SEÑOR, SU CUENTA NO EXISTE (Domingo Santos)
Publicado en
septiembre 06, 2017
SEÑORES, el dinero—papel tiene, en nuestro mundo, los días contados.
El futuro, no lo duden, pertenece al dinero de plástico.
(H. H. Sirvent Schneider, 14° Presidente del FMI, en una rueda de prensa.)
El señor Oliveros se detuvo ante la puerta del banco, rebuscando en sus bolsillos su TIB. Era demasiado descuidado con las cosas, su mujer no dejaba de decírselo. Ya la había perdido en una ocasión, hacia poco, y los problemas que había tenido con ello… Pero nunca sabia dónde la metía: cuando terminaba de usarla, el primer bolsillo era siempre el bueno; y realmente había que usarla a menudo.
Finalmente la encontró en el bolsillo superior de su chaqueta.
Inspiró aliviado. La introdujo en la ranura de la puerta de entrada, y aguardó los cinco segundos reglamentarios a que el terminal de identificacion la registrara, comprobara y conectara el acceso. sono el clic de la puerta. Entró en la antecámara acristalada y blindada, esperó sin volverse a que sonara a sus espaldas el otro clic de la puerta al cerrarse, cinco segundos más para que los sensores del terminal verificasen que sólo había entrado una persona, y luego el clic definitivo de la puerta interior. Entró en el banco.
Desde el interior del búnker de cristal antibalas, el único empleado de la oficina le contempló con sus ojos estrábicos y miopes. Buenos días, señor Oliveros —dijo—, ¿Qué le trae hoy por aquí?
El señor Oliveros seguía llevando su TIB en la mano.
—Desearía saber el saldo de mi cuenta —dijo—. Este mes mi mujer ha gastado mucho, y estamos en las últimas. Pero supongo que ya me habrán abonado la nómina.
El empleado cruzó un poco más sus ojos.
—Oh, sí. El saldo de su cuenta. Adelante. Proceda, por favor.
Desde que se había establecido a nivel mundial el PUT (Pago Unificado por Tarjeta), las oficinas bancadas, como tales, tenían poco que hacer, y se mantenían más por tradición que por otra cosa. La adopción de la TIB (Tarjeta Internacional Bancaria) para efectuar todos los pagos, y la instalación de los TTA (Terminales de Transferencia Automática) en todos los puntos de pago, había abolido por completo el dinero, excepto, de una forma muy limitada, la calderilla. Todos los cobros y pagos se efectuaban instantáneamente por transferencia automática de cuenta a cuenta, y las antiguas oficinas mantenían su arcaica utilidad solamente para no perder los últimos rescoldos de contacto personal con el cliente, atender alguna que otra consulta, recibir órdenes de pagos periódicas o diferidas y algunas operaciones más de poca envergadura, pues los créditos, operaciones de descuento y similares que aún necesitaban de la decisión humana habían quedado centralizados en las direcciones de zona. El trabajo de empleado bancario, solía decirse, estaba bien pagado, pero era tremendamente aburrido.
El empleado dio input al tablero del terminal que tenía el señor Oliveros ante sí, en la parte exterior del búnker. Las medidas de protección que seguían adoptando los bancos, ahora mayores que nunca, no obedecían a posibles atracos a la antigua usanza, pues en ninguna oficina había dinero alguno que llevarse, sino a que desde ellas se podía actuar directamente sobre el ordenador general de la UIB, cosa que no se podía hacer desde los terminales comerciales, cuya única operación autorizada era transferir cantidades de cuenta a cuenta, previo el visto bueno del código personal del cliente. Por eso también, por su especialidad informática, los pocos empleados bancarios que aún seguían en ejercicio eran una superélite dentro de la sociedad, y su apariencia física y don de gentes importaban mucho menos que sus conocimientos sobre ordenadores. De hecho, eran auténticos genios en su especialidad, y como tales un poco estrafalarios.
El señor Oliveros tecleó su código personal y el código de la operación que solicitaba: 00813—25, «saldo de cuenta» (había una relación de códigos de usuario junto al tablero del terminal, para los desmemoriados como él); introdujo la TIB de su cuenta, apoyó la yema del dedo pulgar de su mano derecha en la pantallita identificadora, y aguardó los cinco segundos reglamentarios a que saliera la ficha con los datos solicitados.
Pasaron los cinco segundos. La máquina hizo clic, pero de la ranura no salió nada.
—¿Eh? —dijo el señor Oliveros, no sin cierta sorpresa. Como hombre de pocas luces que era, su fe en las máquinas era casi religiosa,
El empleado logró enderezar aceptablemente sus ojos.
—Debe haber tecleado mal algo, señor Oliveros —dijo con la suficiencia del especialista—. Ya sabe que esas máquinas no aceptan ningún error. Vuelva a intentarlo.
Volvió a intentarlo. La máquina hizo de nuevo clic, pero siguió sin aparecer nada por la ranura. El señor Oliveros miró interrogativo al empleado.
—Quizá se hayan agotado las fichas —aventuró tímidamente.
El empleado consideró aquello casi como una ofensa.
—Espere, páseme su TIB.
Abrió el doble cajón blindado de seguridad de la parte inferior del mostrador de su búnker, y el señor Oliveros metió en él su tarjeta. Tras un complicado cliqueteo, el empleado la tomó al otro lado y la examinó.
—No está desmagnetizada, ni doblada, ni rozada… Hum, parece correcta —murmuró—. ¿Pulsa usted bien su código personal?
Si no tuviera fama de ser tan descuidado, el señor Oliveros se hubiera ofendido ante aquella observación.
—Por supuesto —dijo—. Eso es algo que uno nunca olvida. —Por la cuenta que le tiene, añadió para sí mismo.
—Está bien, está bien. Veamos, pulse otra vez. Yo accionaré desde aquí.
El señor Oliveros tecleó de nuevo su código personal, apoyó la yema del pulgar y aguardó. El empleado hizo una serie de operaciones de alta prestidigitación en su propio terminal, metió la tarjeta por una ranura, pulsó unas cuantas teclas más y aguardó unos instantes.
Puso cara de perplejidad.
—Qué raro —musitó.
Volvió a teclear cosas incomprensibles, introdujo la tarjeta, la saco, volvió a introducirla. Aguardó, leyó datos en una pantalla.
—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Oliveros, ya un tanto mosca, ni saber exactamente por qué, tenía la premonición de la inminencia de un cataclismo.
EL empleado se le quedó mirando fijamente. Nunca sus ojos habian resplandecido tan estrábicos.
—La máquina dice que su cuenta no existe, señor Oliveros —murmuro, y su voz parecía tan definitiva como las trompetas del Juicio Final
Olvide de una vez las sucias monedas, los mugrientos billetes.
A partir de ahora, una simple y cómoda tarjeta plastificada es todo lo que
Necesitará para ir seguro por la vida.
En todo el mundo.
(Slogan publicitario de la Unión Mundial Bancada, con motivo de la implantación de la TIB.)
La señora Oliveros entró en el supermercado próximo a su domicilio e hizo sus compras para todo el mes. Eran voluminosas: dos carritos llenos hasta los topes, pero ella prefería hacerlo así; con la miseria que cobraba su marido y los gastos fijos que les caían cada mes, era mejor cargar el congelador para todo el mes recién cobrada la nómina.
