza.
—Digamos más bien que queremos creerle, Harvey.
—Por eso queremos que nos lo demuestre, Harvey —dijo Serpio—, para que le creamos y terminemos esto.
—Esperen un momento —dijo el forense—. ¿Estudió biología alguna vez, Harvey? ¿Fisiología? ¿Anatomía?
Harvey negó con la cabeza.
—¿Cómo es posible?
—Nos mudábamos de ciudad continuamente. Hay muchos blancos en mi educación.
—Ya veo. Pues bien, Harvey, veamos cómo lo hace.
Harvey extendió la mano pero no sucedió nada. En su rostro se pintaban la confusión y el desencanto. Probó por segunda y por tercera vez, sin resultado.
—Harvey, prueba con bollitos —le rogó Suzie. Lo intentó, también sin resultado.
—Harvey, concéntrate —rogó Suzie. Se concentró, pero sin resultado.
—Harvey, por favor —rogó Suzie, y entonces, cuando se dio cuenta de que no había nada que hacer, se volvió a los policías y les dijo que era culpa de ellos, y amenazó con buscar un abogado y demandarlos.
—Serpio, ¿por qué no haces que un policía lleve a los Kepplemen a su casa? —sugirió el jefe de detectives. Cuando se fueron Serpio, Harvey y Suzie, le dijo al forense que había pocas cosas que no veía un policía en su vida.
—Ahora ya lo he visto todo —dijo—. Dígame, doctor, ¿le tomó las huellas digitales a la muerta?
—No tenía huellas digitales.
—¿Cómo?
—Así son las cosas —dijo el forense—. El sueño de todos los muchachos: una bomba de dos metros de alto con 130 de busto. ¿Cómo puedo extender un certificado de defunción para algo que nunca vivió?
—Ese es problema suyo. Sigo pensando que debí dejarlos detenidos a esos dos.
—¿Por qué?
—Por eso no los detuve, por carecer de razón.
—¿Es religioso usted, doctor?
—Ojalá lo fuera.
—Quiero decir que esto es una especie de milagro.
—Todo es un milagro: la vida, la muerte...
—Sí. Bueno, póngale Jane Doe, y métala en la heladera antes de que empiece a husmear la prensa. Lo único que nos falta.
—Sí, lo único que nos falta —repitió el forense.
Mientras tanto, ya de regreso en el departamento, Suzie lloraba desconsoladamente mientras Harvey trataba de consolarla explicándole que nunca hubiera podido hacer un billete de diez dólares exactamente igual a los verdaderos.
—¿A quién le importan los malditos billetes?
—¿Por qué lloras, entonces, querida?
—¡"Querida"! Tantos años que he vivido contigo, y todo lo que querías era una enorme mujerona de dos metros de alto con 130 de busto.
—Porque nunca conseguí nada de lo que quería —trató de explicar Harvey.
—¿Ni siquiera a mí?
—Excepto tú, querida.
Se fueron a la cama, y todo volvió a ser lo mejor que podía ser.
Fin