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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    CUERPOS (Juanfran Jiménez)

    Publicado en octubre 03, 2017
    «La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder»
    Las venas abiertas de América Latina.
    Eduardo Galeano.


    I


    El purgatorio era una sala de espera sin revistas. El indio Padovani volvió a mirar la hora en el reloj de la pared. Se preguntó por qué nadie editaba ya revistas en papel, y en cambio los relojes como aquel seguían siendo analógicos. Tal vez en Europa habría libros electrónicos, sujetos con una cadena, para entretener a los que huyen de algún infierno. Rechinó los dientes.

    En la sala penaban otros tres hombres, mucho más jóvenes que él. Dos tenían aspecto de echar de menos una botella, y no precisamente para leer su etiqueta; el tercero no le quitaba la vista de encima. Llevaba un traje nuevo, que alguien generoso, y dos tallas más corpulento, le debía haber prestado. Padovani le sonrió. El otro ni siquiera parpadeó. Está muerto de miedo, se dijo. Será víctima o verdugo, pero en cualquier caso primerizo. Casi un niño. Si el indio Padovani hubiera tenido que educar a alguno de sus hijos —y en su descargo hay que decir que al menos lo intentó con dos de ellos, hasta que las respectivas madres le abandonaron—, le habría gustado poder enseñarles el arte del disimulo y el engaño. Cuanto más pequeño se empiece a aprender algo, mejor.

    Por el altavoz llamaron a George Bartolomé. Ese era el nombre que figuraba en su pasaporte falso, así que se levantó del asiento, e intentó caminar con naturalidad. No pudo evitar tambalearse un poco, pero eso era normal: hacía menos de una hora que le habían agujereado el cráneo para introducirle un implante de red.

    Abandonó la sala de espera y continuó por el pasillo. Todavía no estaba a salvo. El del traje prestado, o cualquiera de los hombres con los que se había cruzado durante las pruebas médicas, podía ser un sicario de Dientefijo, un confidente de la policía, o las dos cosas. No había reconocido ninguna cara familiar. Eran todos demasiado jóvenes. En cualquier caso, se alegró de llegar por fin al control de seguridad de la aduana. Otro paso más en la buena dirección, la que le llevaba fuera del país y podía salvarle la vida.

    — ¿Es la primera vez que se intercambia con un ciudadano europeo, señor… Bartolomé?

    Padovani ya había rellenado, con las mentiras apropiadas —empezando por su edad—, un formulario infinito que respondía a aquellas preguntas. Era el mismo papelito que el agente de la Europol sostenía con dos dedos que no llegaban a ser tan gruesos como el cuello de una boa. Contestarle « ¿es que no sabe leer?» no era una opción.

    Cuando el indio tenía veinte años, que para él era casi tanto como hablar de la prehistoria, había pasado algún tiempo en Madrid. Las leyes de inmigración ya eran duras por entonces, pero aún se podía entrar en el viejo continente, si se tenía el dinero necesario. Quién sabe si no habrá algún nieto mío pateando las esquinas de la Gran Vía en este momento, pensó Padovani.

    —La primera vez —respondió.

    Era la única verdad del formulario. Nunca se había intercambiado, ni con un europeo ni con nadie. Por eso tenía una cicatriz reciente en la cabeza y todavía andaba un poco mareado. Se esforzó en atender las explicaciones del policía, el cual había puesto sobre la mesa el contrato de FarmaCom, y repasaba en voz alta las cláusulas más importantes. Ahora soy yo el que no sabe leer, pensó el indio.

    —Le recuerdo, señor Bartolomé, que el visado especial que se le concede es estrictamente temporal, y su vigencia es de un mes. Usted no podrá abandonar en ningún momento el centro de internamiento, o de lo contrario será detenido y expulsado antes del plazo —aplastó con el dedo un párrafo del documento comercial—. Y además no cobrará sus honorarios.

    El indio abrió mucho los ojos, e intentó fingir que aquellos mil quinientos euros le importaban. El agente dejó a un lado los papeles y se giró hacia la pantalla del ordenador.

    —Si conoce a algún ciudadano europeo, puede solicitar un régimen de visitas en el centro de internamiento. ¿Desea hacerlo, señor Bartolomé?

    El indio tenía sus propios planes con respecto a visitar gente en Europa. Concretamente, a una persona cuyo nombre no era desconocido para la policía. En todo caso prefería ir él mismo al encuentro de su viejo amigo, y no recibirlo en un vis a vis carcelario. Padovani fingió desconcierto.

    —No conozco a nadie, señor.

    El policía señaló la casilla correspondiente en la pantalla, y después abandonó su asiento, el cual chirrió posiblemente de alivio, para acompañarle hasta la sala de vaciado. A Padovani le pareció una habitación demasiado pequeña con respecto a lo que se había imaginado, y la sensación de agobio aumentó cuando el agente cerró la puerta y le indicó con un gesto una silla de tela gris, que debía haber sido adquirida en la subasta de bienes de un vertedero en quiebra. Padovani sacó del bolsillo un pañuelo de papel, y trató de limpiar la mugre antes de sentarse. No le extrañó ver que el policía se colocaba unos guantes de látex, con los que él hubiera podido cubrirse la cabeza.

    — ¿Es usted alérgico a algún medicamento?

    Respondió que no. No había tomado muchos en su vida. En cambio, tenía experiencia de consumo esporádico de casi todas las drogas existentes, y seguía vivo; podía darle un voto de confianza a su resistencia frente a la química.

    —Esto es una pastilla de vaciado neuronal. —El agente la sostuvo para que pudiera verla bien—. Es un fármaco autorizado por la Comisión Europea.

    El policía recitó, con voz monótona, una serie de disposiciones legales. Seguramente llevaba años repitiendo en voz alta el mismo texto. Ya no debía importarle que sus oyentes no le prestaran atención. Padovani se pasó la lengua por los labios. Estaba muy cerca, pero aquella cantinela no se terminaba nunca. Empezaba a ponerse nervioso.

    Intentó concentrarse en no demostrar su ansiedad y escuchar las explicaciones del agente. A pesar de su nombre, aquella pastilla —cuyos componentes serían propiedad de FarmaCom incluso cuando ya hubieran sido asimilados por su cuerpo, cláusula 375.c— no vaciaba el cerebro. En realidad se utilizaba para potenciar la plasticidad neuronal hasta sobrepasar los límites humanos. El hardware y el protocolo de red IPv12 hacían el resto del trabajo: codificación, transporte seguro del mapa electroquímico cerebral, reconfiguración de la sinapsis. Pero la dichosa pastillita era la llave para que lo demás pudiera ocurrir. Sin ella, sin la parte biológica del asunto, el intercambio digital de personalidades no era posible. Era algo que Padovani tendría muy en cuenta cuando por fin estuviera en Europa.

    — ¿Necesita un vaso de agua para tragar la pastilla?

    El indio casi se la arrebató de las manos. Tenía la boca seca, pero ya se había demorado bastante la partida.

    —No hace falta, señor. Me la tomaré a las bravas.

    El agente sonrió por primera vez. Tenía los dientes tan blancos que parecía llevar un protector bucal. Padovani sintió la pastilla avanzar lentamente por su garganta. De ser necesario, la habría empujado con los dedos hasta llegar al estómago. Quería gritar de felicidad. Pero aún tenía que disimular su euforia un rato. ¿Cuánto tiempo? Todavía no notaba nada en la cabeza.

    —Cuando… —empezó a decir. En ese momento llamaron a la puerta. El indio se aferró a la silla para no saltar. Afortunadamente, el agente pareció molestarse por la interrupción. Se acercó hasta la puerta y giró un pestillo que había en el pomo.
    — ¡Ocupado! —gritó.

    Los golpes en la puerta aumentaron de intensidad. Padovani cerró los ojos y apretó los dientes hasta hacerse daño. Sintió un zumbido en el cráneo.

    — ¡Abre la puerta! ¡Somos nosotros!

    El rostro del agente de la Europol reflejaba su desconcierto. Dudó un par de segundos, y después devolvió el pestillo a su posición original. No tuvo tiempo de hacer nada más. Los dos hombres que estaban al otro lado, sus «colegas» locales, entraron en tromba.

    — ¿Qué coño queréis?
    — ¿Se ha ido ya? —Uno de los recién llegados señaló hacia la silla—. ¿Cómo se llama?

    El agente miró hacia la persona que estaba sentada. De pronto le pareció que todo el bochorno del maldito país había entrado en el cuarto, acompañando a aquel par de hijos de puta del distrito seis. Se llamaban Mendoza y Salinas, aunque no recordaba quién era quién. Vestían de paisano, siempre con el mismo traje arrugado. Nunca se quitaban la chaqueta, pero al mismo tiempo se las arreglaban para que se les vieran bien las pistoleras. Lo peor de volver a encontrarles, pensó el agente, era constatar que, gobernase quien gobernase al mes siguiente, izquierda o derecha, aquellos dos rufianes seguían siendo policías. Ni siquiera tenían que cambiar el uniforme.

    Sus preguntas sólo podían significar una cosa: alguien la había vuelto a cagar. En ocasiones como aquella, se le pasaba por la cabeza desenfundar el arma, liarse a tiros, y mandar a unos cuantos al infierno antes de tiempo. Pero no se hacía ilusiones: los otros estaban acostumbrados a disparar de verdad. En aquel país, donde nadie le llegaba al pecho, hasta los niños eran más peligrosos que él.

    El agente respiró hondo, se secó el sudor de la cara, y tocó al hombre de la silla en el brazo. Era difícil moverse en aquella sala, pero Mendoza y Salinas no retrocedieron ni un paso.

    El hombre se sobresaltó, abrió los ojos y miró a su alrededor. El agente pensó que la expresión de su rostro respondía a la primera pregunta que le habían hecho, pero de todos modos decidió que lo mejor era dejárselo claro a los dos chacales. No fueran a ponerse nerviosos y cargarse al tipo equivocado.

    —Señor, ¿habla usted español?

    El de la silla tragó saliva un par de veces, antes de asentir.

    — ¿Puede decir su nombre en voz alta?
    —Julian… —el hombre carraspeó—. Julian Marfleet. Qué raro es… esto.

    El agente de la Europol se volvió hacia sus colegas, y esperó a ver si tenían algo que añadir. Uno de ellos movió los labios hasta componer una sonrisa gastada de tanto ensayarla.

    —Bienvenido, señor Marfleet. Permítame acompañarle… Tiene que rellenar unos formularios, pero enseguida podrá disfrutar de sus vacaciones, ¿listo?

    Ayudó al hombre a levantarse, y le ofreció un brazo en el que apoyarse y dar los primeros pasos inseguros, hasta que consiguió ponerse derecho del todo. Salieron juntos de la sala, dejando a los otros dos solos.

    —El otro era George Bartolomé. —El agente suspiró—. ¿Me vais a explicar lo que pasa, o mejor me olvido?

    El del traje —Mendoza o Salinas— no dijo nada, pero demostró que sabía imitar una sonrisa igual de bien que su compañero. Quitarse los guantes de látex, hacer una pelota con ellos, y arrojarla a la basura: eso era todo lo que el agente de la Europol pensaba hacer con respecto a George Bartolomé.


    II


    Comisario William Jefferson Polanco. Así quería mandarlo imprimir en las tarjetas de visita, en la firma del correo electrónico, y en la puerta de su recién estrenado despacho. Ya llevaba un mes al frente del distrito seis. «No soy partidario de formalismos exagerados», les había dicho a sus subordinados, para después añadir: «Pero no perdamos nunca el respeto hacia la dignidad democrática de mi cargo».