Se dirigió a la caja, ella tirando de uno de los carritos y su hijo Miguel, ocho años recién cumplidos, empujando voluntariosa—mente el otro. La cajera, una chica poco agraciada de veintidós años que llevaba tres en aquel empleo, fue tecleando los importes con la fría profesionalidad que sólo dan el aburrimiento y la práctica, mientras la señora Oliveros y su hijo iban metiendo las compras en bolsas de papel para llevarlas al coche. Terminó, pulsó el total, y contempló la cantidad resultante.
—Esta vez sube bastante, señora Oliveros —dijo la chica, sonriendo ligeramente, entre amable y mordaz—, A su marido se le van a poner los pelos de punta.
—Otra cosa tendría que ponérsele de punta —refunfuñó la señora Oliveros, que se quejaba de lo mismo que todas las mujeres de empleados de trabajo largo y sueldo corto—, Pero como todo buen marido tiene la desagradable costumbre de comer tres veces al día, y mucho, así que lo mejor será que se calle. Además, acaban de abonarle la nómina del mes, de modo que aún puede pagarlo.
Entregó su TIB. La cajera marcó el código de su terminal, luego el importe, metió la tarjeta por una ranura y entregó a la señora Oliveros el extensible. La señora Oliveros comprobó que las cantidades que aparecían en su pantalla eran las correctas (no te fíes nunca de nadie, era su lema), tecleó en el extensible su código personal, luego apoyó la yema de su pulgar derecho en el cuadradito identificador. La cajera comprobó que el terminal señalaba input, y pulsó el código de transferencia.
Cinco segundos de pausa. Sonó un zumbido, y una lucecita roja parpadeó en el terminal de la cajera.
—Vaya —gruñó la chica—. Estas máquinas cada día están más locas.
Volvieron a repetir la operación. La lucecita roja parpadeó de nuevo, casi chillonamente.
—Eso ya es extraño —murmuró la chica, que admitía equivocarse una vez, pero no dos veces seguidas. Marcó el código de verificación de error, que le indicaría cuál era la causa del rechazo.
Leyó el texto que apareció en la pequeña pantallita frente a ella y frunció el ceño. Miró a la señora Oliveros con aire de perplejidad.
—Lo siento —dijo en voz muy baja, como si no quisiera que la oyesen las otras clientas que aguardaban su turno—. La máquina no acepta la transferencia. Dice que su cuenta ha sido cancelada.
Lo primero que pasó por la mente de la señora Oliveros fue la imagen del señor Oliveros fugándose con una bailarina.
—No puede ser —jadeó.
La cajera señaló la pantalla de su terminal con un gesto que era casi de disculpa. La señora Oliveros salió del supermercado como una tromba, sin sus compras y arrastrando a su hijo tras de sí.
—¿Y a mí quién me arregla ahora el lío de todo este género que tengo ya contabilizado? —preguntó la cajera con voz quejumbrosa, sin dirigirse a nadie en particular.
Olvídense, a partir de ahora, de llevar dinero en los bolsillos, de tener siempre cambio disponible, de dudar de si lleva bastante efectivo para comprar eso que le apetece. Desde hoy, lo único que necesitará es llevar siempre consigo su Tarjeta de Identificación Bancaría, recordar su código personal, secreto e intransferible, y apoyar su pulgar en la pantalla detectora para confirmar su aceptación de la transferencia de fondos. Todo lo demás lo harán nuestros ordenadores. Ya no tendrá que mancharse más sus manos con sucio dinero. La TIB es limpia, cómoda y práctica.Y además tiene alcance mundial.
(Orson Hallicoat, 17° Presidente del FMI y 1er Presidente de la Unión Internacional Bancaria.)
El señor Oliveros estaba más nervioso que un bloque de gelatina en un vibrador de masaje. Llevaba ya tres horas en aquel despacho, mientras la gente entraba y salía, iba y venía, y el señor López del Portillo y Ramón de Iría, director zonal de su banco, hacía preguntas, obtenía respuestas y examinaba papeles con más preocupación que ansias de tranquilizar.
—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Oliveros en un momento en que el despacho había quedado vacío de subalternos—. ¿Puede darme alguna explicación?
El director zonal alzó la vista y pareció mirar a través de su interlocutor.
—Para cancelar una cuenta en nuestro banco se necesitan las firmas de todos sus titulares, y usted niega haber firmado una orden de cancelación —dijo—. De modo que su esposa no puede haber cancelado su cuenta sin que usted se enterara. Pero lo más curioso es que nuestro ordenador no nos indica «cuenta cancelada», sino «cuenta inexistente». Esto supone una gran diferencia.
El señor Oliveros no veía ninguna diferencia.
—Mírelo aquí —dijo el director zonal, palmeando la pantalla del terminal de su despacho—. Lo dice bien claro. No es que su cuenta haya sido cancelada, sino que. Simplemente no existe.
El señor Oliveros no supo si echarse a reír o empezar a golpear con los puños sobre la mesa.
—Oiga, no me llene más la cabeza. Hace un par de días fui a comprar tabaco y luego le puse gasolina al coche. Por cierto que no pude llenar el depósito porque aún no me habían abonado la nómina y andaba corto de saldo. ¡Y esas malditas máquinas me admitieron ambos pagos! Ayer, hoy todo lo más tarde, tienen que haberme abonado la nómina de mi empresa. ¡Y ahora viene usted y me dice que mi cuenta no existe! Entonces, ¿dónde ha metido el dinero mi empresa? ¿Qué hago yo con mi TIB en la mano? ¿Cómo me he inventado mi código personal? Usted mismo ha admitido antes que la máquina ha aceptado ambas entradas como correctas.
—Sí, sí, eso es cierto —dijo el director de zona, a quien le gustaba usar las palabras precisas en el momento preciso—. Acepta el input, porque es correcto. Pero no da a cambio ningún output. No puede extraer datos de su cuenta, simplemente porque esa cuenta no está en sus registros.
El señor Oliveros se mordió nerviosamente los labios. De pronto se le ocurrió que su mujer estaría empezando a preocuparse: había acudido al banco al salir del trabajo, para comprobar que realmente estaba abonada su nómina, cosa que hacía todos los meses, no por desconfianza, simplemente por seguridad. Y de allí se había venido directamente a la central de la zona para averiguar qué había ocurrido con su cuenta. Como mínimo debía hacer cuatro horas que tendría que haber llegado a su casa. Y ni siquiera se le había ocurrido llamar.
—¿Puedo usar el teléfono? —pidió. El director de zona, absorto en sus propios pensamientos, asintió mecánicamente con la cabeza.
El señor Oliveros tomó el auricular y tecleó el número de su casa. La pantalla se iluminó, vibró, parpadeó con la señal de llamada. Luego la imagen se aclaró y apareció el rostro de su esposa.
—¿Cariño? —dijo el señor Oliveros, sintiéndose culpable de algo sin saber exactamente de qué,
—¡Tú, tú… especie de Landrú, degenerado, mal hombre! ¿Con quién te has ido? ¿Por qué has cancelado nuestra cuenta? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Qué has hecho con nuestro dinero?
