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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    T 2 (3.3 seg)


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    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    EL CETRO DEL AZAR (Gilles D'Argyre)

    Publicado en octubre 30, 2017

    Prólogo

    Desde sus inicios como discípulo de Bradbury, la obra de Gérard Klein, dominada por un deseo de comunicación, ha ido evolucionando hacia la sencillez formal y el optimismo en el fondo. Tras una primera etapa, quizá demasiado literaria para llegar al gran público, emprende, bajo el seudónimo de Gilíes d'Argyre, una nueva dirección, que podríamos llamar popular, en la que después de la publicación de Chirurgiens d'une planète, Les voiliers du soleil y Le long voyage, vuelve a reemprender su primera línea con Le temps n'a pas d'odeur.

    Llegado a este punto debe enfrentarse al dilema: como Gérard Klein trabaja para la gloria, como Gilíes d'Argyre para la gran masa. Le es necesario escribir para el gran público, pero sin traicionarse a sí mismo, y para que esto sea factible tiene que buscar un auténtico campo de unión con este público. Para ello hay que dejar un poco de lado las ideas míticas de Klein, hay que abandonar los prejuicios a lo Julio Verne y el fuerte tufillo a novela de espionaje que recargan a D'Argyre. Hay que escribir novelas de nuestro tiempo, directas, de bien concebido «suspense», que digan lo que hay que decir, sin subterfugios; si hay que hacer concesiones que sea con honor y dignidad, es decir, en la forma pero no en el fondo.

    Fruto de esta maduración fue la aparición de Los asesinos del tiempo, magnífica historia de viaje temporal en la línea de un Van Vogt, y por último El cetro del azar, que no es tan sólo la obra maestra de Gilíes d'Argyre, sino también la del propio Gérard Klein, convertido en el mejor escritor actual de la S.F. francesa.

    Entre las numerosas cualidades de esta obra, la coherencia es sin duda la más preciosa. El gobierno del azar, la selección de los jefes por la suerte, es un tema clásico que entre otros autores lo hallamos ya en Lotería Solar de Phillip K. Dick, pero Klein en su deseo de hacer plausible esta paradoja sociológica lo ha mejorado extraordinariamente.

    Históricamente la selección por la suerte requiere dos condiciones: 1.a, que las junciones gubernamentales no interesen a nadie, sea porque cuesten muy caras o porque sean peligrosas; y 2.a, que los problemas a resolver se hallen al alcance de cualquiera. Los raros casos de regímenes «estocastocráticos» que conocemos, principalmente en la antigüedad ateniense y romana, nos hacen pensar en la primera de las dos condiciones.

    El mérito de Klein es el haber profundizado la segunda: una sociedad estocastocrática es en el fondo una sociedad que no precisa de gobierno porque ha resuelto sus problemas y por tanto ya está todo previsto; quizá sea una sociedad del porvenir totalmente robotizada, donde el hombre habrá conquistado el derecho al azar por haber perdido prácticamente todo lo demás. En vez de un paraíso, la estocastocracia es un infierno; pero basta que aparezca un problema nuevo para que la historia recomience, lo que fatalmente desencadena la caída del régimen. Moraleja: hay que vivir peligrosamente o dejar de vivir por completo.

    Alrededor de este tema central, Klein teje innumerables desarrollos sobre los orígenes (cuando afirma que la técnica de los sondeos de opinión tiene un papel preponderante), sobre el papel de los robots, sobre la eliminación de los física o mentalmente impropios para las funciones públicas (y sobre el cripto—fascismo resultante). Pocas veces leemos relatos tan meditados.

    Con todo esto, El cetro del azar es una obra maestra de construcción. Klein retiene el principio de Van Vogt sobre la complicación, sobre la adición interminable de nuevos temas alrededor del tema central: la máquina trucada, el mundo subterráneo, los mutantes, las experiencias biológicas, la intervención de los extraterrestres, no falta nada; sin que por ello se produzca un sentimiento de confusión o proliferación, porque los distintos ingredientes están dosificados e integrados al conjunto en función del papel que lógicamente les corresponde desempeñar.

    También ha retenido de Van Vogt la idea de una crisis como hilo director de su libro. Página tras página, su héroe no cesa de correr graves peligros, y éstos no se acumulan para subrayar su valor, sino al contrario, para hacernos conscientes de su vulnerabilidad. El vértigo, el horror, la sensación de hallarse al borde del abismo (y a veces de caer en él) forman parte de su cotidiano quehacer. Por otra parte, su aventura no es individual: es toda la civilización, incluso la existencia de la humanidad lo que se halla en juego. Pero el héroe se halla en primer plano para recibir de lleno el trallazo: al principio del relato, la máquina le ha designado como «estocastócrata de la Tierra y alto protector de los Cien Mundos». Ingmar Langdon está en el atolladero desde el comienzo, lo que ya presupone un primer juicio sobre la estocastocracia: el azar es una trampa.

    En cambio, Klein se desmarca de Van Vogt en un punto esencial: su héroe no es invencible, sino todo lo contrario; es un pobre hombre del tiempo de la estocastocracia, un timorato, un pasivo. Además es un inadaptado, y este handicap suplementario, que lo convierte en un anti—héroe (es un intelectual con gafas, que sólo ama las antigüedades y los libros), aparece finalmente como su única posibilidad de salvación. Primero, porque situarse uno mismo al margen de una sociedad ya es un principio de juicio sobre la misma; y luego, porque a fuerza de remover el pasado se llega a encontrar soluciones para el presente. Por último, la ventaja literaria del débil es que puede evolucionar: la novela describe el itinerario moral de Langdon en su universo, itinerario que le conduce a conquistar certezas y una fuerza real —no la que poseen milagrosamente los héroes de novelas de espionaje, ni la que los personajes de Van Vogt adquieren no menos milagrosamente, sino la que procede de la experiencia.

    Klein, que dicho sea de paso es un psicólogo poseedor de muchos diplomas, ha sabido hacer inmejorable uso de su saber para presentarnos una novela maravillosamente concebida y no menos maravillosamente escrita.

    Y para finalizar, un solo detalle, ¡este libro fue escrito en once días!

    Jacques Goimar


    1


    Las bolas giraban en movimiento multicolor que cautivaba la mirada, la hipnotizaba. Aparecían simultáneamente en ciento cincuenta millones de pantallas repartidas por todo el planeta, y aparecerían con diferentes demoras en otros miles de millones de pantallas, situadas en otros cien mundos. Rebotaban dentro de sus jaulas doradas como insectos enloquecidos y, cuando fueron perdiendo velocidad, los observadores empezaron a distinguir las letras y las cifras pintadas en su superficie. Poco a poco descendieron hacia el fondo de la caja esférica y cayeron por una abertura redonda en un vaso cilíndrico transparente, donde fueron disponiéndose según cierto orden. Los espectadores pudieron leer entonces una serie de cifras y de letras.

    —¡Señor! — exclamó el hombre que estaba tendido sobre la hierba del jardín de Aroigne, frente a su televisor portátil.

    Solía emplear interjecciones y juramentos extraídos del lenguaje antiguo. Se llamaba Ingmar Langdon y tenía treinta años, aunque aparentaba casi diez más. Vestía prendas bastante pasadas de moda, aunque, visiblemente, ello le tenía sin cuidado. Con su discreto pantalón rosa, su camisa verde y unas gafas que llevaba por afectación en un mundo del que habían desaparecido las deficiencias oculares, podía considerársele un excéntrico.

    —¡Señor! — repitió el hombre.

    Contemplaba fijamente la serie de letras y de cifras que se iban sucediendo sobre la pantalla. Si hubiera caído un rayo a sus mismos pies no se habría quedado más aturdido.

    —¡Hacerme eso a mí! Había una probabilidad entre ciento veinte millones. Aun descontando unos diez millones de Indignos, me quedaban apenas una contra ciento diez millones… ¡Y ha tenido que tocarme a mí!

    Una voz impersonal leía desde el aparato la serie de cifras y de letras, para que nadie la ignorara en la Tierra y, poco después, en cada uno del centenar de mundos habitados de la galaxia. Los habitados por hombres, desde luego. La voz adquirió después un poco de calor humano y pronunció las palabras rituales:

    —¡Pueblos de la Tierra! Tenemos la dicha de anunciaros el nombre de aquel sobre quien ha recaído la gran coyuntura del poder. ¡Larga vida y felicidad al nuevo estocastócrata, Ingmar Langdon! Os lo presentaremos tan pronto se haya dado a conocer.

    Las bolas desaparecieron de la pantalla y fueron sustituidas por la fecha, en caracteres rojos: 19 de junio de 2387.

    Langdon apagó la pantalla rozándola con la uña y lanzó una mirada extraviada sobre el libro que tenía en la mano. Un libro de los tiempos antiguos, con páginas de papel y encuadernado en piel. Un libro anterior a la estocastocracia; de la época en que el poder y la política eran aún materia de especialistas, época bendita.

    Era irreversible. Langdon recibía el nombramiento de estocastócrata, y el cetro del azar pasaba a sus manos. No lo deseaba en modo alguno. Millones de individuos darían diez años de su vida por alcanzar semejante honor; en cambio, él sería capaz de sacrificar la mitad de sus libros si ello hubiera servido para librarse de su nuevo destino.

    Naturalmente, los de Palacio darían por supuesto que él se presentaría allí espontáneamente. De lo contrario, enviarían sin duda algunos robots para requerirle. Se preguntó cuánto tiempo costaría a los robots el localizarle. No tenía el menor deseo de colocarse la cuerda al cuello por sí mismo, pero por otra parte intuía confusamente que jamás conseguiría escapar al acoso de los enviados de Palacio. Nunca se había planteado dilemas de semejante género, pero cabía suponer que su mismo deslizador, o quizá su distribuidor de crédito, estarían conectados con cualquier centralizadora capaz de indicar instantáneamente su paradero a los de Palacio. Era evidente que podría ganar quizás algún tiempo desplazándose muy rápidamente y tratando de jugar con ellos al escondite, pero…

    La idea germinó en su cerebro. Podía escapar. Era exactamente lo que no osaba confesarse desde que su número de matrícula apareció en la pantalla. No se había atrevido a formular su idea mientras permaneció bajo el impacto del estupor, pero de ello se trataba exactamente. Podía emprender deliberadamente la huida. Las novelas y relatos de los siglos pasados, a los que tanto cariño tenía, estaban llenos de héroes que emprendían la huida por los más diversos motivos. Generalmente, ellos sabían con toda exactitud de qué huían y a dónde pretendían dirigirse, mientras que él ignoraba casi todo de la situación que deseaba eludir, y no tenía la menor idea sobre adonde ir. La única cosa de que estaba seguro era que no tenía ganas de ser estocastócrata. Sólo le apasionaban los libros, a condición de que fueran antiguos. Nadie se lo había reprochado hasta entonces, ya que la ley primordial de la Tierra era el culto a la libertad. Pero Langdon abrigaba fundados temores de que su pasión casi exclusiva por la literatura antigua sería incompatible con las tareas y las funciones de la estocastocracia.

    Hizo una señal a su televisor portátil, que se elevó suavemente en el aire y le siguió con docilidad. Tras inclinarse para recoger su libro, Langdon pisó con largas zancadas la hierba del jardín de Aroigne y lanzó una ojeada circular sobre el paisaje que le "rodeaba, al tiempo que exhalaba un profundo suspiro. Todo aquello, indudablemente, iba a perderlo. Era un parque, un parque inmenso y espléndido. Toda la Tierra ya no era sino un parque, o más bien un conjunto de jardines. Los había para todos los gustos: geométricos o salvajes, llanos o montañosos, sin que, entre ellos, mediara ninguna frontera. Algunos eran tropicales, formados por grandes junglas, y otros eran nórdicos, adaptados al reino del frío. Existían incluso parques submarinos. A excepción de los Indignos, los humanos podían vivir en el planeta que mejor se les antojase. La mayoría de ellos se conformaban con viajar de un punto a otro de la Tierra a bordo de sus deslizadores, visitando a sus amigos durante ciertas fiestas o bien reuniéndose a intervalos determinados en la Ciudad del Palacio. Algunos preferían vivir en uno u otro de los monumentos históricos que siglos de trabajo por parte de los jardineros habían permitido subsistir. Versalles, Taj Mahal, Lonu de Nouillor y otros asomaban entre los árboles de los bosques sus estructuras de piedra, o de cemento y cristal. Muchos de estos edificios, cuidados por robots invisibles, esperaban a un huésped que no acudiría quizá nunca, o que pasaría en ellos un mes y seguidamente reanudaría viaje hacia otros horizontes. Jamás se producían conflictos. La Tierra, ese jardín inmenso, podía ofrecer soledad o compañía a cada uno de sus doscientos millones de habitantes. Se decía que, en otros mundos, los hombres eran aún menos numerosos, pero que la vida era en ellos también más dura; sólo aquellos terrestres que preferían la vida aventurera a los deleites de la cultura, se decidían a tomar los caminos del espacio.

    Langdon amaba aquel jardín de Aroigne porque era uno de los más salvajes y también de los menos frecuentados. Flotaba en él como una atmósfera de abandono, por más que los robots jardineros le dedicaran, como en todas partes, un cuidado minucioso. Pero, guiados por los deseos de los humanos, allí dejaban crecer la hierba de forma espontánea en los arriates y que las lianas invadieran el bosque, sembrando además las flores al puro azar. Langdon encontraba en él cierto aroma del pasado, de aquel pasado que tanto estimaba y que seguía saboreando a través de los libros. Solía afirmar que le habría gustado vivir en un siglo tan apacible como el XX, cuando las gentes apenas pensaban aún en conquistar nuevos planetas, y en el que, según informaban la mayoría de los cronistas, la humanidad dedicaba casi todos sus afanes a crear, construir y escribir poemas. Y además, pensaba ahora Langdon, entonces la estocastocracia no existía todavía.

    En aquel punto del jardín de Aroigne confluían dos pequeños valles. Las crestas de las colinas aparecían adornadas por tupidos coronamientos de árboles. Un potente chorro de aire, surgido de maquinarias invisibles, rechazaba las nubes e impedía la lluvia que amenazaba caer. De hecho, los chaparrones se desplazaban lentamente, evitando con cuidado los lugares ocupados por humanos en toda la superficie del jardín de Aroigne, y se movían guiados por cortinas de aire sutilmente dirigidas mediante los impulsos de un coordinador mecánico.

    Toda la naturaleza estaba trucada en algún sentido, o acondicionada cuando menos. Reinaba en el jardín de Aroigne, como en otros muchos jardines del planeta, una primavera casi eterna. En otros lugares se podía encontrar el invierno o el verano y, si las estaciones fluctuaban lentamente, lo hacían en la medida adecuada para ajustarse a las necesidades de la vegetación.

    Langdon se dirigió hacia su deslizador, que había dejado detrás de una espesura arbórea. Mientras leía no podía soportar la visión de ningún ingenio mecánico que le recordara su siglo, y si llevaba siempre consigo su televisor portátil —mejor dicho, auto—transportado— era por una última concesión a las costumbres de su tiempo, que le parecía abominable. Admitía ciertamente sus comodidades, aunque esto raras veces lo confesaba en público; en cambio, no solía escatimar críticas. Su deslizador era un aparato tan amplio como pasado de moda. Sin duda le habría sido fácil pedir a los repartidores otro más reciente, pero no tenía ganas de trasladar toda su biblioteca de uno a otro aparato, y tampoco habría soportado que los robots tocaran ninguno de sus libros. Además, los últimos modelos eran todos bastante más pequeños, y no habrían podido cobijar los casi treinta mil volúmenes con los que contaba su biblioteca y que él no quería sustituir por grabaciones miniaturizadas.

    La puerta del deslizador se abrió automáticamente cuando Langdon se aproximó al vehículo. Penetró en el enorme aparato ovoide y se dirigió en seguida hacia su biblioteca. Necesitaba reflexionar. Se instaló en una profunda butaca y puso en marcha el aparato de vibro—masaje. Estaba muy indeciso respecto a los movimientos que iba a emprender. Había decidido huir, pero el lugar a donde dirigirse permanecía bastante impreciso en su espíritu.

    En el pasado, y según los libros que había leído y cuyas encuadenaciones o cubiertas policromas acariciaba ahora maquinalmente con la mirada, reconociendo en cualquier detalle insignificante —aunque la distancia le impidiera descifrar los caracteres— los títulos y los autores, los héroes descritos en ellos huían por lo general de las ciudades donde eran acosados y se refugiaban en la naturaleza, donde bastante a menudo resultaban alcanzados. Pero en aquella Tierra del siglo XXIV no existían ya ciudades, a excepción de la Ciudad del Palacio. Así apenas le quedaba otra solución sino intentar el camino inverso, es decir, huir hacia una ciudad, justamente la del Palacio.

    Podría quizá desaparecer en ella, confundido entre el anonimato de una masa humana relativamente considerable; pero ello implicaba abandonar, al menos por algún tiempo, su deslizador y sus libros, idea ésta que le resultaba muy poco grata. Equivalía también, en cierto sentido, a meterse en la boca del lobo. Algo instintivo le decía que era preferible establecer la mayor distancia posible entre él y el Palacio del estocastócrata, si de veras pretendía escapar a su destino. Pero su razón insistía en sugerirle el criterio diametralmente opuesto. A nadie se le ocurriría buscarle en una ciudad que él tenía todos los motivos para detestar; a nadie, salvo a un robot. Había otra solución, pero también le obligaba a separarse de sus libros y era todavía más aborrecible que la primera: consistía en refugiarse entre los Indignos, en irse a vivir bajo tierra.

    Ciertamente, allí podría encontrar el mejor escondrijo y, por otra parte, la solución no carecía de ironía. En la historia del planeta sería sin duda la primera vez que un estocastócrata descendiera entre los Indignos. «De hecho», se dijo Langdon, «era también la primera vez que un hombre se negaba a ser estocastócrata después de haber salido legalmente elegido por las Máquinas del Azar».

    El televisor dio un pequeño brinco y se le acercó. La pantalla se encendió, apareciendo en ella el rostro de su madre. La expresión gozosa de aquel semblante le hizo comprender en seguida que ella estaba ya al corriente de la noticia, y que deseaba felicitarle. Langdon y su madre se veían muy pocas veces, y no porque existiera entre ambos el menor desacuerdo, sino debido a que ella sólo sabía vivir en un torbellino de fiestas y de actividades sociales. Langdon incluso atribuía a su infancia particularmente agitada su presente afición a los libros y a la soledad.

    —¡Bravo, Ingmar! — empezó diciendo su madre—. Estaba segura de que cualquier día iba a ocurrirte alguna cosa semejante. Mis amigas enloquecen de envidia. Y yo creo que esto va a hacerte mucho bien. Será necesario que prescindas de la compañía de tus libros, y pienso también… Sí. Nilan, que es un personaje muy importante, me lo decía justamente esta mañana. Pienso que deberías viajar, ir a ver lo que ocurre en las fronteras de la Confederación. Espero que todo ello no te impida venir a verme de vez en cuando…

    Langdon intentó encauzar el torrente.

    —Madre… —empezó.
    —¡Vamos, deja ya de llamarme así! Sabes cuánto lo detesto; me hace sentirme vieja. Tengo nombre, como todo el mundo, ¿no?
    —Sí, Clara —admitió él, tratando vanamente de borrar la contrariedad de su semblante—. Pero yo no tengo el menor deseo de ser estocastócrata. Me propongo rehusar.
    —¡Imposible! — cortó ella, triunfante—. La Constitución lo prohíbe formalmente. Sería demasiado fácil eludir tu responsabilidad. Por otra parte, ello te hará un bien enorme. Ya iba siendo hora de que emprendieras algo serio. He pensado además que vas a necesitar ahora una compañera. He pasado en revista a todas las…
    —A todas las hijas de tus amigas, ¿verdad? — adivinó Langdon con un profundo suspiro.
    —¡Oh! ¡Son también amigas mías!

    La mujer inició una larga letanía de nombres y de méritos.

    Langdon dejó de prestarle atención, aunque procuró fingir una expresión interesada. Su madre creía firmemente que la labor de un estocastócrata se limitaba a ostentar la presidencia de cierto número de fiestas y de banquetes, en los cuales ella esperaba participar. Langdon aborrecía de todos modos este tipo de actos, pero lo que vislumbraba de la estocastocracia parecía bastante peor. Gobernar iba a ser algo inevitable. Y lo que estaba ocurriendo en los límites de la galaxia habitada no simplificaría las cosas. Resultaba bien claro incluso para él, que se mantenía muy al margen de la actualidad política, que el estocastócrata de turno iba a padecer un reinado particularmente agitado. Lo deseara o no, su nombre permanecería con toda certeza en la historia.

    —…Y creo que la pequeña Sandra, Sandra Devon —seguía diciendo su madre, imperturbable— sería para ti una maravillosa compañera. Es una muchacha muy culta, y su padre era, justamente…
    —Escucha, Clara —interrumpió Langdon—. No tengo ganas de casarme, ni siquiera a título provisional. Mi anterior experiencia me resultó suficiente. Y tampoco me interesa probar ahora la de la estocastocracia. Perdóname, pero tengo mucho trabajo. Te llamaré luego.

    Y apagó el televisor rozándolo con la uña. Esperaba que su madre se diese por enterada, y confiaba también en poderse mantener el mayor tiempo posible al margen de sus combinaciones matrimoniales. Pero la pantalla volvió a encenderse de inmediato, y la imagen de un cetro resplandeciente no le dejó la menor duda sobre la categoría del nuevo interlocutor. Esta vez se trataba del Palacio mismo.

    —Su Señoría —pronunció la voz perfecta de un robot—: nuestra dicha es grande por haber logrado localizar al fin a Su Señoría. Nos ha sorprendido bastante no haber recibido ninguna llamada de Su Señoría. Hemos supuesto que Su Señoría ignoraba aún que acaba de ser nombrado Estocastócrata del planeta Tierra, y Alto Protector de los cien mundos. Las habitaciones de Palacio aguardan a Su Señoría, y los representantes de los cien mundos se considerarán muy honrados de poder hacer su presentación a Su Señoría dentro del plazo más breve. Es absolutamente necesario que Su Señoría asista a la conferencia que se celebrará mañana, y que tendrá por objeto estudiar el futuro de nuestras relaciones con los extranjeros. ¿Desea Su Señoría que le enviemos una escolta aérea?
    —¡No, no! — rechazó precipitadamente Langdon—. He de… ultimar aún algunos preparativos antes de acudir a Palacio. Deseo que se me deje en paz.
    —La Constitución es formal —recordó el robot—. Su Señoría deberá comparecer esta misma tarde en Palacio. No podemos garantizar convenientemente la seguridad de Su Señoría fuera de Palacio. Creo que sería preferible enviar esa escolta a Su Señoría.

    Resultaba del todo imposible lograr que un robot se retractara de sus decisiones. Langdon quiso ganar por lo menos algunas horas de respiro.

    —Estaré en Palacio esta misma tarde —aseguró—. Pero no me envíen ninguna clase de escolta.
    —Lamentaríamos en gran manera vernos obligados a tener que requerir a Su Señoría —declaró el robot—, por más que la Constitución no deja de prever expresamente el caso de no cooperación por parte del estocastócrata. Deseo a Su Señoría un buen viaje.
    —Gracias, gracias —farfulló Langdon, mientras se apagaba la pantalla.

    A tal punto temía que el robot volviese a insistir, que rodeó a su deslizador con un campo inhibidor. De este modo nadie podría establecer comunicación con él, salvo si le ocurría algún accidente grave. El derecho a la paz y al aislamiento estaba expresamente reconocido por la Constitución, y la mayoría de los deslizadores poseían tales circuitos.

    Langdon pasó revista a sus posibilidades. Viajando al azar y utilizando el campo inhibidor, confiaba en que lograría enmarañar su pista y escapar a la búsqueda durante varios días. Los robots de Palacio debían de estar tan poco familiarizados como él mismo con semejantes situaciones. Ello por lo menos le daría tiempo para reflexionar y encontrar algún lugar donde ocultarse con mayor eficacia. Un deslizador difícilmente pasaría desapercibido, pero, aproximadamente entre el centenar de millones de deslizadores que surcaban los océanos atmosféricos del planeta, los servicios de Palacio tendrían sus dificultades para encontrarle. Cuanto más pensaba en ello, menos le seducía la idea de tomar las riendas del poder. En otras circunstancias, quizás habría podido aprovechar sus nuevas funciones para iniciar una política cultural, pero la época era demasiado agitada, extremadamente agitada para un hombre como él. Se encaminó a la cámara de navegación y empezó a calcular su ruta.


    2


    El deslizador sobrevolaba a unos cinco mil metros de altitud, muy por encima del techo de aire impulsado, los límites boscosos del jardín de Aroigne. Las montañas de Frigia, que Langdon pretendía rebasar para escapar a los detectores, empezaban a perfilarse en el horizonte. Las estrellas centelleaban en un cielo casi negro, del que había desaparecido el sol. Langdon llevaba apagadas todas las luces exteriores. A la velocidad de trescientos kilómetros por hora con que se desplazaba, el peligro de una colisión contra otro deslizador rodeado de un campo inhibidor, era prácticamente nulo.

    Langdon pasaba revista mentalmente a los amigos en quienes cabía confiar para que le ayudaran a salir de aquella situación infernal. Eran ridículamente pocos: Froissart, el arqueólogo que sobrevolaba casi en permanencia las selvas africanas; Cora Dorval, que vivía en una antigua lamasería tibetana en Compañía de su marido de turno; Silven, el sismólogo, que estaría sin duda patrullando sobre el parque chileno; y, con un poco de suerte, Durban, que nunca permanecía más de una semana en el mismo lugar y que, cuando se hallaba en uno de sus raros períodos de lucidez, proseguía asiduamente sus investigaciones sobre las drogas y los alcoholes a través de la historia. Pocas personas en total, y la mayor parte de ellas eran tan rigurosamente incapaces como él mismo de emprender una acción rápida. El único que habría podido ayudarle eficazmente era Alexis Zoltan, el explorador, pero se podía apostar doble contra sencillo a que estaría lejos de la Tierra, aparte de que lo más probable era que le hubiese propuesto abandonar clandestinamente el planeta con su deslizador, agregándole a algún crucero intersideral.

    Si él hubiera tenido tan sólo la décima parte de amigos que SU madre, la situación le habría parecido mucho menos negra. Pero no los poseía, y en todo caso era poco probable que aquella clase de personas hubieran hecho algo en su favor.

    La estocastocracia se le apareció bruscamente como una incongruencia considerable. Nadie estaba menos calificado que él para negociar con los representantes de los cien planetas, sobre quienes la Tierra ejercía una autoridad precaria, cuando menos; ni para determinar qué política debía observarse para con los pueblos no humanos recién encontrados en los linderos de la Federación. Langdon ignoraba qué clase de existencia transcurría en otros lugares distintos a la Tierra, y la posibilidad de ver personalmente a los seres no humanos que algunos describían a veces en términos de repugnancia, le parecía que habría de serle físicamente insoportable. Eran los exploradores quienes debían ocuparse de tales seres y, en la medida de lo posible, mantenerlos apartados. La paz de la Tierra y el confort personal del estocastócrata sólo podían resultar perturbados por semejante contacto.

    Langdon desvió bruscamente el rumbo de su deslizador hacia las montañas de Frigia. Le faltaban unos diez minutos para entrar en la ilegalidad: los robots de Palacio se darían cuenta de que no acudía a tiempo a la Ciudad, y empezarían a buscarle. ¿Qué sucedería si no le encontraban? ¿Seguiría reinando el antiguo estocastócrata? Era imposible pues, para que las máquinas procedieran al sorteo de un nuevo estocastócrata, se hacía preciso que el anterior hubiese muerto o que sus facultades hubieran disminuido hasta un nivel inadmisible. Ello le trajo a la memoria algo chocante: los sorteos habían sido singularmente frecuentes durante los últimos tiempos; todavía no habían transcurrido dos años desde que tuvo lugar el último sorteo. ¿Cabía deducir de ello que el oficio de estocastócrata era particularmente demoledor?

    Observó unas luces muy por debajo de él. Sin duda se celebraba alguna fiesta en los contrafuertes de los montes de Frigia. Confió en pasar desapercibido, pese a la ausencia de nubes en el cielo. La silueta del deslizador ocultaría una parte del firmamento estrellado, pero había escasas posibilidades de que, desde tierra, alguien advirtiera una sombra tan minúscula.

    Al principio no comprendió lo que sucedía cuando el deslizador vibró bajo los efectos de la primera salva. Creyó instintivamente en alguna tempestad que los controles automáticos habrían dejado de prever. Maldijo a los robots meteorológicos e intentó ganar altura. Pero advirtió que algunos indicadores del tablero de a bordo, que habitualmente parecían cumplir una función decorativa, pasaban a emitir un destello rojo. Al tiempo, su olfato percibía un olor singular.

    El deslizador estaba ardiendo. Había sufrido un impacto debajo de la biblioteca, a nivel de la central de energía, y al menos uno de los generadores estaba fuera de servicio. Los demás procuraban mantener el aparato en línea de vuelo.

    La segunda vez pudo ver los proyectiles atravesar el cielo como un ramillete de fuego. Pasaron justo por delante de él y fallaron el blanco. La tercera salva iba a ser la buena. Ocurriría exactamente como en las novelas de acción del siglo xx: un disparo corto, un disparo largo y uno al blanco. Prefirió no esperar la confirmación de sus previsiones y picó frenéticamente.

    La tercera salva golpeó como un puñetazo al deslizador, justo detrás de la cabina. Las luces vacilaron y se apagaron dentro del aparato. En el tablero de a bordo sólo seguía encendida una lámpara de emergencia, y por la puerta abierta irrumpía en la cabina el resplandor fragoroso del incendio. Una poderosa corriente de aire helado invadió el interior del aparato, haciendo que los cristales de las ventanas volaran hechos pedazos y que el viento zarandeara a Langdon. El deslizador trataba desesperadamente de frenar su caída hacia los picachos de Frigia, pero era en vano. Langdon tuvo un reflejo que le salvó: echó mano de un dispositivo antigravedad, que aplicó contra su cuerpo, y cuyas correas le enlazaron dócilmente. Se lanzó después hacia la puerta de la cabina y saltó proyectado al vacío, haciéndolo lo más lejos que pudo del aparato. Empezó a descender suavemente, en tanto que el deslizador incendiado caía como una antorcha en la negrura. Cuando la cuarta salva lo alcanzó en varios puntos simultáneos, estalló en mil fragmentos de metal ardiente que pasaron silbando junto a Langdon. El resto se perdió en la noche. Langdon quedó flotando en solitario, como un insecto absurdo, a más de dos mil metros y entre dos acantilados inmensos, cuyas cimas veía apenas recortarse contra el cielo. Respiraba con dificultad y tenía miedo. Estaba cayendo inexorablemente hacia aquellos que habían tratado de matarle.


    3


    La estocastocracia era la culminación lógica de los métodos de gobierno tímidamente experimentados en las postrimerías del siglo XX, puestos a punto en el transcurso del XXI, e implantados definitivamente durante el XXII, en detrimento de todos los demás. A mediados del siglo XX, subsistían unos regímenes democráticos en los que se solicitaba a cada cual que expresara una opinión con respecto a una política a observar, pero ya empezaban a perfeccionarse unos sistemas de sondeo que permitían prever en principio la actitud de una gran masa humana frente a un problema determinado, o también su postura ante la elección de algún dirigente. Pronto estos métodos alcanzaron tal nivel de perfección, que llegaron a permitir la predicción infalible del resultado de las consultas populares, haciendo que éstas se redujeran a un simple formulismo. Cuando el empleo de robots empezó a generalizarse y las ciudades fueron cayendo en progresiva decadencia, porque las gentes preferían vivir en el campo o adoptar una existencia nómada, la práctica de tales formulismos se convirtió en algo cada vez más difícil. El porcentaje de abstenciones creció de un modo alarmante. Cundió sobre ello cierta inquietud en un principio y trataron de ponerle remedio, pero se acabó por admitir que el hecho obedecía a la naturaleza de las cosas. Resultaba mucho más fácil consultar a un contingente juiciosamente elegido y compuesto de una decena de miles de personas, antes que obligar a la votación a varios centenares de millones de indolentes adultos. Por la emigración hacia los mundos exteriores que se ofrecían a la colonización, la población de la Tierra disminuyó notablemente, hasta el punto de que la mayoría de los problemas clásicos que exigían una fuerte centralización, como el de la superpoblación, desaparecieron totalmente. Al mismo tiempo, lo esencial de las funciones coordinadoras y de control fue confiado a robots, que emprendieron sistemáticamente la tarea de convertir la Tierra entera en un jardín, y con ello aceleraron la decadencia de las ciudades. Las consultas populares desaparecieron pura y simplemente y, sin que nadie lo advirtiera apenas, fueron reemplazadas por los sondeos.

    Esta fue la época conocida en la historia bajo la denominación de Era de los Encuestadores. La honestidad de las operaciones exigía que la labor de sondeo, y más aún la formación de las muestras estadísticas, fueran confiadas a hombres situados muy por encima de cualquier sospecha. En efecto, habría sido muy fácil hacerse con el poder mediante el falseamiento subrepticio de las poblaciones a consultar. Los Encuestadores no siempre fueron ajenos a tales tentaciones pero, en su conjunto y en la práctica, cumplieron su cometido con suficiente honorabilidad. Acabaron por constituir una casta dotada de un sistema de principios en extremo rigurosos y que adquirió una categoría como de orden religiosa.

    Los métodos de sondeo fueron elevados a tal nivel de perfección, que se pudo confiar casi todo aquel cometido a la cibernética. Después de la crisis de Thule, que duró siete años y que motivó combates extremadamente violentos, los hombres aceptaron confiarse por entero a las máquinas y al azar para decidir la formación de las muestras. Consecuencia de ello fue un creciente desinterés frente a la política, lo que condujo, o coincidió simplemente, con una era de prosperidad tan total sobre la Tierra, que nadie pensó jamás en volver a los métodos primitivos. Pronto se demostró que no era necesario recurrir al muestreo para decidir la elección de los hombres llamados a presidir los destinos del planeta. Por mucho tiempo, los candidatos a puestos de responsabilidad se enfrentaban en apasionados torneos televisados durante los cuales podían hacer alarde de sus capacidades, mientras la muestra de la población decidía la elección final bajo el control de los Encuestadores. Pero los candidatos acabaron por escasear, y pronto se vio bien claro que los pocos que se presentaban obedecían menos al interés general que al afán de poder. El último grupo representativo consultado decidió que era preferible confiarse totalmente al azar, y que el sorteo era tanto o más adecuado que la polémica para elegir a un hombre justo e íntegro. Bastaba con eliminar previamente del sorteo a los intelectualmente deficientes o cuyo carácter evidenciase rasgos peligrosos. Las máquinas cuidaban de esta selección. Como el nivel intelectual de la humanidad se había elevado considerablemente gracias a la generalización del ocio y al perfeccionamiento de los medios educativos y culturales, el porcentaje de individuos inelegibles para ejercer el gobierno, sin llegar a ser desdeñable, acabó siendo muy escaso. La estocastocracia entró en la historia.

    En cierto número de casos, y a petición del estocastócrata y de sus adjuntos, la Constitución estocastocrática preveía expresamente que se pudiera recurrir a la consulta de un grupo muestra o incluso también de toda la población de la Tierra, posibilidad que el gran avance de las comunicaciones había hecho concebible. Pero esta cláusula de la Constitución cayó rápidamente en desuso, entre la satisfacción general.

    Los demás mundos adoptaron unos sistemas casi análogos al de la Tierra, a excepción de unos pocos y escasamente poblados que permanecieron fieles a formas antiguas de gobierno, tales como la monarquía, la dictadura, la aristocracia, la democracia o el partido único. Pero motivaciones históricas hicieron que se reconociera de manera implícita la supremacía del estocastócrata de la Tierra, quien reinaba de un modo eminentemente nominal sobre toda la Federación: servía de enlace simbólico entre los diversos planetas habitados, y ejercía el arbitraje en casos de conflicto. Sobre él recaía el difícil honor de definir la política que habría de aplicarse respecto a los extranjeros detectados en los confines del universo humano; a él le correspondería elegir entre la amistad o la hostilidad, entre la paz o la guerra.


    4


    El techo de aire impulsado le salvó. Sin él habría caído, con los restos de su deslizador, directo sobre la batería que le había derribado. Pero los acantilados ocultaban enormes ventiladores que proyectaban aire tibio hacia el fondo del valle para impedir que lo alcanzara la nieve. Sobre esta capa de aire invisible, impenetrable como vidrio, las inclemencias atmosféricas resbalaban todo el año, salvo quizás en lo más duro del invierno, cuando las tempestades se hacían numerosas y violentas.

    Langdon tuvo la impresión de tropezar con una superficie elástica cuando atravesó el techo de aire. Luego siguió descendiendo, derivando cada vez más lejos de los restos ahora invisibles del deslizador. Temblaba de miedo y de frío. El fondo del valle, debajo de él, aún no se distinguía. En algún, punto, muy lejos a su izquierda, sonaba el fragor de un salto de agua.

    Alguien había intentado matarle. Habían disparado sobre su deslizador con intención de no darle oportunidad de salvarse. Se trataba de un intento de asesinato fríamente calculado, y los medios empleados habían sido tan poderosos como insólitos. Recordaba perfectamente las salvas de proyectiles. ¿Quién utilizaba todavía en la Tierra un arma tan arcaica? En todo caso, alguien que sabía que los clásicos proyectores de rayos no podían dañar a un deslizador protegido por un campo inhibidor de energía. Y alguien que era capaz de localizar de noche a un deslizador cuya presencia no delataba ninguna luz.

    Un hálito de aire frío le rozó, y Langdon notó que se aproximaba al suelo. Después le arañaron unas ramas. Se protegió el rostro con las manos y confió en su paracaídas. El choque fue más violento de lo que esperaba. Sus pies resbalaron sobre una tierra blanda, haciéndole tambalearse unos instantes bajo el peso del dispositivo antigravedad y caer después de bruces. Rodó varias veces sobre sí mismo; el terreno presentaba fuerte pendiente, y Langdon temió no detenerse jamás hasta que, por fin, pudo asirse al tronco de un árbol. El peso del paracaídas era cada vez mayor al final de la caída, ya que el complicado sistema que actuaba sobre la gravedad estaba devolviendo la energía cinética acumulada durante el descenso. Langdon recordó fugazmente horribles historias de pilotos aplastados por sus paracaídas después del salto, al no haber acertado a liberarse de él. Tiró febrilmente de las correas, que se desprendieron, y el artefacto cayó inerte a su lado. Los pies se le hundieron un poco en el suelo y cesó todo movimiento.

