AMA A TU VIMP (Alan E. Nourse)
Publicado en
octubre 30, 2017
Cuando Barney Holder penetró en la casa aquella tarde, la roja señal que significaba “urgente” brillaba sobre el teléfono visual de la biblioteca. El recién llegado miró la señal con expresión de cansancio y luego, tras de colocar el sombrero en el perchero, exclamó:
—Estoy en casa, querida.
Su esposa levantó los ojos de la revista que estaba leyendo y le dedicó una mirada nada tranquilizadora.
—Ya lo veo —dijo con indiferencia, pasándose la mano por su bonito cabello rubio—. Sólo dos horas de retraso esta noche. Estás progresando. —Volvió a fijar la vista en la revista—. Si quieres cenar —añadió—, tendrás que arreglarte con lo que encuentres. Tus amiguitos se han comido tu cena.
—¡Oh, Flora! —exclamó Barney, que titubeó en el umbral sin dejar de mirar intranquilo la roja señal—. Realmente, querida, podrías haberme esperado… y también podías haber tapado la comida para que ellos no la encontraran.
Y miró disgustado a su esposa.
—Sí. Supongo que debía haber metido la cena en una caja fuerte —contestó Flora, irritada—. Tienes que librarte de esas cosas tan asquerosas, para no alimentarlas. —Flora ladeó la cabeza y le miró mientras Barney echaba a andar camino del teléfono visual—. Y ya es hora también de que respondas a ese chisme. Hace media hora que está haciendo señales.
Barney hundió la tecla correspondiente y observó cómo la pantalla empezaba a brillar y mostrar formas cambiantes hasta que surgió con toda claridad el ancho rostro de Hugo Martin. El superior de Barney tenía normalmente un rostro afable, pero ahora sus mejillas eran casi de color de púrpura, y sus ojos aparecían muy abiertos por efecto de la excitación.
—¡Barney! —gritó Hugo Martin—. ¡Hemos atrapado uno!
Barney tomó asiento súbitamente. La excitación hinchó su pecho.
—Está usted bromeando —contestó con rapidez—. ¿Quiere decir que han…?
Martin asintió con la cabeza. Luego empezó a hablar casi de un modo incoherente.
—¡Hemos atrapado a uno! ¡Hace poco, en nuestro laboratorio! Ahora mismo está sentado ahí, refunfuñando. ¿Recuerda aquella trampa que usted ideó?
—¡Oh, tonterías! —exclamó Barney—. Nadie ha cazado nunca un Vimp. He construido cincuenta trampas y ninguna ha dado buen resultado. —Se detuvo y contempló el sonriente rostro y los brillantes ojos que se veían a través de la pantalla—. ¿Lo dice usted de veras?
—¡Claro que lo digo de veras! La última trampa ha atrapado a uno y está aquí, en el laboratorio. Ahora quizá podamos inventar algo para vernos libres de esos asquerosos pequeños… —Se interrumpió para mirar ansiosamente sobre su hombro y su voz bajó cautelosamente de tono—. Vamos, Barney. Venga aquí cuanto antes y por favor, ¡por favor! no diga nada para los periódicos. Nos asaltaría una multitud. Venga aquí y quizás podamos, estudiando este espécimen, inventar algo.
Barney apretó la tecla y fue en busca de su abrigo. El corazón le latía apresuradamente y casi se dio de bruces con su esposa cuando se dirigía hacia la puerta.
—¿A qué viene toda esta excitación? —preguntó Flora, su lindo rostro ensombrecido—. ¿A dónde vas con tanta prisa?
Barney cogió su sombrero.
—Hemos cazado un Vimp —repuso—. Y ahora vuelvo al laboratorio para verlo.
—Muy gracioso —exclamó Flora sin el menor asomo de humor, mientras sus grises ojos se agrandaban con expresión de disgusto—. Cuéntame otro cuento. Eres el último hombre en el mundo capaz de cazar un Vimp.
—Esto es verdad, no un cuento —replicó Barney—. Martin tiene un Vimp en el laboratorio, y yo voy allí para echarle un vistazo. Siento dejarte sola, pero…
Se puso el sombrero y atravesó resueltamente la puerta. Su coche estaba aparcado en el camino. Había casi llegado hasta él cuando descubrió que el volante se hallaba sobre el césped y que un trasero con pelo rizado asomaba por debajo de la capota.
—¡Eh! —gritó, lleno de rabia. Corrió hacia el coche sacudiendo el puño con desesperación—. ¡Fuera de ahí, maldita sea!
El trasero desapareció inmediatamente, apareciendo en su lugar un arrugado rostro de color castaño que encogía los ojos tristemente.
Barney se agachó entonces. Una bujía del automóvil le pasó rozando la oreja. Una rabia desesperada le atenazaba la garganta mientras veía correr por el césped al pequeño ser color castaño, el cual se detuvo junto al seto dando saltos y palmadas con maligna alegría. Barney, sintiendo una gran debilidad en la boca del estómago, examinó el interior del coche. El distribuidor había desaparecido, las bujías faltaban todas, el generador se veía torcido, y en el motor habían sido quitados por completo tres tornillos.
Barney juró y enseñó el puño a la pequeña bola de pelo rizado, que desapareció bajo el seto. Luego cerró de un portazo el coche y se dirigió a la esquina de la calle, donde paró un taxi.
