ANATOMÍA DEL PROCESO ELECTORAL EN ESTADOS UNIDOS
Publicado en
octubre 31, 2017
Si los procedimientos para elegir al presidente de Estados Unidos le resultan confusos, no es usted una rareza. A pesar del intrincado proceso y del bombo que lo rodea, constituye un sutil mecanismo, especialmente apropiado al sistema político norteamericano.
Por Henry Fairlie (periodista inglés, reside en Estados Unidos y está escribiendo un libro sobre la psicología del norteamericano).
EL CONDE de Halifax, embajador de Inglaterra en Estados Unidos durante los años cuarenta de este siglo, encaraba un problema: no entendía el sistema político estadunidense. El columnista norteamericano de asuntos políticos Walter Lippmann recuerda al respecto: "Cada vez que había elecciones, era necesario que le explicaran todo el procedimiento, una y otra vez".
La confusión del embajador inglés no nos asombra a nosotros, los extranjeros. El proceso de elecciones presidenciales en Estados Unidos es en verdad muy largo y complejo, y al parecer cambia constantemente. Además, da a menudo resultados inesperados. Digan lo que digan los estadunidenses, nos parece insólito, por ejemplo, que Jimmy Carter haya surgido de no se sabe dónde y haya sido elegido presidente en 1976.
La manera de entender y evaluar unas elecciones presidenciales norteamericanas consiste en observar cómo un país con 220 millones de almas de muy variada índole aporta sus numerosas voces al proceso electoral. E Pluribus Unum (De muchos, uno solo) es uno de los lemas de Estados Unidos. Da vida a este lema el sistema norteamericano de elecciones primarias, juntas de dirigentes locales de los partidos, convenciones y votación final.
Suele olvidarse con facilidad cuán grande es el país llamado Estados Unidos; los europeos piensan en él asimilándolo a la escala europea. Por ejemplo: después de unas elecciones presidenciales, un comentarista de temas políticos no puede escribir: "La votación fue escasa, porque el día de los sufragios estaba lloviendo en Estados Unidos". Esto equivaldría a decir que "el Sol era brillante en China", o que "estaba nevando en Rusia". El país es enorme, y su pueblo, aunque uno solo, está integrado por gente diversa.
Existen en toda la nación dos partidos políticos principales: el Republicano y el Demócrata, cuyos símbolos son, respectivamente, un elefante y un burro. Para alguien que viva en un país de sistema parlamentario, acaso resulte extraño cómo funcionan estos dos organismos norteamericanos. Porque, en todo sistema parlamentario, los partidos tienden a estar muy centralizados y a actuar con disciplina. Los partidos estadunidenses, en cambio, presentan una organización tan flexible, que al extranjero se le dificulta saber en dónde hay que buscarlos. No obstante, virtualmente nadie puede ser elegido presidente o consolidar influencia política duradera sino a través de estos dos partidos.
Por tanto, cuando alguien desea ser presidente de la nación, ante todo debe ganarse el apoyo de uno de los partidos principales. En ciertos casos, ni siquiera es importante cuál lo apoyará, pues, a diferencia de algunos países donde los partidos se caracterizan por seguir determinada ideología, que va de la extrema izquierda a la extrema derecha, los dos partidos norteamericanos, en gran medida, sólo difieren entre sí en grados de liberalismo o de conservadurismo. En 1948, por ejemplo, unos integrantes del grupo Americans for Democratic Action (Ciudadanos Norteamericanos en pro de la Acción Democrática), asociación política liberal que a menudo se alía al Partido Demócrata, estaban tan descontentos con el presidente Harry Truman que deseaban lanzar al general Dwíght Eisenhower como candidato demócrata a la presidencia. Pero, cuatro años después, Eisenhower optó por presentar su candidatura con el apoyo de los republicanos. Pudo muy bien haber sido el candidato de los demócratas, si no hubiera sentido que los votantes querían expulsar de los principales puestos a ese partido.
¿Cómo logra un aspirante contar con el apoyo de uno de los partidos, y cómo escoge cada partido a su candidato? Sin que les arredre que los partidos a veces parecen carecer de coherencia entre unos y otros periodos de elecciones, y aunque ni siquiera los mencione la Constitución, los estadunidenses han inventado misteriosos procedimientos: las juntas de los dirigentes de los partidos, o convenciones internas, y las elecciones primarias. Implican varios meses de maniobras, estira y afloja y votaciones en el seno de cada partido, de manera que, en las convenciones nacionales, todos los afiliados al partido pueden ponerse en pie para aclamar a un candidato, como si Dios mismo lo hubiera elegido.