Al señor Oliveros no se le ocurrió decirle que él solo no podía cancelar la cuenta, como máximo podía transferir todo su saldo a otra cuenta pero nunca anularla, que a fin de cuentas el dinero que tenían en ella, aunque le acabaran de abonar la nómina, no era tan importante como para tomarse aquella molestia.
Su sentimiento de culpabilidad se acentuó.
—Escucha, cariño, luego te explicaré…, si es que consigo averiguar lo que ha pasado. Estoy en la central del banco, ¿sabes? Parece que ha habido un error, un malentendido o algo así, y están tratando de averiguarlo. No sé lo que voy a tardar, pero no te preocupes. Adiós.
Colgó apresuradamente, antes de que ella pudiera decir algo más. El director de zona le estaba mirando ahora de una forma muy intensa.
—Lo ocurrido es incomprensible —dijo—, A menos… —hizo una pausa, como si la idea se le hubiera ocurrido en aquel momento—, a menos que haya intentado usted efectuar alguna manipulación fraudulenta en su cuenta, y gracias a los controles de seguridad que tiene establecidos el banco le haya salido mal.
El señor Oliveros enrojeció violentamente.
—Oh, Dios —musitó, dándose cuenta de las implicaciones de aquella afirmación. Se hundió y se hizo pequeño en su sillón.
Nuestros cuidadosos sistemas de control, la perfección de nuestros equipos de ordenadores, la gran fiabilidad de nuestros programas, hacen que no exista ni la más mínima posibilidad de error en el complejo de operaciones que usted puede ordenarnos.
Su dinero, en nuestras cuentas, está más seguro que en la más protegida de las cajas fuertes, y disponible para usted las veinticuatro horas del día. Y, además, le rendirá unos sustanciosos intereses. (Un speaker de la UIB, en una alocución televisada con motivo de la implantación mundial del sistema de TIBs.)
El director general del banco paseó su mirada por los siete altos empleados que rodeaban su escritorio en el despacho. La mesa estaba llena de ceniceros medio llenos y whiskys medio vacíos. Había una tensa expectación.
—Y éste es el problema —dijo el director de zona—, Al parecer, ese tal Oliveros actúa de buena fe. El empleado de nuestra sucursal admite conocerlo como cliente desde hace tiempo, y que siempre ha manejado una cuenta en nuestro banco con absoluta regularidad, aunque nunca haya tenido un saldo importante, lo cual en estos tiempos no es nada extraño. Algunas averiguaciones en las tiendas que frecuenta nos han revelado que nuestro hombre ha utilizado frecuentemente su TIB en ellas, sin más problemas que los eventuales cargos diferidos por falta de saldo que tan de moda se están poniendo últimamente. Parece que su cuenta existió realmente hasta hace dos días.
Un hombre entrecano, a su izquierda, carraspeó. Era el jefe de contabilidad del banco.
—¿No se tratará de una serpiente que ha salido a la luz? —preguntó.
La temida palabra hizo que se les erizase el vello de la nuca a todos los reunidos. El jefe de informática, a su derecha, negó vigorosamente con la cabeza.
—Una serpiente presenta otras características completamente distintas. Ya sé, ustedes me dirán que cada serpiente que aparece no tiene ningún punto en común con las anteriores, lo cual hace que permanezca inidentificable mientras no salga de alguna manera del ordenador. Pero en el momento en que asoma la cabeza, permítanme expresarlo así, es inmediatamente identificable como tal… sean cuales sean sus características. Aunque —añadió con cierta tristeza— la mayor parte de las veces seamos incapaces de averiguar cómo ha sido introducida y por quién. No, esta vez se trata de algo distinto.
—¿Cómo qué? —preguntó el jefe de personal, cuyo principal interés en aquella reunión era averiguar si alguno de los empleados del banco estaba implicado en el asunto—. Necesitamos saber exactamente lo que ha ocurrido.
—He hecho algunas comprobaciones —dijo el jefe de programación—, y pienso en la TIB que ese hombre extravió. Quizá, al efectuarse la anulación…
—Pero la anulación de una TIB no supone ninguna modificación en la cuenta en sí —protestó el jefe de informática.
—En teoría. Últimamente venimos detectando algunas anomalías en ese tipo de correcciones de datos.
—¿Como cuáles? —preguntó desafiante el auditor general.
—Sé de un caso, no hace mucho, en el que, simplemente, la anulación de la tarjeta trajo consigo la anulación del nombre completo del cliente en todos los registros, incluso los generales de la UIB. ¡Y el cliente era una empresa que tenía cuentas en varios países!
—Pero eso no implica…
—Sí implica. En otro caso, el ordenador central identificó el número de la TIB con el código personal, y el cliente se volvió loco porque todas sus transferencias le eran rechazadas. Claro que nada de esto ocurrió en nuestro banco. Y en otra ocasión un cliente…
—Pero esos fallos no pueden ser imputados al ordenador —protestó el jefe de informática.
—Por supuesto. Generalmente se trata de fallos de los operadores: piensen que, antes de que un dato de modificación entre en el gigantesco ordenador central de la UIB, pasa por no menos de veinte manos, y aunque existen numerosos controles el error es siempre posible. Pero como analista de sistemas debo decirles que el programa general del ordenador de la UIB es tan complejo que, en ocasiones, un previsible fallo humano puede traer insólitas consecuencias…
—¿Como cuáles? —preguntó interesado el director general.
—Bueno, no se puede particularizar, pero desde hace tiempo vengo diciendo…
—No se exprese como un simple programador —dijo el auditor general con voz hosca—. Hable de forma concreta.
El jefe de informática carraspeó.
—Bueno, no puedo predecir nada, pues ya saben que el ordenador central de la UIB está en Nueva York, y para tener acceso directo a sus datos deberíamos trasladarnos allí. Pero según lo que hemos podido averiguar de los datos de nuestro propio ordenador de enlace, el día 27 nuestro cliente hizo un par de transferencias de su cuenta: una a un estanco y otra a una gasolinera, y el saldo al final del día era insignificante: 147,18. Al día siguiente, el 28, se produjo el abono de la nómina…, pero al final del día su cuenta ya no aparecía en el resumen diario: había desaparecido.
—¿Y? —dijo el auditor general.
Siempre he estado en contra de que todo el servicio informático de la UIB esté centralizado en Nueva York, en vez de que cada banco miembro posea su propio sistema de ordenadores y pase sus datos al final del día al servicio central, en vez de ser al revés, como ocurre ahora. Un ordenador demasiado grande es susceptible a muchos más fallos y manipulaciones…, bueno, a cualquier tipo de cosas.
—No haga política con este asunto —gruñó el auditor general—. Todos conocemos su postura al respecto, pero formamos parte de una unión y debemos aceptar las decisiones de la mayoría. ¿Qué quiere decir exactamente con esto?
El jefe de informática apagó nerviosamente su cigarrillo en el repleto cenicero.
—Bueno, el día en que… hum…, desapareció la cuenta de ese hombre, Oliveros, se produjeron dos hechos que debemos tener en cuenta. En primer lugar, hubo una avería en una de las líneas de enlace con Nueva York, que duró casi diez minutos. Y en segundo lugar se efectuó la anulación de la tarjeta extraviada por el cliente.
—¿La anulación? ¿No la había perdido hacía ya días?