    Langdon respiró hondo y accionó sus miembros. No tenía nada roto. Se hallaba sumergido en una oscuridad casi absoluta y sólo vislumbraba entre las ramas de los árboles, a través del dosel de aire, el leve temblor de las estrellas. Buscó sus gafas tanteando a gatas a su alrededor, pero fue en vano. Las había perdido en el momento de lanzarse al vacío, y debieron caer a lo más hondo del valle, cerca de sus agresores, entre los restos del deslizador.

    Sintió que un nudo le atenazaba la garganta. Había perdido su deslizador y, con él, su biblioteca de treinta mil volúmenes. Los repartidores le darían otro deslizador si salía con vida de la aventura, pero nadie podría devolverle sus libros.

    No podía permanecer allí pero, menos aún que antes, sabía hacia dónde dirigirse. Ignoraba en qué lugar se encontraba, y de haberlo sabido, pocas ventajas le habría proporcionado: no estaba acostumbrado a las marchas prolongadas y, menos aún, a hacerlo cuesta arriba. Un hombre como Zoltan habría vencido aquella dificultad con la sonrisa en los labios, pero Langdon no se parecía en nada al explorador.

    Por otra parte, pensaba menos en el peligro inmediato que en el significado del atentado. Su situación no parecía desesperada: llegada la luz del día, le sería fácil encontrar algún robot que diera aviso a Palacio. A no ser que, entre tanto, quienes habían disparado contra su deslizador se dieran cuenta de que había escapado y emprendieran su búsqueda para acabar con él. O que el frío aniquilara su resistencia. Era un frío menos intenso que el de la altura, aunque no dejaba de calarle hasta los huesos, y le sugería la tentación de encender una hoguera. Pero la idea de que el fuego sería también una señal para quienes le acechaban en la noche y quizás estaban buscándole entre los restos calcinados del deslizador, le hizo desistir de poner en práctica semejante deseo. Era preferible padecer la helada y salvar así su vida.

    No pudo ser ningún enviado de Palacio quien disparó contra él. Todavía le pertenecían algunos instantes de libertad cuando la primera salva alcanzó su aparato, y los robots nunca se habrían atrevido a poner en peligro la vida del estocastócrata. Tal vez habrían recurrido a medios enérgicos para convencerle, pero jamás a tal punto. Langdon no recordaba tampoco ningún enemigo personal. En cualquier caso, ningún enemigo que dispusiera de una antigua ametralladora antiaérea. Así, era al estocastócrata a quien habían intentado asesinar, no a Ingmar Langdon.

    Faltaba saber si semejantes atentados iban a repetirse. El robot le había dicho que su seguridad sólo podía ser garantizada dentro del propio Palacio. Langdon había escuchado aquella advertencia como una cláusula rutinaria, pero ahora estaba comprobando que respondía a una amarga realidad. Se preguntó cuántos estocastócratas habrían tenido el consuelo de una muerte natural durante los últimos años. Lo que acababa de suceder alteraba radicalmente sus proyectos. A dondequiera que se dirigiese a partir de entonces, nunca dejaría de ser el estocastócrata. Es decir, un hombre amenazado. Sólo el Palacio podría ofrecerle actualmente cierta seguridad. Era inútil que siguiera lamentando verse separado de sus libros.

    Estaba solo y no poseía ya nada. Era virtualmente el hombre más poderoso de la Tierra, pero nunca se había sentido tan desprovisto de todo. La cólera reemplazó progresivamente al miedo en su ánimo, llegando incluso a hacerle olvidar el frío. Haría uso de todo su nuevo poder para detener a sus agresores. Sin embargo, se dijo, quizá no debía confiar tanto en la seguridad ofrecida por Palacio. Sus enemigos encontrarían allí cien oportunidades para matarle. Poseía ahora, mejor que buenas razones, motivos más apremiantes para huir. Era preferible esconderse, vivir en la miseria, incluso en el universo subterráneo de los Indignos o hasta —¡fatalidad!— consentir en abandonar la Tierra, antes que perecer suntuosamente, envuelto en la púrpura de la estocastocracia.

    Se levantó agarrándose al tronco de un árbol. Le costaba mantenerse en pie, a tal punto era pronunciada la pendiente. Decidió buscar un refugio, alguna grieta entre las rocas donde poder cobijarse para esperar la luz del día. Con la madrugada, trataría de cruzar la cadena de montañas y de alcanzar alguna de las entradas al mundo de los Indignos. La Tierra entera le creería muerto, se sortearía a otro estocastócrata, y él podría recobrar la paz y hasta quizá volver a reunir otros libros.

    Debió adormecerse varias veces sin darse cuenta, encajado entre una pared rocosa y el tronco de un alerce cuya copa parecía perderse en las estrellas. De vez en cuando despabilaba y examinaba entonces la oscuridad. Crujidos, rechinamientos, gritos de animales en la lejanía, el rumor de una fuente, nada a lo que no estuviera habituado; los ruidos conocidos del jardín planetario. Pero la última vez que se desveló empezó a notar un zumbido distante que, al acercarse, pasó a ser agudo y a semejar el acoso de un insecto furioso y vacilante. En el gris incipiente del cielo distinguió la presencia de una luz movediza. Le buscaban. Langdon se agazapó. No le interesaba ser visto.

    La luz descendió oblicuamente y luego desapareció tras la cortina arbórea. Langdon se creyó salvado. Pero el zumbido cesó totalmente y el resplandor de un potente foco empezó a rasgar las sombras entre los arbustos. Langdon se deslizó a lo largo de la pared y comenzó a arrastrarse. Sus perseguidores no tenían la menor probabilidad de encontrarle. El resto de oscuridad protegería su retirada y, al llegar el día, aprovecharía las quebradas del terreno y los matorrales para ocultarse.

    —¡Langdon! ¡Langdon!

    Le estaban llamando. Una voz de mujer, desfigurada por el eco, por la distancia o por un megáfono. Los rayos del foco barrían la pared rocosa y, repentinamente, se inmovilizaron sobre él. Trató de hundirse en la tierra, de ampararse detrás de la hojarasca, pero el disco deslumbrante de luz no le abandonaba.

    —¡Salga de ahí, Langdon! No tema. He venido a recogerle.

    «¡Una trampa!», se dijo Langdon. Tal vez sus perseguidores le supondrían armado, y esperaban a que se levantara bañado de luz para, desde la espesura, fulminarle con el disparo de un rayo o con las ráfagas de algún arma prehistórica.

    La voz se impacientaba.

    —¡No se comporte como un imbécil, Langdon! ¡Salga ya de una vez!

    «¡No me cazarán!», pensaba él. Recordaba a los héroes de antiguas novelas policíacas, acosados en la noche, y los helicópteros revoloteando sobre ellos como buitres, y los automóviles surcando las carreteras que existían en aquellos tiempos, y las voces que intercambiaban a través del éter extrañas indicaciones e informaciones mortales. En aquel entonces se empleaban también unos perros especialmente entrenados. Aquello, por lo menos, no existía ya. Habría sido una época salvaje y excitante, y, en cierto sentido, Langdon estaba reviviéndola. Esta idea le infundió suficiente valor para levantarse y echar a correr. Si podía alcanzar el salto de agua y franquearlo, era probable que lograra salvarse. Podría incluso ascender más alto que el techo de aire, esconderse en la nieve y burlar a sus enemigos gracias al frío y a la altura.

    Pero unas raíces aprisionaron uno de sus pies y le hicieron caer cuan largo era. («¡Señor, qué descuidado está este parque!» pensó). El foco no había dejado de alumbrarle. Miró desde el suelo y vio las piernas de su perseguidora, ceñidas hasta la rodilla por unas finas botas de piel. Un dolor lacerante le atravesó el tobillo, pero no hizo caso y permaneció tendido, inmóvil sobre los codos, deslumbrado por la luz e incapaz de distinguir las facciones de la que le atormentaba. Contrajo su cuerpo y esperó el chasquido seco del arma o el destello verde del gaser, la más temible entre las armas personales, capaz de emitir un haz de rayos gamma tan penetrante como una aguja.

    —¡Langdon, pobre muchacho! — dijo la mujer—. ¡Habrá pasado usted una noche horrible!

    Redujo la intensidad del foco y avanzó hacia él. No parecía abrigar intenciones hostiles.

    —¡Me rindo! — ofreció Langdon—. ¡Me rindo, no dispare! Haré lo que ustedes quieran. Abandonaré la Tierra. No es necesario que me maten.

    Ella pareció sorprenderse.

    —No tengo ninguna intención de matarle, Langdon. He venido a buscarle. Ya no debe temer usted nada. Se han marchado. No he podido acudir antes porque temía guiarles hacia usted. No son unos tipos muy inteligentes: habrán supuesto que usted no se atrevería a saltar fuera del aparato.

    Langdon trató de incorporarse, pero su tobillo le falló. Acabó por conseguirlo agarrándose al tronco de un árbol, aunque evitó tocar el suelo con su pie derecho.

    —¿De veras no pretende usted matarme? — preguntó.
    —¡Claro que no! — contestó ella—. He venido para salvarle.

    Langdon suspiró profundamente.

    —¡Mis libros! — se lamentó—. ¡Mis pobres libros!

    La mujer se echó a reír y él tuvo conciencia del ridículo de su reflexión. La tenía ahora muy cerca de sí. Era muy joven y, por lo que pudo juzgar entornando los ojos para combatir la niebla de su miopía, también bonita.

    —Mi aparato está un poco más abajo —dijo ella—. No puedo hacerlo subir hasta aquí por causa de los árboles. Pero más vale desconfiar y marcharnos de prisa. Es posible que hayan dejado algún observador.

    Esta idea devolvió las fuerzas a Langdon. Estaba de acuerdo en partir hacia cualquier lugar, siempre y cuando se tratara de abandonar aquel valle que la luz del amanecer matizaba con tonos siniestros.

    —¿Cómo ha conseguido usted encontrarme? — preguntó.

    Ella deslizó un hombro bajo el brazo derecho de Langdon y le ayudó a sostenerse. Con ello le permitiría desplazarse apoyando lo menos posible su pie maltrecho sobre el suelo. La joven era evidentemente vigorosa, pese a su apariencia frágil.

    —Gracias a su paracaídas —aclaró—. Durante más de una hora después de su descenso, su masa todavía era detectable. Me extraña que ellos hayan olvidado este detalle. Habrán preferido abandonar en seguida el lugar del atentado. También me guió el calor de su cuerpo.

    Y señaló con la mano libre un detector de infrarrojos que colgaba de su cintura.

    —¿Quién es usted?
    —Sandra… Sandra Devon.

    Langdon rebuscó en su memoria. El nombre no le era del todo desconocido. Y estalló repentinamente al recordar:

    —¡Ha sido mi madre quien la ha enviado! Ella, ¿verdad? ¡Para que se case usted conmigo! Ha sido ella quien lo ha tramado todo. ¡Márchese! ¡Déjeme aquí! Prefiero reventar solo en ese agujero…
    —¡Está usted loco! — protestó ella—. Su madre nada tiene que ver en este asunto. ¿Desea usted realmente que le deje aquí, con este frío, con sus desvaríos como única compañía?
    —No —admitió él.
    —Yo le he seguido porque… —La joven se mordió los labios, vaciló, y se decidió luego—: Es que mi padre era…
    —No deseo saber nada —gruñó Langdon—. Sáqueme de aquí y cállese.

    Ella no replicó y anduvieron en silencio hasta alcanzar el aparato. Langdon sofocaba de vez en cuando un gemido cuando su pie lastimado rozaba el suelo. Le pareció que la muchacha no hacía absolutamente nada para evitarle el dolor. El agotamiento cayó sobre él como un mazazo. Permitió que ella le izara hasta la minúscula cabina del aparato, que parecía casi un juguete.

    —Espere aquí —dijo la joven—. Voy a recoger su paracaídas. Mejor será no dejar ningún rastro.

    Langdon aguardó diez minutos, entrando en calor poco a poco gracias a la tibieza de la cabina. Sandra regresó, arrojó el paracaídas detrás de los asientos y despegó verticalmente. Salieron del valle como por la boca de un pozo.

    —¿Adonde vamos? — preguntó Langdon.
    —¿Dónde quiere usted que vayamos? — replicó ella con sequedad—. A Palacio, por supuesto.

    Esta vez no había escapatoria. El cepo se había cerrado sobre Ingmar Langdon. No supo si debía lamentarse o regocijarse cuando vio los cruceros ligeros de Palacio, adornados con la insignia del Cetro del Azar, que surgían procedentes de la Ciudad y formaban a su alrededor en silenciosa escolta.

    La joven no despegó los labios durante todo el viaje, y él lo aprovechó para reflexionar. Aquel nombre, Devon, le recordaba algo. Su madre había empezado a referirse al padre de Sandra. Cuando Langdon vio elevarse sobre el llano las torres de la Ciudad y recortar su perfil como picachos contra el cielo, acabó de recordar y comprendió que era quizás el único hombre en el planeta capaz de olvidar a tal punto lo que significaba el nombre de Devon.

    El anterior estocastócrata se había llamado Devon. Y ahora Langdon ya no dudaba de ello: había muerto asesinado.


    5


    El dilema era de una sencillez infantil, y justamente esa Sencillez lo convertía en terrorífico. ¿A quién podía interesar la muerte de un estocastócrata? ¿Al sucesor? No era ciertamente él, Ingmar Langdon, quien pudo pensar en asesinar a Abram Devon; si hubiera dependido sólo de él, Devon habría vivido todavía un siglo. ¿Podía ser entonces el que ocuparía el lugar de Langdon de haber perecido éste en el atentado? Pero nadie podía prever quién saldría elegido. Todo el sistema estocastocrático se basaba en la imposibilidad de predecir la elección del azar. ¿Acaso la ambición política había enloquecido a algún humano hasta el punto de inducirle a asesinar a todos los estocastócratas mientras no fuera elegido él? Era del todo inconcebible; si un humano hubiese manifestado semejante aberración psicológica, habría sido confinado inmediatamente entre los Indignos.

    ¡Salvo que las máquinas fuesen corruptibles! La muerte de Langdon y el reciente atentado apenas admitían otra interpretación. Para que algún hombre o alguna organización pudiesen sacar un beneficio de aquel juego mortal, era preciso que tal hombre u organización fueran capaces de predecir el futuro O, mejor aún, de influir sobre las decisiones de la Máquina del Azar. Y si el futuro dejaba de ser impenetrable e incorruptible, las máquinas y el mundo entero se vendrían abajo. La estocastocracia se convertiría en un campo de batalla donde se enfrentarían todas las ambiciones y todos los poderes subterráneos, y el estocastócrata sería normalmente el último en enterarse de ello: sólo lo comprendería en el momento de morir.

    Langdon vislumbró otra posibilidad. Febrilmente trató de recordar los escritos de los historiadores del pasado, que habían conocido parecidas crisis políticas. En aquel entonces habían existido siempre ciertos individuos o clases sociales cuyo interés más o menos justificado pretendía la destrucción sistemática de las estructuras políticas del momento. Por regla general se trataba de individuos o clases que solían encontrarse marginados del ejercicio del poder. En el presente, aquello venía a coincidir con la situación de los Indignos. Sólo los Indignos podían odiar a una estocastocracia que les tenía confinados bajo tierra lo suficiente como para querer destruir ciegamente y sin ninguna piedad a todos los estocastócratas. Podían incluso tratar de aterrorizar a cualquier estocastócrata en potencia, para que nadie se atreviera ya a sostener entre sus manos el Cetro del Azar y para que los elegidos prefirieran la huida a una muerte cierta. Quizá por esta razón, el Palacio rodeaba con tan tenaz silencio las circunstancias en que fallecían los estocastócratas.

    Un leve rumor arrancó a Langdon de sus sombrías reflexiones. Alzó la mirada hacia el robot que le estaba dando masajes en el tobillo y advirtió la llegada de otra máquina, ésta androide, que se inclinaba respetuosamente ante él. Un rayo de sol brillaba sobre la anatomía metálica del robot.

    —El Repartidor Nilan desea ver a Su Señoría.
    —Hacedle entrar —contestó Langdon, y solicitó—: ¿Nadie puede facilitarme unas gafas? Las he pedido ya, y…
    —Hemos aconsejado a Su Señoría una ínfima operación —contestó respetuosamente el robot—. En último extremo, podemos proporcionar a Su Señoría unas lentes de contacto; el uso de las gafas es incompatible con la dignidad y el cargo de Su Señoría. A los representantes de los cien planetas podría parecerles inconveniente que un accesorio tan arcaico desfigurase el rostro de Su Señoría.

    Langdon carraspeó, resignado. El problema de los robots era que nunca le dejaban a uno decir la última palabra. Eran tan terriblemente respetuosos de los derechos como celosos de los deberes ajenos, y poseían un riguroso sentido del protocolo.

    El Repartidor Nilan entró con paso solemne. Toda su persona revelaba majestad, desde su largo cabello blanco que enmarcaba un rostro severo realzado por una cuidada barba, hasta su toga verde ribeteada de piel rojiza. Ceñía su cintura una cadena de oro y lucía enormes sortijas en cada uno de sus dedos. Langdon notó que mantenía los puños apretados casi siempre. Conocía ya a Nilan por ser éste amigo de su madre, y sabía hasta qué punto se enorgullecía el hombre de su título de Repartidor. Aquel cargo era poco más o menos la única función pública todavía no adjudicada por medio del azar. Bastaba con solicitarlo para poder obtenerlo, siempre que el puesto estuviese vacante y el aspirante reuniera ciertas condiciones. Sus obligaciones no eran por lo demás nada agobiantes, ya que lo esencial del trabajo corría a cargo de los robots, pero la buena sociedad estocastocrática nimbaba al designado con una aureola de prestigio. Justificadamente o no, los Repartidores eran considerados como los herederos de los Encuestadores. En principio estaban sometidos a la autoridad absoluta del estocastócrata, pero actuaban como consejeros e influían a menudo en su política.

    Nilan hizo una señal a un robot y éste le acercó un asiento, donde el dignatario se instaló frente a Langdon; no había juzgado necesario hacerle reverencia, cosa que Langdon le agradeció ya que, al contrario que los robots, detestaba el protocolo.

    —Me alivia en gran manera ver que Su Señoría ha salido ileso del atentado que alguien había urdido para poner fin a su vida —pronunció Nilan con voz suave—. El azar le protege, es evidente, y le hará vivir para permitirle el cumplimiento de grandes cosas.
    —Le agradezco su interés —contestó Langdon con voz ronca.

    Ardía en deseos de hacerle preguntas al Repartidor, quien conocía mejor que él la situación política, pero no se atrevía a encauzar la conversación hacia un terreno tan espinoso. Nilan se le anticipó.

    —Espero que Su Señoría tendrá empeño en perseguir y castigar a sus agresores —empezó.

    Langdon se removió en su asiento.

    —Ah, yo… Supongo que los servicios del Palacio van a ocuparse de ello, ¿no? De no ser por esa muchacha, Sandra Devon, me temo que habría salido muy mal librado del asunto. Usted conoció a su padre, ¿verdad?
    —¿A Devon? ¡Ah, sí, desde luego! Un hombre muy notable, arrebatado a nuestra admiración y, me atrevo a decirlo, también a nuestra veneración en la flor de la edad.
    —¿En qué circunstancias murió?

    Nilan insinuó una expresión de sorpresa.

    —Un accidente de caza —explicó tras un instante—. Se le encontró muerto en el parque de Hespar, con su arma junto al cuerpo. Corren toda suerte de habladurías incluso en un palacio como éste, pero se ha insistido mucho en que el peso de su cargo llegó a alterar su equilibrio mental. Inútil es decir que, por mi parte, jamás he compartido semejante tipo de suposiciones.

    El Repartidor se puso en pie y anduvo hasta el ancho ventanal que se abría sobre el vacío. Ante él se extendía la Ciudad del Palacio, una sucesión de estructuras cuya altura iba decreciendo hasta perderse entre los árboles de los bosques próximos, y cuyas formas revestían en aquel momento todos los matices del arco iris. La Ciudad del Palacio podía cobijar a varios millones de personas, pero raramente la habitaban más de algunos centenares de miles de habitantes. Contenía todos los archivos de la Tierra y buena parte de los pertenecientes a otros mundos. Albergaba también en sus edificios y subterráneos la mayoría de las grandes máquinas que aseguraban la coordinación de las funciones vitales, y podía ser considerada como el cerebro del planeta, por no decir de todo el universo.

    —Sin embargo —prosiguió Nilan—, opino que, en interés del sosiego del estocastócrata y en beneficio de su salud, por la que tanto velamos todos, conviene que Su Señoría confíe en los consejos de sus adjuntos, que no tema compartir con ellos el grave peso de sus responsabilidades. A este respecto, justamente, el estocastócrata Devon era un hombre dotado de una fuerte personalidad, poco comunicativo, diría incluso que receloso, nada propenso a confiar en sus adjuntos. En resumen, que decidía siempre por sí solo. Y, por más que yo no haya suscrito nunca las insidias que he recordado hace un momento, a veces me he preguntado si la excesiva magnitud de su empeño pudo llegar o no a exceder sus fuerzas.

    Langdon separó su pierna del masaje que le estaba dando el robot y puso cara de desagrado. La advertencia de Nilan le parecía muy clara, demasiado clara.

    —¿Y si hubiera sido asesinado? — preguntó con voz neutra.

    Nilan giró en redondo sobre sí mismo.

    —¡Ah, no lo crea! El asesinato es un hecho inconcebible hoy en día, y menos aún el de un estocastócrata. Es imposible que ocurra. Se han tomado todas las precauciones. Comprendo que sienta usted recelo después de su atentado pero, aun siendo inevitable que un estocastócrata tenga cierto número de enemigos, nada puede sucederle en realidad.
    —¿Qué clase de enemigos?

    El grave semblante de Nilan expresó sorpresa.

    —Los demócratas, por ejemplo. Ya sabe usted que pretenden el derrocamiento de la estocastocracia.
    —Me figuraba que este movimiento había desaparecido hacía siglos.
    —Está usted en un error, mi querido Langdon, en un grave error. En nuestros días aún existen algunos hombres que desean volver a cosas tan arcaicas como los sufragios y las elecciones. Puede usted encontrarlos, incluso, en los pasillos de este mismo Palacio. No diré que todos sean fanáticos, pero…
    —¡Que se les confine entre los Indignos! — rugió Langdon—. No quiero que me asesinen dentro de mi propio Palacio.
    —No lo piense más, Langdon. Podría provocar un escándalo tremendo. Y aquí nadie piensa en atentar contra su vida. Es probable que, fuera de la Ciudad, algún que otro demócrata pueda dejarse llevar por culpables extremismos, y admito que, incluso aquí, conviene tenerlos muy vigilados. Precisamente deseo ponerle en guardia respecto a este caso, aunque se trata de algo tan delicado que apenas me atrevo a mencionarlo.
    —Explíquese.
    —Francamente, temo causar una impresión desfavorable a Su Señoría.
    —Le ordeno que me informe.

    Langdon decidió que había llegado el momento de imponer su autoridad.

    —Debo referirme a la joven Sandra Devon. Ya sé cuánto le debe usted, pero su inexperiencia la induce a no ocultar sus simpatías hacia el movimiento demócrata. Temo incluso que pudo ejercer alguna influencia perniciosa sobre su padre. Tal vez sería preferible que la alejara usted de su lado.
    —Lo pensaré —contestó Langdon.

    Estaba imaginando la cara que pondría su madre si hubiese oído a Nilan.

    —No es tan urgente. Me había propuesto someter a la consideración de Su Señoría otros asuntos más serios, pero temo excederme robándole su tiempo. ¡Oh, sí, me consta cuan precioso es ese tiempo! Por ello he preparado algunos folios relativos a la conferencia interestelar de esta tarde, ya sabe, sobre la conducta a decidir con respecto a los extranjeros. He escrito estos pliegos de mi puño y letra, pues me consta su aversión a las grabaciones. Como puede usted ver, la cultura no se ha perdido aún del todo.

    El Repartidor extrajo unos papeles de las profundidades de su toga.

    —Puede leer esto con todo sosiego. He creído conveniente que Su Señoría posea un criterio sobre el tema antes de asistir a su discusión. No tiene que agradecérmelo. He obrado espontáneamente. La amistad que me une a la madre de Su Señoría, y que me honra…
    —¡Oh, gracias, gracias! — farfulló Langdon.
    —Hasta pronto —concluyó el Repartidor—. No vacile en llamarme si necesita alguna aclaración. Soy de esos hombres siempre dispuestos a colaborar.

    La puerta lo engulló silenciosamente. Langdon desplegó los folios, pero la escritura apareció borrosa ante sus ojos.

    —¡Dadme ya esas lentes de contacto, por favor! — concedió, dirigiéndose al robot.


    6


    De modo que, lo deseara o no, ya desde el primer día de su reinado Langdon se veía envuelto en las intrincadas intrigas palaciegas. Tendría que escoger entre el firme poder persuasivo de Nilan y la hostilidad declarada de los demócratas. A poco que el entendimiento con los cien planetas resultase tan precario como la seguridad del estocastócrata, sus dificultades parecían muy lejos de disminuir. Y no se vislumbraba ninguna clase de escapatoria. O quizás una sola, la definitiva. Langdon maldijo a las Máquinas del Azar, que le habían condenado a semejante destino.

    Advertía cada vez más su falta de fibra política. Sin embargo, las consideraciones que se le hacían no le dejaban del todo indiferente. Le parecía comprender los motivos por los cuales algunos ambicionaban el cargo de estocastócrata. Pero si las cosas se ponían para él demasiado intolerables, pensó que siempre le quedaría el recurso de desaparecer del escenario de la vida. Consideró dos o tres veces aquella posibilidad, sin que acabara de convencerle. Y, con todo, el hecho parecía sugerir curiosas derivaciones. Si nadie podía asesinar a un estocastócrata, ¿existían acaso medios para inducirle al suicidio? Su memoria le devolvió una de las frases de Nilan. ¿Contenía quizá la respuesta al enigma de la muerte de Devon? Langdon se volvió hacia el robot que volvía a insistir con sus masajes. Podía plantearle seguramente la cuestión, ya que todas las memorias de los robots estaban conectadas entre sí y de hecho sólo formaban una sola y gigantesca entidad mecánica.

    —Dime una cosa —empezó con voz tranquila—: si yo decidiera suicidarme, ¿me lo impedirías de algún modo?
    —La Constitución prohíbe el suicidio del estocastócrata —contestó el robot sin interrumpir su tarea—. Tenemos la misión de evitar que nada pueda amenazar la seguridad de Su Señoría, y de hacerlo si es preciso contra su propia voluntad.

    Aquello aclaraba suficientemente sus dudas. Los robots estaban presentes en todo lugar, y eran infalibles. Empezó a comprender que una guardia especial, aunque invisible, protegía al estocastócrata a partir del mismo momento en que éste penetraba en Palacio. Por tanto, Devon no pudo ser asesinado, y tampoco había podido suicidarse. A no ser que las máquinas fuesen corruptibles.

    En definitiva, consideró Langdon arrellanándose en su butaca y dejando que el robot le colocara en los ojos las lentes de contacto, todo aquello prometía ser tan apasionante como las novelas de los tiempos antiguos. Y quizá no menos peligroso.

    Tomó los pliegos cubiertos con la primorosa escritura de Nilan y empezó a leerlos.


    7


    Durante los cuatro siglos precedentes, los hombres se habían lanzado como una oleada a la conquista del espacio. Avanzaban y luego cedían como para recobrar el aliento, reanudando después su progresión al ritmo de la expansión demográfica y de los adelantos científicos. Primero llegaron a los planetas y luego se atrevieron con las estrellas. Al principio, las estrellas más próximas fueron alcanzadas por astronaves que se movían a velocidades inferiores a la de la luz, y luego se pasó a las estrellas relativamente lejanas cuando los transespacios vencieron las distancias. Existían pocos límites para la distancia que podía franquear un transespacio, llamado antaño viromateria. Pero, debido a que la energía absorbida aumentaba con la distancia recorrida, surgía una limitación práctica en cuanto a la profundidad de los abismos que los hombres eran capaces de explorar. La penetración humana, como un gran pulpo de múltiples brazos, hurgaba así hacia el corazón de la galaxia.

    En cada una de dichas etapas, en cada nuevo salto hacia lo desconocido, el hombre se había sentido animado por un gran temor y por una esperanza: el temor y la esperanza de encontrar otra especie inteligente; la esperanza de ver sus experiencias y su dominio de la materia incrementados gracias a una ciencia ajena, y el temor de ver amenazadas su seguridad y su libertad. Durante los primeros tiempos de la conquista del espacio se descubrieron, incluso dentro del sistema solar, algunos vestigios del paso muy remoto de razas inteligentes. Ciertas leyendas con más de cuatro siglos de antigüedad, relatos que procedían de mucho antes del conflicto de Thule, pretendían dar noticia de un ser mítico, llamado por unos Jor Arlan y Jorge Beyle por otros; un ser ni completamente humano ni totalmente máquina, que había establecido contactos con ciertas civilizaciones no terrestres. Pero pocos eran los hombres que recordaban aquellas leyendas. Por la unificación de la cultura y la desaparición de las inquietudes políticas, a los hombres dejó de interesarles la historia, por lo menos en la Tierra. Langdon conocía aquellos relatos, pero nunca les había concedido mucho crédito; concluían todos de un modo singular, confesando su ignorancia y señalando simplemente que Jor Arlan había desaparecido al emprender un viaje inmenso que debía llevarle a los límites de la galaxia y, en su proyecto primitivo, mucho más allá, hasta las nebulosas lejanas. Este final tan ambiguo coincidía curiosamente con otros mitos todavía mucho más antiguos y que se referían al reinado y a la desaparición de unos dioses que iban a regresar al finalizar los tiempos, mitos cuya índole fantástica había quedado bien establecida, por lo que Langdon creía firmemente que la historia de Jor Arlan no era más que una última versión de aquellas supersticiones ancestrales.

    A falta de tales leyendas, el temor y la esperanza con que el hombre buscaba poner término a su soledad en el universo acababan de encontrar una justificación: en los confines del ámbito humano, y tomando inmensas precauciones, las naves habían establecido contacto con un imperio extranjero. Como se trataba de navios exploradores y comerciales, unos y otros pendientes de su misión y mal equipados para llevar a cabo una verdadera investigación científica, las informaciones facilitadas adolecieron durante largo tiempo de vaguedades y contradicciones. La Tierra sospechaba incluso que algunos planetas vasallos se guardaban ciertos detalles. Pero, de pronto, ante la amenaza potencial que para los mundos más periféricos representaba la presencia de una cultura y de una tecnología increíblemente poderosas, todos se decidieron a recurrir al estocastócrata. Comprendían perfectamente que, tanto en la paz como en la guerra, nunca conseguirían por sí solos llevar a buen término la inmensa tarea de averiguar las intenciones de los extranjeros; sería necesario, como mínimo, el esfuerzo común de todos los recursos de la humanidad.

    El texto de Nilan describía en resumen los pasos ya efectuados, los contactos prudentes y hasta entonces rigurosamente neutros que se habían realizado. En los recovecos del espacio, entre las estrellas, dos especies se observaban. Los humanos apenas podían describir, empleando en ello palabras singularmente inadecuadas para los nuevos conceptos desvelados, las características de los extranjeros. Apenas si sabían algo de su organización social, de su aspecto individual si es que lo tenían, de su lenguaje en el supuesto de que lo poseyeran. Desconocían incluso —lo que era más grave— si los extranjeros disponían por su parte de informaciones más o menos exactas sobre la sociedad humana. De hecho, las noticias llegaban a través de tantas lenguas, sociedades, espacio y tiempo, pasaban por tantos intermediarios que las interpretaban y tamizaban a su manera, que su validez resultaba enojosamente incierta.

    El informe de Nilan pretendía ser objetivo. Abundaba en referencias y evitaba las conclusiones en uno o en otro sentido. Sin embargo, leyéndolo una y otra vez, Langdon pudo intuir a través de las palabras una especie de intención oculta, algo que habría podido pasar inadvertido a un lector superficial y que le habría sugerido en tal caso, inconscientemente, una política y una conducta a observar, pero que la sagacidad y la formación de Langdon sometía a un análisis más riguroso y le hacía considerar el texto con cierto recelo. Era éste un detalle que Nilan había descuidado; el mismo cuidado que el Repartidor ponía en elegir sus términos persuadía a Langdon de que aquél trataba de influenciarle. La aparente amabilidad de Nilan al entregar a Langdon un texto escrito en lugar de una grabación, venía así a volverse contra su autor: aquel informe redactado en forma imperativa, tendenciosa y ligeramente impregnada de megalomanía, traicionaba las verdaderas intenciones del Repartidor.

    El criterio implícito de Nilan aparecía bien claro: deseaba un conflicto entre los hombres y los extranjeros, sin imaginar siquiera la posibilidad de un entendimiento con una forma de inteligencia tan distinta de la humana. Aunque no lo decía con claridad, venía a considerar fríamente la necesidad de una guerra. Era evidente que para él la única alternativa consistía en vencer o desaparecer. Aquello respondía a una concepción del mundo que, en el fondo, Langdon habría compartido de buen grado: los extranjeros le eran del todo indiferentes; cualesquiera que fuesen sus intenciones, no dejarían de producir grandes trastornos al equilibrio de la galaxia humana, y una ola de innovaciones se propagaría inexorablemente desde los confines del espacio conocido hasta la misma Tierra. La idea desagradaba mucho a Langdon, y daba por descontado que también sería muy mal acogida por la gran mayoría de sus semejantes. Pero el simple hecho de que alguien tratase de persuadirle con propios y mayores prejuicios, no irritaba menos a Langdon. No era hombre que se dejase avasallar por las palabras y, aunque no tuviera la menor pretensión de poseer una política definida, tendría que demostrar que nadie podía manejarle tan fácilmente. Era casi un asunto de vanidad profesional.

    Si el punto de vista de Nilan era claro, sus íntimas motivaciones lo eran mucho menos. ¿Qué ventajas podía reportarle al Repartidor un conflicto entre los hombres y los extranjeros? Cabía suponer que la trama del informe delataba en realidad sus convicciones, pero era mucho más probable que apuntara de hecho a un objetivo distinto. ¿Cuál? ¿Actuaba él solo en aquel plan? ¿O quizá representaba a todo un grupo que, a través del Repartidor, intentaba ganar para su causa al estocastócrata? La segunda posibilidad era mucho más verosímil.

    Langdon vaciló. Ahora que su pierna dejaba por fin de atormentarle, he aquí que una excitación y unas tensiones a las que no estaba habituado venían a traerle nuevos mareos. Y aquella misma tarde le sería preciso asistir a la conferencia interestelar, tratar de desentrañar la complicada madeja de los móviles, las opiniones y los intereses en juego. El universo entero se había complicado de un modo singular en sólo veinticuatro horas.

    Una voz le hizo volver la cabeza. Le llamaban por su nombre.

    —¡Ingmar! ¡Ingmar!

    Langdon buscó maquinalmente con la mirada alguna silueta femenina en la espaciosa y vacía sala. Sus ojos se volvieron después hacia el ventanal y vio a Sandra Devon, que parecía flotar en el vacío en equilibrio inestable. La muchacha se apoyaba con una mano en el marco de la ventana y no manifestaba temor, pese a su peligrosa situación. El suelo quedaba por lo menos seiscientos metros más abajo.

    —Necesito hablarle, Ingmar.

    Langdon se acercó cojeando hasta el ventanal. Ningún cristal establecía separación con el vacío, a diferencia del sistema empleado en los deslizadores. Una simple cortina de aire mantenía una compartimentación casi estanca entre la atmósfera interior del edificio y la exterior. Y algún campo de fuerza invisible desempeñaría sin duda el papel de una cornisa que reflejaba el aire hacia arriba. Sandra se mantenía en equilibrio sobre esta cornisa.

    Langdon le tendió una mano y ella entró con un movimiento ágil. El nuevo estocastócrata suspiró profundamente; no estaba acostumbrado a ver a más de una persona por semana, y aquella profusión de visitas empezaba a fatigarle.

    —¿Qué locuras son éstas? ¿Por qué no ha entrado por la puerta?
    —Usted dijo que no quería volver a verme. Además, desconfío. Los muros y los pasillos de este palacio suelen tener ojos.

    Langdon miró a su alrededor. Sólo el robot tenía cierta apariencia de cosa viviente.

    —Llevo un anticaída. Creo que, incluso en caso de perder el equilibrio llegaría al suelo sin quebrantos.
    —¿Lo cree nada más?

    Ella meneó la cabeza.

    —Hay que saber afrontar ciertos riesgos.

    Langdon la condujo hacia una butaca, pero la joven se negó a sentarse. Él la veía claramente por primera vez a través de sus lentes de contacto, y tuvo que decidir que Sandra era de veras en extremo atrayente, con su cabello muy negro que dibujaba sobre la frente el perfil alto de un corazón. Ella hablaba en voz muy baja, en un cuchicheo infantil:

    —He intentado prevenirle desde que supe que había salido elegido. Estaba segura de que intentarían asesinarle. Pero llegué demasiado tarde, y luego me ha costado mucho seguirle.
    —¿Me siguió usted?
    —Todo el tiempo. Me consumía la inquietud cuando le vi tomar altura para sobrevolar las cimas de las montañas, ya que mi aparato no era lo bastante potente como para continuar detrás de usted si decidía elevarse hasta el límite de la estratosfera.
    —¿Actúa usted sola?

    La muchacha vaciló.

    —Al principio creí que usted estaba en complicidad con ellos, y que habían logrado falsear las máquinas. Su nombre no nos decía nada.
    —¿«Nos»? — recalcó Langdon.

    Ella pasó por alto la interrupción.

    —Pero nos informamos debidamente y hemos comprendido que usted no tiene ambiciones políticas. Ha debido ser precisamente por eso que le eligieron; pero al mismo tiempo implica mayores y mortales riesgos. Sucedió como yo suponía. No me equivoqué. La opinión de los demás era la de abandonarle a su destino, pero yo pensaba en mi padre.
    —Fue asesinado, ¿verdad?