Seguramente todo esto era más sencillo cuando unos cuantos líderes poderosos de cada partido se reunían en recintos apartados, llenos de humo, y entre ellos elegían al candidato que podría servir mejor a los intereses del partido y a los del propio grupo. En gran medida, los poderosos jefes de los partidos y sus maquinarias políticas eran los que llevaban la batuta hasta los comienzos de este siglo. Luego, los ciudadanos en varios estados decidieron que "Nosotros, el Pueblo", como se anuncia en las palabras iniciales de la Constitución, no sólo deberían elegir a su presidente de entre los dos candidatos nombrados, sino que, además, debían tener voz y voto al decidir quiénes deberían ser esos candidatos.
Desde entonces, las elecciones primarias se han generalizado; este año, veintinueve estados y el Distrito de Columbia (Washington, la capital de la nación) han venido celebrando elecciones primarias; algunas, con resultado obligatorio en la convención nacional; otras de carácter exclusivamente consultivo. Hasta este punto, el sistema electoral norteamericano parece un tanto complejo. Pero, ¡eso no es todo! Existen varias clases de elecciones primarias. Por ejemplo: en las elecciones primarias cerradas sólo intervienen los miembros registrados del partido. En las primarias abiertas, los votantes pueden cambiar de posición, ¡y votar, sea cual sea su afiliación partidaria, por candidatos de otro partido! En algunas primarias, los electores también eligen a sus delegados —comprometidos o no comprometidos con determinado candidato presidencial—, los cuales los representarán en la convención nacional del partido.
Pero, en algunos estados, en vez de primarias se llevan a cabo juntas de dirigentes partidarios. Este año se realizan juntas internas del Partido Demócrata en más de treinta estados y territorios estadunidenses. A estas juntas asisten las masas, la base del partido, o sólo sus activistas, para elegir a sus delegados a la convención nacional. En algunos casos, estos delegados representan el sentir popular; pero, en otros, no hay duda de que son objeto de manipulación por parte de los líderes del partido.
Todo este complejo procedimiento se inicia nueve meses antes de las elecciones presidenciales propiamente dichas, con las juntas de dirigentes en Iowa (población: menos de tres millones ) y con las primarias que se efectúan en Nueva Hampshire (población: menos de un millón). Los resultados de las votaciones iniciales en estos dos estados, que cuentan apenas con alrededor del dos por ciento de la población total del país, pueden tener un .impacto decisivo en la elección de los candidatos.
Este año, el candidato que llevaba la delantera en el Partido Demócrata, Walter Mondale, recibió un fuerte revés por la victoria de Gary Hart en Nueva Hampshire. En 1980, Ronald Reagan fue impulsado al frente en Nueva Hampshire, después de que George Bush lo había derrotado en Iowa. Jimmy Carter surgió de la oscuridad política en 1976, y ganó las primarias, tanto en Iowa como en Nueva Hampshire.
Lo genial del sistema consiste en que da a los estados pequeños una voz lo bastante pronto para que cuente en la decisión final. De no ser así; las concentraciones de población en unas cuantas ciudades grandes podrían prevalecer con amplio margen de votos sobre el resto del país. Y también da voz a cada región. Desde sus inicios en Iowa, en el oeste medio, y Nueva Hamshire en el noreste, la campaña de elecciones primarias y juntas internas de los partidos prosigue su marcha hacia el oeste, el sur y el sudoeste. Los estados más grandes y más industrializados, tales como Michigan, Nueva York, Pensilvania, Illinois, Texas y California, no pesan en la contienda electoral hasta la última etapa.
Pero el genio de este sistema opera de modo más sutil aún. Los estados más pequeños y las regiones menos populosas, al votar en la fase inicial, pueden promover a un candidato inesperado. Luego, los estados más grandes, que disponen de la mayoría de los votos en las convenciones nacionales, también pueden aplastar a algún "puntero" de la fase inicial, si juzgan que no es el candidato idóneo.
En un país tan vasto y diverso, esto es exactamente lo que conviene hacer. Si se tiene en cuenta esta sencilla realidad, todo el proceso electoral empieza a aclararse; incluso la duración extravagante de la contienda electoral.
