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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
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  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


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    REGRESO AL PLANETA TIERRA (Franco D'Alessio)

    Publicado en septiembre 06, 2017

    1


    Nuestro encuentro no fue casual. Lo recuerdo perfectamente. Hacía un día gris, lloviznaba, y yo tenía los nervios a flor de piel por un negocio frustrado.

    Me disponía a cruzar una avenida para subir al autobús, cuando alguien me hizo una seña. Volví sobres mis pasos y le vi. Era un viejo compañero de infancia, ya frisando en la treintena. Después de la guerra sólo le había encontrado dos o tres veces, y siempre de paso. Intercambiábamos un rápido saludo, y cada cual marchaba hacia sus asuntos Pero hubo un tiempo en que fuimos muy amigos. Entonces éramos miembros de los «Jóvenes Exploradores Católicos». Recuerdo que, en cierta ocasión, tomamos parte en una acampada y después competimos en un «cross-country». Mas, dada su atlética figura, él era especialista en lanzamiento de pesos, mientras que yo me clasifiqué campeón regional de los 110 metros vallas.

    Ahora, con el sombrero ligeramente inclinado, el rostro bruñido por el sol, la mirada penetrante y vivaz del hombre seguro de sí mismo, él me tendía la mano, una manaza de artesano. En efecto, mi amigo era tallador, un especialista en su género, capaz de transformar un pedazo de leño en un ángel o en una figura mitológica.

    —Hola, ¿qué tal te va? — le dije.
    —Bien —me contestó—. Hace varios minutos que te aguardaba. Si dispones de tiempo quiero hablar contigo.
    —De acuerdo — le dije, perplejo.

    Y fue así como compartimos la llovizna, recordando los días de nuestra infancia. Si he de ser sincero, el que evocaba el pasado era yo, mientras que él escuchaba y asentía de vez en cuando con la cabeza.

    Pero en un momento dado creí advertir algo, en cierto modo indefinible, como si mi amigo ya no fuese el mismo de años atrás —lo que se llama un compañero de viaje—, sino alguien dotado de una nueva personalidad, un desconocido. Mas esto lo comprendería mejor un poco después.

    Aquel día sólo experimenté la sensación de hallarme ante una nueva presencia. Cuando mi amigo —se llamaba Arcángel, y digo se llamaba porque así debía constar en el tiempo y en el espacio— tomó la palabra, tuve que sufrir una especie de interrogatorio. Me dijo que se dedicaba a los negocios y que poseía un pequeño capital con el que adquiría algunos objetos de arte —libros antiguos, cuadros, pequeños muebles, etc.—, que luego procuraba revender a una clientela que se iba volviendo cada día más reducida y exigente. Por esta razón aún no se había casado: el carácter, la incomprensión, la crisis económica, la exigencia de las mujeres... En fin, me preguntó acerca de mi fe. Sobre mis creencias religiosas y mi manera de interpretar y vivir la vida. Le respondí francamente: Uno ha maliciado que cree en muy pocas cosas, que quiere andarse con pies de plomo, que descarta toda forma de religión acusándola de supersticiosa, que ha abandonado toda investigación porque una verdad es igual a otra verdad y resulta demasiado arduo elegir entre tantos sistemas y filosofías.

    Pero sus preguntas eran precisas, expresadas con suma claridad. Observé que empleaba nuestro idioma con gran dominio y elegancia, agotando todas las posibilidades que contiene, sin repetirse una sola vez. Y esto me maravilló un poco, recordando que Arcángel, como yo, no tuvo una enseñanza regular, y volví a ver, con los ojos de la mente, al pequeño ignorante que siempre se expresaba en forma dialectal, no interesándose más que por el deporte y las mujeres fáciles y que nunca llevaba un libro o un periódico bajo el brazo. Además, me sorprendió su voz, el tono de su voz; pronunciaba cada palabra con respeto, con una modulación que nunca había advertido en hombre alguno. Hablaba con calma, sin gesticular, sin acalorarse, parecía que su interrogatorio fuese un discurso. Cuando hubo terminado, Arcángel dijo que me había «escogido» porque se acordó de una extraña experiencia mía, cuando, veinte años atrás, fui sometido a una operación quirúrgica.

    He aquí, expuesto en pocas palabras, de qué se trató. En aquella ocasión tuve que ser cloroformizado, y en dicho estado, yo había visto mi cuerpo y todo el quirófano, desde un punto escondido en lo alto. Lo vi con tanta claridad y precisión que, después, cuando me desperté, describí la operación y todo lo que había ocurrido, incluso acciones y hechos que no hubiera podido ver ni despierto, dada mi posición horizontal. Pero esto no fue todo. Vi, arrastrándome en mi escondrijo, desde el lugar en que yacía y mientras aspiraba el cloroformo, la llegada de un enfermo y luego describí su aspecto, según corroboró una enfermera a la que hice algunas preguntas.

    Recordando mi extraña aventura, Arcángel me había, pues, «escogido», como dije antes, para comunicarme «algunas cosas». Y se refirió a ciertos poderes extraordinarios del ser humano, a planetas habitados por otros seres, a fuerzas desconocidas, a la cuarta dimensión, a la posibilidad que teníamos de establecer contacto físico e intelectual con fuerzas invisibles dentro y fuera de nuestro espacio-tiempo, en fin, se refirió a una investigación que estaba relacionada con medios excepcionales para «servir una causa cósmica».

    El escepticismo que hasta aquel momento había sido mi inseparable compañero, me hizo reaccionar con argumentos que a mí me parecieron excelentes, pero cada vez que Arcángel me los refutaba recibían una contestación tan precisa y, al propio tiempo, tan incongruente, que, después de discutir media hora, sentía que mis reservas dialécticas casi estaban agotadas. Pero, más que el contenido de las palabras de Arcángel, era el tono de su voz, acompañado de una serenidad extraordinaria —como de piedra inmóvil y labrada—, aquello que ejercía una influencia precisa sobre mi mente.

    Un discurso en plena calle, como el que Arcángel me espetaba, nunca había sido de mi agrado. Por eso yo me empeñaba en resistir sus argumentos, que destruían todo aquello que siempre había admitido como el único patrimonio de un hombre libre de prejuicios y tocando de pies al suelo, como vulgarmente se dice.

    Pero cuando nos despedimos hube de aceptar que sus palabras, ya borradas completamente de mi memoria, habían dejado un eco que me producía una turbación nunca experimentada antes de ahora. Una especie de batalla frenética se entabló entre mis ideas. Durante la cena, después al desnudarme y, finalmente, al pretender conciliar el sueño, aquel eco me martillaba el cerebro. En el transcurso de la noche el sueño fue interrumpido por una larga vigilia, durante la cual volvía a encontrarme de pensamiento con Arcángel, pareciéndome que oía nuevamente su voz, aquella voz calma y profunda, dulce y violenta a un tiempo.

    Ignoro cuántos cigarrillos fumé. Lo cierto es que creía que al despuntar el alba me habría pasado aquella especie de borrachera metafísica, y lograría poner en orden mis ideas. Mas cuando me desperté no me sentí predispuesto a razonar, quizás a causa del agotamiento físico por la mala noche pasada. Sin embargo, la figura de Arcángel estaba presente en mi cerebro, más viva que nunca, pero de sus palabras no quedaba nada, como no fuese una especie de fascinación mental.

    Nadie esperaría que diesen las cinco de la tarde —era la hora en que habíamos quedado con mi amigo para volvernos a ver— con una ansiedad tan morbosa. De todos modos, me propuse, como fuese, dar la batalla a sus palabras. Quería demostrarle que sus argumentos no pasaban de ser un punto de vista, y nada más; y que si me había «escogido» para un experimento de sugestión, se había equivocado rotundamente.


    2


    —Naturalmente —dijo Arcángel apenas nos encontramos—, habrás experimentado un choque que habrá creado la confusión en tus viejas teorías. Sin embargo, me he visto obligado a actuar así; y lo comprenderás en el curso de nuestro encuentro, que no será el último sino el primero de toda una serie de ellos, y en otras condiciones, durante los cuales te haré ver ciertos hechos incomparablemente excepcionales y verídicos. De este modo te daré una idea aproximada de la función que deberás asumir; y ésta será la parte que te tocará representar más adelante.

    Estas palabras frustraron la intención que me había propuesto, o sea reaccionar con rudeza y decisión ante las palabras de mi viejo amigo, porque la curiosidad me impidió hacerle preguntas. Yo quería saber de qué se trataba. Él dijo que me permitiría interrogarlo y polemizar, como era mi costumbre, al término de su exposición. Entonces Arcángel sonrió, pero sin demostrar superioridad, como sonreiría un maestro ante la ingenuidad de uno de sus alumnos. ¿Pero quién sería capaz de resumir o tan sólo de narrar las cosas que aquella tarde y durante el resto de la velada Arcángel dijo y demostró? Ante todo debo advertir, aunque a mí mismo me cueste admitirlo, que todo cuanto expuso fue de una sencillez, incluso de una puerilidad absoluta, pero al propio tiempo tratamos de cosas tan claras y cristalinas, que escapaban a todo análisis, a toda argumentación dialéctica. Que el lector imagine una cortina de hielo tan transparente que ya no es visible; que piense en el ultrasonido que atraviesa el oído sin destruirlo; cosas evidentes, lógicas, pero al propio tiempo increíbles, difíciles, absurdas, incongruentes, imposibles. Quiero decir que se trataba de una pura y simple compenetración que el cerebro absorbía de otra manera, pero que no podía transmitirse al complejo de fenómenos que denominamos mente.

    Arcángel hablaba con su tono habitual, con su calma casi enfermiza. Había en él un movimiento secreto, a pesar de que no gesticulaba, si bien el gesto hubiera podido significar una explicación y una concreción de la idea.

    Jamás podré olvidar aquella velada, a pesar de que, por desgracia, el relato de mis aventuras haya sido parcialmente absorbido, por así decir, por una especie de torpor físico e intelectual. Por esto pido desde ahora al lector que me disculpe si este escrito parece a veces oscuro y fragmentario. Hay que pensar en lo que ocurre al despertar después de una embriaguez total. Todavía se tiene el sabor de alcohol en la boca, pero ya no se recuerda la presencia del vino. Algo parecido me ocurría a mí.

    Nos habíamos citado a las cinco de la tarde frente a un conocido y céntrico bar. Arcángel fue puntualísimo, pero yo me anticipé a la cita cerca de media hora, durante la cual, a causa de mi nerviosismo, fumé hasta quemarme la faringe. No recuerdo las calles que recorrimos ni las plazas que atravesamos. Recuerdo únicamente que, de repente, en el anochecer sereno, nos detuvimos a la orilla del mar, y él me lo indicó y yo lo vi como nunca lo había visto. Mi mirada ya no era humana, como si contemplase el mar desde otro elemento, o como si yo fuese un ser perteneciente a otro planeta. Y cuando le hablé de la sensación que experimentaba, con palabras que no conseguían expresar totalmente lo que sentía, Arcángel sacó del bolsillo un trocito de metal, o así me lo pareció. A primera vista lo tomé por aluminio o acero, pero luego, observándolo mejor, lo tomé por cobre. El trocito de metal brillaba en la palma de la mano, irradiando una luz violácea y produciendo una especie de zumbido, como si contuviese un diminuto motor.

    Esto es lo que te trastorna — me dijo Arcángel. Es este metal pesado, es esta inteligencia transferida lo que te ha puesto en condiciones ideales para poder seguir el hilo de mi discurso y evitar que éste te produzca una sacudida mortal. Voy a hacerte una demostración práctica de cuanto he dicho.

    Cubrió aquel objeto con un papel (me pareció papel, aunque probablemente no lo era) y se lo metió nuevamente en el bolsillo.

    —Ahora ya puedes razonar con tu cerebro de hombre vulgar del siglo XX — dijo, sonriendo como un niño.

    A decir verdad, aquella influencia había cesado y yo me sentía más tranquilo. Veía agitarse despaciosamente el mar sombrío, cubierto ya por la noche, y sobre sus inquietas aguas reverberaban las lucecitas de la colina próxima.

    Pero ya la novedad y lo insólito de la situación, favorecidas por mi temperamento caprichoso, habían desaparecido. Y yo no deseaba otra cosa sino irme a casa, para readquirir el dominio de mí mismo y desembarazarme de todo cuanto había oído y visto.

    Pero al poco tiempo, solo en mí habitación, noté que me abandonaba la actitud obstinada y terca del día anterior. A partir de aquel momento me sentí otro, y participé en los hechos que narraré a continuación de la mejor manera que sabré.

    En síntesis, y por todo cuanto recuerdo, Arcángel aludió, durante nuestra segundo encuentro, a la posibilidad que tenemos, en determinadas circunstancias y gracias a ayudas «exteriores», de ponernos en contacto con habitantes de otro planeta, de poder ver cosas y sucesos negados a la mayoría, de unirnos con otros seres en una lucha contra «algo» y contra «alguien». También tenemos la posibilidad de ver lugares en un espacio y un tiempo y en una «zona» prohibida para la totalidad de los humanos, y ver y tocar una ciencia cuyos progresos no se pueden expresar con las cifras que manejan los astrónomos.

    Como la noche anterior, cuando apagué la luz después de acostarme, me dominó de nuevo la misma sensación, esta vez acompañada de un verdadero abatimiento físico, junto con una sensación indefinible, como cuando un peregrino, fatigado al término de su larga jornada, se tiende sobre un lecho, y en lugar de recordar el camino andado, advierte la dulzura del reposo y se

    hunde en su jergón hasta sentirse sin cuerpo. Yo también me sentía sin cuerpo. Era una sensación de dulce aniquilamiento.

    Me quedé profundamente dormido, con la luz encendida, mientras el cigarrillo se consumía lentamente, descendiendo un lento hilillo de humo azulado.


    3


    La fantasía me lanzaba en larguísimas correrías y por eso los días me parecían muy breves. Mis asuntos iban de mal en peor desde hacía tres o cuatro meses, hasta tal punto que decidí buscar un empleo con sueldo fijo. Tan ardua decisión sólo significaba que esta vez mis necesidades eran apremiantes. Siempre he detestado cualquier forma de empleo; pero a la sazón no me veía con ánimo de seguir luchando. En ocasiones me veía obligado a hacer duros sacrificios. Estaba ya acostumbrado a quedarme sin comer; pero lo que más me hacía sufrir era la falta de cigarrillos. Resuelto a encontrar trabajo por medio del periódico, puse también, en la sección de anuncios por palabras, uno en el que anunciaba la venta de mi motocicleta, para poder afrontar los días que aún faltaban de aquel invierno, que aquel año fue particularmente riguroso.

    Vivía en una habitación amueblada, en casa de unas buenas gentes cargadas de hijos. En el fondo, antes de encontrarme con Arcángel, me sentía menos solo, tras la muerte de mi única parienta, rodeado de un tropel de chiquillos que durante todo el día armaban un barullo fenomenal, capaz de poner a prueba los nervios más templados.

    Pero entonces me sentía casi indiferente, me parecía vivir únicamente para una necesidad que nada tenía que ver con las ambiciones que acarician el común de los mortales. Comenzaba a considerar a mis semejantes como si fuesen raros ejemplares de un parque zoológico; me sentía extraño, distanciado, ausente. Aquello me hacía cavilar. Tal vez se tratase de una ilusión, de una enfermedad nerviosa. Quizá debía ponerme en manos de un neurólogo, de un psicoanalista. ¿Y si hubiese perdido el juicio?

    Transcurridos unos pocos días, una empresa que tenía su sede en el centro de la villa me invitó a realizar una prueba. Querían un mecanógrafo-taquígrafo que fuese rápido. Aquella atmósfera oficinesca me hizo sentirme de pronto opaco y triste.

    Fue al salir cuando me tropecé con Frana.

    Al dar la vuelta a la esquina, una mujer avanzó hacia mí, y me detuvo poniéndome la mano sobre el pecho. Me imaginé una distracción, una equivocación. Balbucí unas palabras de excusa y me disponía a seguir mi camino, cuando la desconocida dijo, con la mayor desenvoltura y como si fuese una vieja conocida mía:

    —Hola, Franco.

    Debía de medir 1,65 metros, era delgada, de cara pálida y consumida, de cabeza pequeña, ojos clarísimos, grises, nariz ligeramente respingona y mentón huidizo. Desde luego no era una mujer atractiva; sin embargo experimenté de pronto la sensación de hallarme en presencia de un temperamento excepcional. Lo que más me impresionó fueron sus ojos, tan claros y al propio tiempo tan opacos, semejantes a los que algunos ciegos poseen desde su nacimiento y que giran inútiles en sus órbitas. Era de edad indefinible. Lo mismo podía tener veinte que cuarenta años.

    —Se confunde usted, señora — dije algo embarazado y cohibido.
    —Tienes razón, nos vemos por primera vez, pero es como si te conociese desde hace mucho tiempo. Arcángel me ha hablado de ti. Yo soy Frana, ciega de nacimiento. Pero veo mejor que los demás gracias a un mineral que irradia palpitaciones de ondas siderales.

    Me quedé boquiabierto.

    —Lo sé todo acerca de ti —prosiguió la mujer—. Te ruego que no pongas esa cara de bobo. Ponte a mi lado como si fuésemos viejos amigos. Ahora ya no hace falta que te muestres impresionado.

    Acercándome a Frana, le tendí la mano por costumbre. Me esforcé por dominar mis emociones, prestando la máxima atención a sus palabras. Sentía deseos de asaetearla a preguntas, planteándole todos aquellos interrogantes que cruzaban raudos por mi mente.

    —Estábamos enterados de tu próximo empleo. Estábamos enterados de tus apuros. En cuanto al empleo ya no será necesario; y por lo que se refiere a tus apuros, es natural que te encuentres metido en ellos. Al principio, yo también me sentía apurada y confusa.
    —¿Pero cuándo podré saber con mayor precisión lo que debo hacer? ¿Cuándo sabré con qué clase de seres me entiendo?
    —Hay que dar tiempo al tiempo. No te podemos poner al corriente de la suerte que te ha sido reservada hasta que no estés completamente liberado de las emociones excepcionales que se han suscitado en tu cerebro. De todos modos, dentro de poco vendremos en tu ayuda, dirigiendo hacia ti un magnetismo suficiente para alimentar la gravedad de un planeta.
    —¿Podré ver a los seres con quienes estáis en contacto?
    —Sí, los verás.
    —¿Cómo han venido a nuestro planeta? ¿Podré visitar sus astronaves?
    —Ellos no viajan en astronaves o cohetes u otros ingenios como los que ha inventado la fantasía del hombre. Han venido gracias a medios de los que por el momento tú no puedes hacerte idea.
    —Por lo visto, se trata de seres sobrenaturales, de espectros o de fantasmas de ultratumba.
    —Ninguno de ellos posee este carácter misterioso. Pero, en el fondo, los muertos también sirven para algo, y los seres con quienes establecerás contacto a través de nosotros, se sirven para sus experiencias sobre la tierra del cuerpo de los difuntos.

    Mi estupor aumentaba a medida que Frana respondía a mis preguntas. Trataba empero de no dejarme dominar por el abatimiento.

    —¿Estos seres son semejantes a nosotros, o bien difieren de los hombres en su aspecto exterior?
    —Ellos son fuerzas, energías, agrupamientos de materia, para que me entiendas, y por lo tanto no son como nosotros y son invisibles para nuestros ojos imperfectos y engañosos, que falsifican el aspecto de la realidad.
    —Por lo tanto, nosotros no podemos verlos.
    —Te repito que sí, pero aún es prematuro que yo te explique gracias a qué medios podrás contemplarlos.
    —¿Tendremos la posibilidad de comunicarnos con ellos? ¿Y de qué manera esto se realizará?
    —La manera la sabrás en el momento oportuno, cuando te será permitido visitar su planeta, que se encuentra más allá del tiempo y del espacio.
    —Perdóname, pero si dices que no se sirven de astronaves, cohetes ni nada parecido, no veo cómo podemos ir a su planeta. Por otra parte, si hablas de un lugar fuera del tiempo y del espacio. ¿Qué hay que entender por planeta?
    —El día en que debas afrontar el primer viaje de instrucción, te darás cuenta de los medios que emplean estos seres, y de lo que es realmente un planeta. Teniendo en cuenta que nosotros los terrestres no podremos nunca saberlo todo, comprenderás hasta qué punto son estúpidas las ideas de los astrónomos.
    —Dime, ¿por qué Arcángel me ha escogido a mí y quién es este hombre?
    —En cuanto a quién es, tú lo sabes mejor que yo. Por lo que respecta a su identidad moral, no estoy autorizada a revelártela. Te han escogido ante todo por dos razones: en primer lugar, viviste una experiencia excepcional cuando fuiste sometido a la cloroformización. Después de haberte visto a ti mismo, te hallarás más preparado, un día, a vivir algo parecido. En segundo lugar, por una afortunada combinación que se ha formado sin tu conocimiento, la expresión material que es tu cuerpo constituye un complejo extraordinario de moléculas. Pero hay algo más. Todos los hombres que han vivido o viven —ya que no hacemos diferencias entre la vida y la muerte— una existencia durante la cual se han visto turbados con frecuencia por los problemas llamados eternos o filosóficos y han sentido interés por ellos, poseen para nosotros un título de preferencia. La materia de los patanes y los salvajes, por ejemplo, es de un tratamiento más difícil.

    Nos detuvimos para esperar la luz verde de un semáforo, en un paso para peatones. Estábamos en el mismísimo centro de la ciudad. Cuando atravesamos la calzada con otros peatones observé a los que me rodeaban. Me pareció estar en un bazar lleno de objetos desconocidos guardados en vitrinas. Comuniqué a Frana las sensaciones que había experimentado desde que hablé con Arcángel.

    —Lo sé —me respondió ella—. Es como si la personalidad se desdoblase. Un neurólogo te definiría como un esquizofrénico sin ni siquiera avergonzarse. Mas no es así. Debido a que tú, ahora, adviertes una presencia cósmica, por así decir, y un deseo de súper evasión, es lógico que se haya originado en ti cierto distanciamiento. Es como si en ti conviviesen dos personas. No le hagas caso, pasará. Antes al contrario, la cosa puede incluso divertirte. Mira, nuestros sentidos son engañosos, lo falsifican todo. Todo cuanto vemos, tocamos y sentimos no representa siquiera una alteración de la realidad, sino un aspecto absolutamente inverosímil de las cosas.