    Sandra movió afirmativamente la cabeza y sus ojos se nublaron.

    —¿Y usted? ¿Qué le habría sucedido si mis enemigos hubieran advertido que me seguía?
    —Me habrían derribado. Pero mi aparato era muy pequeño, y…

    Langdon reflexionó unos instantes. El hecho de que alguien arriesgara su vida para salvar a otra persona sin conocerla siquiera era algo que no alcanzaba a comprender. Decidió que su vida poseía cierto valor para aquellos misteriosos «nos» aludidos por Sandra. La cosa no dejaba de resultar consoladora.

    —¿Quiénes eran ellos? — preguntó.
    —¿Los que trataron de…? No lo sabemos con exactitud. No estamos enterados aún de todo. Nuestra organización es muy deficiente.

    Ella misma cortó sus palabras tapándose la boca.

    —No debería hablarle de ello Ni siquiera sé cómo piensa usted.
    —Ambos tenemos los mismos enemigos —le recordó Langdon—. Será usted partidaria de los demócratas, ¿verdad?

    La joven enrojeció.

    —Los demos. Así es. Mi padre era también un demo. Se dicen horribles infundios sobre nosotros, pero todo es mentira, se lo aseguro.

    Langdon temió que la muchacha se echara a llorar, y le rodeó los hombros con el brazo. Era muy diferente de su primera esposa, con sus actitudes tan agresivas. Sin embargo, Sandra demostraba un evidente espíritu de decisión, y sabía por experiencia cuánto conviene desconfiar de la aparente fragilidad femenina.

    La joven se fijó en los pliegos escritos dispersos sobre una butaca, y se libró del brazo de Langdon para apoderarse de ellos.

    —Nilan ha estado aquí —aseguró—. Puedo oler todavía su perfume. Y estos papeles los ha escrito él. ¡No me diga que está usted de su parte!
    —Yo ya no sé de qué lado estoy. Todos parecen mucho más enterados que yo mismo.

    El tono sarcástico de Langdon no recibió la menor atención por parte de Sandra Devon. Sus ojos recorrían rápidamente los folios escritos.

    —¿Sabe usted leer? — se asombró Langdon.
    —Hum… ¡Sí! — contestó ella—. Casi todos los demos saben leer.

    Langdon asimiló la información que no coincidía mucho con lo que había oído contar acerca de los demócratas. Luego se corrigió a sí mismo. Aquellas gentes pretendían el restablecimiento de fórmulas políticas muy arcaicas, por lo que era natural que profesaran cierto culto al pasado y a los libros. Al menos eso tenían en común con él, aunque tal vínculo fuese demasiado precario para aceptarlos como aliados, incluso provisionalmente.

    —Nilan le habrá puesto en guardia contra mí, ¡seguro! No quería que nos viéramos. Me expulsaría de Palacio si pudiera hacerlo, pero no se atreve ni tiene derecho a tal cosa. Yo soy la hija de Devon, del estocastócrata Devon.
    —Sólo yo podría echarla a usted de Palacio, ¿verdad?

    Ella asintió, siempre sin dejar de leer.

    —¿Sospecha usted que Nilan sea cómplice de mis agresores?
    —No lo sé. Lo sospecho, pero no estoy segura.

    La situación parecía aclararse algo, pese a las vacilaciones de Sandra Devon. Se enfrentaban dos partidos. Langdon ya sabía un poco más.

    La joven sacudió de pronto el fajo de papeles en un movimiento de pura cólera.

    —¡Es horrible lo que ese hombre insinúa aquí! — gimió—. ¡Todo es mentira! Confío en que no habrá dado usted crédito a una sola palabra.
    —No me considero muy inteligente —admitió él—. ¿Qué es lo que se propone en realidad?

    Ella le miró con ojos desorbitados, aterrorizada.

    —Dice que los extranjeros son unos brutos sanguinarios, y que es preciso destruirlos hasta el último. Propugna la necesidad de desencadenar una guerra nunca vista en la historia humana, y da por supuesto que los extranjeros son casi peores que los demos; lo cual es mucho, ya que a nada ni a nadie detesta tanto como a los demos.
    —No recuerdo haber leído nada tan tajante —replicó Langdon, obstinado.

    La muchacha dejó caer los folios, que se desparramaron por el suelo.

    —¡Y presume usted de saber leer! ¿Necesita que le pongan cada punto sobre cada «i»? Es usted muy estúpido.
    —No hasta este extremo —se obstinó Langdon—. ¿Cómo puede estar tan segura en lo que concierne a los extranjeros? ¿Ha visto a alguno de ellos?
    —No —admitió ella, pensativa—. Pero… por lo que sabemos, no desean verdaderamente la guerra.
    —Temo que nadie concederá demasiada importancia a lo que opinen los demos.

    Sandra volvió a mirarle con una sincera expresión de alarma en su semblante.

    —Es usted mucho peor de lo que pude imaginar. Mejor habría sido dejarle abandonado en aquel valle. Si no fuese por el temor de que…

    Se detuvo en seco.

    —¿Temor de qué? — insistió Langdon.
    —¡Y bien, qué importa! — estalló la joven—. ¿Para qué callarlo? Pues por el temor de que la próxima vez logren salirse con la suya, es decir, que consigan asegurar la elección de uno de los suyos con ocasión del próximo sorteo.
    —¿Conque todavía no lo han logrado del todo? Menos mal que las máquinas del Azar se defienden bien.
    —No tanto como creíamos. Pero no, aún no han podido forzarlas. Si hubiesen tenido éxito, estarían mucho más seguros de sí mismos. No se andarían con miramientos…
    —Entiendo —murmuró Langdon.

    El furor no había abandonado a Sandra Devon.

    —Usted… usted es tan estúpido como fiel a los prejuicios, y no entiende nada. ¡Es desesperante! Estoy segura de que ni siquiera ha viajado nunca por el espacio.

    Langdon tuvo que admitirlo.

    —No, nunca —admitió.
    —¡Pues yo sí! Usted no sabe lo que es aquello. Jamás podrá comprender a una especie que navega entre las estrellas, que explora y conquista nuevos mundos. No puede usted imaginar la inmensidad del espacio, ni cómo ofrece sitio de sobra para todos, por lo que resulta absurda la pretensión de guerrear para…

    Su voz se quebró. No podía hacerle comprender el espacio. Era algo demasiado nuevo, demasiado inmenso y extraño para la experiencia de Langdon. Él no podía saber sino lo tomado de los libros o las grabaciones. Pero era capaz de imaginar. Imaginar a aquella muchacha aparentemente desvalida en el espacio, pero enfrentada a un millón de situaciones nuevas. Contemplar las estrellas desde perspectivas desconocidas en la Tierra, respirar atmósferas vírgenes para todo pulmón humano, someterse otras gravedades, curtirse con otros vientos, exponerse a otras radiaciones solares. Podía imaginar el peligro, la exploración, la curiosidad, la pasión, cosas todas que él mismo sólo había vislumbrado a través de los libros o recurriendo a impresiones, sentimientos u opiniones de otros. Podía imaginar, aunque le resultaba casi inconcebible, aquella fragilidad lanzada a través de la nada. Y supo así de dónde sacaba ella su decisión, su valor, su fortaleza.

    —Trato de comprenderlo —dijo.
    —No debe usted someterse ni obedecerles. Usted es el estocastócrata, y todo el poder está en sus manos. Nadie puede imponerle esta tarde una línea de conducta. Yo estaré allí y le escucharé. Le ayudaré, aunque no pueda hablar. Le bastará con mirarme, con…

    Sandra le suplicaba ahora, lo que turbó a Langdon y le hizo desviar la mirada.

    —Mi padre no habrá muerto inútilmente…
    —Su Señoría… —empezó a decir el robot.
    —Alguien viene —advirtió Langdon. Se preguntó, contrariado, si Nilan habría sido avisado de la presencia de Sandra Devon y volvía ahora al acecho. Quiso aconsejar a la joven que se ocultara, pero ella se le anticipó.
    —Me marcho —dijo—. ¡Poco tiempo nos han dejado!
    —¿Otra vez la ventana?
    —¿Por qué no? Así es más fácil pasar desapercibida.
    —¡No lo haga! — insistió Langdon—. ¡Es demasiado peligroso!

    Pero Sandra había vuelto a anticipársele y se movía ya en el vacío. Langdon la vio separarse del borde de la ventana y deslizarse hacia abajo como siguiendo una cornisa invisible. Descendía a lo largo de la pared sostenida por la columna de aire. Él se asomó y, con el corazón encogido, observó cómo la caída se hacía cada vez más rápida, hasta que la figura de ella semejó una minúscula hormiga o, mejor aún, una araña suspendida de un hilo inexistente. El anticaída de la muchacha actuaba como una ventosa sobre el campo de fuerza que recorría la superficie del edificio. Langdon aún tuvo tiempo de oír su voz.

    —¡Hasta pronto, Ingmar! ¡Nos veremos!

    Langdon temió que toda la población de la ciudad pudiese observar aquel insólito viaje a través del aire, pero comprobó que nadie miraba. Abajo, entre los islotes de césped, sólo se advertía el destello metálico de algún robot aislado. Aun cuando alguien examinase la inmensa fachada curvilínea, confundiría fácilmente a la joven con alguno de los numerosos robots que, dedicados a sus diversas ocupaciones, revoloteaban como ella por el vacío. Langdon lamentó no haber tenido tiempo para preguntarle a Sandra si solía ser siempre tan franca en sus opiniones democráticas; aquello podía bastar para que algún día la deportasen entre los Indignos. Langdon sentía el corazón angustiado al imaginarla confinada bajo tierra, lejos del espacio y hasta de los parques de la Tierra, privada de la libertad que sólo puede dar la contemplación del ancho cielo y de los dilatados horizontes.

    Langdon meneó la cabeza. Comprendió que no le convenía dejarse llevar por una prematura simpatía hacia Sandra Devon, como tampoco, por otra parte, concedía mucho crédito a lo escrito por Nilan. Se daba cuenta que su ignorancia no era ya tan completa; aunque todavía desconociera lo relativo a los extranjeros, al menos sabía que existían en la Tierra dos partidos opuestos que pugnaban en la sombra, y se dijo que quizá podría explotar aquella rivalidad.

    A no ser que Nilan estuviera urdiendo alguna conspiración personal, o incluso que actuara manipulado por otros sin advertirlo.

    Todo venía a resultar tan apasionante como en los libros de los tiempos antiguos. Le parecía que conseguiría dominar la situación, y hasta tenía la impresión de que él era uno de los pocos hombres de la Tierra capacitados para lograrlo.

    Pero, de súbito, el descorazonamiento y la fatiga empezaron a hacer presa en él.

    —Señor… —repitió el robot.
    —¿Sí?
    —Ya es hora de que Su Señoría empiece a vestirse para la conferencia.

    Langdon suspiró cuando vio acercarse al robot casi totalmente cubierto por las pesadas telas de la indumentaria ceremonial.


    8


    Los representantes iban desfilando ante Langdon. Parecía haber más de cien, haciéndole temer, apesadumbrado, que aquello no iba a terminar nunca y que, durante toda una eternidad, hombres y mujeres embutidos en las vestimentas más singulares vendrían a inclinarse ante él sin pronunciar palabra. Al principio de la ceremonia le habían fascinado las diferencias que observaba en los tipos humanos: los matices de la piel, los rostros vagos o contundentes, las miradas penetrantes o inexpresivas, las obesidades exageradas o alguna que otra esbeltez de insecto. Signos a veces casi imperceptibles y otras tan evidentes que desafiaban la perspicacia, delataban fácilmente las diferencias entre distintas culturas. Algún representante aparecía totalmente vestido de negro y presentaba un aspecto austero, acentuado por unos labios delgados y sólo capaces de una sonrisa cruel, apenas adornado por los destellos de una piedra centelleando sobre el pecho y sostenida por una cadena de oro. Otro se presentaba excesivamente emperifollado, y un tercero lo hacía cargado de blasones y condecoraciones. Una mujer medio desnuda bajo una capa de plumas casi llegó a postrarse a sus pies. Otro hombre sostuvo insolentemente su mirada y le dedicó apenas una leve inclinación de la cabeza para significar su reconocimiento de la superioridad del estocastócrata.

    Langdon trataba de calibrar los sentimientos que encubría la expresión de cada semblante, intentando establecer una distinción previa entre los que le parecían sinceros y los que no. Pero todos aquellos hombres y mujeres poseían una experiencia mucho mayor que la suya en lo tocante a los arcanos del poder y Langdon sospechaba que de sus sentimientos reales sólo dejaban traslucir la versión que les interesaba exhibir.

    Escuchó bastante distraído las fórmulas preliminares de la sesión. Contemplaba el graderío desde una especie de trono incómodo, y rodeado por una guardia de robots androides. Algunos delegados bostezaban sin disimulo, mientras otros hablaban en voz baja entre sí. Todo ello demostraba lo acostumbrados que estaban a aquel tipo de ceremonias.

    Se consagró una parte del tiempo a debatir asuntos triviales, tales como problemas de circulación interestelar y construcción e instalación de nuevos transespacios; aquí la intervención de Langdon era mero formulismo. En realidad, los problemas parecían discutirse y resolverse en privado entre los propios delegados; resultaba evidente que habían sido previamente debatidos entre bastidores y que, si se les daba publicidad en la asamblea era sólo para dar carácter oficial a las soluciones adoptadas.

    Pero un murmullo de excitación galvanizó la sala cuando unos robots introdujeron en ella una maqueta que reproducía con la mayor fidelidad posible y según declaraciones de testigos oculares, uno de los navíos utilizados por los extranjeros.

    Langdon se inclinó para examinarla con mayor atención. No lograba encontrar ningún sentido en aquel embrollo de formas geométricas, franjas delgadas, triedros, segmentos y curvas no esféricas. Nada recordaba en ello las formas puras y esbeltas de los navios humanos. Pero por otra parte sugerían el predominio de una concepción particular de la estética. Resultaba normal que otra especie produjera un diseño diferente.

    Pese a su aspecto insólito, el original de aquella maqueta funcionaba. Ello significaba que obedecía a leyes naturales fundamentalmente idénticas para los hombres y para los extranjeros, e implicaba además la existencia de un terreno de entendimiento posible, como mínimo.

    Langdon vio entrar en la sala a Sandra Devon. La joven trataba de hacerse notar lo menos posible, pero sus miradas se cruzaron por un momento antes de que ella se instalara en lo alto de las gradas.

    Los representantes de los planetas que habían establecido contacto con los extranjeros empezaron a informar. El primero de ellos fue un hombre alto y enjuto que se explicaba con voz fría y palabra concisa intercalando abundantes términos científicos. Algunos de los delegados se inclinaba de vez en cuando hacia el robot—secretario que se hallaba a su lado, sin duda para solicitarle aclaraciones. El representante relató cómo un navío de exploración de su planeta, que patrullaba a más de treinta años—luz de su base, había registrado en pleno espacio la presencia del extranjero. Era verosímil que el propio intruso experimentaba una situación idéntica. Las dos naves habían permanecido varias horas a pocos segundos—luz de distancia entre sí. El capitán del navío espacial humano prefirió no aproximarse más, pero envió una nave ligera de exploración, un artefacto automático que, llegado a cierta distancia del navío extranjero, desapareció bruscamente; pudo haber sido destruido, o capturado quizá por la nave extranjera mediante algún procedimiento desconocido. Era imposible decidir si se trataba de un acto hostil o bien si los extranjeros se habían limitado a aceptar la nave exploradora como una especie de regalo, deseando conservarla para su estudio. Transcurrido cierto lapso de tiempo, la nave extranjera pareció volatilizarse. Debió de acelerar con tan increíble rapidez, que los detectores del navío humano no pudieron registrar su trayectoria. El representante insistió en el hecho de que todos los sistemas de comunicación empleados habían resultado inútiles; o los extranjeros utilizaban medios inéditos, o bien no deseaban entrar en relación con los humanos, al menos de momento. El hombre se inclinaba por la segunda hipótesis.

    Otros representantes relataron encuentros más o menos parecidos. Sin embargo, parecían haberse iniciado algunas tentativas de comunicación: a través de los canales imagen—sonido de sus propios transmisores, los humanos transmitieron varios símbolos elementales y algunas representaciones de sus planetas, aunque guardando prudente silencio sobre la localización de los mismos en el espacio. Finalizado el encuentro, emprendieron el regreso hacia sus bases realizando a propósito desvíos para enmascarar su verdadera ruta. Las naves extranjeras no mostraron nunca la menor intención de seguir a las humanas.

    Durante tales intentos, los humanos habían captado modulaciones irregulares cuya estructura parecía arbitraria; era imposible deducir si contenían informaciones reales o bien si se trataba de parásitos relacionados con otros mensajes que nadie había logrado captar. Los mejores analistas humanos estaban dedicando toda su ciencia a este problema, pero los resultados hasta entonces habían sido decepcionantes.

    Lo único que se desprendía de los encuentros era que la tecnología de los extranjeros debía ser equivalente o quizá superior a la de los humanos. Sus mundos de origen seguían desconocidos. Como fuera que las naves exploradoras humanas no pudieron encontrar el menor rastro de presencia extranjera en ninguno de los mundos más alejados del núcleo humano, y que los encuentros habían tenido lugar en puntos alejados del espacio, la teoría dominante estimaba que los intrusos tenían que proceder de alguna tremenda lejanía, tal vez incluso de otra galaxia.

    Comenzó un tremendo debate. Unos sustentaban la opinión de que convenía capturar a cualquier precio uno de los navíos extranjeros; por si acaso, proponían armar sistemáticamente a los mundos humanos en previsión de una guerra inminente. Otros en cambio recomendaban activar el estudio de nuevos métodos de comunicación.

    Del primer criterio se deducía claramente una manifiesta desconfianza en la capacidad de la estocastocracia para afrontar la crisis que se preparaba; se invocaba explícitamente la necesidad de un gobierno más autoritario.

    Las cosas se precipitaban.

    —Por lo que yo sé —afirmó uno de los delegados—, las relaciones entre los humanos y los extranjeros han ido mucho más lejos de lo que hasta el momento se nos ha dicho. Cabe la sospecha de que los extranjeros hayan infiltrado agentes suyos en todos los mundos humanos, o tal vez incluso en esta misma asamblea.

    Esta declaración hizo el efecto de una bomba. Más de la mitad de los delegados se pusieron en pie para protestar. Los robots de la guardia de Langdon emitieron una vibración estridente reclamando silencio. Langdon suspiró. Podía leer en los semblantes ambición, odio y miedo, mas no la serenidad que la situación exigía. Cualquiera que ésta fuese, convenía estudiarla con realismo. Le pareció que él era el único capaz de hacerlo, tal vez porque no se sentía muy directamente afectado, o quizá porque estaba tan ajeno a las intrigas en juego.

    —Sospecho —insistió el delegado acusador— que los extranjeros están interviniendo en el funcionamiento de las Máquinas del Azar, y que la estocastocracia ya no es sino un sistema de gobierno mixtificado que, poco a poco, nos conduce a la catástrofe. ¿Qué mejor medio para los invasores, qué camino más fácil para ellos sino utilizar esas máquinas trucadas para, bajo el pretexto del azar, conseguir una elección que abra paso a sus agentes?

    El hombre miraba fijamente a Langdon, quien trataba de poner orden en las ideas que acudían a su mente. Las posibilidades planteadas por la denuncia del delegado eran tan inmensas como pavorosas. Incluso arrojaban una nueva luz sobre sus propias aventuras. Si aquellas afirmaciones eran fundadas, un tercer grupo podría añadirse a los dos que él ya conocía, todos intrigando en la sombra. Hasta entonces había supuesto que el atentado de que había sido víctima podía ser atribuido a los demócratas o al grupo que había mencionado Sandra Devon y al que Nilan parecía pertenecer, una tendencia deseosa de implantar una especie de dictadura; pero también podía ser que los extranjeros fueran sus verdaderos responsables, sin que cupiera excluir alguna coalición entre distintos poderes, por ejemplo entre los demócratas y los extranjeros. ¿Por qué Sandra Devon defendía tanto a estos últimos? Quiso desechar la sospecha de una complicidad por parte de la joven, a la que juzgaba sincera, pero… ¿no era posible que actuase coaccionada por otros?

    En tal caso, ¿por qué se había molestado ella en salvarle? ¿Y quiénes habrían sido los asesinos del estocastócrata Devon? Existía otra posibilidad: la de un movimiento de oposición contra los extranjeros, un movimiento de resistencia que considerase a los estocastócratas como probables agentes extranjeros y que procurase su exterminio sistemático. Devon había sucumbido, y él mismo estuvo bien cerca de seguirle.

    Con ello serían ya por lo menos cuatro los grupos que, en la sombra, luchaban por el poder, sin contar la multitud de intrigantes animados por la sola codicia personal. Era demasiado. La simplicidad de la estocastocracia quedaba en una utopía.

    Si los miembros de un hipotético movimiento de resistencia contra los extranjeros sospechaban que Langdon era un mero agente de los invasores, a éste sólo se le ocurría un medio para demostrarles su error; era un medio peligroso, ya que nadie sabía qué resultado podría dar, pero el mejor para aclarar las cosas.

    —Autorizo una investigación —declaró solemnemente Langdon—. De hecho, exijo que se lleve a cabo. Sugiero que el delegado que acaba de revelarnos sus sospechas presida la comisión investigadora, y que ésta se forme con veinte miembros que serán elegidos de entre los asistentes a esta asamblea.

    Se alzaron intensos murmullos. Langdon acababa de proponer algo que, al implicar una elección directa y personal en lugar de recurrir al sorteo, significaba una grave impugnación de los usos vigentes en la Tierra. Pero, como era justamente la honestidad de las Máquinas del Azar lo que se ponía en entredicho, no cabía recurrir a ellas para zanjar la cuestión. Naturalmente, podía emplearse otro sistema más primitivo de sorteo, pero, ¿existía algún juego en que no hubiera posibilidad de fraude? Langdon consideró que no. Si los extranjeros u otro grupo cualquiera eran capaces de trucar las Máquinas del Azar, menos les costaría dirigir a distancia el movimiento de los dados o la trayectoria de una bola sobre su pista.

    —¡Hago constar mi protesta! — intervino Nilan.

    Un inmenso estupor se reflejaba en su semblante. Langdon se dijo que, sin embargo, el Repartidor tendría que sentirse satisfecho, si de veras temía a los extranjeros tanto como proclamaba. A no ser que temiera más aún los resultados de una investigación capaz de desvelar ciertas combinaciones; por ejemplo, las que había mencionado Sandra Devon.

    Langdon se pasó la mano por la frente. La situación derivaba rápidamente hacia el caos. Había confiado en dominarla el tiempo necesario para preservar su tranquilidad, pero aquella esperanza se disipaba a ojos vistas.

    Y desapareció totalmente cuando las luces se apagaron de súbito. Un violento empujón derribó al suelo a Langdon, que sintió el contacto de la masa fría y metálica de un robot. ¿Acaso iba a rebelarse su propia guardia? Pero en seguida comprendió que el androide acababa de salvarle la vida, ya que por encima de él centelleaban los trazos cenicientos de los gasers, breves relámpagos rectilíneos y mortales. Un tumulto insensato estalló en la oscuridad. Langdon se debatió al pie de las gradas de su trono, luchando febrilmente por desprenderse de la pesada capa que le impedía moverse. Unas manos le ayudaron, y la voz de Sandra Devon habló junto a su oído.

    —Ha hecho usted todo lo que ha podido. Se ha equivocado al querer ir tan de prisa, pero no me ha dado tiempo de prevenirle. Ahora quieren matarle. No tardarán ni cinco minutos en acudir con sus armas automáticas e intentar una matanza general, mientras los partidarios de ellos se ponen a salvo.
    —Pero… ¿y los robots? — preguntó Langdon.
    —No sé lo que harán —susurró ella—. No confío mucho en ellos. Sígame, voy a guiarle. Será mejor que se deje usted capturar por los nuestros. Siempre podremos reunir a un considerable número de fieles en torno a su personalidad.
    —¿Y lograr entonces que los demócratas ocupen el poder? — gruñó Langdon—. No estoy de acuerdo.

    Era absurdo mantener aquella disputa bajo el fuego de los gasers y en espera de una muerte inminente. Pero Langdon no se había sentido nunca tan seguro de sí mismo. No iba a dejarse influir por Sandra ni por nadie más. Lamentó profundamente lo que iba a hacer, pero necesitaba a todo precio tranquilidad e independencia. Estaba ya harto de atentados y secuestros, y empezaba a comprender las posibles causas del suicidio del estocastócrata Devon.

    Por ello cerró su puño y lo descargó contra la nuca de la mujer. Debido a la absoluta oscuridad reinante, erró el golpe y sus dedos resbalaron sobre la cabellera. Sandra lanzó un gemido, pero se desplomó al segundo golpe. Langdon pensó que habría experimentado menos remordimiento si aquel golpe hubiera podido asestárselo a Herbie, su primera esposa, y no a Sandra.

    Palpó cauteloso a oscuras, mientras proseguía el tumulto, hasta que acabó rozando con una mano la armadura de un robot. ¿Por qué no había intervenido aún? Se lo preguntó quedamente al robot, y el androide le contestó con voz entrecortada, inhabitual, alterada:

    —Campo inhibidor. Estamos desconectados del enlace con nuestros centros de control. Incapacidad de tomar decisiones personales.
    —¿Puedes obedecer? — insistió Langdon.
    —Si la orden es comprensible…
    —Bien —dijo Langdon—. Condúceme hacia alguna salida. ¡Espera! Recoge también a esa mujer y llévala afuera.

    No podía abandonarla allí. Los asesinos no tardarían en llegar. Arrastró a Sandra hasta el robot y la depositó en sus brazos.

    —¿Te molesta la oscuridad? — preguntó.
    —No —contestó el androide.

    Langdon se incorporó a medias. Los gasers disparaban muy alto y, por lo visto, trataban solamente de aumentar la confusión reinante. Las puertas de la sala estarían sin duda bloqueadas, pero el robot podía conocer alguna salida que permaneciera practicable, algún paso exclusivo para robots; a falta de mejores instrucciones, la memoria elemental del androide no buscaría otra de momento.

    —Enciende tu faro —le ordenó al robot mientras le seguía, apoyando una mano sobre su hombro metálico.
    —Faro encendido.

    Langdon pegó su cabeza a la del robot, logrando apenas distinguir un exiguo cono opalescente que no daba ninguna claridad. El aire debía de estar impregnado de algún gas o de un campo que impedía la transmisión de los rayos luminosos; hasta el chorro de energía increíblemente potente de los gasers parecía sometido a su acción. Se preguntó si ya habría habido algún muerto en el tumulto.

    Langdon tropezó con unos obstáculos blandos. Parecían cuerpos; quizá fuesen la respuesta a su pregunta. Confió en que el robot, con su peso de media tonelada, los sorteara en vez de aplastarlos, pero no estaba muy seguro de ello. Era algo que prefería no dilucidar.

    El robot se detuvo. El recorrido había sido largo. Una parte de la pared giró sobre sí misma y salieron bruscamente a la luz. Langdon miró hacia atrás, donde la oscuridad alzaba una barrera negra, impenetrable, llena de tumulto y de misterio. Oyó restallar las primeras ráfagas. Todo aquel asunto estaba increíblemente mal organizado. Langdon les habría cogido desprevenidos. Pero quedaba demostrado sin lugar a dudas el poder que al menos uno de los grupos había adquirido en Palacio.

    —¿En qué puedo servir a Su Señoría? — se ofreció el robot.

    Había recobrado su voz normal y el contacto con los centros de control. Aquello devolvió la confianza a Langdon. La rebelión sería sofocada en pocos minutos, y quizá sus organizadores estaban siendo desenmascarados. Cabía dudar de que se hubiesen comprometido tanto sin haber previsto una escapatoria, aunque tal vez habían cedido a un puro acceso de rabia y de pánico.

    —Conduce a esa mujer a sus habitaciones —ordenó Langdon—. E indícame un medio para salir de este palacio.

    El robot se lo señaló.

    —Su Señoría necesita escolta —recordó.
    —No —rechazó Langdon.

    Había previsto la dificultad, pero confiaba en que al menos durante unos instantes los centros de control habrían sufrido avería o hasta algún ataque, lo cual le permitiría huir.

    El robot no protestó, confirmando en apariencia las previsiones de Langdon.

    —Cuida bien de ella —añadió todavía.

    Y se lanzó corriendo por los pasadizos practicados en el interior de los gruesos muros del palacio, y que servían únicamente para la circulación de los robots. Era sin duda el primer humano que se aventuraba por ellos desde hacía mucho tiempo. Mientras corría, iba elaborando un plan: la estocastocracia tendría que resolver por sí sola sus asuntos; los demócratas y los demás dirimirían su problema, y los extranjeros necesitaban su tiempo para llegar. Él, Langdon, cuidaría de sí mismo; le quedaban algunos amigos y contaba con su ayuda.

    Llegó ante un plano inclinado que desaparecía en las profundidades del palacio, descendiendo en una pendiente tan impresionante que le hizo vacilar una fracción de segundo. Pero al instante se lanzó, para deslizarse por aquel extraño tobogán reservado a los robots durante unos segundos que le parecieron siglos. Al llegar al final creyó que iba a estrellarse contra un muro, pero éste giró sobre sí mismo y le permitió aterrizar sobre un parterre de tupido césped. Caía la tarde, y la gran torre del palacio empezaba a cuajarse de luces.

    Era libre. Había salido del palacio por sí solo. Sobre su cabeza, el aire vibraba con el estruendo de un furioso combate.


    9


    No había tiempo que perder. Langdon echó a correr sobre el césped. Todo su plan dependía de alcanzar el recinto donde se aparcaban los deslizadores destinados a los robots de Palacio, consiguiéndolo antes de que se restableciera el orden. La distancia era superior a un kilómetro y Langdon estaba poco habituado a tales esfuerzos, pero se obligó a mantener el ritmo. Las estrellas se encendían una a una en lo alto. Langdon jadeaba dificultosamente. Si llegaba al recinto después de que los centros de control del palacio funcionasen de nuevo, no podría librarse de tener que aceptar una escolta. ¿Iba a malograrse su fuga? Apretó los dientes y forzó la marcha, hasta que distinguió ante sí las macizas siluetas de los deslizadores.

    Ninguna luz alumbraba el lugar; los robots no la necesitaban para orientarse. Por fortuna el recinto carecía también de cercado; sólo estaba disimulado en un pequeño valle.

    Langdon alcanzó el primer deslizador. Era un pequeño modelo monoplaza, que los robots utilizaban para cumplir sus misiones de enlace o de vigilancia cuando no podían servirse de otro sistema de locomoción. Abrió la portezuela de una cabina que no había sido prevista para alojar a un humano, pero en la que tendría que acomodarse. Estudió rápidamente las palancas de control; le sería bastante difícil pilotar aquel aparato no concebido para hombres, aunque no había más remedio. Confiaba mucho en los estabilizadores automáticos del deslizador.

    Despegó sin dificultad. Puso rumbo al oeste y buscó febrilmente los circuitos electrónicos que pudieran conectar el aparato con algún centro de control. Como todo hombre del siglo XXIV, Langdon poseía ciertos conocimientos básicos que le sirvieron en esta ocasión; acabó por descubrir los dispositivos que buscaba y los inutilizó. Así aunque pilotara mejor o peor, aquel aparato no podría ser reclamado por su base de origen.

    Aquello implicaba que tendría que orientarse por medio de las estrellas, ya que se veía privado de todo sistema de navegación radiogoniométrica. Pero en su caso daba la casualidad de que sabía pilotar guiándose por el cielo estrellado, una antigua técnica que había aprendido en libros de navegación y que le había divertido recordar en otros tiempos para dirigir su viejo deslizador. Ahora iba a resultarle de gran utilidad. Era curioso observar cómo ancestrales artes humanas, convertidas ya en meros recuerdos, podían recobrar de pronto un valor muy concreto en ciertas circunstancias comprometidas.

    Langdon se sentía duro, con el corazón ligero, seguro de sí mismo como no lo había estado nunca. Ya no sentía la especie de vaga angustia y desorientación que había gravitado sobre su ánimo durante los años pasados. Tenía miedo, pero este sentimiento le estimulaba más que inhibirle. Experimentaba la sensación muy clara de ser casi el único hombre que, en la Tierra, sabía exactamente lo que deseaba y estaba dispuesto a emplear cualquier medio para conseguirlo. Ni los ambiciosos como Nilan sabían concretamente lo que pretendían, ya que ignoraban lo que descubrirían al hacerse con el poder y alentaban apenas una vaga y difusa esperanza de lograr con él aquello que echaban en falta. Pero él, Langdon, sabía que tal esperanza era vana. Los hombres como Nilan codiciaban el poder con la ilusión de llegar a controlarse a sí mismos, de poner fin a la inquietud interior que les dominaba, pero no tenían la menor posibilidad de conseguirlo. Langdon, en cambio, sólo ambicionaba la paz y la soledad.

    El viaje duró unas diez horas. Langdon dormitó en varias ocasiones, aunque sin disfrutar de reposo porque sus nervios estaban demasiado alterados y su postura era del todo incómoda. Soñó cosas incoherentes que luego no pudo recordar, y en las cuales se entremezclaban los extranjeros, Nilan, Sandra Devon y los demócratas; Herbie era confinada entre los Indignos y le suplicaba que la rescatara, pero él emitía una risa siniestra y le gritaba que era ya demasiado tarde para que ella mereciese de su parte algún favor. En este punto despertó bañado en sudor, pero su determinación permanecía firme. El deslizador describía círculos sobre un circo de altas montañas, lo que significaba que había llegado a su destino.

    Langdon descendió verticalmente. El aparato obedecía a la perfección las indicaciones que él le había dado guiándose por las estrellas. La lamasería de Cora Durban estaba justo bajo sus pies, colgada de una ladera de la montaña.

    Atravesó una capa de nubes, y las luces de la lamasería aparecieron tras una ligera niebla que no conseguía disipar el chorro de aire tibio, presumiblemente impulsado por grandes bocas de ventilación ocultas en la ladera. Picó hacia la terraza de la lamasería fiando en su conocimiento del lugar y manipulando con suma precaución los minúsculos mandos, diseñados para uso de un robot cuyos nervios electromagnéticos permitían a sus movimientos una precisión infinitamente mayor que la de los músculos humanos. Pero, a costa de una tensión inaudita, Langdon esperaba librarse de la catástrofe.

    Aterrizó con una velocidad ligeramente excesiva, pero los sistemas de seguridad del deslizador compensaron el error. Tras un fuerte encontronazo al tocar tierra, Langdon pudo suspirar profundamente. Se abrió la portezuela y él salió al exterior. La gruesa tela del traje de ceremonia le protegía bien del frío. Todavía cojeaba un poco, pero la pierna ya no le dolía; las drogas administradas por los robots habían eliminado la fatiga. Era indudable que, en sólo veinticuatro horas, su situación había mejorado mucho. Aunque no se hacía grandes ilusiones sobre sus posibilidades, gozaba al menos de una libertad y esperaba recobrar las riendas de su destino. Casi había olvidado la pérdida de sus libros y la destrucción de su deslizador, recordando solamente que estaba en peligro y que tenía ahora una oportunidad de evitarlo.


    10


    Era preciso cruzar la extensión helada para llegar a la lamasería. Muchas veces había visto allí, flotando a pocos metros del suelo, la nave de Alexis Zoltan, al regreso de alguna lejana expedición interestelar; pero aquel día el lugar estaba desierto.

    Las luces brillaban plácidamente en las ventanas de la lamasería. A Langdon le pareció que algunas de ellas vacilaban, lo que significaba que Cora Durban había perfeccionado su reconstrucción del pasado hasta el extremo de alumbrar algunas estancias con antorchas o con lámparas de aceite. Langdon hizo una mueca. Aquellas preocupaciones estéticas que él mismo había compartido, le parecían ahora terriblemente remotas, absurdas.

    Los focos que solían iluminar la pista estaban apagados, lo que indicaba que Cora no esperaba a ningún visitante. En cierto sentido, era preferible así. Langdon no deseaba indiscreciones, ya que era demasiado particular lo que iba a solicitar de Cora.

    Saltó un pequeño muro de piedra. Siglos antes, aquel muro y otros muchos que contenían el deslizamiento de las tierras removidas por las lluvias otoñales, habían sido construidos por los monjes de la propia lamasería. Era bien posible que la lamasería contara más de un milenio de existencia. Su biblioteca había vencido casi intacta el embate de los siglos, de las guerras y de otras crisis. Langdon solía visitarla con frecuencia para saciar su sed de saber. La biblioteca era el principal motivo por el que Cora Durban había decidido residir en la lamasería en vez de viajar por el planeta o vivir en un deslizador.

    Un robot salió al encuentro de Langdon, el cual dio su nombre. El robot, desconfiado como un perro de presa, le condujo hasta una puerta que se abrió automáticamente. Langdon sabía que no la había abierto ningún otro mecanismo sino una buena cuerda y un contrapeso; la puerta era accionada al pisar una baldosa oscilante. Aunque no supieran nada de electrónica, los monjes del antiguo Tibet tenían sus ideas en materia de automatismos.

    Una extensa sala brillantemente iluminada se veía en el interior, donde cantaba una fuente invisible, las alfombras cubrían el suelo y todo el decorado era tan exótico como confortable.

    Un hombre salió de una estancia lateral.

    —Entre —ofreció con gesto acogedor.

    Pero su expresión cambió cuando Langdon entró en la zona iluminada. Langdon advirtió que el hombre, a quien no conocía, iba seguido por un televisor que le acompañaba como un animal doméstico.

    —¡Usted es Langdon, Ingmar Langdon! — afirmó.

    Langdon asintió.

    —Deseo ver a Cora. Supongo que está en casa.

    El hombre vaciló un instante. Su rostro estaba pálido y alterado. Tenía miedo, según podía adivinarse en su mirada.

    —No lo sé —contestó—. Iré a comprobarlo.
    —He visto su deslizador al aterrizar —mintió Langdon—. Necesito verla inmediatamente.

    Avanzó con actitud amenazadora, pero se contuvo al darse cuenta de lo que iba a hacer.

    —No creo que ella pueda recibirle —empezó a decir el hombre.