En tiempos recientes, las primarias y las juntas internas de los partidos han llegado a ser tan importantes que, en ambas convenciones nacionales de los partidos, un candidato a la presidencia generalmente ha llegado a esa fase con el apoyo de suficientes delegados comprometidos con él para asegurar su nombramiento oficial de candidato en la primera votación interna del partido. Hoy resulta casi inconcebible que cualquiera de los dos partidos permita que su convención nacional se prolongue durante dos semanas y 103 votaciones, como lo hicieron los demócratas en 1924.
Una de las principales influencias en el proceso electoral norteamericano contemporáneo ha sido la televisión, que contribuye a decidir la importancia de las primarias y de las juntas internas de los partidos, y también a determinar cómo harán sus campañas los candidatos. Sin embargo, quien asista a las convenciones advertirá que los partidos —no la televisión— todavía son las fuerzas que mueven al proceso político. Y el burro demócrata y el elefante republicano no pueden equivocarse.
Un sábado de enero de 1969, comía yo en un restaurante de Washington cuando me di cuenta, atónito, de que el establecimiento estaba atestado de personajes de aspecto prominente, aunque no podía identificar a ninguno de ellos. Con los rostros sonrosados y su aire de autosuficiencia y prosperidad, no se parecían a la gente a la que me había acostumbrado a ver en Washington. De pronto advertí de qué se trataba: eran gobernadores y legisladores republicanos, del oeste y del oeste medio, que acudían a la capital para asistir a la toma de posesión del recientemente elegido presidente Richard Nixon. Los demócratas brillaban por su ausencia.
Esta diferencia puede notarse en las convenciones nacionales. Es más: los delegados emplean distintas palabras clave. Los republicanos tienden más a apelar a los valores tradicionales, en tanto que los demócratas hacen mayor hincapié en auxiliar a los marginados y en defender los derechos de las minorías.
Hacia fines del verano, cada partido sale de su convención nacional con un candidato presidencial. A veces hay también candidatos del "tercer partido", o "independientes"; pero, en general, han sido inesperados contendientes que quitan partidarios a los candidatos principales, con pocas esperanzas de ganar. En 1980, por ejemplo, John Anderson le quitó votos a James Carter.
La única contienda verdadera, sin embargo, es entre los candidatos de los dos partidos principales. Como la campaña electoral sólo dura unas nueve semanas (desde principios de septiembre hasta la primera semana de noviembre), difiere poco de la manera de celebrar las elecciones en muchos países. Trabajando con su partido, cada candidato nombrado tiene que darse a conocer; ha de esbozar con toda claridad en qué dirección desea que se oriente el país; y tiene que proyectar la imagen de presidenciable hasta el último instante, el día de los sufragios.
Pero existe un último rasgo peculiar que acaso haya desconcertado a Halifax. Al parecer, el pueblo vota por un candidato a la presidencia. No es así; en realidad, el ciudadano vota por representantes al Colegio Electoral. Este cuerpo se reúne varias semanas después de las elecciones para depositar sus votos en las urnas; mas, en virtud de que todos estos electores ya están comprometidos con uno de los candidatos, su votación la ha dictado el pueblo, el día de la votación.
No obstante, aun en esto interviene el genio del sistema. Cada estado tiene derecho a un número de electores igual al de sus senadores (dos por cada entidad de la federación) y al de sus diputados (según sea la magnitud de su población) ante el Congreso. De esta manera, el Colegio Electoral garantiza nuevamente que los estados más pequeños tengan una participación eficaz. La acumulación de votos de los estados menos populosos en el oeste, por ejemplo, ha constituido la base desde la cual los republicanos, incluso Ronald Reagan, han logrado vencer.
En suma, el proceso electoral norteamericano es un reflejo de la estructura federal del país. El filósofo y político inglés David Hume declaró en una ocasión que un país tan vasto y con tantos ciudadanos sólo podría gobernarse mediante instituciones libres si se combinaban los dos principios gemelos de la representatividad y el federalismo. Y esto es precisamente lo que garantiza el proceso electoral estadunidense.
Tal es el auténtico genio de Estados Unidos: es capaz de gobernar a una gigantesca nación integrada por un pueblo libre. Hasta ahora, pocos países de tan enormes dimensiones lo han logrado.