    Tras una pausa, prosiguió:

    —La parte más pequeña de la materia, que en las transformaciones químicas permanece invisible a nuestra mirada y también al ojo del microscopio electrónico, tú podrás verla, mientras que podrás oír una agregación de átomos, y llegarás a un punto en que las moléculas te parecerán colores absurdos. La desintegración espontánea de los elementos radiactivos, que se transmutan en otros elementos, emitiendo electrones, es lo que los hombres de ciencia consideran como el proceso lógico de su experiencia. ¿Suponiendo que el uranio fuese un sentimiento, la vibración de una sensación musical? ¿Has oído decir alguna vez que el hidrógeno pesado pueda ser la quintaesencia de la ignorancia o de la maldad? Tú haces distinciones, para entenderte. Una flor es para ti una flor, del mismo modo como un color y una nota musical no son más que un color y una nota. No se trata a la radiactividad como una enfermedad de la materia, que es como podría considerársela, sino como la «manía» de una energía... Y así, todo cuanto ocupa un espacio y tiene un volumen es materia. ¿Pero de qué volumen, de qué materia y de qué espacio? Un espacio que se confunde con el tiempo, del cual no se conoce más que una fórmula abstracta. Llamémosla cuarta dimensión. Te aseguro que vivirás una experiencia que no alcanzo a definir, pues no existen adjetivos adecuados para expresarla. Por lo demás la misma palabra, derivada de un lenguaje que no posee colores ni formas ni fuerzas, es la expresión de la pobreza de los hombres, de su miseria. Deberás contentarte con comparaciones, con semejanzas. Piensa por un momento esto: ¿podrían los ángeles hacerse comprender por los hombres? ¿Puedes hacer comprender a un ciego de nacimiento lo que es un color? Y el engaño continúa con conexiones lamentables. El sistema solar con los nueve planetas mayores que gravitan y se mueven, y los veintinueve planetas secundarios, y los restantes planetoides y los cometas y las estrellas fugaces. ¡Las estrellas! ¡Ni siquiera los poetas las han sabido descubrir! Pero el espacio es una cuestión ridícula, que caerá por su base apenas hayas conseguido salir fuera del tiempo.

    Empezaba a armarme un lío. Frana negaba lo que para mí eran los verdaderos principios básicos del mundo que me sustentaba.

    —¡Pero si vivo fuera del tiempo y sin ocupar ningún espacio, prácticamente no seré nada, lo cual es absurdo!
    —Absurdo para ti, ahora. Un día sabrás, que en el fondo, tú no has existido nunca.

    Aquello ya era demasiado. No estaba dispuesto a admitírselo.

    —Hace poco has dicho que veías gracias a un mineral que irradia palpitaciones de ondas siderales, has hablado de magnetismo, has pronunciado las palabras fuerza y energía... ¿Cómo puedes negar ahora nuestra existencia real en un universo que también es real?

    Frana reflexionó un momento y respondió luego:

    —Es difícil hacerte comprender con palabras una cosa que sólo se puede entender con el intelecto. Hasta que dejemos de ser la representación de una vanidad y de un error, seremos vanidad y error; y emplearemos ambas cosas y aun otras para llevar a cabo la destrucción del género humano.
    —¿La destrucción del género humano?...

    Entretanto, un automóvil negro se aproximó a la acera; mi interlocutor penetró rápidamente en su interior y el coche partió a toda velocidad. Se fue sin despedirse.

    El empellón que me dio un transeúnte me devolvió a la realidad que Frana había negado. Regresé a casa con semblante enfurruñado. Sin embargo, dormí toda la noche a pierna suelta.


    4


    Cuando me desperté, mi primer pensamiento fue el de razonar con calma sobre todo cuanto me había sucedido. Cómodo y caliente bajo la manta, empecé a buscar algún punto saliente, intentando comprender algo. ¿Sería todo una broma? ¿Y el cerebro radiante que causaba el choque, no era quizás una realidad? Efectivamente podía tratarse de seres excepcionales, provenientes de otros planetas que buscaban en la Tierra medios de supervivencia, o tenían la intención de probar sus teorías particulares sobre nuestra vida. También podía ser que el extraño discurso de Frana no fuese más que una patraña con el fin de ocultar los verdaderos propósitos de la «expedición de castigo». Pero si yo llegase a estar dentro, ¿podía o no podía correr peligro? En el fondo, la vida no vale gran cosa, en esto estamos de acuerdo; pero yo me sentía vinculado a ella por numerosas razones. En mi existencia había una mujer: Juliana; tenía proyectos: una librería y un negocio de anticuario; acariciaba esperanzas... ¿Habría podido substraerme a la aventura que me impelía a vivir? Me sentía terriblemente desorientado. ¿Mas quién no lo hubiera estado en mi lugar?

    Reconozco que ya había vivido una terrible experiencia cuando, unos años antes, leí el libro de Dunne, Viaje por el tiempo. Con deseos de rebatir sus puntos de vista, seguí los consejos que daba el autor de la obra. Y, efectivamente, además de constatar la posibilidad que tenemos de conocer el futuro, me di cuenta de que en la realidad, la red de las asociaciones mentales no se extiende tan sólo en las varias direcciones del espacio, sino también en las dos direcciones opuestas del tiempo; y la atención del soñador, siguiendo de manera natural y libre de obstáculos el camino más fácil en medio de innúmeras ramificaciones, atraviesa y vuelve a atravesar continuamente aquella especie de ecuador, inexistente en la realidad, que al estar despiertos hacemos que de manera arbitraria divida el presente del pasado. Entonces reuní gran cantidad de apuntes, y quedé convencido de que no existe una vida, un día, una hora ni un instante sin sueño. Y que de los sueños podían sacarse una serie de deducciones que nos permitirían prever y presagiar. Y la conclusión era inevitable: que el futuro existía en un punto ignoto del tiempo, y que la teoría de la relatividad quedaba desmentida plenamente, puesto que el pasado, el presente y el futuro no se hallaban en juego entre varios individuos, sino en un solo ser. El resultado de aquella experiencia, en definitiva, fue una discreta conclusión en mi espíritu, hasta tal punto que con frecuencia confundía el sueño con la vida real, la realidad con los sueños, y entre estos mismos, en diversos momentos, me parecía existir una afinidad o un desorden que mi bloc de notas no era capaz de discernir.

    Debía decidirme: si yo había sido preseleccionado, aún podía negarme a aquella experiencia desconocida, rehusar aquella aventura, o seguirla en parte para ver algo nuevo. La vida de un oficinista está desprovista de aliciente, y se termina por aceptar a Marilyn Monroe en cinemascopio como una forma cualquiera de evasión.

    Una gran curiosidad. Mas también un enorme temor. Y el miedo secreto de perder algo a lo que nos hallamos obligados por mala suerte nuestra. Renunciar al amor, a la vida de todos los días que, si bien despreciada, termina siempre con el amor. Debía escoger. ¡Hacia lo desconocido! En un momento determinado pensé que hubiera podido aceptar (admitiendo que aún fuese posible decidirse), para convertirme en una especie de héroe y salvar a la humanidad de una catástrofe. Recordé a cierta disciplina hindú que aconseja hacer el vacío en la mente. Relajé el cuerpo y aflojé los miembros, cerré los ojos y me esforcé por anular toda forma de pensamiento. Todo inútil. Un bombardeo de ideas. Me sentía preso, prisionero por aquellos emisarios misteriosos, por aquellos seres invisibles que tenían representantes sobre nuestro planeta iguales a robots, inexorables, implacables. ¿O era un bien? ¿Quién podía saberlo? No había otra elección posible. Debía someterme a los acontecimientos.


    5


    Debía encontrarme con Juliana, que había decidido darme los últimos consejos acerca de la conducta que debía seguir en mi nuevo empleo de mecanógrafo-taquígrafo. Las mujeres aconsejan y nosotros, pese a proclamarnos independientes y libres, terminamos siguiéndolas como perrillos falderos.

    El tránsito, el día bañado por un tibio sol invernal, la taza de café y los cuatro chismes cambiados con los amigos en el bar solitario, hasta cierto punto me calmaron.

    Cuando llegó Juliana me sentía aún más animado y experimenté una sensación casi de seguridad a su lado. Sabido es que la mujer es siempre como una madre, y cuando una mujer ama ve hasta muy lejos. A decir verdad, Juliana advirtió al punto el cambio que me había sobrevenido, y notó que algo no iba bien y me lo dijo a su manera, sin ambages. Le contesté que había dormido mal, que estaba emocionado y al propio tiempo me sentía humillado por haber de convertirme nuevamente en un empleadillo. «El empleo» ha sido siempre la obsesión de todas las mujeres pobres. Naturalmente, tuve que sufrir una lección acerca del modo de comportarme en la oficina y de cómo debía tratar a mis compañeros, y que no debía dejar traslucir que aceptaba aquel empleo porque estaba sin blanca, y tampoco que me repugnaba. Además, debía dar gracias al Todopoderoso por haber tenido la suerte, en una época de crisis como la que atravesábamos, de encontrar una ocupación. Otros, en mi lugar, hubieran dado brincos de alegría. Añadió luego que yo no tenía la menor idea acerca de la vida práctica (lo cual es verdad) y que tenía que casarme lo antes posible porque yo era un tipo que tenía necesidad de una guía «seria» y «positiva», pues estaba siempre en la luna. También dijo que no debía mirar a las otras mujeres (no podían faltar los celos), etcétera.

    Contrariamente a lo que era de esperar, aquellas palabras tan pueriles y triviales, aquellas frases hechas me dieron una sensación de protección. Cogidos del brazo nos dirigimos a la empresa donde yo iría a trabajar. Como me ocurre siempre en tales circunstancias, la timidez y las náuseas se unieron para formar un nudo en mi garganta. Tras las últimas y definitivas recomendaciones, subrayadas por una modulación especial de la voz por parte de Juliana, ésta me dio un último abrazo y un beso a lo Martine Carol, en los últimos escalones.


    6


    Juliana me estaba esperando. Me obsequió con un chaparrón de preguntas. Yo respondí como mejor supe para satisfacer su curiosidad, diciéndole, para que me dejase en paz, que se trataba de un empleo ideal para mí. Trabajo fácil y agradable. Compañeros simpatiquísimos, jefes fraternales e inteligentes. En realidad no era así. Mis compañeros se me hicieron antipáticos desde el primer momento, y me parecieron obtusos y estúpidos. De los jefes es mejor no hablar.

    Durante las horas de trabajo, que pasaron regularmente, ocurrieron algunos hechos harto singulares. Encontré mi encendedor de aluminio reducido a polvo en un bolsillo del gabán, la comida que me preparó Juliana se hallaba literalmente petrificada en el paquete. Luego me llamaron al teléfono. Una voz dulcísima me dijo: «Mañana, domingo, a las dieciséis en tal plaza, frente al reloj eléctrico». Nada más. En el transcurso de aquel día, mientras mis compañeros y el jefe de la sección se quejaban del mal funcionamiento de la estufa, pues el ambiente era bastante húmedo, yo, además de sentirme perfectamente, no advertí el menor frío, sino que por el contrario sentí la necesidad de quitarme la chaqueta. Al mediodía fui a almorzar en una fonda cercana a la oficina. Mientras comía, por dos o tres veces noté un leve resplandor verdoso que se irradiaba del plato en que estaba mi pitanza. A pesar de estos hechos insólitos, me sentía tranquilo y trabajé con brío, sin distraerme, hasta tal punto que mi jefe dijo que la empresa había hecho una buena adquisición conmigo.

    Fui con Juliana a ver una película del Oeste en colores, y luego la dejé frente a la puerta de su habitación.

    En casa nuevas preguntas, nuevas explicaciones y pormenores sobre mi empleo. Luego a dormir. Y entre las sábanas, nuevas consideraciones. Reflexioné varias veces acerca del hecho de que la exposición de Frana difería de la de Arcángel. Pensé si debía poner al corriente a Juliana o a algún amigo íntimo. Resolví no hacerlo: era algo demasiado excepcional.


    7


    A la mañana siguiente, domingo, cuando me levanté, después de dedicarme rápidamente a mi aseo personal, y cuando me disponía a salir me dijeron que durante la noche, uno de los moradores de la casa que se levantó para calentar un poco de leche para los niños, vio una luz roja que se filtraba por la puerta de mi habitación. Esto me extrañó sobremanera, pero me apresuré a decir que había puesto una pantalla de papel rojo a la lámpara para leer, pues sufría insomnio, un poco a causa de la emoción del nuevo empleo y otro poco a causa de haber bebido demasiado café. Pensé en las corrientes magnéticas que Frana me había prometido. A decir verdad, sentía en mí una fuerza física juvenil.

    La mañana transcurrió serenamente. La vocecilla de Juliana me acompañó durante un largo paseo, haciendo proyectos para el futuro para nuestro matrimonio y hablando de las vacaciones estivales, que pasaríamos en la montaña. Hablaba por los codos, pero yo apenas le prestaba atención, fingiendo escucharla atentamente mientras mi pensamiento andaba muy lejos.

    Cuando nos separamos y volví a casa, mientras esperaba la comida di una ojeada al periódico. Las cosas acostumbradas que vienen ocurriendo desde la época del dinosaurio, corregidas y aumentadas por el progreso. Pero de repente mi atención fue atraída por una noticia referente a objetos observados en el cielo de no recuerdo qué país. Se subrayaba el hecho de que miles de personas habían visto extraños aparatos en forma de discos que volaban a velocidad fantástica, emitiendo estelas de humo colorado. Fue aquélla, si bien recuerdo, la primera vez que se mencionaron los platillos volantes. Poco después se vieron torpedos, cigarros y hasta ollas volantes.

    Después de comer, como no me sentía capaz de esperar sentado, salí casi una hora antes de la cita.

    En la calle observaba las cosas con una limpieza y agudeza excepcionales, sin advertir ninguna incongruencia. Esto me gustó, pues pensé que así podría juzgar mejor los acontecimientos.

    A partir de aquel momento dejó de saberse de mí.

    A los pocos días los diarios hablaron de «un hombre desaparecido en circunstancias misteriosas», de «una misteriosa desaparición», de «pesquisas febriles por parte de la policía para dar con el paradero de un joven empleado desaparecido», y así por el estilo.

    Mas debo proceder con orden, ya que los hechos, a partir de aquel momento, se precipitaron, y mi vida tomó otro sesgo.


    8


    A las dieciséis en punto, mientras encendía el enésimo cigarrillo, se paró junto a la acera un automóvil negro. Se abrió la puerta de repente y se apeó Frana, la cual me tocó ligeramente en el brazo, haciéndome señas de que subiese al coche. En el interior del vehículo vi a Arcángel, que me miró sonriendo como si quisiera alentarme. Junto a él se hallaban dos desconocidos. Uno de ellos, flaco y huesudo, gastaba gafas de sol con vidrios negrísimos. El otro, por el contrario, era mofletudo y rubicundo y tenía aspecto de extranjero. Ambos vestían con sencillez. Cuando el chófer se volvió, lo reconocí al instante: era el portero de mi casa.

    El coche partió rápido y silencioso, embocando al poco tiempo la calle que lleva a los barrios del norte. Frana se sentaba a mi lado; en el otro tenía al desconocido de gafas, enfrente al individuo rollizo y a Arcángel. Ninguno de ellos respiraba. Yo me sentía intimidado, como me ocurre siempre que me encuentro entre desconocidos. Traté de romper el silencio, pero nadie me respondía.

    De pronto advertí en mis miembros una especie de torpor, junto con un vacío en el estómago, parecido a lo que se experimenta durante el primer vuelo, cuando el avión despega. Luego un hormigueo en las piernas y una suave tibieza que subía de mis vísceras a la cabeza, lentamente, de un manera agradable. Un poco como el estado que precede a la embriaguez propiamente dicho. Luego experimenté un estado de euforia.

    No conseguía distinguir bien la calle que recorríamos; por las ventanillas veía las cosas alteradas, cubiertas por una ligera neblina que me impedía verlas indistintamente. Notaba cómo el automóvil corría veloz, ligerísimo, como si volase sobre una pista helada.

    El individuo rollizo me pareció entonces un insecto hipernutrido; y cuando me volví para mirar a Frana, observé que había asumido el aspecto de un pájaro posado sobre algo que distinguía vagamente. Estaba completamente borracho. El gordo se convirtió en una cuerda retorcida, y el otro pasajero era un paraguas. «¡Vaya! —me dije—. ¡Quién me habrá hecho beber tanto alcohol!» Me parecía comprenderlo todo, pero al propio tiempo las cosas estaban falseadas, como en sueños, cuando una imagen se convierte en otra, y luego en otra, hasta que no se comprende nada. Frana me estrechaba la mano. ¿Era posible que me besase? No, era Juliana quien me besaba, y sentí su peso sobre mis rodillas. El auto se transformó en una lancha motora; veía el mar y detrás nuestro la estela que dejábamos. Llovía. «¿Y cómo me las arreglaré —pensaba yo— sin el impermeable?» Y entonces en el fondo de todo, allá a lo lejos, apareció un cúmulo de impermeables, de gabardinas, de toldos, de lonas, de paraguas abiertos; paraguas como setas en una tierra empapada. Me toqué las manos. Ardían. Dije para mi capote; «Ahora tomaré las manos de Frana». Las toqué. Heladas. Pensé: «¡Es una aventura en la nieve!» Había expresado mi pensamiento en voz alta. Me sorprendió darme cuenta que barbotaba. El gordo se reía a gusto, mientras el flaco ponía cara de enfurruñado. Me era antipático, de buena gana la hubiera emprendido a puntapiés con él. Miré de nuevo a Frana: ya no tenía las narices respingonas, la cabeza pequeña y el mentón huidizo; era una bella joven de ojos entornados.

    El coche se detuvo; me apeé tambaleándome; Arcángel y el flaco me sostenían por las axilas. Experimenté cierto placer al verme transportado como si fuese un tullido.

    Una casa que se alargaba y se ensanchaba como si fuese de goma, se presentó a mis ojos. Sabía ya que había sido embriagado sin alcohol, por otro medio; sin embargo, me sentía incapaz de reaccionar.


    9


    Entramos en un ambiente lóbrego, después de haber atravesado un jardín. Oí pasos y voces, pero no comprendí bien las palabras. Parecía una cháchara sin ton ni son o quizás una conversación de extranjeros. Me hundí en una poltrona. «Vaya —me dije—. ¿Cuándo se decidirán a encender las luces?» Entonces advertí una palpitación casi irregular, una especie de profundo rumor sordo: top, top, top. ¿Qué podía ser? Por último comprendí que era mi propio corazón.

    Entretanto, la embriaguez se iba desvaneciendo poco a poco; experimenté de nuevo un hormigueo en todos mis miembros, luego un dolorcito en la nuca. Estaba perfectamente consciente. No tenía miedo. Sentí una extraña sensación, si así se puede decir: la de gustarme a mí mismo. No sabría explicarme mejor. Se estaba bien en aquel lugar, aunque fuese lóbrego. ¡Qué tibieza tan agradable! Me adormecí.


    10


    Cuando me desperté, me encontré en un lugar iluminado por una luz verde en la cual se veía perfectamente, a pesar de que me parecía bastante débil; una luz que irradiaba la atmósfera, el aire, pues no parecía surgir de parte alguna, una luz que, había de ver muchas veces, pero que no sé cómo describir. Era casi como si la propia atmósfera fuese luz, como si el propio aire quemase sus elementos para transformarse en luz.

    La estancia era bastante grande. En el centro tenía una gran mesa, y en torno a la cual se sentaban mis anfitriones, entre los que se hallaba el chófer y otro personaje, un viejo que aparentaba unos ochenta años. Sus cabellos eran níveos, sus ojos azules, su expresión serena. Me impresionó el hecho de que, mirándolo bien, parecía un muchacho envejecido prematuramente. Movía con ritmo monótono los labios, rojos como una herida en su pálido semblante. Hablaba. Los otros le escuchaban atentamente. En un momento determinado el viejo me miró, indicándome que me sentase junto a ellos.

    —Ya que se ha juntado a nosotros otra unidad escogida por vosotros —dijo el anciano— me parece llegado el momento de completar los planes de nuestra futura acción. Que se proceda, pues, a la primera operación con nuestro amigo —y me indicó con un gesto— para que se aproxime a los Astrales Superlúcidos.

    Fue la primera vez que oí pronunciar aquellas palabras. ¡Al fin! Los seres cuyos emisarios eran.

    El viejo añadió:

    —Presentad vuestros informes rápidamente. El tiempo apremia y me esperan en otra parte.

    El primero en tomar la palabra fue el individuo gordo. Poniéndose en pie, dijo:

    —Mis átomos, cargados en el alba terrestre han llegado a su destino. La tarea de reagrupamiento que me había sido asignada ha terminado. Espero nuevas instrucciones para las cuales solicito la desintegración total.

    Tras estas palabras se sentó.

    Entonces se levantó Frana:

    —Si no es posible confiarme la dirección de los colores, ruego que se me deje partir hacia H.28 lo antes posible.

    El viejo hizo un gesto con la mano y casi gritó:

    —No quiero altercados, no quiero discusiones. Quiero informes precisos.

    Frana prosiguió con calma absoluta:

    —Decidid vosotros sobre el último reagrupamiento; mi misión ha terminado.

    Arcángel movió la cabeza, a tiempo que decía:

    —No hay nada que objetar ni reclamar. Este reagrupamiento —y me indicó con el dedo— lo cedo.

    El viejo asintió. El chófer dijo que prefería quedarse, porque su misión aún no se había terminado y era muy difícil. El flaco no decía esta boca es mía. El anciano se levantó y los demás le imitaron. Yo, en cambio, me quedé sentado.

    La atmósfera se coloreó primero con una luz amarilla, maravillosa, como si el aire fuese de oro; luego se convirtió en una luz roja, como polvillo del crepúsculo. La visión era mucho más perfecta.

    Sobre una pizarra situada en el fondo de la estancia el viejo trazó, con un lápiz fosforescente, figuras, ecuaciones, o al menos así me lo parecieron, porque yo nunca he entendido ni jota de matemáticas. Él se expresaba en cifras. El portero de mi casa intervino dos veces. Yo estaba atónito. Cualquiera lo hubiera estado al ver a una persona de tan humilde extracción haciendo gala de tales conocimientos. Pero según supe después, aquello era perfectamente explicable. Tenía apetito, lo cual me maravillaba. «¡Vamos! —pensaba—. ¡En vísperas de algo absolutamente fantástico, tú sientes hambre!» Luego experimenté un estado de ánimo particular. ¿Ha atravesado el lector alguna vez un grave peligro? ¿Le ha rozado alguna vez la muerte? Sensaciones de frío y de calor, de miedo y seguridad, sentido de una remota ilimitación, e imágenes cerebrales que corrían como una película proyectada con rapidez inverosímil... los principales sucesos de la vida.

    «Esto es que voy a morirme de un momento a otro», me dije. Y me pasó el apetito.

    Cuando la discusión hubo terminado, Frana, a quien pertenecía yo (lo cual no me desagradaba) me indicó que la siguiese.

    Atravesamos diversos lugares iluminados por luces que iban del amarillo al anaranjado, del verde al violeta, del rojo al blanco lácteo, al blanco plateado, al azul marino. Por ninguna parte se veían ventanas; las puertas se abrían silenciosamente a nuestro paso. La figurita de Frana se recortaba nítidamente en aquel carroussel de luces, y sus movimientos no me parecieron demasiado femeninos. Adiós a la vida. Adiós a Juliana, adiós a todo y a todos. ¿También a mi mismo? ¡Bah!


    11


    Mientras recorríamos un largo corredor y pasaban junto a nosotros como relámpagos algunas luces, que iban del violeta al escarlata, nuevamente sentí mi espíritu alterado por la embriaguez. Se avecinaba el momento en que iba a iniciar mi aventura.