—Quince, exactamente —el rostro del jefe de informática se iluminó—, Ése es precisamente un punto que me gustaría tocar más a fondo. Cuando uno de nuestros clientes pierde su TIB, le extendemos automáticamente una TIB nueva y efectuamos una retención en su cuenta sobre la TIB antigua extraviada, pero no podemos anular esa TIB anterior por nosotros mismos, sino que debemos enviar los datos al ordenador central de Nueva York para que sean ellos quienes efectúen la anulación. Y ellos siempre suelen ir sobrecargados de trabajo. Ya saben que siempre he opinado..
—Sabemos lo que siempre ha opinado —cortó el director general—. Para usted, cada miembro de la UIB debería poder actuar de forma autónoma. Pero ya sabe también que en los primeros tiempos de implantación del nuevo sistema monetario centralizado bancaria— mente se intentó hacerlo así, y las serpientes que empezaron a salir amenazaron con ahogar todo el sistema. No, la UIB sabe muy bien lo que hace… aunque a veces surjan problemas como éste.
—Pero lo importante es que nuestro cliente formula una reclamación —dijo el director de zona—. Y creo que deberíamos atenderle.
—Todavía no sabemos si obra realmente de buena fe —opuso el auditor general.
—La única forma de saberlo es ir a Nueva York y examinar a fondo los datos del ordenador general —dijo el jefe de informática.
—No podemos proceder precipitadamente —opinó el director general—. Nos hallamos ante un caso que puede sentar precedente si actuamos con excesiva precipitación. Hay que estudiar a fondo todos los elementos antes de emitir un juicio definitivo.
—Pero mientras tanto, nuestro cliente… —el director de zona dejó la frase en suspenso.
—¿Qué saldo tenia su cuenta cuando…, cuando se produjo la desaparición? —preguntó el director general.
—147,18 créditos al iniciar el día; 78.497,18 al finalizarlo, si realmente su nómina entró en cuenta.
—Un cliente de poca importancia. Bueno, que espere. Todavía no sabemos si es culpable de algo o no en todo este asunto. Primero debemos averiguarlo.
—Yo apostaría a que no lo es —dijo el director de zona, con un convencimiento de circunstancias.
—Esa opinión tendría validez si fuera un cliente de millones, pero no en este caso —gruñó pragmáticamente el director general—. Haremos todas las averiguaciones que sean necesarias, pero no nos someteremos a ningún tipo de presión. Creo que la cosa está clara.
—Sí —murmuró el director de zona—. Muy clara.
—Bien. Entonces, usted —señaló al jefe de informática—, vaya a Nueva York si es preciso, y averigüe todo lo que pueda de lo que ha ocurrido. Mientras no sepamos exactamente cómo se han desarrollado las cosas, no tomaremos ningún tipo de decisión. No es cuestión de dinero —se apresuró a añadir—; es la seriedad de nuestro banco lo que está en el alero. ¿Imaginan lo que sucedería si se divulgara públicamente que una de nuestras cuentas, así, simplemente, puede desaparecer’
Nadie respondió. Todos lo imaginaban.
Nuestra sociedad de intercambios ha evolucionado hasta tal punto que un hombre, sin su TIB, no es nada.
Ese pequeño rectángulo de plástico de color plateado es nuestro salvoconducto para la supervivencia. Un hombre sin TIB es un paria, un desheredado… Es mucho menos que nada.
(Hubert Malthussen, filósofo oficial de los mass media.)
El señor Oliveros estaba sentado en el sillón de su sala de estar, rumiando sus problemas con aire abatido. Al fondo, el televisor mural vociferaba un violento western, para mayor regocijo de su hijo Miguel. Pero él ni siquiera lo veía.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo la señora Oliveros. Como toda buena ama de casa, no entendía demasiado del complicado mundo bancario, más allá del hecho de que podía ir a comprar lo que quisiera con su tarjeta plateada mientras en la cuenta hubiera saldo suficiente para pagar la cuenta.
El señor Oliveros se encogió de hombros.
—No se —admitió—. En el banco me han pedido que les dé unos días de margen, que averiguarán lo ocurrido y lo solucionarán. Su— pongo que todo se arreglará en poco tiempo.
—Pero ¿y mientras tanto? Necesito ir a comprar, apenas tenemos comida, esperaba a que te abonaran el sueldo para ir al supermercado. Además, empezarán a venir los recibos del mes.
—Será cosa de pocos días, ya verás.
—Pero lo importante es que has cobrado tu sueldo y nadie sabe dónde está. Todo esto es muy extraño. —La señora Oliveros aún seguía desconfiando de que su marido no le estuviese ocultando algo inconfesable.
—Hoy estuve hablando con el contable de la empresa. Dice que enviaron la relación de nóminas a su banco, como de costumbre, y que su banco dio por buenas todas las transferencias. Así que tienen que estar abonadas.
—Pero entonces, la tuya, ¿dónde está?
El señor Oliveros se encogió de hombros. Más que desanimado, se sentía abatido. Contempló distraídamente cómo el héroe de la película de televisión abatía a once malhechores sin recargar su único Colt.
—Y mientras tanto —machacó la mujer—, los recibos van a ir llegando, y no los podrán cargar en ningún lado. La luz, el teléfono, el agua, el colegio del niño… Y los plazos, no lo olvides: el televisor mural, la reforma de la cocina… Van a devolverlo todo. Y las compañías empezarán a venir a reclamar. ¿Qué vamos a decirles? ¿Que el banco se ha equivocado y ha borrado nuestra cuenta de sus, esto, memorias o como se llamen? No se lo van a creer. Nos cortarán el teléfono, no podré hablar con nadie, ni podremos ver la televisión porque también nos cortarán la luz. No podremos pagar el alquiler del piso, de modo que nos echarán de aquí. Ni podremos ponerle gasolina al coche. Qué espanto…
—Mujer, se trata tan sólo de esperar unos días. Todo se arreglará en seguida, ya lo verás.
—No me fío de los bancos. Nunca me he fiado. Son mala gente. Antes todo era mucho más sencillo. Podías ver el dinero, tenerlo entre tus manos, tocarlo, contarlo. Ahora todo son números en un trozo de papel.
—Pero es mucho más práctico.
—Menos cuando fallan las cosas, como ahora.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Ir allí y amenazarles?
—Eso es lo que tendrías que haber hecho ya. La verdad, siempre deseé tener un marido con un poco más de… de eso que hay que tener.
La implantación de las TIBs supuso la virtual desaparición en todo el mundo del papel moneda de curso legal. Desde el momento en que todo puede pagarse automáticamente mediante una transferencia bancaria de fondos, lo único que necesita cualquier comercio es solicitar de su banco la instalación de una terminal de enlace, cosa fácil de conseguir. Una vez instalada la terminal, el cajero, con la conformidad del cliente, efectúa de forma automática la transferencia del importe correspondiente de la cuenta del cliente a la suya propia, aunque estén en bancos distintos, puesto que la UIB engloba a todos los bancos del mundo. Como sea que estos terminales de enlace o de extensión, como también se les llama, sólo admiten un tipo de operación, la transferencia de fondos, tras la Introducción de la TIB del cliente, su código personal y la detección por pantalla de la huella de su dedo pulgar, las posibilidades de manipulación del terminal son prácticamente nulas. Gracias a ello la delincuencia ha bajado ostensiblemente, ya que en cualquier tienda lo único que es posible robar ya es género.