    Mendoza y Salinas entraron sin llamar. El primero se arrellanó en la única silla que había para las visitas, cruzó los pies encima de la mesa, y derribó el bote de los lápices.

    —Mira lo que haces, pendejo.

    Mendoza retiró los pies de la mesa con desgana. Su compañero juntó los lápices, y después agarró el pequeño marco que contenía una foto familiar.

    —Qué linda está Laurita. —Enseñó la foto a Mendoza—. El viejo Willy Jota es un papá afortunado.

    El comisario le quitó el cuadro de las manos y lo colocó boca abajo en la mesa. Con Mendoza y Salinas le iba a resultar difícil imponer su nuevo rango. Los tres se conocían desde la época de los paramilitares. Aunque ya entonces él había prosperado más deprisa, porque sabía hablar inglés. Decidió darles ejemplo, adoptar un tono serio, y ceñirse a lo profesional.

    — ¿Qué hacéis aquí? ¿Quién vigila el hotel?
    —Carlitos, y ese otro negro que va con él… Ya nos tocaba descansar.
    —El españolito es muy aburrido —añadió Salinas—. Apenas sale.

    Polanco rebuscó entre sus papeles.

    — ¿Marfleet es español?

    Salinas se encogió de hombros.

    —Español o madrileño, ¿no? Vino de allá.
    —Ahora son todos europeos.
    —Y nosotros apenas americanos.

    Polanco permaneció serio, concentrado en sus papeles.

    — ¿Habéis identificado visualmente a algún sospechoso?

    Mendoza torció los labios.

    —Afirmativo, Willy Jota. Identificación visual, como quien dice. Y además los hemos visto.

    Salinas rio la ocurrencia de su compañero. Polanco estranguló los papeles para contenerse.

    —Antiguos legales de Dientefijo —continuó Mendoza—. Creo que han desfilado por el vestíbulo del hotel todos los que no están en la cárcel. Incluido el abogado ese, el chingón de los tirantes… ¿Sabes quién te digo? Que se cree un mafioso italiano.

    Polanco no pudo reprimir un «sí, ya sé… el maricón de los tirantes».

    —Hemos hablado con él. La cosa está tranquila. No es cuestión de pelearse por nada. Toca esperar a que terminen las vacaciones del españolito.

    Polanco asintió. La situación estaba controlada, al menos durante un mes. Entre la antigua banda de Dientefijo, y la policía, probablemente no había nadie mejor vigilado en todo el país que el turista Julian Marfleet. Encerrado en una caja fuerte no podría encontrarse más protegido. Porque si aquel hombre moría, el indio Padovani entraría en un limbo legal que le retendría en Europa para siempre.

    —Me alegro de que hayáis hablado con el abogado. Ellos deben darse cuenta de una cosa: nosotros —Polanco tomó aire—, los cuerpos y fuerzas de seguridad que apoyamos a este nuevo gobierno democrático, tenemos que hacer cumplir las leyes y capturar a Padovani para llevarlo a prisión. —Hizo una pausa—. Otra cosa es lo que le pase luego dentro de la cárcel, que a mí personalmente me importa un carajo.
    —Eso está claro, Willy Jota. El abogado piensa lo mismo. Pero creo que hay otros de la banda de Dientefijo que no están seguros de que el indio los traicionase. Esos son los que me preocupan.
    —Bueno, pues que se maten entre ellos, pero el indio va a la cárcel, ¿listo?
    —Listo, Willy Jota.
    —En cuanto le hagan regresar es nuestro —añadió Salinas.

    El comisario se rascó la barbilla, pensativo.

    —Los gringos nos pueden ayudar con la Europol, para que Padovani vuelva antes de que se cumpla el mes. De momento, volved al hotel, que no me fío de Carlitos. Seguro que ya está borracho… ¿Y decís que Marfleet casi no sale a la calle? ¿Entonces a qué ha venido ese huevón?
    —Sí, es medio raro…
    —Llevadle una chica al hotel. Pero que sea discreta. —Polanco miró un momento hacia el techo—. Y si no, probad con un muchacho, que algo le gustará.
    — ¿Qué te parece Verónica, la mulata? ¿Servirá ella?

    Verónica. La lengua de Polanco, acto reflejo, asomó entre los labios. Pero allí no encontró el sabor de las curvas que recordaba en su imaginación.

    —Perfecto —respondió, con la voz quebrada.

    Le molestó que Mendoza le guiñara el ojo. Definitivamente, pensó, nunca van a dejar de llamarme Willy Jota.


    III


    «Cuerpo fibroso de indígena curtido al sol». Julian Marfleet no tenía ninguna duda: la agencia de viajes le había estafado. Era difícil aventurar la edad del hombre con el que se había intercambiado, pero desde luego superaba el «máximo treinta y dos años» que le habían asegurado por contrato. Empujando mucho, quizás se podría hacer sitio para colocar una arruga más en aquella cara. Y lo que era peor: después de conocer a la mulata y llevarla a su habitación, había descubierto que el nativo era impotente. Lo que se dice un timo en toda regla. Si Verónica no había conseguido resucitar el fiambre que yacía entre sus piernas, nadie podría. Sonrió mientras recordaba la escena, porque, a pesar de todo, Julian se sentía la persona más feliz de la Tierra.

    Tenía un poderoso motivo para ello. El mismo que le imposibilitaba denunciar a la empresa de viajes, filial de FarmaCom: no pensaba volver a Europa. De hecho, no podía hacerlo. Siempre había tenido problemas de corazón, una enfermedad degenerativa con la que se resignó a convivir, aceptando la decadencia de su cuerpo porque no tenía más remedio. Pero cuando finalmente los médicos le hablaron con sinceridad, y lo que le quedaba de vida se concretó en cifras tangibles, descubrió algo que antes apenas sospechaba: estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para no morir. Incluso cargarle su condena a otro hombre.

    Sobornó a un funcionario europeo para que le permitieran intercambiarse. Nunca habría superado los análisis médicos de otro modo. Gastó el resto de su dinero en contratar un mes de vacaciones con FarmaCom. Era suficiente. Tenía que serlo. Su intercambio moriría en Europa, antes de que terminara el mes, y él podría quedarse en América legalmente y aprovechar su segunda oportunidad. Ni siquiera la impotencia podía amargarle el viaje.

    Aunque tenía intención de comprar algunas pastillas para intentar arreglar su problema. Verónica lo merecía. Mientras paseaba sin rumbo por el vestíbulo del hotel, se preguntaba a quién le podría confiar un secreto. No iba a salir a la calle sin más, en busca de una farmacia. Pasaría desapercibido entre los oriundos del país, pero sólo si no abría la boca. Llevaba muchos años viviendo en Madrid, y hablaba un español casi perfecto, lo que no le servía de nada allí porque el acento le identificaba como europeo. Podía ser peligroso deambular sin escolta por calles desconocidas.

    En realidad, empezaba a pensar que sí tenía escolta. Cada vez que salía de la habitación, no tardaba demasiado en encontrarse a los dos policías de paisano que le habían dado la bienvenida al país. Nunca se acercaban a hablarle ni le saludaban, pero tampoco se molestaban en disimular su presencia, como si fueran cobradores que quisieran recordarle que la deuda estaba a punto de vencer. Julian supuso que aquello era lo normal, que FarmaCom cuidaba así de todos sus clientes en el extranjero. Pensó que deberían advertir en la letra pequeña que los agentes de la ley parecían criminales.

    Recordó a Verónica y decidió que no tenía nada que perder. Por señas, hizo ver a los policías que quería hablar con ellos. Uno se acercó con paso lento, mientras el otro permanecía en el sitio, mirando hacia los lados.

    — ¿Puedo ayudarle en algo, señor Marfleet?

    Julian tardó un minuto largo en explicarle la situación, dando muchos rodeos y hablando en voz tan baja que temió que no llegara a entenderle. Cuando terminó, se dijo a sí mismo que aquella actitud era absurda. La impotencia afecta a muchos hombres, sobre todo con esas edades. Y qué demonios, aquel cuerpo ni siquiera era suyo. Pero la vergüenza que le hizo sentir el policía sí que le salió de dentro.

    — ¿No le funciona la cosa?

    Sin esperar respuesta, el policía regresó junto a su compañero, y con gran profusión de gestos, le hizo partícipe del problema de Julian, entre carcajadas. Pero eso no fue todo. Apareció por allí otro hombre, que debía ser cliente del hotel porque recordaba haberle visto antes; Julian reconoció los tirantes que llevaba. Los dos policías le llamaron, y entre los tres continuaron las risas a su costa.

    Nada iba a amargarle el viaje, pero tuvo que reconocer que estaba empezando a enfadarse. Y encima no sabía si aquel bastardo le iba a conseguir las pastillas. Se dirigió a los ascensores. Mientras esperaba, respiró hondo. Tranquilo, se dijo, no querían ofenderte. Diferencias culturales, sólo se trata de eso. Por suerte, tenía muchos años por delante para acostumbrarse.


    IV


    El nombre oficial del centro era Residencia para Intercambiados Turísticos FarmaCom, pero tanto los que estaban conformes allí dentro, esperando el momento de volver a su país para cobrar el resto de lo estipulado en el contrato, como los que querían escapar y sumarse a la inmigración —cada vez más perseguida— en Europa, lo llamaban «la guardería».

    Dentro del recinto vallado de la residencia había dos pabellones: uno para los hombres, y otro, más pequeño, para las mujeres. En ellos trabajaba mucha gente: nutricionistas, entrenadores, técnicos, esteticistas, cocineros, fisioterapeutas, médicos, psicólogos… cuidaban de los cuerpos de sus clientes mientras ellos estaban fuera, disfrutando de las vacaciones. Obligaban a los intercambiados a hacer dieta, tratamientos de belleza, y ejercicio, mucho ejercicio. También había guardias armados con porras eléctricas y pistolas narcotizantes. Eran los «carceleros».

    Normalmente, estos guardias no se mezclaban con los intercambiados, ni hablaban con ellos si no era necesario. Pero si alguno de los clientes era una persona importante, vigilaban su cuerpo más de cerca, hasta el punto de acompañarlo a las duchas. Tenían que hacerlo porque allí no había cámaras de vigilancia. FarmaCom garantizaba a sus clientes que nadie podía grabar imágenes inapropiadas mientras ellos estaban de viaje, y eso incluía cualquier tipo de desnudo. Los intercambiados se duchaban en grupos fijos de quince, siempre con los mismos turnos. Por eso terminaban conociéndose bien, y como en todo grupo consolidado, se observaba con especial atención a los recién llegados.

    — ¿Qué carajo le pasa a ese?

    El negro Vladimiro señaló a un hombre gordo, nuevo en el grupo, y que se comportaba de un modo extraño. Estaba vuelto hacia la pared de azulejos, ruborizado, sin atreverse a mirar a nadie, como si le diera vergüenza estar desnudo. Lo cual era ridículo, pensó Vladimiro, porque aquella desnudez no le pertenecía, ni era responsable de su aspecto. Un par de guardias, con el rostro cubierto de sudor por la humedad, no le quitaban la vista de encima.

    —Me han dicho los carceleros que es una mujer —le respondió Ringo, en voz baja, sin dejar de frotarse jabón.
    —No te lo puedo creer.
    —Se llama Leidi. Es margariteña… de Venezuela.
    —Carajo… ¿Pero cómo es posible?