    El recuerdo de los amigos, de las personas y cosas queridas que dejaba, todo lo que debe de pensar, en mi opinión, un condenado a muerte, me asediaban. No obstante, se sobreponía a ello una vívida curiosidad, una ebria curiosidad. Los destellos eran intensos y yo casi advertía su consistencia material, como si se tratase de llamas de un fuego que no quemaba, llamas de terciopelo, que lamían mis costados. Frana se volvió para observarme. Su mirada era indiferente. «He caído en la trampa», pensé.

    Entramos en una estancia más bien pequeña, iluminada por una suavísima claridad. Como la de la luna llena sobre una carretera a campo traviesa. Extraños aparatos, instrumentos desconocidos, objetos que parecían relojes, brújulas, voltímetros... y un rumor que suscitaba la idea del vuelo de un centenar de abejorros. El zumbido, cuando mi oído se acostumbró a él, contenía una musicalidad, casi una nota prolongada al infinito.

    Frana se acercó a mí, me tomó por la mano y nos acercamos juntos a un aparato parecido a una escafandra de buzo, si bien había sido hecho para contener un cuerpo gigantesco. Al acercarnos a él, la escafandra se abrió en dos partes iguales. Frana y yo entramos en ella. El extraño aparato se cerró a nuestras espaldas. En su interior una luz blanca y lechosa ocultaba nuestros cuerpos. De Frana distinguía solamente los contornos, como si fuese una reproducción suya. En cuanto a mi propio cuerpo, también lo veía vagamente, como si navegase en un estrato de gas denso. La embriaguez continuaba, pero mi mente se hallaba en un estado de sorprendente lucidez. Sentía que habría sido capaz de expresarme en varias lenguas, que habría podido resolver cualquier problema de astronomía.

    ¿Pero cómo se pueden decir ciertas cosas? Apelo a la fantasía de los que leerán estas páginas para que ellos, con su intuición, completen mis descripciones.

    Frana dijo:

    —Junta los pies y cierra los dedos de las manos en forma de puño.

    La obedecí. Del mismo modo como cuando fui sometido años atrás a la cloroformización, mi cuerpo se desvanecía, sin peso, ligero, como un vapor. Sentirse sin cuerpo es una cosa deliciosa, es una sensación que casi todos los niños han experimentado durante los sueños de la infancia.

    Según me parecía, me hallaba en los confines de lo humano, en el punto donde se encuentran las energías físicas y las psíquicas, en la confluencia de dos fuerzas que se manifiestan en nuestro cuerpo bajo la forma de miembros, músculos, tendones, carne, sangre, huesos... Quizás un médium podría entenderme. Las barreras que las fuerzas físicas y psíquicas oponen a nuestro sexto sentido, se derrumbaban bajo la acción de una voluntad misteriosa que circulaba vertiginosamente en la escafandra. Desde luego, entonces yo no veía con los ojos ni oía con los oídos. Tal vez me había acercado a la fuente de los ultrasonidos, a la patria de las sombras eternas, a las corrientes astrales, siderales. Las facciones de Frana eran visibles bajo la forma de supersensaciones.

    Luego hubo una explosión fulgurante, de una belleza incomparable, y sentí que Frana estaba en mí. Nos habíamos fundido en una sola unidad, y comprendí que no hay diferencia entre masculino y femenino en ciertos cambios de la materia, ya que seguimos siendo siempre materia. ¿Mas cómo conseguía pensar? ¿Había tenido lugar la desintegración, o nos encaminábamos hacia el gran proceso del aniquilamiento total? La sensación de efusión fue breve, pero por su eco me pareció múltiple. Sentí, comprendí, advertí, que nos habíamos hallado en contacto con los seres que nos dominaban: los Astrales Superlúcidos, los fabulosos habitantes de un planeta lejano en el espacio-tiempo, fuera de nuestro sistema solar.


    12


    ¿Qué se imagina el lector que sucede en el momento en que el rayo alcanza a un ser humano? Me refiero al momento infinitesimal en que el rayo destruye a un ser viviente, es decir, en la brevísima fracción de tiempo que transcurre entre la vida y la muerte por carbonización. Esta fue la sensación que experimenté. ¿Sabríais describirla?

    Nos encontrábamos en presencia de aquellos seres, o mejor dicho, ellos se manifestaron a través del aparato desintegrador, y se nos aparecieron dentro del amparo de la escafandra.

    Esta es la verdad. Luces, solamente luces, luces disformes, de colores que no encuentran parangón ni en la paleta del más grande pintor de la humanidad. Una danza de luces fantasmagórica se hallaba ante nuestras vibraciones, un corro de colores que nosotros percibíamos por medio de una visión quizá reducida a ondas etéreas. ¿Sensaciones siderales? La alegría se sobrepuso al pasmo. Sentí que Frana se separaba de mí, y comprendí que yo ya podía considerarme adulto, y la unidad estaba a mi lado. Comprendí todo cuanto los Astrales Superlúcidos expresaban con sus movimientos. Ellos me hablaban de su ciencia de sus países remotos, que no eran otra cosa sino oasis de pensamiento, agrupaciones de colores que los ojos humanos no pueden percibir porque alteran la realidad. Supe que los Astrales, desde hacía trillones y trillones de siglos, dejaban su lejano planeta para visitar las zonas desiertas de nuestra tierra. Las preguntas que yo les hacía recibían respuesta en cifras, en colores, en rayos, en figuras espaciales; pero mi comprensión no era todavía absoluta. Absorbía sólo una parte, tal vez porque la materia extraída de mi cuerpo o reducida de mi organismo, aún no había sido sometida a una mayor elaboración. Comprendí que quería decir una inteligencia transferida, que eran los agrupamientos, los átomos a que aludió el gordo. La felicidad, de la que todos hablan sobre la tierra, y que en el fondo se resuelve en pocos momentos de gozo físico, o en estados de embriaguez provocados por el alcohol o los estupefacientes, o por condiciones paradójicas de exaltación, comprendí entonces que existía, pero neutra, en la materia libre de las impresiones, de las imperfecciones atómicas, de las impurezas.


    13


    Mi despertar fuera de la «cámara de reintegración» fue progresivo. Primero me encontré como envuelto por una nube de vapor acuoso, luego, lentamente, vi destacarse los objetos y el lugar que me circundaban. Una especie de sala con aspecto de clínica. Una mesa con la parte superior de vidrio; un cenicero, algunas revistas, un jarrón con flores, sillas niqueladas, una puerta de madera oscura, cerrada, sobre la que se leía la palabra «Silencio»; otra puerta abierta a mi espalda por la cual se veía un prado verde recién nivelado. En las paredes, cuadros con naturalezas muertas, en estilo abstracto. Una ventana con cándidos visillos, por la cual penetraba un día radiante. Yo estaba tendido en una butaca de mimbre. La temperatura era sofocante: quizá superior a los 38 grados. Yo vestía a estilo colonial: camisa de tela a cuadros, con mangas cortas, shorts, zapatos de piel amarilla. Por el suelo vi un salacot.

    «Es demasiado pronto para sorprenderme», me dije.

    Cuando me levanté sentí un hormigueo en las extremidades inferiores, como cuando se ha permanecido tiempo en una posición incómoda. Desentumecí mis piernas y di algunos pasos hasta alcanzar la ventana. Levanté un visillo y miré al exterior: la amplia extensión del prado colindaba con una densísima vegetación tropical, entre la que se alzaban árboles vistos solamente en los semanarios ilustrados o en el cinematógrafo. Plantas desconocidas, flores de colores lujuriantes, pero sobre todo las diversas tonalidades de verde me hicieron quedar extasiado.

    «Conque me encuentro en un lugar muy distante de mi patria —me dije —. Quién sabe si en África, en Asia...»

    Cuando me disponía a salir para dar una vuelta en torno a la casa, sentí que me tocaban ligeramente en el hombro.

    —Salud.
    —Salve — respondí.

    Ante mí un hombrecillo vestido con unos pantalones de vaquero me miraba con una sonrisa tímida.

    —Amigo mío—me dijo—, te encuentras en una zona inexplorada del Brasil, en una región todavía desconocida de los hombres; solamente dos seres se acercaron al sitio donde nos encontramos, dos aventureros, pero murieron a manos de los caníbales.

    Un hecho me sorprendió. Y éste era que comprendía y hablaba el inglés, una lengua que nunca había estudiado. Manifesté mi asombro en voz alta:

    —Jesús — exclamé—. Hablo en inglés. ¿Cómo es posible?
    —Has sufrido una pequeña operación —respondió el hombrecillo—. Cuando te lavaban el cerebro en la enfermería, ellos te han hecho escuchar en un estado preagónico, o sea en la condición más adecuada para la comprensión, y durante algunos días, un par de miles de palabras de todas las lenguas, con sus principales reglas gramaticales, y esto a través de impulsos magnéticos; luego te han devuelto la memoria e incluso han rehecho algunas de sus partes. — Me tomó por el brazo —. Ven, salgamos, te haré visitar nuestro campamento.

    Fuera reinaba un sol deslumbrador, la temperatura era insoportable. Yo sudaba profusamente. Al fondo del gran prado, a la derecha, vi un cobertizo de dimensiones considerables, semejante a un hangar. Más lejos, a la izquierda, un grupo de casas de madera, construcciones que me recordaron algunos dibujos de un libro de viajes. Algunas semejaban bungalows, otras casas prefabricadas, como las que se ven en algunas playas italianas, otras cabañas.

    —Aquel barracón contiene nuestra gran sala comedor, la sala de lectura, el fumador, salones, cocina y sala de juego. Allí al fondo están nuestras habitaciones. Naturalmente, te han asignado una de esas casitas. Has salido hace poco de la cámara de reintegración molecular, y debes prepararte para la depuración atómica. Ahora háblame un poco de ti.

    Le conté todo cuanto me había sucedido hasta aquel momento, sin omitir el más pequeño detalle, porque al explicarlo, trataba de explicarme algunas cosas que aún no me parecían claras. Luego rogué al desconocido que me diese todos los informes que le fuese posible.

    —Estamos en espera de ser transferidos a H.28, fuera de nuestro sistema solar. ¿Aclaraciones, explicaciones? Es un poco difícil darlas. Lo que es cierto es que todo cuanto te han dicho sólo en parte es verdad. Hay muchas exageraciones. Luego también te habrán contado, un poco antes de escogerte, que tú habías vivido alguna aventura con lo incógnito. Esto tampoco es exacto. La verdadera razón de nuestra presencia aquí es otra. Tú sabes bien que la insatisfacción, el fracaso en la vida son cosas harto frecuentes entre los hombres. Forman legión los individuos que por las razones más diversas se han visto obligados a vivir una vida para la que no habían sido destinados. Son hombres y mujeres que por su culpa o por causas independientes de su voluntad se han visto obligados a hacer, en cierto momento de su existencia, un inventario completamente fraudulento. Y el arrepentimiento, la amargura y la rabia de haber malogrado la vida, hacen de una multitud de almas en pena no sólo unos fracasados, unos desviados, sino unos enemigos. Y éstos, en el fondo, aunque su índole sea dócil y buena, lo odian y lo detestan todo, y a medida que pasa el tiempo, se encaminan a su último instante con el hígado enfermo y llenos de desprecio hacia sí mismos. Ellos han elegido entre esta multitud.
    —Lo cual quiere decir que yo soy también un desviado.
    —Sin duda, mi querido amigo; de lo contrario no estarías entre nosotros.
    —¿Y tú, de dónde vienes, cuál era tu vida?
    —Yo soy de Boston, donde hacía de fontanero, y en las horas libres, presa de mi obstinación, soñaba con inventar máquinas fantásticas que me hubieran proporcionado el éxito, el triunfo, que me hubieran convertido en el ídolo de los hombres, mientras a mis pies las más bellas mujeres sólo hubieran esperado una señal para ser mías. Estaba casado, tenía dos hijos, pero no era feliz. La simple idea de no ser nadie me hacía aborrecer la vida. He tratado mil veces de hundirme en una superstición cualquiera, pero nunca conseguí librarme de una forma tentacular de inferioridad y timidez. Y así vivía en las afueras de Boston, componiendo grifos y tuberías, lavabos y calentadores, soñando en un desquite contra algo inapreciable, cerrado herméticamente en mis pensamientos...
    —Así que, como tú dices, aparte de los motivos que les han inducido a ellos a escogernos, estamos destinados a efectuar un viaje interplanetario para ir a vivir en una especie de atolón fuera de nuestro sistema solar. ¿No es eso? Entonces eso significa que el tiempo y el espacio son reales y no simples hipótesis, como me han dicho, si es verdad que nos disponemos a emprender un viaje a través del cosmos.
    —El espacio, el tiempo... a su debido momento nos ocuparemos de estas cosas. Tú has visto a los Astrales Superlúcidos, que ahora son nuestros tutores. Estos extraños seres viven en una inmensa extensión llamada Hiperbo 222, mientras su campo experimental es el planeta H.28, sobre el cual seremos acogidos para sufrir una transformación molecular, una completa renovación de los átomos que componen nuestro cuerpo, para que luego podamos volver a la Tierra y concretar los planos para la conquista definitiva de todos sus habitantes En el fondo será como destruir al género humano.
    —¿Entonces, eso quiere decir que los Astrales son seres terribles, crueles, sedientos de sangre?
    —Nada más lejos de esto. Creo que su propósito es el de darnos una estructura física que trastornaría para siempre nuestra vida moral, social y económica. Realizar sobre la tierra el sueño de algunos que consideramos chiflados. Además, el bien y el mal constituyen estados inferiores de la materia.
    —Aún no consigo explicarme por qué nos han escogido a nosotros si, como tú dices, representamos a los más imperfectos de entre todos los conglomerados humanos.
    —Es muy sencillo. Porque somos más propensos que los demás a la evasión. Nosotros, con nuestro pensamiento, buscamos desde siempre huir del potente y cruel mordisco de la mediocridad, del fracaso, de la ignorancia. Por lo tanto, es vivísimo en nosotros el deseo de destacar, de destrozar nuestra existencia. ¿Quién sino un fracasado, a decir verdad, anhela la destrucción?
    —Pero también los poetas y los filósofos, con sus tentativas, no han hecho otra cosa sino vagar por el espacio, revoloteando en torno a sus propios conceptos abstrusos, dispuestos siempre a emprender el vuelo.
    —Así es, verdaderamente. Numerosos poetas, filósofos e inventores así como descubridores, se hallan entre nosotros.
    —¿Y tú, cómo sabes todas estas cosas?
    —He recibido aquí una instrucción especial por parte de los conglomerados que regresaban de Hiperbo 222, pero ahora ellos ya no quieren perder más tiempo y mandan a los recién llegados, tras un rápido lavado, sin más ceremonias, a la depuración atómica.
    —¿Estás contento de nuestro destino?
    —Aquí no se trata de felicidad, de aceptación ni de nada parecido; es un hecho positivo que hay que aceptar, aun en contra de nuestra propia voluntad. ¿Es que tú podrías, mientras sueñas, decir que no quieres soñar aquel sueño? No puedes rebelarte. Por otra parte, quien ha visto a los Astrales ya no quiere volverse atrás, y tú lo sabes... Es cierto que ahora esto parece absurdo, y que experimento una gran confusión al pensar que mi personalidad desaparecerá en la nada para dar lugar a otra. Como si no la hubiese odiado siempre y la hubiese vilipendiado, tratando de derribarla al suelo, como un viejo edificio corroído por el tiempo. Siempre hemos pensado en la posibilidad de otra vida después de la muerte. Y si esta falacia nos ha tentado, hemos completado el absurdo bosquejo imaginando la otra existencia sujeta a las mismas leyes que rigen la de los vivos, con las mismas ideas, acaso producidas por otra organización molecular, pero lo que era importante era que nosotros hubiésemos conservado siempre nuestra «capacidad de raciocinio», de lo contrario, nos decíamos, ¿para qué valdría una nueva condición? He visto a los Astrales Superlúcidos, como los has visto tú, y reconozco que su misión me ha empujado con fuerza hacia un anhelo que me era desconocido; pero ahora pienso: si nos destruyen para reconstruirnos según sus planes, como robots, máquinas sin tiempo, formadas todas con las mismas válvulas y el mismo mecanismo, ¿de qué valdrá entonces haber sufrido, haber deseado huir, evadirse, aniquilarse?
    —¿Conoces a Frana? — le espeté a quemarropa.
    —Será sin duda alguien que deberá velar por ti durante toda la duración del viaje, una especie de ángel de la guarda que estará a tu lado y no te abandonará sino hasta que seas transformado. El jefe de mi grupo, por así decir, se llama Bill Advil, y en Boston hacía de maestro de primera enseñanza.
    —¿Hay mujeres en el campamento?
    —Las verás, y son muy numerosas; las hay bellas y las hay feas, y provienen de los más lejanos rincones de la Tierra. A propósito, aún no nos hemos presentado: yo me llamo John.

    Y me tendió la mano.

    —Encantado —dije—. Yo me llamo Franco. Oye, John, ¿no echas de menos a tu mujer, quiero decir, ya no piensas como un hombre que desea la compañía femenina?
    —Sí, claro que pienso, y también pienso en mis hijos. Pero siempre prevalece en mí el afán de aventura. Aunque quizá tú desees saber otras cosas. En esta especie de campo de concentración preparado por los emisarios de los Astrales, pasar un rato con una mujer no es difícil, a pesar de que están prohibidas formalmente las relaciones íntimas; pero la vigilancia no es muy rigurosa. Aquí estamos todos asediados por placeres, quizá porque seremos restituidos a la Tierra sin sexo, ya que ellos han descubierto en sus laboratorios siderales que el sexo es una grave imperfección, origen de numerosas perturbaciones moleculares.
    —De manera que...
    —En el fondo, pensándolo bien, y lo digo sobre todo para mí mismo, no hay de qué impresionarse; cuando una cosa no se posee, es más, no se conoce, no se experimenta su falta. Seremos angelitos mecanizados, sin sexo ni carácter, deambulando sobre la Tierra...
    —Pero, discúlpame, ¿entonces cuál será el propósito de nuestra existencia, así transformada? Ni siquiera tendremos el beneficio de pensar en la muerte como una liberación en cuanto seamos una especie de fantoches inmortales.
    —¿Tú crees que en el estado en que llegaremos a encontrarnos, podremos plantearnos estos problemas? ¿Ya sabes si nuestra organización física era apta para traducirlos y producirlos? ¡Nos habremos convertido en dioses más allá del bien y del mal, sin sexo ni carácter, sin vicios ni virtudes!

    De pronto oímos sonar una campanilla en lontananza.

    —Llaman para la comida —dijo John—. Adiós, Franco, hasta la vista.

    Y salió corriendo en dirección al cobertizo.


    14


    Se estaba bien en aquel campamento. No faltaba nada, a pesar de hallarse en un punto aislado del resto del mundo. El cobertizo, las casitas, las barracas tenían un sistema de ventilación que permitía soportar mejor el calor sofocante. Los huéspedes del campo ascendían a cerca de un millar; individuos provenientes de las más remotas regiones de la Tierra y representantes de todas las razas. En puntos lejanos del globo existían otros centros de agrupamiento: sobre el Everest, en África, en la América Septentrional, en las selvas australianas, en Nueva Zelanda...

    Después de interrogar a muchos huéspedes del campamento llegué a saber cosas que me enteraron hasta cierto punto de las intenciones de los Astrales. En los coloquios sostenidos con los habitantes de nuestro poblado, denominado Esfera 812 (era de presumir que se trataba del número progresivo dado a nuestra agrupación), se evidenciaban algunas contradicciones, lo que me hizo suponer que los emisarios buscaban probablemente embrollar las ideas para no revelar el verdadero objetivo de su misión y de la nuestra. No obstante todas las reservas, un hecho aparecía sin embargo bastante claro, y era el siguiente: nuestro globo terráqueo debía albergar, en el futuro, a seres seleccionados por medio de una especie de purga desintegradora. Esto tenía por fin apresurar aquel proceso cósmico que sobreviene al infinito en diversos mundos habitados. Los Astrales Superlúcidos eran seres que habían llegado, a través de una evolución progresiva y extraordinariamente extendida, en un tiempo intraducible en cifras y que ni siquiera se podía expresar por medio de las imágenes más fértiles, a representarse a sí mismo con una forma de materia, si así puede decirse, hasta tal punto sutil, que constituía el ápice de una transformación que podía considerarse fuera del tiempo y del espacio. Ellos podían coexistir en nuestro mundo, sobre la Tierra, pudiendo ocupar nuestro mismo espacio al propio tiempo; pero, siendo invisibles y no pudiendo comunicarnos sus conocimientos, que sobrepasaban nuestras concepciones y nuestra lógica, habían decidido servirse de una transformación específica por medio de emisarios, trasladándonos a una coexistencia rápida, formando una unión de todas las formas vivientes en el espacio. Espacio que existía, a diferencia de todo cuanto Frana había dicho, y que contenía, en su forma para nosotros infinita, planetas, estrellas, satélites, cometas y todos los latidos siderales del cosmos.

    Si yo dijese que la diferencia que existe entre un organismo unicelular y el hombre es la misma que hay entre los Astrales Superlúcidos y nosotros enunciaré la mayor necedad. La diferencia es inconmensurablemente mayor. Se puede imaginar una hormiga que comprenda nuestro idioma y discuta sobre filosofía, se puede pensar en una mosca que tenga un cerebro más perfecto que el nuestro; se puede imaginar todo, pero el estadio en que viven los Superlúcidos, no. Ni aunque los definiésemos como dioses acertaríamos, puesto que son falaces e imperfectos como nosotros.

    El motivo que les ha llevado a la decisión de transformar la materia de nuestro cuerpo, acelerando fantásticamente la evolución creadora a fin de que todo fuese uniforme en el cosmos, es un secreto que nunca he conocido. Catequizar un núcleo humano, significaba para los Astrales poner a un individuo en tales condiciones materiales que podría absorber, a través de la epidermis irradiante y un cerebro atómicamente trillones de veces más perfecto (lo digo así para dar una idea al lector), una parte pequeñísima de su saber, hecho de conocimiento directo y por lo tanto creador. Tomemos un microbio (admitiendo que se pueda tomar un microbio) y tratemos de hacer comprender nuestro punto de vista. ¿Se imagina el lector? Entonces sería necesario dar al microbio nuestra estructura material. Mas como esto no es posible, nos veremos obligados a contentarnos con dar a nuestro microbio una estructura física semejante a la de un perro, por ejemplo, para que por lo meno» pueda hasta cierto punto comprender nuestras órdenes y resolver algunos problemas elementales, o responder a un instinto eficiente. Sustituyamos ahora al can por un hombre, a los hombres por los Astrales. Así, dentro de poco, es como nos encontraremos.

    Por desgracia, no recuerdo todas las consideraciones que hice cada vez que me pusieron, a través de los procesos de decantamiento y desintegración, en mi estado retrasado de criatura humana. Aunque esto es un bien, quizás, o de lo contrario hace tiempo que la Tierra hubiera cambiado de faz, mientras que por el contrario nuestro planeta, por una afortunada combinación, continúa girando tal como es, en el espacio, entre el bien y el mal, eternamente, esperando que la larga corona de los milenios se desgrane bajo la luz del Astro.