(Alfin Vopler, autor del best—seller «El futuro está ahí».)
El dueño del supermercado agitó pesaroso la cabeza.
—Lo siento, señor Oliveros, pero compréndalo. Ya sabe que otras veces le hemos aceptado sin ningún problema el pago diferido de mis compras, siempre ha gozado de toda nuestra confianza. Pero. ahora… ¿Cómo puedo justificar una salida de género sin una contrapartida bancaria, aunque sea diferida? Su problema no es que no haya saldo en su cuenta, sino que esa cuenta no existe. ¿Qué garantía contable tengo? Ya sabe que nuestras cuentas están en e1 mismo banco, así que he hablado con ellos, y me han dicho que su problema es peliagudo… Muy peliagudo. ¿Cómo quiere que me arriesgue? Además, mi ordenador nunca me aceptará una operación así.
—Sí, le entiendo, pero querría que comprendiese mi situación. Se trata de un error, y estoy seguro de que el banco me resarcirá por los daños y perjuicios. Pero averiguar esas cosas toma su tiempo, y quizá pasen diez, quince, veinte días antes de que todo se aclare, y qué hago yo mientras tanto?
—.o comprendo, lo comprendo de veras. Pero no puedo, se lo |juro Qué más quisiera yo que poder ayudarle.
El señor Oliveros salió de la tienda tremendamente irritado y desanimado. Aquella misma mañana había explicado su caso en la empresa, y les había solicitado un anticipo. Sí, no había ningún problema en concedérselo, le habían dicho, pero ¿dónde iban a abonárselo, si su cuenta ya no existía? Podía abrir otra, por supuesto, de hecho ya había efectuado la solicitud, aconsejado por el propio director de zona de su banco, pero los trámites de apertura llevaban unos quince días, y por entonces esperaba que el asunto ya se hubiera solucionado. El problema era ahora. Hasta que las cosas se arreglaran, ¿de qué iban a vivir? ¿Con qué podrían pagar todos los gastos que debían estar ya acumulándose?
Entró en su casa. Todo estaba a oscuras.
—¿Cariño? —llamó. Su mujer apareció llorando desde el fondo del lóbrego corredor—, ¿Qué ocurre?
—Nos han cortado la electricidad —hipó ella—. Por falta de pago.
—Oh —dijo el señor Oliveros—, No pueden hacerlo. ¿Por qué les has dejado?
—Ni siquiera han venido. Han llamado por teléfono, y me han dicho que el recibo de consumo les había sido devuelto por el banco, y que debíamos pasar hoy mismo por sus oficinas para hacer la transferencia, antes de las doce, para evitarles el tener que suspender el suministro. He intentado explicarles lo que nos pasaba, pero resulta que la llamada era una grabación. Parece ser que tienen automatizado todo el proceso, porque a las doce en punto, como no habíamos acudido a pagar, su propio ordenador ha cortado el suministro.
El señor Oliveros empezó a sentirse auténticamente irritado.
—Voy a llamarles, y les voy a decir cuatro cosas bien dichas. Van a oírme. —Se dirigió con paso enérgico hacia el teléfono.
—Es inútil que lo hagas —dijo la señora Oliveros—, El teléfono tampoco funciona. Supongo que también deben haberlo cortado, aunque ellos ni siquiera se han tomado la molestia de avisarnos.
—Oh —dijo de nuevo el señor Oliveros, y esta vez su voz sonó deshinchada.
Efectivamente, en algunas ocasiones se han producido fallos de ordenador que los más expertos analistas de sistemas aún no han sabido explicar. Simplemente, en la mayoría de los casos, algunos datos de nuestros clientes han desaparecido. Se sospecha que pueda ser consecuencia marginal de algunas manipulaciones fraudulentas, de las que se sabe existen y no pueden ser detectadas en ocasiones hasta que simplemente surgen por sí mismas, pero nada de eso ha podido ser confirmado. De todos modos, dada la magnitud del ordenador central de la UIB en Nueva York, y el volumen de operaciones que pasan diariamente por sus cintas, debemos considerar que esos fallos no son en absoluto significativos, casi se podrían calificar de desdeñables, por lo que aconsejamos a todos nuestros bancos asociados…
(Informe confidencial núm. 718/98 de la UIB a todos sus miembros.)
—El asunto está siendo examinado en la sede central de la UIB en Nueva York —dijo el director general al director de zona por teléfono—, Sí, comprendo que esté usted preocupado, pues son su zona y su cliente, pero ya sabe que estas cosas llevan su tiempo.
—Pero el señor Oliveros está cada vez más nervioso —argumentó el director de zona—, Y lo comprendo. No puede comprar nada en ningún sitio, ni siquiera tomar un transporte público. Le han cortado la luz, el teléfono, el agua, y aunque el casero le ha dado un cierto margen después de que él le explicara el caso, si no paga el alquiler de la casa dentro de este mes lo echarán. A su hijo le han dicho taxativamente que no vuelva por el colegio mientras su padre no haya pagado la mensualidad pendiente. Actualmente está viviendo, gracias a Dios, en casa de sus cuñados, que se han brindado a acogerle mientras dure esta situación, pero el hombre está desesperado. La empresa donde trabaja está de acuerdo en concederle un anticipo, pero no tienen ninguna cuenta donde poder abonarselo, y aunque hemos solicitado la apertura de una cuenta nueva con toda urgencia, la sección informática de la UIB en Nueva York nos ha dicho que están sobrecargados de trabajo, y que no pueden romper la cadena de proceso intercalando una nueva entrada por el mero hecho de que sea urgente, de modo que hay que esperar los quince días reglamentarios. Ha acudido a verme ya siete veces, una cada día, y la última vez estaba realmente irritado, casi violento. Me exigió soluciones inmediatas. Y no supe qué contestarle.
—MI director general sonrió a la pantalla del teléfono con una cierta suficiencia.
—La próxima vez dígale que lo piense un poco antes de amenazar a la UIB. Aún no sabemos si todo lo ocurrido no ha sido por culpa suya, si no quiso pasarse de listo. Dígale simplemente que, si desea reclamar algo, que no se preocupe, que no dude: que lo haga. Cuando quiera puede presentar una demanda judicial contra nosotros. Ya nos encargaremos de hundirle. Además —sonrió sardónicamente—, aunque se decidiera a hacerlo, no sé cómo va a pagar a un abogado…
El director de zona se abstuvo de hacer ningún comentario.
Un ordenador es como un huevo. No se puede hurgar en su interior sin romper la cáscara.
Y rompiendo la cáscara lo único que consigues es cargarte definitivamente el huevo.
(Máxima anónima pegada a la puerta de entrada de la sección de informática de la UIB en Nueva York.)
