CÓMO ESCAPAMOS DE LA BOTA NAZI
Publicado en
octubre 17, 2017
Cualquiera que fuese el precio de la libertad, tendrían que pagarlo.
Por Manfred Wolf.
TENÍA yo cinco años cuando los nazis ocuparon Holanda.
Durante los siguientes dos, nuestro pueblecito de Bilthoven aún parecía un lugar seguro, hasta para una familia judía como la mía. Muy rara vez veíamos los odiados uniformes alemanes. Entonces absorbían mis pensamientos tener una bicicleta nueva y la perspectiva de asistir a la escuela. Cuando cumplí la edad reglamentaria, sin embargo, ya no se permitía el acceso a los centros docentes a los niños judíos. Una por una, fueron imponiéndose otras restricciones. No podíamos tener empleos en el Gobierno, ni radios, ni actividades recreativas. Pero, incluso así, el optimismo no se había perdido del todo. Mis padres pasaron gran parte de 1941 buscando casas en barrios remotos, donde pudiéramos esperar a que terminara la guerra.
El 15 de febrero de 1942, un joven policía holandés, con quien mi padre había hecho amistad, nos confió que los nazis proyectaban deportarnos en las próximas 24 horas, y huimos de Holanda. Para mí, que acababa de cumplir siete años, el día en que partimos de Bilthoven fue un torbellino de viajes en tren. El primer día de viaje, en nuestro compartimento, cuatro jóvenes soldados alemanes, que no advirtieron que éramos judíos, nos dieron dulces a mi hermano de nueve años y a mí, y hablaron en alemán con nuestra hermosa y joven madre. Asustado, mi padre me puso en sus hombros a horcajadas, y en la siguiente estación saltó a la plataforma antes de que se detuviera el tren. Momentos después se apeó mi madre, calmadamente, con mi hermano. Nadie nos vio bajar.
Tomamos otro tren y, poco antes de que los alemanes revisaran los documentos de los pasajeros, en una estación cercana a la frontera con Bélgica, bajamos a hurtadillas y fuimos a toda prisa a una granja. Mediante previo arreglo, un granjero holandés nos ayudó a cruzar la frontera. En Bélgica tomamos varios tranvías hasta Amberes. "Teníamos miedo", comentó conmigo mi madre después, "pero no sabíamos aún lo que estaba en juego".
Agotados, seguimos hasta Bruselas, donde el hermano de mi padre (que perecería después en Auschwitz) bailó de gusto con mi hermano y conmigo, y se pavoneó con su esposa y su nuevo bebé. Recuerdo una sucesión de diminutas habitaciones en hoteles de mala muerte; luego, llegamos a Besancon, en la Francia ocupada. Soñaba yo con los juguetes que quería y los que había dejado en casa. En el sucio patio trasero del hotel, un niñito paseaba en un auto en miniatura, y yo ansiaba pasearme también en él; pero no me lo permitieron, porque podría llamar la atención.
Al indagar entre otros judíos de la población, mi padre encontró a un passeur (guía clandestino), que nos haría pasar ilegalmente la frontera para llegar a la Francía del gobierno de Vichy, que todavía no estaba ocupada. Casi todos los passeurs eran aldeanos franceses, que arriesgaban la vida por dinero o por la causa antifacista. Nuestro passeur fue un judío. Una borrascosa noche primaveral atravesamos la frontera. A intervalos de pocos cientos de metros, en aquellos negros campos con parches de escasos arbustos aislados, los perros guardianes de los alemanes empezaban a ladrar; entonces, nuestra pequeña banda de unas quince personas se echaba al suelo y todos permanecíamos inmóviles. Yo me sentía demasiado cansado para caminar; y mi padre me llevó en brazos al atravesar aquellos terrenos empapados por la lluvia, hasta que amaneció.
Cuando terminó aquella prueba, se apoderó de nosotros una ilusoria alegría. En la bien iluminada habitación de un hotel de Niza, mi padre comunicó al primo Jacob que pasaría los años de la guerra en los Alpes franceses, dedicado a elaborar queso. Una gloriosa fotografía familiar tomada en el Paseo de los Ingleses muestra un grupo juvenil, feliz, de apuestos tíos, bellas tías con faldas cortas y lozanos niños.
El príncipe Luis II de Mónaco (abuelo de Rainiero III, el actual gobernante) había anunciado que en su pequeño principado todos recibirían trato igual; por ello, muchísimos judíos fueron allá desde la Francia meridional. Nos unimos a ellos. Ya se había desvanecido nuestra euforia, pues los franceses de Vichy estaban llevando a cabo el trabajo de los nazis en la Francia no ocupada, y mis padres habían comenzado a temer de nuevo por nuestra seguridad. En Mónaco hallamos un hotelito, con parras alrededor de las verjas y música distante procedente de las faldas de las colinas.