    15


    En Esfera 812 había una muchacha que me gustaba. Me gustaba sobre todo porque era testaruda y a mí la gente testaruda siempre me ha caído en gracia. Cuando decía que no, nadie era capaz de apartarla de su decisión Se trataba de una francesa, nacida en Burdeos, estudiante de Bellas Artes. No conocía su nombre, porque allí nos llamábamos por apodos. A mí, por ejemplo, me habían bautizado con el nombre de «Hélice», porque cuando ando bamboleo los hombros y muevo los brazos, a causa de una antigua costumbre de atleta. Habíamos dado a la francesita el remoquete de «Guinda», probablemente porque era menudita y redonda, como si su cuerpo expresase una geometría en la que los ángulos hubiesen sido abolidos. Eso quiere decir que tenía un cuerpecito delicioso.

    Además de terca era también inteligente, y estos dos defectos hacían que fuese adorable. Una cierta simpatía por mí ella también la tenía, si bien trataba de no demostrarlo. Me contó su vida con sinceridad. Se mostró despiadada contra sí misma, analizó minuciosamente su fracaso, que se inició al saber que era hija de padres desconocidos. El prejuicio existente en torno a los nacimientos ilegítimos, en aquellos tiempos, seguía siendo un asunto de novela por entregas. La dominó la melancolía, no quiso seguir frecuentando la escuela, intentó envenenarse. Salvada gracias a un lavado de estómago, volvió a vivir de mala gana, y así continuó hasta que los agentes para Francia de los Astrales Superlúcidos vinieron a sacarla de una existencia que ya se le había hecho demasiado penosa. En espera de nuestro viaje de instrucción, Guinda se divertía irreflexivamente conservando únicamente del pasado su testarudez.

    El día estaba lleno de pasatiempos. La caza y la pesca en el río nos eran permitidas, así como las correrías y exploraciones por aquellas regiones inaccesibles. Cuando el calor era insoportable, nos quedábamos en el cobertizo matando el tiempo con la lectura de libros verdes o jugando a las damas, al ajedrez o a los dados. Guinda estaba siempre a mi lado, salvo las veces en que decía que no, y en tales casos, si intentaba disuadirla, cambiábamos arañazos y puñetazos.

    Nunca podré olvidar los días pasados en compañía de Guinda, porque fueron los más dulces y serenos de mi vida. Cuando venía a visitarme en la casita que me había sido asignada, o cuando andábamos por la selva, Guinda se entregaba a mí con un candor y una sencillez que me dejaban estupefacto y me llenaban de gozo. A menudo, después de nuestros jugueteos, tendidos sobre el pavimento de madera, leíamos alguna novela policíaca, compitiendo en ver quién descubriría primero al culpable. El que perdía se veía obligado a hacer una «penitencia». Un día, por «castigo», ella me obligó a recorrer, completamente desnudo, todo el campamento, bajo un sol que me abrasaba por todas partes con sus rayos de fuego.

    A veces imaginábamos estratagemas para gastar bromas a nuestros compañeros. Entre nosotros se hallaba un periodista al que dábamos el nombre de Júpiter. Era lo que se dice un buenazo. Sus facciones de pimiento morrón, sus barbazas apostólicas, su cabellera mefistofélica, le daban cierta semejanza con un perro de lujo. Se le había metido en la cabeza fundar el periódico del campamento. Lo quería titular «El Correo de Esfera 812» o «La Gaceta Astral», en el cual asumiría aquella parte dirigente que siempre le había sido negada en los periódicos donde trabajó, antes de que lo descubriesen los emisarios, borracho como una cuba, en un café de Lima. Decidimos hacerlo nosotros, el periodiquillo, llamándolo «Campo Abstracto», y lo redactamos con la colaboración de una alemana llamada Marta, una ex ama de llaves de Estrasburgo, autora de un libro titulado «La lactancia del bebé». Como director de nuestra hoja pusimos a un individuo llamado El Loco, porque era capaz de afirmar las cosas más peregrinas con una seriedad emocionante.

    Cuando nuestra publicación llegó a manos de Júpiter, éste fue presa de un ataque de histerismo tal, que hubo necesidad de llevarlo a la enfermería, donde sufrió un lavado a base de plutonio. Este lavado hacía desaparecer cualquier idea fija arraigada en la mente.


    16


    Un día —habían transcurrido ya bastantes, me parecía a mí—, Guinda y yo fuimos a pasear en barca por el río, a cuyas márgenes se alzaba una lujuriante vegetación. Salimos temprano. Mientras estábamos poniendo el cebo a los anzuelos, vimos a lo lejos, sobre la orilla, a un salvaje, que nos hacía señas.

    Nos miramos un instante y luego decidimos acercarnos a él. Se trataba de un indígena extraviado en la selva. Estaba herido, agotado, lleno de sangre. Nos dijo algo, pero nosotros no conocíamos su lengua que, según supimos después, estaba formada solamente por ciento diez palabras. Lo llevamos al campo y una vez allí a la enfermería. Cuando el médico (emisario de los Astrales, poseedor de una conciencia correcta del primer grado) lo vio, dijo una sola palabra: «Pulverización». Llamó a su ayudante e hizo colocar el cuerpo del indígena en una especie de caja metálica. Luego ordenó que colocasen la tapa y entonces, empalmando hilos en un punto de la caja, accionó unas palancas. No se oyó nada. Más tarde vimos como un sirviente tiraba cenizas por la ventana de la enfermería, y comprendimos que el salvaje había sido destruido para siempre.

    Aquella noche, Guinda quiso pasarla conmigo. Era una noche espléndida: la luna parecía una enorme naranja rojiza sobre un fondo de cobalto a listas blancas, entre millares de estrellas. Guinda me amó como sólo puede amar una mujer que sabe que debe abandonar todos los placeres terrenales; luego gimió, rio e hizo mil cosas extrañas. También yo me sentía un poco fuera de mí. A ambos nos parecía que debíamos abandonar algo precioso. No obstante, lo cierto era que no dejábamos nada bello ni verdadero, pero nosotros no lo comprendíamos. Guinda, por primera vez, dijo que me amaba. Comenzaba a reflexionar sobre nuestra vida, que hubiera podido ser dichosa de no haber sido por los Superlúcidos. Aquello fue para mí como un mazazo en la cabeza. Discutimos largamente, y luego caímos de nuevo uno en brazos del otro. Guinda perdía la conciencia de sí misma en aquel breve placer, y en las caricias trataba de hallarse a sí propia, pero con los pies sobre la tierra firme. Sin duda aquella noche fue una dura experiencia para nosotros, ya que rozamos el lavado con plutonio, como Júpiter, si no la pulverización lisa y simple.


    17


    Una mañana me despertó un golpecito en la frente. Como si alguien hubiese cambiado mi frente por una puerta y llamase a ella. Abrí los ojos: ante mí estaba Frana. Bronceada por el sol me pareció otra. Era, ¿cómo decirlo?, más mujer. El pecho le alzaba la blusa, firme y trepidante. Debajo llevaba un traje de baño, y con sus pies calzados con sandalias, parecía una bañista. Tuve la impresión de encontrarme en la caseta de un balneario.

    —Levántate —me dijo—; date prisa.

    Su tono era serio, imperativo y como si no admitiese objeciones. Me recordó el de un coronel que tuve en el ejército.

    —Un momento —dije—. Vuélvete de espaldas, que voy a ponerme los pantalones.
    —Date prisa, idiota — me respondió, sentándose al borde del lecho.

    No sé si sería por el calor agobiante o por la fuerza de la costumbre, lo cierto es que extendí la mano, la sujeté por un brazo y traté de atraerla hacia mí para abrazarla. ¡Cielo santo! Frana se abalanzó sobre mí como una pantera, y con una fuerza que nunca hubiera supuesto que poseyese, me dio tal cantidad de trompicones que me hizo perder el conocimiento. Cuando volví en mí, la emisaria de los Astrales, con una mirada cargada de desdén, de odio y de desconfianza, aún seguía frente a mí, con los brazos cruzados sobre el pecho. Me vestí.

    —Vamos —le dije—, y discúlpame.

    Nos dirigimos al campamento. Yo estaba algo nervioso. Temía una reprimenda, un castigo fatal. Guinda, desde la puerta de su casita, me llamó y me hizo una seña que no comprendí. En aquel momento no había nada que comprender. Llegamos a la enfermería. Entré en una sala donde solían celebrarse misteriosas reuniones. Estaba allí Arcángel, convertido en una estatua de bronce y con los ojos fijos sobre mí. Estaba también el gordito, sonriente. «Menos mal —pensé—, aún hay alguien que sabe sonreír.» Me hicieron sentar. Se inició un extraño coloquio entre los tres emisarios y yo. Empezaron por accionar el cerebro electrónico, luego la inteligencia transferida y finalmente las irradiaciones siderales normales.

    Cuando salí, a pesar de que conservaba una gran lucidez mental, sentía que había repudiado en parte el vínculo que me unía a la vida terrenal, a pesar de que, como hombre, aún permanecía afortunadamente íntegro.

    El coloquio había durado muchas horas, como pude comprender al ver el cielo nocturno tachonado de estrellas. Fui el primero que sufrió aquel tratamiento. A los pocos días Guinda también fue depurada de las ideas terrestres. Luego les tocó el turno a los restantes miembros de la colonia. A la hora de comer los llamaban por su apodo, diciendo: «Por favor, vayan a la desinfección», como si hubiese que despiojarles.


    18


    Hacía algunos días que sucedían cosas raras en el campo.

    Una noche, Guinda vino a despertarme.

    —Sal ahí fuera, ven a ver. Se trata de algo interesante; parece que están ocurriendo cosas excepcionales.

    Una vez al aire libre, comprobamos que sobre la Esfera 812 había una luz que invadía todos los rincones, surgiendo de un objeto elíptico, en un punto impreciso del espacio. Si bien la claridad era de un denso color lechoso sobre toda la superficie del campo, la que iluminaba la enfermería presentaba una característica distinta: era azulada, tendiendo al ceniciento. En el aire se notaba una especie de susurro, como el vuelo lento de un enorme pájaro. De vez en cuando se oía algún silbido, pero sofocado, e inmediatamente después una especie de zumbido. Guinda se mantenía muy apretada a mí. Ambos estábamos emocionados. Nos pareció ver, en aquella luz lechosa, masas da colores imprecisos que atravesaban el cielo del campamento y se dirigían con gran fulgor hacia la enfermería. Su paso era tan rápido y el objeto tan vago, que podíamos imaginarnos que se trataba de un espejismo que impresionaba nuestras pupilas.

    —Llegan los Astrales Superlúcidos — dijo Guinda.

    Era posible. Yo siempre había pensado en qué medios emplearían ellos para atravesar el cosmos, y estaba convencido de que utilizarían algo que no tendría la más mínima relación con todo cuanto ha podido crear la fantasía de los hombres. ¿Nebulosa, cometas? ¿Y si su desplazamiento por el éter se realizase bajo la forma de masas aéreas o gaseosas, o como agrupaciones moleculares? Debía de tratarse de algo parecido. La luz láctea, tan densa como una nube de vapor producida por un cuerpo orgánico, servía probablemente para esconder a los ojos de nuestra colonia aquella excepcional llegada.

    —También podría tratarse —dije— de seres procedentes de otros astros: Selenitas, marcianos, saturninos...

    Entre tanto, otros huéspedes se habían despertado; no podíamos verles, pero les oíamos hablar. Estaban probablemente a la puerta de sus casas, cambiando impresiones. Aquel espectáculo tan insólito les había hecho salir al exterior, pero se habían quedado sorprendidos y desorientados ante aquella luz que no permitía distinguir los objetos. Oí unos pasos que se aproximaban cautelosamente. Era John.

    —¡Eh, Hélice!, ¿dónde estás?
    —Estoy aquí, con Guinda — respondí. Y extendiendo un brazo sujeté la mano de John para atraerlo hacia nosotros.
    —¿Qué pensáis de esto? —dijo John—. Yo creo que se trata del traslado de nuestra unidad a H.28. Habrán hecho aterrizar sus astronaves. ¿Oís estos silbidos y estos susurros? Se avecina la hora de nuestra partida. Muchachos, me gustaría que fuésemos juntos.

    Guinda se apretó con más fuerza contra mí. Entre tanto, otros huéspedes se dirigían hacia nosotros, andando a tientas bajo aquella luz lechosa. Marta, Júpiter, el Loco, un tal Rojo, una chica llamada Tilín-tilín, porque hablaba como una campanilla, y otros. Todos querían saber qué ocurría y se mostraban agitados. Pero en el fondo, nadie sentía miedo. Quizás experimentaban una mezcla de temor, de alegría y de ansiedad. Era un poco como la espera de Papá Noel o la llegada de los Reyes Magos en las noches de invierno, cuando aún se es niño. Estábamos todos sentados por tierra, en la pequeña terraza de mi casita, y estábamos todos muy juntos y apretados.

    —No pasará mucho tiempo sin que nos encontremos en presencia de nuestra sucia conciencia —dijo el Loco—. Para mí, es que ha llegado el momento del Apocalipsis. Finalmente podremos ver la cara de los ángeles.

    Nos reímos. Alguien dijo: «¡Bum!»

    —¡Hacéis mal en burlaros de mí, incrédulos! —exclamó el Loco montando en cólera—. Estoy convencido de que los Astrales Superlúcidos nos absorberán en su existencia para demostraros que los anacoretas del desierto tenían razón.

    Le hicimos callar. Su charla nos indignaba.

    —He oído decir que los selenitas son los servidores más obedientes de los Astrales —intervino Marta—. Probablemente han llegado de nuestro satélite para llevársenos.
    —Es posible —asintió Júpiter—. ¿Y por qué no los marcianos?

    «Claro —pensé—. ¿Por qué no los marcianos?»

    De pronto la luz se atenuó, se hizo más clara y luego se transformó en una especie de neblina, que terminó por desaparecer del todo. La Esfera 812 quedó iluminada únicamente por la luna, como si no hubiese ocurrido nada. Las cosas sucedieron tan rápidamente, de una manera tan incomprensible, que tuvimos la sensación de haber soñado.

    Alguien observó:

    —También pudiera haber sido una acción producida por una máquina infernal maniobrada desde la enfermería, para acostumbramos a las súper emociones...

    Guinda me besó en los labios como si quisiese sorberme el alma, y luego me susurró al oído:

    —Cariño, lo que sea, será.

    Experimenté una gran ternura hacia aquella niña, un afecto que se extendió y se expandió luego hacia mí mismo y hacia los restantes componentes del campamento. Me sentí líquido, lleno de una alegría agridulce. «El misterio —pensé— es una llama, quizá la llama más grande que infunde calor en la gélida vida de los hombres.»

    Acompañé a Guinda a su habitación; luego, para distraerme, fui a pasear con John por la linde del campamento, mientras el alba se anunciaba ya en el cielo. Después nos separamos para continuar nuestro sueño interrumpido.

    Tendido sobre mi lecho esforzándome por imaginar mi vida anterior, Juliana, los amigos, constaté que me era difícil fijar nada en mi mente que no fuese semejante a un empujón por delante. John tenía razón. En aquel momento pensé que los hombres se podían dividir en tres categorías. Los que se encierran en el pasado como prisioneros, y durante toda su vida no abandonan el marchito envoltorio del tiempo; los que en el presente escuchan el latido de un mecanismo ignoto y arrollador, si bien incomprensible e inútil; los que están en el futuro, prestos a coger un ala dispersa de las cosas ordenadas de antemano. Quizás en esta última posición nos hallábamos los que vivíamos en la Esfera 812. Y continué dando vuelo a mi imaginación, cada vez de manera más imprecisa, hasta que el sueño me lanzó en el vacío.


    19


    Cuando me desperté el sol ya estaba alto en el cielo. Me vestí a toda prisa y salí. El campamento estaba adormecido, reinaba en él un gran silencio. Algo debía de haber sucedido, lo sentía en el aire. Frente a la enfermería algunos sirvientes, bajo la vigilancia del doctor, borraban las señales del suelo. Observé que en muchos puntos la hierba había desaparecido, como si un gran cuerpo ardiente la hubiese quemado.

    Fui a despertar a Guinda y en su habitación encontré también a Marta. Ambas habían pasado la noche juntas, fumando y charlando. Me dijeron que habían notado algo poco después de separarnos la noche anterior. Era algunos «tipos» que se paseaban por el campamento y en cuya presencia nadie había reparado antes de entonces.

    —Serán recién llegados — observé.

    Las dos mujeres se miraron y luego Marta subrayó de palabra:

    —Son tipos que no parecen pertenecer a la raza humana...
    —¿Cómo? — exclamé.
    —Escucha —me dijo Guinda con impaciencia—, sal ahí fuera a ver qué pasa, pero vuelve en seguida; nos morimos de curiosidad por saberlo.

    Atravesé el callejón que separaba las dependencias para hombres de la sección de las mujeres, y vi desde lejos a John. Silbé metiéndome los dedos en la boca, y cuando él se volvió le hice señas de que se aproximase.

    —Marta y Guinda afirman haber visto anoche seres extraños en el campamento, individuos que al parecer no pertenecen al género humano.

    Nos dirigimos a la parte del campamento donde se alzaba el cobertizo. Después de cruzar el camino que conducía a aquella construcción, nos encontramos detrás de la enfermería. Estaba abierta una sola ventana. Con la ayuda de John, me encaramé para echar un vistazo adentro. De momento no vi nada, como no fuesen manchas de colores en los ángulos de la pieza y sobre el pavimento. Sobre las paredes discerní otras manchas, y también las vi en el techo. Parecían trazas de humedad dotadas de una alegre fosforescencia.

    —No hay nada —dije al bajar—. Solamente he visto manchas, una especie de puntos ligeramente luminosos.
    —Esto es —dijo él—. Probablemente se trata de habitantes de otro planeta. —Su expresión era radiante—. Ayúdame, déjame subir; yo también quiero verlo.

    Permaneció algunos minutos encaramado. Luego, al bajar, susurró:

    —Tal vez sean los habitantes de la Luna, de nuestro helado satélite.

    Estaba muy contento de su descubrimiento.

    —Déjame ver nuevamente — exclamé.

    Pero cuando me disponía a trepar por la pared, apareció el médico con dos cosas a derecha e izquierda. Lo que vimos nos hizo quedar boquiabiertos durante algunos minutos. Aquellas cosas que se detuvieron al lado del doctor, eran sombras; sí, sombras. No hay palabras para definirlas con más exactitud. Sombras que no obedecían a ninguna ley física, o sea que no estaban producidas por la luz. Además, se podía ver a través de ellas. El médico nos contemplaba con semblante benévolo, sonriendo, lo cual aumentó nuestro pasmo. Dio algunos pasos, y las sombras se movieron paralelas a sus costados.

    —¿Qué hacéis aquí? — nos preguntó.

    Se me había pegado la lengua al paladar y permanecía conteniendo el aliento. John, después de tragar saliva dos veces, balbució:

    —Nada... queríamos...
    —Venid —dijo el médico—. Seguidme.

    Las sombras pasaron a nuestro lado, ondulantes, una a mi derecha, la otra a la izquierda de John. A través de ellas una parte del campamento nos parecía ligeramente más oscura como si nos hubiésemos puesto gafas para el sol.

    Intentaré describir estas sombras, a pesar de que es empresa más bien difícil. Estaban compuestas por una especie de vapor, en el cual flotaba un polvillo pálidamente plateado. Tenían una circunferencia de casi un metro, pero su forma tendía a ovalarse. Mientras nosotros avanzábamos en seguimiento del médico hacia la enfermería, las sombras se mantenían al mismo paso que nosotros, a una altura de unos cincuenta centímetros sobre el suelo, y al moverse por el aire ondeaban levemente, encogiéndose y alargándose como el movimiento lento de un acordeón. En el acuario había visto a una medusa moverse así en su elemento.

    Es extraordinaria la excitación que se siente al estar en contacto con algo absolutamente excepcional. ¿Ha participado alguna vez el lector en una sesión espiritista? ¿Recuerda el momento en que se forma, con el ectoplasma del médium, la imagen de un fantasma? Pues bien, multiplíquese esta emoción por mil. Sudábamos copiosamente. Por lo menos yo. La sangre corría tumultuosamente por nuestras venas. No podíamos separar los ojos de aquellas cosas. «¡Caramba! —me dije—, ¡qué seres tan raros existen en el Universo!»

    El médico se detuvo y, metiendo una mano en el bolsillo, sacó una especie de disco provisto de un pequeño tubo. Parecía un secador de cabello en miniatura. Probablemente oprimió un botón, pues aquel extraño aparato emitió de improviso unas lenguas de fuego verdoso. ¿Señales? Probablemente, porque aquellas cosas se alejaron ondulantes, ligeras, fluidas en el aire, para bien pronto desaparecer.


    20


    Entramos en la sala de «recepción» y nos acomodamos en dos butacas de mimbre. El médico tomó de un estante unos vasos y algunas botellas y preparó tres cócteles. Luego, después de haber paladeado el brebaje, y quedándose de pie frente a nosotros, dijo:

    —Confío en vosotros. Espero de vosotros dos cosas en particular. Durante la disociación, he estudiado vuestro cuerpo, en sus movimientos, cuando llegasteis aquí, y me he convencido de la bondad y ductilidad de vuestros componentes. Dentro de pocos días dará comienzo vuestra experiencia, y hago votos porque sepáis resistirla, porque, por desgracia, las emociones serán las últimas en desaparecer. Como veis, destruir completamente un cuerpo, como me vi obligado a hacer con el del indígena, es sencillísimo; pero el proceso de separación de las emociones es mucho más complejo. Hace poco habéis podido observar por primera vez a los saturninos. Si, como es probable, habéis curioseado por la ventana abierta, habréis observado seres casi inimaginables. Los selenitas. Los habitantes del astro que los hombres consideran frío y deshabitado, donde el hielo eterno y la muerte aletean sobre una corteza desprovista de atmósfera. ¡Cuántas estupideces, amigos míos! Por otra parte, dicen que el hombre se originó hace seiscientos mil años. El selenita ha vivido ya trescientos mil ciclos completos de evolución, y tiene una edad que no se puede calcular en las tres dimensiones. Los seres de la Luna representan, para los Astrales Superlúcidos, los recursos más seguros para una empresa que trastornará para siempre la existencia del universo. Conviene decir que nos hallamos en vísperas de una gran aurora.

    El médico, después de paladear la mezcla, continuó:

    —El selenita no posee un cuerpo como nosotros lo entendemos, En realidad, su «organismo» se nutre de una reserva de luces que él mismo segrega. Su aspecto es casi invisible a los ojos humanos, porque nuestra vista a duras penas puede distinguir solamente el núcleo de su «cuerpo», compuesto de un centro de luz condensada de la cual parten los «miembros», hechos de materia irradiante, invisible. Para ver la célula, el hombre precisa del microscopio; para distinguir perfectamente al selenita, es necesario proveerse de aparatos especiales, de lentes, por así decir, construidos en el planeta Marte por sus habitantes.