El jefe de informática miró a las siete personas reunidas en torno al escritorio del director general del banco. Sin saber exactamente por qué, se sentía como un alumno ante un tribunal examinador, y aquello hacía que su humor se agriase. Se encogió imperceptiblemente de hombros, como queriendo alejar aquellos pensamientos de su cabeza. Con la fijación propia de un buen analista de sistemas, empezó a enumerar los hechos:
—Investigar algo en el centro de informática de Nueva York es algo así como morirse —dijo—. Lo que he podido averiguar es: a) efectivamente, nuestro cliente poseía una cuenta abierta en nuestro banco hasta el día 28 al inicio de las operaciones; b) incomprensiblemente, al cerrar las operaciones ese día, su cuenta había desaparecido; c) el día en cuestión la cuenta tuvo dos movimientos, un abono de nómina hecho desde nuestra misma ciudad, y una anulación de TIB extraviada hecha desde la sección informática central; d) ambas operaciones entraron normalmente y recibieron su correspondiente OK; e) al finalizar el día, la cuenta, los datos de los titulares y el saldo habían desaparecido de la cinta maestra del ordenador; f) no se produjo ningún descuadre en los números generales del ordenador, por lo que evidentemente tuvo que producirse una compensación con alguna otra cuenta; g) los técnicos de Nueva York no han hallado datos que indiquen cómo pudo suceder todo esto, y su opinión es que más vale dejarlo discretamente tal como está; h) esto es todo lo que puedo decir.
Hubo un largo silencio. El auditor general, que había estado todo el tiempo jugueteando con un lápiz, dijo:
—¿Es realmente… todo?
Las implicaciones eran obvias. El jefe de informática asintió enérgicamente, casi ofendido.
—Absolutamente todo. Al menos, todo lo que está dentro de nuestra capacidad humana. El compañero informático —señaló con un gesto rápido al jefe de programación— ha estado comprobando todos los datos de nuestro ordenador de enlace sin encontrar tampoco nada. Cualquier fallo que se haya producido ha sido en el ordenador general de Nueva York, no en el nuestro, y conociendo cómo trabajan allí no me atrevería a poner las manos en el fuego sobre lo que puede haber ocurrido.
—Bueno, dicen que ustedes los informáticos son duchos en liar las cosas dentro de los ordenadores —dijo suavemente el representante de los accionistas.
Tanto el jefe de informática como el de programación enrojecieron levemente, aunque ya estaban habituados a aquel tipo de comentarios.
—Ciertamente —dijo con lentitud el jefe de informática—, se dice que cualquier informático listo con acceso a la programación general puede crear una serpiente informática que haga de las suyas dentro del ordenador central sin que pueda ser detectada a menos que, ocasionalmente, surja por casualidad. De hecho, es algo que ha sucedido a veces.. Según mis informes —miró desafiante a los reunidos— se han detectado en el último año siete serpientes que brotaron a la superficie, de las cuales se pudo hallar al responsable en dos de los casos, y se calcula que habrá otras doscientas o trescientas culebreando por las entrañas del ordenador, lo cual es poco a nivel mundial. Pero como ustedes saben muy bien, la existencia de tales serpientes es algo que todos los bancos admiten y dan por hecho muy a su pesar, y calculan ya en sus cuentas de pérdidas y ganancias, puesto que es un elemento indetectable, aún con nuestras técnicas actuales. De todos modos —se permitió una amplia sonrisa— debo informarles que ninguna serpiente localizada en el ordenador central desde su entrada en funcionamiento, hace siete años, ha podido ser imputada a nuestro banco, de modo que cualquier observación en contra roza casi el insulto — sus ojos se clavaron fijamente en el representante de los accionistas—, y debo decirles que la tomaré como tal.
—En ningún momento he querido insinuar que dudara de la rectitud y buena fe del personal informático de nuestro banco —se apresuró a decir el hombre.
La sonrisa del jefe de programación se hizo más amplia.
—Todo nuestro personal es informático, no lo olvide, excepto los altos cargos ejecutivos como ustedes —dijo lentamente el jefe de informática— Pero lo que quería decirles es otra cosa: el saldo que ofrecía la cuenta de nuestro cliente en el momento de su… desaparición, era tan ridículo que ninguna serpiente que se precie se molestaría en enroscarse en él. Buscan bocados más apetitosos. No, señores, si desean mi modesta opinión de analista, creo que nos encontramos ante un genuino error del ordenador central de Nueva York.
—Los ordenadores no se equivocan —dijo rápidamente el auditor general.
El jefe de informática frunció los labios en un gesto muy suyo.
—Oh, no. No se equivocan nunca… en teoría. Pero los fallos imprevisibles pueden surgir en cualquier momento. Recuerden por ejemplo que, el día que estamos comentando, hubo un fallo en las líneas de enlace de nuestro ordenador puente con Nueva York. Y además se ha demostrado en la práctica que la anulación de tarjetas extraviadas es uno de los programas más deficientes de nuestros colegas de la oficina central. Miren, como informático puedo decirles que los errores de cualquier ordenador son muchos y muy variados, aunque casi siempre se detectan al momento y son subsanados por los mecanismos de control del propio ordenador, con lo que nadie se entera de ellos. Pero siempre hay alguno que cuela, y perdonen la expresión, y entonces nadie sabe qué decir al respecto. Creo que éste ha sido el caso en la presente ocasión, aunque no pueda probarlo: si pudiera ya le hubiera puesto remedio. Pero así es como suceden las cosas. Sinceramente, creo que, teniendo en cuenta el saldo que figuraba en la cuenta de nuestro cliente en el momento de producirse el fallo, fuera motivado por lo que fuera, lo mejor es abonarle ese importe en una nueva cuenta, pedirle disculpas por las molestias que le hemos ocasionado, y olvidar el asunto.
—Pero esto sería tanto como reconocer que la fiabilidad que siempre le hemos adjudicado a nuestro sistema tiene fallos —mur—muró el director general—, ¿Imaginan lo que representaría una campaña de prensa en tal sentido contra nosotros? Podría hacer que se tambaleasen los cimientos de la UIB.
El jefe de informática se alzó de hombros.
—Si quieren que les sea sincero, parece que el caso que nos ocupa es más frecuente de lo que parece, y se debe a un fallo en la compleja programación del ordenador central que aún no se ha podido localizar y subsanar. Aunque los bancos somos muy nuestros en estas cosas —dirigió una leve sonrisa irónica a todos los presentes—, rumores que me han llegado de diversos sitios me hacen sospechar que el «síndrome Oliveros», permítanme llamarlo así, es bastante común, aunque hasta ahora hayamos tenido la fortuna de que nunca se presentase en nuestro banco. Así que pueden hacer lo que quieran: ustedes son los especialistas en la toma de decisiones. Pueden seguir investigando si lo desean; yo puedo pasarme de uno a tres meses buscando en Nueva York; serán unas excelentes vacaciones a cargo de la empresa, pero no les garantizo que saque nada en limpio. Y no hace falta que les diga el dinero que eso va a costarle al banco.
Aquella última era una razón de peso. Los reunidos se miraron mutuamente, sin saber qué decir. Finalmente, el director general suspiró ruidosamente.
—Está bien —dijo—. Mal que nos pese, creo que debemos tomar una decisión.
¿De qué se queja usted? Al fin y al cabo, todo el mundo es culpable mientras no se demuestra lo contrario.
(Frase popular.)
El señor Oliveros se puso su mejor traje, su mejor camisa, su mejor corbata, sus mejores zapatos y su mejor sonrisa. Su cuñado le miraba burlonamente. Se peinó con cuidado ante el espejo, procurando que no le quedara ningún pelo rebelde.
—¿Qué crees que van a decirte? —preguntó su cuñado.