Esta noche tiene todas las trazas de ser mala, se dijo con amargura.
Los Vimps aparecieron por primera vez, de pronto, una calurosa tarde de agosto. De esto hacía un año, y fue una aparición casi tan notable como eran notables ellos mismos. La pequeña hija de cierto granjero llegó aquella tarde a su casa quejándose y con una marca roja en el brazo, mientras balbuceaba algo sobre “monitos que salían de la tierra”. Aquello podía ser una invención, pero el caso era que el brazo de la niña estaba visiblemente lacerado, así que el granjero comenzó a investigar.
En las tierras de pastos del sur encontró a los monitos. Los extraños seres salían uno a uno de un extraño agujero redondo que había en el terreno y que parecía despedir una débil luz. Los seres eran pequeños, de pelo rizado, jorobados y se movían con gran rapidez, dando grandes saltos y desapareciendo, pero volvían en seguida para reunirse en grupo. Silbaban y hacían muecas al granjero, y también se las hacían unos a otros. Emergieron hasta dos docenas, pero de pronto el brillante círculo desapareció y los pequeños seres de color castaño se marcharon, dando súbitas carrerillas a notable velocidad hasta que desaparecieron en el bosque.
El granjero contó lo que había visto al periódico local, donde se rieron abiertamente en su cara. Después de eso los monitos no volvieron a surgir del terreno, y durante casi una semana nada más se oyó sobre ellos. El granjero, intrigado, se rascó su barbilla sin afeitar, zurró a su hija por contar mentiras y se dedicó a arar.
A la semana justa, volvió a suceder. En el pueblo cercano a la granja se vio a tres de ellos trotando, con su raro paso de tres piernas, por el centro de Main Street. Hacían muecas de burla a todos los que les miraban. Luego empezaron a llegar noticias. De la maestra, una vieja solterona que había visto a un pequeño animal de pelo rizado dibujando con yeso en la acera figuras indecentes cuando ella pasaba; del comerciante que una mañana encontró a su hermoso automóvil casi sin estrenar completamente desmontado sobre el césped; del sacerdote que al intentar echar del pórtico de la casa rectoral a una de las rizadas bolitas color castaño fue mordido por el extraño ser y, debido al dolor de la mordedura, pronunció cosas muy poco apropiadas para un sacerdote. Las dos docenas originales se transformaron en cuatro y luego en ocho, ya que los pequeños seres se multiplicaban y se extendían a extraordinaria velocidad.
Se les dio nombre cuando un osado periodista les llamó Very Important Menacing Problems, y los servicios telegráficos y la televisión les llamaron, por abreviatura, Vimps. Llegaron en gran número a la cercana ciudad, y allí mordieron a la gente, rasgaron sus vestidos, hicieron muecas y lanzaron gritos, vaciaron neveras, salieron masticando por las ventanas, rompieron sacas de correos y abrieron las cartas, estropearon motores, torcieron vías de tranvía, lanzaron escupitajos a las personas, se subieron a sus cabezas y mordieron sus tobillos. Las quejas se alzaron en oleadas, pidiendo que alguien, de alguna manera, les librase de aquellos Vimps.
—Después de todo —decía la gente—, las ratas y los mosquitos pueden ser exterminados, y los Vimps resultan aún más molestos.
Pero presentaban un problema difícil. En primer lugar, nadie podía cazar uno de ellos. Se movían con tan increíble velocidad que ni siquiera se les podía disparar. ¡Y eran listos, asombrosamente listos! Se construyeron trampas, trampas muy complicadas, pero robaban el cebo y silbaban burlones, mientras la gente se preguntaba cómo habrían podido sacar el cebo sin que cayera un Vimp dentro. Las quejas fueron haciéndose patentes durante los siguientes meses, al tiempo que los Vimps se multiplicaban más y más y se hacían cada vez más fuertes, sin dejar de atormentar a las personas, metiéndose por todas partes, molestando, mordiendo, arañando.
A los pocos meses, no quedaba ninguna comunidad en el país, grande o pequeña, que no hubiera visto alguno de los asquerosos y pequeños seres. Pero se continuaba sin haber cazado a ninguno. Los barcos, en el mar, estaban llenos de ellos, y en el Capitolio empezaron a recibirse irritados informes procedentes de la India, de Europa y de Asia. Los pueblos y las ciudades pedían ayuda a los gobernadores de sus Estados respectivos y los Estados pedían a la Legislatura Nacional que hicieran algo, lo que fuera, que les librase de aquella plaga de pelo castaño y rizado que había invadido el país. La gente se puso de mal humor, y mientras peor estaban, más se burlaban de ellos los Vimps para ponerles aún de peor humor.
Entonces se formó un comité. Un comité ligeramente confuso en realidad, ya que nadie sabía cómo había que entendérselas con los Vimps. Los sociólogos dijeron que se trataba de seres inteligentes, dignos de que se hiciera sobre ellos un cuidadoso estudio sociológico. Los físicos insistían en que, de acuerdo con su manera de aparecer, por pantalla del tiempo o bien transmisión de materia, podían ser de gran importancia para el mundo de la ciencia. Los físicos dijeron que si los Vimps venían de otro mundo —e indudablemente debía de ser así— morirían pronto debido a enfermedades terrestres. El hombre medio de la calle rechinaba los dientes, ahuyentaba una pelota llena de pelo de su cuello y dedicaba al sordo cielo una plegaria para que alguien hiciera algo… para que por lo menos cazaran a uno.