    Ringo se encogió de hombros.

    —Algún maricón degenerado, que quiere ser mujer y probar la verga de los caribeños. Y el cliente debe manejar mucha plata, porque los carceleros no la dejan sola.

    Los dos hombres terminaron de enjuagarse en silencio. Después Vladimiro meneó la cabeza.

    —Pobre muchacha… —Se agarró el pene y lo estiró con fuerza—. Yo no sé si podré aguantarme un mes con esta pinga de blanco, pero por lo menos no me pusieron un bollo.

    Se rieron a carcajadas. Los guardias se acercaron a ellos, y amonestaron a Vladimiro por retorcer el pene del cliente. Si volvía a hacer algo así, le impondrían una multa a descontar del salario. Vladimiro levantó las manos.

    —Ahí se la dejo, carajo, ya no la toco más.

    Ringo aprovechó para quejarse en voz alta.

    — ¿Y a ustedes no les da vergüenza traerla a ella aquí? Todos sabemos que es una mujer. ¡Debería estar en el otro pabellón!

    Hubo un murmullo generalizado. Las miradas del resto del grupo eran inequívocas: al contrario de lo que afirmaba Ringo, se estaban enterando en ese momento de lo de Leidi. No podían haber imaginado que aquel gordo de piel sonrosada tuviera la mente de una mujer.

    Uno de los guardias se metió el pulgar por detrás del cinturón de las armas y se encaró con Ringo.

    —No te preocupes por ella. Estamos aquí para impedir que os pongáis cachondos y la violéis.

    El otro guardia se rio. Detrás, alguien masculló un «hijo de puta» que se escuchó perfectamente. El carcelero que se había encarado con Ringo se dio la vuelta. Uno de los intercambiados, al que llamaban «viejo» o «indio» —aunque por supuesto no lo parecía— le aguantaba la mirada sin pestañear. Tenía los puños apretados, y el agua resbalaba por su piel pálida, cubierta de vello rubio.

    — ¿Qué miras tú?

    Ringo se interpuso entre los dos hombres, diciendo que iba a presentar una queja a la directora. El guardia le apartó de un empujón, con la vista fija en Padovani. Nadie respiraba. Una voz masculina, grave y llorosa, rompió el silencio.

    —Por favor, ya he terminado… Por favor.

    Todos se volvieron hacia el hombretón que al parecer se llamaba Leidi. Después, sin decir una palabra, los guardias la acompañaron de vuelta al vestuario. Al único que había.


    V


    —Tenemos que llevárnosla.

    Ringo hablaba en voz baja, sin quitar la vista de los naipes, pero mirando de reojo al indio Padovani y a todo el que pasaba por delante de la celda que ambos compartían. El indio tiró una carta encima de la cama donde estaban sentados y robó otra del mazo. Apenas movió los labios para hablar.

    —La vigilan mucho.
    —No aguanta más aquí, viejo. Se está volviendo loca.
    — ¿Qué va a hacer fuera? ¿Quién se va a ocupar de ella?
    —Ya sabes quién. Tu amigo.

    El indio negó con la cabeza.

    —Demasiada gente. Mi amigo es tímido. De hecho, creo que tú tampoco deberías venir conmigo.

    Ringo tragó saliva.

    —Está bien. Yo me iré con ella, por mi cuenta. Pero ayúdame a sacarla de aquí, viejo… Vamos a joder vivos a estos carceleros. Que se rían de su puta madre. Seguro que se te ocurre algo.

    Padovani levantó la mirada hacia el techo. El turista que había intercambiado su cuerpo con él no parecía español: tenía los ojos azules y las pestañas rubias. Pero el fuego que había detrás de las pupilas era del indio. Incluir a Leidi en el plan de fuga parecía un riesgo innecesario; estaba demasiado gordo, y no sería muy ágil. No obstante, se le ocurrió una idea con la que podía incluso mejorar las posibilidades de éxito de los tres, si ella les acompañaba. De todos modos, se mostró prudente y no prometió nada.

    Ringo no insistió más, como si supiera que la decisión ya estaba tomada y era favorable a Leidi. Padovani se preguntó si, después de tan solo un par de semanas, empezaba a resultar demasiado transparente para su compañero de celda. No le gustaba tener que confiar en un desconocido, pero Ringo deseaba escapar tanto como él, y parecía un tipo con recursos.

    —Necesitaremos algo de dinero para encontrar a mi amigo.

    El indio dijo aquello más para sí mismo que esperando una réplica. Ringo le preguntó cuánto dinero haría falta. Padovani rebuscó entre las fichas de parchís que usaban para apostar y levantó una amarilla.

    —Menos que esto.
    — ¿Veinte euros? Creía que hablabas en serio.

    Padovani sonrió.


    VI


    De la necesidad, virtud. Esa era su auténtica ideología política. Cuando tuvo que ser revolucionario, el más ferviente. Cuando consiguió convertirse en latifundista, el más celoso de sus tierras. Y cuando la rueda volvió a girar, y llegó el momento de perderlo todo, adelgazó de pura hambre hasta recuperar el cuerpo fibroso de su juventud y así engañó a FarmaCom sobre su edad. Era la única manera de escapar de su país. La policía del nuevo régimen le estaba buscando para meterle en prisión, como había hecho con Dientefijo. Su antiguo camarada —y después socio comercial— debía estar esperándole con impaciencia, igual que a los pocos miembros de la organización que se habían librado de la cárcel. Padovani no le había traicionado, pero sabía que Dientefijo desconfiaba de la buena suerte de sus compinches; por eso cada vez tenía más enemigos, reales o imaginarios. La cosa no terminaría hasta que un número suficiente de personas hubieran muerto asesinadas. Mejor desaparecer y no entrar en ese sorteo.

    El indio firmó el contrato de intercambio con una identidad falsa —que había comprado al auténtico George Bartolomé, por más dinero de los mil quinientos euros que ofrecía FarmaCom a los intercambiados—, se dejó poner un implante de red IPv12 en el cráneo, y escapó al mismo tiempo de la cárcel y de Dientefijo. No iba a esperar a que le dieran la pastilla de vaciado para regresar. Que se quedaran con su polla —si es que aún servía para algo— y con su culo, y los llenaran de enfermedades venéreas si querían. El indio Padovani no admitía devoluciones.

    Fiel a su filosofía, ayudando al gordo que era una chica, Padovani se beneficiaba a sí mismo: después de incluir a Leidi, el plan de fuga resultó ser mucho más sólido. El negro Vladimiro fingió un ataque de locura en la ducha y comenzó a golpearse contra las paredes. Los guardias que vigilaban a Leidi se asustaron. Intentaron sujetarle en un rincón de las duchas, y al hacerlo se descuidaron. Ringo y el indio les atacaron por la espalda. No tuvieron que malgastar la munición de las pistolas narcotizantes en dejarles inconscientes; bastaron unos cuantos puñetazos. Después, los arrastraron hasta el vestuario.

    Leidi se había adelantado y ya estaba vestida. Siempre se daba mucha prisa para tapar su desnudez. Ringo también parecía ansioso por arrebatarle el uniforme a uno de los guardias. Padovani no podía evitar observarle. Le preocupaba que lo echara todo a perder con su nerviosismo. Con movimientos más calmados que su compañero, tardó menos en disfrazarse. La ropa le quedaba un poco grande, pero se podía disimular.

    Después de vestirse, Padovani quiso estrechar la mano a sus compañeros de ducha, uno por uno. Por último abrazó al negro Vladimiro, que seguía muy excitado y no paraba de reírse y de repetir: «ahora que me multen a su gusto». El indio había intentado convencer a varios compañeros para que colaboraran en su plan, apelando a los motivos que —creía— podían resultar más convincentes a cada uno. Hasta que, finalmente, Vladimiro se ofreció voluntario para poner su granito de arena en la «lucha contra el imperialismo». El negro no quería ni oír hablar de acompañarles en la fuga, y eso que Padovani se lo ofreció con sinceridad porque pensaba que era un buen aliado. Pero lo único que realmente deseaba Vladimiro era volver a su cuerpo cuanto antes, y no abandonarlo nunca más.

    —Buena suerte.

    Esa fue su despedida. Padovani se sentó en el banco de madera del vestuario, al lado de Leidi. Mientras Ringo luchaba con las botas, Vladimiro y los demás formaron un grupo apretado, para sostener en el centro a los guardias inconscientes; entre gritos y burlas, salieron del vestuario en dirección al módulo de las celdas. Ringo terminó de vestirse y se dejó caer en el banco con un resoplido. Después sonrió a Leidi y le guiñó un ojo. Parecía haberse tranquilizado. Esperaron mientras las voces del grupo se alejaban. Padovani, cuyo verdadero cuerpo apenas transpiraba bajo los rigores del sol tropical, se tuvo que secar el sudor de las manos.

    —Vamos ya.

    Flanquearon a Leidi hasta las escaleras, como si la escoltaran de regreso a su celda. Subieron juntos al segundo piso y entraron sin llamar en el despacho de la directora. El indio tenía pensado ser el primero en hablar, pero Ringo se le adelantó. Abalanzándose sobre la mesa, sacó la pistola y apretó el cañón contra la mejilla de la mujer.

    —Haz lo que digamos o te mato.

    Ni el más mínimo temblor en la voz, ni el más pequeño titubeo. Padovani estaba impresionado. La directora también, aunque por otros motivos. Parecía que los ojos se le iban a escapar rodando. Movió ligeramente la mano hacia la mesa, y Ringo le clavó con más fuerza la pistola en la cara. Ella se quedó paralizada.

    —Muy bien. Ahora se supone que usted va a comprender, así de repente, que Leidi estaría mucho mejor en el pabellón de las mujeres.

    La directora miró hacia Leidi, que permanecía con su corpachón apoyado en la puerta del despacho, como si quisiera impedir la entrada de alguien.

    —Prepare todo lo que haga falta para que podamos trasladarla —añadió Padovani—. No intente engañarnos. Usted vendrá con nosotros.

    Ringo retiró un poco la pistola. La directora respiró hondo.

    —Esto es absurdo, no… —comenzó a decir.

    La pistola cayó sobre su mandíbula con la fuerza necesaria para dejar medio talado un árbol. La cabeza de la mujer cayó hacia un lado, y Padovani sintió una punzada en el estómago. Hizo un gesto de muda desesperación a Ringo. Si dejaban inconsciente a la directora, o algo peor, no les serviría de nada.

    Había una botella con agua en la mesa. Se la echó por encima y la directora murmuró algo incomprensible. La zarandeó hasta que volvió a abrir los ojos. El indio asumió el papel de poli bueno que le correspondía después de la actuación de Ringo.

    —Por favor, señora. Haga lo que le decimos. No queremos hacerle daño.

    La directora cerró los ojos y negó con la cabeza.

    —No os va a servir de nada… La policía de red…

    Padovani frenó con el brazo a su compañero, que parecía querer rematar el trabajo con otro golpe. Después obligó a la directora a mirarle a los ojos, y le habló con toda la calma que pudo.

    —Señora, no voy a volver a mi país, pase lo que pase. Usted no puede amenazarme con nada que sea peor que eso —hizo una pausa—. ¿Comprende bien lo que le estoy diciendo? No voy a rendirme.

    Tras un instante eterno, la directora hizo un gesto afirmativo. Entonces Padovani se dio cuenta de que su corazón llevaba un buen rato galopando desbocado. Le pareció sentir un hormigueo en el brazo. Intentó concentrarse en respirar más despacio, hasta que sus latidos se calmaron. Todavía quedaba lo más difícil.