    »Los marcianos —continuó el doctor— son los únicos seres que se hallan en disposición, por voluntad de los Astrales Superlúcidos, de conservar los instrumentos de un progreso que no puede ir más allá de lo que es, ya que después de esta evolución se llegaría a la nada. Y de la nada, sólo los Superlúcidos pueden considerarse señores. Los selenitas, como os decía, se alimentan de luz; es como decir que una araña se alimentase de los hilos que ella misma produce. Las reservas atmosféricas a través de las cuales puede renovar su cuerpo están activadas por corrientes magnéticas enviadas por las grandes centrales marcianas. Nuestros simpáticos huéspedes se reproducen y procrean por medio del desdoblamiento, como sucede entre algunos individuos unicelulares de la Tierra. Sus «amores» tienen una duración casi ilimitada. Se puede decir que el esfuerzo que realizan, siempre controlado, naturalmente, para crear nuevas formas de vida, es proporcional a su deseo de vivir o de perecer. Ya que la muerte, entre los selenitas, es un acto de libre albedrío. En su mayor parte, ellos prefieren una vida bastante breve, un millón de siglos terrestres, y con el único objetivo de servir a los Superlúcidos, tendiendo a la autodestrucción para verse absorbidos en el espacio. ¿Cómo os lo explicáis? No tienen sentidos, porque los sentidos son una fealdad, una enfermedad, una imperfección de la materia. No tienen otro anhelo que el de permanecer en su propio elemento, viviendo en espera de una completa destrucción.

    Se nos ofrecía la posibilidad de conocer de fuente bien informada las noticias que nos interesaban desde hacía tanto tiempo. Cuando me disponía a abrir la boca, John se adelantó para preguntar:

    —¿Cuál es la energía que utilizan y cuáles son los medios empleados por los Astrales para trasladarse por el espacio, entre un astro y otro, ellos y su carga?
    —Hace poco os he dicho que los selenitas escogen la muerte, o sea su propia destrucción, para verse absorbidos por la inmensidad de aquellas fuerzas que aparentemente se mueven en el cosmos bajo un impulso irracional, pero que se hallan gobernadas por leyes constantes, como las corrientes de aire frío y caliente que atraviesan los mares y los continentes. Los selenitas que voluntariamente renuncian a la existencia, esos candidatos al suicidio cósmico, son transportados a Marte, donde los habitantes de este planeta, únicos seres que han alcanzado la cumbre del progreso total, los transforman en energía sideral. La transformación de estas fuerzas no puede parangonarse a ninguno de los impulsos que mueven las cosas sobre la Tierra. Harían falta trillones de siglos para que la Humanidad alcanzase a descubrir una parte infinitesimal de esta ciencia. Podemos definir a los selenitas como el combustible ideal para el transporte de los saturninos, de los galácticos..., y ahora de los terrestres.

    John y yo cambiamos una mirada. Hay que reconocer que teníamos derecho a maravillarnos. De pronto se me ocurrió una pregunta y, sin pensarlo dos veces, se la espeté:

    —¿Cuál es, entonces, la diferencia existente entre esto que nosotros llamamos Dios y los Superlúcidos?
    —Esta palabra —respondió el galeno con un gesto casi de ira— permanece aún en la estrechez pueril de nuestro vocabulario, como imagen de nuestra insignificancia e insuficiencia. Estas cosas el hombre sólo las resolverá cuando, transformado tras haber sufrido un proceso de separación de los elementos, pueda confundirse con las fuerzas que se crean a sí mismas.

    Comenzó a medir febrilmente la estancia con sus pasos, hasta que de pronto se detuvo.

    —Los Astrales Superlúcidos —dijo con voz firme— han realizado desde hace tiempo el inventario del cielo en sus infinitas dimensiones espaciales; lo han poblado y despoblado, han saqueado los astros, los han vaciado y vuelto a llenar, y, en la inmensa multitud de estrellas, han escogido, ordenado, recogido y destruido. Os veo estupefactos. Se comprende. Pensáis en términos de frío, calor, vapores, atmósfera, evolución, etcétera. Mas todo esto está siempre en relación a nosotros. Os habéis dado cuenta de las estrellas demasiado tarde, y cuando ya era inútil. La Tierra es una fealdad, una imperfección, un aborto de lo que llamamos Universo. Por ello los Astrales Superlúcidos quieren detener el crecimiento del monstruo, del enano. Un parto que se desenvuelve entre el bien y el mal, entre guerras e injusticias, es algo horrible, monstruoso, que hay que anular y destruir. Y nosotros somos las «unidades» que utilizarán los Astrales para borrar del espacio las criaturas inútiles de un planeta desviado. Colaborarán en esta obra los marcianos, los saturninos, los galácticos, los venusianos, los seres maravillosos de la estrella que vosotros denomináis 61 del Cisne, y tantos otros individuos pertenecientes a otros sistemas solares y cuyos nombres vosotros tal vez no conoceréis jamás.

    Guardó silencio durante unos instantes para decir luego:

    —Dejemos por el momento interrogantes y preguntas en nuestra caja craneana y pongamos mano a la obra.

    Acercándose a un armarito, lo abrió y sacó de él dos trocitos de metal reluciente.

    —Aquí tenéis dos inteligencias transferidas; ahora regresad al campamento. Continuad aún por algunos días vuestra mediocre existencia de barro, y si en algún momento os dominase el desaliento o naciese en vosotros el arrepentimiento, o temieseis por vosotros al pensar en el viaje y en la destrucción que os aguardan, accionad estas inteligencias transferidas. Se utilizan del siguiente modo: Bastará con sacarlas de su envoltorio y hacerlas resplandecer ante vosotros. De momento vibrarán al unísono con las ondas cerebrales; luego, en sus elementos, producirán un aumento de las potencias intelectuales, que os permitirá superar cualquier barrera de inferioridad y humillación. Estos metales, preparados por los marcianos, representan uno de los mejores fármacos de este pueblo. ¿Qué hacéis vosotros tras un día de fatiga intelectual, para combatir la migraña? Vais a la farmacia y compráis una compresa contra el dolor de cabeza. En lugar de ello, los marcianos recurren a este metal, para renovar y crecer sus facultades intelectuales y físicas.

    El médico introdujo los dos trocitos de metal en sendos envoltorios de piel y nos los entregó.

    —Tomad, muchachos —y nos empujó suavemente hacia la puerta—, id, y mucha suerte.


    21


    ¿Cuántos días, meses o años habían transcurrido? Era difícil saberlo con certeza. A veces tenía la sensación de que el tiempo se había detenido. Vivir ciertas emociones quizá signifique hallarse suspendido en un espacio sin tiempo, encontrarse en lo que se llama vulgarmente «un punto muerto».

    Atravesamos en silencio el campo y nos separamos. John me estrechó la mano calurosamente.

    En la habitación de Guinda, mientras Marta preparaba el café, después que hube puesto al corriente de nuestra entrevista a las dos mujeres, entró un grupo de residentes capitaneados por John. Todos estábamos visiblemente conmovidos. La hora se aproximaba, íbamos a enfrentarnos con experiencias impersonales, con aventuras que salían totalmente del ámbito humano. Marta distribuyó el café, que tomamos en silencio. Como si oliese un perfume o un frasquito de sales, Guinda sacaba de vez en cuando el trocito de metal que yo le había dado y que habíamos bautizado con el nombre de marcianita, sacando de ella un gran provecho. A decir verdad, su tez se coloreó, y sus bellos labios rojos, húmedos de vida, parecían el cráter de un volcán. Pensé que antes de emprender el viaje me gustaría destrozar aquella boca a besos y mordiscos. Marta se mantenía serena.

    Esta delicadísima mujer merece una descripción, pero el tiempo apremia y mi mano de viejo empieza a cansarse. Cada vez me asedia con más frecuencia el recuerdo de Guinda, de Marta, de John, de Frana, de Arcángel, de Iti y de tantos otros desvanecidos en la nada, perdidos quizás en una eterna noche sideral; en estas tristes horas de mi vejez, solamente el llanto me consuela y me impide dar cumplimiento a mi deseo de autodestrucción, tanto más vano cuanto más desesperanzado. Que el lector disculpe a este pobre viejo que se halla ya en el umbral de la muerte.

    Mientras tratábamos de animar un poco el ambiente para desviar el curso de nuestros pensamientos, que confluían todos hacia el próximo futuro, entraron dos extranjeros que de momento tomamos por dos nuevos huéspedes de Esfera 812. Un hombre de unos treinta años y una muchacha bastante joven. Ambos muy altos, de movimientos ágiles y desenvueltos. Inmediatamente nos llamó la atención el color de su tez, de un tinte oliváceo que tendía al verde brillante, y sus ojos, de iris blanquísimo, mientras la pupila estaba formada por un puntito rojo. A pesar de estas características, ambos eran bellos, de una belleza ignota y turbadora. Nos sonrieron afablemente, pidiendo permiso para sentarse.

    —Acabamos de llegar —dijo la muchacha— y estamos un poco cansados.

    Guinda les hizo acomodarse en el suelo, sobre sendos cojines. Reinó un breve silencio, durante el cual continuamos observando a los recién llegados. Luego la muchacha dijo:

    —Yo me llamo Iloona, y éste es mi marido, Bazuca. —Nos miró con cierta perplejidad, casi divertida, y luego prosiguió—: No somos de la Tierra; hemos venido con la Zefi, de Arda II.
    —Arda II —añadió el hombre— es un pequeño satélite (cuyo volumen es la vigésima parte del de vuestro globo), de un gran planeta, Kuna, que vosotros desconocéis. Antes de que me lo preguntéis os diré que el color de nuestra tez es un bronceado particular que obtenemos artificialmente con el extracto de la corteza de un árbol que producimos en el laboratorio, y lo hacemos para alejar de nosotros el peligro mortal representado por ciertas radiaciones. Nuestros ojos, distintos a los vuestros en su estructura visible y resultado de una larguísima evolución, nos permiten ver más allá de algunas barreras que presenta la materia. Hemos observado las imágenes que producen vuestras máquinas fotográficas, mediante una reconstrucción mecánica de vuestro sistema visual, y por lo tanto sabemos cómo estáis hechos. Sois iguales a nosotros en el aspecto físico. Sin embargo, nosotros os vemos de otro modo, y también observamos de otra manera vuestro organismo. Nuestros ojos nos revelan una imagen estructural interna de vosotros. En realidad nos aparecéis como esqueletos; con mis órganos visuales yo veo a mi esposa como una armazón ósea, y ella me ve a mí igualmente. Como veis, la naturaleza adapta a los seres de muy diversas maneras. Y existe una razón para ello. En el clima en que vivimos, tan distinto al vuestro, las enfermedades nos atacan mediante los virus y únicamente en nuestra estructura ósea; pero nosotros, gracias a este excepcional órgano visual, podemos conjurar y prevenir las dolencias.
    —¿Cuántos años vivís en vuestro satélite? — preguntó Rojo.
    —Somos prácticamente inmortales, si bien esta condición no la deseamos voluntariamente, como no la desean los restantes seres que viven en otros mundos evolucionados. Los jefes de nuestras familias son quienes deciden acerca de la vida y la muerte, estableciendo su comienzo y su final.
    —¿Por qué sistema de gobierno os regís? — preguntó Júpiter.
    —No tenemos gobierno ni conocemos leyes, pues ambas cosas han desaparecido hace milenios. Los jefes de nuestras familias se reúnen de vez en cuando para decidir acerca de las cuestiones que puedan tener cierta importancia. No obstante, pueden desobedecerse sus decisiones sin que nadie se avergüence por ello. Desconocemos los delitos y los castigos, porque vivimos como vive la Naturaleza, más allá del bien y del mal. —Guardó silencio un momento, para continuar luego—: No trabajamos porque utilizamos seres creados por nosotros mediante los subproductos de nuestro organismo, seres amorfos, de inteligencia limitada, circunscrita, individuos que han sido modelados para desempeñar una sola y determinada actividad, como por ejemplo labrar la tierra; desprovistos de la facultad de raciocinio y de lógica, privados de las restantes facultades, sensaciones y reflejos, salvo aquello que se relaciona estrechamente con la realización de la labor que les ha sido asignada, y para la cual han visto la luz en nuestros gabinetes científicos.
    —¿Quiere decir esto, entonces —interrumpió Guinda—, que son bestias?
    —Exactamente —respondió la muchacha de Arda II, sonriendo—. Son servidores.
    —Disculpadme —terció John—. Pero cuando el consejo formado por los jefes de familia decide, por ejemplo, que debéis morir, ¿qué medio utilizáis para suprimiros? Y además, decidme, ¿por qué razón aceptáis esta resolución?
    —El medio es muy sencillo: basta con no desear seguir existiendo. En cuanto a la aceptación, siempre es acogida con un suspiro de alivio, porque ofrecemos una parte de nuestra estructura a los Ubiales, habitantes de un planeta doce mil veces mayor que vuestra Tierra, a cambio de una sola palabra que simboliza una fórmula que todavía no hemos descubierto.
    —¿Y cuál es esta palabra? — dijo Marta.
    —Ninguno de nosotros la conoce, porque no se regresa al estado anterior.
    —Decís que habéis llegado a bordo del Zefi —pregunté—. ¿De qué se trata? ¿Es quizás un aparato para navegar por el espacio?
    —Definámoslo así, si lo preferís. Se trata de una compenetración molecular debida a fuerzas extraídas de la materia sutil de que se compone el cuerpo de los selenitas. En este envoltorio, que puede asumir las formas más impensadas y adaptarse al volumen impuesto por la naturaleza a los estratos y a las diversas dimensiones del espacio, en un vacío que puede conservar y nutrir a cualquier especie de seres vivos, viajan las criaturas del espacio. Es la propia naturaleza la que nos proporciona el medio de mover lo que, en vuestro lenguaje, denomináis una astronave, la cual se deja guiar por una inteligencia sutil, por las corrientes magnéticas que serpentean en el cosmos. Es como decir que el piloto es al propio tiempo fuerza propulsora y elemento de propulsión.

    Guinda se había levantado para acercarse a los dos extranjeros, poniéndose en cuclillas a su lado. Los contemplaba extasiada. Iloona le dirigió una mirada de soslayo, llena de simpatía. Bazuca, volviéndose hacia Guinda, dijo:

    —¿Quieres preguntar algo?
    —...Sí, quería saber —respondió Guinda— cómo empleáis el tiempo en vuestro mundo.
    —No «empleamos» el tiempo, porque éste no existe para nosotros. —Hizo una pausa—. Si Iloona y yo hablamos de vivir y morir, de nacer y desaparecer, no es porque queramos establecer un límite, es decir, fijar un tiempo a nuestra vida, sino únicamente para hacernos entender por vosotros, seres tan distintos que vivís en una parte limitada de la materia. Nosotros, los de Arda II, con un leve esfuerzo nos disociamos, por decirlo así, para ocupar el mismo espacio que ocupa otro ser de nuestra especie y de sexo distinto, lo cual basta para poder afirmar que el espacio es una opinión, una simple imagen teórica que habéis forjado. Cuando nosotros hacemos esto, es que nos amamos.

    Guinda no estaba convencida del todo, yo lo veía claramente. Su mente estaba tensa como un arco, y su pregunta partió como una flecha:

    —¿Por qué, pues, regaláis una parte de vuestra vida con el fin de conocer una sola palabra que simboliza una fórmula? Eso quiere decir que vosotros también estáis obsesionados por una incógnita. Y en ese caso, sois tan desgraciados como nosotros.

    Respondió Iloona. Y mientras hablaba, parecía que su cuerpo irradiase un halo de colores más claros que su tez. ¡Cómo debían de ser los amores de aquellos seres tan excepcionales, provenientes de un astro tan distinto al nuestro!

    —Nosotros no nos sentimos torturados por la infelicidad, pues el misterio no asedia nuestra vida. Mientras para vosotros, seres humanos, persistirá siempre la duda acerca de vuestro futuro, para nosotros éste es claro desde nuestro nacimiento. El secreto que nos es revelado es sólo un coronamiento, un, por así decir, complemento a nuestra vida. Vosotros no podéis ni siquiera sospechar cómo nosotros soñamos. Nuestros sueños son la parte más asombrosa de nuestra existencia. Durante el sueño vivimos en compañía de aquella forma en que deseamos convertirnos y que llegaremos a ser. Querréis saber más. Es natural. Nos convertiremos en la realización concreta de nuestro sueño, el cual sólo representa para nosotros un anticipo de lo que será la participación, mediante la compenetración absoluta, en la creación universal, regresando así al seno de aquella Eternidad de cuyo regazo nacen todas las cosas, por emplear una expresión vuestra, si bien no muy feliz.

    Bazuca tomó la mano de Iloona para estrechársela. ¡Qué bellas criaturas! «He aquí a dos ángeles», pensé. Una vez, muchos años atrás, en un rincón cualquiera de la Tierra, caí enfermo de malaria. La fiebre me torturaba. Recuerdo que durante uno de aquellos días, tendido en el lecho y teniendo junto a mí a una mujer que me amaba tiernamente, me imaginé a los ángeles.

    Guardamos silencio de nuevo, absortos en nuestros respectivos pensamientos, en una atmósfera que se había llenado de fulgores sobrenaturales. Marta, John y Júpiter se habían acercado el uno al otro. Mis ojos estaban fijos en los grandes y límpidos de Guinda, y me parecía profundizarme en un agua abisal. , De pronto el Loco exclamó:

    —¡Caramba, esto es algo muy complicado!
    —Para vosotros, naturalmente —respondió Bazuca—, pero para nosotros es muy sencillo. Imaginad que...

    La aparición de Frana y Arcángel obligó a enmudecer al extranjero. Frana estrechó contra su pecho a Iloona, mientras Arcángel tocaba la mano de Bazuca. Su encuentro fue fraternal.

    —Bien venidos a Esfera 812 —dijo Frana—. Deseo que hayáis tenido un viaje agradable. Por lo que veo, ya habéis trabado conocimiento con un grupo de la colonia que os será confiado.
    —Sí —dijo Iloona—, son personas muy agradables que acompañaremos con mucho gusto a Marte, primera etapa de su viaje de instrucción.

    Súbitamente se oyó un largo silbido, seguido de una crepitación. Los forasteros cambiaron una mirada de entendimiento con los dos emisarios y, antes de salir, los árdanos nos saludaron tocándonos el dorso de la mano con los dedos. A este contacto, un calor se difundió rápidamente por nuestro cuerpo, para desaparecer con mayor rapidez aún.

    Más tarde pensé en Frana y Arcángel. Quizás ellos habían vivido ya alguna aventura cósmica, y por lo tanto no se consideraban como nosotros. Probablemente su condición ya no era humana. Y sin saber por qué, experimenté un profundo amor por aquellos dos seres.


    22


    Los días que siguieron estuvieron cargados de acontecimientos, de emociones, de impaciente espera, pero también de amor.

    Como dos condenados a muerte, Guinda y yo no desperdiciábamos ninguna de las migajas de tiempo que nos quedaban. Cualquier momento era bueno para amarnos, con un amor bajo el cual se ocultaba un fin inminente. El Loco dijo una vez: «¡Vosotros dos sois la peor clase de materia que haya podido producir jamás la Naturaleza; de veras que me dais pena!» Marta, en cambio, nos protegía, y John montaba con frecuencia la guardia para evitar que mis entrevistas con Guinda fuesen interrumpidas. ¿Qué otra cosa podíamos hacer, con aquel calor espantoso? Las carreras desenfrenadas por la selva, los baños y zambullidas en el río, el reposo en la orilla, bajo las palmeras, las conversaciones sostenidas en susurros, nuestros sentidos cada vez más cegados por la pasión.

    Una mañana temprano, un ruido ensordecedor, como el estallido de un polvorín, nos despertó a todos en el campamento. Guinda vino corriendo junto a mí y sacó la marcianita.

    Arcángel y Frana estaban en el centro de Esfera 812; el médico con sus enfermeros, al píe de la escalinata de la enfermería. Iloona y Bazuca estaban cerca de los albergues femeninos.

    Marta y el Rojo nos dijeron que aquel espantoso fragor no era más que la señal para la reunión.

    Poco después salió de la enfermería un individuo que no habíamos visto hasta entonces. De estatura normal, con cara de luna decrépita, nos impresionó por un particular: la tez. Esta era de una palidez inverosímil, una palidez mucho más que cadavérica; y además parecía como si sus mejillas y sus manos rezumasen gotas de cera. Era repugnante. Atravesó el campo y se situó en el centro, junto a Arcángel y Frana. Nos hizo signos de que nos acercásemos en semicírculo. Nos aproximamos lentamente. Reinaba un gran silencio, roto únicamente por los graznidos de algunas aves en la selva próxima.

    —Señores —dijo—, les quedaré muy agradecido si pueden dominar la sensación de repugnancia que suscita en ustedes mi aspecto físico y si son ustedes capaces de tomar la iniciativa de no asombrarse por nada de lo que vean de ahora en adelante.

    Sacó del bolsillo un pañuelo, con el que secó el humor que resbalaba por sus mejillas.

    —Mi aspecto físico está reducido a este estado —prosiguió— a causa de mis frecuentes desintegraciones y reintegraciones. Si se usa un objeto largo tiempo, es natural que termine por gastarse. Del mismo modo se gastan las células de mi cuerpo. Me han encargado que les ayude durante la primera fijación. Su cuerpo sólo será atacado en parte, de modo que hasta el planeta Marte podrá conservar su aspecto y personalidad. La primera fijación consistirá en un pequeño retoque de las células que componen el tejido nervioso, con el único fin de preservarles durante el viaje por el espacio. No siendo nuestro planeta el lugar ideal para ello, sólo cuando se encuentren ustedes en Marte sabrán cuál será su futuro y sus misiones sucesivas. Deseándoles un buen viaje, les ruego que se coloquen ordenadamente por columnas ante la enfermería para poder proceder, lo más rápidamente posible, a la fijación.

    «Rostro Pálido», como bautizamos en seguida al desconocido, se dirigió hacia el local de la enfermería, arrastrando los pies. Comprendí que aquel hombre llevaba sobre sus hombros un peso terrible.

    Inmediatamente nos formamos en dos hileras. El médico subió con rapidez por la escalera, seguido de Frana y Arcángel, mientras los dos árdanos se quedaron para vernos desfilar, mirándonos con sus pupilas rojas.

    A las pocas horas había terminado la labor de fijación. Nos hicieron entrar uno a uno en una cámara acorazada en la que se introdujeron vapores amarillentos, cuya acción no se podía resistir por mucho tiempo. En realidad, todos perdimos el conocimiento a los pocos segundos. Luego nos transportaban en angarillas a nuestras habitaciones, donde nos depositaban sobre la cama. Antes de entrar en la cámara acorazada, el médico preguntaba a cada uno de nosotros si queríamos «proseguir» o «abandonar». Todos respondíamos «proseguir».