—No lo sé —admitió el señor Oliveros—, ¿Pero qué pueden decirme? Además, el director de zona, cuando me llamó por teléfono a 1a empresa, me dijo que es el propio director general del banco el que acude a entrevistarse conmigo. Se sienten culpables por lo ocurrido, seguro.
El cuñado del señor Oliveros nunca había creído demasiado en las explicaciones de éste sobre lo ocurrido. Imaginaba que su cuñado K lo había querido pasarse de listo de algún modo, aunque no podia imaginar cómo, y en cierto modo esto le hacía mirarle con algo de admiración y envidia…, si bien reconocía que en el fondo era tan estúpido y desgraciado que todo le había salido mal, o quiza, en su mala suerte, había omitido algo.
—Pero te han tenido quince días en la indigencia —observó—. Si no llega a ser por nosotros…
El señor Oliveros estaba ya harto de aquel aire de condescendencia que adoptaba su cuñado desde que, a resultas de las súplicas de su mujer, los había admitido en su casa.
—Ya te dije que cuando se solucionara todo te pagaría todos los gastos, no te preocupes por eso.
—No se trata de eso, muchacho. Piensa más bien en lo que vas a tener que pagarles a las compañías de la luz, del teléfono, del agua, por la reanudación del servicio. Tengo entendido que últimamente cobran caro por eso. ¿Y qué va a decirles tu hijo a sus compañeros de colegio?
—Vete al diablo —gruñó el señor Oliveros, que ya tenía bastantes preocupaciones rondando por su cabeza. Se dio un último toque al nudo de la corbata y salió a la calle tras darle un frugal beso a su nerviosa esposa.
Llegó a la delegación de zona del banco cinco minutos antes de la hora fijada para la entrevista. Le hicieron esperar un buen cuarto de hora en una antesala llena de manoseadas revistas atrasadas. Luego, una señorita de opulentas formas y voz estridente se asomó por la puerta e indicó:
—¿El señor Oliveros? Pase, por favor.
Entró en el despacho. El director de zona estaba de pie a un lado, mientras que el asiento ante el gran escritorio estaba ocupado por otro hombre de mayor edad, más elegante y distinguido, con el cabello plateado y la mirada penetrante tras unas gruesas gafas de concha.
—¿Señor Oliveros? Siéntese, por favor. —Aguardó a que su visitante se hubiera sentado, y entonces empezó sin preámbulos—: Hemos estudiado atentamente su caso, y quiero serle franco. Estamos convencidos de que se ha producido una manipulación fraudulenta en su cuenta. —Levantó rápidamente una mano—. No, no nos interprete mal. No estamos acusándole de que haya sido usted el culpable de la manipulación… aunque tampoco podemos descartar tal posibilidad. La verdad es que el autor del hecho, haya sido quien haya sido, o es muy listo o es muy torpe. Casi juraría que es muy torpe —añadió.
Hizo una pausa para inspirar un poco de aire.
El señor Oliveros fue a decir algo, pero su interlocutor se apresuró a cortarle:
—La situación, en la actualidad, es en pocas palabras la siguiente: nuestros métodos actuales de detección no nos ofrecen ninguna dificultad para saber lo ocurrido exactamente. Pero los costos de tal investigación, en relación con el saldo de su cuenta, no nos compensan el emprender una acción de este tipo. Además, si el resultado de nuestras pesquisas demostrara que el culpable de todo lo ocurrido es usted, deberíamos cargarle todos los gastos de investigación, judiciales y demás, y esto, teniendo en cuenta lo que cobra usted mensualmente, le arruinaría.
El señor Oliveros empezaba a sentirse intimidado. Palideció.
—Pero oiga, yo…
—No, no quiera discutir con nosotros, por favor —le interrumpió rápidamente el director general—. Su caso ha pasado ya al consejo de nuestro banco. Yo, personalmente, soy de la opinión de que deberíamos llevar el asunto hasta el final… Pero los miembros del consejo son más prácticos, o tal vez más benévolos. Tras estudiar atentamente el asunto, y aun estando convencidos de que en su cuenta tiene que haberse producido necesariamente una manipulación, han decidido en bien de todos dejar las cosas tal como están, es decir, no emprender ninguna acción contra usted. Creo que debería alegrarse usted por ello.
—Pero —musitó el señor Oliveros, aturdido—, mi cuenta…
—Cuando se llegó a esta decisión —continuó imperturbable el director general, como si no hubiera oído nada—, yo propuse al consejo que simplemente le hiciéramos firmar a usted un documento por el que renuncia a todos los derechos de su cuenta y a cualquier reclamación sobre la misma, a cambio de que nosotros no emprendamos ninguna acción legal contra usted. Pero, le repito, el consejo de nuestro banco es benévolo. Así que, para matar el asunto, han decidido proceder a la apertura de otra cuenta a su nombre, con idénticas características a la manipulada, y al abono de la cantidad que tenía usted en la antigua en el momento de su… esto… desaparición como primera partida. Algo que realmente yo no hubiera apoyado nunca.
El señor Oliveros se sintió un poco más aliviado.
—Bueno, siendo así…
—Pero escúcheme atentamente. —El director general alzó el tono do su voz, amenazándole bruscamente con un enhiesto dedo—. nuestro banco ha decidido ser generoso con usted simplemente porque no deseamos ningún tipo de publicidad. No queremos que cualquiera piense que puede manipular nuestras cuentas y salirse con bien de ello. De modo que, por su propio bien, vamos a dejar las cosas así. Apenas cruce la puerta de este despacho, olvídese de todo lo ocurrido y de su posible implicación en ello, y no comente con nadie nuestra generosa decisión. Porque, se lo advierto, v lo estoy hablando muy en serio: si llega a nuestros oídos cualquier comentario externo relativo a su caso, si aparece cualquier nota en los periódicos, si se le da la menor publicidad al asunto, entonces sí que no nos importará el dinero: abriremos una investigación en toda regla, llegaremos al fondo de la cuestión, y actuaremos contra usted con todo el peso de la ley. Le crucificaremos,
—¿Entiende Téngalo por seguro.
El señor Oliveros pareció disminuir de talla en unos buenos cinco centímetros. Se agitó nervioso en su silla.
—Les juro que yo…
El director general dulcificó ligeramente el tono de su voz.
—Bueno, no hablemos más del asunto. Yo soy el primero que quiere olvidar este desagradable tema. Vaya ahora a la planta baja de este mismo edificio, a la sección de cuentas nuevas. Allí le harán firmar todos los papeles necesarios: su renuncia a cualquier reclamación, la orden de transferencia del saldo de una a otra cuenta, le retirarán las tarjetas antiguas (supongo que las ha traído todas como le pedimos) para su anulación y le entregarán otras nuevas, y codificarán su nuevo código personal. Adiós; buenos días.
El señor Oliveros hubiera deseado decir algo, pero el hombre se había levantado ya de su asiento y le tendía la mano, y se la estrechó maquinalmente. Dudó aún unos instantes; luego, indeciso pero dándose cuenta de que allí ya no tenía nada más que hacer, dio media vuelta y salió.
El director general se quedó contemplando la puerta cerrada con el ceño fruncido.
—Es un pobre desgraciado —murmuró—, Y lo peor es que ellos constituyen el ochenta por ciento de nuestros clientes…
—¿Cómo dice? —preguntó el director de zona, que había estado atareado comunicándole a la planta baja la inminente visita. El director general agitó vagamente una mano, como si despertara.