Y el Comité Nacional para el Control de los Vimps se las arregló para unir, en una curiosa mezcla de puntos de vista, a Barney Holder, apacible investigador y maestro de sociología, con Hugo Martin, un turbulento especialista en la exterminación de ratas al servicio de la Marina. Después de haber dejado cómodamente el problema en el regazo de estos dos hombres, el Comité se quedó como quien se quita un peso de encima.
El Vimp se hallaba en medio de la jaula, mirándoles con sus ojos parecidos a botones negros, con sus redondas orejas muy tiesas sobre su rizada y redonda cabeza, arrugado su pequeño rostro de mono. Los dos grandes colmillos del centro de su boca estaban flanqueados por una doble hilera de dientes como agujas. El animal se balanceaba nerviosamente sobre sus tres delgadas piernas. Sentado sobre sus nalgas, parecía un enfadado gnomo lleno de odio hacia la gente.
—No tiene un aspecto agradable —dijo Barney, volviendo su silla para poder verle más cómodamente.
Hugo Martin se secó el cuello de toro con un gran pañuelo y sonrió irónicamente.
—Tenía usted que haberle visto cuando se dio cuenta de que no podía escapar —contestó—. Yo no sé si poseen un lenguaje o no, pero realmente parecía que estaba diciendo palabras feas. Parecía a punto de volverse loco… —Se relamió con placer—. Ya era tiempo de que se volviera loco uno de ellos, para variar.
Sin dejar de observar al Vimp, Barney sonrió.
—Estas bestezuelas se han burlado hasta ahora de todas las trampas que les hemos tendido. Sin embargo, ésta dio buen resultado… a pesar de que se notaba que era una trampa: un laberinto de espejos con una puerta de ratonera provista de un peso muy sensible.
Barney miró al grueso individuo que se hallaba en el otro lado de la habitación.
—¿Cómo sucedió? —inquirió.
Martin hizo una mueca mirando al Vimp.
—Yo diría que cayó en la trampa debido a su propia malignidad —contestó—. Entró en el edificio a mediodía y pasó la tarde atormentando al gato del laboratorio con tanta crueldad que el pobre animal ya no sabía qué hacer. Finalmente se metió en el laberinto para verse libre de su perseguidor. Quedó prisionero en el interior, lo que le excitó aún más. Lo siguiente que vi fue que el Vimp se había metido en la trampa tras él, para tirarle del rabo y de las orejas. El Vimp no pareció darse cuenta de que también estaba atrapado hasta que yo saqué al gato por el agujero del cebo. Entonces… —Y sonrió maliciosamente—. ¡Entonces fue digno de ver lo que es un animal que se ha vuelto loco!
Barney se acercó a la jaula y contempló con simpatía al pequeño gnomo de color castaño. El Vimp le miró a su vez, fijamente, con expresión maligna.
—¡Pobrecito Vimp! —murmuró Barney con expresión pensativa.
El Vimp, sin pestañear, encorvó su espalda y escupió.
—Vamos, pequeñito, ¿por qué no ser amigos? Después de todo, ahora que estás aquí podemos permitirnos una conversación… ¡Ay!
Retiró la mano vivamente, pudiendo apreciar el pequeño semicírculo de sangre que le habían producido los dientes, semejantes a alfileres. El Vimp dio unos saltos apoyado en una sola de sus esqueléticas patas sin dejar de silbar encantado.
Barney extendió la mano y habló con voz suave y acariciadora. Notó que su rostro se encendía de cólera.
—Vamos, vamos —dijo con intranquilidad—, no has sido muy amable.
El Vimp se sentó, continuó mirándole fijamente y se rascó su blanca panza. Hugo Martin sonrió despreciativamente.
—No sacará usted nada tratándole bien —dijo—. A mí me ha mordido ya tres veces. Yo diría que hay que tratarlo mal. ¡Asquerosos tiranos!
—No, no —repuso Barney, sacudiendo la cabeza y pasándose la mano por su oscuro cabello—. Esos pequeños seres son inteligentes, no estúpidos. ¡Caramba, hasta ahora han resistido a todo intento de cazarlos! Deben ser capaces de pensar… incluso alcanzar un alto grado intelectual. Y si son inteligentes, podemos obtener algo de ellos, de alguna manera. —Sacó una pipa de su bolsillo y empezó a llenar la cazoleta—. Si son extraterrestres, podremos extraer de ellos un notable conocimiento científico. Quizá si le ofreciéramos algo de comida…
Martin se limpió la frente e hizo un ademán de asco.
—Puede usted probar, si quiere —contestó—. Yo no voy a acercarme.
Barney cogió del estante un pequeño trozo de pan y avanzó hacia la jaula, observando cuidadosamente al rizado cautivo. El Vimp miró el pan con expresión escéptica mientras se endurecían los músculos de sus piernas. Luego, con un movimiento increíblemente rápido, arrancó el pan de los dedos de Barney, dejándole a cambio otra marca roja en la parte interior de su mano.