    23


    Guardamos cama tal vez algunos días, aunque no es posible asegurarlo. Durante nuestro sueño provocado, todos nosotros indistintamente, según supimos luego, vimos a nuestro cuerpo relajado y desprovisto de vida. No se trató de un sueño, sino de una liberación temporal de la envoltura de materia sutil que infunde vida a nuestro ser. Durante aquella flotación en un elemento líquido, desde un punto impreciso, probablemente un sitio no espacial, la visión de nuestro cuerpo nos apareció con una nitidez y claridad de particular belleza. Ningún ser humano puede ver con tal separación y al propio tiempo desde tan cerca su propio cuerpo. No era lo que se ve en un espejo, como puede imaginar el lector, sino una visión panorámica, completa. ¿Es necesario que me disculpe por emplear algún tiempo en el intento de descripción de esta experiencia? En mi opinión, vale la pena hacerlo.

    Nuestra aglomeración de materia nos aparecía en su totalidad, es decir, que veíamos al propio tiempo toda su superficie, incluso la oculta, como si aquel fantoche sin vida girase vertiginosamente sobre sí mismo, permitiendo observarlo en toda su superficie, a pesar de que permanecía inmóvil sobre el lecho donde yacía aparentemente muerto. Durante todo el tiempo en que sucedió esto, a nosotros nos pareció que se trataba de un hecho ordinario. Las conclusiones que luego sacamos del mismo al despertar fueron en verdad sorprendentes, y casi todos nuestros pensamientos coincidían en reconocer que era quizá la única deducción lógica: la organización de la materia que compone nuestro cuerpo constituye el estado más imperfecto para alcanzar el conocimiento.

    Cuando abrí los ojos y traté de incorporarme, noté un gran cansancio y un dolor agudo en la espalda. Permanecí tendido hasta que estas molestias desaparecieron. Luego, lentamente, me vestí y salí al exterior.

    Guinda aún estaba dormida, pero muchos habitantes de Esfera 812 ya se hallaban sentados a la mesa. Comí con gran apetito: patatas con jugo vegetal, pescado de río guisado, verdura cruda con aceite, dulce, frutas tropicales.

    Al poco tiempo Marta y Guinda se unieron a mí. Los tres nos contemplamos estupefactos; yo me quedé con el tenedor alzado en la mano derecha y a medio engullir un bocado, y las dos mujeres, al propio tiempo que cambiaban miradas maravilladas, me observaban como si yo fuese un bicho raro.

    En resumen, he aquí lo que había sucedido: nos habían embellecido, es decir, nos habían rejuvenecido. Júpiter y John, que entraron poco después, confirmaron nuestras impresiones. Cada uno de nosotros fue en busca de un espejo, pero debimos contentarnos con la tapadera de acero de una olla. Teníamos la piel tersa, sin arrugas; los colores de nuestra tez eran frescos, la epidermis luciente y mórbida como la de los adolescentes. Nuestros ojos brillaban; nuestros labios eran rojos, rebosantes de vida juvenil. Yo tenía quince años menos; Guinda, diez; Marta, treinta...

    —Si han dado un pequeño retoque a las células del tejido nervioso, es natural que nuestros nervios se hallan distendido, con el resultado de estirar también la piel, expulsando de nuestro cuerpo los años transcurridos en el dolor y la ira — observó Júpiter.

    ¡La juventud! El sueño de las mujeres maduras, de los viejos, era una conquista realizada mediante una operación sencillísima por los emisarios, provistos sin duda de los medios extraordinarios inventados por los marcianos. Todo el campo vibraba a causa de aquel acontecimiento, que tan directamente repercutía sobre nuestro estado de ánimo y sobre nuestras... ideas. Sentirse joven en los músculos y en todo el cuerpo, era algo que hacía apreciar la vida de repente, con todos sus pequeños y breves placeres, que en el fondo son los únicos que nos están reservados.

    Era inevitable que sucediesen algunos hechos y surgiesen ciertas situaciones. Tomemos a John y a Marta, por ejemplo. Ambos habían llegado al campamento ya viejos, el primero con los cabellos blancos y la segunda con hebras de plata entre los suyos y bolsas bajo los ojos, ambos con semblante fatigado y el sabor de la amargura en los labios, a pesar de que en el fondo de sus corazones persistía una extrema indulgencia y una sabiduría hecha de comprensión por las pasiones de la vida. Y de pronto aquellas dos criaturas, devueltas súbitamente a un tiempo ya vivido, sentían fluir rápidamente la sangre por sus venas y en sus músculos una fuerza y un vigor olvidados.

    No es difícil imaginar lo que puede suceder en semejante caso. Lo mismo puede decirse de los restantes huéspedes del campamento, que se convirtió en un trampolín de renovadas experiencias. Era como si el sol hubiese salido dos veces. Esto explicaba que Frana, cuando se presentó en mi habitación en traje de baño, me apareciese como una mujer nueva. Entonces me lo explicaba: ella también había sufrido el mismo tratamiento, quizá con un cuidado particular.

    En los intervalos de nuestros juegos y pasatiempos, que se desarrollaban en los prados, por la selva, en el río, en las playas, pensaba que si hubiese pedido ser un emisario de los Astrales Superlúcidos y lo hubiese obtenido, a buen seguro hubiera conocido otros secretos, pero principalmente me hubieran aparecido con mayor precisión y claridad los propósitos de aquellos seres misteriosos, resueltos a transformar el género humano en una larga teoría de individuos desconocedores del pecado.

    Una de las noches siguientes, salimos del comedor para tomar nuestra cena fría a la luz de la luna, sentados sobre la hierba. Además de Guinda, Marta y John nos hallábamos reunidos una veintena de huéspedes. Todos estábamos un poco alocados. Nos acomodamos en las proximidades de mi albergue, donde la vegetación exuberante nos protegía de la brisa que subía del río vecino. Guinda me indicaba a Marta y el Loco, que se arrullaban, y a John que flirteaba con Tilín-Tilín. Esta se parecía a una joven negra que vi una vez en una aldea árabe que se exhibía en una feria de muestras de mi país. Si no hubiese tenido la cabellera rubia, la hubiera tomado por una salvaje. Estaba lindísima. Entonces dije:

    —Escuchadme, chicos, un poco de silencio por favor; ya es hora de que nos pongamos a reflexionar acerca de todo cuanto nos sucede y nos espera. — Pero fue inútil. Entonces me puse a gritar—: ¡Desventurados! ¿Queréis dejar de armar ruido? ¿Os imagináis que sois unos niños?
    —Sí, somos unos niños — respondió Tilín-Tilín, riendo.

    Inmediatamente, John, silbando un aria de su época, tomó entre sus brazos a Marta e improvisó con ella una danza alocada. Aquello fue la señal. Olvidándose de su apetito, de la vigilancia de los emisarios y de todo, aquellos locos iniciaron una zarabanda. Guinda se estremecía y reía con todo su ser; y su boca no tardó en hallarse sobre la mía. Entonces dejé el sermón para mejor ocasión.

    Durante la noche llegaron otros grupos de huéspedes, que se unieron a nuestra bacanal. No se veía la sombra de nuestros vigilantes por parte alguna. A nuestro alrededor, el campamento parecía sumido en un sueño profundo. En la enfermería, o bien nos espiaban escondidos en la oscuridad o bien dormían. Quizás habían partido, por medio de la cámara de desintegración, en busca de otras «agrupaciones».

    Cuando el sueño se aproximó, con los miembros cansados y la garganta ronca, en grupos, por parejas, riendo, empujándonos, chocando los unos con los otros, entre bromas y veras, volvimos a nuestros albergues, de los cuales, durante el resto de la noche, surgieron los suspiros de amor, que se reunieron al susurrar del viento entre los árboles de la selva.


    24


    Algunos dijeron que se quería aprovechar una tempestad magnética que en aquellos momentos se hallaba en pleno desarrollo en el Sol; otros aludieron a las favorables condiciones existentes entre las corrientes cósmicas. La certeza de que nuestro embarque estaba ya próximo y el viaje era inminente la advertimos a primeras horas de la mañana, cuando los sirvientes nos enviaron a cada uno de nosotros un saco de viaje que contenía varias mudas de ropa interior. El bolso de yute sobre el que se leía «Esfera 812», además de martillos e indumentaria de montaña, como gorros de lanas, bufandas, pasamontañas, botas claveteadas, contenían paquetes sobre los que se leía: «No abrir». Los sirvientes, al entregarnos este equipaje, nos advirtieron que la reunión estaba fijada para la puesta del sol, en el centro del campo.

    Cuando fui a ver a Guinda, la joven me dijo que la dejase un momento a solas. Dado su carácter voluntarioso, no insistí. Marta, a quien fui a ver acto seguido, estaba mirando el contenido del bolso.

    —Ve a ver a Guinda —le dije—, tal vez atraviesa una crisis.
    —No hay que hacerle caso —respondió Marta—. Le pasará. Siéntate, voy a preparar una taza de café.

    Me tendí en la terraza y al mirar la hierba del prado me di cuenta de que la habían nivelado durante la noche. Cada brizna parecía haber sido pintada con barniz verde esmeralda. Diríase una especie de rocío artificial. Quizá para dar consistencia a la pista o para transformar el campo en un aeropuerto espacial. En el fondo, hacia el cobertizo, muchos miembros de la colonia se dirigían ya a desayunarse. Marta vino a traerme la taza de café y se sentó a mi lado. Sus ojos centelleaban con un gozo íntimo y profundo. Era de una belleza completa, casi inverosímil.

    —Mi queridísima Marta —le dije, abrazándola y oprimiéndola fuertemente contra mi pecho—, me infundes una fuerza y un valor sobrehumano con tus ojos tan serenos y alegres.

    Consideraba a aquella mujer, dotada a la sazón de una belleza abierta y noble, como una especie de amuleto, es más, como una panacea contra cualquier melancolía. Me acarició la cara con ternura maternal, oprimiéndomela contra su seno palpitante y mórbido. De su piel se emanaba un perfume de jardín otoñal, tenue, delicado, indefinible. Me parecía hundirme en una ternura desconocida, lejana.

    —Os quiero mucho a ti y a Guinda —dijo con una voz que traicionaba un poco su emoción—. A veces pienso que con vosotros dos, con John, con el Loco y el Rojo, y con algunos otros, desearía experimentar una última e inexpresable alegría bajo una única forma en el espacio, para luego perderme en el vacío y en la nada.

    Permanecimos en silencio por algún tiempo. A lo lejos oímos el dulce tañido de la campanilla que llamaba a los huéspedes para el desayuno, las voces de nuestros compañeros de viaje que se iban despertando, los alegres rumores de la vida que se desvela sin fingimiento.

    Cuando entró Guinda, permaneció un segundo mirándonos desde el umbral. Sonreía. Quizá la marcianita la había ayudado a superar la crisis. Viéndonos tan abrazados y absortos, se aproximó a nosotros y nos besó. Luego se echó a llorar, y en su llanto, de una alegría renovada decía:

    —Queridísimos míos, siempre estaré con vosotros; lo que sea, será. Os quiero tanto...

    Su voz era cálida y musical y con su desfallecimiento arrullaba nuestros corazones. Después, tomándonos de la mano, como hacen los niños, descendimos los peldaños de la casita de Marta, y echamos a correr riendo bajo el sol hacia el cobertizo, contentos de haber hallado nuevamente un equilibrio difícil, porque difícil es el camino de los sentimientos, como es difícil guiar nuestra vida por el laberinto de las pasiones.

    Téngase bien en cuenta que aquellos no eran momentos de sentimentalismo bobalicón y huero o ráfagas de romanticismo: se trataba de una existencia que aún se debatía en el límite oscuro que separa la cordura de la demencia.

    A la mesa vimos de nuevo a nuestros guías. Iloona, bellísima en su traje ardano, pantalones ceñidos de hilos de platino y jubón rojo de coral, que hacía resaltar su cuerpo escultural; y Bazuca, majestuoso, atlético, en traje de viaje, consistente en un mono de plástico. Estaban aposentados junto a nuestro grupo, mas no probaban bocado. De cierta especie de termos, con un canuto de plata sorbían un líquido cuyo color era imposible ver. Sonreía. Respondieron a nuestros signos de salutación con sus ojos penetrantes.

    De pronto, Frana, Arcángel, el médico rodeado de cierto número de saturninos y algunos sirvientes, atravesaron el salón. Nos miraban, atentamente a todos, uno por uno. Pasaron varias veces entre las mesas dispuestas, siempre escrutándonos. El médico fue a sentarse a nuestra mesa y vimos estupefactos que su silla se elevaba del suelo y permanecía suspendida en el aire. Los saturninos la habían rodeado inmediatamente, sin dejar de ondular. A la luz discreta que reinaba en el cobertizo, el color de sus cuerpos se había hecho más claro. Vibraban; era posible distinguir la respiración de aquellos seres fantásticos.

    —Ya que estáis todos presentes —dijo el médico— voy a aprovechar la ocasión para recomendaros la máxima puntualidad cuando cada uno de vosotros se presente, con su bolso de viaje, en el centro del campo a la puesta del sol. Probablemente ya no tendremos ocasión de vernos de nuevo; permitidme, pues, que os salude bajo vuestro aspecto humano, para desearos una feliz transformación y un retorno aún más feliz a la Tierra bajo otro aspecto.

    La silla descendió lentamente. El médico se dirigió hacia la salida, seguido siempre por los dos emisarios, los saturninos y los sirvientes.

    Cuando salimos al exterior formamos grupos vocingleros; todos comentábamos los últimos acontecimientos y hacíamos cábalas y conjeturas. Entretanto, en el mismísimo centro de Esfera 812 se erguía, majestuosa, una nube densísima de vapor de agua. Sus colores iban del blanco plateado al rosa pálido. Si bien la enorme masa de vapores (su altura era de casi quinientos metros y su anchura casi otro tanto) permanecía inmóvil, al aproximarse a ella se notaba cierto movimiento, un leve ondulado. La «astronave» estaba ya dispuesta y esperaba su carga. En torno a ella, los sirvientes habían levantado una alambrada, mientras escalonados de diez en diez metros, otros montaban la guardia para que nadie se aproximase a ellos.

    Dejé a Guinda y fui corriendo a reunirme con Iloona y Bazuca, que en aquel momento atravesaban el sendero que conducía a la enfermería.

    —Dime, Bazuca —le interpelé—, ¿por qué no es visible la astronave?
    —Oh —respondió el ardano— simplemente, porque los elementos que la componen se han solidificado temporalmente, con el fin de facilitar vuestro acceso a ella. Es como una especie de aclimatación.
    —Me gusta mucho que vosotros dos seáis nuestros acompañantes —les dije—. Hasta la noche.
    —Adiós, hasta luego — respondieron a coro los dos extraterrestres.

    Me uní de nuevo a mis amigos. Fuimos hasta el río para tendernos en la orilla. John, después de cargar los equipajes de nuestro grupo con ayuda de una carretilla de mano, vino a reunirse con nosotros. Más tarde, Marta, Júpiter y el Loco trajeron café caliente en el termo. Pasamos toda la tarde en la orilla, tendidos sobre la arena a la sombra de las palmeras, unos conversando, otros reposando, otros jugando. Guinda, con la espalda apoyada en un árbol y sentada junto a mí, mantuvo los ojos cerrados durante largo rato, soñando tal vez, viendo anticipadamente lo que sería nuestra vida en Marte y en otros planetas, imaginando las aventuras que viviríamos juntos. De vez en cuando le acariciaba las manos para infundirle una sensación de seguridad y de calma con mi contacto físico. Si bien Marta demostraba una gran despreocupación, sus acciones y palabras dejaban traslucir cierta inquietud.

    Al atardecer la campanilla empezó a tocar, primero de una manera ligera y distante, luego cada vez más acelerado, hasta que su llamada se hizo prolongada e insistente. Los que dormían se despertaron; los restantes se alzaron; todos tomamos el bolso de viaje y nos reunimos. Nuestro grupo se componía de unas veinte personas. Todos nos encaminamos hacia Esfera 812. Apenas hubimos llegado a las proximidades de la enfermería, nos detuvimos para asistir a un triste espectáculo.

    Algunos sirvientes transportaban en camillas los cuerpos inanimados de algunos hombres de nuestra colonia. El médico los precedía. Nos acercamos más. Aquellos cuerpos desnudos estaban lívidos, hinchados, con los labios espantosamente tumefactos y los ojos fuera de las órbitas. El médico, al pasar a nuestro lado, se detuvo un momento para decirnos:

    —La emoción los ha aniquilado, a pesar de nuestro tratamiento. Vamos a quemar sus cuerpos en la selva, según es la costumbre. Buen viaje, muchachos.

    Reagrupados, seguimos con la mirada el triste cortejo fúnebre, dirigiendo luego nuestros pasos hacia la nave espacial que, en la noche inminente, nos pareció aún más majestuosa por su enorme masa, que había asumido un color muy vago.

    Frana y Arcángel hicieron colocar a todos los huéspedes de Esfera 812 en un ángulo, mientras Iloona y Bazuca esperaban cerca de la astronave. Luego, a una señal del individuo que había efectuado el retoque a las células de nuestro sistema nervioso, penetramos en la nube de dos en dos, según indicación de los árdanos, Cuando nos llegó el turno a Guinda y a mí, nos cogimos de la mano, bajo la mirada benévola de Iloona, y atravesamos la muralla de vapores.

    Notamos inmediatamente una ardiente vaharada en el rostro, y cuando penetramos más al interior, un vértigo, como un fulgor rapidísimo, nos hizo perder el conocimiento por una fracción de segundo. Aunque, repito, fue cuestión de un instante.

    Nos hallamos en un espacio circular. Bajo nuestros pies había el suelo de campamento con la hierba cortada. A nuestro alrededor, las paredes de la astronave presentaban una masa oscura, casi líquida. Y el envoltorio se movía como un líquido empujado por una corriente ignota. Sobre la hierba se alzaban tiendas de campaña, bajo las cuales nos colocamos. Iloona y Bazuca fueron los últimos en entrar y se sentaron en el suelo, junto a la tienda en la que Guinda, yo y los amigos de nuestro grupo nos habíamos acomodado como mejor pudimos. Asomé la cabeza fuera de la tienda y pregunté a Iloona:

    —¿Cuándo nos vamos?
    —Probablemente, ya estamos cerca de la Luna — respondió riendo la muchacha, mientras Bazuca la imitaba.
    —¿Cómo es posible? No siento absolutamente nada.
    —Efectivamente —respondió la joven—. No se puede advertir un movimiento que en realidad no existe. Nos encontramos más allá de vuestra ficticia espacialidad; estamos en un sector sin tiempo.
    —¡Dios mío —exclamó el Loco—, entonces, esto es la eternidad!

    Iloona y su esposo rieron a gusto.

    —Tratad de descansar; dormid —dijo el ardano— y guardad el aliento para cuando estemos en Marte, lo que será dentro de algunos minutos de vuestro tiempo.

    El Loco trató de replicar, pero Marta le tapó la boca con la mano y con una caricia le hizo callar.

    La luz que iluminaba la astronave se había amortiguado. De improviso sentimos un cansancio infinito, muchos bostezaban. Yo pensé:

    —Ciertamente, esta luz es el somnífero que nos administran, y nosotros, pobres criaturas humanas, según mi parecer...

    Pero no terminé de pronunciar la frase, porque me quedé sumido en un sueño profundo.


    25


    ¡El planeta Marte!

    Al despertarnos nos encontramos reunidos en un pabellón de materia plástica, a través de cuyos poros transpiraba una luz pálida. Se trataba de una enorme galería, cuya iluminación le daba semejanza con un gran estanque, un acuario de forma perfectamente circular, coronado por un techo del mismo material. El pavimento cedía bajo nuestros pasos —según descubrimos luego—. Y era brillantísimo, pero viscoso y pegajoso.

    Lo primero que me llamó la atención al abrir los ojos fue la posición que habría asumido mi cuerpo: al parecer estaba tendido sobre una especie de paja elástica, pero en realidad estaba suspendido en el vacío. No sabía con certeza si esto se debía a irradiaciones procedentes de aquella materia vegetal o de mi persona, o bien a otras causas existentes en la atmósfera. Observé los cuerpos de algunos de mis compañeros de viaje: ellos también estaban suspendidos en el vacío. Sentía un malestar físico: dolor de cabeza y calambres en el estómago.

    Alzando la voz, dije:

    —¡Guinda, Marta, John! —. No recibí respuesta —. Entonces me puse a gritar —: ¡Eh, vosotros! ¿Dónde os habéis escondido?

    Viendo que nadie respondía, intenté levantarme sin conseguirlo. De pronto oí unos pasos ligerísimos. Volviendo la cabeza hacia el lado de donde me parecía provenir aquel andar silencioso, vi...

    El ser más extraño que puede imaginar un hombre: ante mi tenía a un marciano. Voy a describirlo rápidamente, pues de lo contrario omitiría ciertos detalles acerca de los cuales deseo poner al corriente al lector. Su estatura sería de 1,70 metros. Completamente desnudo, producía el mismo efecto que un gusano envuelto en celofana. Me explicaré. Su piel era finísima, delicada, de color ligeramente azulado, y a través de ella se transparentaban claramente los órganos internos en toda su espantosa fealdad. Al observarlo uno se veía obligado a tener una visión anatómica de sus órganos, que eran también transparentes, hasta tal punto que se veía circular la sangre en su recorrido vital, y el corazón —que tenía forma de seta— se veía latir como un delicado motor.

    Por más que me esforzaba por no maravillarme ya ante nada, aquel ser era bastante para dejar boquiabierto a cualquiera. Sus vísceras parecían hechas de gutapercha o de materia plástica. A través de la piel de la cara y la que cubría la frente y el cuello, no tan azulada, eran visibles las mandíbulas, los dientes postizos, los pómulos, los huesos. La cabeza era pequeñísima; el voluminoso cerebro se encontraba en un ángulo del hombro derecho; mientras en la caja craneana, que parecía de brillante cristal, aparecía la masa azulada de un segundo cerebro, del color de ciertas levaduras. Los brazos, las manos cubiertas de guantes o de algo parecido, las piernas, los pies, semejantes a los nuestros poco más o menos, excepto en el andar, pues entonces las extremidades inferiores se doblaban por todos lados e incluso podían moverse en un sentido rotatorio.

    Acercándose a mí y pasando una mano enguantada bajo mi cuerpo, me liberó de aquella especie de atadura que me mantenía flotante en el espacio. Así es que no tardé en encontrarme sentado y cuando probé de alzarme y moverme, vi que podía hacerlo, si bien con cierta fatiga. El me miraba con curiosidad no excesiva, con unos ojos semejantes a los nuestros.

    —Bien venido —m4 dijo, hablando en mi lengua—. Trata de no fatigarte demasiado con movimientos excesivamente bruscos; debes acostumbrarte lentamente a nuestra atmósfera. Más tarde tomarás una pastilla que te facilitará la respiración, pues al principio ésta resulta un poco penosa.

    El marciano continuó:

    —Como puedes ver, soy, como tú, un ser humano, a pesar de que mi aspecto sea distinto al tuyo... Hablo tu lengua y, en mi calidad de intérprete, tengo la misión de acompañarte por Kiri, la ciudad que te acoge, y de ponerte al corriente de nuestros usos y costumbres, de nuestra civilización y de nuestro progreso.