—No, nada, no me haga caso. Hablaba para mí mismo. A veces hay que representar algunos papeles desagradables en bien de la empresa.
El director de zona parecía un poco perplejo. Murmuró:
—¿Cree realmente que intentó manipular su cuenta?
El director general se echó a reír.
—Oh, no. Es demasiado estúpido para eso. Además, ya oyó a nuestros especialistas en la última reunión. Luego se efectuaron algunas investigaciones más, y al parecer es cierto que este caso suele presentarse con una cierta recurrencia, aunque en las altas esferas no quiera admitirse. En Nueva York lo están investigando intensamente, y parece que tiene algo que ver con la anulación de las tarjetas caducadas o extraviadas: según los informes, en ocasiones, el ordenador, en vez de eliminar la TIB, borra simplemente de sus circuitos el nombre del cliente allí donde lo encuentra… con todo lo que lo acompaña, por supuesto, lo que da como consecuencia la desaparición pura y simple de la cuenta. Lo que aún no han averiguado, y eso es lo que les preocupa, es dónde van a parar esos datos: se teme que se trate de otra hábil serpiente imposible de localizar. La informática es una ciencia de dementes —suspiró—. En fin, olvidemos el asunto. Hágase cargo de todo: y sobre todo recoja las TIB antiguas de ese hombre y haga que las anulen hoy mismo en Nueva York. Emplee el código de emergencia para que no le pongan trabas: yo personalmente se lo validaré. Quiero dejar este asunto solucionado lo antes posible. Me resulta extremadamente desagradable.
—Sí, señor —asintió el director de zona—. Lo comprendo, señor. Ahora mismo, señor.
Viva al compás del mundo moderno. Benefíciese de las ventajas de la alta tecnología Informática.
Nuestro banco le ofrece todas las garantías y ningún problema. Acuda a abrir una cuenta a nuestro banco: donde cada cliente es un señor.
(Anuncio publicitario.)
El señor Oliveros llegó orgulloso a casa de su cuñado. Mostró las dos TIB, la suya y la de su esposa, cuyo color plateado parecía más brillante, y cuya impresión magnética invisible sentía aún hormiguear en los dedos.
—Han sido extremadamente corteses —mintió—. Me han pedido toda clase de disculpas por su error, y me han abierto inmediatamente una cuenta nueva con el mismo saldo que teníamos en la otra. Podemos utilizarla desde hoy mismo, nada de esperar los quince días reglamentarios. He conservado nuestro código de antes —no se atrevió a decir que se había sentido incapaz de memorizar otro nuevo—, y ya sólo falta que vayas tú a registrar la huella do tu pulgar. Mañana le diré a la empresa que ya no necesito el anticipo.
—Pero, ¿y los gastos? —preguntó la mujer.
—¿Qué gastos?
—Vamos a tener que dar de nuevo de alta todos los servicios, y eso nos va a costar dinero. ¿Y los problemas que hemos tenido? ¿Y los viajes arriban y abajo? ¿Y la vergüenza? ¿No les has pedido una indemnización por daños y perjuicios?
El señor Oliveros pareció repentinamente incómodo.
—Bueno, la verdad es que estaban tan preocupados por lo ocurrido que tampoco quise apretarles demasiado. En estas circunstancias, ya sabes, uno se siente…
—Sí, ya sé: generoso. Lo que tú eres es un estúpido. Podrías haberle sacado partido a la situación. Amenazarles con una demanda, con acudir a los periódicos, no sé. Esa gente nunca quiere publicidad. Siempre se achica ante la amenaza de un escándalo. Pero como tú eres tan torpe…
El señor Oliveros intentó quitarle hierro al asunto.
—Bueno, la verdad es que todo esto ya no importa. Las cosas se han solucionado, ¿no? Así que vamos a olvidarlo todo y a celebrar el resultado. Mañana pediré permiso a la empresa y arreglaré lo de los servicios, pero hoy no quiero preocupaciones. Lo que voy a hacer es ir al supermercado, al nuestro, y pasearle al imbécil del dueño la nueva TIB por las narices, para que la huela bien. Y voy a comprar mucho y de lo más caro. Y nos correremos una juerga, ¿eh, tú? —le dio un codazo a su cuñado, que lo miraba entre sorprendido e irónico, como si pensara que le estaba engañando, aunque dudando puesto que parecía que el banco había reabierto realmente la cuenta—. Lo vamos a pasar en grande.
La señora Oliveros fue a decir algo, pero el señor Oliveros ya estaba fuera, canturreando alegremente mientras llamaba el ascensor.
El cuñado miró a su hermana y agitó la cabeza.
—Siempre te dije que no te casaras con este hombre —murmuró—. Está un poco loco.
Pero el señor Oliveros trotaba ya calle abajo en dirección al supermercado (sus cuñados no vivían lejos de ellos), pensando en que aquella iba a ser su primera pequeña venganza. Entró ostentosamente en el establecimiento, advirtiendo la mirada del propietario, allá en la sección de charcutería, clavada en él. Tomó un carrito, y fue metiendo cosas: un paquete de salmón ahumado, una lata de caviar (auténtico), un par de botellas de champán de la mejor marca…
Cuando el carrito estuvo lleno hasta los topes, el señor Oliveros se dirigió a la caja.
—¿Se han arreglado ya las cosas, señor Oliveros? —preguntó obsequiosamente la cajera.
El señor Oliveros miró hacia el dueño, que había abandonado su puesto en la charcutería y avanzaba resueltamente hacia él, e hizo aletear su nueva y flamante tarjeta.
—Por supuesto que sí. Esa gente de los bancos son estúpidos y desconfiados, pero cuando uno tiene razón y hace valer sus derechos, se acoquinan y acaban pidiendo disculpas. Me han tenido que pagar mucho dinero en concepto de daños y perjuicios, ¿sabe? —Elevó un poco la voz para que el propietario, que estaba ya casi a su lado, lo oyera bien—. Un buen pellizco. Así que hoy vamos a celebrarlo.
—Me alegra que todo se le haya solucionado, señor Oliveros —dijo el dueño, que había llegado junto a él y cuyos ojos no se apartaban de la nueva tarjeta—. Créame que me alegra.
El señor Oliveros lo ignoró olímpicamente, mientras la cajera iba sacando los artículos del carrito y marcando su importe en el terminal. Pulsó la suma total, introdujo la TIB en la ranura, y le tendió al señor Oliveros la extensión. El señor Oliveros dirigió una mirada casi de desprecio al dueño, pulsó su código personal, y apoyó la yema del dedo pulgar en el cuadrado de identificación.
La máquina rumió unos segundos los datos, hizo clic, y la lucecita roja empezó a parpadear. La cajera frunció ligeramente el ceño. El señor Oliveros, sin saber por qué, sintió frío en la espina dorsal.
—¿Ocurre algo? —preguntó. Su voz ya no era tan firme como antes.
La cajera no respondió. No pulsó la operación de nuevo, sino que marcó directamente un código en el terminal. Observó las letras que aparecían en la pantalla.
—Lo siento, señor Oliveros —dijo en voz muy baja—, pero la máquina dice que esta cuenta tampoco existe…
Fin