    — ¿Cómo te apellidas? —le preguntó a Leidi.

    El rostro del hombretón, que seguía junto a la puerta, estaba encendido por el rubor. Se señaló a sí misma con su mano regordeta.

    — ¿Yo?

    Padovani asintió.

    — ¿Cuál es tu nombre? Leidi, y qué más.
    —Leidi —dijo ella, y tardó un instante en añadir—: Leidi Zorzano.

    Padovani se giró hacia la directora.

    — ¿Puede usted confirmar que es una mujer?

    Ringo volvió a amenazarla con la pistola narcotizante.

    —Dale. Haz lo que te dice el viejo.

    La mujer se encogió en la silla y dijo que lo haría. Bajo la atenta mirada de los dos hombres disfrazados de carceleros, buscó en su ordenador la ficha de Leidi y les mostró la foto. No podía ser más diferente a su actual aspecto, pensó Padovani. Comparó la sonrisa de la mujer joven y bellísima, cuya imagen veía, con la mueca de estupor del hombre que estaba medio derrumbado sobre la puerta.

    —Imprima el contenido de la ficha —ordenó Ringo—. Y busque también los datos de su intercambio. Del hombre que está en Venezuela.

    La directora buceó un poco más en la base de datos de FarmaCom. Apareció en la pantalla la fotografía del hombretón. Padovani se acercó un poco más para leer su nombre: Philip S. Abramov. No le sonaba de nada.

    Cuando la directora hubo terminado de imprimir los expedientes, Ringo le ordenó que firmara las hojas y las sellara. Después le arrebató la documentación de las manos y se la metió dentro del uniforme, como si fuera comida que acababa de robar en el supermercado, sin que el indio tuviera tiempo ni de echarle un vistazo. A Padovani le molestó su actitud, pero no había tiempo para discutir. Le preguntó a la directora si necesitaban preparar algo más para justificar el traslado de Leidi al pabellón femenino. La mujer se levantó de la silla, buscó unas tarjetas de visita en la mesa y se las guardó en el bolsillo.

    —No hay nada que preparar. Ya había tomado la decisión de trasladarla esta mañana —miró a Leidi—. Siento mucho… las molestias de estos días. Aunque supongo que ya no tiene sentido decirlo.

    Los tres intercambiados permanecieron en silencio, observando a la directora mientras cruzaba el despacho con aire decidido. Leidi se apartó de la puerta. Antes de que nadie abriera, Padovani se adelantó y puso la mano en el pomo.

    —Un momento —se volvió hacia Ringo—. Enfunda el arma.

    Su compañero le obedeció. Volvió a examinar al grupo y, cuando terminó, abrió la puerta.

    —Las damas primero.

    La directora pareció dudar. Leidi le hizo atravesar el umbral de un empujón.


    VII


    Todo el mundo les franqueaba el paso. Debía ser cierto que ya habían tomado la decisión de trasladar a Leidi al pabellón de mujeres. Ella suscitaba algunas miradas de curiosidad, pero nadie reparaba dos veces en los guardias que la escoltaban. Por fin, atravesaron las puertas del edificio y salieron al patio común. El sol les cegó unos segundos, hasta que se acostumbraron a él. ¿Y ahora qué?, se preguntó el indio.

    Ringo se acercó a la directora para obligarla a cambiar de dirección.

    —Mejor vamos por allí.

    Señaló una camioneta de reparto. No parecía mala idea. Padovani tocó el brazo de Leidi para indicarle el nuevo rumbo. Pronto pudieron distinguir el anuncio en el lateral de la camioneta: «Grupo norteños. Carne excelente». Padovani se detuvo en seco. Había visto movimiento en la cabina del conductor. No estaba vacía. El chófer de la camioneta bajó sin mirarles, como si no existieran, y corrió a abrirles la puerta del compartimento de carga. El vello rubio de la piel del indio se erizó. Miró hacia Ringo. Al ver la cara de su compinche, comprendió que este había planeado el resto de la fuga sin contar con él.

    —Vosotros id dentro, con ella —Ringo señaló a la directora—. Yo iré delante.

    El indio echó un vistazo alrededor. El patio estaba desierto. Los guardias de la puerta exterior no parecían atentos, a no ser que tuvieran ojos en la nuca. Había que aprovechar la situación que se le presentaba para huir; ya tendría tiempo de preocuparse por los planes secretos de Ringo.

    Agarró a la directora por el brazo y la obligó a entrar en el compartimento de carga. Después ayudó a Leidi y subió detrás de ella. Cerró por dentro. Dio un par de golpes en la parte que les separaba de la cabina. La camioneta no tardó en arrancar.

    Después de acomodarse como pudieron en el suelo, Padovani sacó la pistola.

    —No se le ocurra gritar.

    La directora agachó la cabeza. El indio echó un vistazo al compartimento. Ni rastro de reses muertas. Leidi tenía cercos de transpiración debajo de las axilas, y respiraba con la boca abierta, subiendo y bajando el pecho. Ninguno de ellos parecía «carne excelente», pero quizás los llevaban al matadero de todos modos.

    La camioneta se detuvo. Se escucharon los sonidos amortiguados de una conversación. Reanudaron la marcha. Ruido de tráfico. Debían de haber salido del recinto. Padovani se dio cuenta de que le dolía la mano de apretar tan fuerte la culata de su pistola. La directora levantó la mirada.

    —Ya queda poco. No se preocupe.

    Se felicitó en su fuero interno porque había sonado convincente, incluso aunque él mismo estaba bastante nervioso. El corazón volvía a salírsele del pecho. Respiró hondo y trató de relajarse. Permanecieron callados el resto del viaje hasta que la camioneta volvió a detenerse. Escucharon cómo se abrían y cerraban las puertas de la cabina del

    conductor. Padovani estaba atento a los sonidos así que la directora le pilló por sorpresa. Se abalanzó sobre él. Pero sólo quería decirle algo.

    —Comprendo lo que estás haciendo, pero es un error… Ringo no es quien tú crees. Su enemigo es FarmaCom y lo que te pase a ti no le importa. Regresa al centro y hablaremos, no habrá represalias.

    La mujer le deslizó una tarjeta en el bolsillo de su uniforme. Padovani no tuvo tiempo de reaccionar. Miró a Leidi; ella lo había visto todo, incluida la tarjeta. La puerta del compartimento se abrió, y Ringo asomó su rostro sonriente. Ya no vestía el uniforme de carcelero sino un traje. Lanzó un montón de ropa al interior.

    —Seguimos a pie, viejo. Poneos eso.

    Si algo estaba claro, pensó el indio, era que a Ringo no le había hecho falta su ayuda para escaparse de la guardería. Entonces tenía que ser otra cosa lo que necesitaba de él y Padovani empezaba a sospechar de qué se trataba. Sacó la tarjeta del bolsillo y la palpó. En aquel fino cartoncito podían haber escondido un localizador nanoscópico. Hoy en día los introducían en cualquier parte. De ser así, el gesto y las palabras de la directora no serían otra cosa que una trampa, un ardid para que desconfiara de su compañero. Hizo lo que creyó más prudente: se demoró un segundo en leer el número de teléfono y después rompió la tarjeta y arrojó los pedazos.

    —Antes que regresar a mi país soy capaz de cualquier cosa.

    Esperaba que Ringo y aquella mujer interpretaran el mensaje de un modo diferente.


    VIII


    El chófer de la camioneta entregó a Ringo un teléfono móvil y le dio algunas instrucciones. Padovani no pudo distinguir claramente sus palabras, pero le pareció que el conductor le estaba queriendo hacer entender la urgencia de que hiciera alguna cosa que no logró discernir. Ringo parecía tomárselo a broma, como si las prisas no fueran con él. Sacó del interior de su chaqueta los papeles que la directora le había firmado y se los enseñó al chófer. Este quiso examinarlos, pero Ringo no los soltó. Dejó que el otro los viera brevemente y volvió a guardárselos.

    Después de un rato de discusión, el chófer regresó a la cabina del vehículo. La camioneta de los Norteños se alejó a toda velocidad, con la directora como única carga. Padovani pensó que era mejor no preguntar a dónde la llevaban. Echó un vistazo a ambos lados de la calle. Estaban en una urbanización de casas bajas, rodeadas de jardines. No se veía un alma.

    La ropa que le había dado Ringo era de su talla. Se sujetó la pistola narcotizante en la parte de atrás del pantalón.

    —Dentro de la chaqueta tienes dinero —le dijo Ringo—. ¿Hace falta más? Te lo puedo conseguir.

    El indio encontró un fajo de billetes de cien euros en el bolsillo interior; pensó en las fichas amarillas del parchís. Ringo lo tenía todo previsto y no iba a resultar fácil darle esquinazo. Sopesó el fajo, fingió que contaba el dinero, y después dijo que había suficiente. Necesitaba mucho menos para encontrar a Terry. Pero era agradable contar con un excedente para otros gastos.

    Leidi también parecía cómoda con su nueva vestimenta, un traje hecho a medida, de chaqueta cruzada, con el que habría podido conseguir fácilmente un papel en una película barata de mafiosos. Padovani le tendió la mano e intentó repetir la misma despedida que le había brindado al negro Vladimiro.

    —Buena suerte.

    Leidi no hizo amago de devolverle el saludo. Fue Ringo el que habló.

    — ¿Qué sucede?

    Padovani no tenía muchas ganas de averiguar si el bulto que se marcaba en la chaqueta de Ringo escondía algo más peligroso que la pistola narcotizante del guardia. Pero no siempre se hace lo que uno quiere. Echó un vistazo rápido hacia atrás. El final de la calle quedaba muy lejos.

    —Nada. Aquí nos separamos. Os deseo mucha suerte.
    — ¿Por qué tanta prisa? —Ringo sonrió—. ¿Tienes algo que hacer?

    El indio volvió a evaluar a los dos hombres que tenía delante. En realidad, Leidi era una mujer —si la ficha que habían visto en el despacho de la directora no mentía—, pero en cualquier caso no dejaba de ser una persona bastante corpulenta. Parecía poco probable que pudiera alcanzarle si salía corriendo. Pero Ringo iba armado. Decidió devolver la sonrisa y responder con una pregunta.

    — ¿Qué me sugie…?

    Ringo desenfundó antes de que la última sílaba saliera de su boca, se acercó a él y le quitó el arma del guardia. Después volvió junto a Leidi y se la entregó. Ambos le apuntaron.

    —Sugiero que vayamos a ver a ese amigo tuyo del que me hablaste.

    Padovani apretó los puños. El indio conocía a muchos miembros de organizaciones armadas, de inspiración o estética marxista, que acudían de todas partes del mundo para entrenarse en su país en los viejos tiempos revolucionarios. El amigo al que se refería Ringo era un contacto de aquella época, que actualmente se hacía llamar Terry. Antes de firmar el contrato con FarmaCom, le había enviado un mensaje para averiguar si, llegado el momento, podría ayudarle a desaparecer con su nuevo cuerpo, sin dejar un rastro que pudiera seguir la Europol. No sabía hasta qué punto Terry seguía relacionado con Dientefijo, pero tuvo que arriesgarse. La respuesta tardó un mes en llegar: «Si consigues escapar de la guardería, búscame». Venía acompañada de las instrucciones necesarias para encontrarle. Terry no se las habría dado a cualquiera. Esa debía ser la única razón por la que Ringo le necesitaba. Para llegar hasta Terry.