    Sus manos temblaban. Hizo un ademán imperceptible y el televisor, que flotaba en el aire a sus espaldas, saltó y su sonido aumentó hasta hacerse ensordecedor. Langdon creyó que el hombre pretendía echarle encima el aparato, pero el televisor se detuvo en seco; sólo se trataba de mostrarle la proclama que estaba difundiendo. En la pantalla aparecía el Cetro del Azar.

    —Ingmar Langdon, el estocastócrata, ha abandonado Palacio —decía la voz impersonal, que retumbaba en la gran sala como antaño las trompas gigantes que taladraban las brumas con su sonido monocorde y estridente—. Nuestro estocastócrata ha desaparecido momentáneamente. Todos los habitantes del planeta están obligados a comunicar a Palacio cuantas informaciones posean respecto al estocastócrata Ingmar Langdon. Si le ven, si trata de establecer contacto, cualesquiera que sean las órdenes que de él reciban, todos deben informar primero a Palacio sobre el caso. Así lo dispone la Constitución.

    La voz calló unos instantes y en seguida repitió el comunicado, aunque agregando algo esta vez. Langdon contemplaba la pantalla, que parecía mirarle a su vez como un enorme ojo plano e inexpresivo.

    —El estocastócrata sólo tiene autoridad cuando está rodeado por su guardia personal —decía la voz—. Tememos que Ingmar Langdon haya sido secuestrado, o bien que no disponga de completa libertad de movimientos, hallándose controlado por cierto grupo cuyas intrigas se han revelado en el mismo seno de Palacio. La situación ha sido restablecida por las fuerzas del orden, y la estocastocracia permanece.

    El Cetro centelleaba sobre un fondo áureo.

    Langdon levantó la mirada hacia el hombre, que esbozaba ademanes de impotencia.

    —Debe usted irse —susurraba—. No puede quedarse aquí.
    —¿Y adonde voy a ir? — replicó fríamente Langdon—. Creo que me quedaré.

    La voz del televisor volvió a la carga:

    —La ausencia del estocastócrata está prohibida por la Constitución si no la justifica algún desplazamiento oficial. Si el actual estocastócrata no es localizado en un plazo de tres días, se procederá al sorteo de otra persona para ocupar el cargo. Cualquiera de ustedes puede ser designado. No lo olviden: toda persona es elegible.

    Langdon sintió que se le cubría la frente de sudor. Era preciso que la crisis fuese de primerísima magnitud para que Palacio se decidiera a emplear unos métodos tan enérgicos. Quizás hubiera precedentes, aunque Langdon no lo recordaba. Comprendió el terror del hombre que tenía enfrente, y supo que ninguno de sus amigos podría ya ayudarle. Ni siquiera Cora. No era imposible que ella le estuviera viendo en aquel mismo instante por medio de una cámara de televisión, o simplemente mirando a través de alguna mirilla disimulada en la pared; la lamasería estaba llena de dispositivos singulares que permitían vigilar la llegada de un visitante sin que éste lo advirtiera.

    Ninguno de sus amigos podría ayudarle, porque cada uno de ellos temía ser señalado por el sorteo tanto como él mismo cuarenta y ocho horas antes. Aunque la probabilidad era de uno contra ciento diez millones, nadie querría afrontarla, y menos ahora, cuando sabían o adivinaban que el papel del estocastócrata estaba tan vinculado con la muerte. Cabía suponer que casi toda la población del planeta pensaría y reaccionaría de modo parecido. Langdon estaba solo; no podía esperar ayuda de nadie. La trampa que le habían tendido era de dimensiones planetarias. La habilidad de Palacio resultaba diabólica en ciertos sentidos.

    Pero, ¿por qué se empeñaría tanto el Palacio en recobrar a Langdon? ¿Qué capacidad tenía él frente a la crisis? La respuesta vino al instante: ninguna; él era el estocastócrata, nada más que eso, y debía ocupar su lugar o, en su defecto, se nombraría un sucesor. Langdon se preguntó si las Máquinas de Palacio habrían analizado correctamente las razones de su desaparición, y si poseían suficiente intuición psicológica, aunque por lo visto así era.

    El televisor interpeló directamente a Langdon. Ciento cincuenta millones de pantallas dispersas por todo el planeta se dirigían directamente a su persona. Era otro truco superlativamente hábil. De este modo resultaba imposible que el mensaje no le alcanzara dondequiera que se hallase, en todo momento. Langdon pudo ver su propia imagen en la pantalla, con su atuendo de estocastócrata, en un alarde de colores y de relieve. La fotografía habría sido tomada quince horas antes, justo antes de que él entrase en la sala de la conferencia.

    —Ingmar Langdon —advertía la voz—, estocastócrata, protector de los cien mundos: dondequiera que Su Señoría se encuentre, cualesquiera que sean sus intenciones, Su Señoría debe ponerse en comunicación con Palacio en seguida. Es posible que su deseo sea el de eludir sus funciones, pero la Constitución no permite esta deserción. Es posible que Su Señoría padezca prisión, en cuyo caso su guardia procederá al rescate. Si está libre Su Señoría, sepa que su vida se halla en peligro. Llame a Palacio. Es su única posibilidad de salvación. Su vida está en peligro, Ingmar Langdon. Sólo Palacio puede ofrecerle seguridad. Necesitamos su cooperación. Si, estando libre, no regresa antes de tres días y por propia voluntad, según este requerimiento de Palacio, será usted confinado entre los Indignos y se procederá al sorteo de su sucesor.

    La imagen de Langdon desapareció de la pantalla y él respiró profundamente. En cierto sentido, Palacio acababa de aclarar una cuestión importante: si conseguía sobrevivir tres días arreglándoselas solo, quedaría exento de toda responsabilidad. Faltaba saber si él soportaría vivir entre los oropeles de Palacio.

    Pero tres días eran mucho tiempo, sobre todo si no podía quedarse en la lamasería, lo que parecía imposible. Alguien podía estar avisando ya a Palacio.

    —Toda persona que retenga para sí informaciones relativas al estocastócrata desaparecido —insistía la voz—, se expone a ser relegada con carácter inmediato entre los Indignos.

    Era definitivo. La partida seguía en el aire. Langdon tendría que volver a las tinieblas. Pero algo le dijo, al observar el semblante del hombre que se sobresaltaba y escuchar a sus espaldas recias pisadas de botas sobre las baldosas, que no le quedaba ya tiempo para ello.


    11


    —¡Haga callar eso! — pronunció una voz dura—. ¡Y que nadie se mueva!

    El hombre que había recibido a Langdon insinuó un gesto con mano temblorosa, haciendo que el televisor desapareciera tras un cortinaje. El sonido de la voz de Palacio quedó ahogado.

    —Así es mejor —aprobó el hombre de la voz dura.

    Estaba detrás de Langdon. Éste prefirió no comprobar si iba o no armado.

    —Conque tenemos aquí a Ingmar Langdon, el gran estocastócrata. Y vestido de gala. Creo que ha perdido su capa mientras corría. Espero que se digne seguirnos, aunque nosotros no podemos ofrecerle una escolta de robots. Sólo una buena escolta humana, con reflejos bien desarrollados y reacciones menos estúpidas que las de esos burdos pedazos de metal.

    La voz sonaba llena de sarcasmo.

    —¿Quién es usted? — preguntó Langdon.
    —No te importa. A ti la política no parece interesarte mucho.
    —Está usted actuando bajo su responsabilidad —advirtió Langdon midiendo sus palabras—. Coaccionar la persona del estocastócrata se castiga con la deportación entre los Indignos.

    Langdon oyó varias risas contenidas a sus espaldas. «¿Y si fueran ellos?», pensó fugazmente. Pero no era posible. Los Indignos no podían salir del mundo subterráneo ni mezclarse con las gentes de arriba.

    —¿Te figuras que estás todavía en Palacio? — rezongó el hombre—. Vamos, vuélvete ya y acércate. Levanta las manos si tienes algún apego a tu pellejo.
    —No estoy armado —adujo Langdon.

    Se sentía insólitamente frío y sereno. Aunque sabía que aquella lucidez y determinación suyas quizá durarían poco, se asombró de su propio aplomo. Dedicó una sonrisa amarga al hombre que le había recibido y pronunció dos palabras de despedida. Luego se volvió. Sus agresores iban enmascarados. Una vez más, la situación le recordaba las viejas novelas de aventuras, tanto que estuvo a punto de echarse a reír. Pensó comentar su idea en voz alta, pero recordó que el hombre alto y enjuto que empuñaba un gaser en la izquierda y una automática en la derecha no iba a comprenderle.

    Cruzaron la pista. Era del todo inútil intentar una huida, y preferible llegar hasta el final de la aventura. El deslizador de Langdon apareció medio destruido: los chorros energéticos de los gasers habían destrozado el casco de metal. Un gran deslizador oscuro, de un modelo antiguo y con todas las luces apagadas, flotaba sobre la plataforma, justo al borde de la pendiente. Un brazo surgió desde el interior y ayudó a Langdon a encaramarse a bordo. Oyó como los demás le seguían, hasta que la puerta se cerró con un golpe seco y el aparato comenzó a elevarse. Alguien le condujo a un compartimiento completamente oscuro y allí empezó a esperar.

    El desaliento y la fatiga agobiaban a Langdon. Exploró a tientas el recinto vacío y se sentó en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared. Se preguntó qué estaría ocurriendo en Palacio. Se preguntó quién sería elegido después del plazo de tres días y a quién podría beneficiar su desaparición.

    Le hicieron salir de aquel negro agujero después de un tiempo que no pudo evaluar. Tuvo que proteger sus ojos hasta acostumbrarlos a la hiriente luz. Las ventanillas de la cabina habían sido cegadas. Se dijo que aún debía ser de noche, a menos que aquella trayectoria alrededor del globo evitara la luz solar.

    Alguien le indicó una butaca y tomó asiento. Nadie parecía prestarle mucha atención. Unos nombres jugaban a los naipes alrededor de una mesa, mientras otro leía en un rincón próximo a Langdon. Éste intentó atraer su atención y entablar con él alguna conversación sobre el libro, pero el hombre no contestó, se limitó a levantar los ojos y a menear la cabeza después de mirarle con evidente desprecio. Sólo él y otros dos o tres iban con el rostro descubierto, pero todos los demás lo conservaban enmascarado. Iban y venían de una a otra estancia, entraban y salían, y Langdon calculó que sumaban al menos una docena a bordo del deslizador, todos armados. Demasiado armados para que Langdon pudiera adueñarse del deslizador por más astucia que desplegara. Era inútil intentar nada.

    Langdon se dedicó a examinarles uno tras otro. No se parecían a ninguno de los hombres de la Tierra que conocía. Le recordaban un poco a los miembros de las tripulaciones de Alexis Zoltan. Reflexionó sobre aquello y llegó a la rápida conclusión de que serían viajeros del espacio. Había supuesto por un momento que eran Indignos y que procedían del mundo subterráneo, pero la idea le resultaba excesivamente fantástica. Ninguno de aquellos condenados podía salir tan fácilmente a la superficie. De hecho, no existía para ellos la menor oportunidad de volver a ella. Si los motivos de enemistad no eran demasiado graves, lo peor que podía aguardarle era ser enviado a un mundo nuevo, donde cabría encontrar otro cielo y la luz de otro sol.

    El hombre alto y enjuto que había hecho prisionero a Langdon entró por fin y se dirigió a él.

    —¿Desea comer algo? — preguntó.

    Su voz no revelaba hostilidad. Langdon estuvo a punto de rechazar la oferta, pero acabó por aceptar. Estaba cansado y creyó que un poco de alimento le devolvería energías. Además, la proposición parecía implicar un signo favorable. Nadie alimenta a un hombre al que piensa matar, ni le obliga a viajar en torno al planeta; ya que, durante el tiempo que llevaban volando, el deslizador estaría llegando a las mismas antípodas de la lamasería. A no ser que hiciera un gran rodeo para despistar a eventuales perseguidores…

    Le sirvieron una especie de brebaje insípido que él engulló sin pronunciar palabra. Supuso que aquella clase de sopa procedía de ciertas algas que se cultivaban a bordo de las astronaves y con las que se alimentaba también a los Indignos. Aquello carecía de sabor, no era agradable ni desagradable, pero procuraba el indispensable número de calorías para mantener la vida.

    Langdon advirtió que el deslizador perdía altura. Estarían llegando, y tal vez iba a saber por fin la identidad de sus raptores. A través de una puerta abierta había oído una proclama televisada que acusaba a los demócratas de su secuestro. Nadie dio muestras de hacerle caso. Langdon creyó reconocer la voz de Nilan, pero no estaba muy seguro. La proclama podía ser de todos modos una pura y simple provocación. Muchos grupos tendrían interés en atribuir a los demócratas el secuestro del estocastócrata; particularmente el de quienes habían tratado de asesinarle. Langdon no creía que fueran sus mismos secuestradores; la primera vez no se habían andado con tantos rodeos, y no habría permanecido vivo tanto tiempo si quienes le tenían ahora prisionero fueran los mismos que abatieron su deslizador y destruyeron sus libros.

    El aparato se inmovilizó con un discreto golpe. Nadie le vendó los ojos a Langdon. Se abrió una puerta y le ordenaron por señas que descendiera. El sol estaba alto en el cielo, y sus rayos acariciaban un paisaje casi desértico. Un poco más lejos, al pie de una colina, se abría un túnel gigantesco que parecía la puerta del infierno.


    12


    Se dirigieron hacia la boca del túnel sin cambiar palabra. Algunos matorrales crecían en el fondo de una quebrada, siguiendo el curso de una corriente de agua subterránea.

    La ladera de la colina les dominaba con sus estratos desnudados por las aguas y los vientos; líneas negras y sinuosas alternaban con capas de terreno más claro. Cada estrato significaba un millón de años. Era bien posible que, si se excavara desde arriba la delgada capa de humus, sustento de la escasa hierba, se encontrasen restos de las más antiguas civilizaciones humanas: algunas piedras o unos esqueletos dispersos.

    El paisaje no cambiaba desde hacía por lo menos un millón de años. Lo que sí cambiaba eran las civilizaciones humanas. Desde la noche primitiva, desde el fuego y el miedo a los grandes monstruos, aquellas civilizaciones habían hecho algunos progresos; incluso consiguieron abandonar la tierra que las había visto nacer. Habían emigrado a otros mundos. Pero la violencia, los instintos y hasta la codicia y el afán de poder no habían cambiado. Langdon consideraba que los hombres habían desplegado esfuerzos cada vez mayores para evitar tales evidencias. Se rodeaban de seguridades cada vez mayores, de barreras y de máquinas, desconfiando de sí mismos hasta el extremo de delegar parte de sus poderes en sus propias creaciones. Procuraban controlar su cuerpo y su sistema nervioso y hasta. sus mismas sociedades, que formaban una especie de grandes organismos que les superaban en determinación, dimensiones y poderío. Pero los hombres no podían llegar hasta negarse a sí mismos. Podían reducirse a vivir en una especie de cárcel, pero nunca lograrían anular sus instintos, su violencia ni sus pasiones. Podían planear sus actos, pero no determinarlos totalmente. Los instintos, la violencia y las pasiones renacían siempre de un modo u otro, a veces bajo disfraces tan astutos que requerían la mirada más sagaz y la mayor experiencia para identificarlos, pero delatando siempre su origen bajo la superficie de las cosas.

    La entrada de aquel túnel parecía fabulosamente antigua. Tal vez fuese alguna bocamina de la época en que el hombre iba a buscar personalmente bajo tierra los minerales que necesitaba; aunque esta práctica no era excesivamente remota: todo lo más, tres o cuatro siglos atrás. ¡Cómo había cambiado la Tierra! Pero, ¡qué parecidos eran siempre los problemas de la vida!

    —¿Tienen ustedes ahí una base? — preguntó Langdon en tono de indiferencia.
    —No —contestó brevemente el hombre alto y enjuto.

    La pregunta de Langdon había sido puramente formal: una base instalada en una mina abandonada no habría permanecido mucho tiempo a salvo de las investigaciones de Palacio. Los robots conocían demasiado bien la corteza de aquel viejo planeta, cuyo aspecto modificaban sin tregua.

    El grupo penetró en el túnel. El pavimento había resistido el paso del tiempo, y resultó aún mejor a medida que avanzaban. Descendieron una escalera. Las paredes del túnel estaban ahora cubiertas por una cerámica fosforescente que les envolvía en un débil resplandor.

    Langdon recordó de pronto a Sandra Devon. Esperaba no haberla lastimado demasiado. Cualesquiera que fuesen sus propósitos, ella le había tratado mejor que ningún otro ser de la Tierra desde hacía mucho tiempo. Sólo el azar intervino en su mutuo encuentro, y el que la joven concediera mayor importancia a la función de Langdon que a su propia persona, era algo relativamente secundario. En la historia, la mayoría de los encuentros eran hijos de la casualidad. Sandra le trató como a un ser humano, cosa que Langdon apenas podía decir de sus propios amigos; éstos apreciaban su cultura, su buen gusto, su culto al pasado, pero sólo muy raramente se interesaban por sus íntimos sentimientos. Sandra Devon, en cambio, había demostrado ser capaz de tomar en cuenta una vida y unos sentimientos ajenos. Aunque con ciertas limitaciones, su sinceridad hacia Langdon así lo manifestaba.

    Llegaron al borde de una plataforma de carga. Un vehículo ovoide pendía de un raíl único, fijado al techo de un túnel rectilíneo que perforaba las entrañas de la corteza terrestre. Una puerta se corrió rechinando y el hombre alto y enjuto empujó sin violencia a Langdon hacia el interior.

    —¿Adonde vamos? — preguntó éste, sin obtener respuesta.

    Ocuparon dos filas de butacas de espaldas a las paredes del vehículo, quedando encarados entre sí. El grupo que acompañaba a Langdon se componían de cinco hombres; los demás habían quedado en el muelle de la estación subterránea. Langdon adivinaba dónde se encontraba, si bien ignoraba hacia dónde le conducían: en el pasado, antes de la era de los deslizadores, los robots abrían gigantescas redes subterráneas de comunicaciones que enlazaban a todas las ciudades de un mismo continente. El sistema servía sobre todo para el traslado de mercancías, pero también era utilizado como transporte de viajeros. Por los largos trazados rectilíneos, los vehículos alcanzaban velocidades superiores a los seiscientos kilómetros por hora. Langdon creía que Sólo los robots conocían aún el esquema exacto de aquellas líneas, pero ahora cayó en la cuenta de su error. Salvo los robots, nadie sino los Indignos podía tener interés en los ámbitos subterráneos. Pero si la existencia de estas líneas era conocida por los Indignos, ¿cómo no las aprovechaban para invadir la superficie? Con todo, Langdon empezaba a estar casi seguro de su lugar de destino: el mundo subterráneo. Su rostro dibujó una sonrisa amarga. Comprobaba que eran muchos los empeñados en desterrarle entre los Indignos: el Palacio le amenazaba con ello; él mismo lo consideró como posible refugio, y he aquí que otros le conducían ahora contra su voluntad allí mismo donde tan porfiadamente trató de llegar. De manera irónica, todas las probabilidades conducían al mismo objetivo.

    El vehículo frenó y se detuvo. Habían llegado a una estación casi idéntica a la de partida, aunque su estado de conservación era peor. Algún terremoto o quizás una bomba atómica caída durante los últimos conflictos habían causado en ella tales destrozos, que sus muros aparecían cuarteados por enormes grietas. Langdon fotografió mentalmente el lugar, figurándose que ello podría resultarle útil. Unas docenas de metros más allá, dentro del túnel, el raíl colgaba arrancado del techo.

    El grupo se adentró por un pasillo. Lejos, al final de la recta, una puerta empezaba a girar sobre sus goznes; sería una puerta de acero, a juzgar por las vibraciones estridentes y cavernosas que emitía al moverse. El hombre alto y enjuto que precedía a Langon se detuvo. Indeciso, éste dio todavía unos pasos.

    —Ya ves esa puerta, al fondo —indicó el hombre—. Camina hacia ella.

    Langdon no se movió.

    El otro amartilló su arma.

    —Iré contigo —advirtió—, pero tendrás que traspasarla tú solo. Encontrarás otra puerta más allá, pero la segunda sólo se abre cuando la primera queda de nuevo cerrada. Es como una esclusa, ¿comprendes? Son unas puertas construidas ron un acero muy especial. Creo que ni siquiera un arma atómica conseguiría derribarlas. En cualquier caso, tú no dispones de ese tipo de armas. Entrarás en el compartimento estanco y la primera puerta se cerrará detrás de ti. Si quieres puedes quedarte y reventar allí de hambre, o probar de franquear la segunda. Me figuro que seguirás adelante. Para después, te deseo buena suerte.

    Era algo matemático y tan inexorable como una ecuación, por lo que Langdon empezó a avanzar por el túnel, oyendo el sonido de sus propios pasos. El hombre le seguía de cerca. Langdon pensó volverse bruscamente y desarmarle, pero no confiaba mucho en sus músculos ni en sus nervios. Su oponente resultaba demasiado vigoroso para él y, aun en el supuesto de que pudiera reducirle valiéndose de la sorpresa, otros cuatro aguardaban más atrás. Tuvo que resignarse a su suerte.

    —¡Vamos, sin remolonear! — le increpó el hombre.

    La puerta tenía más de un metro de espesor. Su color aparecía alterado por la parte interior, como si el metal hubiese soportado un calor inconcebible, tal vez el producido por una explosión atómica. Tal vez alguien trató de forzarla en determinada ocasión, aunque era más probable que aquella puerta hubiera defendido antaño alguna fortaleza atómica y hubiese resistido a los estragos de una guerra con fuego nuclear. Pese a la dosis casi ilimitada de energía con que había sido atacada, seguía funcionando sin más daño que unos desperfectos superficiales.

    Langdon avanzó hasta casi tocarla.

    —Adelante —ordenó el hombre—. Yo me quedo aquí. No tengo ningún empeño en acompañarte, pues jamás podría regresar. Nunca, ¿comprendes? ¿Imaginas lo que eso significa?

    Langdon penetró en la esclusa. La cerámica fosforescente había sido casi totalmente arrancada de las paredes por la antigua explosión, por lo que iba a verse en la oscuridad dentro de pocos segundos. Oyó cómo la puerta empezaba de nuevo a moverse y se volvió para mirar hacia atrás. A través del menguante espacio entre la pesada hoja y la pared, vio la figura de su verdugo sólidamente plantada sobre sus pies y mirándole fríamente, sin dejar de apuntarle con su gaser. En un arrebato irresistible estuvo a punto de lanzarse contra él pero, materialmente, ya no le quedaba sitio para pasar.

    El hombre del otro lado sacó algo de su bolsillo.

    —¡óyeme! — gritó—. ¿Sabes lo que es el dinero?

    Langdon movía afirmativamente la cabeza. Sabía que el dinero había servido como medio de intercambio en la Tierra, tiempo atrás, antes de la era de los robots y de los jardines.

    —Esto ya no funciona allá arriba —aclaró el hombre—, pero vas a conocer lo que significa en el mundo de abajo. Es posible que te haga falta.

    Y lanzó una bolsa a los pies de Langdon.

    —Personalmente, te habría enviado allá sin un céntimo —añadió—, pero ella se ha empeñado en que te diera eso. Bastará para que vivas tranquilo durante algún tiempo. Ya puedes agradecérselo, después de lo cochinamente que te has portado con…

    Calló de súbito. La rendija entre puerta y pared era tan estrecha que Langdon sólo vislumbraba un cruel ojo negro que le contemplaba fijamente. Tuvo que ocultar las manos tras la espalda para que el otro no las viera temblar.

    —Y si alguien te pregunta allá abajo —gritó aún la voz—, diles que eres un regalo de los demos. De los demos, ¿oíste?

    La puerta se cerró del todo. Alrededor de Langdon, la oscuridad era casi absoluta. Inmóvil, esperó a que su vista se habituara, a que las pupilas se le dilataran lo suficiente para distinguir algo al débil resplandor de los vestigios de cerámica fosforescente aún adheridos a las paredes.


    13


    Langdon se acurrucó y, gateando a tientas en la negrura, palpó en busca de la bolsa. Recordaba con disgusto el desprecio y el odio casi absolutos que vibraban en la voz de su verdugo. No lograba comprender qué culpas suyas habrían podido suscitar tales sentimientos. Él mismo había experimentado un odio así de intenso hacia Herbie durante los últimos tiempos de su matrimonio, pero nunca se atrevió a manifestarlo. Recordaba cómo todo su sistema nervioso sufría violentos accesos de cólera que nunca podía desahogar. Sólo recobró el sosiego cuando Herbie consintió finalmente en dejarle. Todavía le asaltaban súbitas oleadas de deseo y rencor cuando pensaba en ella, en su cabello rubio y en sus ojos pardos. Sabía que si aquella mujer se empeñó en seguir tanto tiempo a su lado, incluso después de comprender que no le amaba, lo hizo solamente para verle sufrir, para vengarse de él y hacerle pagar caros los años que, según ella, había perdido con él.

    Langdon se preguntó quién estaría recibiendo ahora las inquietantes atenciones de Herbie, quién sería la nueva víctima de sus sutiles contradicciones. Él había vivido dos años sometido a sus encantos, y luego…

    Después, el infierno. Un infierno de sonrisas. Un infierno dulce y tierno. A veces. Rememoró aquellos primeros dos años. Él había sido un hombre mucho más seguro de sí mismo, un hombre con más confianza en su destino, un hombre infinitamente mejor en aquellos tiempos. Comprendió hasta qué punto su mujer era neurótica e incluso la ayudó a ocultar el defecto, prefiriendo que ningún tratamiento alterara la frágil personalidad de su esposa. Ella apenas sobrepasaba el nivel mínimo para no ser relegada entre los Indignos, y Langdon había procurado curarla, para que cuando menos se soportase a sí misma y conviviera con él. Pero todo fue en vano. Cuando la hizo su esposa, alejando con ello el temor a la deportación o a la imposición de un tratamiento, Herbie se descubrió tal como la civilización la creara. Y entonces Langdon empezó a derrumbarse. Hay muchas maneras de convertirse en una ruina, en una nulidad. Algunos lo consiguen endureciéndose, haciéndose impermeables a cuanto les rodea, prácticamente inhumanos. Pero él eligió otro camino. Se refugió en las honduras del pasado, en los libros, en un trabajo absurdo e inútil, o quizá no tan inútil ni absurdo, pero irrazonable por absorbente. De no ser por Herbie, Langdon habría sido quizás un buen estocastócrata, no habría desertado desde el primer instante.

    Pero habría sido asesinado. Al pensar que había salvado su vida por un pelo varias veces durante las últimas horas, y que quizá debía agradecérselo a Herbie, sintió como el impacto de una bala de cañón y estalló en absurda risa. Permaneció minutos enteros a gatas en el suelo, con los dedos agarrando convulsivamente la bolsa, y atronó las tinieblas con histéricas carcajadas. Las lágrimas ardieron en sus ojos, y se atragantó hasta toser con entrecortados accesos que le desgarraron los pulmones.

    Se incorporó con lentitud, calmándose. ¿Por qué habría pensado, justo en aquel momento, precisamente en Herbie, la única mujer a la que de veras llegó a amar… y a detestar?

    Caviló un rato y creyó comprenderlo. La bolsa. Al arrojarle despectivamente la bolsa, aquel hombre había mencionado a una mujer. «Ella se ha empeñado en que te diera eso», dijo. Pero no podía tratarse de Herbie. No era de ella de quien hablaba, sino de Sandra Devon. Por culpa de Sandra Devon él se hallaba ahora en aquel negro agujero, sin esperanzas de regreso. La bolsa era de ella sin duda. Pero algo en Langdon se opuso a la tentación de volver contra Sandra su odio insensato: lo que pasaba era que el odio desbordado había seguido una línea de menor resistencia, resucitando al espectro de Herbie de entre los peores recuerdos. Los sentimientos juegan a veces extrañas pasadas. Pero siempre se puede desenredar la madeja sentimental y comprender las verdaderas razones que a uno le mueven. Langdon vio con claridad en su interior. Era muy posible que los demócratas tuvieran razón cuando afirmaban que cada hombre debía ser dueño íntegro de su propio destino, pero nunca interferir ni forzar el de los demás. Podía ser cierto, aunque resultaba un poco tarde para compartir aquel ideal.

    Se movió en la oscuridad hasta tocar la pared y, siguiéndola, empezó a buscar la otra puerta, la que iba a abrírsele.


    14


    Estuvo a punto de caerse cuando la puerta cedió a la sola presión de su mano. Un resplandor vivísimo inundaba el otro lado, y Langdon retrocedió hacia las tinieblas. Aquellas repetidas y violentas alternativas de luz y oscuridad empezaban a molestarle. El suelo bajaba en pendiente muy acentuada al principio que se atenuaba hacia el centro de una caverna aproximadamente esférica, excavada en las entrañas de la tierra por la explosión de algún torpedo atómico. Quizás unos trescientos años antes, el artefacto cayó del espacio rugiendo a través del aire para penetrar a fondo y estallar en el punto sensible de la fortaleza. Nadie debió escapar con vida, o casi nadie, al menos. La resistencia de los humanos a las peores catástrofes era algo increíble, como Langdon sabía. Bastaba cualquier protección irrisoria, algunos metros de tierra o una imprevista bóveda natural amparando un cuerpo para que, inmediatamente después de la alarma, los supervivientes salieran de entre los escombros y volvieran a empezar. Las víctimas no servían sino para estimular el tesón de los sobrevivientes. Así lo aseguraban al menos los viejos libros. Langdon se preguntó si la Tierra sufriría de nuevo tales cataclismos. Por lo que barruntaba, era inminente una crisis de magnitud desconocida.

    La luz que le cegaba los ojos procedía de un foco dirigido justamente hacia la puerta que acababa de franquear y que había vuelto a cerrarse silenciosamente a sus espaldas; aunque no tan formidable como la primera, parecía inexpugnable a cualquier ataque por medios corrientes.

    La voz sin matices de un robot sorprendió a Langdon apenas iniciado su avance.

    —Sígame. Hay radiactividad residual. Nadie puede permanecer en esta caverna.

    El rayo de luz se atenuó, y Langdon distinguió ante sí un montón de postes retorcidos y una rudimentaria escalera que daba acceso a otra puerta. El resplandor verdoso que brotaba de las paredes le hizo comprender que la advertencia del robot era fundada. Sin soltar la bolsa, se apresuró a cruzar el fondo vitrificado de aquel antro, que le pareció asombrosamente amplio, tal vez de más de quinientos metros de diámetro; al entrar, el haz deslumbrante le había engañado respecto a sus verdaderas dimensiones.

    Al otro lado, al final de la escalera y detrás de la puerta, no cabía dudarlo, empezaba el reino de los Indignos.

    Pasó junto al robot y advirtió que se trataba de un modelo muy antiguo, desconocido ya en la superficie, y con evidentes síntomas de decrepitud. El desgaste de un robot era para él una noción completamente nueva: hasta entonces sólo había conocido robots siempre brillantes, indeteriorables y ajenos a la vejez. Allá arriba eran reemplazados, sin que los humanos lo advirtieran, tan pronto como el menor rasguño afeaba sus pulidos contornos. No cabía duda de que iban a parar allí los desechos; en cierto sentido, el mundo subterráneo era como un infierno tanto para máquinas como para hombres: un mundo de segunda categoría, un mundo de provisionalidad, de desperdicios, de fracasos y de lamentables desórdenes. Era el reverso de la medalla, la cara desfigurada por el paso del tiempo. Pero al mismo tiempo daba una idea mucho más fiel del pasado que los jardines de la superficie, ya que el mundo subterráneo evolucionaba lenta y naturalmente.

    —¿Lleva usted dinero? — preguntó de súbito el robot.

    Langdon volvió la cabeza, sorprendido.

    —Sí —contestó mostrando la bolsa.
    —Bien —aprobó la máquina—. Puede elegir entre guardarlo usted mismo o depositarlo en un centro bancario que le abonará en cuenta los intereses de su capital y cuidará de atender los pagos que cubra su depósito. Le aconsejo el sistema bancario, pues se expone usted a dificultades si decide llevar el dinero consigo.

    Langdon reflexionó. Era un aspecto nuevo de la cuestión, algo tan imprevisto para él como la misma utilidad que pudiera hacerse del dinero. Parecía ser peligroso el llevarlo encima.

    —¿Qué se puede comprar con el dinero? — preguntó.
    —Lo indispensable para vivir es gratuito aquí —explicó el robot—. No obstante, la mayoría de los humanos que viven aquí prefieren mejorar su condición comprando alimentos o bienes suplementarios. Nos sería fácil suprimir el uso del dinero pero, habida cuenta de las peculiaridades de la población que habita este mundo de abajo, hemos estimado que constituye un factor de equilibrio. ¿Cuánto tiene usted?
    —No lo sé —admitió ingenuamente Langdon—. Creo que preferiré quedarme esa bolsa.
    —Como quiera. Pero no olvide mi advertencia.

    Langdon anduvo varios centenares de metros por el desierto pasillo antes de detenerse, abrir la bolsa y examinar las monedas de metal blanco y brillante que contenía. Contó la suma, que ascendía aproximadamente a cinco mil terranios en monedas de quinientos, cien y cincuenta. El terranio era la antigua unidad monetaria del planeta, pero Langdon no tenía idea de lo que pudiera valer en el mundo subterráneo. Según las palabras del hombre que le arrojó la bolsa, se trataba de una suma importante. Lamentó no haber pedido más explicaciones al robot.

    El pasillo describía varios recodos y desembocaba en una bifurcación donde Langdon distinguió una placa de acero pulido cuyas relucientes letras rezaban CLIGNANCOURT, mientras otra idéntica señalaba ORLEANS para la dirección opuesta.

    Ambas palabras carecían de significado para Langdon. Creyó recordar que cierto planeta llevaba el segundo nombre, pero le pareció en extremo improbable que desde aquel pasillo ningún transespacio condujera hacia el planeta en cuestión.

    A lo lejos se oía el atenuado rumor de maquinarias en acción. Al final de uno u otro pasillo podía existir algo vivo y tal vez también algún peligro. Langdon procuró recordar lo que sabía sobre el mundo subterráneo. Poco era, en verdad. Las ciudades de los tiempos pasados habían sido en gran parte subterráneas. La tendencia a proteger bajo tierra las instalaciones vitales e incluso las viviendas se había intensificado tres siglos atrás, durante las grandes guerras nucleares, planetarias y luego interplanetarias. Se abrieron redes de túneles muy complejas que, paradójicamente, sobrevivieron a la desaparición de las ciudades. Durante el interregno que desembocó en la supremacía de los Encuestadores, las redes subterráneas fueron abandonadas y casi olvidadas. Pero los Encuestadores decidieron recuperar aquel inmenso mundo subterráneo y lo aprovecharon para alojar en él a los anormales y a los socialmente inadaptados, a todos aquellos cuya presencia en el exterior amenazaba el equilibrio de una sociedad normal. La era de los estocastócratas se limitó a sistematizar y a ampliar las medidas decretadas durante la época de los Encuestadores. A quien por una u otra razón se le juzgase inaceptable en los sorteos destinados a cubrir los puestos de responsabilidad, se le proclamaba indigno y era condenado a vivir en el mundo subterráneo. Lo mismo se hacía con los que daban muestras de una u otra anormalidad susceptible de ofender la mirada de los humanos que vivían en la superficie, en los jardines. Finalmente, los que por evidente aberración mental osaban rebelarse contra el régimen estocastocrático. Entre los de arriba se hablaba poco del mundo de los Indignos. Acabó por parecer una incorrección. A veces sucedía que, en alguna familia, una criatura era declarada indigna desde su nacimiento o bien más tarde, durante la adolescencia. Entonces desaparecía de repente y no se volvía a hablar de ella. Corrían rumores sobre ciertas madres que se negaban a separarse de semejantes monstruos y preferían seguirles al mundo subterráneo, mas para Langdon tales enormidades eran tan poco dignas de fe como los truculentos mitos conservados en cualquier sociedad como remoto vestigio de sus arcanos secretos.

    Los Indignos no recibían malos tratos. Tenían los principales derechos reconocidos por la constitución. Pero, para los habitantes de los jardines, el mundo subterráneo equivalía al infierno. En definitiva, era el tributo que la humanidad tenía que pagar al dios cruel y despiadado de la felicidad. Langdon sospechaba que las guerras nucleares de los tiempos pasados habían alterado considerablemente la masa genética del ser humano, y que la institución de la indignidad pretendía restablecer la primitiva normalidad al desterrar las anomalías físicas, las taras psíquicas y las insuficiencias mentales. Hasta entonces Langdon había admitido aquel principio sin someterlo a discusión; le parecía lamentable pero desdichadamente inevitable. Sólo había de sacrificarse un pequeño porcentaje humano en aras del sosiego y la felicidad de la inmensa mayoría.

    La población del mundo subterráneo no excedía los diez millones de seres humanos. Frente a un contingente planetario de doscientos millones, la proporción era en definitiva razonablemente baja.

    Los robots cuidaban de que no fuese posible huir del mundo subterráneo. De hecho, recaía en ellos la entera responsabilidad del asunto. Hacía ya muchas décadas que ningún hombre había tenido que tomar personalmente la decisión de condenar a la indignidad a uno de sus semejantes. Langdon se decía que por este motivo, entre otros, la indignidad provocaba tan pocos problemas. Aunque a veces algún pueblo medio perdido en la lejanía de remotos planetas criticaba el sistema y profería acusaciones de barbarie, la opinión dominante era que gracias al mismo la Tierra había pasado a ser un modelo de civilización.

    Por otra parte, los Indignos no carecían de oportunidades de rehabilitación. Pasaban regularmente un examen psicológico y físico, y, si lo superaban, eran sometidos a un condicionamiento psicológico y devueltos a la superficie sin guardar ningún recuerdo de su anterior existencia; los niños nacidos en el mundo subterráneo eran seleccionados según los mismos criterios, pero el porcentaje de liberados se mantenía en secreto.

    El hombre brotó de una estrecha galería lateral y agarró el brazo de Langdon antes de que éste tuviera tiempo de reaccionar.

    —¿Tiene usted dinero? — le preguntó.