—¡Vamos, eres un asqueroso…! —exclamó Barney con súbita ira, dirigiéndose al Vimp a través de los barrotes.
El Vimp se acurrucó junto a los barrotes como un pequeño jorobado, sus negros ojos brillando malignamente. Empezó a silbar y a hacer pequeños y feos ruidos con su garganta. Barney sintió que su rostro se tornaba rojo al ver que el animal daba saltos sobre una escuálida pata, se comía el pan y emitía pequeños ruidos que denotaban un malicioso contento.
Barney tomó asiento en un sillón. Su mano temblaba al apoyarse en el brazo del mismo.
—Esa cosa es capaz de hacer perder el dominio a cualquiera —murmuró, mientras se curaba su mordida mano; luego miró tristemente a Martin—. ¿Cómo puede mostrarse tan vil? ¿Qué habrá que hacer para arrancarle una reacción agradable?
—Nada puede arrancar una reacción agradable de esas bestias —repuso Martin, irritado—. No tienen la más pequeña partícula de bondad.
—Pero… debe haber algún medio de llegar hasta ellos —dijo Barney, frotándose pensativamente la barbilla—. Mire aquí —añadió de pronto—. Estamos recibiendo toda suerte de cartas. Los Vimps le molestan a usted y me molestan a mí… pero hay alguien que no se siente molesto.
Hugo Martin, incrédulo, entornó los ojos.
—Yo creía que todo el mundo hablaba pestes de ellos —dijo.
Barney observó al Vimp durante un momento, y luego buscó en su escritorio.
—Todo el mundo no —contestó—. Aquí hay una carta que llegó ayer de la Oficina de Traducciones.
Sacó un ancho rollo de pergamino con una faja de papel oficial.
—¿De la Oficina de Traducciones?
—Sí. Procede de algún lugar de la India, y dice lo siguiente: “A nuestros hermanos del Oeste. Os recordamos que la materia no es nada y que sólo el espíritu prevalece. Los cuerpos son materia, tanto los cuerpos de este mundo como los de los otros mundos de Dios. El que ha aprendido a ignorar la materia, ha dado el primer paso en el camino de la verdadera comprensión. Esos seres que llamáis Vimps no son otra cosa que materia y, por lo tanto, pueden ser ignorados, y de esta forma se volverán inofensivos”.
Barney dejó de leer.
—No dicen cómo —contestó—. La carta no dice más. Pero, ¡caramba! Hay otras cartas. Como la firmada por un monje franciscano. Este monje aconseja, para librarnos de ellos, la plegaria y el ayuno. O bien la de unos recién casados, que dicen que los Vimps no se vieron en los alrededores de la iglesia en donde ellos se casaran, pero que invadieron su cabaña por docenas el catorceavo día de su luna de miel.
Pensativo, Barney se rascó la cabeza.
—¡La religión! —exclamó Martin, levantándose de su asiento; tenía las mejillas encendidas—. ¡Eso puede ser una solución! Quizá estos seres teman a la religión. Quizá no pueden sufrir que se rece. ¡Quizá lo que tenemos que hacer para echarlos de aquí es recurrir a la religión!
Excitado, Martin empezó a andar de un lado para otro.
—¡Quizá el signo de la cruz les haga desaparecer! —añadió.
Barney entornó los ojos.
—Sí, tal vez esto tenga un ángulo religioso —dijo, contagiado por la excitación de su compañero.
Miró fijamente al Vimp, que arrinconado en un lado de la jaula, les miraba enfadado.
—Vamos a tomar un poco de café y pensaremos sobre esto —añadió Barney.
Se sentaron en la pequeña cafetería. Martin murmuraba algo para sí de cuando en cuando, mientras Barney sorbía su café y reflexionaba. Al otro lado de la calle, una multitud se había reunido en un pequeño parque, y un orador ocupaba una tosca plataforma. De pronto, una voz que hablaba a través de un altavoz llegó hasta los oídos de Barney, apartando su pensamiento de los Vimps.
—…el diablo ha vencido, como una maldición, para castigarnos por nuestros pecados —decía la voz dirigiéndose a la multitud—, y tenemos que luchar contra él. ¡Eso es lo que tenemos que hacer! ¡Tenemos que luchar contra el diablo en su propio terreno! ¡Tenemos que arrodillarnos y rezar!
La multitud se acercaba a él, bebiendo sus afiebradas palabras.
—¡El diablo ha arrojado una plaga sobre nosotros por culpa de nuestros pecados! —gritó con fuerza el evangelizador—. ¡Tenemos que hacernos fuertes y luchar contra el diablo! ¡No podemos rendirnos, porque si nos rendimos, el fuego del infierno nos quemará, y el azufre del infierno se nos meterá en las mismas entrañas! —La rica y grave voz resonó a lo largo de toda la calle—. ¡Si queremos librarnos de esto, tenemos que ponernos de rodillas y rezar! —Hizo entonces un fiero ademán y levantó el puño—. Tenemos que limpiarnos, antes de que el Señor Omnipotente nos aparte de Él.
Barney Holder atravesó rápidamente la cafetería y observó a través del escaparate al gesticulante predicador.
—¡Mire eso! —exclamó.