    —No tienes nada que temer —continuó Ringo—. Sabemos quién es tu amigo, su relación con grupos antisistema… Estamos en el mismo lado. Sólo queremos pasarle una información.
    — ¿De qué se trata?

    Ringo y Leidi se miraron durante un segundo. Si hubo algún intercambio de gestos entre ellos, Padovani no alcanzó a descubrirlo.

    —Digamos que tu amigo estará encantado de conocer a Leidi. Ya lo comprobarás cuando le veamos.

    Padovani asintió. Aquello podía ser cierto o no, pero le daba lo mismo. No iba a dejar que le utilizaran dos veces.

    —Está bien.

    Le explicó a Ringo que, para encontrar a Terry, primero debían ir a un parque muy grande que se llamaba algo así como «El Respiro».

    —Será «El Retiro», viejo.

    El indio tomó buena nota de que Ringo conocía la ciudad. Estaban bastante lejos para ir andando, pero no dijo nada. Se limitó a caminar delante de ellos, obediente, deteniéndose en cada cruce para pedirle a Ringo nuevas indicaciones. Iban a un paso tranquilo; si el chófer le había metido alguna prisa a Ringo, este no parecía estar haciéndole mucho caso. Leidi resoplaba por el esfuerzo de mover el corpachón de su cliente. Padovani sentía otra vez los latidos irregulares en el pecho, pero como no iban muy deprisa no se encontraba fatigado.

    Cuando por fin divisaron la verja del Retiro, Ringo le preguntó por dónde debían entrar y él se detuvo a pensar. Señaló un pasadizo subterráneo que cruzaba la calle y se adentraba en el parque. Ringo le ordenó que fuera despacio, y al mismo tiempo le hizo un gesto de advertencia, señalándose el interior de la chaqueta.

    Entraron en el pasadizo subterráneo. Olía a orines. Padovani titubeó. Podía ser el último momento para echar a correr. Se imaginó atravesando el túnel, a contraluz, y recibiendo un tiro fácil por la espalda. Es difícil especular cuando es tu vida lo que se cotiza. Decidió esperar un poco más. Salieron al exterior. Padovani iba unos pasos por delante y enseguida se fijó en el grupo del banco. Tres estaban sentados y el resto de pie, alrededor. Eran negros, probablemente subsaharianos ilegales, y llevaban gafas de sol a pesar de que la sombra de un enorme sauce les cubría. Uno de los que estaban sentados hizo un gesto, restregándose los dedos con el pulgar. Padovani interpretó que le estaba ofreciendo droga. Asintió levemente, esperando que Ringo no se diera cuenta.

    El negro se levantó del banco y caminó despacio hacia él. Padovani se giró y estudió la situación. Leidi boqueaba en busca de aire, apoyada todavía en la pared del pasadizo. Estaba fuera de combate. El indio sintió un pinchazo en el pecho. Se le estaba acelerando el pulso.

    —Voy a hablar con el moreno —le susurró a Ringo—. Él nos llevará hasta Terry. Vigila por si acaso.

    Ringo asintió. Toda su atención parecía puesta en el camello que se acercaba y en el grupo de compañeros que les miraban desde el banco. Padovani sonrió al negro y le ofreció la mano. Cuando este se la estrechó, tiró de él con fuerza.

    — ¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Me vendiste mierda!

    Enredó su pierna con las del camello y le empujó hasta caer con él. Rodaron juntos por la arena, abrazados. El otro tenía más fuerza; Padovani no pudo contenerle mucho tiempo y pasó a cubrirse la cara para evitar sus golpes. Sintió que le levantaban en volandas y le daban puñetazos en el estómago. Ringo sacó el arma y empezó a gritar que lo soltaran, mientras iba apuntando la pistola de uno a otro. Padovani aprovechó para dar la voz de alarma.

    — ¡Policía!

    Los negros le soltaron y todo el mundo, incluido él, empezó a correr hacia el banco. El indio saltó por encima del asiento para ocultarse cuanto antes entre los árboles. Los camellos no tardaron en adelantarle. Trató de seguirlos, porque se imaginaba que le conducirían hasta alguna salida; debían estar muy acostumbrados a huir de la policía. Pero eran más veloces que él y les perdió la pista. Se detuvo en un claro, junto a la verja del parque. Miró hacia atrás y no vio a Ringo, pero le pareció escuchar el vozarrón de Leidi.

    Se quitó la chaqueta y, protegiéndose las manos con la tela, trepó por los barrotes de la valla. El pecho le iba a estallar. Con gran esfuerzo enrolló la chaqueta alrededor de la punta de lanza, para no clavársela mientras pasaba por encima. Se descolgó hacia el otro lado y saltó a la calle.

    Permaneció en cuclillas, escondido contra el murete, para recuperar el aliento y que la cabeza dejara de darle vueltas. Le pareció que las palpitaciones del pecho eran cada vez más irregulares.

    Echó a andar hacia la Puerta de Alcalá, en mangas de camisa. Todavía respiraba con dificultad, pero no podía demorarse. Nadie le seguía. Pensó en subir a un taxi que estaba estacionado cerca de Cibeles, y se dio cuenta de que había olvidado el dinero dentro de la chaqueta, colgada en la verja.

    —Mierda.

    Se detuvo un momento a pensar. No necesitaba tanto dinero. Podía prescindir del fajo de billetes. Seguro que no le costaría robarle la cartera a un turista —a uno de esos «anticuados viajeros analógicos que todavía utilizan aviones», según la terminología despectiva de los anuncios de FarmaCom— en la Puerta del Sol. Pero no quería tentar a la suerte y que le detuviera la policía. Miró de nuevo hacia el trecho de calle que había dejado atrás. No se veía a Ringo, ni a Leidi, por ningún lado. Estarían buscándole dentro del parque. Con un poco de cuidado, podría regresar sin que le vieran y recuperar la chaqueta. Decidió intentarlo al menos, con los sentidos alerta y los reflejos a punto para salir corriendo. Nunca había sido más rápido que las balas, pero llegar a viejo con una biografía como la suya debía significar algo.

    Dio la vuelta y se situó detrás de un edificio, desde donde podía observar, sin ser visto, el lugar por donde había escapado del Retiro. Se pegó a la pared y asomó la cabeza. Una mujer que paseaba a su perro se asustó al verle. Pero eso a Padovani le daba igual. Lo que le preocupaba era que había visto a Ringo dentro del parque, justo debajo de su chaqueta. Se ocultó rápidamente.

    No me ha visto, pensó. Asomó de nuevo la mínima cantidad posible de cabeza que le permitía escudriñar a su enemigo. Ringo hablaba por el móvil que le había dado el chófer de Norteños. Gesticulaba mucho, y de vez en cuando señalaba la chaqueta, que permanecía enrollada en la punta de lanza. Aun desde tan lejos se podía percibir su enfado. En cambio era imposible adivinar el estado de ánimo de Leidi, que aguardaba a su lado, porque no hacía nada, salvo secarse el sudor. Pero de pronto se cayó de bruces al suelo.

    —Coño.

    Había sido un desmayo fulminante. Padovani atendió a la reacción de Ringo, que fue rapidísima. El murete de la verja no le dejaba ver bien, pero se intuía que estaba tratando de reanimar a Leidi en el suelo. Tal vez le hizo un boca a boca, o un masaje cardíaco, o las dos cosas. Fuera lo que fuera, después de un minuto, Leidi volvió a ponerse en pie con su ayuda. Y entonces el hombretón comenzó a golpear a Ringo.

    El indio se estremeció. Sentía el mismo desconcierto que se reflejaba en la cara del propio Ringo. Leidi le tenía agarrado por el cuello y trataba de derribarle al suelo. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? A Padovani se le pasó por la imaginación una idea terrible: aquel corpachón ya no contenía a Leidi. ¿Pero cómo era posible? ¿Cuándo había tomado la pastilla de vaciado? ¿Quién se la había dado? Repasó mentalmente las últimas horas, aterrorizado. Estaba seguro de no haber tomado nada.

    Ringo se liberó de los brazos de Leidi —o de quien fuera— y echó a correr, huyendo de aquel enfrentamiento. El hombretón debió de comprender enseguida que no iba a poder alcanzarlo, porque ni siquiera lo intentó. Padovani le observó apoyarse contra la verja. Con cada respiración le temblaba el cuerpo. Cuando por fin recuperó el aliento, se tanteó la ropa, y encontró la pistola narcotizante. Con ella en la mano, fue tras los pasos de Ringo. La chaqueta con el dinero seguía en el mismo sitio. El indio esperó un poco más, por si acaso alguno de los dos volvía. No apareció nadie.

    La impaciencia le impidió esperar más. No quería tener que pelearse con cualquier ladronzuelo por la americana. Cruzó la calle y trepó por los barrotes. Llegó lo más arriba que pudo, estiró los dedos, y atrapó una manga de la chaqueta. Tironeó de ella hasta que consiguió desprenderla.

    Se dejó caer al suelo con su botín. Estaba exhausto. El forro de la chaqueta se había desgarrado un poco, pero el dinero seguía en el bolsillo. Apoyándose en el murete, Padovani se levantó. Aguantó derecho hasta que pasó el mareo. Se puso la chaqueta. Tenía que encontrar a Terry cuanto antes. Le preocupaba lo que le había ocurrido a Leidi. Él no iba a ser tan tonto como para tomar ninguna pastilla, pero… ¿era eso lo que había pasado?

    Escuchó un ruido de voces. Al otro lado de la calle, unos negros, a los que reconoció al instante, le acababan de ver. Se lanzaron hacia él, en una actitud que no presagiaba deseos de amistad. Padovani dedujo que el truco de gritar «policía» no le iba a funcionar más con aquel público. Salió corriendo, en la dirección que llevaba a la Gran Vía, con la esperanza de que la presencia de más gente disuadiera a los africanos. Antes le habían alcanzado con demasiada facilidad. No sabía cuánta velocidad era capaz de alcanzar —y mantener— el cuerpo de su cliente. Iba a averiguarlo enseguida.


    IX


    Entró en la floristería jadeando. El tendero le echó un vistazo, deteniéndose en los faldones de su camisa. Padovani la remetió dentro de los pantalones, se secó el sudor de la frente, y con voz temblorosa pidió trece rosas. El florista dejó de prestar atención a su ropa.

    — ¿De qué color las quiere?

    El indio apoyó una mano en el mostrador y tragó saliva antes de contestar. El ambiente estaba muy cargado por el olor de las flores.

    —Grises… como una losa de piedra.

    Sacó el último billete de cien euros del bolsillo de la camisa. El resto los había tirado al aire mientras corría, para entretener a sus perseguidores. También se había deshecho de la chaqueta.

    — ¿Podría cambiarme este billete? —hizo una pausa para respirar y tocarse el pecho—. No he podido conseguir cambio. Por favor.

    Le pareció que era una petición razonable, pero temió que el tendero no quisiera ayudarle. Se sentía como el alumno que sabe de memoria todo el temario, a excepción de la pregunta que cayó en el examen. Miró al hombre que estaba al otro lado del mostrador, cuya apariencia física era más bien de tallo endeble. El florista tomó el billete con aire cansino, lo introdujo en la caja registradora, y le devolvió al indio su cambio, incluyendo todas las monedas necesarias. Padovani juntó con avidez los billetes y las monedas, tiró al suelo lo que no le hacía falta, y depositó encima del mostrador diecisiete euros con ochenta y nueve céntimos. Ese era el código exacto para contactar con Terry: uno, siete, ocho, nueve. Seguramente habría otros muchos. Pero la Revolución Francesa le correspondía a su antiguo camarada.