    La lengua se me había pegado al paladar, no repuesto aún de mi estupefacción. Haciendo un gran esfuerzo, conseguí farfullar:

    —Hola.
    —Aprendí tu idioma hace muchos años, cuando una ionosfera espacial nuestra trajo a doce compatriotas tuyos de las más diversas edades. Conocemos tu mundo, la Tierra, y sabemos comprender vuestra pobreza de espíritu. Cuando dentro de poco puedas salir al exterior, será para mí un placer que te hospedes en mi casa, donde vivo en compañía de mi anciano padre, mi mujer y mis hijos, y donde serás amado y respetado hasta que los Astrales Superlúcidos decidan tu traslado a H.28 y luego a Hiperbo.

    Entre tanto, yo trataba de moverme lentamente. Me había levantado para colocarme frente a él. Me di cuenta que me había equivocado respecto a su estatura: era mucho más alto y robusto. Cuando me tomó del brazo para ayudarme, advertí en mi carne una especie de ardor, casi una quemadura, hasta tal punto, que intenté desasirme. Entonces el marciano se quitó un guante y me tocó la mano. Sus dedos eran cálidos y mórbidos, sin uñas, y un poco húmedos. Pero debo afirmar que ya no producía en mí la menor repugnancia.

    —Me llamo Iti y he nacido en esta ciudad de Kiri, que es la capital de un gran estado, el único habitable que existe en nuestro planeta. Contempla mi cuerpo; está protegido por una película que a ti te puede parecer blanda y delicada, pero que en realidad es dura como el derio, el material que empleamos para fabricar nuestras casas y que nos defiende de las inclemencias y de las radiaciones nocivas. Un terrestre que vivió en casa hace algunos años y que ahora ya no existe, me dijo que vosotros os habíais forjado una imagen muy extraña de nosotros. Verdaderamente, la fantasía de los hombres raya en lo pueril. ¡Quién sabe por qué nos habéis atribuido una estatura de enanos, la cabeza enorme, unos ojos saltones...! Como ves, tenemos la cabeza pequeñísima; poseemos el cerebro mayor en un rincón de nuestro cuerpo, mientras el cerebro número dos, el semiautomático, está encerrado en un pequeño cráneo protegido por un velo durísimo. El cerebro central, el número uno, o sea el mayor, nos sirve para las cosas más importantes, las síntesis y los análisis en estado de vigilia; el secundario, la masa cerebral número dos que se alberga en la caja craneana, nos ayuda cuando nuestro cuerpo reposa, presidiendo sobre las funciones marginales y accesorias, si bien puede desarrollar ideas automáticamente. Además, nosotros los marcianos podemos dormir incluso de pie, andando o trabajando, pues para nosotros el trabajo es una función puramente recreativa o contemplativa. El trabajo verdaderamente tal se desarrolla aquí, en lo que concierne a las cosas más comunes, mediante máquinas iónicas, cósmicas y termomagnéticas, mientras el sutil e intelectual se realiza mediante las fuerzas siderales creadas en nuestros laboratorios. Te digo todo esto para anticipar algunas respuestas a tus probables y lógicas preguntas. ¿Te encuentras mucho mejor, ahora?

    Hice un signo afirmativo con la cabeza. Tragué saliva, me mordí los labios y me dispuse a articular correctamente las palabras. Iti me miraba con simpatía, esperando que yo dijese algo.

    —Sí —respondí— en este momento me siento mucho mejor. Así que esté en forma te bombardearé a preguntas. Dime, ¿dónde están mis amigos?
    —Por desgracia, un centenar de compañeros tuyos se han desintegrado durante el sueño —le respondió Iti— mientras la astronave se dirigía hacia aquí. Su fin ha sido utilizado por los Astrales Superlúcidos, con lo que sus átomos se han amalgamado con la gran fuerza propulsora inteligente del método que os ha transportado a Marte.

    Se me heló la sangre en las venas. Tuve la fuerza de balbucir:

    —Te lo ruego, dame los nombres de los que se han... desintegrado.
    —Estate tranquilo; domina tus emociones. Durante el sueño te he oído pronunciar los nombres de algunos compañeros de viaje; todos ellos están aquí, en Kiri, vivos como tú. El nombre que más pronunciaban tus labios era el de una mujer que ha sido confiada al cuidado de Beke, del Centro de Estudios de Seres de la Tierra.

    Mi cara debió de iluminarse con una sonrisa de alegría, ya que Iti se mostró visiblemente consolado.

    Con ayuda del joven marciano conseguí dar algunos pasos. Mi respiración era más regular, los movimientos más libres. Me acerqué adonde yacían los restantes componentes de nuestra colonia y les animé a moverse lentamente, aconsejándoles economía en sus ademanes. Luego, superado el biombo de cristal radiante me asomé a otros compartimientos. Todos eran hombres. Evidentemente, las mujeres habían sido colocadas en otro sitio. Observé a numerosos marcianos que cuidaban a los seres humanos aún no bien recuperados, algunos muy jóvenes, otros viejos, de cabellos blancos. Con la mirada busqué a John. Toda aquella gente pertenecía a otros grupos, que conocía sólo de vista, pues en Esfera 812 habíamos vivido como en una pequeña corte, nacida de las simpatías espontáneas. Sintiendo imperiosamente la necesidad de cambiar algunas palabras con mis semejantes, con alguien de mi especie, me aproximé a un grupo de individuos que se ayudaban entre sí para dar los primeros pasos. Les di algunos consejos y me uní a aquellos que ya se mantenían de pie sobre sus piernas, para ayudar a los que parecían convalecientes.

    —Animo, polluelos —les dije, tratando de mostrarme alegre— adelante, perritos, veréis cómo el aire de Marte os hará bien a la salud.

    Pero en el fondo sentía la amargura de no estar cerca de mis amigos, de sentirme solo.

    Iti, entre tanto, había traído mi bolso de viaje sacando de él uno de aquellos paquetes sellados del cual tomó una pastilla de color pardo.

    —Toma, mastica esto, te sentirás mucho mejor y podrás salir afuera. Tus amigos están ya dando un paseíto instructivo por Kiri; no tardarás en unirte a ellos.

    Mastiqué la pastilla, que tenia un sabor dulzón, como la sacarina, y a los pocos momentos experimenté una notable recuperación en todo mi organismo. Me movía con mayor rapidez y, bajo la mirada complaciente de Iti, empecé a pasear a través de las diversas secciones, deteniéndome, observando, conversando. Vi a un individuo que estaba bebiendo cierto líquido incoloro de un tazón.

    —Agua marciana —me dijo—. ¿Quieres una copa?
    —Déjame probar — le respondí. La probé. Era fresca y perfumada, ligeramente alcohólica.
    —Pero esto es vino — observé.
    —No, es nuestra agua sintética —me explicó Iti, que me seguía como mi propia sombra— y la producimos en el laboratorio, pues el más precioso elemento natural es completamente impotable en su estado puro, en todo nuestro planeta. Esto se debe a corrientes magnéticas dañinas. Este líquido es la quintaesencia del agua; más exactamente, la expresión pura del precioso elemento. Bastan unos cuantos sorbos para quitar la sed. Además es energética y curativa.

    El marciano me indicó que le siguiese.

    Nos encaminamos hacia la salida. Después de haber atravesado varias secciones de la galería, nos encontramos ante una puerta blindada. Iti aproximó la mano a un círculo de metal que ocupaba el lugar del picaporte, y la puerta se abrió. Comprendí que el guante debía de representar el magnetizador del mecanismo electrónico o iono eléctrico. Entramos en un estrecho corredor cuya bóveda de cristal radiante iluminaba como si fuese de día.

    —Mira —dijo Iti— nosotros obtenemos la luz haciéndola nacer directamente de los cuerpos, mientras vosotros, a pesar de saber que los cuerpos emiten luz y calor, aún no sois capaces de materializar estas formas de energía.

    En el fondo del corredor ya se veía la luz natural, la luz del día, del sol. Luego vino otra puerta que se abría mediante el mismo sistema, y luego salimos al exterior, para pisar la superficie de Marte» Era una tierra rojiza, en la que en todo alrededor, en un espacio nivelado y dividido por sectores geométricos, se mostraban bellísimas flores y plantas de colores vivaces.

    —Estamos sobre la pista de Ervatje, donde aterrizan y despegan los potentes medios de los Astrales Superlúcidos y de sus aliados.

    Así que llegué a Marte, desde que conocí a mi acompañante, se había formado un interrogante en mi espíritu. En aquel momento, deteniéndome dije:

    —Si los Astrales Superlúcidos nos han puesto en condiciones de conocer muchas lenguas, ¿por qué no han hecho otro tanto con vosotros?
    —No es posible. Si aparentemente nuestros cuerpos se parecen son bastante distintos en su estructura molecular, pues los nuestros son el fruto de una evolución que va más allá de todo cuanto podáis imaginar. Actualmente estamos condenados a la extinción. Aunque esto es una manera de hablar, pues ya tratamos de vencer la evolución natural, trabajando y preparando la materia de nuestro cuerpo futuro para las sucesivas transformaciones.

    ¿Entonces, los Astrales Superlúcidos no quieren que vosotros los marcianos participéis de una creación uniforme en todo el cosmos?

    Los Astrales sólo pueden tenernos como enemigos en su obra, que se puede extender hasta ciertos límites, pasados los cuales ellos no poseen dominio...

    —Ah —interrumpí, entreviendo de pronto algo enorme—. ¿Entonces los Superlúcidos no son como los dioses?
    — ¡Los dioses! ¡Los dioses están muertos! ¿Tal vez quieres decir la eternidad?

    ¡La Eternidad! Las ideas empezaban a aclararse finalmente en mi mente. Debía aprovecharlo.

    —Si tú opones la eternidad a los Superlúcidos, la eternidad que puede aquello que es imposible para los Astrales, entonces quieres decir que existe una lucha, una rebelión, un dominio, una dictadura...
    —No te extralimites en tus pensamientos —respondió Iti— no te exaltes. La calma vale un planeta habitado.
    —Pero yo quiero saber, tengo derecho a saber —dije con energía—. ¿Y cuándo se me ha permitido escoger?

    El marciano permaneció un momento absorto, y luego dijo:

    —Sí, hay disidencias, hay lucha, hay combate, pero no en el sentido que tú crees. Tú estás confiado a mi guarda y por lo tanto eres sagrado para mí. Trataré de abrirte la mente. Te advierto, sin embargo, que será como jugar con un rayo.

    Reflexioné. Eran hechos nuevos. Pensé de pronto en mis amigos.

    —Ocurra lo que ocurra, creo que estaré de tu parte — dije, convencido.
    —Somos nosotros quienes te pondremos de nuestra parte. — Iti sonrió. — ¿Pero no has pensado nunca, acaso, que si tú puedes vivir una comedia, el universo también puede vivirlo así?
    —Entonces, tú —respondí asombrado— ¿Querrías quitarme los medios de creer en algo? ¿O bien guardas una carta en la bocamanga que no quieres mostrarme?
    —No hagas más preguntas. Ven, tomaremos mi pequeña ionoespacial.

    Detrás de un parterre de flores que me parecieron artificiales porque yo nunca había visto margaritas de color aluminio, esperaba una esfera de acero, semejante a la navecilla con la que Piccard se sumergió en el océano a la caza de ilusiones. Iti me dio uno de sus guantes, el derecho, y me explicó cómo debía utilizarlo en el futuro, colocándolo sobre los aparatos. Entramos en la ionoespacial, que para abreviar Iti llamaba iospa, y en su interior nos sentamos sobre dos cómodos asientos. Con un movimiento rápido de dedos, el marciano puso en marcha algunos mecanismos sobre una repisa en la que se alineaban numerosos aparatos. Súbitamente una especie de pantalla televisora se destacó en la pared anterior del vehículo, e iluminándose seguidamente, nos ofreció un extrañísimo paisaje.

    —No advertimos el movimiento, pero nos desplazamos a enorme velocidad por la estratosfera marciana. Esta altura es obligatoria pues algunos de nuestros edificios superan los trescientos kilómetros.

    Efectivamente, en la pantalla aparecía una gran ciudad con numerosas torres que se alzaban hacia el cielo, y muchos edificios de metal, que brillaban bajo el sol. Las calles no se podían distinguir bien. Fuera de los límites de la ciudad vi la tierra árida, el desierto marciano.

    —Esa —observó Iti— es una de las regiones desérticas e inhabitables de nuestro planeta. Debajo nuestro esta Kiri, mi ciudad natal.

    Nuestro vuelo fue breve, en aquel vehículo silencioso movido por una energía desconocida. Cuando el marciano, accionando una palanca, hizo desaparecer la pantalla televisora, dijo:

    —Estamos en casa.


    26


    Creía que la iospa se habría detenido aterrizando sobre una techumbre, una terraza, una pista, pero no fue así. Con gran sorpresa por mi parte —y las sorpresas son abundantísimas, en Marte, para nosotros los terrestres— el vehículo atravesó una enorme ventana y fue a posarse sobre un pedestal en el centro de una estancia de la casa de Iti. ¡Y qué casa! La iluminación producida racionalmente por las paredes radiantes, y el calor para las noches, que son frías en Kiri, estaba proporcionado por minerales activos que expandían su energía mediante una sencilla refracción de rayos, obtenidos en laboratorio y conservados en cajitas. Los muebles eran de materia desintegrable, que se podía descomponer; los pisos de vegetales comprimidos, sobre los cuales, con los pies descalzos, los marcianos reciben y absorben una especie de carga energética e inmunizante contra ciertos rayos nocivos, que no obstante no ejercían ninguna acción nefasta sobre nuestro físico.

    Los habitantes de Marte no emplean agua, ni jabón, ni cepillos ni toallas para su higiene corporal. Hacen funcionar una especie de tapón que llaman Okoro, un aparato provisto de corriente autónoma el cual, pasado sobre la epidermis, la pule, la limpia, la desinfecta y la vitaliza.

    La corriente eléctrica, cuando no se halla contenida en los materiales preparados exprofeso, se encierra en pastillas de color negro, como carbón. Con un discoide de cera de 4 mm. de diámetro, sería posible iluminar una ciudad como Nueva York o Londres.

    Iti me enseñó su casa y me presentó a su anciano padre, que tenía los cabellos blancos con matices verdes (el verde en los cabellos es signo de extrema madurez en aquel planeta); a su esposa y a sus tres hijos.

    Para nuestras ideas, decir que un marciano nace adulto es como anunciar un funeral; pero, según supe más tarde, éste es el origen más inmediato de su evolución. Observé que, a diferencia de los hombres, las mujeres iban vestidas, y esto no por pudor, puesto que toda su existencia está basada en la utilidad en medio de la realidad de las cosas, sino porque las mujeres sienten la necesidad de cubrir su cuerpo con un tejido térmico, ya que la epidermis femenina es más delicada y menos resistente a los ataques de sus diversos enemigos naturales en aquel clima. La mujer de Iti tenía los labios pintados, pero no por vanidad, sino sencillamente porque cuando un habitante de Marte se pinta los labios, eso quiere-decir que chupa caramelos; son bastante golosos, a menos que no se trate de una pintura nutritiva.

    Hay que tener en cuenta que han superado todos los prejuicios e ingenuidades. Tienen pocas distracciones, juegos y pasatiempos, y su ocio adopta una forma particular que nosotros no podemos comprender. Por ejemplo, a veces se reúnen algunas familias y, en un teatrito bastante íntimo, recitan por turno la comedia de su vida. Mas la interpretación y el significado humorístico resultan difíciles y oscuros para nosotros.

    ¿Quiere saber el lector si en Marte los niños estudian? Sí, estudian, pero no en el sentido que nosotros damos a esta palabra, con sus respectivos atributos: la escuela, el maestro, los libros, etcétera. La ciencia, el saber, en Marte deben ser redescubiertos para el marciano que nace ya adulto. Las marcianas tienen un período de gestación de seis años, y el feto, de proporciones reducidísimas, pero perfecto, puesto en contacto con el aire y con el sol, crece en veinticuatro horas hasta convertirse en un adulto.

    No existe infancia, adolescencia, juventud. Después de las veinticuatro horas de crecimiento, se alcanza ya la madurez. Sus dos cerebros llevan impresos desde el nacimiento los detalles y nociones necesarias que permiten a un marciano redescubrir la ciencia por sí mismo.

    También en Marte, naturalmente, existen individuos más inteligentes que otros, pero esto no tiene importancia ni constituye una selección, ya que no existen títulos académicos ni carreras. Su pasatiempo favorito consiste en el estudio de los terrestres, de los selenitas, de los saturninos y de los otros seres que pueblan los planetas esparcidos por el universo.

    Se nutren con comidas sintéticas, pero conocen los productos de nuestra Tierra, que ellos pueden realizar en el laboratorio.

    Cuando sentados ante un plato de spagetti con tomate, y empuñando el tenedor y el cuchillo me lancé al ataque con un hambre de lobo, ofrecí a la familia que me albergaba el espectáculo más modesto, pero también nauseabundo, que ellos pudieran imaginar. Pero la sabiduría de aquel pueblo hace que los marcianos comprendan y amen de una manera desconocida para nosotros. En realidad, aman porque saben y conocen. Quiero decir que aman positivamente, realísticamente.

    La lengua marciana es extraña y difícil, aunque, según ellos, es sencilla y fácil. Intenté aprender algunas palabras, pero los nombres que aparecen en este relato no son más que una traducción imperfecta de su fonética. Nunca he entendido ni jota, cuando ellos hablan. Lo hacen como en un soplo, y su idioma, en lugar de constituir la expresión fonética de su pensamiento, se inventa a cada momento, según las exigencias de quien habla. Esta es una cosa maravillosa, porque no les pone limitación alguna.


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    De maravilla en maravilla, durante algunos días, a través de las palabras de Iti, de su anciano padre Kio y permaneciendo siempre entre las paredes de aquella hospitalaria morada, me pusieron al corriente de muchas cosas. Su gran bondad y sabiduría apagó un poco en mí el deseo de encontrarme con Guinda y mis restantes amigos, quienes, según me dijeron, llevaban aproximadamente una vida igual a la mía. Los marcianos, si bien hasta cierto punto se hallaban sometidos a los Superlúcidos, se oponían abiertamente a su progreso de transformación. Y lo hacían porque no daban por válidas sus razones. La unión de un ser viviente, de cualquier ser viviente, con la fuente perenne —pensaban los marcianos— debe alcanzarse mediante una íntima evolución que implica al individuo solo y no a una raza, a un pueblo, a una colonia, estuviese donde estuviese en el universo.

    —Un hombre, por ejemplo —decía Iti— puede llegar a alcanzar nuestra sabiduría, nuestra realista comprensión de las cosas, aunque se vea obligado a vivir sujeto en una forma oscura de materia. En realidad, seres desconocidos de la Tierra pueden entrar en contacto con nosotros y con otros seres diseminados por el espacio, superando las barreras que mantienen prisionero el anhelo. Pero todo un pueblo, toda una raza, todos los habitantes de un planeta, no pueden llegar a alcanzar una evolución forzada e impuesta desde fuera.

    Iti continuaba de esta guisa:

    — ¿Cuál sería, además, el propósito y la finalidad de esta imposición, de ese salto hacia adelante impuesto a una naturaleza que aún no ha renegado de sí misma? Los Astrales Superlúcidos fingen ignorarlo, ya que saben bien que una fuerza mayor y última de las cosas les domina. Su sueño consiste en transferirse más allá de sus propios poderes y de su propia esencia, para alcanzar un conocimiento supremo y definitivo. No se trata, como pensáis vosotros en la Tierra, de la rebelión de los ángeles contra un dios supremo, sino del mismo aliento cósmico que reniega de sus propias limitaciones.

    El anciano padre de Iti no estaba de acuerdo con su hijo sobre este punto, ya que consideraba que el plano donde moraban los Superlúcidos era de una bondad refinada, y que si su fracaso estaba decretado, eso no quería significar que no hubiesen sido una sola y única cosa con la misma razón de ser de todo. Mas yo no lo comprendía bien; me parecía como si esto significase que un dios, cansado de esperar en un límite asignado por él mismo a todas las cosas, quisiese superarse mediante una destrucción. Aquello era muy abstruso, para mí. Había una cosa cierta, sin embargo: que los marcianos se habrían opuesto y habrían luchado contra los Superlúcidos, y que los Astrales sabían y aceptaban las consecuencias de esto. Así es que en mi espíritu renacía el dilema: volverse atrás, renunciando a la aventura, o proseguir a pesar de la oposición de los marcianos y unirme a los Superlúcidos.

    Sin embargo, el hecho de que en la Tierra, continuando mi vida vulgar y corriente, pudiese llegar a alcanzar un conocimiento interior y definitivo de las cosas, me había impresionado extraordinariamente. En el fondo, a decir verdad, una intuición que apenas se manifestaba mientras vivía mi vida vacía y sosa sobre la Tierra, había llamado varias veces a mi espíritu. Pero entonces, gracias a los discursos de Kio y de Iti, de un salto y aun a costa de perder para siempre la razón, superé algunos obstáculos que para la generalidad de los terrestres constituyen la venda que se opone a cualquier conocimiento directo e inmediato.

    Si mi discurso, en el relato que hago de mi aventura, pudiese ir más allá de ciertas limitaciones que yo mismo me he impuesto, esto constituiría un grave mal; probablemente se destruirían aquellas vanas esperanzas ocultas en el fondo de los átomos que nos componen y que a pesar de constituir un peso inútil, forman parte de nuestra vida.

    El amor que tenía por mí y la comprensión que demostraba ante mis esfuerzos por comprender aquella amable familia de marcianos, me conmovían hasta el punto que hubiera estado dispuesto a aceptar cualquier cosa, en ciertos momentos, para abolir las diferencias que nos separaban, aunque esto hubiese podido significar para mí la destrucción total...


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    Siguieron algunos días de descubrimientos, durante los cuales Iti me enseñó a guiar —no era difícil— la iospa por el cielo marciano, desde el cual podía ver a Kiri en su extraordinaria belleza formada por un progreso del cual, sin embargo, los marcianos no se mostraban orgullosos, aceptándolo únicamente como una condición inevitable, porque se hallaba en el orden natural de las cosas. Quizá no se tratase de desprecio por su parte, sino de despegamiento. Según creo, esto es lo que pensaban: «Eso es el progreso, esto somos nosotros».

    Una mañana, captando al vuelo mi pensamiento, Iti me invitó a accionar algunos mandos de la iospa. Debíamos ajustar el visor para crear en torno a la esfera una pared neutra que serviría para proyectarnos más allá del espaciotiempo. Y cuando, después de un límite que no supe calcular, enderecé el visor después de quitar el muro, vi brillar en la pantalla a la Tierra, envuelta en su densa atmósfera. Una gran emoción se apoderó de mí, hasta el punto que hube de hacer un gran esfuerzo para no gritar. Iti, a mi lado, vivía en silencio aquel momento de emoción.

    De regreso a Marte, encerrada nuevamente la iospa en el espacio, Iti me indicó a la Luna iluminada por el sol, de una belleza desconocida, si bien pálida y desierta. Sobre aquel satélite los selenitas vivían su agonía, asediados por la muerte y la destrucción cósmica.