—Sí, es el predicador Simes. Sube ahí y habla cada noche, hasta que su violencia llega a lo inconcebible.
—Pero… ¡mire la plataforma!
El predicador gritaba aún más fuerte que antes, su rostro rojo de indignación. Pero en el podium, mirándole con ojos como cuentas, bebiendo sus palabras y haciéndole burla, se veían cinco gruesos y vellosos Vimps.
—¡Es la maldición del Todopoderoso que nos visita! —El predicador hizo una pausa para ahuyentar a un Vimp que se encaramó sobre él y le mordió en una oreja—. ¡Fuera de aquí, maldito! Quiero decir… ¡tenemos que rezar!
Súbitamente la plataforma se vio llena de Vimps, los cuales empezaron a tirar de los pantalones del predicador, a desatarle los zapatos, a romperle la ropa, a arañarle, a silbar y emitir ruidos, hasta que el hombre, lanzando una exclamación de angustiosa rabia, saltó como un loco de la plataforma y echó a andar, sin dejar de dar puntapiés y manotazos calle arriba.
Barney se dejó caer cansadamente en su silla.
—Bien —dijo con tristeza—. He aquí el ángulo de la religión.
El Vimp cautivo empezó a saltar en cuanto ellos penetraron en el laboratorio. Luego se asió con expresión maliciosa a los barrotes y les miró con sus negros y redondos ojos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Barney en son de queja—. Debe de haber algún medio de conseguir que sean amables.
—No podemos hacer nada, se lo digo yo —contestó Hugo Martin, haciendo un gesto de desprecio al animal de la jaula—. Lo que tenemos que hacer es encontrar un medio de matarles, eso es todo. No podemos matarles a tiros; se mueven tanto que las balas no les dan. No se acercan a ningún veneno. Y el gas no les hace ningún daño.
El grueso Martin dio un puntapié a la jaula.
—Se lo digo a usted, Barney, no servirá de nada querer establecer contacto con ellos. No quieren ser amigos nuestros. Son molestos a propósito. Yo ya he llegado al límite de mi paciencia. Y lo mismo los demás. Están poniendo a la gente en el disparadero, y nuestro deber es encontrar el medio de vernos libres de ellos. —Bajó la voz y miró fijamente a Barney—. Tres coches he tenido que comprar, tres coches nuevecitos, porque esos seres los destrozan. Salgo de mi casa hambriento porque no puedo comprar comida lo suficientemente deprisa. Una tribu entera vive en mi casa, y sus componentes muerden a mis hijos, se ríen de mí, se burlan de mi esposa, estropean las cañerías… Le digo a usted que no puedo más. ¡Y todo lo que se le ocurre a usted es entablar amistad con ellos! ¡Bah! En lo que hay que pensar es en matarles.
El Vimp había centrado su atención en Martin, agarrándose a los barrotes y observando ávidamente al grueso individuo, casi con hambre, mientras la voz del hombre se alzaba muy aguda. Barney miró al Vimp y sintió que por la espalda le corría un estremecimiento.
—Hugo —dijo en voz baja—, ese pequeño ser es muy sensible a usted. ¡Mírele! Juraría que bebe cada palabra que usted pronuncia.
—Bien, entonces espero que mis palabras le ahoguen —replicó Martin—, y que no salga vivo de esa jaula. —Se volvió hacia el Vimp y le miró con expresión de desconsuelo—. Diablo de seres… ¿Por qué no volvéis al sitio de donde habéis venido?
El teléfono empezó a sonar en aquel momento. Martin lanzó al Vimp una última y amarga mirada y levantó el receptor.
—Aquí el laboratorio —dijo; luego hizo una mueca y movió un dedo en dirección a Barney—. Un momento, Flora…
Barney cogió el receptor.
—Sí, Flora —dijo mansamente. Hubo una larga pausa, durante la cual el teléfono pareció graznar irritado. Finalmente respondió—: Flora, ya te dije que venía al laboratorio. Quizá esté aquí toda la noche. ¡Oh, tienes que creerlo! ¿Sabes? Bien, ¿qué voy a hacer si no? ¡Procuro deshacerme de ellos! Estoy jugando a las comiditas con uno que tenemos aquí.
Colgó el receptor bruscamente, interrumpiendo la enfadada charla.
—Hay que hacer algo —murmuró Barney, al tiempo que atravesaba la habitación; en sus ojos había una expresión dura—. Los Vimps tienen a Flora tan fuera de sí que no me deja descansar ni un minuto.
Martin le miró con ironía.
—Corren rumores de que usted y Flora estaban algo distanciados mucho antes de que los Vimps aparecieran.
Barney lanzó una sombría mirada a su compañero, mientras se dirigía hacia la jaula.
—No me llevo bien con mi mujer —dijo con tristeza—. ¿Cómo voy a hacer amistad con uno de esos seres tan antipáticos si no he logrado llevarme bien con ella?
Miró al Vimp y éste contestó a su mirada con redoblada furia.
—Aunque… quizá logremos vernos libres de ellos —continuó; luego se volvió furioso hacia el pequeño animal lleno de pelo—. Yo te podría matar, ¿sabes? Podríamos dejarte morir de hambre o bien traer una ametralladora y acabar contigo rápidamente. Estamos tratando de ser amables, pero te vamos a borrar de la vida si no cooperas con nosotros.