    Vio al encargado de la floristería contar el dinero.

    —Tendrá que esperar un poco —dijo el hombre—. Puede sentarse en aquella silla.

    Padovani cerró los ojos y se desplomó contra el suelo.

    Soñó que tenía el cuello metido en el cepo de una guillotina. Recuperó la consciencia, atado de pies y manos a un sillón de dentista. Veía doble. Trató de enfocar la vista en la correa que sujetaba su brazo derecho. Forcejeó con ella. Después se dio cuenta de que no estaba solo. Un hombre, vestido con bata verde de cirujano, parecía empeñado en revolver toda clase de objetos metálicos punzantes, que repiqueteaban sobre la bandeja de una mesa auxiliar. Tardó unos segundos en reconocerlo. Tenía el pelo blanco, escaso, y despeinado, llevaba gafas, y estaba bastante más gordo. Los años habían cambiado su cuerpo. Pero no tanto como a mí, pensó Padovani.

    —Terry.
    — ¿Quién eres?
    —Soy yo… —tenía la lengua dormida, como anestesiada—. El indio Padovani.

    Terry le acercó un vaso de plástico hasta la boca, y él se bebió el líquido de un trago. Había pensado que sería agua, pero tenía un regusto amargo. Cerró los ojos y suspiró.

    —Creía que ya te habían intercambiado de regreso. Por eso te até a la silla.

    Al indio le costaba mantener los ojos abiertos.

    — ¿Pueden hacerlo sin que me tome la pastilla de vaciado? Desátame, por favor.

    Terry regresó junto a la mesita y dejó en ella el vaso de plástico.

    —La pastilla de vaciado es un cuento chino de FarmaCom… Ellos necesitan hacer creer a la Comisión Europea que su química es necesaria, pero el hardware IPv12 puede hacer todo el trabajo. Hace años que lo sabemos. La Europol también lo sabe. De hecho, nos enteramos gracias a ellos, aunque esa es otra historia.

    Eso explicaba lo de Leidi.

    —Han intercambiado a alguien que se fugó conmigo. Trajeron al cliente de vuelta, sin necesidad de pastilla…
    — ¿Al cliente? —Terry negó con la cabeza—. No creo que eso fuera lo que sucedió. Cuando escapasteis de la guardería, FarmaCom perdió el control sobre vosotros, lo cual es bueno, pero tiene una parte negativa: la policía de red toma el mando. Se supone que tienen que pedir una orden judicial para desalojar un cuerpo, pero en la práctica hacen lo que les da la gana. Tienen gente preparada para este tipo de intercambios. Tu amigo estará ahora dentro del cuerpo de un funcionario de la Europol, y probablemente lo estarán interrogando en este mismo instante.
    — ¿Y entonces el cliente…?
    —El cliente ni se habrá enterado. Seguirá tan tranquilo con sus vacaciones, y luego volverá a su cuerpo, intercambiando su mente por la del funcionario que ahora lo ocupa, sin enterarse de nada. Es una carambola a tres bandas.

    Padovani se sentía tan desinflado que se extrañó que las correas que lo sujetaban no le quedaran grandes. No comprendía por qué Terry no le soltaba, y tampoco tenía fuerzas para insistir. Pero sí para hacer una nueva pregunta.

    — ¿Por qué no me han intercambiado también a mí?
    —No tengo ni idea. Tendrán alguna razón. Pero no dudes de que lo harán en el momento oportuno, sin que puedas evitarlo. A no ser… —agarró unas tenacillas largas de la mesita y sonrió— que antes consiga ponerte el inhibidor. Por eso ahora conviene que dejes de protestar y sigas atado.

    Padovani se espabiló de golpe. Las tenacillas sujetaban en su extremo una especie de araña metálica diminuta.

    — ¿Qué vas a hacer con eso?
    —Hurgarte hasta el fondo de la nariz. Tranquilo, te he dado un anestésico disuelto en el agua.
    —Una pastilla…

    Terry se rio.

    —Confía en mí. No estoy a sueldo de FarmaCom. —Se rascó la cabeza con la mano libre—. Aunque reconozco que la droga se la compré a ellos… Pero no es una pastilla de vaciado. O igual sí, no puedo saberlo… Bueno, qué más da. Es sólo para evitarte el dolor. Quédate quieto.

    Padovani no podía creer que hubiera sido tan descuidado. A la primera oportunidad, habían conseguido drogarle. Justo lo que se había propuesto evitar desde que llegó a Europa. Sintió un dolor en el pecho. El corazón se le estaba acelerando de nuevo, y en su loca carrera se saltaba un latido de cada tres. Terry decía que no estaba a sueldo de FarmaCom, pero podía trabajar para Dientefijo.

    — ¿Sigues en contacto con los viejos camaradas?
    —Hummm… no. Aunque leo las noticias. Últimamente os nombran mucho.

    Sonó un timbre. Terry se giró.

    —Mierda. Hay alguien en la puerta.

    Padovani estiró el cuello en la dirección que miraba Terry. Reconoció a Ringo en el pequeño monitor de circuito cerrado.

    —Es uno de los que se fugaron conmigo.
    —¿Te ha seguido?
    —¡No! —Padovani estaba empapado de sudor y el pecho le ardía—. Me dijo… Me dijo que quería pasarte una información. No sé cómo nos ha encontrado…
    —Te ha seguido. No me gusta eso. Acabemos de una vez.
    —Por favor…

    Dejó caer la cabeza en el sillón. La pastilla disuelta en el agua le estaba causando muy mal efecto. Nunca había sufrido un ataque al corazón y no tenía con qué comparar aquel dolor, así que no sabía si le quedaba tiempo para anunciar que se moría, ni si merecía la pena hacerlo. Necesitaba el inhibidor, o la policía le encontraría y eso sería igualmente la muerte. Si todo era una trampa de Dientefijo, ahora Terry se lo diría. Querrían que él lo supiera, que comprendiera quién le estaba matando y por qué. Pero Terry no parecía saber más que él sobre lo que le estaba sucediendo.

    — ¿Qué te pasa?
    —El brazo… —señaló con la cabeza hacia la izquierda.
    — ¿Tienes problemas cardíacos? —Terry se tocó las gafas y echó otra mirada al monitor, donde la imagen de Ringo seguía esperando—. No lo sabes, claro. La verdad es que yo tampoco me he leído el prospecto del anestésico. Espero que no tenga contraindicaciones.

    «Sería una putada», añadió por lo bajo. El timbre volvió a sonar. Terry sujetaba las tenacillas a medio camino de la nariz de Padovani.

    —Acaba ya —suplicó el indio.
    —Estoy pensando que si a ese tipo —señaló al monitor— tampoco le han intercambiado… A lo mejor es un policía de red infiltrado en la guardería. Suelen hacer esas cosas… Claro, por eso quería encontrarme —empezó a jadear—. Estamos bien jodidos.

    Padovani se ahogaba. El dolor del pecho y del brazo era insoportable.

    —Date prisa…

    Las manos de Terry temblaban. No acertó con el agujero de la nariz, y la arañita se le cayó al suelo. Ni siquiera intentó buscarla.

    — ¡No puedo hacerlo! Tengo que largarme. Lo siento.

    Arrojó las tenacillas a la mesa. Padovani gritó.

    —Escucha…

    Terry no esperó a que terminara y salió corriendo de la habitación, dejándole atado a la silla. De no haberse marchado, el indio quizás le habría podido dedicar a su antiguo camarada algún epíteto, no demasiado elaborado, pero sí muy sincero, acerca de su madre. También querría haberle señalado la incoherencia de sus hipótesis: suponiendo que Ringo fuera policía, y la persona que había entrado en el cuerpo de Leidi también… ¿por qué demonios se habían enfrentado en el Retiro? Todo eso podría haber dicho, si hubiera tenido aliento para hacerlo y alguien que le escuchara. No era el caso.

    Intentó toser con fuerza, ya que había leído que es lo que debe hacerse en caso de infarto, cuando nadie puede ayudarte. De pronto algo empezó a zumbar en su cráneo. Apretó los dientes. El timbre de la calle volvió a sonar, pero él ya no estaba allí para escucharlo.


    X


    Seguía atado de manos, pero ahora estaba tumbado en una cama. Por el rabillo del ojo percibió una sombra que se movía a su derecha. Giró la cabeza en esa dirección y se encontró mirando a los ojos de un viejo conocido. Un segundo después, silencioso como un fantasma al que acaban de asustar, el hombre se escabullía de la habitación y cerraba la puerta.

    Desató con facilidad las ligaduras que sujetaban sus muñecas al cabecero. Habían utilizado un pañuelo de tacto sedoso para inmovilizarle. Se incorporó en la cama. A su lado había una mujer desnuda, de cuerpo esbelto y moreno, larga melena negra, tumbada boca abajo. Parecía dormida.

    Él también estaba desnudo. Incluso un poco más, de cintura para abajo. Su vista se detuvo en el pene erecto, que señalaba hacia el techo sin titubeos. No había pasado tanto tiempo fuera como para no reconocer su propia polla. Aunque hacía muchos años que no la veía tan tiesa. Su cliente debía haber aprovechado la ausencia de problemas cardíacos y seguramente se había tomado alguna pastilla para conseguir aquel prodigioso efecto. También debía influir la calidad de la compañía, y su experiencia jugando con pañuelos de seda.

    Padovani suspiró. Estaba de vuelta. Aquello parecía la habitación de un hotel; era más grande que muchas de las casas en las que había vivido de niño.

    Escuchó ruido de carreras en el pasillo. Llamaron a la puerta.

    — ¡Policía!

    «Mierda», pensó. Aquella voz le sonaba. Se levantó de la cama y corrió hacia la ventana. El cristal no se podía abrir. Volvieron a aporrear la puerta. Miró hacia la cama. La muchacha del pelo largo seguía dormida, a pesar del ruido. Padovani tragó saliva. Se dio cuenta de que estaba muerta.

    Doble mierda.

    — ¡Abre la puerta o la echamos abajo, indio!

    Ese es Mendoza, se dijo. Aprovechó los pocos segundos que tenía, antes de que tiraran la puerta, para sacar una toalla del cuarto de baño y taparse la erección. Ya que no podía escapar, al menos se rendiría con algo de dignidad. Mendoza y Salinas derribaron la puerta y entraron al mismo tiempo, con las pistolas desenfundadas y apuntándole.

    Quiso recibirles con algún comentario irónico, para estar a la altura de su reputación, pero no le dejaron ni abrir la boca. Mendoza le atizó un culatazo en la mandíbula que lo envió directo a besar el suelo.

    —Hijo de la gran puta… ¿Qué le has hecho a Verónica? ¡Te voy a matar!

    Esa era la voz de Salinas, que solía ser el más razonable de los dos. Padovani hizo un esfuerzo por articular de nuevo la mandíbula, para poder alegar algo en su defensa antes de que le descuartizaran.

    —Yo no he sido. Acabo de llegar.

    Los dos policías ya le habían levantado, agarrándole por los brazos, y se disponían a patearle el alma cuando una lucecita se encendió en el cerebro del indio.

    — ¡Ha sido Ruggeri!

    Salinas le dio un manotazo en la cara y preguntó: « ¿Ese quién es?». Mendoza añadió «responde», y le propinó otra bofetada.

    —El abogado de Dientefijo… el de los tirantes. Le he visto irse de la habitación, justo cuando he llegado.