    Langdon consideró la posibilidad de un robo. Pero el hombre parecía endeble y delgado. Lo que más sorprendió a Langdon fue que, a excepción de su atuendo, su aspecto no presentaba nada anormal. Vestía una camisa rosa y un pantalón verde, sostenido éste de los hombros mediante unos inverosímiles tirantes negros. Llevaba los pies desnudos y mantenía las manos hundidas en los bolsillos. Su escueto semblante recordaba curiosamente el hocico de un roedor, pero nada en conjunto permitía establecer diferencias entre él y cualquier ser huma no. Langdon tuvo que repetirse que los Indignos eran, en definitiva, seres humanos; sólo que, después de todo lo oído sobre ellos, una cosa era saberlo y otra muy distinta comprobarlo directamente.

    Aquel hombre quizá no estuviera solo. Langdon era capaz de reducirle fácilmente si no iba armado, pero tal vez acechara toda una banda tras el próximo recodo del pasillo, en cuyo caso le resultaría imposible eludir el ataque si tal era su propósito.

    —Sí, tengo un poco —contestó.
    —¿Cuánto? — insistió el otro; pero debió ver en la expresión de Langdon que había cometido un error.
    —Al fin y al cabo, poco me importa —admitió.

    Langdon se tranquilizó. La actitud del desconocido parecía responder al deseo de proponerle algún negocio, no a la intención de cometer una felonía.

    —¿Quiere usted un arma? — inquirió el hombre—. Me llamo Sarn, Richard Sarn, y soy el mejor traficante de armas de este lado del Castel.

    Langdon estuvo a punto de pedirle explicaciones sobre el lugar mencionado, pero consideró que no corría prisa; siempre podría informarse por algún robot.

    —¿Para qué iba yo a comprar un arma? — interrogó.
    —¿Nuevo? — preguntó el hombre—. ¿Un demo?

    Langdon eludió la respuesta.

    —¿Qué puede hacerse con un arma?

    El rostro de Sarn se contrajo y sus ojos se redujeron a dos delgadas ranuras.

    —Supon que eres atacado —dijo—. Tendrías que defenderte. O que tienes una mujer y que alguien quiere robártela. Entonces utilizas tu arma.
    —No tengo mujer —replicó Langdon—. ¿Y por qué iba a atacarme nadie?
    —¿Tienes dinero? ¿Te empeñas en llevarlo encima?
    —Los robots cuidan del orden —recordó Langdon.

    Le impresionaba lo que iba descubriendo. El mundo subterráneo se parecía mucho al mundo antiguo.

    —Suelen llegar tardé —adujo Sarn—. Compréndelo: o te quedas sin dinero o eres hombre muerto.
    —¿Vende usted gasers? — preguntó Langdon.
    —Imposible. No llevo esa mercancía. Es artillería gruesa. Los robots me buscarían las cosquillas. Además, es demasiado caro para mí. Un cacharro semejante se iría por lo menos a los mil terranios.
    —¿Qué vende usted, pues?
    —¡Esto! — ofreció el hombre. Extrajo una automática de su bolsillo izquierdo y Langdon la tomó para examinarla. Era un arma antigua, pero en excelente estado. Podía disparar una tras otra veinte agujas y, aunque resultara insuficiente contra un obstáculo material, mataría si era bien manejada.
    —No está cargada —le advirtió Sarn—. Y no se te ocurra largarte con ella. Tengo otra en el bolsillo, y ésta a punto de funcionar.
    —¿Cuánto vale? — interrogó Langdon.

    Un arma podía ser indispensable en el mundo subterráneo. Langdon no se hacía demasiadas ilusiones sobre su aptitud militar, pero había leído lo suficiente sobre armas antiguas como para servirse correctamente de ellas.

    —Cien terranios —propuso Sarn con un destello en la mirada.
    —¿Con cargador?
    —Con cargador y una caja de mil agujas.
    —La compro —aceptó Langdon. Vaciló, porque no quería que el hombre fisgoneara el contenido de su bolsa. El otro comprendió en seguida.
    —No te preocupes —sonrió—. Me importa un bledo lo que puedas llevar encima. No me ocupo de eso. Soy honrado en los negocios.
    —Conforme —decidió Langdon. Abrió la bolsa y sacó dos monedas de cincuenta terranios, que dejó en el suelo y pisó luego con su pie.
    —Dame el cargador y la caja —propuso.

    Sarn le miraba, divertido.

    —Pronto has aprendido —comentó—. Ya te dije que era honrado.

    Y arrojó dos objetos metálicos sobre el hombro de Langdon. Su movimiento fue tan rápido que éste apenas pudo ver la mano del traficante.

    —Ve a recogerlos —le sugirió Sarn—. Mientras tanto yo tomaré mis monedas.

    Receloso, Langdon retrocedió y se inclinó, apoderándose del cargador y de la caja sin quitar los ojos del otro. Comprobó que el cargador estaba lleno y lo metió en la culata del arma. Cuando volvió a mirar, Sarn había desaparecido. Langdon apuntó contra una pared y apretó dos veces el gatillo. El arma hizo dos veces un «plop» sofocado y otras tantas aureolas anchas como una mano surgieron sobre la cerámica. Satisfecho, Langdon encajó el arma en su cintura. Vio entonces cómo la cabeza de Sarn reaparecía cincuenta metros más allá.

    —¡Eh! — llamó el hombre.

    Langdon recorrió los cincuenta metros con la mano apoyada sobre la culata de su automática.

    —Eres realmente un novato —sentenció Sarn—. Un incauto. No es frecuente que nos los envíen de tu edad. Pero me has caído simpático, con que te aviso que, si no tienes más cuidado, te van a desplumar. Habrías podido tener un arma como ésa por cincuenta terranios. Tal vez por cuarenta y cinco.

    Langdon se quedó boquiabierto. Le faltaba todavía mucho por aprender. Empezaba a formar una teoría sobre el origen de las armas antiguas que habían disparado sobre él en ocasión del primer atentado dirigido contra su persona. Aquellas armas procederían sin duda del mundo subterráneo, donde inmensos depósitos habrían quedado olvidados en los arsenales de las fortalezas. Y hombres como Richard Sarn se dedicaban a darles salida, distribuyéndolas poco a poco por cuenta de bandas bien organizadas. Era evidente que, a pesar de todo, existían intercambios entre el mundo subterráneo y la superficie.

    —Esto es ruinoso para mí —prosiguió Sarn—, pero voy a darte otro cargador. No sé si lo hago porque me caes simpático, o porque eres el primer tipo a quien he podido sacar cien terranios por un eyector.

    Langdon tomó el cargador y se lo guardó en el bolsillo, junto con las municiones. Pero se mantuvo a la expectativa, ya que no confiaba demasiado en el altruismo de Sarn. Era bien probable que aquel tipo estuviera planeando otra treta para despojarle de su fortuna.

    —No deberías ir vestido así —añadió el otro—. Vas a llamar la atención. Tengo un amigo que te venderá unas ropas más adecuadas.
    —De momento no, gracias —rechazó Langdon con voz glacial. Pero una pregunta le quemaba los labios.
    —¿Cómo se puede ganar dinero aquí?

    Sarn sacó las manos de los bolsillos y se rascó la nariz.

    —No es cómodo —contestó—. Depende de lo que sepas hacer. Pero ven, iremos a dar una vuelta por la zona del Castel.


    15


    Evidentemente, no iba a ser el juego la actividad que permitiera ganar dinero a Langdon. En dos horas y media de practicarlo, había perdido ya dos mil terranios. Al principio ganaba algunas docenas de terranios, los perdió después y, al hacerse mayores las apuestas, las ganancias y las pérdidas rozaban los varios centenares de terranios y se mantenían sensiblemente equilibradas. Y luego, de repente y en dos envites, había perdido dos mil terranios.

    El juego era una difícil combinación de dados y de naipes redondos: los naipes eran sorteados a los dados y el azar arbitraba también en determinadas circunstancias; la partida exigía una equilibrada combinación de astucia y de suerte. Cuando era él quien manejaba las cartas, Langdon se sentía a la altura de su adversario; pero cuando los dados rodaban sobre la mesa, algo inexplicable le situaba en desventaja.

    El jugador profesional sentado frente a él tenía solamente dos dedos en cada una de sus manos, pero cazaba las monedas que rodaban sobre la mesa con la habilidad de un cangrejo. Aquella mutilación podía ser causada por un accidente, aunque era más verosímil atribuirla a una mutación desfavorable. La frente calva del jugador huía hacia atrás, pero la piel y hasta el hueso interior insinuaban una especie de prominencia circular, como si un ojo fuese a brotar inopinadamente del cráneo. Los demás jugadores instalados alrededor de la mesa carecían de importancia; podían ser comparsas, o incautos como Langdon, y ganaban o perdían ínfimas cantidades. El único que interesaba al profesional era Langdon, porque jugaba fuerte.

    Langdon estaba decidido a aprender. Por eso había sacrificado los dos mil terranios. Un robot permanecía de pie junto a la mesa, y, si se evidenciara que el profesional hacía trampas, Langdon estaba dispuesto a reclamar su intervención. Al fin y al cabo, los robots representaban a la ley, incluso en el mundo subterráneo.

    Sarn llevaba ya bastante rato tirándole a Langdon de la manga y susurrándole al oído:

    —¿Qué pretende usted demostrar? Va usted a perder hasta la última moneda, amigo. Le conviene retirarse.

    Había dejado de tutear a Langdon cuando le vio extraer de la bolsa una moneda de quinientos terranios. Su semblante expresaba una gran pesadumbre; sufría como cosa propia que el dinero de Langdon pasase a los bolsillos del jugador.

    Desde hacía varias jugadas, Langdon iba anotando metódicamente las apuestas y sus resultados. Nadie mostró extrañeza cuando pidió papel y lápiz, ni se le hizo ninguna pregunta cuando empezó a escribir.

    Dejó de participar en el juego, pero no se retiró de la mesa. Observaba el juego de los demás y seguía con sus anotaciones. Se dedicó a calcular y a comparar sus propias series de apuestas, cotejándolas con su observación. Desde un punto de vista estadístico, los resultados que Langdon había obtenido con los dados podían estimarse aleatorios, y lo mismo sucedía con los demás jugadores, salvo cierto margen de incertidumbre para dos de ellos que habían logrado pequeñas ganancias; pero los correspondientes al jugador profesional no lo eran en modo alguno.

    Langdon llamaba jugador profesional a aquel hombre porque Sarn se lo había presentado como tal. El traficante de armas le había aconsejado limitarse a unas apuestas muy modestas y conformarse con ganar unos pocos terranios; el otro se los concedería esperando recuperarlos, tal vez aumentados, más tarde u otro día. Sarn no dijo que el hombre hiciera trampas, pero sí dio a entender que tarde o temprano ganaba siempre.

    Y la razón de que nunca perdiese aparecía muy clara en las anotaciones de Langdon. Los dados le eran favorables: en una serie larga, acababan dándole siempre ventaja. Tenía además una asombrosa experiencia con los naipes, aunque no abusaba de ella; en realidad no necesitaba hacerlo para ganar.

    Langdon examinó con atención el dispositivo que lanzaba los dados. Una pequeña caja metálica los recibía, los hacía girar velozmente y los soltaba después. Valiéndose de una cuerda que pendía del techo sobre el centro de la mesa, cada jugador accionaba personalmente el irreprochable mecanismo.

    Langdon repasó sus columnas de cifras y puso la mano derecha en la cintura.

    —Le acuso de hacer trampas —pronunció con voz glacial—. Devuélvame mis dos mil terranios y dejaremos las cosas como están.

    El jugador profesional levantó la cabeza, entornó los ojos y no replicó. Con movimientos lentos y precavidos tomó un pequeño cilindro de papel blanco, se lo colocó entre los labios y aspiró La punta del cilindro se puso incandescente. Era un truco nunca visto por Langdon, quien se preguntó si no sería alguna artimaña. Pero la presencia del robot le tranquilizaba. Sarn insistía tanto en sus tirones, que Langdon tuvo que rechazarle, enojado.

    —Toma —ofreció el jugador—, prueba un cig.

    Y le tendía a Langdon otro cilindro de papel. Éste lo cogió con cuidado y lo examinó, viendo que envolvía apretadamente unas pequeñas virutas oscuras. Se lo llevó luego a los labios y aspiró. El humo llenó sus pulmones y le hizo toser con fuerza. Cuando logró recobrar aliento, manifestó su opinión.

    —¿Qué clase de veneno es ése?

    Sarn se echó a reír y el jugador le hizo coro, asi como los demás jugadores presentes en la mesa. Langdon volvía a toser y los otros seguían riéndose.

    —¿Eres nuevo? — preguntó el jugador, poniéndose serio—. Debes serlo para ignorar que yo no hago nunca trampas.

    Langdon se volvió hacia el robot.

    —Sí las hace —aseguró—. Los dados están amañados. Los controla a distancia con algún electroimán. Puedo demostrarlo. Tengo mis cifras. ¿Puedes detectar las mentiras?
    —Sí —contestó el robot, mientras su rostro inexpresivo se volvía hacia el jugador—. Estoy obligado a plantearle la cuestión, señor —añadió—. Déme su mano.
    —Ahí está —ofreció el jugador, tendiendo los dos únicos dedos de su mano derecha—. Juro que los dados y el dispositivo utilizados en esta mesa son correctos y exentos de truco, y que no me proporcionan ninguna ventaja.
    —El señor es perfectamente sincero —sentenció el robot.
    —¡Mis cifras demuestran lo contrario! — insistió Langdon, aunque desconcertado por el aplomo del robot. Nadie podía engañar a un robot en aquella materia, y menos aún corromperlo. Así, al menos, lo había creído Langdon. Allá arriba, alguien estaba a punto de conseguirlo, pero la cosa era allí inconcebible; engañar a un robot exigía una técnica muy avanzada y un conjunto de medios que no podían estar al alcance del jugador.
    —Las cifras no prueban nada por sí mismas —afirmó el robot—. Puedo distinguir perfectamente la diferencia entre los resultados finales de las series que usted me presenta pero, a falta de una prueba concreta, esta diferencia no significa nada, absolutamente nada.
    —Gracias —zanjó el jugador, que se inclinó hacia Langdon y añadió—. Suelta tu arma. Ya veo que eres novato aquí, pues de lo contrario sabrías que yo gano siempre. A eso se le llama suerte, y se tiene o no se tiene. Otra vez, fíjate antes.

    Y separó su silla, yendo a colocarse junto a la pared, a tres metros de la mesa. Todos le observaban, fascinados.

    —Juega los dados por mí, ¿quieres? — le pidió a Langdon.

    Éste obedeció. Los colocó en la cajita y tiró de la cuerda. Los pequeños cubos blancos revolotearon, brincaron por encima de la mesa y se inmovilizaron. Doble seis.

    —Repítelo —propuso el jugador.

    Langdon accionó los dados dieciocho veces seguidas. Obtuvo aquel mismo resultado en dieciséis ocasiones, un cinco y un cuatro en otra, y dos ases en el último intento.

    Langdon realizó otra serie igual por su cuenta y consiguió resultados dispares, cuyo total resultó sensiblemente desfavorable. Poniéndose en pie, levantó con cuidado el tapete que cubría la mesa y descubrió una desgastada superficie de plástico. Examinó después la parte inferior, entre las patas, pidiéndole al robot que le alumbrara con su foco. No pudo encontrar nada anormal.

    —¿Me crees ahora? — preguntó el jugador—. Te ganaría aunque diera la espalda a la mesa y aunque tú jugaras por mí. También te ganaría si me situara en la estancia contigua.
    —¿Y si te hallaras al otro extremo del Castel?

    El jugador vaciló.

    —¡Lo mismo! — alardeó. Pero Langdon sabía que ya no estaba tan seguro. Cualquiera que fuese la aptitud del jugador, algo tenía que ver con la distancia. En cualquier caso, era algo fuera de lo corriente, ya que los robots no se dejaban engañar con facilidad.
    —Entonces —preguntó Langdon—, ¿cómo encuentras pareja, si siempre eres tú el que va a ganar?
    —Lo hacen para divertirse. Les gusta verme jugar. Y yo gano sólo cuando me lo propongo. De vez en cuando les doy alguna oportunidad, y juegan entonces por ella.
    —Es la verdad —susurró Sarn al oído de Langdon.

    La explicación parecía razonable, aunque el secreto de la suerte del jugador siguiera en el misterio. Por eso las posturas de los demás habían sido bajas, pues los jugadores acudían allí a distraerse; no desafiaban al azar, ni apostaban para ganar, sino para perder. Sólo un novato como Langdon podía enardecerse hasta perder dos mil terranios. Pero la lección valía la pena. Sus consecuencias rebasaban con mucho la importancia de la partida, tal vez incluso la de todo el mundo subterráneo: lo que sucedía alrededor de aquella mesa se parecía demasiado a lo ocurrido allá arriba, en el palacio del estocastócrata, donde el Cetro del Azar parecía a punto de convertirse en la corona de los tramposos.

    —Lamento mi equivocación —se excusó fríamente Langdon—. No sabía nada.
    —No tiene importancia —contestó el jugador. Había vuelto a ocupar su silla y una sonrisa flotaba en sus delgados labios.
    —Me figuro que habrá tenido usted más suerte en otras ocasiones, novato —agregó—. Creo que al menos una vez, ha pillado algún premio gordo. ¿Cierto?
    —Es posible —replicó brevemente Langdon.

    Dicho esto se puso en pie llevándose a Sarn. Le tenía sin cuidado que se conociera o no su circunstancia personal, y hasta sospechaba que ésta no era ignorada por el jugador, pero intuía que la presencia de un estocastócrata entre los Indignos iba a resultar singularmente impopular, pese a la ruptura de aquél con Palacio.


    16


    —Así está usted mucho mejor —opinó Sarn.

    Langdon acababa de vestirse en la trastienda del ropavejero. Había elegido un viejo atuendo de hombre del espacio que, lógicamente, conservaba huellas de numerosas vicisitudes. El ropavejero aceptó abonarle una suma razonable por sus ropas originarias.

    Langdon chupaba suavemente su cig. El humo le sosegaba al invadir sus pulmones. Drogas similares habían sido profusamente empleadas por las neuróticas civilizaciones de las ciudades, en el pasado. Se suponía que aquella costumbre pudo aliviar hasta cierto punto la ingrata sensación de encierro que se experimentaría entre calles y fachadas, dando a los adictos la necesaria distensión que les permitiera soportar la claustrofobia. Pero el hábito debió revelarse nocivo a largo plazo, y sin duda por eso acabó desapareciendo en la superficie de la Tierra. No obstante, Langdon se propuso ser moderado en el consumo de la droga. Los robots la repartían en pequeñas cantidades y a intervalos regulares. Mientras no se rebasara aquella dosis, no se corría ningún riesgo mayor. Por ley de su construcción, los robots eran incapaces de dañar a ningún ser humano.

    Langdon y Sarn deambulaban a través del Castel, un laberinto de túneles, escalinatas y amplias salas, y empezaba a ser evidente que el canijo traficante experimentaba hacia Langdon una auténtica simpatía.

    —¿Dónde podría alojarme? — preguntó Langdon.

    Sarn se frotó el cráneo.

    —Tiene usted derecho a un cuarto —dijo—. Gratuito. Puede pedírselo a cualquier robot. Pero no es nada lujoso. Estará obligado a lavarse, comer y vivir en instalaciones comunitarias. Los que pueden procuran evitarlo.
    —Lo imagino —contestó Langdon. Necesitaba un poco de tranquilidad, y además intuía que le haría falta un lugar donde poder recibir a otras personas. Estaba decidido a no languidecer bajo tierra. Si existía alguna comunicación entre la superficie y el mundo subterráneo, él la descubriría; de no ser así, procuraría crearla. Pero no iba a conseguirlo solo, y aunque el hombrecito podía ser un valioso aliado, resultaba poca cosa para semejantes proyectos.
    —Puede alquilar usted un departamento con varias habitaciones, incluso un ala entera del Castel si así lo desea. También puede conseguir una mujer. Claro que, si la quiere bonita, va a costarle bastante caro.

    Langdon se reservó para más adelante la averiguación del significado de lo de tener mujer alquilada. Sobre el caso recordaba algunos antecedentes citados en los libros antiguos.

    —¿Cuánto?

    Sarn calculó rápidamente con los dedos.

    —Mil, tal vez mil quinientos terranios al año.
    —Es caro —opinó Langdon.
    —Si no le importa, podría alojarse en mi casa durante esos primeros días.

    La oferta parecía sincera, y Langdon decidió aceptarla aunque pudiera ocultar una trampa. Pero empezaba a conocer bien a Sarn e imaginó la soledad que agobiaba al ya nada joven traficante de armas. Lo que más contribuyó a que Langdon se granjeara el respeto de Sarn fue la serenidad con que aceptó haber sido embaucado primero por él y desplumado después en el juego. Cualquier otro se habría enfadado, pero Langdon no lo hizo. Sarn empezaba a darse cuenta de que tal impasibilidad no obedecía a estupidez, por la forma en que Langdon se enfrentó al jugador. Era corriente que los novatos se empeñaran en no querer admitir la imbatibilidad del jugador, aparte de que les costaba mucho resignarse a una derrota y se sometían de mala gana a la realidad de los hechos. Para Sarn, el realismo prevalecía sobre cualquier otra virtud.

    Sarn habitaba una especie de chamizo protegido por una sólida puerta. Hacía años que acumulaba allí el producto de mil cambalaches inverosímiles. Y en un cuarto aparte, especie de caja fuerte, guardaba una colección de armas que mostró orgullosamente a Langdon.

    —¿Está permitido? — se extrañó Langdon. — No exactamente. Pero los robots no se meten con uno, siempre y cuando evite líos, ¿comprende? — Me doy cuenta —suspiró Langdon.

    La actitud de los robots parecía mucho menos rigurosa allí que en la superficie. Se contentaban con mantener un equilibrio sutil e incomprensible a primera vista, limitándose a procurar que todo el mundo pudiera vivir y cuidando de la enseñanza, la higiene y la sanidad. Era mucho, y también poco si se comparaba con los numerosos servicios a los que Langdon estaba habituado. Otra diferencia consistía en que los robots hacían acto de presencia en casi todos los lugares del mundo subterráneo, mientras en la superficie sólo se les veía muy raramente.

    Sentados ambos en grandes butacas de piel que desbordaban virutas y crin, Langdon recibió un vaso de manos de Sarn. Saboreó cautelosamente el licor, notando que era alcohol de síntesis y que su calidad era buena. Aquel mundo subterráneo tenía sus compensaciones.

    —¿Hay muchos demócratas aquí abajo? — preguntó Langdon. — No lo sé. Depende. Verdaderos fanáticos, yo diría que no. Pero sí simpatizantes. Los demos aseguran que podremos volver a la superficie cuando ellos hayan vencido. — ¿Y tú lo crees? Sarn tuvo una risita sofocada.
    —Personalmente, no. Soy realista. Por otra parte, dudo de que me encontrara a gusto allá arriba. Siempre he vivido aquí.
    —¿Qué podría molestarte de la superficie?
    —El cielo, el espacio. Uno debe sentirse siempre inseguro, ya que cualquiera puede saltarte encima desde cualquier punto.
    —¡Bah! — rebatió Langdon—. No ha habido allí un asesinato desde…

    Se detuvo en seco. Lo que iba a decir era falso. Había homicidios allá arriba. Sólo que casi nadie lo sabía. Langdon tuvo la repentina intuición de que los hombres del mundo subterráneo serían los únicos capaces de resolver la dificultad en que él se debatía. Si hubiera contado con un equipo de hombres como Sarn durante sus luchas en Palacio…

    —No has dicho si tú eras o no partidario de los demos —inquirió el traficante.

    Langdon observó que Sarn volvía a tutearle, lo que podía tomarse como una muestra de confianza.

    —He sido enviado aquí por mis relaciones con los demos —contestó precavidamente. La fórmula era ambigua, pero Sarn no reparó en ello.
    —Yo simpatizo con los demos —declaró—. Pensé en seguida que eras uno de ellos, y de buen seguro importante. Imagino que te habrán hecho bajar para organizar algo gordo. ¿Se acerca el gran momento?
    —¿Qué momento?
    —Aquel en que los de arriba lamentarán haber nacido, y el estocastócrata el primero.
    —¿Existe aquí abajo alguna organización demo?
    —Eso se dice. Se ocultan. Desde luego, los robots vigilan.

    Era una información muy importante. La negligencia de los robots podía ser fingida. Al fin y al cabo, y lo mismo que los de arriba, estaban al servicio de Palacio. Y ello significaba que, si los enemigos de los demócratas coronaban sus intentos de hacerse con el poder, la organización adversaria del mundo subterráneo sería aniquilada si de veras existía. Pero, ¿dónde serían confinados sus miembros? ¿Habría acaso algún infierno todavía peor?

    La solución era fácil antiguamente. Una crisis política de aquella magnitud habría terminado sin lugar a dudas en un genocidio. Pero Langdon no concebía que los robots pudieran convertirse en máquinas homicidas.

    La propia posición de Langdon resultaba cada vez más difícil de definir. Al principio se había propuesto vivir con la mayor comodidad posible en aquel mundo de los Indignos, esperando allí que las cosas acabaran de definirse en la superficie. Pero aquello le satisfacía cada vez menos. Ardía en ganas de actuar. Intuía que la estocastocracia no resistiría ya mucho tiempo las embestidas que recibía desde varios lados, aparte del grave problema de los extranjeros. Por vez primera en su vida, Langdon se sentía solidario de una institución. Y, hecho singular, abrigaba al mismo tiempo abierta simpatía por Sarn, por el jugador y por todos los espectros miserables y deformes de los Indignos a quienes estaba conociendo. «Estoy cambiando», pensaba.

    Se levantó y empezó a moverse por la estancia, inquieto, mientras Sarn respetaba su silencio. Transcurridos unos instantes, Langdon se detuvo ante un viejo instrumento musical con las cuerdas flojas, que retiró de entre el revoltijo de objetos acumulados, y se puso a templarlo. Durante su juventud coleccionaba aquel tipo de curiosidades. Acabó por colgarse el instrumento del cuello y pulsó las cuerdas para comprobar su sonoridad. Y empezó entonces a tararear una antiquísima balada:

    Del sol que rueda sobre el mundo
    Estoy tan seguro como de ti
    Del sol que pone la tierra en el mundo
    Una sonrisa por encima de las noches
    Sobre el rostro sereno
    De una durmiente soñando auroras
    Del gran misterio del placer
    De este raro torbellino de niebla
    Que nos arrebata cielo y tierra
    Pero que nos deja a uno con el otro
    Hechos el uno para el otro para la eternidad
    Oh, tú, a quien arranco del olvido
    Oh, tú, a quien he querido dichosa…


    Langdon calló y apartó la guitarra.

    —Eluard, siglo veinte —explicó.

    Una sonrisa extraña flotaba sobre el ajado rostro de Sarn. — El sol, la noche, la tierra —murmuró—. Sueños y nada más. Fíjate, hay una cosa que te delatará durante muchos meses: tu piel. Estás moreno. Al principio creí que era natural, pero veo que no, que es por el viento y el sol. Dentro de tres meses, tendrás la misma palidez que nosotros.

    Y dejó que el silencio dominara nuevamente, añadiendo luego:

    —Resulta del todo abyecto que nos dejen reventar aquí, como ratas en su madriguera, ¿no crees?
    —No decías eso hace un momento —le recordó Langdon.

    Sarn meneó la cabeza y sus dedos se crisparon.

    —Lo mío es un caso aparte. Yo ya no cuento. Aquí es donde vivo. Lo de allá arriba no significa nada para mí. Pero si me hubiera criado allí, si lo hubiese conocido…
    —¿Naciste aquí mismo?
    —Sí. No me dejaron salir porque era feo, porque mis piernas eran deformes, ya de nacimiento, porque no era lo bastante inteligente. Y porque mis ojos tenían un defecto atribuible a un carácter hereditario, y porque allá arriba quieren solamente a los semidioses. Jamás se lo perdonaré.

    Hizo un esfuerzo por tranquilizarse.

    —No digo eso por ti —aclaró.
    —¿Y los demás? ¿Se resignan todos?

    Sarn se encogió de hombros. Bajo la crudeza de la luz, su aspecto recordaba al de un gnomo.

    —Se consumen en su rencor o escuchan a los profetas que les hablan de un día justiciero, o les prometen un renacimiento en la superficie.

    Langdon sacudió la cabeza Era la misma antigua mezcla de superstición y de esperanza, de resignación y de anhelos que la humanidad había arrastrado durante su ya larga existencia y que, en la superficie, se había resuelto con libertad, pero que la rígida férula de los robots seguía manteniendo bajo tierra. Era una fuerza, un poder ciego, incoordinado e inconsciente, pero que podía ser útil. Ese mismo impulso, en el pasado, había lanzado a los hombres hacia las estrellas a través de sucesivas conquistas, y algún día, concluido el largo período de inacción, les impulsaría al asalto de otros universos.

    —¡Óyeme! — dijo de pronto Sarn—. ¡Ya lo tengo! Sabes cantar. Jamás oí unas palabras como las tuyas. A eso debes dedicarte.


    17


    Era una buena manera de ganar dinero y también la mejor para explorar el mundo subterráneo y establecer contactos con sus pobladores. Recorrieron las galerías, pasaron de uno a otro nivel y rebasaron incluso la zona del Castel para visitar otras aglomeraciones subterráneas. A veces iban a pie y en otras ocasiones recurrían al monorraíl, que les permitía cubrir en un día centenares de kilómetros. Su fama no tardó en extenderse y en asegurarles una buena acogida en todo lugar. El mundo subterráneo no tenía ningún sistema de comunicaciones realmente organizado, pero las noticias se propagaban en él con increíble rapidez. Por regla general, nunca les era necesario anunciarse previamente.

    Sarn atendía a todos los detalles materiales. Los primeros días se había dedicado a vender algunas armas mientras Langdon cantaba, pero pronto lo dejó; Langdon ganaba mucho más dinero del que necesitaban y entregaba una parte de él al satisfecho traficante, quien jamás habría imaginado la oportunidad de descargar en las profundidades del mundo subterráneo el casi inagotable acervo de las obras antiguas que se sabía de memoria. Tuvo varios imitadores que trataron de aprovechar sus canciones o de componer otras nuevas y, aunque nunca llegaron a hacerle sombra, el hecho patentizaba un cambio latente en el mundo subterráneo. Algo empezaba a fermentar allí.

    Langdon insistía en presentarse ante todo género de públicos. Ante todo, quería conocer a fondo el mundo de los Indignos, y esperaba llegar a saber lo suficiente para descubrir alguna escapatoria. Nada había conseguido hasta entonces con su peregrinaje, pero confiaba en establecer algún contacto a fuerza de insistir. No había decidido todavía un plan concreto, pero también en él, algo fermentaba. Acabó por preguntarse si sus raptores no actuaron con segundas intenciones cuando le enviaron al mundo subterráneo: si el hecho era cosa de los demócratas, era posible que su propósito tendiera a que un estocastócrata, aunque desterrado e impotente, llegase a conocer la realidad del mundo proscrito. De ser cierta aquella hipótesis, Langdon sería como un último recurso y no estaba destinado a terminar sus días entre los Indignos. Podía esperar.

    Langdon cantaba lo mismo en inmensas cavernas alumbradas por deslumbrantes focos, como en angostos y malolientes sótanos o en augustos salones de antiguas fortalezas, bajo techos agobiantes o altísimas bóvedas donde el sonido llegaba a perderse. Algunas paredes aparecían vírgenes de toda mano humana o garfio de robot, mientras que en otras ocasiones sólo le rodeaban el hormigón y el metal.

    Para Langdon era un verdadero enigma aquel pueblo de las profundidades, y un misterio su forma de vivir. Tenían mitos, temores, símbolos, celebridades, pasiones y crueldades; era un mundo cerrado en sí mismo hasta el punto de que se ponían de manifiesto ciertas peculiaridades incluso en sus más importantes aglomeraciones. Langdon descubrió que correspondían a las antiguas ciudades de la tierra, a los gigantescos reductos antiatómicos excavados durante la época de las guerras nucleares para cobijar a millones de hombres, mujeres y niños.

    Langdon notó poco a poco la humanidad de los Indignos. El número de anormales le pareció escaso al principio, pero no tardó en advertir que muchos de ellos lograban ocultar sus defectos, salvo una minoría empeñada en exagerar ciertos horrores. Aquello tampoco dejaba de ser humano; su inicial repulsión, a veces tan violenta que se convertía en náuseas y que casi le impedía cantar, acabó por desaparecer dando paso a la piedad.

    Era un mundo implacable, pero allí la vida tenía su precio. Antaño Langdon se preguntaba si los Indignos no preferirían espontáneamente renunciar a la vida, pero ahora aquella duda había perdido sentido: aun suponiendo que hubiera de permanecer toda su vida en el mundo subterráneo, él mismo procuraría retrasar cuanto le fuese posible la hora de su muerte.

    Algunos de los conceptos expresados por Langdon en sus canciones carecían de significado para su auditorio, pero ello no disminuía el fervor que despertaban: él les daba sueños, y ellos se lo pagaban con veneración. Tampoco comprendían todas sus reacciones: una vez Langdon rechazó el dinero que le ofrecía un reptante tronco humano sosteniéndolo entre sus dientes; ante la insistencia de la mujer, el horror le hizo apartarse, mientras ella escupía monedas y salivazos y le insultaba, dolida. Tras aquel incidente, Langdon no volvió a rechazar nada ni a nadie.

    Y llegó a fijarse en Ora sólo por la insistencia con que la muchacha acudía a escucharle. Ella no descansaba hasta lograr colocarse entre las primeras filas y, una vez allí, levantaba la mirada hacia él y permanecía sin moverse, con la adoración reflejada en sus ojos, hasta que Langdon terminaba su recital.

    Luego permanecía como arrobada hasta mucho después de que se hubiera ido todo el mundo, incluso tras la partida de él. A veces Langdon tuvo que actuar dos noches seguidas en lugares distantes docenas de kilómetros, pero ella procuraba no emplear nunca su mismo medio de locomoción.

    Los Indignos eran poco dados a viajar, a pesar de que los interminables túneles formaran una especie de continente extendido bajo tierra en una increíble tela de araña. Langdon se preguntaba si el mundo subterráneo proseguía también bajo los océanos, y halló la respuesta en forma de enormes túneles submarinos; donde la profundidad del mar no lo permitía, se habían dispuesto dos o tres siglos antes formidables canalizaciones que aún servían para equilibrar las diferencias climáticas. En suma, era el reverso del mundo ajardinado que se disfrutaba en la superficie, y que él contemplaba ahora desde abajo. Langdon comprobó además que, ocasionalmente, los robots empleaban allí a seres humanos y les pagaban por su trabajo. Aquello habría parecido inconcebible en la superficie, donde imperaba la convicción de que una máquina resultaba siempre mejor adaptada que un hombre a cualquier función; pero Langdon no tardó en preguntarse si aquella mínima proporción de humanos utilizados en múltiples y a menudo sutiles ocupaciones no sería indispensable para el equilibrio del planeta. Todo aquello le hizo concebir una creciente enemistad frente a los humanos de la superficie; no sólo separaban de su lado a los que según ellos perjudicaban a la estética de su mundo, sino que además les obligaban a servirles. Tal vez no se daban cuenta, aunque la inconsciencia venía a ser lo peor; en la superficie se solía comentar la caridad que se dispensaba a los Indignos al dejarles el derecho a la vida. A lo que parecía, aquel derecho lo pagaban bien caro.

    Las manos y los pies de Ora, que la muchacha llevaba casi siempre desnudos, eran extrañamente palmeados, con una película de piel que unía los dedos hasta la segunda falange. Se trataba de un signo degenerativo. Aparte de este defecto, sus inmensos ojos de color malva soportaban muy mal la luz y menos sostenían ser mirados directamente. La joven padecía una delgadez enfermiza, pero era bonita y tenía el cabello de un rubio muy claro, casi gris. Langdon la observó una noche y, cuando todo el mundo se hubo marchado, se acercó a ella. Al darse cuenta. Ora intentó escapar, pero él fue más rápido y la alcanzó, dejando que se debatiera entre sus brazos hasta que no pudo más y se quedó mirándole fijamente con sus dilatados ojos. Langdon comprendió que la muchacha no quería rehuirle en realidad. Cuando se la llevó consigo sin soltar su mano, Sarn tuvo una expresión de contrariedad. Langdon tomó a Ora bajo su protección, le proporcionó ropas nuevas, y el traficante acabó por acostumbrarse a su presencia. Algunas noches después, la joven acudió en silencio junto a Langdon y se quedó en su cama. Su cuerpo era sutil, suave y tibia su piel insólitamente pálida donde se traslucían los arácneos entrecruzamientos de las venas. Era la primera mujer que Langdon tocaba desde que le abandonó Herbie.

    Ora hablaba poco. Se acurrucaba a los pies de Langdon mientras éste cantaba y no tardó en contribuir al éxito de las actuaciones. Un hombre, un rico traficante en cigs, se empeñó en comprársela a Langdon y le ofreció una cantidad enorme; él se echó a reír y se negó en redondo, llegando a montar en cólera cuando el hombre insistió. Enterado del hecho tras la partida del traficante, Sarn manifestó preocupación y aconsejó dejar inmediatamente el lugar. Langdon quiso quedarse, pero después de contemplar largamente a Ora y notar su angustia acabó por aceptar. Después de aquel incidente no volvieron a visitar aquella parte del mundo subterráneo.

    Langdon se propuso mejorar la aptitud de hablar de la joven, y lo fue consiguiendo poco a poco. Ora vivía en una especie de universo fantástico donde Langdon ocupaba lugar aparte; le confió que a veces escuchaba unas voces misteriosas. Al principio él lo tomó a broma, hasta el día en que relató a la muchacha su incidente, recién llegado allí, con el jugador profesional. Ora pareció impresionarse fuertemente.

    —Aquel hombre lo hizo con su espíritu —aseguró—. Le bastaba pensar en qué forma deseaba ver caer los dados, y éstos le obedecían. También podría hacerlo yo si tuviera más fuerzas.
    —No eres débil, Ora —quiso tranquilizarla él.

    La joven meneó la cabeza. Su cabello ceniciento, que se dejaba largo a instancias de Langdon, caía sobre sus delgados hombros.

    —Poco puedo hacer —dijo—. Un esfuerzo como ese me mataría. Pero fíjate en eso.