El Vimp le miraba fijamente, como si le entendiera. Luego escupió en el suelo con gran desdén. A continuación dio media vuelta, llegó hasta un rincón y se sentó sobre sus tres patas sin dejar de mirar a Barney como un búho. Barney permaneció observándole durante largo tiempo.
La tarde siguiente, llegó temprano a su casa para la cena. Flora, que salió a recibirle a la puerta, era una confusa mezcla de lágrimas, ira y terror.
—Esos asquerosos seres han entrado de nuevo en la casa —murmuró la joven, con voz débil—. Entraron sin que yo lo pudiera evitar, y uno de ellos me mordió. —Se volvió hacia Barney con amargura—. ¿Qué clase de hombre eres, Barney Holder? Parecías tan listo, tan inteligente… Pero ahora no puedes siquiera evitar que entren en tu propia casa. No te importa lo que me ocurra cuando te vas. Creí que me casaba con un individuo muy inteligente, pero resulta que eres un maestro de segunda categoría que no puede dominar siquiera a un… a un Vimp.
La joven estalló en lágrimas y se dejó caer en el sofá para curarse su dañado tobillo.
—Lo que dices no es justo, y tú lo sabes —saltó Barney—. Hago todo lo que puedo.
—Bueno, pero todo lo que puedes no sirve para nada. ¡Mira! ¡Están aquí mismo, en la sala de estar, mirándonos!
En efecto, estaban allí. Dos peludos animales de color castaño se habían aposentado en la sala. Tenían los labios superiores curvados, enseñándose mutuamente los dientes, y miraban a Barney y a Flora con el rabillo del ojo. Luego empezaron a darse manotazos el uno al otro, se tiraron el uno al otro de la piel, se mordieron y se escupieron. A continuación, el de mayor tamaño propinó al otro un fuerte golpe que le hizo rodar por la habitación y proferir un venenoso grito. Pero éste se puso en pie y volvió para pegar al mayor en la cara con el puño cerrado. Ambos gritaban, se mordían, se golpeaban, se arañaban… La batalla continuó, aunque en aquella lucha había algo peculiar.
Barney, en cuyo cerebro se había encendido de pronto una increíble y ridícula idea, miró pensativamente a su esposa y luego, de nuevo, a las dos furiosas bolas de pelo.
—¡Flora! —exclamó—. ¡Flora! ¡No luchan! ¡Se están haciendo el amor!
Flora enjugó sus lacrimosos ojos y miró alarmada a los dos Vimps. El más pequeño de ellos había clavado sus garras en el rostro del otro.
—¡Eres una basura! —contestó sucintamente.
—No, no… ¡Mírales!
Los ojos de Barney se habían tornado de repente muy brillantes, y en un momento atravesó la habitación y quedó en pie junto a su esposa.
—¡Levántate! —dijo.
Flora parpadeó por dos veces. Rápidamente, Barney se inclinó, la cogió por la muñeca y la hizo ponerse en pie. Antes de que la joven pudiera hacer ningún movimiento, la abrazó fuertemente y apoyó sus labios sobre los de ella, que se quejó bajo el beso, retorciéndose para apartarle.
—¡Barney, basta!
—¡A callar!
La voz de Barney sonó tan autoritaria que Flora guardó silencio, casi asustada.
—Siéntate —murmuró Barney, excitado—. Y entonces me besas. Aquí, en el sofá. ¡Y debes perder la noción de las cosas mientras lo haces!
Flora, aturdida, se sentó, y Barney lo hizo junto a ella, abrazándola de nuevo.
—Barney…
La habitación permaneció silenciosa durante un largo momento. A continuación siguió otro aún más largo.
—¡Barney…!
La voz de Flora era ahora más suave, y su rostro más suave y más dulce que nunca. Hacía mucho tiempo que Barney no la había visto así. Olvidándose de los Vimps, la besó de nuevo.
—Barney… Hacía mucho tiempo que no nos besábamos en el sofá…
—¡Hum!
—¡Muchísimo tiempo!
—Demasiado, Flora.
—Deberíamos… deberíamos hacerlo más a menudo…
Un ruido, un raro ruido. Como obedeciendo a una señal, ambos alzaron la mirada y vieron a los Vimps, que les miraban con ojos de enfado. Ambos habían olvidado su lucha y retrocedían con la espalda inclinada, silbando, escupiendo, temblando.
De pronto, los Vimps dieron media vuelta y desaparecieron a través de la puerta.
—Ha perdido usted el seso —dijo Hugo Martin con expresión de disgusto—. No sabe lo que dice. Está usted loco. Si usted cree que me voy a tragar esa… esa especie de tontería… —Tragó saliva y su doble barbilla se movió—. Está usted loco… dos veces loco.
Con el rostro rojo y brillante, volvió a su mesa de despacho. Barney sonrió cordialmente; tenía sus delgadas mandíbulas recién afeitadas y los ojos le brillaban.
—No estoy equivocado, Hugo. Tengo la solución. Puede parecer algo ridículo, pero todo el asunto es ridículo. Y lo que pienso dará resultado. ¡Apuesto mi salario a que sí!