Una noche de agosto, me despertó el fuerte e insistente barullo de voces en la habitación de mis padres. Hablaban en francés. Al mirar por la ventana vi la calle iluminada y llena de policías. La policía. de Vichy hacía una redada en Mónaco. De nada sirvieron las enérgicas protestas de mi madre. Mi padre, silencioso, parecía agobiado por la pena. Nos llevaron a una inmensa sala de juntas, donde nos sentamos en largas bancas rectas. En aquel recinto de los condenados, pedí un vaso de agua a un policía. Me lo llevó.
Mí madre, que había ganado el primer premio de francés en la escuela secundaria, entabló conversación con un oficial. Le explicó que éramos holandeses, le recordó que él tenía órdenes de detener sólo a europeos orientales y judíos alemanes, y le enseñó nuestros raídos documentos mientras le hablaba cortésmente, pero con firmeza. Hablaron largo rato... y, de pronto, el funcionario nos dejó ir. Incluso ahora no puedo olvidar que, quizá, todos los demás detenidos en aquel salón, enviados de regreso con los nazis, ya están muertos. Lo que siento no es la culpabilidad del sobreviviente, sino un horror indecible ante la fragilidad del hilo que inexplicablemente nos sostuvo en esa ocasión.
Libres otra vez, tomamos el siguiente tren hacia Perpiñán, cerca de la frontera con España. Oí a mis padres comentar que un atractivo hombre de cabello rizado, a quien habíamos conocido en el hotel de Niza, se había ahorcado después de haber perdido en los casinos el dinero que había guardado para escapar. Mis padres hicieron frívolas bromas respecto al dinero, cosido dentro de las hombreras, que ayudó a salvarnos; llamaban lokshen (tallarines, en yiddish) a los escasos billetes de un dólar, y farfel (masa de tallarín) a la plata para los sobornos. Sin embargo, mi padre no reía; únicamente sonreía.
Teníamos dinero, pero no un documento importantísimo: el salvo-conducto. En el hotel de Perpiñán conocimos a un matrimonio judío que tampoco lo tenía. Quedaron grabados en mi memoria la pálida cabeza calva de aquel hombre y la piel cetrina de su alta esposa. Intentaron entrar en España sin visa ni salvoconducto, y los obligaron a regresar a la frontera. En Cerbére, población fronteriza de Francia, marido y mujer se arrojaron bajo las ruedas de un tren en movimiento.
No sé cómo, en alguna parte mi padre encontró un ángel misterioso: un joven holandés, llamado Sally Noach, judío vivaz, de ojos brillantes, que se había convertido en el faro de la esperanza para los desesperados que se aglomeraban en la "Office Néerlandaise" de Lyon. Allí, era una especie de cónsul extraoficial. Si algún refugiado podía mostrar la menor relación con Holanda, Noach le daba una tarjeta de identidad de holandés, o cualquier otro documento que pudiera sellar. A veces proporcionaba nombres de passeurs para Suiza o para España.
El documento que Noach nos entregó daba apariencia legal a nuestra estancia en la Francia no ocupada. ¡Ya teníamos lo necesario para que las autoridades francesas nos otorgaran un salvoconducto, que nos daría derecho a la visa para España... con lo cual salvaríamos la vida! El 11 de noviembre de 1942, tres días después de salir nosotros de Perpiñán, los alemanes se anexaron el resto de Francia. A partir de entonces, se dificultó mucho huir a España.
De España viajamos a Portugal y, en diciembre de 1942, nos embarcamos rumbo a Surinam en el buque Nyassa. Yo tenía ocho años cuando llegamos a Surinam, y nueve cuando nos asentamos en Curazao. Sé muy bien que no debería quejarme jamás de que me hayan robado la niñez, ni de que me inyectaran una dosis de angustia para toda la vida. Estas cargas son insignificantes, comparadas con los sufrimientos de todos los demás, en esa guerra terrible... incluidos los seis millones de judíos asesinados en los campos de concentración; entre. ellos, seis de los siete hermanos de mi padre.
Años después de nuestra fuga de Bilthoven, un cómico europeo, de nuestra raza, se presentó en el club judío de Curazao. Su espectáculo fue gracioso, y mi padre empezó a emitir ruidos extraños. Parecía tener hipo, o como que sollozaba, aunque no se enjugaba una sola lágrima. Aquellos ruidos continuaron, y observé la preocupación con que mi madre lo miró de soslayo. Me sentí avergonzado. Luego, de pronto, recordé aquel diciembre de 1942, y a mi madre, de pie en la cubierta del barco que nos llevaba a Surinam. Ella había empezado a llorar, sin poder contenerse. Pensé: ¿Por qué llora, ahora que todo ha terminado y estamos a salvo? Mi madre, cuyo valor y gentileza nos habían salvado tantas veces, estaba inconsolable. Tenía entonces 31 años, y jamás recobró su jovialidad.
Allí, sentado al lado de mi padre en el club de Curazao, al oír los extraños ruidos que emitía, comprendí la naturaleza de su pérdida: mi padre había olvidado cómo se ríe.