    Y tomó una horquilla de su cabello, la abrió y puso un papel doblado de cig en equilibrio sobre la punta, hundiendo luego en el suelo parte del otro extremo metálico. No corría el menor soplo de aire; el diedro de papel oscilaba levemente. Ora cerró los ojos y pareció concentrarse, hasta que el papel empezó a girar sobre sí mismo, aceleró luego su movimiento y acabó por convertirse en un torbellino pálido cerca del suelo y a más de dos metros de la muchacha; por último echó a volar. Ora levantó la mirada hacia Langdon, mostrando ojeras de cansancio.

    «¿Corrientes convectivas cerca del suelo»?, se preguntó él. Pero, casi a pesar suyo, quedó impresionado ante el poder que la joven había demostrado. De momento no estableció ninguna relación entre aquel fenómeno y ciertos aspectos de la crisis que amenazaba a la estocastocracia, pero una idea empezó a germinar en su interior.

    —Los dados habrían resultado demasiado pesados para mí —explicó Ora.

    Langdon le sonrió y la besó.


    18


    Un espectador que permanecía sentado en la tercera fila izquierda, ocupando una butaca que le había traído un robot, atrajo un día la atención de Langdon. Era un hombre de unos cuarenta años y de rasgos faciales peculiarmente enérgicos, aunque de expresión afable. La calidad y pulcritud de su atuendo superaba al de la mayoría de los presentes, pero sin afectación ofensiva. La mirada de aquel hombre resplandecía de inteligencia, y sus ojos sonrientes no se apartaban de Langdon, al tiempo que meneaba repetidamente la cabeza con un ademán aprobatorio. Parecía mucho más dueño de sí mismo que todos los que le rodeaban, enteramente normal: el miedo, la angustia, el sentimiento de inferioridad y la frustración no parecían afectarle. Por vez primera desde hacía bastante tiempo, Langdon pudo comparar y darse cuenta del cariz inestable de su situación. Aquel hombre le recordaba inevitablemente los problemas de la estocastocracia, las fuerzas ocultas o declaradas que pugnaban en la superficie, y la inquietante presencia de los extranjeros en algún punto del espacio.

    Cuando Langdon terminó su actuación, el desconocido se puso en pie y aplaudió con fervor. El resto del público le secundó casi en seguida, cosa que Langdon interpretó como una muestra de respeto por parte de los Indignos hacia aquel visitante. Cuando éste salió, tras haber dedicado a Langdon un leve saludo con la cabeza, la multitud le abrió paso de un modo espontáneo. Un robot acudió para llevarse la butaca, sin que nadie demostrara la menor extrañeza ante aquella deferencia inhabitual.

    —¿Quién era ese hombre? — preguntó Langdon a Sarn.

    Ora crispaba sus dedos entre los de Langdon con insólita intensidad, y él creyó ver en sus ojos cierta sombra de tristeza.

    Sarn movió ambos brazos en un ademán ampuloso.

    —¡Ah, ése! — exclamó mirando hacia el lugar desocupado—. Es un tipo que cuida de los chiflados. Un psico. Quizás un poco loco él mismo, porque vino aquí desde arriba por propia voluntad. ¿Te das cuenta? ¡Espontáneamente! Sin embargo —y los ojos sin brillo de Sarn se encendieron admirados—, hay que admitirlo, es un tipo formidable.
    —¿Cómo se llama? — inquirió Langdon.

    No se atrevía a soltar la mano de Ora por no ofenderla, pero intuía que el visible azoramiento de la joven tenía algo que ver con la presencia de aquel hombre.

    —Franz d'Argyre —aclaró Sarn—. Todo el mundo le conoce aquí abajo.
    —¿Y dices que vino por su propia voluntad?
    —Así es. Sin que nadie le obligase. Podría volver arriba mañana mismo si quisiera.

    Aquella noticia repercutió como un puñetazo en el ánimo de Langdon. Conque vivía allí un hombre que podía pasar de un mundo a otro según su voluntad, que podía presentarse en las puertas del ámbito subterráneo, encararse con el robot de guardia y decirle: «Déjame pasar; yo no soy un Indigno, ya me conocéis.»

    El hecho significaba que el mundo subterráneo no era totalmente un callejón sin salida, un cepo, una mazmorra. Significaba también que él mismo no estaba tan definitivamente separado del mundo de los jardines. Las ideas se atropellaban con tal violencia en la mente de Langdon, que se dejó conducir dócilmente por Ora hasta un diván y se tendió en él, mientras la joven le acariciaba suavemente el cabello.

    El mundo subterráneo, pues, podía ser abandonado. Langdon sabía que los Indignos tenían derecho a reclamar un examen eventualmente capaz de establecer su normalidad y devolverles la libertad, pero nunca creyó de veras en ello, ni se le ocurrió que aquella disposición pudiera favorecerle personalmente; se había acostumbrado a pensar que sólo le quedaba el recurso de la astucia o la violencia para volver algún día a la superficie.

    Luego bastaba dirigirse a cualquier robot y decirle: «Yo soy el estocastócrata Ingmar Langdon. Podéis ponerme a prueba. Soy completamente normal. Fui traído al mundo subterráneo por traición, mediante un secuestro. Os ordeno que me devolváis a la superficie con las consideraciones que me son debidas»

    Y aquello estaba claro desde el primer momento. Langdon se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. El primer motivo derivaba de la educación recibida: se le había inculcado la idea de que nadie regresaba del mundo subterráneo, y él se limitaba a admitirlo. Los jardines de la superficie y el mundo subterráneo constituyeron para Langdon dos universos opuestos sin posible contacto y aun sabiendo que no era así, de algún modo supuso que hasta los robots del mundo subterráneo obedecían a distintas autoridades que los de la superficie. El segundo motivo era personal: desde que comenzó a convivir con las gentes de abajo, había evitado pensar en un posible regreso a Palacio. En cierto sentido, sus raptores le facilitaron la tarea: le confinaron justamente donde él deseaba ir, donde iba a encontrar cobijo. Y aunque hubiese variado después su propósito, algo en su inconsciente seguía rechazando el enfrentamiento con los peligros de la superficie; algo le había afirmado en la creencia de que no existía ninguna solución viable para su problema. En definitiva, había preferido suponer que no podía abandonar el mundo subterráneo antes que admitir que se resistía a hacerlo.

    Ahora veía los cosas mucho más claras, y se lo debía a aquel hombre, a Franz d'Argyre. Decidió tener una entrevista con él, aunque no en seguida; antes le convenía poner en claro ciertas circunstancias. Por ejemplo, dado que los robots conocían su presencia allí, ¿por qué no habían establecido su identidad, y por qué Palacio no había ordenado buscarle? Aquello podía significar que arriba las cosas iban mal para la estocastocracia, y que los enemigos del sistema, o tal vez los mismos extranjeros, controlaban los acontecimientos. Sandra Devon tal vez estaba en peligro, expuesta incluso a sufrir cosas peores que el confinamiento entre los Indignos. La sangre de Langdon empezó arderle en las venas; se incorporó, apartó a Ora y caviló con la cabeza entre ambas manos. Sarn le observaba, inquieto y sin pronunciar palabra.

    Langdon se calmó poco a poco. Se dijo que había estado todo aquel tiempo como adormilado, o más bien despertando con morosa lentitud hasta que, solitaria y penosamente, había encontrado el camino hacia la realidad. Era hora de emprenderlo, pero tampoco corría tanta prisa: le convenía reflexionar, forjarse un plan, seguir informándose. Al ignorar la situación en la superficie, se arriesgaba a cometer algún error. Si Franz d'Argyre iba y venía de uno a otro mundo, del seudo—paraíso a la caricatura de infierno, estaría sin duda mucho mejor informado. Pero, ¿de qué lado se alinearía aquel hombre?

    —Mucho gusto en recibirle, estocastócrata Ingmar Langdon —le saludó Frang d'Argyre, el único psicólogo humano del mundo de los Indignos—. He apreciado mucho su talento. Me preguntaba cuándo se decidiría usted a visitarme.
    —¿Me esperaba usted?

    D'Argyre sonrió ampliamente. Sostenía en la mano un libro que acababa de cerrar. Su despacho estaba amueblado con sobriedad, pero daba una grata impresión de refugio seguro. Ofreció asiento a Langdon y le tendió un cofrecillo de madera lleno de cigs, que él rechazó.

    —¿Le sorprende? ¿Prefiere una copa?

    Langdon asintió.

    —Así, pues, ambos podemos considerarnos hombres dotados de cierta cultura —comentó d'Argyre—. La afición a los textos antiguos es aquí cosa infrecuente. Lo mismo que arriba, por supuesto.
    —¿Sabe usted leer? — preguntó ávidamente Langdon.

    El psicólogo se encogió de hombros.

    —Desde luego que sí. Y hasta escribir. He apreciado mucho lo que ha hecho usted por nuestros amigos de ahí abajo. Les ha proporcionado usted lo que más falta les hacía. Yo lucho por mi parte contra el desatino con las armas de la razón, y usted lo hace con las de la emoción. Hay muchos casos en que las suyas resultan preferibles.
    —No es ninguna solución —objetó Langdon.
    —¿Para el problema de los Indignos? No, ya lo sé; pero sí ayuda mientras llega esa solución. Permite que las cosas vayan madurando. Habrá usted podido ver por sí mismo lo que son los Indignos.
    —Unos seres desdichados —opinó Langdon.
    —No exactamente. Más bien unos seres humanos, con toda su carga de problemas. La proporción de verdaderos anormales es muy escasa entre ellos, créalo. Quiero decir que la mayoría de ellos podrían ser objeto de tratamiento, mejorados y hasta curados si Palacio se lo propusiera.
    —¿Es por eso que le satisface tanto tener ahora consigo a un estocastócrata?
    —Podría ser. Pero no me parece que su situación actual le permita aportar grandes remedios a ese estado de cosas.

    «Más o menos lo mismo que usted», estuvo a punto de replicar Langdon; pero se contuvo a tiempo. El hombre con quien hablaba era la perfecta imagen del autodominio. Atacarle con insolencia no serviría de nada, ya que su personalidad era demasiado sólida para que Langdon pudiera llegar a turbarla con su actitud.

    —¿Por qué está usted aquí? — le preguntó, sereno—. Me han dicho que nadie le había obligado a venir aquí, que lo había hecho por propia voluntad.
    —Hasta cierto punto, es cierto —confirmó el psicólogo—. Pero sólo hasta cierto punto. Vine más por curiosidad que por compasión; por curiosidad y por simpatía. Aquí se puede aprender mucho sobre el espíritu humano, y hay también mucho que hacer. Pero hay otros motivos. Vine aquí en busca de refugio. Mi vida estaba amenazada allá arriba, aunque mi muerte no habría beneficiado a nadie. Aunque las muertes violentas sean mucho más frecuentes aquí que en la superficie, o tal vez por eso mismo, resulta también un lugar más cómodo para refugiarse. Y aquí he descubierto una cosa: a saber, que este infierno no tiene razón de ser; es posible que la tuviese antaño, aunque lo dudo, pero ha desaparecido si alguna vez existió. Tengamos en cuenta que las sociedades, lo mismo que las almas humanas, dejan crecer en su seno extrañas úlceras y que se les alteren regiones enteras, pero evitando al mismo tiempo con gran empeño darse cuenta de ello. Al cabo de cierto tiempo, el orden establecido perdura, no porque lo necesiten, sino solamente porque prefieren no perturbarlo, ni siquiera para mejorarlo. Y, a la larga, tanto las sociedades como los hombres pueden perecer por esa omisión.
    —Conozco el caso —ratificó Langdon con voz súbitamente ronca.
    —Es aquí donde se dan los hechos más apasionantes en el aspecto humano. Allá arriba, salvo quizás en el espacio, todo el mundo vegeta. Aquí el individuo se ve obligado a adaptarse, a encontrar nuevos caminos. Y los encuentra, créalo. A veces me digo que la humanidad tendrá que bendecir algún día la creación de ese mundo subterráneo.
    —¿No desea usted su desaparición? ¿Lo considera quizá como un experimento gigantesco, quizá como una reserva, o como el necesario contrapeso de una balanza que oscila lentamente sobre el fiel de los siglos?
    —No se excite, Langdon, cálmese. Sí, podría considerar así al mundo subterráneo. Pero no lo hago. No me ha preguntado usted qué era lo que me amenazaba arriba.
    —Esperaba que usted me lo dijera —replicó Langdon frunciendo el ceño.
    —Fue por un libro. Un libro que yo escribí —D'Argyre volvió a sonreír, mientras hablaba tranquilamente y sin que asomara a su voz ni un ápice de suficiencia. — Después de unas cuantas décadas, mire usted por dónde, algunos hombres han descubierto que un simple libro podía constituir un peligro, convertirse en un arma. Y decidieron preferible la desaparición del libro y por supuesto también de su autor. Me gustaría que lo leyera usted. No porque lleve mi firma, sino por las ideas que en él se expresan, y cuya paternidad no me pertenece en modo alguno.

    El psicólogo se puso en pie, rodeó su escritorio y abrió un gran armario empotrado. En sus estantes metálicos, estrechamente apretados, Langdon vio centenares de libros, tal vez millares. Sus ojos se desorbitaron de asombro. D'Argyre tomó un volumen del estante superior y se lo tendió a Langdon.

    —He aquí un objeto de muy tenebroso aspecto, ¿no le parece? ¿Quién diría que es un peligro para la estocastocracia? ¿Lo cree usted posible?
    —Sé lo que pueden los libros —aseguró Langdon—. Conozco también el contenido revolucionario y hasta explosivo de una simple canción. Ni los libros ni las palabras pueden mucho por sí mismos, pero sí cuando encauzan los anhelos y les confieren un punto de apoyo.
    —Vamos a ver —propuso el psicólogo—: ¿Y si yo le preguntase ahora el motivo exacto de su visita?

    El semblante de Langdon se oscureció.

    —Tengo un problema —admitió—. Usted se ocupa de las mentes humanas. Desearía que estudiara la mía.
    —Me parece perfectamente sana. Si está usted aquí es solamente por… digamos por un error, ¿no?
    —¿Sabe usted quién soy y por qué motivos me encuentro aquí?
    —Tengo algunos datos. En el mundo subterráneo soy el único que puede enterarse de todo lo que sucede arriba.
    —¿Y bien?
    —Examinemos primero su problema. Me figuro que guarda relación con los acontecimientos de Palacio, ¿verdad?

    Langdon se quedó boquiabierto.

    —Le escucho —invitó el psicólogo—. Debe ser usted quien explique las condiciones del problema.

    Langdon hizo una profunda inspiración.

    —Tengo miedo —confesó—. Tengo miedo de volver allá arriba. Y, por otra parte, me angustia estar inactivo. El equilibrio de la Tierra se halla en peligro y yo no hago nada… Pero no conseguiré nada yo solo, sin ayuda.
    —¿Está usted bien seguro de poder hacer algo a favor del equilibrio de la Tierra? — preguntó fríamente el psicólogo.

    Langdon le miró, atónito.

    —¿Que si lo creo? ¿Por qué no? Cada cual puede…
    —¿Todo el mundo? ¡Interesante! ¿Considera usted muy importante actuar?
    —Yo diría que sí —insistió Langdon con voz firme.

    Aun cuando Franz d'Argyre se negara a ayudarle, Langdon no permitiría que le tratase como a un mozalbete. Al fin y al cabo, y aunque sólo fuese durante algunas horas, él había reinado en la Tierra.

    —Lo que vale no es el cargo en sí —decía el psicólogo—. Me refiero al hecho de que sea usted estocastócrata. Pero sí usted mismo, su propia persona, Ingmar Langdon a secas. Usted y sus anhelos.
    —Estoy sinceramente convencido de que puedo hacer algo en favor de la Tierra —insistió Langdon con cierta solemnidad.
    —Entonces, ¿qué teme?
    —Temo ser asesinado si regreso a la superficie. Y, por otra parte, no puedo soportar la idea de que los hechos se desarrollen sin mi intervención.
    —Conflicto clásico —juzgó el psicólogo—. De un lado, teme a la realidad, y del otro siente angustia cuando intenta desentenderse de su colectividad. Fuera de ella usted no es nada; dentro de ella está amenazado, pero puede ser usted mismo. Elija.
    —¿Qué debo hacer? — preguntó Langdon.
    —Fíjese bien. Usted está normal, sano de espíritu. Tiene problemas y no es ningún superhombre. Pero ahora conoce su alternativa, que no puede eludir. Sólo a usted corresponde decidir lo que desea ser y hacer. Yo no puedo decirle otra cosa.
    —Sí puede —arguyó fríamente Langdon—. ¿Quiénes trataron de matarle? ¿Y por qué eligió usted, a su vez, abandonar nuestra colectividad y no ser ya nada?

    Franz d'Argyre se encogió de hombros. Tomó un cig del cofrecillo y exhaló una nube de humo azulado.

    —Descubrirá bien pronto lo que me amenaza si se decide a actuar. En cuanto a mi colectividad, no creo haberla abandonado: está aquí, lo mismo bajo tierra que allá arriba, tal vez más abajo que en la superficie. Es todo.
    —Comprendo —dijo Langdon.
    —Vuelva a verme cuando lo desee. Lea ese libro y quédeselo. Considerémoslo como la medicina que le receto.

    Langdon recorría pensativo los pasillos, apretando entre sus dedos el delgado volumen. Había esperado que el psicólogo le sometiera a un examen, le administrase drogas, o interviniera directamente en su sistema nervioso con sutiles instrumentos. En vez de eso, había recibido solamente palabras. Langdon reflexionó sobre el poder de las palabras. Las de Franz d'Argyre, indudablemente, le ayudaban a ver claro. El psicólogo no le dijo nada que él no pudiera descubrir por sí mismo, pero…

    Pero el hombre le había tratado como adulto, como individuo normal. Ninguna máquina ni técnica se había interpuesto entre ambos. Era un curioso tipo de relación humana, que iba a darle mucho que pensar. Empezó a interrogarse sobre el exacto significado de los silencios de Ora.


    19


    Buena parte de las ideas contenidas en el libro eran abiertamente democráticas, aunque esa palabra no figuraba impresa en ninguna de sus páginas. Pero lo curioso era que aquellos conceptos no sorprendían a Langdon; eso no dejaba de asombrarle. La tesis de Franz d'Argyre era que la noción de normalidad carecía de realismo; no existía de hecho, por ejemplo, un modelo ideal de ser humano. Cada fenómeno y, particularmente, cada individuo, eran para el psicólogo resultado siempre nuevo de la acción de unas fuerzas contradictorias y en cierto modo independientes. Cada sector del espacio tenía su forma particular de considerar el mundo. Cada ser humano era una entidad única, que mantenía relaciones complejas con otras entidades. Los anormales no eran subindividuos, sino seres diferentes. Las razas, las especies y, en general, todos los conjuntos clasificadores eran solamente unos sistemas abstractos que permitían al sistema nervioso humano captar la realidad, aunque deformándola. Tal deformación era ineluctable, pero necesitaba ser comprendida y esclarecida en sus consecuencias.

    Estas ideas eran tan nuevas para Langdon, que se le hacía difícil interpretar exactamente el vocabulario del psicólogo; pero comprendía intuitivamente lo que Franz d'Argyre se proponía decir. En cierto sentido aquello se parecía a la gravedad: todos los objetos caen al suelo, pero no porque tengan características comunes que los destinen a caer, sino porque actúan sobre ellos unas fuerzas idénticas. Los conjuntos de moléculas que se agrupan y organizan para convertirse en seres humanos no lo hacen para plasmar ningún modelo ideal y teórico, sino porque están sometidos a la acción de fuerzas similares que derivan de las estructuras generales del universo.

    Aquello implicaba la negación de cualquier diferencia de valor entre un ser humano normal y un Indigno. Afirmaba que la enfermedad no era ninguna aberración, sino una forma de la causalidad. Y que nadie podía esperar de la naturaleza o del asir el privilegio de una solución a los propios problemas. Puesto que las normas e ideales eran definidos por el hombre mismo, quedaba claro que el individuo sólo podía contar consigo mismo para alcanzarlos o realizarlos. Todo ello equivalía a una condena implícita de la estocastocracia, sistema que constituía una claudicación del hombre, haciéndole abandonar la totalidad de su destino en manos de las máquinas. Era inevitable que, a la larga, aquella claudicación condujera a que el propio hombre se convirtiese en una máquina, en una especie de regresión que provocaría la extinción de la especie.

    Langdon reflexionaba. Toda una serie de enigmas aparecían bajo una nueva luz. Por ejemplo, ¿por qué la Tierra contaba solamente con poco más de doscientos millones de habitantes cuando, apenas trescientos años antes, había cobijado y alimentado a unos cinco mil millones? Hubo guerras, hubo emigración, pero no era explicación suficiente. Siguiendo aquel ritmo, la Tierra quedaría totalmente despoblada en menos de un siglo; los robots seguirían cuidando los jardines para nadie. La situación sería quizá menos catastrófica en el espacio, aunque la expansión había disminuido, estaba prácticamente detenida. El hombre creía haber alcanzado el apogeo de la civilización, pero asistía en realidad a su decadencia, al menos de momento.

    Las ideas del psicólogo podían ser igualmente aplicadas a los extranjeros. Desde aquel punto de vista, no se les podía considerar ni sistemáticamente hostiles ni necesariamente benévolos. Su propio imperio seguía en desarrollo, obedeciendo a leyes materiales. Si ellos compartían aquella misma concepción del mundo —cosa que probablemente harían si eran realistas, tan realistas como el poder de su tecnología permitía suponer—, sería posible llegar a un mutuo entendimiento que evitara una larga serie de conflictos y desastres ineluctablemente conducentes al reconocimiento de la recíproca existencia. La historia de la humanidad abundaba en esta clase de confrontaciones, en episodios protagonizados por imperios belicosos que se vieron finalmente obligados a admitir la existencia de otras sociedades si no prefirieron desaparecer.

    Alguien llamó a la puerta. Quien lo hacía debía estar muy nervioso, ya que la golpeaba con ambos puños.

    —¡Ingmar, Ingmar Langdon! — gritaba una voz femenina, sofocada por la gruesa hoja de madera.
    —Entra, Ora —contestó Langdon.

    Recordó que había atrancado la puerta para que nadie le estorbara. Se levantó, descorrió el cerrojo y la puerta se abrió de golpe.

    —Ingmar… —jadeó la mujer.

    No se trataba de Ora. Era Sandra Devon la que casi desfallecía en brazos de Langdon.


    20


    Langdon sostuvo a la joven, apretándole ambas manos hasta casi hacerle daño, mientras ella parecía despavorida. ¿Habría sido condenada también a la indignidad? ¿Acaso sus antiguos aliados la habían arrojado al mundo subterráneo?

    —¡Siéntese, descanse! — exclamó Langdon—. Lo necesita, no hay duda.

    Sandra le miró, sorprendida por la firmeza de su voz, mientras él, al contemplarla, advertía lo rotundo de su propio cambio. Vislumbró la silueta de Ora, que observaba la escena con inquietud.

    —Vete a tu cuarto. Ora —le dijo con suavidad—. No temas nada y espérame allí.

    Y volvió su atención hacia Sandra Devon, que parecía agotada y con señales de haber llorado; las lágrimas habían dejado unos surcos grises en sus mejillas llenas de polvo.

    —Espero que no me guarde usted demasiado rencor —le dijo con una sonrisa triste—. Aquel día procuré hacerle el menor daño posible.
    —¡Ah! ¡Ni lo recuerdo! — dijo ella—. Y usted…, ¿no me habrá odiado? Nosotros…, yo no quería que se le hiciera ningún daño. Intentábamos que permaneciera aquí durante algún tiempo.

    Langdon sonrió. Sus sospechas se confirmaban. Los demócratas habrían supuesto que, al compartir su vida con los de abajo, era probable que un estocastócrata acabara compartiendo también sus ideales. Le habrían considerado como una jugada en reserva, esperando sacarle del mundo subterráneo en el momento oportuno. Y todo parecía indicar que aquel momento había llegado.

    —No estoy nada resentido —aseguró—. Mi permanencia aquí ha sido muy interesante. Muy instructiva.
    —Pero cometimos un error —confesó la muchacha—. ¡Sí, un terrible error! Ellos han aprovechado su ausencia para… ¡Es necesario que vuelva usted allá en seguida! Sólo usted puede hacer algo todavía.
    —¿Quiénes?
    —¡El grupo de Nilan, el enemigo, los que quieren adueñarse del poder! Están a punto de desencadenar una guerra contra los extranjeros, confiando en que la confusión bélica les permita dominar la situación. Aseguran ser los únicos capaces de conducir una guerra, pero no comprenden que la Tierra y la mitad de los planetas habitados van a ser destruidos antes de darnos tiempo a…

    Sandra había soltado su mensaje sin respirar, y su voz se quebró bruscamente. Pero Langdon comprendió que el peligro debía ser real.

    Ella prosiguió, casi sin aliento:

    —Han logrado hacerse con el control de Palacio.
    —¿Por la fuerza? ¿Aquel día del tumulto? ¡De modo que ganaron!
    —¡No! ¡Fue más tarde! Nosotros creíamos poder evitarlo, pero fuimos engañados.
    —¿Eligieron un nuevo estocastócrata? ¿Uno de los suyos? Eso significa que controlan la Máquina del Azar.

    Sandra meneó la cabeza, mientras las lágrimas brillaban como perlas en sus ojos.

    —¡De modo que no sabe nada…! No hizo ninguna falta que la Máquina del Azar sorteara un nuevo estocastócrata, porque, dos días después del tumulto, usted reapareció allá arriba.
    —¿Qué? ¿Cómo? — farfulló Langdon.
    —¡Sí, usted mismo reapareció! Si yo no hubiera sabido dónde se hallaba usted realmente, habría jurado que era verdad. Y le habría odiado. Usted…, es decir, su doble, su copia, empezó inmediatamente a tomar medidas, a…
    —¿Un… doble? — balbuceó Langdon, aterrado.
    —Una copia exacta, rasgo por rasgo. ¡Y nosotros debíamos fingir que lo creíamos! No podíamos hacer nada, compréndalo… No podíamos confesar que le habíamos secuestrado y trasladado al mundo subterráneo, y… ¡Ah, qué incautos fuimos! Tuvimos que esperar, confiar en que los robots desenmascarasen al impostor. Pero nada ha sucedido. Y ahora la situación es dramática; sólo usted puede intervenir, nadie sino usted.
    —¿Da por sentado que estoy dispuesto a hacerlo? — replicó él.
    —¡Ingmar! ¡Oh, Ingmar…!

    Langdon leyó el terror en los ojos de la joven y reflexionó febrilmente. Alguien les había burlado con diabólica habilidad, y ellos habían hecho exactamente lo que los otros preveían. Al hacerle desaparecer de la superficie, los demócratas dejaban el campo libre a… ¿A quién, exactamente? Y él mismo. Ingmar Langdon, no había sido menos estúpido. Todo aquello resultó demasiado fácil, ahora lo comprendía: abandonar el Palacio sin que ninguna máquina tratara de impedírselo; sin que los robots de Palacio hicieran ningún esfuerzo serio para localizarle; y había estado viviendo —¿cuánto tiempo exactamente, seis meses por lo menos? — en el mundo subterráneo sin que ningún robot se preocupara de su presencia, de su rango ni de su origen. Había necesitado seis meses para empezar a comprender, y ahora podía ser demasiado tarde. Los partidarios de la dictadura debían controlar ya una parte considerable de las máquinas de Palacio, para lograr aquellos resultados. ¿Qué procedimientos se lo hicieron posible? Todo parecía inconcebible, a tal punto la Constitución contaba con cláusulas de seguridad y las Máquinas del Azar eran en principio autónomas e infalibles. Pero había ocurrido. Había sido una insensatez seguir confiando en una solución prevista para todo tipo de situaciones. En la historia de la humanidad no se registraba ningún sistema que hubiese permanecido inalterable. Los hombres siempre intentaron establecer alguna fórmula que garantizase un poder estable, equitativo y eterno, y fracasaron de manera invariable en su empeño. A la larga, las leyes tenían que ser modificadas porque su pretendida inmutabilidad se oponía al progreso y perfeccionamiento humano, y por otra parte las hacía vulnerables a nuevas perfidias: cualquier hombre suficientemente ambicioso, falto de escrúpulos y dotado de los medios necesarios podía desbaratar la mejor solución política.

    ¿Era realmente Nilan capaz de dirigir un grupo semejante? Langdon analizó rápidamente la posibilidad y la rechazó. Nilan era un hombre demasiado servil, adulador y obsesionado por las ostentaciones del poder; era un hombre representativo, no un hombre de decisiones, y estaría encubriendo a alguien más enérgico que él. ¿De quién se trataría?

    En cualquier caso, las previsiones de aquel grupo aparecían perfectamente claras: esperaba que, ante el peligro representado por los extranjeros, los humanos recurrirían a una forma de poder más autoritaria que la estocastocracia, y había sabido maniobrar de modo que se le cediera el control de las operaciones. Era una vieja treta política: suscitar un peligro, denunciarlo, exagerarlo e invocar seguidamente la calidad de único defensor eficaz, obligando así a que los despavoridos humanos se lanzaran en sus brazos y les dieran carta blanca.

    Aquellos hombres estaban dispuestos a todo. Habrían eva luado ya sin duda, cínicamente, el coste de la operación; consistía en desencadenar la guerra y sacrificar los planetas más expuestos a los ataques de los extranjeros. Habrían calculado seguramente que los estragos de la guerra no alcanzarían a la Tierra, o que siempre daría tiempo a detenerla si su extensión se hacía comprometedora; pero, en el mejor de los casos, las fuerzas terrestres y las interestelares conseguirían mantener el frente a varias decenas de años—luz de la Tierra. Y si las líneas se estabilizan lo suficiente, los hombres que detentaran el poder podrían conservarlo mientras el conflicto continuara. Naturalmente, se invocaría la indulgencia que los demócratas habrían demostrado hacia los extranjeros, se les acusaría de traidores, y resultaría fácil perseguirles y exterminarlos.

    Era a la vez muy sencillo y muy sutil. Langdon dudaba de poder hacer fracasar un plan tan maquiavélico.

    —¿Qué hacer? — preguntó simplemente.

    El rostro de Sandra Devon se iluminó. Enlazó con sus brazos el cuello de Langdon y sus labios se entreabrieron. Él se inclinó hacia la joven y la besó. Sus labios eran suaves y tibios.

    —Volver a Palacio —dijo ella—. Podría solicitar un examen y confiar en que los robots le dejaran salir de aquí, pero tengo mis dudas sobre el sistema. En cambio, hay varios puntos de posible paso entre la superficie y el mundo subterráneo, y nosotros hemos conseguido controlar uno de ellos. Nuestros adversarios mantienen también ciertos contactos con los Indignos, aunque ignoramos por qué. Tenemos que darnos prisa.
    —¡Espere! — propuso Langdon—. Quizá podríamos reclutar aquí un ejército y lanzarlo contra el Palacio. Esto al menos serviría de diversión.
    —¿Está usted loco? — se asombró ella—. ¿Pretende usted soltarlos, dejarles salir de aquí…?
    —¿No es acaso lo que preconizan los demos?
    —Sí, pero…

    Los motivos de aquella vacilación eran comprensibles. Sandra defendía los ideales democráticos, pero no tenía conocimiento claro y directo del problema. No conocía a los Indignos, y les tenía miedo. En este sentido conservaba los prejuicios dominantes en el mundo de los jardines.

    —Dejémoslo —decidió Langdon—. Es posible que, por ahora, tenga usted razón. Pero no voy a ir allá solo; necesito que me acompañen Sarn, mi ayudante, y Ora. Me van a hacer falta.
    —Esa mujer…
    —No hay alternativa —se obstinó Langdon—. Sé que la voy a necesitar.
    —Temo que va a ser un estorbo. Ella no conoce el mundo de arriba. Y no es. no me parece normal.
    —¿Tanto se ha fijado en ella? — ironizó Langdon.
    —¿Imagina que dejé de pensar en usted, Ingmar Langdon, que no procuré saber en todo momento cómo vivía y qué le sucedía?
    —¡La llevaré conmigo! — zanjó Langdon—. Si los Indignos tienen que volver algún día a la superficie, lo mismo da empezar ahora mismo.
    —Está bien —cedió Sandra, vencida. Sus brazos resbalaron desde los hombros de Langdon y su semblante expresó momentánea contrariedad.
    —¿La… ama usted?
    —Hablaremos de ello en otra ocasión. De momento, la necesito. Quiero hacer una prueba.

    Era la pura verdad. Langdon tenía una idea, algo que podía resultar fantástico si resultaba fundado. Si se confirmaba, Ora sería un factor determinante del éxito.

    Langdon se preguntó cómo podría convencer a Sarn para que le siguiera. Temía que el hombrecillo no aceptara sin aversión el peligro. Pero con respecto a Ora, al menos, estaba seguro de su asentimiento.

    Entró en el cuarto de la muchacha y leyó en sus ojos tristeza y sufrimiento. ¿Qué sabía o estaría imaginando?

    —Recoge tus cosas y ven conmigo —le dijo—. Vamos a viajar.

    Ora corrió hacia él y se le abrazó como si fuera a perderle. Turbado, Langdon trató de separarse. Ella cedió tras leve resistencia.

    —Te llevo conmigo —explicó Langdon—. Nos vamos allá arriba, a los jardines. Verás la luz del sol, y.

    Calló, porque no se atrevía a prometerle un futuro dichoso. En algún punto remoto del espacio, los enigmáticos navíos de los extranjeros observaban a las naves humanas.


    21


    Con sus paredes rigurosamente lisas, el pozo formaba un recinto circular que se prolongaba sobre sus cabezas hacia un círculo de un azul aparentemente irreal. Mucho tiempo atrás, verticales como troncos de árbol, los cohetes habían remontado raudos aquellos pozos para alcanzar la alta atmósfera y, desde ella, precipitarse sobre las ciudades. Pero su función actual consistía en proyectar un torrente vertical de aire tibio. Llegado a la superficie, el chorro de aire seguía ascendiendo como si fuese una columna invisible destinada a sostener el cielo, siguiendo la antigua trayectoria de los cohetes; sólo que, a unos cinco mil metros de altura, era desviado por un viento permanente creando una turbulencia en las capas de aire frío; entonces volvía hacia el suelo y se extendía como un gigantesco paraguas. Era parte del formidable dispositivo creado por los robots para el control de los climas y para lograr en los jardines una eterna primavera.

    —¿Llevan ustedes los crampones bien sujetos? — preguntó con voz autoritaria uno de los dos hombres de la escolta.

    Todos lo comprobaron en silencio. No se trataba de verdaderos crampones, sino de una especie de imanes que les permitían ascender como moscas sobre la superficie metálica del pozo. Unos anticaídas les rodeaban la cintura para disminuir su peso y evitar que un eventual despegue pudiera ser mortal.

    Se inició el ascenso. El recorrido iba a ser de unos mil metros en vertical. Los hombres de la escolta insistieron en que subieran encordados. Uno de ellos marchaba en cabeza, seguido por Sandra, Langdon, Ora y Sarn, en tanto que el otro cerraba la cordada. Langdon no consiguió recordar si alguno de aquellos individuos figuraba en el grupo que le había secuestrado, y no juzgó oportuno preguntárselo. Sentía en sus bolsillos el peso de las armas que Sarn le obligó a llevarse. La confianza ciega no era una de las virtudes del hombrecillo, quien incluso había insistido en que Ora llevara su artefacto; en cambio protestó cuando Langdon le pidió que armara a Sandra Devon, y sólo accedió a regañadientes y sin demostrar el menor entusiasmo.

    Según había previsto Sandra, un deslizador con las luces apagadas les esperaría arriba. Cerrada la noche, les conduciría a Palacio, donde ella les ocultaría en sus habitaciones. Al día siguiente Langdon procuraría hacerse identificar por las máquinas y desenmascarar al impostor; pero confiaba muy relativamente en aquel plan, que juzgaba pueril, por lo que había dejado para Franz d'Argyre unas instrucciones detalladas que confiaba harían comprender al psicólogo la gravedad de la situación y la necesidad de aprovechar todas sus posibilidades. El roce monótono de los crampones, que se deslizaban sobre el metal con un crujido semejante al del papel de seda rasgada, unía su cadencia a los mismos movimientos mil veces repetidos y a la alucinante profundidad del abismo que se abría bajo sus pies. El círculo de esperanzador azul crecía con desesperante lentitud, mientras la corriente de aire cálido les acompañaba como el aliento de un monstruo invisible. Langdon se volvía de vez en cuando para observar a Ora, que levantaba la cabeza hacia él y le sonreía.


    22


    La voz de Nilan se oía tan clara como si sonara en aquella misma estancia. El Repartidor hablaba con alguien a través de un mezclador, ya que la otra voz llegaba anodina e impersonal. El mezclador interfería el registro vocal suprimiendo o amplificando ciertas frecuencias, haciendo imposible su identificación. Aquello podía significar que ni siquiera el propio Nilan conocía a aquel cuyas órdenes recibía.

    —Buen trabajo, Sandra —alabó Langdon, atento a la conversación.
    —Sí, hemos conseguido instalar algunos micrófonos en diversos puntos de Palacio, con lo que nos enteramos de bastantes cosas. Pero ellos desconfían ferozmente.

    Langdon le hizo señas reclamando silencio.

    —…Absolutamente necesario que encontremos una solución —decía la voz interferida—, ya que el sistema de control que por el momento utilizamos es aleatorio y peligroso. Imagine que el hombre se percata del poder que realmente detenta: podría decidir utilizarlo en provecho propio, y…
    —He ordenado activar las investigaciones —contestaba Ni lan con una especie de respetuosa deferencia en su voz—, pero no podemos esperar resultados definitivos antes de varios meses. Hemos sufrido ya tantos fracasos…
    —Acabaré por creer que es usted un inepto, Nilan. Le he proporcionado los mejores hombres que pude encontrar, y…
    —Yo no soy biólogo, por lo que tengo que fiarme de ellos y aceptar lo que me dicen. Ya sabe usted que no me gusta intervenir en sus experimentos. Me… me trastorna el aspecto de los fallidos.
    —¡Qué alma tan sensible la suya, Nilan! — escarneció la voz—. No demuestra usted ni la mitad de escrúpulos cuando considera la cuestión de la guerra, y eso que, como usted sabe, millones de personas, tal vez miles de millones, van a perecer antes de que se consiga ponerle punto final.
    —No lo verán mis ojos —arguyó Nilan—, o así lo espero al menos. Y la guerra es algo necesario, que tendrá que estallar de un momento a otro. Mil doscientos navíos de nuestra flota se han situado ya en la zona donde se avistó últimamente la presencia de una nave extranjera, y seis aparatos, mandados todos ellos por hombres de los nuestros, han abierto ya fuego contra lo que suponemos instalaciones de los intrusos. Creen haberlas destruido; en todo caso, han desaparecido sin dejar rastro. Debo decirle que cuatro de esas seis naves han dejado de comunicarse con nosotros. Es posible que padezcan alguna avería o incluso que hayan sido destruidas.