Se sentó en la silla que había enfrente de la jaula del Vimp y se frotó su dolorido brazo.
—Escuche esto —continuó—. Siempre que los hombres han ido a nuevos lugares, a nuevos países, ¿qué es lo que han hecho? ¿Se han adaptado a su nuevo ambiente? ¿Han intentado “volverse nativos”, ser parecidos a la gente que encontraron? ¿Han intentado asimilar los planes económicos y culturales de aquel lugar? Nada de eso. China, África, la India… en todos los lugares a donde hemos ido se ha repetido la vieja historia. Hemos intentado siempre modificar el ambiente para que éste nos viniera bien a nosotros. Hemos intentado hacerlo parecido al que teníamos en nuestra casa. La temperatura, las costumbres, la cultura.
»Lo último que los hombres harían sería alterar su propia cultura para parecerse a los extranjeros. Y cuando encuentran en el lugar a donde han ido cosas hostiles e inalterables, siempre, siempre han retornado a su lugar de origen.
—Pero… los Vimps… —replicó Martin, impaciente—. No veo qué tiene eso que ver con…
—Pues sí tiene que ver —contestó llanamente Barney—. Los Vimps proceden de otro planeta, de otro mundo, de algún lugar lejano. Son inteligentes y poseen una cultura, según parece. Una cultura más bien aviesa, por así decirlo. Entre los hombres, la cultura básica se funda en la paz, en el amor familiar, en el antiguo ademán de la mano levantada que dice “no tengo armas”. Básicamente, el hombre quiere vivir en paz, tranquilo, y lleva esa paz a países extranjeros, y cuando esos países resultan demasiado hostiles, demasiado faltos de paz, se vuelve derrotado a su país. Pues bien, ese otro mundo, el mundo de los Vimps, puede tener otra cultura, una cultura basada en algo diferente. Algo que los hombres no pueden tolerar. Una cultura no basada en la paz, sino en el odio. Un odio puro, fuerte, maduro, imposible de alterar.
Martin abrió los oídos de par en par.
—¿Quiere usted decir…?
—Quiero decir que se odian el uno al otro y que odian a todas las cosas. El odio es su fuente de vida, el fundamento de sus valores morales. Viven, comen, duermen y mueren con el pensamiento lleno de odio. La idea de la amabilidad y del amor es extraña para ellos: algo increíble, tenebroso, extranjero. Vinieron aquí sin el menor concepto abstracto del amor, y esperaban encontrar odio aquí también. Pero lo que encontraron resultó terrible para ellos, odioso, hostil… una cultura basada en el amor y en la paz. Pero vieron, o por lo menos sintieron de alguna forma, que los hombres, bajo ciertas circunstancias, eran capaces de odiar, y eso lo solucionó. ¡Todo lo que necesitaban era ser odiados!
—Bien, pues están obteniendo lo que deseaban —exclamó Hugo Martin—. ¡Les odio, y espero poder decírtelo, oh Señor! ¡Cómo les odio! Les odio tanto que…
—Y parece usted atraerles, ¿no es verdad? Les odia usted tanto que siempre les tiene en su casa. Ellos no quieren tener nada que ver con místicos, ni con monjes… Atormentan a perros y gatos todo el tiempo, pero nunca molestan a una vaca. Ellos se acercan a usted porque les provee precisamente del ambiente que necesitan. ¿No comprende, Hugo? Si usted les odia, les tiene a su alrededor. Se multiplican, se triplican… —Al llegar aquí, Barney miró al hombre gordo con timidez—. Pero si usted les amara…
La pesada mandíbula de Hugo Martin tembló, y algo parecido a las lágrimas aparecieron en sus asombrados ojos.
—Barney… —dijo débilmente—. Espere un minuto, Barney… Barney, no es posible que tenga usted razón… —Miró con temor al Vimp, que le miraba a su vez a través de los barrotes—. Todo menos eso, Barney. Yo… yo no puedo.
—Pues tendrá usted que amarles —repuso Barney firmemente.
Lágrimas de despecho rodaron por las gruesas mejillas de Martin, que echó a andar hacia la jaula arrastrando los pies como un niño. Luego se detuvo.
—Pero… pero, ¿qué puedo yo hacer? —dijo titubeante—. Es como… como amar a un ciempiés, o algo por el estilo. Es… es semejante a un sacrilegio.
Extendió una mano, a manera de tanteo, hacia los barrotes, pero la retiró en seguida lanzando una exclamación cuando el Vimp se lanzó sobre ella.
—¡Oh, Barney! No puedo…
—Mire —dijo Barney sonriendo—. Yo le enseñaré.
Se calzó un par de pesados guantes de cuero. Luego se acercó a su vez a la jaula, desde donde el Vimp le miraba enfadado. Barney pasó un trozo de pan a través de los barrotes.
—Vamos, Vimp. Bonito Vimp… —Su voz era suave y acariciadora.
El Vimp le arrancó el pan y le mordió malignamente en la mano. Barney se sintió dominado por la ira, pero se esforzó en sonreír e intentó acariciar la cabeza del Vimp.
—¡Dulce y pequeño Vimp! —murmuró—. ¡Bonito Vimp!