    Los policías le dejaron caer al suelo, seguramente por si quería besarlo de nuevo. Se quedó hecho un ovillo, con los sentidos alerta. Había dicho la verdad, pero si no le creían estaba dispuesto a vender cara su piel. Intentaría morderle la tibia a uno de ellos y patearle los huevos al otro. Aunque no parecía que fueran a atacarle por el momento. Mendoza y Salinas se miraban con una expresión cargada, ya que no de inteligencia, al menos sí de malicia.

    —El espagueti maricón… Nos hemos cruzado con él.
    —Y parecía nervioso. Creo que el pichafloja dice la verdad.
    —Verás cuando se entere Willy Jota. ¿Pero por qué lo habrá hecho?
    —Querría que nos cargáramos al indio —Mendoza miró hacia abajo—. Ganas no me faltan.
    —Pues te las aguantas. No vayamos ahora a joderlo todo.

    «Pichafloja» pensó el indio. Al parecer, durante su ausencia, le habían cambiado el mote. Cabrones.

    — ¿Puedo irme ya? —preguntó.

    Los policías se rieron. Al menos no se llevó más golpes.


    XI


    Debía admitir que el crimen tenía una buena escena: acostado con una chica cuyo cuello estaba recién partido, y la policía a punto de entrar. Ruggeri le había preparado el escenario, pero dudaba de que fuera el único director de la obra. La sincronización del abogado con la persona, o personas, que le habían intercambiado de vuelta había sido casi perfecta. El «casi» era lo que le permitía contarlo. Que él supiera, sólo FarmaCom o la Europol podían haberle hecho regresar. Así que Ruggeri tenía relación con alguna de esas dos organizaciones. ¿Qué pintaba Dientefijo en todo esto? Presentía que, ahora que estaba encerrado en la misma cárcel que su ex socio, lo iba a averiguar de un modo traumático.

    Su historial previo ya bastaba para condenarle a muerte —o, visto desde la perspectiva del régimen anterior, concederle una medalla— sin necesidad de añadir el asesinato de Verónica. Mientras estuvo en espera de juicio, en prisión preventiva, los días pasaron con la bendición de la soledad. Después del juicio le enviaron a una cárcel que estaba igual de sucia y abarrotada que cualquier otra del país; pero era obvio que no la habían elegido al azar.

    Aquello no era como la guardería de FarmaCom. Se aseaban una vez a la semana, ordenados por galerías, en un cuarto embaldosado hasta media pared, en el que había un par de grifos de agua congelada. Los parias experimentados se agrupaban en las esquinas y procuraban no llamar la atención. Pero siempre había alguno que todavía estaba aprendiendo.

    — ¡Soy inocente!

    Un cholo, bajito y patizambo, no dejaba de dar la matraca. Desde que había entrado en las duchas repetía la misma cantinela. Padovani miraba a aquel pobre infeliz. Intentaba adivinar cuánto faltaba para que alguien se hartara de él y le partiera la cabeza; mientras lo hacía, bajó la guardia. Alguien se le acercó por detrás. No se dio cuenta hasta que escuchó su voz, susurrándole al oído.

    —Pásate por la celda de Dientefijo, a las cuatro.

    Se le erizó el pelo de la nuca. El indio sintió aquella orden como una puñalada en los riñones. Sólo pudo contemplar la espalda del muchacho que le había transmitido el mensaje. Llevaba una camiseta interior de tirantes, y unos vaqueros de fondo bajo. No lo había visto venir. Soy un viejo ridículo, pensó, más que ese cholo aullador. De todos modos, era buena señal que Dientefijo quisiera hablar con él. No iba a matarle en su propia celda. Si tenía que suceder, sería en cualquier otra parte. Probablemente en las duchas.

    A las cuatro menos dos minutos, entró en la celda de Gonzalito Mendieta, alias Dientefijo. «Porque si te muerde no te suelta», recordó Padovani la aclaración, recibida muchos años atrás, casi milenios. Mejor no hacerle esperar. Se sentó en el catre que había frente al que ocupaba su antiguo jefe, camarada, socio, y, durante algún breve periodo de tiempo, tal vez seis o siete días en treinta años, amigo. Dientefijo sonrió, y el indio casi se atraganta al ver un diente de oro. Había pensado cuál sería la mejor manera de saludar a Mendieta, pero con la sorpresa se olvidó por completo.

    —Compadre… más fijo que nunca, el Dientefijo.
    — ¿Qué?
    —Que si mordiste un lingote.

    Dientefijó cerró la boca como el que deja caer una trampilla.

    —Se me cayó un diente. La edad no perdona. Me han dicho que a ti tampoco, que ya no hay peligro de que nazcan más indiecitos por el mundo.

    La carcajada descubrió de nuevo el oro de Dientefijo. Padovani no tenía ganas de reírse, ni de andar con rodeos.

    — ¿Qué quieres de mí?
    — ¿Qué quiero yo, puto? Me han dicho que andabas buscándome, que tenías que platicarme una cosa.
    —Eso es mentira.

    Dientefijo meneó la cabeza.

    —Mira, indio… Sé que estás esperando que dé el primer paso, y lo comprendo. —Quiso interrumpirle, pero Dientefijo le hizo un gesto—. No, está bien, déjame hablar. Lo tengo merecido. Ese cabronazo de Ruggeri me llenó la cabeza de embustes contra ti. Quería que yo mandara liquidarte, y así él podría controlar la organización sin que nadie le discutiera el mando, mientras me pudro aquí dentro. Sé lo que ocurrió en el hotel. Ruggeri debe tener contactos en la Agencia, es la única explicación. Averiguó lo que iba a suceder y quiso intentar que no llegaras vivo a la cárcel, que no pudieras hablar conmigo. Pero se le fue la mano con la apuesta, y va a pagarlo. Willy Jota andaba medio enamorado de la puta muerta.

    Padovani meneó la cabeza. Willy Jota estaba a sueldo de la CIA desde la época de los paramilitares y no se molestaba en ocultarlo. Era hasta cierto punto lógico que la Europol hubiera colaborado, trayéndole de vuelta. También resultaba más que probable que Ruggeri hubiese intentado aprovechar la oportunidad para quitarle de en medio. Lo que Padovani no llegaba a entender era por qué estaba pensando todo aquello dentro de la celda de Dientefijo.

    —Un muchacho con camiseta blanca, de tirantes, y pantalones caídos —dijo—. ¿Lo conoces?
    —Así visten todos aquí, viejo. Ni pizca de estilo.
    —Me dijo que viniera a verte a esta hora.

    Dientefijo resopló.

    —No sé nada de eso. Pero me alegro de que hayas venido.

    Padovani no comprendía nada, y eso era muy peligroso. Se removió en el catre, y al hacerlo su mano tocó algo duro, debajo de la manta.

    — ¿Qué es esto?
    — ¿El qué?

    Metió la mano debajo de la manta, y sacó el objeto. Era un cuchillo enorme. Dientefijo retrocedió en su colchón, hasta pegar la espalda contra la pared.

    —Hijo de puta.

    Padovani soltó el cuchillo encima de su catre.

    —Escucha… yo no…

    No pudo terminar la frase. El zumbido no le permitió hablar. Se frotó los ojos, y cuando volvió a mirar era de noche. Estaba sentado en la mesa de un restaurante. El mantel tenía manchas de vino y restos de una cena para dos. Había una velita encendida. Música suave de violín. Sentado al otro lado de la mesa, Ringo miraba la hora en su reloj. Después sonrió.

    —Creo que ya eres tú. ¿No es así, viejo?

    Padovani abrió la boca, pero enmudeció al verse las manos. Se las acercó a los ojos. Tenía los dedos finísimos… y las uñas de porcelana.


    XII


    Mientras hablaba, Ringo recorría el mantel con los dedos, juntando un rebaño de migas desperdigadas. El indio Padovani tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse en sus palabras, y apartar el resto de estímulos y sensaciones que reclamaban su atención. Como por ejemplo el roce del sujetador en la piel. Debía ser un sostén demasiado pequeño, y le apretaba las tetas. Sus propias tetas. Aquella experiencia era demencial. También se sentía un poco ebrio. Había copas en la mesa, apuradas hasta las heces. Interrumpió a Ringo con un gesto, para aclarar una duda.

    — ¿Este es… el cuerpo de Leidi?

    Tenía la lengua trabada por el alcohol.

    —Puedes estar seguro, viejo —respondió Ringo—. En estos días he llegado a conocerlo muy bien.

    Su risa llamó la atención de la mesa vecina. Padovani echó de menos sus puños, para poder partirle la cara. Intentó olvidar lo que sentía y centrarse en las explicaciones que estaba recibiendo. La cosa era más o menos así:

    El cliente de Leidi, el turista llamado Abramov que había querido pasar sus vacaciones en el cuerpo de una mulata venezolana, era el director de la Agencia Europea de Evaluación de los Medicamentos. La misma Agencia que —entre otras muchas cosas que afectaban de lleno al negocio de FarmaCom— regulaba el uso obligatorio de pastillas de vaciado para los intercambios. A los dueños de la multinacional les gustaba organizar viajes de placer, e invitar a ellos a sus amigos y colaboradores. Estos viajes eran vox populi, pero se llevaban a cabo de un modo tan discreto que, cualquiera, incluso uno de los políticos más conocidos de Bruselas, podía permitirse satisfacer en ellos sus fantasías, sin temor a que nada trascendiera. Se trataba de un «intercambio de favores» poco ético cuando menos, si no abiertamente corrupto y delictivo. Los antisistema, los euroescépticos, los grupos civiles que luchaban por restablecer la neutralidad de la red… estarían encantados de filtrar aquel cohecho a la opinión pública, con las pruebas en la mano. Y qué mejor prueba que una entrevista con la propia Leidi, hablando desde el cuerpo de Abramov.

    —Pero FarmaCom reaccionó enseguida. Cuando se dieron cuenta de nuestra fuga enviaron a uno de los suyos a ocupar el cuerpo de Abramov. Tiene gracia. No utilizaron una pastilla de vaciado. No son tan imbéciles como para creerse sus propias mentiras. Pensamos que, mientras tuviéramos secuestrada a la directora, no se atreverían a forzar el intercambio. Nos equivocamos en eso.
    —Vi lo que pasó en el Retiro. El gordo casi te aniquila.
    —Me imaginé que regresarías a por la chaqueta. La única pista que me habías dado para encontrar a Terry era que necesitabas dinero.
    —Un amigo me dijo que seguramente los dos erais policías de red, o de algún otro departamento de la Europol. Pero eso es absurdo, porque entonces no os hubierais peleado. No podíais estar en el mismo bando.
    — ¿Terry pensó eso? No me extraña que digan que es un paranoico.
    —Ahora deduzco que, si el otro era de FarmaCom, tú debes ser el policía.

    Ringo sonrió y no dijo nada.

    — ¿Por qué queríais pasarle a Terry la información sobre Abramov?
    —Por lo mismo que se hace todo en Bruselas. Alguien decidió que el gordito no debía presentarse a las primarias de su partido. También era un toque de atención para FarmaCom. Terry habría conseguido distribuir la información. Los antisistema saben cómo hacerlo sin utilizar la red, porque ya no les queda otro remedio. Pero FarmaCom sabría que habríamos sido nosotros.
    —Porque ellos ya sabían cuál era tu labor en el centro, y para quién trabajabas.
    —Digamos que lo sospechaban.
    — ¿Te puedo hacer una pregunta personal?

    Ringo miró el reloj.