    La noticia sacudió a Langdon como una descarga eléctrica. Así pues, ¿llegaba demasiado tarde? La guerra, la gran guerra del espacio, tal vez la última de la historia humana, ¿habría empezado ya? Las seis naves mencionadas por Nilan habían provocado fríamente a los extranjeros. Era de temer que, en represalia, buena parte de la armada enviada por los planetas humanos fuera aniquilada; cabía también sospechar que se disfrazaría el carácter agresivo de la acción ordenada por Nilan, y que se procuraría fomentar entre la humanidad entera un sentimiento de venganza contra la barbarie de los extranjeros. Sería una guerra demente, una guerra de topos, una guerra ciega e implacable que asolaría regiones inmensas en las sombrías profundidades del espacio.

    —Puede ocurrir que los acontecimientos se precipiten —pronosticaba Nilan—, y que no sigamos dependiendo de los biólogos.
    —No le permito esa clase de opiniones —replicó la voz—.

    Nos es indispensable un control seguro y permanente sobre las Máquinas del Azar. Sólo cuando lo consigamos podremos desembarazarnos de nuestros enemigos y emprender nuestra reorganización de la humanidad. La confusión aportada por la guerra nos permitirá extender el imperio de la Tierra sobre gran número de planetas, y ello de manera definitiva. Tendremos que sacrificar al contraataque extranjero, los planetas más alejados, pero es probable que logremos negociar una paz favorable para nosotros. Si los extranjeros son como yo supongo, es decir, unos seres razonables, comprenderán que les interesa tolerar nuestra presencia.

    Langdon no quiso escuchar más. Sus previsiones se confirmaban.

    —¿Dónde está Nilan exactamente? — preguntó, lacónico.
    —Dos niveles más abajo —contestó Sandra—. Justo al lado de las habitaciones del estocastócrata, en la antecámara pequeña.
    —Entiendo. Venid conmigo —dijo Langdon dirigiéndose a Ora y Sarn.

    Luego se volvió hacia Sandra Devon.

    —Y usted quédese ahí —añadió—. Ponga sobre aviso a los hombres que le parezcan más seguros. No tenemos ni un segundo que perder.


    23


    Langdon oía la voz de Nilan a través de la puerta, pero no se entretuvo en escuchar lo que decía el Repartidor. Era más urgente actuar. Hizo una seña a Sarn y a Ora para que permanecieran allí y empujó la puerta.

    Nilan volvió la cabeza y una expresión de sobresalto se dibujó en su semblante. Había envejecido durante aquellos meses y Langdon pudo advertir en él las huellas de la angustia, señal evidente de la pesada carga del poder. No había nadie más en la antecámara, y hasta la voz impersonal dejó de oírse. Como Langdon suponía, el oculto director del juego usaba un interfono para preservar su anonimato, procurando no ser identificado hasta que su éxito fuera absoluto. Aquellas precauciones le recordaban curiosamente las tretas que utilizaban los héroes de las antiguas novelas policíacas. Pero no era ahora la vida de sólo un hombre lo que estaba en juego, sino el destino de la humanidad entera. La personalidad del estratega desconocido tenía que rayar en la demencia, y el hecho de que se hubiera librado de la deportación entre los Indignos o de sufrir un tratamiento especial sólo podía explicarse por su singular capacidad para controlar la Máquina del Azar. Mientras observaba fríamente al Repartidor y en tanto que los mecanismos de su cerebro funcionaban con rapidez increíble, Langdon se decía que era incluso probable que toda la perfidia del cabecilla del complot sólo se hubiese revelado completamente y adquirido un cariz tan crítico al descubrir o conseguir su dominio de la Máquina del Azar. Las inmensas perspectivas que se habrían ofrecido a aquella mente enferma fueron demasiado para su precario equilibrio. Un filósofo de la antigüedad había dicho que el poder corrompe a los hombres, pero también era cierto que la simple esperanza de alcanzarlo basta para perturbar la razón.

    —Desearía saber —pronunció Langdon con voz neutra— cómo marchan sus experimentos.

    La expresión de asombro volvió a reflejarse en los rasgos de Nilan.

    —Me alegra verle —contestó—. Pero, ¿por qué va usted vestido de este modo?

    «Me confunde con mi doble», pensó precavidamente Langdon. Había considerado ya aquella posibilidad, desechándola por aleatoria, pero ahora decidió aprovecharla sin olvidar ni un instante su provisionalidad.

    —Me cansé de mi atuendo oficial —dijo simplemente.
    —Temo que no le estén permitidas a usted semejantes iniciativas, ni tampoco ciertas curiosidades. Sin embargo, ya que está ahí, voy a mostrarle nuestros progresos. Al fin y al cabo, tiene usted algún derecho a saber.

    Nilan se movió en torno a Langdon.

    —Me pregunto. — empezó—. No acabo de comprender qué ocurre. Supongo que es el patrón quien le envía a observar los resultados, aunque sepa muy bien que puede visitar los laboratorios personalmente siempre que lo desee.

    Aquella referencia a un superior podía ser reveladora. ¿Significaba quizá que Nilan ignoraba realmente para quién trabajaba? El hecho no parecía preocuparle demasiado: era un hombre que atendía más a la conspiración en sí misma que a sus logros, y cuyas ambiciones sólo se satisfacían por caminos sinuosos.

    Por otra parte, la circunstancia podía ayudar a justificar la presencia de Langdon.

    —Sígame —invitó Nilan.

    Langdon le acompañó por los pasillos. Empezaba a sentirse inquieto por Ora y por Sarn, preguntándose si se habrían atrevido a seguirle. Eventuales detectores ocultos en las paredes podían revelar a Nilan y a sus cómplices la presencia de dos intrusos, en cuyo caso se habrían metido ellos mismos en la boca del lobo, esta vez sin remisión. Deseaba sin embargo tener a Ora cerca de él, vagamente consciente de que la iba a necesitar.

    Penetraron en una espaciosa estancia desprovista de ventanas y poco alumbrada. Un olor extraño, insólitamente nauseabundo, flotaba en el aire, en tanto que toda una serie de misteriosos y sofocados sonidos, mezcla de gorgoteos, borborigmos, gruñidos, refunfuños, carraspeos sin pausa y pesados y silbantes jadeos hacían pensar que aquella penumbra albergaba la caótica confusión de unas bestias de zoológico. Cuando los ojos de Langdon se habituaron pudo distinguir cierto número de singulares jaulas, cubetas, tinajas y recipientes que, tan altos como un hombre, estaban alineados entre adecuados soportes.

    Se aproximó a una de las jaulas y en el acto le acometió una náusea brutal.

    El ser allí dentro contenido no tenía nada de humano, ni tampoco de animal. Estaba acurrucado contra la pared frontal de la jaula, sobre dos piernas deformes dobladas bajo su peso y agitando dos brazos alucinantemente largos y musculosos, rematados por unas garras que arañaban con frenesí los barrotes. Babeaba sin cesar, y lo que se suponía tenía que ser un rostro era en realidad una espantosa pesadilla.

    Langdon recorrió la fila de jaulas y, mientras examinaba con fingida indiferencia los recipientes, su asco alcanzó límites de delirio. Nilan le seguía prodigando explicaciones.

    —Como es natural —decía—, nos servimos de indignos como materia prima. Elegimos ejemplares más o menos idóneos para ahorrarnos preparaciones innecesarias, esperando conseguir así el incremento de las características requeridas. Hay el inconveniente de que son demasiados los factores que intervienen en la dotación genética del hombre, todos ellos más o menos vinculados entre sí, por lo que aquéllos que tratamos de incre mentar a veces resultan incompatibles con un mínimo de normalidad. Claro que el aspecto o resultado final nos importa bien poco; lo que para nosotros cuenta es la duración y el alcance del control. Los mutantes naturales que hasta el momento hemos utilizado son del todo insuficientes en ambos aspectos.

    Era la más alucinante colección de monstruos que Langdon hubiese podido soñar en sus peores pesadillas o que hubiera sido capaz de imaginar. El individuo que había decidido aquel inconcebible experimento tenía que ser otro monstruo, por lo menos mentalmente, o algo mucho peor. Porque aquella colección de horrores no había sido simplemente reunida, sino elaborada, cultivada en aquel laboratorio. Langdon podía vislumbrar en los recipientes acongojantes ignominias sacudidas por leves estremecimientos, sumergidas en su solución amniótica. Algunos hombres con bata blanca atendían fríamente a mantenerlas con vida.

    En conjunto, el proyecto supone ciertos riesgos —seguía explicando Nilan—. Rozamos siempre el peligro de que nos salga un ser dotado de poderes imprevisibles sobre la materia o sobre las máquinas, y que los utilice entonces para destruirnos antes de que le hayamos dominado. Por regla general, esos ejemplares manifiestan todos una agresividad extraordinaria; es por ello que hemos tomado todas las precauciones concebibles.

    Langdon podía imaginar en qué consistían tales precauciones: cadenas, barrotes y compartimentos reforzados estaban a la vista; pero habría también armas dispuestas, quizá dispositivos con gases letales preparados para invadir fulminantemente la estancia a la menor señal.

    La existencia misma de aquel antro implicaba una ironía trágica y desesperante. En el propio Palacio del estocastócrata, justamente al lado de las máquinas destinadas a eliminarlos del mundo de los jardines, se reunía una inconcebible colección de monstruosos engendros. La instalación del laboratorio y la puesta en marcha de las investigaciones habría requerido un despliegue excepcional de precauciones y de sigilo. El lugar quedaría sin duda totalmente aislado del resto de Palacio, y habría sido necesario borrar la misma noción de una existencia de las memorias programadas en la Máquina del Azar. Parecía imposible, pero la demostración de que no lo era estaba allí.

    Langdon ardía en deseos de preguntarle a Nilan sobre el objetivo final de la investigación allí emprendida, pero temió que su curiosidad le traicionara. Por otra parte, intuía vagamente la horrorosa verdad, lamentando no tener a Ora a su lado para que le proporcionara la información que le faltaba. Mas era preferible que la muchacha no presenciara jamás semejante espectáculo, y se preguntó qué opinaría Franz d'Argyre sobre aquella monstruosidad, cómo lograría encajarla en su teoría. Le parecía que las hipótesis del psicólogo darían el único método lógico capaz de evitar la demencia ante tal aberración.

    Otro método, aunque inhumano e ilógico, era el seguido por Nilan. El Repartidor fingía no ver nada. Su vocabulario era impersonal y se refería a los monstruos como si fuesen una especie aparte.

    Habían llegado al extremo de la vasta estancia.

    —¿Quiere pasar a mi despacho? — propuso Nilan—. Voy a mostrarle algo aún más interesante.

    Varias puertas blindadas se deslizaron silenciosas frente a ellos y encajaron sus alojamientos de hormigón. Al penetrar en un cuarto ostentosamente decorado, Langdon vio a Sarn y a Ora arrimados contra una pared, ambos abatidos y vigilados de cerca por dos robots de la Máquina del Azar, en cuyo pecho metálico brillaba grabado el Cetro de Oro.


    24


    —¿Me lo cargo, patrón? — gritó exasperado Sarn tan pronto vio entrar a Langdon escoltado por el Repartidor—. En vista de nuestra situación, poco me importa morir con él.

    Nilan sacó una mano del bolsillo. Un diminuto gaser brillaba en la punta de sus dedos.

    —No se lo aconsejo. Los robots serían mucho más rápidos que vosotros.
    —También nos protegen a nosotros —arguyó Langdon.
    —¿Usted cree? Para ellos, usted ha dejado de existir. Lamento sinceramente que me haya subestimado hasta ese punto, Langdon. Crea que nunca fue mi intención perjudicarle. ¿Cómo pudo usted imaginar que lograría engañarme con su presencia? Confieso que me sorprendió al principio, pero su comportamiento ha sido en extremo ingenuo.

    Langdon interrogaba a Ora con la mirada. La joven parecía desesperada, y él no podía preguntarle directamente lo que necesitaba saber sin descubrir a Nilan y a su misterioso jefe el arma suprema que le quedaba. El semblante de Ora se crispó de pronto como si acabara de ser golpeado, lo que era en cierto modo la respuesta esperada por Langdon: el ser o la cosa que controlaba la Máquina del Azar debía estar muy cerca de ellos.

    —Va usted a conocer la magnitud de su derrota, Langdon —proseguía Nilan—. Esta vez será completa. Lamentará no haberse quedado entre sus amigos del mundo subterráneo, aunque no puedo dejar de agradecerle la atención de traernos aquí a esa mujer; tiene todo el aspecto de poseer ciertos poderes que interesan a nuestros investigadores.

    La boca de Ora se deformó en un grito silencioso, mientras Sarn la sostenía y evitaba que se cayera.

    —Estoy seguro de que ella adivina lo que sucede en el laboratorio —opinó Nilan—. Lo tenemos tan aislado como hemos podido, pero parece que alguna emisión logra atravesar los blindajes. Aunque no soy telépata, imagino que ella sí lo es.
    —¿Se atrevería usted a experimentar con ella?

    Un verdadero alarido había surgido de la boca de Langdon.

    —No ha comprendido usted nada, Langdon —replicó Nilan—. No es ella ni su persona lo que nos interesa, sino sus genes; combinándolos con otros obtenidos de nuestros… productos, su poder puede proporcionarnos un resultado cuya dotación genética sea excepcionalmente aprovechable.
    —¡La entregaría usted a…!
    —Es usted demasiado sensible, Langdon. Ya sabía yo que no estaba hecho para la política. No, no pensamos entregarla a ninguno de los monstruos. Caso de hacerlo, dudo de que supieran aprovechar tal regalo; creo más bien que la devorarían. No, nuestros métodos son del todo civilizados, técnicamente perfectos, hasta indoloros, si le interesa saberlo.

    El odio puro ardía en los ojos de Langdon, que avanzó hasta encararse con los robots que custodiaban a Ora y Sarn.

    —Yo soy Ingmar Langdon, el estocastócrata Langdon —profirió—. Os exijo que me identifiquéis y me rindáis obediencia. Podéis probarme con el detector de mentiras. Detened a Nilan: está loco, completamente loco.

    Y tendió su mano a uno de los robots. La máquina la tomó con su garfio metálico, singularmente tibio.

    Es usted indudablemente sincero —sentenció el androide—.

    Su Señoría es Ingmar Langdon, estocastócrata y protector de los cien planetas. Pero…

    Y en aquel punto dejó de funcionar.

    —Su obstinación es incorregible, Langdon —rezongó Nilan—. Creo que tendré que demostrarle lo definitivo de su fracaso.

    Una de las paredes se desvaneció y, frente a Langdon, apareció su propia imagen embutida en el uniforme de gala del estocastócrata de la Tierra.

    La impresión sacudió violentamente a Langdon. Sabía que tendría que enfrentarse con su doble, pero una cosa era imaginarlo y otra muy distinta vivirlo. Por lo que pudo ver, era un doble perfecto de sí mismo, como un gemelo, a tal punto que le hizo dudar de su propia identidad durante una fracción de segundo. Un mellizo, pero no un reflejo. Algo mucho más impresionante que su misma imagen en un espejo, ya que aquella figura difería del aspecto que Langdon se atribuía a sí mismo, lo que sabía era absolutamente normal. Lo más alucinante del caso era que «aquello» vivía, que tenía sus propios gestos; la imagen en el espejo le imita a uno fielmente, mientras que aquel doble sustituía a Langdon. Para las dos máquinas e incluso para los hombres, la aparición venía a negar la existencia del auténtico Langdon.

    —¿Quién es el estocastócrata? — preguntó Nilan dirigiéndose a los robots.

    Los dos rostros inalterables efectuaron el mismo movimiento circular y vacilaron visiblemente.

    —¿Quién es el estocastócrata? — insistió Nilan.

    Las máquinas se volvieron hacia el doble y el de la izquierda empezó a decir:

    —Su Señoría…
    —¡Es un doble, un muñeco, una copia, una impostura! — gritó Langdon con rabia.
    —Usted es el impostor —decidió el robot con su voz perfectamente timbrada y mirando a Langdon.
    —¿Le basta con eso? — preguntó triunfalmente Nilan.

    Pero Langdon no le escuchaba ya. Se había vuelto hacia Ora.

    —¿Dónde está? — interrogaba—. ¿Detectas al hombre que controla a las máquinas con su mente?
    —Muy cerca… —susurró ella—. Detrás de esa pared… No es un verdadero tabique…

    La muchacha hizo un leve ademán para señalar la pared izquierda, mientras sus ojos se cerraban y su cuerpo vacilaba. Langdon leyó en su semblante la lucha silenciosa que se libraba en todo su ser agonizante.

    —¡No se mueva, impostor! — le advirtió el robot—. Usted lleva un arma y está deseando servirse de ella, pero ya sabe que yo puedo impedírselo y que corre el riesgo de ser aniquilado. ¡Quieto!

    Langdon permaneció inmóvil. Le constaba que los reflejos del robot serían mil veces más rápidos que los suyos. Las máquinas procurarían no matarle, pero cada una de ellas pesaba más de una tonelada. Si alguna se lanzaba sobre Langdon para impedirle disparar, podía aplastarle, y no cabía duda de que lo haría para proteger al estocastócrata o a cualquier otro hombre.

    Langdon sintió la tensión del momento. Su derrota era total. Y demostraba al mismo tiempo que había acertado totalmente. Franz d'Argyre no podría hacer otra cosa sino recoger los laureles de su fracaso. Sarn, Ora y él estaban irremisiblemente condenados. El precio que iba a costar la liberación de la Tierra no sería en definitiva demasiado gravoso.

    Pero Langdon no quería morir, no aceptaba aquel sacrificio.

    —Ingmar —gimió Ora—, Ingmar… No soy lo bastante fuerte, pero voy a intentarlo…

    Una ola de esperanza invadió a Langdon. Bastaría con que ella controlara con su mente una ínfima parte de la máquina, o tal vez sólo a uno de los robots durante el tiempo indispensable para que él pudiese actuar. Sabía hacia dónde disparar. Tras el falso tabique se ocultaría algún hombre o un ser dotado de los mismos poderes que el jugador profesional del Castel; algún elemento que, empleando aquellas mismas fuerzas, lograba controlar los electrones que recorrían los nervios de cobre de la Máquina del Azar. Sería un hombre o telépata influyente no sólo sobre humanos, sino incluso sobre los robots, y que no empleaba la telequinesia para manejar los dados, sino para accionar sutiles relés.

    Langdon advirtió cómo el rostro de Ora se transmutaba, y por su parte procuró no mover ni un músculo; comprendió que podría nacerle la tarea mucho más difícil si distraía a los robots.

    —Creo que los estoy dominando, Ingmar.

    La voz de Ora había sido tan leve que Langdon creyó no haber oído bien, pero se lanzó sobre Nilan cuando adivinó el gesto del Repartidor, le arrancó el arma de las manos y, salvajemente, empezó a dispararla contra la pared.

    Los robots permanecieron inmóviles. Todo el tabique se encendió en una sola llama, mientras les llegaba un bramido inhumano y el ruido de un cuerpo al desplomarse. Al mismo tiempo, el arma de Sarn empezó a escupir una serie de agujas de acero que acribillaron el cuerpo del doble de Langdon. El falso estocastócrata tuvo por una fracción de segundo una expresión asombrada, hasta que su boca se abrió sin un grito y su cuerpo se dobló sobre sí mismo.

    Langdon siguió apretando el gatillo de su arma hasta agotar el chorro chisporroteante del gaser. Luego se precipitó hacia la pared, que ya no ardía, aunque brotaba de ella una acre humareda. A través del enorme boquete, pudo distinguir un cuerpo retorcido, medio calcinado, pero cuyo rostro permanecía casi intacto Sobre la frente huidiza, una prominencia carnosa y ósea levantaba grotescamente la piel del cráneo. Aquello le recordó al jugador del Castel. ¿Sería él mismo?

    —¡Ingmar…! — gritó la voz de Ora.

    Era una llamada angustiosa. Langdon se precipitó hacia ella sin pensar en otra cosa que en ampararla y besarla. La muchacha pugnaba por abrir los ojos, que tenía hundidos en cuencas tan profundas y oscuras que parecían dibujadas por un hierro candente, mientras sus labios perdían todo color.

    —¡No crea que ha vencido, Langdon! — gritó Nilan—. Admito que me equivoqué haciéndole llegar hasta aquí, pero…

    Sarn se abalanzó sobre el Repartidor, pero el rayo ardiente de un gaser cortó en seco su arrojo. Los robots seguían inmóviles.

    —Les… les he estado bloqueando, Ingmar —balbuceaba Ora junto al oído de Langdon—. Pero no puedo más, tendré que… Yo no… ¡Oh!

    La muchacha lanzó un estertor entre los brazos de Langdon. Había sostenido sola un combate en el que nadie había podido ayudarla, y se debatía ahora en su propia debilidad sin que Langdon lograra penetrar en aquel mundo arcano y ayudarla, aunque adivinaba la magnitud del sacrificio. Porque ella había Consumido sus precarias fuerzas al verle en peligro inminente, desafiando y venciendo a un ente provisto de los máximos poderes, para dar a Langdon una oportunidad de sobrevivir. Éste advertía confusamente que era aquello lo que en el fondo había previsto, y que por eso había traído hasta allí a la joven, sirviéndose de ella y conduciéndola a una muerte casi inevitable. Olvidó a Nilan e incluso a Sarn, que se retorcía gimiendo en el suelo. Levantó a Ora en sus brazos y volvió a enfrentarse con los robots.

    —¿Quién soy yo? — les preguntó.

    Pero ya no era necesario, porque las máquinas se habían interpuesto entre él y Nilan, al tiempo que acudían otros robots y, con infinito cuidado, recogían a Richard Sarn.

    —Su Señoría, Ingmar Langdon, estocastócrata de la Tierra y protector de los cien planetas —empezó una de las máquinas, dirigiéndose a Langdon.

    Pero calló de súbito, convertida de pronto en una masa de metal inerte. Los demás robots se inmovilizaron con la misma brusquedad; con sus gestos truncados, parecían absurdas estatuas.

    Nilan rió triunfalmente.

    —¡Buen golpe! — alabó dirigiéndose a un espectador invisible. Ante el estupor de Langdon, el Repartidor se inclinó y recuperó su arma. Aquello sólo tenía una explicación posible: alguien habría logrado bloquear parcial o totalmente la Máquina del Azar, y ningún robot en todo Palacio recibía sus directrices.


    25


    La voz desfigurada volvió a brotar del techo, siempre tan neutra e impersonal, aunque cierta aceleración al pronunciar le daba como un acento colérico.

    —¡Si se atreve a tocar ni siquiera uno de sus cabellos, Nilan —advertía la voz—, tenga por seguro no sale usted vivo de este cuarto! Su torpeza nos ha conducido a una situación muy comprometida: el doble ha sido destruido, y muerto el mutante que nos permitía controlar las máquinas. ¡Y todo por su estupidez! ¿Olvidó acaso que tenía que habérselas con un Langdon? Menos mal que tenía prevista una emergencia semejante y aproveché nuestro control sobre la Máquina del Azar para instalar en ella un dispositivo que me permitiese ponerla en cortocircuito. Ignoro cuánto tiempo empleará la propia máquina para restablecer sus circuitos normales; puede que basten algunas horas. Felizmente, aún puedo lanzar a través de Palacio a mis propios y todavía obedientes robots.
    —No nos queda otra solución sino matarle —decía Nilan, pero sus ojos reflejaban el miedo y la inquietud—. Sabe demasiado, es un tipo peligroso y, a poco que pueda, tratará de destruirnos —insistía machaconamente.

    Dos robots negros hicieron su entrada. Un gran Sol verde había reemplazado en su pecho al Cetro del Azar, y sus formas y reflejos eran siniestros, austeros, solemnes. Ambos se detuvieron frente a Langdon, macizos e inmóviles como estatuas. Langdon seguía apretando contra su pecho el desfallecido cuerpo de Ora. Todo aquello carecía de sentido, parecía atrozmente absurdo. ¿Por qué motivos el jefe desconocido se oponía a la muerte de Langdon? ¿Tal vez con la esperanza de salvarse a sí mismo?

    —Entrégueles a la joven —ordenó la voz artificial—. Ya no puede hacer nada por ella. Nadie puede ayudarla. Ha estado a punto de comprometer mi poderío, pero ha fracasado en su empeño. Sin embargo no crea que le guardo rencor, puesto que me ha enseñado algo interesante.

    Los robots tendieron los brazos.

    —¡No! — rugió Langdon.

    Y retrocedió bruscamente, sin separar sus ojos del demacrado rostro de Ora.

    —¿Para qué obstinarse en negar la realidad, Ingmar? — insistió la voz—. Se le ofrece la vida y el poder. Jamás pretendí causarle el menor daño, sino que deseé siempre darle el poder, aunque, por supuesto, un poder tan absoluto como lo exige la situación.

    Langdon apenas escuchaba aquellas palabras, en cuya sinceridad no creía en modo alguno.

    —Entréguela ya —repetía la voz—. No puede usted seguirla allí donde se ha ido. Lo que tiene usted en brazos no es más que una máquina descompuesta Usted se ha servido de ella y ella había aceptado servirle hasta el final.

    Convencido, Langdon depositó suavemente el cuerpo de Ora en el suelo. Acarició con la punta de sus dedos el delgado rostro y le cerró los ojos.

    —No tiene usted un momento que perder, Ingmar Langdon —instaba implacable la voz—. El poder es suyo. Todo lo que ha ocurrido aquí era totalmente innecesario. Pero nos apremian cosas mucho más graves. Se me acaba de comunicar por transespacio que algunos navios extranjeros han aparecido dentro de las líneas de defensa humana. La tercera parte de nuestros planetas quedan así expuestos a un ataque directo por parte de los invasores, ya que tenemos a la flota destacada muy lejos. Existe el peligro de que la guerra nos alcance aquí mismo de un momento a otro y de que nos maten a todos.

    La cólera y el odio se combinaron para encender en el ánimo de Langdon una hoguera avasalladora. De súbito vio el Palacio como una inmensa morada donde imperaba una especie de somnolencia mortal, con los robots inmovilizados y semejando irrisorias armaduras de los tiempos antiguos. En su lugar, las tétricas máquinas negras, instruidas para matar, se infiltrarían por los pasillos e invadirían las cámaras para detener o asesinar a los demócratas, para apoderarse de Sandra Devon. Y aquella voz se empeñaba en reclamar su alianza, pretendía que jamás había querido matarle, que trataba solamente de devolverle el poder. Pero, ¿qué clase de poder? ¿El de un tirano? ¿Trataría la voz de salvarse con aquel último recurso? Era preciso encontrarla, dar muerte con sus propias manos al misterioso cabecilla.

    Los ojos extraviados de Langdon buscaron a Nilan, pero el Repartidor había desaparecido.

    Necesitaba un arma. Se precipitó hacia el cuerpo de su doble y le dio la vuelta. La rociada de agujas había rasgado ropas y cuerpo, y, entre la sangre y bajo la piel, se distinguía el brillo del metal; el falso Langdon no era ningún hombre: era una aberrante combinación de mecánica y de vida, de células vivientes y de relés, un androide, un muñeco animado, un falso engendro surgido de las probetas del laboratorio de Nilan.

    No llevaba armas. Langdon abandonó el cuerpo y saltó al cuarto contiguo, al que diera acceso la pared desvanecida. Luego corrió a través de otras estancias. La voz desfigurada le iba acompañando, pero llevado por su furor, él no la escuchaba. Cuando empujó una puerta y vio una fila de grandes tinajas, creyó hallarse otra vez en el laboratorio de los monstruos, pero el lugar y los recipientes no eran los mismos: varios hombres parecían dormir sumergidos en un líquido, con cuerpo y miembros en diferente estado de desarrollo. Langdon pudo identificar su propio rostro en el primero de ellos, pero el último de la serie era poco más que un esqueleto metálico medio envuelto por tejido viviente en crecimiento. Había allí doce cubetas, con doce réplicas de Langdon en laboriosa evolución en aquel medio cálido y sombrío.

    —Todo esto lo preparé para usted, Ingmar —continuaba la voz invisible—. La vida de todo hombre que detenta el poder absoluto está siempre amenazada: Sabemos lo suficiente sobre el caso. Por otra parte, conviene que no vacile nunca en exponerse a la vista del pueblo, y que se demuestre invulnerable. Va usted a necesitar todos estos cuerpos durante la guerra que tendremos que sostener contra los extranjeros.

    El recuerdo del conflicto inminente, tal vez iniciado ya, arrancó a Langdon de su ofuscación. De nada le iba a servir la rabia ciega e irreflexiva. Había que encontrar alguna solución para el problema de la guerra, conseguir la eliminación del cabecilla y acabar con aquella locura. Ambas necesidades venían a ser una misma y sola.

    —Lo ha precipitado usted todo, Ingmar —decía la voz desfigurada—. Y ahora me obliga a perder un tiempo del que acaso no disponemos. Le ruego que se dirija a una sala del palacio desde donde podrá examinar en conjunto toda la situación especial. Confiaba en poder resolver sin usted el problema de la guerra y entregarle una situación sin conflictos. ¿Por qué no siguió esperando abajo? Allí estaba usted en completa seguridad.

    ¿Acaso aquella voz creía de veras que iba a poder convencerle o seducirle, para atraerle a una nueva trampa? Aunque aquello quizá le daba la solución: fingiendo obedecer a la voz, quizá podría llegar, hasta la presencia física del jefe desconocido y lograría matarle. ¿O sería quizás él, Langdon, quien encontrara la muerte en su empeño? De una cosa estaba seguro: si la humanidad sobrevivía a la guerra, se habría librado para siempre de estocastócratas y de tiranos. Él habría desempeñado su papel, y luego tendría que ser Franz d'Argyre quien pusiera su plan en marcha. Su sacrificio sería recordado.

    —¡Sea! — dijo—. Me rindo.
    —¡Ya sabía yo que era usted realista, Ingmar! — exultó la voz.

    Langdon se dejó guiar por ella a través del laberinto de pasillos, escaleras, pozos y ascensores. Los robots negros iban apoderándose del palacio y ponían en marcha las instalaciones automáticas, una tras otra, interviniéndolas directamente. En su fortaleza subterránea, inexpugnable y prácticamente indestructible, la Máquina del Azar preparaba sin duda su desquite. Pero había perdido sus ojos y sus dedos distribuidos por el palacio y tendría que tantear a ciegas, siempre invencible aunque paralizada de momento.

    —¡Ha llegado usted! — anunció de pronto la voz—. ¡Ingmar Langdon, dictador absoluto de la Tierra, emperador de los cien planetas, futuro protector de los extranjeros!

    El centro de la gran sala estaba ocupado por un pupitre gigantesco, como nacido de la inspiración de un escultor megalómano. Frente a él, toda una serie de pantallas mostraban las fases de la batalla inconcebible que se estaba desarrollando en el espacio. Eran verdaderos ventanales abiertos sobre el vacío, conectados directamente por transespacio con las zonas del espacio que controlaban. Las imágenes se sucedían sin pausa, mostrando los enjambres de grandes naves de guerra de los planetas humanos, las flotillas dispuestas en línea de batalla, las nutridas escoltas de patrulleros. De vez en cuando, alguna nave desaparecía bruscamente sin explosión de luz ni sonido.

    —Son ya más de trescientos los navíos que hemos perdido de este modo —informaba fríamente la voz—. Pero una segunda flota dieciséis veces más poderosa que la primera se apresta a invadir el espacio, partiendo desde cuarenta y ocho planetas. Va usted a difundir inmediatamente una proclama anunciando que, a partir de este momento, toma a su cargo la dirección de las operaciones. Esto galvanizará a las tripulaciones y les infundirá valor, lo cual va a hacerles buena falta.

    Aquello era una locura fría y lógica. Langdon exploró con la mirada todos los rincones de la sala, pero no logró encontrar nada; y empezó a preguntarse si aquella voz llegaría a tener realmente cuerpo, si no era alucinación o desvarío en lugar de vibración audible, si el loco no sería él. Detrás del escritorio distinguió la ya conocida maqueta del navío extranjero, preguntándose inseguro si estaba allí cuando él entró en la sala. La observó absorto y consideró el enigmático dibujo de sus líneas y superficies. Era imposible luchar contra aquello. Sólo se puede luchar contra aquello que se comprende.

    Había visto ya una vez la maqueta, durante su primera y única reunión con la asamblea de los planetas humanos. Era exactamente la misma, pero aquella vez le había parecido inerte, mientras que se diría ahora que la recorría alguna extraña vibración eléctrica. Se trataría sin duda de algún efecto lumínico. Langdon se aproximó, intrigado.

    Pero no era ningún falso reflejo. Alguna forma de energía vibraba dentro de la maqueta. Las líneas y las superficies parecían oscilar de un modo casi imperceptible, hasta que aquel movimiento se amplificó y se hizo evidente. ¡La maqueta estaba aumentando de ¿amaño!

    No era ninguna maqueta, sino un navío. Era quizás un arma, una especie de caballo de Troya introducido en el mismo corazón de la fortaleza humana por algún agente inconcebible. La sutileza consistía en hacer que se confundiera la cosa misma por una representación de lo que realmente era, en lograr que siguiera allí al sobrevenir la crisis.

    Aquello era ya francamente grande y llenaba más de la mitad de la sala. Cosa curiosa, su masa parecía penetrar en la del pupitre, como si fuese algo irreal, incorpóreo, inmaterial.

    Totalmente fascinado, Langdon no pensó en retroceder. El inexplicable navío quedaba ya a menos de un metro de distancia. Su superficie vibraba frenéticamente, en un centelleo de colores magnéticos. Una abertura minúscula al principio empezó a agrandarse con rapidez, abriéndose como un iris.

    Dentro de ella, la noche. Nada necesariamente hostil. Una oscuridad subyugante, absoluta, anterior a toda luz. Langdon sintió que su mirada tanteaba profundidades insondables. Aquello podía ser una trampa. También un medio para entrevistarse con los extranjeros y tratar de poner fin a la guerra. ¿O era quizás una especie de prueba? En cualquier caso, era el único camino capaz de conducirle hasta los extranjeros. Aunque al final le esperase la muerte, Langdon estaba decidido e inició v un movimiento hacia el navio extranjero.

    —¡No te acerques a esa cosa! — gritó de pronto la voz, revelando por vez primera auténtico miedo—. ¡Retrocede! ¡Es una trampa! ¡Voy a destruirla!

    Pero Langdon no tenía la menor intención de obedecer. La única salida posible debía ser aquella puerta abierta a lo desconocido, tal vez a la nada. Y avanzó resueltamente hacia la abertura, que seguía dilatándose.

    —¡No, no! — aulló la voz.

    Langdon ya no la oyó. Había penetrado en las tinieblas.


    26


    Formas indefinibles en la noche absoluta. Una impresión de movimiento inaudito, intenso, y de inmovilidad. Un espacio casi infinito y rasgado por trazos luminosos que, tuvo conciencia de ello, eran estrellas o hasta quizá nebulosas reducidas por la velocidad a aquel estado de líneas mortecinas. Fueron luego unas voces, resonando como un coro lejano bajo una bóveda inmensa. Langdon no se preguntó qué aspecto tendrían los extranjeros; la ocasión de saberlo vendría en su momento. No podía moverse, y no porque se lo impidiese ninguna atadura ni porque estuviera sumergido en alguna materia resistente, sino porque sus músculos habían dejado de obedecerle, ni siquiera para facilitarle la respiración. ¿Sería aquello la muerte?

    Luego empezó a comprender. Sus músculos parecían paralizados porque sus movimientos eran de una lentitud inaudita en comparación con la velocidad a la que nacían, se desarrollaban y se concretaban las ideas en su propio sistema nervioso. Era inaudito. Normalmente el pensamiento obedece a la transmisión de los influjos nerviosos de una a otra neurona, según ciertos mecanismos de orden fisiológico, lo cual significa que no pueden existir desfases importantes entre el momento de la reflexión y el de la acción. Sin embargo, el pensamiento es dos o tres veces más rápido que la acción, ya que, en las reacciones químicas puestas en marcha por el cerebro, la inercia es sensiblemente inferior a la de los dispositivos energéticos musculares. Pero en aquellos instantes Langdon pensaba un millón de veces más rápido de lo que reaccionaba físicamente, lo cual quería decir que su conciencia se había concentrado en una pequeñísima parte de su ser, en algún punto donde los influjos mentales se propagaban a la velocidad de la luz, o quizás había pasado a proyectarse fuera de su cuerpo, existiendo ahora fuera de su persona.

    Cesó de debatirse. Sería lo segundo. Su conciencia era ahora independiente de su cuerpo. Seguía existiendo, pero transferida a algún soporte inhabitual cuya inercia era prácticamente nula. Habría alcanzado quizás ese estado que algunos pensadores de la antigüedad describían de modo vago: ¿éxtasis, nirvana, subconsciencia? Otros antes que él habrían conocido aquella misma experiencia, y tal idea le parecía llena de posibilidades.

    Su conciencia había sido transferida a algo desconocido. Y estaba siendo examinada, estudiada y sometida a un análisis tan sutil, que él sólo lo advertía de un modo muy indirecto Se abandonó completamente. Los extranjeros le habrían trasladado a su zona del espacio, quizás a otra sección del tiempo, para conocer de sus íntimos propósitos. Convenía que pudieran leer totalmente en él. La apuesta de su propia sinceridad era demasiado valiosa, y además no había alternativa.

    Langdon se dijo que su elección no debió obedecer al azar. La «maqueta» había aparecido en la sala de control de palacio después de que él llegara a la misma. Pero debió ser introducida en el edificio mucho antes por razones que Langdon ignoraba, tal vez sólo para vigilar las actividades de los humanos. Aquel viaje sin precedentes pudo hacerlo cualquier otro ejemplar humano, quizá Nilan, o Sandra Devon, o algún dirigente demócrata o hasta el mismo cabecilla desconocido, pero Langdon los escogido expresamente porque él era el estocastócrata de la Tierra y porque, le gustara o no, presidía en aquel momento los destinos de la humanidad. Podía ser un hombre vulgar, pero la Máquina del Azar le había designado, y aquella elección tenía su valor incluso a ojos —suponiendo que los tuvieran— de los extranjeros.