El Vimp le mordió de nuevo, esta vez más fuerte. Luego se retiró. Silbaba y en sus ojos había una mirada burlona. Luego comenzó a emitir feos ruidos con la garganta a la par que enseñaba los dientes.
—¡Qué animal más listo! —dijo Barney, rechinando los dientes—. Pero vamos a ser buenos amigos. Vamos, pequeñito, déjame acariciarte.
El Vimp estaba ahora seriamente alarmado. Había combado la espalda y escupió, retrocediendo hasta que llegó al fondo de la jaula. Sus pequeños ojos negros brillaban de miedo mientras luchaba por alejarse todo lo posible de Barney.
—Déjele libre —dijo Barney suavemente—. Abra la trampa y déjele marchar.
Martin cerró su gran puño y avanzó lentamente hacia la trampa.
—Vamos, pequeñito y bonito Vimp —dijo, a regañadientes—. Sal, pequeño y asqueroso…
Barney tosió para disimular. Luego dijo:
—Vete con los demás ahora, pequeñito. Cuéntale a tus amigos lo agradables y felices que van a ser las cosas de ahora en adelante…
El Vimp silbó e hizo burla, pero súbitamente echó a correr llevando a mil diablos pegados a sus pies. Salió por la ventana, deteniéndose un momento sólo para dedicarle una invectiva que debió ser de las que ponen los pelos de punta. Inmediatamente desapareció.
Barney lanzó un profundo suspiro y miró sonriendo a Hugo Martin.
—Helo aquí —dijo.
—Eso no servirá de nada —exclamó Martin—. No debíamos haberle dejado escapar. Volverá para atormentarnos de nuevo.
Barney sonrió con expresión feliz.
—No pasará tal cosa si le amamos —contestó—. Todo lo que necesitan para desaparecer es un ambiente pacífico, agradable, sereno. Es difícil lograr eso teniendo Vimps alrededor, pero la gente tendrá que aprender a lograr ese ambiente. Es el único medio.
Hugo Martin le miró con desaliento.
—No sabe usted lo que pide, Barney. Un ambiente pacífico y sereno… Desde que aparecieron los Vimps, la gente no puede lograr ese ambiente. Y nadie podrá ser amable con un Vimp. La gente no podrá hacerlo.
—Oh, sí, lo harán —repuso Barney en voz baja—. Por verse libres de ellos, lo harán.
La consigna fue dada por la radio aquella misma tarde, apareció en los periódicos de la noche, y se extendió por todo el país. Era una consigna increíble, ridícula… La gente dejó de maldecir a los Vimps para escuchar, rió luego con desprecio y siguió maldiciendo a los Vimps. Pero algunas personas emprendedoras intentaron cumplir la consigna y notaron que la cosa, milagrosamente, surtía efecto. Uno tras otro, los Vimps empezaron a marcharse, abandonando casa tras casa. Se marchaban rodando como brillantes bolas de tres patas, aunque sin dejar de hacer burlas. Las noticias se extendieron rápidamente y la gente dejó de ahuyentar y golpear a los Vimps, así como de hablar mal de ellos. Y todos comprobaron, maravillados, el buen resultado que esto daba. En pueblos y ciudades, todos intentaron el nuevo procedimiento, y esto actuó como un bálsamo sobre todo el país.
Finalmente, una tarde, la radio informó que un círculo plateado se había abierto en la tierra de pastos de un granjero del sur, y que los Vimps desaparecían por él a centenares, a miles. Barney y Flora se hallaban allí, mezclados entre una multitud, una multitud curiosa, emocionada extrañamente sin saber a ciencia cierta qué era lo que sentían. Pero amaban a los Vimps con todo el amor compasivo de que eran capaces. Sí, en realidad amaban a los Vimps.
Flora se acercó más a Barney y le miró sonriendo.
—Ha resultado casi divertido observar cómo se marchaban —dijo.
Barney sonrió a su vez.
—Sí, hemos pasado un par de semanas con tranquilidad —admitió.
Flora le miró con los ojos húmedos. Su antigua frialdad y su perpetuo enfado habían desaparecido de su rostro.
—Sé que parecerá tonto lo que digo, pero… casi siento que se vayan. Nosotros… Barney, ¿es que no quedará por lo menos una pareja?
Los múltiples y peludos seres color castaño iban hundiéndose uno tras otro en el plateado círculo. Antes de hacerlo, se ponían jorobados mirando a la gente, levantaban sus labios superiores enseñando los dientes en una mueca de enfado, silbaban, hacían ademanes desvergonzados, se tiraban del pelo el uno al otro y se arañaban. Finalmente, el último de ellos permaneció un momento inmóvil en el borde del círculo, escupió elocuente y malignamente en el suelo y desapareció por el agujero. El círculo tembló y acabó por desaparecer.
Como si despertara de un sueño mágico, la multitud exhaló un hondo suspiro. Cada persona miró a su alrededor, viéndose unos a otros por primera vez. Una aura de extraño contento les envolvía como una ola. Barney y Flora, cogidos fuertemente de la mano, se dirigieron hacia el coche. Él la miró sonriendo, encontrándose con los ojos de ella, inundados de felicidad.
—No sé lo que les sucederá a los demás —dijo Barney en voz baja—, pero en lo que a mí concierne, los Vimps no se han marchado aún.
Fin