    —Adelante.
    — ¿Tienes un implante IPv12?
    —Por supuesto que no. Son muy inseguros.

    No había el más leve rastro de ironía en su respuesta. Ringo dejó de jugar con las migas, y se sacudió las manos. Después echó otro rápido vistazo a su reloj.

    —Tengo que admitir que me asusté mucho cuando vi el cadáver en el consultorio de Terry. No me avisaron de ese intercambio, la orden vino de muy arriba. Al principio pensé que eras tú, viejo.

    «Me alegro de haberte ahorrado ese disgusto», pensó Padovani. Se le estaban cerrando los párpados. Leidi había bebido demasiado. Clavó las uñas de porcelana contra la palma de su mano para espabilarse. Las estropeó todas.

    — ¿Cómo encontraste el consultorio?
    —Ya te lo he dicho. La única pista que tenía era que necesitabas una cantidad indeterminada de dinero. Siempre se nos ha dado bien seguir el dinero.

    Localizadores nanoscópicos. Introducidos en cada uno de los billetes. Padovani había cometido un error de principiante: no le hubiera costado nada conseguir los veinte euros de cualquier otra manera. Al menos le quedaba el consuelo de que sus perseguidores le creían más inteligente de lo que era, porque ni siquiera se había deshecho de la ropa que le dieron.

    —Encontraste la floristería.
    —Sí, después de perder bastante tiempo con el dinero que llevaban los negros. Tardé mucho menos en conseguir que aquel hombrecito de la tienda me dijera a dónde te habían llevado.
    —Lo torturaste…
    —Por favor… No me ofendas. Esas cosas sólo pasan en tu país. Nosotros no lo necesitamos. Tenemos toda la información… al menos la que circula por la red, claro. Por eso Terry se nos escapa. Pero casi nadie resiste al cien por cien. ¿Sabías que el tendero de la floristería, con lo mal que le va el negocio, mantiene a su familia y a una amante? —Ringo levantó las manos—. No me entiendas mal. No pretendo juzgarle. Sé que es un padre responsable, que educa bien a sus hijos. La mayor, Sara, casi nunca se mete en líos.
    —Ya veo.
    —Era sólo un ejemplo, viejo. Normalmente no nos hace falta ni insinuarlo. Los antisistema, los que tienen antecedentes, ya saben lo que hay. Ni se molestan en ocultarnos nada.

    Padovani carraspeó.

    — ¿Qué puedo decir? —hablaba despacio, para pronunciar bien las palabras—. Es una buena historia. Pero no explica que me hayan crecido los pechos.

    La ocurrencia provocó en Ringo un golpe de tos que, con cierta benevolencia, podría pasar por risa perruna. Apoyó las manos encima del mantel, echó otro vistazo disimulado a su reloj.

    —Unos amigos querían aprovechar la situación de tenerte en la cárcel, con tu implante IPv12 casi sin estrenar, para transmitirle un mensaje a Dientefijo. Leidi está ahora mismo comunicándoselo.

    Volvió a mirar el reloj. Padovani se restregó los ojos.

    — ¿Qué amigos?

    Ringo meneó la cabeza.

    —De los que devuelven los favores.

    Y a ti el favor te lo han hecho trasladando a Leidi a Europa, pensó el indio. Ringo tenía los ojos brillantes. Como si hubiera tomado algo más que vino. No dejaba de mirar el reloj.

    — ¿Es muy largo el mensaje? Parece que Leidi se está entreteniendo.

    La expresión del rostro de Ringo se endureció. Sacó un teléfono móvil y lo puso encima de la mesa.

    —No te apures. Enseguida me avisarán.

    Permanecieron en silencio. Padovani miró el teléfono. Le pareció que era el mismo que le había entregado el chófer de Norteños. Recordó la escena y se le ocurrió preguntar algo.

    — ¿Sigues teniendo los papeles que te firmó la directora? La ficha de Abramov y su intercambio con Leidi. Aquello fue una buena jugada. Seguro que valen mucho dinero.

    Ringo desvió ligeramente la mirada antes de contestar.

    —Ya no los tengo. ¿Para qué? Los entregué hace tiempo.

    Otra de las lecciones que el indio hubiera querido poder enseñar a sus hijos era esta: si una conversación honesta y sincera dura lo suficiente, siempre finalizará con una mentira.

    Una mujer joven y alta se levantó de la mesa vecina y pasó a su lado, en dirección a los servicios, con un bolsito en la mano. Llevaba un vestido de noche muy corto, y ambos hombres no pudieron evitar acompañar sus piernas con la mirada. El indio Padovani echó hacia atrás la silla, arrastrando las patas, y se puso en pie.

    — ¡Me estoy meando! —anunció con voz lo suficientemente alta para que le oyeran en las mesas de alrededor.

    Tenía dificultades para mantener el equilibrio. Se recolocó el sujetador, a ver si eso le ayudaba a no caer. Ringo quiso agarrarle la mano, pero él se zafó.

    —A donde tengo que ir no puedes acompañarme.

    Le guiñó un ojo. Ringo hizo un gesto, como quitándole importancia al asunto.

    —Está bien —acarició el teléfono—. Vas a «regresar» en cualquier momento.

    Padovani ni siquiera intentó caminar derecho sobre los tacones, y siguió a la chica de las piernas bonitas lo más deprisa que pudo, teniendo en cuenta que al primer paso ya se había torcido los dos tobillos. Entró en el servicio de mujeres, sonriente, y se dirigió al lavabo para refrescarse la cara con agua fría. En el espejo vio que se le había corrido el maquillaje. Se secó la cara con una toallita de papel y esperó a que la joven terminara en el excusado para hablarle. Dijo que se encontraba mal, lo cual era evidente, y le pidió prestado su teléfono para llamar a alguien que viniera a llevarla a casa. La joven dudó, pero finalmente rebuscó en el bolsito que llevaba y sacó un móvil. El indio le dio las gracias y marcó el número de la directora de la guardería. Todavía lo recordaba.

    No le costó explicar la situación: estaba en un restaurante, cenando con el hombre que podía arruinar la carrera de Abramov, el buen amigo de FarmaCom en la Agencia Europea. La directora dio nuevas muestras de ser una mujer pragmática: no tardaron en llegar a un acuerdo beneficioso para ambas partes. Ahora lo que le preocupaba al indio era poder disfrutarlo.

    —Ringo espera una llamada. No estoy seguro, pero supongo que me ayudaría que no pudiera recibirla.
    —Eso es fácil. Dígame dónde están.

    Padovani dudó un segundo, pero no tenía otra opción. Debía cumplir con su parte y esperar. Le preguntó a la chica del vestido corto la dirección del restaurante. La dueña del teléfono tenía cara de no estar entendiendo nada. Tardó en reaccionar, pero finalmente le dio el dato. Padovani pensó que pronto empezaría a asustarse, así que no se demoró en pasar la información y cortar la llamada. Devolvió el móvil a la chica, la cual salió corriendo del servicio, sin esperar a que le diera las gracias por haberle salvado la vida.


    XIII


    Quizás Leidi había estado bebiendo para darse valor. Un cuchillo de ventaja no era algo definitivo contra Dientefijo. Padovani decidió aprovechar que estaba en el servicio para vaciar la vejiga. Levantó la taza del retrete y se quedó de pie, inmóvil, dubitativo, hasta que su cerebro asimiló que no había nada que su mano pudiera agarrar para afinar la puntería. Suspiró. En la vida hay cosas mucho peores, pensó mientras se sentaba para orinar.

    Después volvió a lavarse la cara. La sonrisa de Leidi era preciosa, mucho más bonita en vivo que en la foto de su ficha. Se sentía bien al verla. En el camino de regreso a la mesa estuvo ensayándola. Ahora le tocaba a él entretener a su compañero de mantel, hasta que apareciera la gente de FarmaCom. Ringo miraba su teléfono con gesto de preocupación, como si no funcionara bien.

    —Has tardado mucho.
    —No te vas a creer lo que me ha pasado en el servicio.

    Buscó con la mirada a la chica del vestido corto, y afortunadamente no la encontró. El indio pestañeó exageradamente, se sentó sin acercar su silla a la mesa y cruzó las piernas.

    —La chica esa de antes. Me ha tocado las tetas, y nos hemos besado.

    Ringo dejó de mirar el móvil. Padovani estiró la espalda y sacó pecho. Si iba a pasar el resto de su vida siendo una mujer en el extranjero, debía empezar a acostumbrarse. Al menos, tenía experiencia de primera mano sobre lo que le gustaba a los hombres heterosexuales. Empezó a inventarse la historia de lo que podía haber sucedido en el cuarto de baño.

    — ¡Venga ya! —repetía Ringo. De vez en cuando miraba de reojo su móvil, pero no le prestaba tanta atención como antes.

    Llegó un camarero nuevo, uno al que no había visto antes, y les ofreció una copita de licor.

    —Invita la casa.

    El camarero le guiñó un ojo. Entonces Padovani supo que ya podía ir terminando su relato.


    XIV


    Ringo yacía con medio cuerpo encima de la mesa, inconsciente. El resto de comensales habían sido desalojados, con la excusa de un pequeño incendio en la cocina.

    Tal y como había pactado con la directora, le introdujeron un inhibidor por la nariz allí mismo, en el restaurante. Para ganar tiempo, pidió que lo hicieran sin anestesia porque es bien sabido que las mujeres aguantan mejor el dolor.

    Después, vio que los de FarmaCom empezaban a registrar el cuerpo de Ringo.

    —No creo que lleve los papeles encima.

    El camarero, el mismo que les había servido la copita de licor, le sonrió. Padovani le devolvió la sonrisa, encantada de ver lo amable que era todo el mundo con ella, ahora que era una chica joven y guapa. Quién sabe, se dijo.

    Quizás la vida le estaba dando una nueva oportunidad para educar hijos.


    Fin



    JUANFRAN JIMÉNEZ

    Ha ganado dos veces el concurso de microrrelatos de El Mundo en su edición digital y ha sido finalista de los premios Domingo Santos (en tres ocasiones, en 2002, 2008 y 2010); además, su relato «Intercambio» resultó finalista del premio Alberto Magno de Fantasía Científica de la Universidad del País Vasco en la edición correspondiente a 2004. Ha publicado relatos en diversas revistas y antologías, como Artifex Cuarta Época y Antología Z. Los mejores relatos de muertos vivientes 3 (Dolmen, 2011).

    «Cuerpos» es, quizás, uno de los relatos seleccionados que más y mejor cumple la premisa argumental con que nació la presente antología: historias centradas en las preocupaciones actuales del ser humano y los problemas del futuro próximo, planteadas desde una perspectiva crítica y creativa, adaptada a nuestro presente y referentes culturales.

    Este thriller futurista se ambienta a comienzos del siglo XXII en una Europa convertida en una burocracia seudodemocrática globalizada, en donde las leyes se aprueban en función de los intereses de los grupos de presión y la neutralidad, el anonimato y la privacidad de las comunicaciones son cosa del pasado. Entre las nuevas oportunidades que la tecnología brinda al hombre se encuentra la industria químico-turística del intercambio de mentes. La oferta de cuerpos en destinos exóticos inunda el mercado con reclamos de «agencias de viajes» que presentan abiertamente a sus potenciales clientes las ventajas del turismo sexual disfrutado en cuerpo ajeno, joven y bello; un intercambio en el que el prestador alquila su cuerpo de forma temporal como medio de ganarse la vida. O, como en el caso del indio Padovani, para intentar huir de su pasado.

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