    Langdon no sentía hostilidad hacia los extranjeros. Le constaba que el espacio era bastante grande para que ellos y los hombres cupieran en él, y estaba convencido de que ambas razas podrían sacar mutuas ventajas de un encuentro pacífico, si bien ahora empezaba a dudar de que el precario sistema nervioso humano pudiera aportar gran cosa a un pueblo capaz de pensar un millón de veces más rápidamente que él. Langdon deseaba que los extranjeros conociesen hasta el menor detalle su propio modo de pensar.

    Una voz rompió de pronto el silencio, llenando sin ecos la inmensa totalidad del espacio esférico cuyo centro ocupaba Langdon, y en cuyos límites centelleaban enjambres de estrellas.

    —Somos uno de los pueblos del universo —decía—. Nuestros poderes y nuestra ciencia son limitados, detalle éste que nos interesa que sepa. Llevamos explorando el espacio desde hace tantísimo tiempo, que esta duración le parecería a usted inconmensurable, pero, aunque no sea infinita, sólo representa para nosotros un fugaz instante. Nuestros navíos detectaron un día la presencia de algunas de sus naves, y allí y sin más detuvimos nuestro contacto. Nunca hemos penetrado en sus dominios, salvo una sola vez y con intención no hostil, en el sentido en que ustedes lo entienden. Ninguna acción nuestra ha puesto jamás en peligro la vida de uno solo de los suyos. Aunque carecemos de consideración particular hacia cualquier especie o cualquier forma de materia, nunca destruimos nada, a menos de vernos obligados a ello.

    «Hemos estudiado la civilización de ustedes, igual que hicimos con miles de ellas, y la hemos encontrado defectuosa en ciertos aspectos, tal vez en los mismos que a usted tampoco le satisfacen. Pero no la hemos juzgado perversa, porque sus errores derivan únicamente de su ignorancia y su debilidad, defectos éstos que nosotros todavía padecemos a un nivel que, si bien a ustedes les parecería insignificante, resulta para otros casi intolerable. Estábamos teóricamente dispuestos a establecer contacto con ustedes, pero su sociedad no confía en un diálogo fructífero. Creemos que, según su capacidad particular, cada ser tiene derecho a la determinación de su propio destino. El sistema político por ustedes decidido, sus concepciones sociales y su idea del universo se oponen a nuestros criterios. Habríamos podido destruirles, pero ello habría entrado en contradicción con nuestra filosofía. También habríamos podido intervenir en su civilización y hacerla evolucionar en un sentido capaz de coincidir con la nuestra, pero la prolongada experiencia de nuestros contactos con otros pueblos nos ha enseñado que si bien el conocimiento puede ser aceptado, jamás debe ser impuesto. En definitiva, no nos interesa intervenir en zonas del espacio no indispensables para nuestra supervivencia. Sin embargo sabíamos que acabaría siendo inevitable una crisis entre ustedes y nosotros, y tuvimos que disponer los medios encaminados a paliarla. Si en cierto modo hemos intervenido en su destino, lo hicimos cuidando de alterarlo lo menos posible. Nos proponíamos continuar nuestro camino y dejarles a ustedes de lado, sin perjuicio de restablecer los contactos en mejor ocasión.
    »Pero las naves de ustedes nos han atacado de manera inopinada. Varios miembros de nuestras tripulaciones resultaron muertos, aunque ninguno de nuestros navios recibiera daños irreparables. Hemos tomado las medidas oportunas y las naves agresoras han sido desplazadas en el espacio para someterlas a estudio. Los suyos creyeron sin duda que las habíamos destruido, pues se han lanzado al asalto. Hemos admirado su valentía inútil y su insensatez, ya que, a excepción de algunos aparatos exploradores que deliberadamente hemos dejado escapar para que dieran cuenta del aparente descalabro, la totalidad de las fuerzas especiales humanas está fuera de combate en este momento. Podríamos aprovechar esta coyuntura para borrarles a usted de la faz del universo, pero no es ésta nuestra voluntad. Les ofrecemos en cambio la paz, sin imponerles ninguna condición específica. Podríamos exigirles la adopción de un sistema político que excluyera el azar y la irresponsabilidad, pero nos basta saber que la conmoción infligida a su civilización por la misma guerra hará inevitable y acelerará la evolución necesaria.
    »Hemos leído en su conciencia que no alberga hostilidad hacia las demás razas del universo, y ello nos satisface porque, de lo contrario, nos habríamos visto obligados a destruirles como eventualmente hicimos con otras civilizaciones cuyos soles están hoy apagados. No podemos tolerar que ningún pueblo considere la hegemonía y la conquista como un fin en sí mismas: si éstas hubiesen sido nuestras tendencias, les habríamos aplastado fácilmente o reducido a la esclavitud; y si tales intenciones fuesen las de ustedes, podrían dar en el espacio con algún pueblo menos poderoso que el suyo, incapaz de oponer resistencia efectiva. El peligro de que ustedes se atrevan a emprender aventuras tan descabelladas será menor cuando los desvaríos de cualquier humano no logren arrastrar a la totalidad de su especie. Es por ello que, en su propio interés, les sugerimos abandonar el sistema de las Máquinas del Azar.
    »Nos consta que, por convicción, usted ya lo ha repudiado personalmente. Le costará mucho convencer al resto de sus semejantes de todos los mundos, pero confiamos en la firmeza de su propósito.

    —¿Puedo esperar alguna ayuda de parte de ustedes? — aventuró Langdon.
    —No —contestó la voz, que, pese a la magnitud de su consistencia casi tangible, no resultaba intimidante—. La forma de organizar y resolver los problemas de su vida y sus sociedades les pertenece solamente a ustedes. Nosotros intervendremos únicamente si, a través del tiempo, llegaran a amenazarnos o intentasen coaccionar a alguno de nuestros aliados. Pero nos parece improbable.
    —¡Pero ésta es una ley cruel! — protestó Langdon—. Ustedes saben mejor que nosotros lo que más nos conviene, conocen la dirección idónea para el verdadero progreso, pueden evitarnos muchos errores. ¡Pero se niegan a hacerlo!
    —Es una ley necesaria —replicó la voz—. Sus normas no son las nuestras, ni tampoco son iguales nuestros respectivos destinos. Si nosotros les influyéramos con nuestros criterios, podríamos hacerles creer que la fracción de verdad que quizá poseemos es eterna y definitivamente válida, lo cual no es el caso, o bien acabaríamos por creerlo así nosotros mismos, lo cual sería mucho peor.
    —No habrá ningún nuevo intento de ataque por parte nuestra —aseguró Langdon—. No he de decidirlo yo solo, pero estimo que la situación va a cambiar radicalmente en la Tierra y, por ende, en todo el ámbito humano.
    —Así lo deseamos —aprobó la voz—. Les devolveremos en breve plazo sus naves y sus tripulaciones. Los componentes de éstas han sido enterados en lo esencial de la conversación que acabamos de sostener, insistiéndoles sobre la necesidad de hacer valer su derecho a una vida más lógica. Sus naves han sido sometidas a un tratamiento que ustedes no podrán anular y que ha reducido su velocidad y su radio de acción. Pero construirán otras nuevas, aunque el inevitable retraso les impedirá, habida cuenta la duración de su historia, emprender nuevas aventuras sin reorganizar previamente su civilización. Eso es todo lo que podemos hacer, y también bastante más de lo que habitualmente hacemos. No tienen ningún motivo para temer nuestra superioridad ni tampoco ninguna razón para lamentar sus insuficiencias. Ambos somos fundamentalmente semejantes porque pertenecemos al mismo universo, pero tendrán ustedes que descubrir por sí mismos qué es lo que en esencia nos hace tan iguales. Eso es todo —concluyó la voz—. Este juicio es inapelable. Pensamos establecer ulteriores contactos con ustedes, a no ser que sus navíos encuentren antes por sí mismos la ruta hacia nuestra civilización. Le aconsejamos que, una vez regresado a su mundo, emplee usted todo su poder para aliviar sus defectos y fomentar sus virtudes. Ello exigirá por su parte mucho tesón, pero le creemos capaz de conseguirlo. ¡Buena suerte!»

    Langdon volvió al silencio, entre las estrellas y los enjambres de nebulosas. El coro reanudó su cadencia, y Langdon supo comprender que, en aquella armonía compuesta por innumerables voces, habría ahora un lugar para la del hombre. Emprendía el camino de regreso, y la guerra había terminado. En cierto sentido, intuía que era él quien la había ganado. Pero no en el espacio, como tampoco lo habrían logrado las poderosas flotas guerreras, sino desde el mismo Palacio, cuando desobedeció a la voz desfigurada y penetró en la nave extranjera, demostrando así su confianza. Y quizá también antes, cuando se opuso a la conspiración que amenazó con subyugar a la humanidad entera. Se estremeció al pensar lo que habría ocurrido si hubiese vacilado, si se hubiera negado a afrontar el riesgo: la guerra se habría resuelto de la única y catastrófica forma concebible.

    Sospechaba vagamente una concatenación entre aquella serie de acontecimientos, entre la decadencia de la estocastocracia, la amenaza de la dictadura, la aparición de los extranjeros y las inquietudes de la época. Con su presencia, los extranjeros precipitaron los desafueros del dictador desconocido, y activado en consecuencia el fracaso de la Máquina del Azar. No era tan cierto que los extranjeros dejaran de intervenir, sino que se limitaban a hacerlo lo menos directamente posible. Porque, de momento que ellos y los humanos pasaban a compartir el mismo universo, se establecían ciertas interacciones entre ambas civilizaciones.

    No todos los problemas estaban resueltos aún. Pero la guerra más breve y terrible que amenazara jamás a toda la especie humana había finalizado. Y las consecuencias de la paz eran casi inimaginables.


    27


    Langdon sintió en el pecho los latidos de su corazón; sus costillas volvían a acompasar la respiración y el aire llenaba sus pulmones. Las tinieblas se desvanecieron a su alrededor y volvió a encontrarse en la sala de control de Palacio, alerta y dispuesto para actuar. La nave extranjera había recalcado su aspecto y tamaño habituales, semejando otra vez una escultura abstracta nacida de los desvaríos de algún artista demente.

    Franz d'Argyre le apretaba efusivamente ambas manos.

    —Era un plan perfecto —le decía, sonriente—. Mejor aún: genial. La idea de coordinar los esfuerzos de cierto número de mutantes para controlar la Máquina del Azar resultó perfectamente factible. Yo la creía posible en teoría, pero…
    —Creyó usted que aún sobraba tiempo —concluyó Langdon—, y no era así.

    Se abstuvo de más explicaciones. Ya comentaría después con el psicólogo cómo y de qué manera se había resuelto la guerra. Convenía ahora atender a lo más urgente.

    —¿Y Ora? — preguntó.

    Las facciones del psicólogo se entristecieron.

    —Podrá figurarse lo que sucede cuando la temperatura de un cuerpo humano rebasa los cuarenta y dos grados de calor. Su cerebro se consumió, fue literalmente abrasado, como un conductor sometido a una descarga eléctrica excesiva. Lo lamento.
    —Observará usted —comentó Langdon con una mueca crispada— que apliqué sus propias teorías. Demostró que incluso los Indignos, los anormales, podían contribuir a la salvación del planeta; más aún: que nada se podía sin ellos.
    —Hizo usted mucho más, Langdon. Demostró también que allí donde una sola voluntad puede fracasar, la unión de un grupo de hombres con sus esfuerzos coordinados acaba siempre triunfando. No hemos intentado influir de buenas a primeras sobre la Máquina del Azar, pero sí hemos logrado someter uno tras otro a los robots negros. La cosa resultó menos difícil de lo que temíamos.
    —Les ha llevado mucho tiempo intervenir.
    —Tuve que convencerles previamente, y ello necesitó su tiempo. Pero ganamos cuando logramos persuadir a los robots de abajo para que nos ayudaran.
    —¿Persuadirlos?
    —Digámoslo así —contestó casi alegremente el psicólogo, cuyo semblante volvió a ensombrecerse en seguida.
    —¿Y Sarn? — preguntó Langdon.
    —Vivirá. Es posible que los cirujanos consigan devolverle el uso de ambas piernas.
    —¿Y Sandra Devon?
    —Los demos del Palacio se hicieron cargo de su protección cuando los robots negros invadieron el lugar. Sufrieron cerca de trescientas bajas, pero ella está sana y salva.
    —¡Trescientos muertos!
    —Los robots negros iban equipados para matar. Era fatal que intervinieran en su momento. El mutante que trabajaba para el clan de la dictadura no poseía el control absoluto de la Máquina del Azar, demasiado compleja para tales intentos. Los conspiradores sólo consiguieron «persuadir» a los robots de la máquina procurando «sugerirles» una sola cosa cada vez. Pudieron falsear un sorteo, pero nunca obligar a que la máquina desmintiera la Constitución. Habría sido un esfuerzo inútil.
    —Luego veré a Sandra —decidió Langdon. Pensaba en Ora.

    Pero sus propios sentimientos eran algo que por el momento tenía que dejar de lado.

    —¿Ha visto usted el laboratorio? — preguntó.

    El psicólogo movió apesadumbrado la cabeza.

    —Jamás vi nada peor —dijo—. Pero nuestros mutantes naturales se están ocupando ya de aquellos… seres. Tratan de hacerles comprender ciertas cosas, y han logrado restablecer una paz inesperada.

    Franz d'Argyre le miró fijamente.

    —Debo decirle que asumí personalmente la responsabilidad de interrumpir el funcionamiento de las tinajas de cultivo. Los seres que se hallaban allí en gestación no tardaron en morir.
    —Dígame, Franz —preguntó Langdon—. ¿Durante cuánto tiempo estuve ausente?
    —Unas doce horas, me figuro.
    —Resolví el problema de la guerra.
    —Imaginé que se ocuparía de ello. Entraba en sus posibilidades, ¿verdad? Yo no pude hacer nada; solo enterarme de las catástrofes sufridas.
    —No hay tales catástrofes.

    Guardaron ambos unos instantes de silencio. Langdon lo rompió para preguntar.

    —¿Quién fue el responsable? Quiero decir, ¿quién dirigía la conspiración?

    El semblante del psicólogo expresó una repentina turbación.

    —Va a dolerle mucho la verdad, Langdon —contestó finalmente—. Le resultará en extremo dura, pero no puede usted eludirla.

    Una gran angustia atenazó el corazón de Langdon. Recordó los cuerpos sintéticos que había visto sumergidos en las cubetas de cultivo y que, por lo menos exteriormente, eran copias exactas de su propia imagen. ¿Y si ni él mismo fuera completamente humano? ¿Acaso él era otra copia más, dotada de conciencia y libertad aparentes gracias a algún sorprendente azar o por obra quizá de misteriosos designios? ¿Quizás el cabecilla desconocido era el verdadero Ingmar Langdon? Sus propios recuerdos podían ser postizos, producto de una maquiavélica obra artificial.

    —Dígame la verdad, Franz —rogó angustiado—. ¿Soy verdaderamente un ser humano?

    Los ojos del psicólogo se desorbitaron.

    —¡Es usted el más humano de los hombres que conozco!
    —contestó, categórico—. Demasiado humano, en cierto modo. ¡Ah, ya veo lo que le preocupa! No, no he querido decir eso. Sígame, no habrá otro remedio que aclararlo.

    El psicólogo condujo a Langdon hacia las profundidades de Palacio, recorriendo la red de pasillos. Los robots de la Máquina del Azar volvían a trabajar, retirando escombros, borrando huellas de violentos combates o entregados a delicadas manipulaciones sobre los robots negros, ya todos inmóviles e inofensivos. Varias veces se cruzaron con grupos de hombres que circulaban en silencio y con un arma en la cintura, así como con otros cuya anormalidad ocasionalmente visible revelaba su procedencia.

    —Todavía no controlamos la situación en su totalidad —explicaba Franz d'Argyre—, ni, como le dije, hemos tratado aún de arreglar la Máquina del Azar. Tampoco dominamos todo el palacio. Una parte del mismo nos es inaccesible; se trata de una zona muy pequeña, pero prácticamente inexpugnable. Allí se han refugiado los… digamos el responsable principal y Nilan. Le necesito a usted para reducirles.
    —¿A mí? ¿De quién se trata?
    —Ya lo verá. Hemos de darnos prisa. La crisis no ha terminado aún.

    Tuvieron que abrirse paso a través de grupos de hombres provistos de armamento pesado. Se trataba de forzar con un gaser de gran calibre una puerta blindada. La superficie metálica había empezado a fundirse, pero toda la energía aplicada no logró vencer el espesor del blindaje. Sólo una explosión nuclear lo habría conseguido.

    Langdon reconoció el lugar, aunque no había estado nunca allí. Era la entrada a la fortaleza antiatómica sobre la que se había construido el Palacio. Se comprendía que el cabecilla desconocido hubiese buscado refugio allí. Una idea cruzó la mente de Langdon: era posible que el reducto nuclear tuviera comunicación directa con la red planetaria de subterráneos. Sin duda fue así como Nilan pudo proveerse de armas y de imitantes.

    Varios hombres se afanaban en torno a una pantalla.

    —Sabemos que tratan de comunicarse con nosotros —explicó brevemente el psicólogo—. De hecho pretenden lanzarnos un ultimátum, pero por nuestra parte intentamos conectar un dispositivo que elimine las perturbaciones que ellos implantan en la voz y en la imagen. En realidad nos consta quiénes son las personas que se hallan ahí dentro, pero necesito que tanto imagen como sonido se transmitan normalmente en ambos sentidos para lograr lo que pretendo.

    La voz de Franz d'Argyre sonaba sin inflexiones, cortante como un filo metálico.

    El altavoz empezó a emitir sonidos, mientras la pantalla era recorrida por confusos destellos. Y aquella voz desfigurada volvió a dejarse oír.

    —Os acuso de haber hecho desaparecer al estocastócrata Ingmar Langdon —decía—. En ausencia de todo poder legal, y ante la invasión que amenaza a los planetas humanos y a la misma Tierra, he decidido asumir las responsabilidades que la situación impone. Os concedo sólo dos horas para abandonar Palacio, o haremos estallar las reservas de bombas nucleares aquí almacenadas. El Palacio y la Máquina del Azar serán destruidos, y todo vestigio de vida humana o animal aniquilada en un radio de trescientos kilómetros como mínimo. Los dirigentes del planeta, depositarios de la historia humana, prefieren una muerte digna antes que la claudicación de sus prerrogativas y la esclavitud bajo el yugo extranjero. La grandeza de nuestra especie desaparecerá con nosotros. Esta proclama será repetida cada cuarto de hora, hasta vuestra partida o la muerte de todos.

    Estaban en un callejón sin salida. Langdon no dudaba de que el siniestro cabecilla sería capaz de cumplir su amenaza: habría alcanzado la fase crítica de la demencia, etapa destructiva como no excluía el autosacrificio, como demostraba la historia con más de un ejemplo. No toleraría que el mundo sobreviviera a su fracaso y, al castigarse a sí mismo por no haber logrado su objetivo, arrastraría en su holocausto al universo entero que no le aceptó.

    —La conexión está hecha —anunció uno de los hombres—. Creo que las interferencias van a quedar eliminadas. Se verán obligados a vernos y a escucharnos, a no ser que se tapen ojos y oídos.
    —Sitúese usted frente a la pantalla, Ingmar —indicó el psicólogo—. Lamento sinceramente someterle a esta prueba, pero no tenemos otra solución.

    Langdon obedeció. Las ondas recorrían la superficie de la pantalla, mientras los complejos circuitos conectados trataban de filtrar las oscilaciones interferentes para neutralizarlas con otras de polaridad contraria. Una imagen se perfiló durante una centésima de segundo, desvaneciéndose en un temblor. Langdon no llegaba a distinguir nada concreto.

    Pero finalmente acabó por estabilizarse, esta vez con evidencia demoledora.

    —¡Clara! — profirió Langdon.

    Y ahora no podía eludir la realidad.


    28


    —¡Ingmar! — contestó ella con una voz cambiada y que él no le conocía. Era su madre. Nilan aparecía detrás de ella, ligeramente apartado y con el semblante descompuesto por el miedo. Pero el rostro de Clara reflejaba una peligrosa decisión.

    Langdon tragó saliva con dificultad.

    —He regresado —pronunció con torpeza—. La guerra… La guerra ha terminado.

    Pero no pudo continuar.

    —¿No comprendes lo que has hecho, Ingmar? — le increpaba la figura de la pantalla—. Hice todo esto por ti, para darte un poder absoluto. No pude decírtelo porque no lo habrías comprendido, pero me proponía entregarte todo el imperio humano. Habríamos aniquilado a los extranjeros. Ellos creían poder vencernos, pero no sabían nada de nuestras armas secretas, de los mutantes preparados en nuestro laboratorio, prodigios de telepatía y telequinesia capaces de inutilizar las mejores armas y de controlar navíos desde miles de kilómetros de distancia. Nadie habría podido resistírsenos.

    Langdon sintió un temblor invencible. Trató de recobrar el control de sus músculos y nervios, pero aquello era superior a sus fuerzas.

    Todo se explicaba, o casi todo. Se explicaba que él, precisamente él, hubiese sido elegido estocastócrata, así como la existencia de sus dobles. Langdon pensó en la tremenda ambición de su madre y cómo ella la había disimulado tantos años, y también cuánta habilidad y estrategia había sido capaz de desplegar, no inferiores a las cualidades desplegadas por él mismo cuando se opuso a semejantes planes. ¿Sería aquella capacidad un carácter hereditario, susceptible de permanecer ignorado durante tantísimo tiempo como creyó no poseer ninguna, pero que se reveló poderosamente en su interior cuando tuvo que enfrentarse con la necesidad? Al menos, le alegraba comprobar que el patológico afán de poder no le había sido transmitido de la misma y sutil manera.

    Consideró que a su madre no le había sido difícil ocultarle sus planes: durante los últimos diez años, él la habría visto como máximo una docena de veces. Mientras lo pensaba iba recordando signos aparentemente inocuos que adquirían ahora un revelador significado: el empeño que ella ponía siempre en dominar a sus allegados, la forma con que trataba a los robots como si fueran esclavos en lugar de máquinas, el frío y lúcido rigor con que solía organizar los mínimos detalles de la vida de su hijo, cuya voluntad había conseguido casi anular. Aquello explicaba incluso la estratagema de querer inducirle al matrimonio con Sandra Devon, ya que la mejor manera de desvirtuar el poder de los demócratas habría sido vincular a una de las más prestigiosas familias de la Tierra con el nuevo régimen.

    —Jamás he querido perjudicarte —seguía diciendo Clara—. Debes creerme, Ingmar. Nunca te abandoné, ni siquiera cuando estabas entre los Indignos. Allí estabas en seguridad, y yo necesitaba un poco más de tiempo.

    Langdon se dijo que ella era sincera a su modo, aunque se engañaba a sí misma: era en propio beneficio que ambicionaba el poder, aunque prefiriese ejercerlo sólo por delegación. Le había utilizado como a un recurso sin voluntad propia.

    —Abre las puertas —le aconsejó Langdon—. No va a pasarte nada malo. Estás enferma y te cuidaremos. Respondo incluso de la vida de Nilan. Todo esto no tiene sentido. La guerra ha terminado y la Máquina del Azar será destruida. Los hombres volverán a decidir nuevamente su propio destino, pese a que este derecho pueda pesarles durante algún tiempo.

    Comprendió en el acto que acababa de cometer un error. Su madre se engalló, galvanizada, y empezó a increparle:



    —¡No eres digno de tu madre! Te había preparado un destino muy superior! Más me habría valido dejar que te quedaras con tus malditos libros. Has entregado la Tierra a los extranjeros y te has convertido en el peor traidor que jamás pude imaginar. Todo lo que hice fue en beneficio de la humanidad, para que ella reinase en las estrellas y nada pudiera oponerse a su predominio. ¿Crees acaso que los soñadores como tú pueden conducir al hombre a alguna parte? Más bien lo estropean con su indulgencia y le convierten en el hazmerreír del universo.

    Acabó por calmarse y recobrar su frío aplomo.

    —Debo admitir que he fracasado —añadió—. Tú tienes la culpa, y no mereces el futuro que quise darte. Siendo así, nadie lo merece ya. Prefiero verte muerto. Haré volar el Palacio.

    Langdon oyó claramente el jadeo del psicólogo a su lado, mientras experimentaba su misma angustia. Ni siquiera les quedaba tiempo suficiente para hacer evacuar el Palacio. La humanidad podría sobrevivir, pero lo haría sin ellos. Y si los demás planetas optaban por proseguir la guerra, lo más probable era que los extranjeros rectificaran su actitud conciliadora.

    Un destello de esperanza le invadió cuando vio que Nilan iniciaba un movimiento. Pero Clara también lo advirtió, y se volvió tajante hacia el Repartidor.

    —¡Quieto, Nilan! — ordenó—. Sé que eres cobarde, y jamás dudé de que te negarías al sacrificio.

    Nilan levantó lentamente las manos por encima de su cabeza. El terror extraviaba su mirada. También él había caído en la trampa. Langdon hurgaba febrilmente en su memoria. Algo le acuciaba, algo que, estaba seguro de ello, conseguiría de neutralizar aquel demencial embrollo. Sabía que era inútil suplicar, ya que sólo conseguiría fomentar con ello el desprecio que su madre sentía hacia él. Clara estaba perturbada y sólo Franz d'Argyre sabría diagnosticar las causas, aunque eso de poco iba a servirles en aquellos instantes.

    —¡Un momento! — reclamó de pronto encarándose con la pantalla.

    Su voz era ahora firme y tajante. Su madre había dicho que nunca trató de causarle daño. Pero alguien había intentado por dos veces asesinarle. La segunda vez, en Palacio, pudo ser un truco. Pensándolo bien, estaba casi seguro. Pero la primera vez, cuando su deslizador resultó destruido, debió su salvación a una casualidad, y posteriormente a Sandra Devon. No hubo trucos en aquella ocasión. Si pudiera violar la coraza de certidumbre tras la que se escudaba su madre…

    —Debes saber que fui víctima de un atentado —le dijo—. Ocurrió inmediatamente después de ser elegido por la Máquina del Azar, y estuve a punto de morir. ¡Tú organizaste esa intentona para librarte de mí y sustituirme por uno de mis dobles! Leyó el desconcierto en los ojos de Clara. Acababa de provocar su turbación, y ahora necesitaba ahondar en ella.
    —¡No, no! — protestó su madre—. ¡Es absurdo! ¡Mientes! Jamás intenté…
    —¡No lo niegues! — insistió él.

    Y explicó con todo detalle su intento de huida, cómo su deslizador cayó bajo el fuego de las armas automáticas y resultó alcanzado, cómo tuvo que pasar la noche ocultándose en la montaña.

    —Los restos del deslizador seguirán allí —añadió—. ¿Quieres que vayamos a comprobarlo?

    Ella negaba convulsivamente, y llegó a temer que en su agitación accionase la palanca fatídica. Langdon empezaba a creerla. Si ella no era responsable del atentado, ¿a quién cabría entonces imputarlo? ¿A los demócratas? No era posible. ¿A otro grupo desconocido? Se habría manifestado durante la confusión general. ¿Quién disponía de medios para procurarse armas, robots y hasta quizá sicarios extraídos de los bajos fondos del mundo subterráneo? ¿Quién podía improvisar verdaderas fortalezas en el planeta sin despertar excesivas sospechas?

    Algo más siniestro que el miedo crispó las facciones de Nilan. Langdon no le había dedicado mucha atención durante los últimos minutos, pendiente de la reacción de su madre, pero ahora le miró fijamente a los ojos.

    ¿Quién? Un Repartidor. Nilan.

    El último misterio acababa de aclararse; todos los indicios encajaban. Nilan no habría actuado por ambición, de la que estaba desprovisto: le indujo el miedo y el odio que le inspiraban los extranjeros, pues era sincero cuando argumentaba la necesidad de destruirlos. Temió que Langdon no compartiera su criterio y urdió su asesinato, lo mismo que se habría ensañado con cualquier otro estocastócrata elegido por la Máquina del Azar. Colaboraba en los planes de Clara, pero perseguía en realidad sus propios objetivos, es decir, la guerra. La guerra era para Clara sólo un medio para alcanzar el poder, pero para Nilan constituía un fin absoluto. Eliminado Langdon, habría sabido convencer a Clara para llevar el conflicto hasta sus últimas consecuencias. Conducentes, en definitiva, a la desaparición de la especie humana.

    Un escalofrío recorrió la nuca de Langdon.

    —¡Nilan! — acusó, mirando al fondo de la pantalla.

    Y cerró en seguida los ojos. Oyó los gritos y las excusas y súplicas del Repartidor, interrumpidas por el silbido del gaser y rematadas por un estertor terrible que acabó en un prolongado quejido de fiera.

    Tras lo cual las puertas se abrieron por sí mismas y bastó entrar en busca de Clara.


    29


    —Haré por ella lo que pueda —prometía el psicólogo—. Creo que llegaremos a curarla.

    —Así lo espero —contestó simplemente Langdon. Volvía a vestir el áureo atuendo de la estocastocracia y procuraba evitar los recuerdos del pasado. No le resultaba tan difícil ante el peso de las responsabilidades que gravitaban de pronto sobre él.
    —Habrá que ir rescatando a los Indignos —dijo—, habituarles a la superficie, a los jardines.

    El psicólogo meneó la cabeza, meditabundo.

    —Tendremos que hacerlo poco a poco —consideró—. Necesitarán el paso de una o quizá dos generaciones. La mayoría de ellos se sentirían más desgraciados aquí de lo que se creen abajo. También hará falta ese tiempo para que las cosas cambien en la superficie. Nadie puede eliminar en un día una civilización que ha durado casi tres siglos.
    —Y consultar además a la población —agregaba Langdon—, organizar unas elecciones y devolverle el hábito de pronunciarse. He pensado que la Máquina del Azar podría ayudarnos en ello. Es el único medio capaz de recopilar y de clasificar simultáneamente ciento veinte millones de respuestas. Imagino que el confiarle esta misión no representa ninguna renuncia por parte del hombre.
    —No —convino Franz d'Argyre—. El hombre le devuelve así su papel de máquina, sin mayúsculas, y la pone de nuevo a su servicio. Tampoco debemos subestimarla ni condenarla: simplemente cumplió su cometido; sólo que, en definitiva, no era algo eterno. Recuerde que el empleo de la Máquina del Azar coincidió con el momento en que los hombres optaron por vivir libres y abandonar las grandes concentraciones urbanas del pasado, en parte porque las guerras las habían vuelto inhabitables y también porque llegaron a odiarlas, además de que los robots y los deslizadores ofrecían el incentivo de conocer horizontes incesantemente nuevos. El papel de la máquina cobró mayor amplitud, a través de los años, porque los medios de telecomunicación no adquirieron desarrollo ni seguridad suficientes como para consultar a los hombres dondequiera que estuviesen. Pero hoy y desde hace ya bastante tiempo, el progreso han ido permitiendo esta posibilidad. Las distancias ya no existen, ni siquiera en el espacio, y los hombres no sólo pueden enterarse de lo que ocurre en la parte de universo que habitan, sino también opinar libre y válidamente sobre cualquier particular.
    —Eso es precisamente lo último que voy a pedirles. Creo que mi cargo de estocastócrata me da derecho a ello. Hace más de un siglo que nadie hace uso de esa facultad, y es posible que la mayoría no vea la necesidad de emplearla, o hasta que sea francamente hostil, pero espero que el tiempo me ayude a vencer semejantes apatías.
    —No subestime a los hombres —aconsejó el psicólogo—. Aunque no hayan participado en la guerra, casi todos los que habitan este planeta habrán comprendido el peligro que corrieron o que suponen todavía pendiente. Les aliviará saberse libres de él, y se sentirán orgullosos de que les pidamos su opinión.

    Langdon tuvo una sonrisa crispada y ambigua.

    —Creo que no voy a explicarles toda la verdad —dijo—. Me limitaré a pedirles su decisión respecto a los extranjeros. Quizá sea una manipulación, pero espero que esta vez en un sentido favorable, es decir, en menoscabo del poder estocastocrático, del mío personal. Me propongo darles a elegir entre una estocastocracia que pudo llevarles a la guerra o una democracia capaz de asegurarles la paz.
    —Habrá que rehabilitar viejos títulos —sugirió Franz d'Argyre—, aunque adaptándolos a una realidad totalmente distinta. Por ejemplo, el de Presidente. No confíe mucho en librarse del poder, Langdon: usted podría ser el primer Presidente electo de la Tierra desde hace dos siglos.
    —No dejo de temerlo —suspiró Langdon.

    Y se encaminó hacia las cámaras de Palacio. Iba a aparecer en ciento cincuenta millones de pantallas dispersas por todo el planeta y, un poco más tarde, en millares de ellas repartidas en cien mundos habitados por humanos. Sostendría en sus manos las bolas de la Máquina del Azar, y mostraría destruidas las jaulas doradas donde aquéllas habían rebotado caprichosamente para componer finalmente el nombre de un estocastócrata. Pero, antes de su aparición personal, los espectadores habrían advertido ya un cambio: en las pantallas, el Cetro del Azar habría sido reemplazado por una constelación de estrellas. Aquello no dejaría de constituir un símbolo.


    30


    Paseando por el jardín de Aroigne, Langdon meditaba sobre los acontecimientos que había vivido, sobre la vacuidad de aquella vida suya anterior que había abandonado como una crisálida abandona el inútil cascarón, sobre los terrores que le habían agobiado. Pensaba en la tarea pendiente, cuya magnitud era enorme, en las responsabilidades que iba a asumir y que, en muchos sentidos, eran más graves que las que Clara había soñado para él. Se dijo que convendría volver a enseñar a leer y escribir a los habitantes de la Tierra; el hábito de opinar vendría después por sí solo, si los hombres no habían perdido realmente la facultad necesaria, lo cual dudaba. Le alegraba su reciente agudeza visual, devuelta a la perfección gracias al tratamiento que acababa de recibir.

    Pensaba en la inmensidad de los espacios que franqueara, los cuales sondeó más profundamente que ningún hombre viviente o ya fallecido y cuyos misterios había llegado a rozar. Espacios que volvería a surcar, esta vez a bordo de un navío humano, ya que necesitaría peregrinar de uno a otro mundo para pregonar donde fuera necesario las virtudes de la decisión personal de cada humano, imponiéndolas incluso contra inevitables indiferencias.

    Las naves de la flota expedicionaria humana empezaban a ser devueltas. Día tías día se señalaban nuevos rescates. Aquello era una valiosa oportunidad, ya que encontraría sin duda decididos aliados entre sus tripulaciones.

    Pero el cansancio y la soledad le agobiaban. Aquel sentimiento no podía ser aliviado por Franz d'Argyre, ni por ningún médico ni ningún robot.

    Pensaba en Ora. Le apesadumbraba su muerte, aunque le constaba que no habría podido conservar consigo a la joven: ella no estaba hecha para la clase de vida que esperaba a Langdon, y él comprendía el agobio a que la habría sometido si la joven hubiera seguido a su lado. Pero la soledad le angustiaba.

    Por ello acudió al jardín de Aroigne, a la cita que le propusiera Sandra Devon. Oyó a sus espaldas el leve paso de la muchacha y se volvió hacia ella, recibiendo el consuelo de su sonrisa y su aspecto casi infantil, lo mismo que aquella primera vez cuando, tan frágil como decidida, acudió en su ayuda a través del bosque. Ahora la veía menos segura de sí misma, pero quizá más dichosa al hallarle vivo.

    —Ha obrado usted maravillas —aseguró ella—. Se ha revelado como el hombre más extraordinario que jamás conocí. Nadie habría sabido desenvolverse como usted lo hace.

    Langdon tomó entre sus manos aquel rostro delicado, hundiendo sus dedos entre la negrura del cabello suelto, y buscó en los ojos de la joven respuesta que no osaba esperar. Ella le sonrió sin ceder nada de sí misma y se desprendió con suavidad.

    —Venga —le dijo—. Voy a presentarle a mi prometido.

    Langdon retrocedió un paso, pero su expresión no cambió. Vio al hombre que se mantenía apartado, hacia el que acudía Sandra y cuya mano tomaba, y le reconoció en seguida: era el individuo alto y de expresión hermética que le cerró el paso en la lamasería y le condujo hasta el mundo subterráneo. El hombre sonreía con cierto embarazo.

    Langdon fue a su encuentro y le tendió la mano.

    —Se llama Filippe Santi —explicó Sandra—, y ha sido uno de los principales dirigentes de los demos. Tiene en perspectiva una gran carrera política.
    —Creo que me equivoqué con usted —carraspeó el hombre, tratando de ocultar su turbación detrás de la sonrisa—. Espero que no me guarde rencor por ello.

    El rostro de Langdon se distendió.

    —No se lo guardaré por haberme secuestrado a mí, pero sí por apoderarse de Sandra. Y no poco.

    Todos rieron e intercambiaron algunas banalidades, tras lo cual Langdon se despidió.

    —Espero verles en Palacio —dijo—. Una carrera política requiere perseverancia, y sigo siendo la autoridad titular.

    Y se alejó hacia su deslizador. Quiso acercarse a ver una fuente que conocía muy bien. Sus nervios exigían el rumor sedante del agua, pero una mano se apoyó antes sobre su brazo derecho.

    —No quiero que se sienta desgraciado —pronunció apresuradamente Sandra.
    —Pierda cuidado —contestó él—. No va a quedarme tiempo para ello.

    La siguió con la mirada mientras ella corría sobre la hierba un poco salvaje del jardín de Aroigne. Luego, de súbito y por vez primera desde hacía mucho tiempo, pensó en Herbie, en la mujer a la que más había amado y odiado. Ella debía estar en algún punto de la Tierra, confundida entre los ciento veinte millones de adultos del planeta y sintiéndose desgraciada con toda seguridad. Iba a localizarla y, con la ayuda de Franz d'Argyre, podría sin duda lograr su curación. Herbie, recuerdo de un cabello rubio y de unos ojos pardos: un infierno de dulzura.

    Langdon sonrió y empezó a meditar sus planes.


    FIN

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