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    Las calles de Kiri, pavimentadas con metal reluciente, eran poco frecuentadas. Tampoco existían medios de transporte sobre cuatro ruedas, si se exceptúan algunos planos móviles electromagnéticos empleados sólo cuando seres de otros planetas visitaban la ciudad marciana. Lo que más impresionaba era el silencio de aquellas calles desiertas, larguísimas, monótonas, donde no se encontraban comercios ni locales públicos. Al mirar hacia arriba era difícil ver dónde terminaban algunos edificios construidos como torres, que se perdían entre las nubes.

    Los habitantes utilizaban en sus desplazamientos, que eran muy poco frecuentes, diversos tipos de iospa, o sea esferas de un material durísimo y pulido, accionadas por turbinas magnéticas silenciosas. Estaban provistas de sistemas y aparatos que permitían inmovilizarlas en el espacio. Su velocidad de crucero era de 50.000 kilómetros, cuando no se formaba el muro neutro para trasladarse por los distintos planos dimensionales.

    Para los viajes interestelares, los marcianos empleaban iospas más grandes, en forma de pera, construidas con una aleación ligera como la gasa y mil veces más dura que el diamante, de color oscuro. Estaban movidas mediante la propulsión llamada activa, una fuerza extraída del plasma abundante en los lagos más llanos.

    Cuando paseé por primera vez por las calles de Kiri en compañía de Iti, empleamos la iospa para descender sobre una extensión antigravedad, y en la que se entraba por una hendidura alargada y estrecha. En su interior, un ascensor constituido por una cabina cilíndrica totalmente de vidrio, se movía libremente, sin carriles, armazón ni cables.

    Iti me explicó que aquel ascensor se movía por una aplicación muy sencilla, beneficiándose de una ley física por la cual cualquier cuerpo inanimado respira. Una vez apresada la respiración de un cuerpo, se le puede dar dirección y movimiento, con sólo librarla de los frenos impuestos por un oportuno mecanismo. En nuestro caso se trataba de bajar una simple palanca situada en el interior de la cabina.

    Subimos al piso milésimo. Mi acompañante dijo que tenía una sorpresa para mí. Entramos en unas habitaciones, que formaban la casa de Beke, prolongada por una terraza protegida por telas coloradas, y nos dirigimos hacia un lado, donde se entreveían luces casi deslumbradoras.

    En una sala bastante grande, sentados sobre el pavimento de vegetales vivos, reunidos en torno a un viejo marciano, vi a mis amigos. Guinda tenía la barbilla apoyada en las manos y los codos sobre las rodillas. Su expresión era absorta, su mirada atenta y luminosa. Marta y John parecían extasiados. El corazón palpitaba tan fuertemente, que estaba seguro de que se oiría a un kilómetro de distancia. Nos detuvimos un poco en el umbral.

    El viejo marciano hablaba en inglés, lengua que también conocíamos, entre otras muchas. Contaba la tentativa que hizo su pueblo para conjurar una guerra entre los ejércitos de un mundo lejano, y trataba de explicar por qué no les era posible intervenir en los asuntos terrestres.

    Iti no comprendía las palabras porque no sabía inglés, mas veía el significado de aquel discurso leyéndolo en la mente del anciano. Los marcianos, a diferencia de nosotros los terrestres, no han abandonado nunca aquel contacto que une las formas primordiales de la vida al ser evolucionado, además de los que ellos emplean sin abusar. El abuso habría constituido magia. Pero esta palabra es desconocida en aquel planeta.

    Sin poder contenerme más, grité: — ¡Guinda, Guinda!

    Aquellos queridos semblantes volviéronse instantáneamente, buscándome con avidez.

    Mi respiración era fatigosa a causa de las emociones, y sentía un tremendo deseo de echarme a llorar. Guinda no tardó en caer entre mis brazos, estrechándose contra mi cuerpo como una joven planta.

    ¿Cómo es posible amar de este modo y desear al propio tiempo cambiar de naturaleza? Sin embargo, a pesar de que estas dos cosas parecen inconciliables, en aquel momento sentí que eran posibles, porque el amor es como la búsqueda de los átomos cuyos electrones quieren compenetrarse y vivir sin que nada pueda fisionarlos.

    Marta, John, el Rojo, el Loco, Júpiter, Tilín-Tilín y los demás me rodearon, mientras Iti y el viejo conversaban en su extraña lengua sibilante.

    «Sentir la humanidad de un momento, de una cosa», éstas eran palabras que había oído o leído muchas veces en la Tierra, pero su verdadero significado nunca lo había aplicado ni vivido como en aquel instante. Para los amigos que adoraba, yo representaba y fui un fragmento de la Tierra, toda la Tierra, y ellos fueron para mí mi naturaleza, que no puede ser más que ella misma, o de lo contrario perece. Éramos terrestres en toda la extensión de la palabra y vivimos un momento de intraducible sinceridad.

    Saliendo a la terraza, nos sentamos bajo un voladizo que salía más que los restantes al espacio.

    Anochecía. Las centrales marcianas habían lanzado al éter una enorme capa de radiaciones que transformaba el aire helado de la noche en un clima estival. Todos los días, al anochecer, aquella enorme sombrilla invisible protegía del frío a los habitantes del planeta. Kiri recibía la iluminación de la propia atmósfera transformada en luz, de manera que la noche estrellada cubría la ciudad sólo más allá de los diez mil kilómetros, mientras en el centro habitado la claridad diurna artificial reconstruía el día. Iti y el viejo se unieron con nosotros y tomaron asiento.

    ¡Y pensar —dijo John— que los astrónomos terrestres toman estos enormes palacios por surcos o canales!

    — ¿Cómo es posible? — preguntó Júpiter.
    —Son los rayos denominados 1123, que transformando los objetos sobre un planeta situado más allá de cien millones de kilómetros del Sol, invierten las imágenes haciendo que en el telescopio se vean cabeza abajo, y por lo tanto de verticales pasan a ser horizontales, confundiéndose con canales — respondió John.
    — ¡Pobre Schiaparelli! ¿Y cuándo rectificarán su error? — preguntó el Rojo.
    —Quizá dentro de centenares de siglos, cuando nuevos instrumentos perfeccionadísimos, que nada tendrán que ver con el telescopio consientan a los estudiosos de la Tierra ver la realidad, gracias a la supresión de las radiaciones que alteran las imágenes astrales.
    —Eso quiere decir que, en su opinión —argumentó el Rojo—, la Humanidad no conocerá tan pronto los viajes por el espacio, si tú hablas de centenares de siglos.
    —No soy yo quien lo piensa, sino los marcianos. Ellos dicen que incluso la conquista de la Luna será difícil y costará muchísimas vidas humanas.
    —Y quizás eso no sea un gran mal —dijo Marta—. Probablemente, el conocimiento de los seres que pueblan los planetas será paralelo a la evolución de la humanidad. ¿Qué vendrían a hacer, ahora, los hombres aquí, por ejemplo? Traer los bacilos, la guerra, la música de jazz, los cuadros de Picasso, su desorden moral.

    Mientras la discusión hervía entre mis amigos, me aproximé a Iti y le pedí que consintiese en albergar también a Guinda en su casa. Aceptó sonriendo. Guinda acogió la noticia con gran alegría.

    Apartándonos a un rincón de la casa de Beke, nos amamos perdidamente. Al amanecer nos vinieron a buscar.

    Guinda y yo regresamos en compañía de Iti a bordo de la iospa, dirigiéndonos a casa de Kio; Marta y los demás se quedaron en casa de Beke. Solamente uno de los que formaban nuestro grupo, llamado el Profesor, un tipo de quien aún no he tenido tiempo de hablar, prefirió irse a Fobos, uno de los pequeños satélites de Marte, parte del cual estaba convertido en estación climatérica y la parte restante en observatorio intergaláctico.


    30


    La mujer de Iti, llamada Roa, estuvo muy contenta de recibir a Guinda en su casa. Preparo nuestro lecho con hierbas sintéticas, perfumadas y elásticas que irradiaban una deliciosa tibieza.

    Aquella mañana mientras mi querida compañera dormía profundamente a mi lado, pensé: « ¿Puede un marciano enamorarse de una terrestre, o un hijo de la Tierra amar a una marciana? ¿Qué aspecto tendría un hijo de dos habitantes de la Tierra nacido en Marte? ¿Qué lengua hablaría?» Era la primera vez, desde que me encontraba en aquel planeta, que se formaban tales ideas en mi mente. ¿Habían pensado ya en ello mis amigos? Casi estaba dispuesto a hablar de ello con Iti. Luego me adormecí y durante el sueño soñé cosas maravillosas pero que sin embargo no puedo contar, por temor a tener que renunciar a seguir el relato de mis aventuras.

    Al día siguiente, con gran estupor y alegría por nuestra parte, vino a despertarnos Marta. Por increíble que pudiese parecer, aquella mujer extraordinaria había conseguido que Beke le hiciese café sintético. Le obligó a incomodar a un joven y estudioso marciano para que le preparase en el laboratorio unas tazas de café, tazas enormes cada una de las cuales contenía el aroma necesario para preparar doce tazas de la aromática bebida. Aquello fue una verdadera fiesta. En nuestro entusiasmo, aporreamos y golpeamos a Marta. La despeinamos, la desvestimos, le mordimos las mejillas. Le hicimos cosquillas, dando un verdadero espectáculo a la familia que nos albergaba, cuyos componentes, que acudieron al oír aquel alboroto, asistían divertidos a nuestras expansiones. Tal como nosotros miramos a una camada de perritos, así ellos nos contemplaban...

    Aquel día teníamos un programa bastante interesante: breve, viaje a Fobos, una de las dos lunas marcianas; visita a los observatorios, conferencia por un anciano astrónomo y viaje interestelar. Luego, regreso a Kiri para cenar.


    31


    Guinda, Marta, yo e Iti nos acomodamos en la pequeña iospa. El marciano nos prometió que volaría más bien despacio, para permitirnos admirar el panorama de Kiri y el espectáculo del cielo negro como la tinta, en el cual brillaban miríadas de estrellas. Iti nos indicó en el visor los puntos de la ciudad donde se alzaban las grandes centrales magnéticas, las manchas de los inmensos desiertos de donde la vida había desaparecido para siempre, y en los cuales se extendían enormes lagos, que ofrecían el plasma que aquel pueblo transformaba en el más precioso de los combustibles; las pistas de lanzamiento de donde partían y adonde arribaban las naves espaciales de los Superlúcidos; las fantásticas torres que encerraban los laboratorios donde se producían los alimentos, la indumentaria, los materiales...

    Cuando se encendía una llama verde en el tablero de mandos, Iti nos informó que en aquel momento pasaban los Astrales Superlúcidos. Nos ordenó que estuviésemos atentos y observásemos, porque había accionado radiaciones que nos permitían ver su espacionave.

    Sobre el visor, hacia el lado de la zona desértica, inmóvil en el cielo, vimos algo parecido a una enorme medusa verde. Una especie de hongo gigantesco cuyo tallo tenía movimientos fluctuantes. En su interior se agitaban colores fantasmagóricos, en una danza alucinante de llamas y chispas.

    Contuvimos el aliento, deslumbrados, sin poder apartar la mirada de aquella extraordinaria visión.

    Era la segunda vez que veía a los Astrales. La emoción que sentía era enorme. El marciano dijo que la velocidad de nuestra iospa era igual a la del vehículo de los Superlúcidos, y por esto nos parecía que permanecíamos inmóviles en el espacio.

    —Cuando lleguemos a Fobos, un astrónomo nuestro os hablará de los seres que os han destinado a una empresa a la cual nosotros nos oponemos —dijo Iti, accionando un mando por medio del cual la iospa se detuvo en el espacio. Luego sacó de una cajita de metal unos receptáculos de un material desconocido, no mayores que una caja de cerillas, y colocó uno a cada uno de nosotros.

    »Cuando estemos en nuestro satélite, antes de salir de este vehículo oprimid el botón del pequeño aparato que os he dado. En torno a vosotros se formará una barrera impenetrable de radiaciones que protegerán vuestra vida sobre Fobos. De lo contrario, iríais derechos hacia el más absurdo y atroz de los suicidios.

    Tomamos los recipientes y los miramos. En uno de sus lados, en efecto, había un botoncito protegido por una película de seguridad. Eran objetos ligerísimos, pero bastante duros al tacto.

    Volviéndose hacia mí, Iti dijo:

    —Quizá tú quieres hacerme alguna pregunta...
    —Sí —contesté—. Esta misma mañana pensaba interrogarte. Es decir, quería... deseaba saber qué sucedería si un terrestre amase a una marciana o un marciano a una terrestre; además quería saber cómo sería una criatura procreada en tu planeta por una mujer terrestre.

    Marta y Guinda me miraron de reojo, como diciendo: « ¡Mira qué preguntas de hacer...!»

    —Hace mucho tiempo, es difícil calcularlo con exactitud —respondió Iti—, probablemente cuando el hombre de la Tierra vivía en las cavernas y aún no conocía el fuego, los Astrales Superlúcidos intentaron algo parecido. Nació algo horrendo. Las calamidades y los estragos se sucedieron. Los monstruos se hicieron los dueños de las selvas y la humanidad terrestre no hubiera visto nunca la luz, si los propios Astrales no hubiesen intervenido para corregir su error. Pensad que su experimento no nació de una concepción natural, sino que fue producido en un laboratorio... donde del semen humano y del marciano obtuvieron seres monstruosos, sedientos de sangre y de destrucción. Cuando vosotros contáis a vuestros hijos las historias de los gigantes a los que llamáis ogros, personajes provistos de cien ojos, doscientos brazos y trescientas piernas, sin saberlo les contáis la verdad. En lo que se refiere al nacimiento de hijos del hombre en Marte, puedo aseguraros que esto no es posible, pues mientras los hombres permanezcan sobre nuestro planeta, permanecerán estériles a causa de nuestra atmósfera. Mas aunque se creasen las condiciones ideales, por ejemplo bajo una campana de experimentación, el producto sería siempre una monstruosidad, y debería ser destruido totalmente, es decir, proyectando en el depósito de la nada aquellas múltiples células vivas. Y es este hecho negativo lo que ha inducido a los Superlúcidos a «tratar» vuestra materia y plasmarla para adaptarla según sus planes. Después de equivocarse una vez, están convencidos de que ahora no van a reincidir; pero se equivocarán de nuevo...

    Iti había respondido exhaustivamente y con claridad, y además había añadido otra anticipación acerca de cuan distintas serian las acciones de los marcianos y los Superlúcidos. En aquel momento le pregunté cuáles serían mis decisiones y las de mis amigos, si nos permitiesen escoger. De todos modos sentí que el interés y lo excepcional de nuestra situación se sobreponían extraordinariamente a nuestro deseo de regresar a la Tierra. Además, Iti había dicho: «Es como jugar con el rayo». Pero a la sazón, tanto el terror como el espanto y cualquier clase de temor habían sido rechazados, y quizás a causa de una naciente aspiración, de una esperanza cada vez más firme: conquistar para siempre la ciudadanía marciana.

    Iti me miraba atentamente, leyendo quizás en mi ánimo, en mi espíritu, y la multitud de mis pensamientos le causaba embarazo, ya que él no podía aproximarse del todo a su naturaleza superintelectual. Quizá sufría por ello, en su gran sabiduría.

    —Conservad la serenidad —dijo lentamente—. Lo que más cuenta es ser siempre uno mismo. No intentéis renegar de vuestra naturaleza.

    Luego accionó la palanca de movimiento. El visor se ocultó de nuevo en el cuadro de mandos.

    —Dentro de poco estaremos en Fobos —añadió— donde se encuentra toda la colonia de los terrestres. Así podréis ver de nuevo a vuestros amigos.

    Cuando nos hallábamos a una altura de unos cinco mil metros, se nos permitió ver una de las dos lunas de Marte, de una desolada palidez, si bien una extraña vegetación de colores mortecinos y borrosos, casi desaparecidos por su remotísima vejez, manchaba aquí y allá el satélite.

    Iti nos indicó un punto donde se podían ver grandes construcciones de materia plástica, unas a modo de enormes campanas de vidrio, bajo cuyas bóvedas trabajaban los astrónomos marcianos. De vez en cuando, encima del satélite se distinguían relámpagos. Pregunté la causa de ello a Iti, y éste me dijo que se trataba del lanzamiento intermitente de «bombas térmicas», proyecciones en la atmósfera de gases caloríferos que activaban la venenosidad del éter, haciéndolo más mortífero. Las estaciones climatéricas, los parques cubiertos para el veraneo y los lugares de esparcimiento de los marcianos se encontraban en la otra cara de Fobos, por lo cual era imposible verlos.

    Iti nos recomendó que tuviésemos a punto los receptáculos. Ocultó de nuevo el visor y guió la iospa hasta un claro situado frente al observatorio principal de Fobos. Antes de dejar la pequeña esfera espacial, oprimimos el botón.

    Cuando pusimos el pie sobre el satélite, John y los otros ya nos esperaban, provistos también, naturalmente, de idénticos medios protectores. Observé inmediatamente que nuestros amigos no tenían muy buen semblante. Algunos marcianos se aproximaron a Iti, con el que conversaron un rato. Luego, uno por uno, fuimos entrando en el observatorio por una puerta-esclusa.

    En el interior, luz solar y temperatura estival. En una vasta sala en forma de hemiciclo, tomamos asiento en las gradas, ya ocupadas por miembros de nuestra colonia. La atmósfera era opresiva y reinaba un silencio de mal agüero. Debía hacer algo para quebrar aquel hechizo de penosa perplejidad. Pero pensé que sería inútil intentarlo. Más valía esperar. Rodeé con el brazo los hombros de Guinda y la atraje hacia mi. Aquella mozuela indócil y rebelde se había amansado; actualmente vivía fuera de su propia vida, aunque su naturaleza totalmente femenina la impeliese inevitablemente hacia el amor.

    Que no se me tome por un presuntuoso si os digo que el más preparado de toda la colonia de seres humanos era yo. Preparado en el sentido de que había creado una justa distinción entre dos cosas: mi naturaleza de hombre y la de ser espacial de ocasión, involuntario perseguidor de aventuras cósmicas. Quizás esta distinción fue la que me salvó de la muerte. Pero no nos precipitemos y narremos ordenadamente los acontecimientos.

    Sobre lo que se podría llamar el proscenio de aquel anfiteatro o hemiciclo, se situaron, sobre gruesos cubos de piedra negra, una docena de marcianos que se pusieron a discutir en voz baja y sin animación.

    De pronto entraron Frana y Arcángel. Nuestras miradas se posaron en los dos emisarios. Arcángel había adelgazado. Calculé que había perdido unos diez kilos. Tenía los ojos hundidos, vítreos, muy penetrantes. Vestía un mono azul de lana. Frana, según vimos inmediatamente, estaba aniquilada. Tenía la cara cansada, abatida. Las mejillas palidísimas, los ojos con expresión insomne.

    Recordé el día de nuestro encuentro en mi ciudad.

    En aquel momento intuí que, mientras Arcángel trataba de luchar desesperadamente contra una naturaleza extraña a sí mismo, Frana, por el contrario, deseaba naufragar en un inmenso desconsuelo. No sé cómo pueden acudirse ciertos pensamientos, pero quizás afloraron en nuestra mente algunas verdades.

    Arcángel permanecía firme, impasible, con una mirada que parecía ignorar nuestra presencia y la de los marcianos; Frana se dirigió a nuestro grupo. Subió el graderío fatigosamente, y me la vi delante. Le hice sitio. Ella se sentó entre Guinda y yo. Tomé una mano de la emisaria entre las mías; era mórbida y frágil. Guinda y Marta la miraban.

    —Frana —le dije—. ¿Qué pasa?
    —Nada — respondió —, nada.

    Pero después cerró los ojos y, apoyando la cabeza sobre mi hombro, rompió en llanto. Sollozaba, lloraba desesperadamente. En el silencio sus sollozos resonaban en nuestros oídos como una lluvia cruel, maléfica.

    La colonia vivía en aquel momento con un alma colectiva.

    Arcángel no había abandonado su actitud. Trataba de aislarse, de hacerse el extraño, de crear el vacío a su alrededor. Arcángel no quería fracasar.

    Guinda se había arrodillado a los pies de Frana y le acariciaba las piernas y los costados; Marta, dejando su sitio, se colocó junto a la emisaria y tomó su cara entre las manos, obligándola luego a abandonar la cabeza sobre su regazo.

    El llanto de Frana se hizo más sumiso; luego fue como el débil lamento de una niña, para finalmente cesar. Aquella mujer se sentía completamente perdida. Y su pena fue la pena de todos.


    32


    Cuando entró Sirto, el viejo astrónomo que vivía en Fobos desde hacía tres siglos terrestres, y se colocó en el centro del proscenio, los marcianos lo acogieron con profundas reverencias. Nuestra atención fue atraída también por un terrestre que no pertenecía a nuestra colonia, el cual había seguido a Sirto a breve distancia para acomodarse sobre uno de aquellos cubos de piedra negra.

    —Gente de la Tierra —dijo en francés, lengua que comprendíamos bastante bien—, os auguramos que nuestras palabras serán del agrado de todos vosotros, y que nuestro breve discurso ofrecerá a cada uno de vosotros la libre elección en un lugar del universo donde la palabra libertad no es un vano eufemismo.

    »Ante todo queremos que sepáis que la lucha llevada por nosotros contra los Astrales Superlúcidos no asume el carácter que vosotros podríais fácilmente imaginar, aquel aspecto trágico, burlón y cínico de las guerras que vosotros libráis sobre vuestro planeta, donde el hombre ataca a su adversario cuando éste es más débil, donde el enemigo se coge de sorpresa mientras duerme o cuando no se halla preparado, y donde se mira hacia los lados por donde la defensa es menos sólida y vigilante. Nuestra lucha tiene un carácter que podríamos llamar ideal, y mejor aún científico. Por consiguiente, combatimos con pleno conocimiento de causa. Sí, la discordia existe; pero nace de dos puntos de vista, de dos concepciones opuestas.
    »Los Astrales Superlúcidos saben que nosotros no compartimos sus proyectos porque los consideramos dañinos para la naturaleza misma de su existencia que, como la nuestra, está amenazada por una rebelión cósmica de elementos ignotos. El pueblo marciano, que vive en una anarquía patriarcal, conquistada al precio de una vida vivida en el infinito, en un conocimiento directo, pero intraducible de las cosas, no está de acuerdo con los Astrales que, por el contrario, consideran que hay que proceder ahora, pues ya se creen maduros para hacerlo, es decir, para iniciar una evolución paralela, uniforme y acelerada de todos los seres que pueblan el espacio.
    »Sin embargo, existen conceptos que no podemos explicaros, lo cual nos disgusta, porque así nuestro trabajo será en vano y ocioso nuestro discurso: tan grande es la distancia que separa nuestro conocimiento de vuestra ignorancia. No obstante, deseamos que sepáis, y para ello os lo ofreceremos todo, que existe un solo medio posible para poderos salvar y regresar a la Tierra. Naturalmente, nos referimos a aquellos de vosotros que por su libre voluntad deseen escoger el camino del regreso. Estamos completamente convencidos de que si los sueños de los Astrales Superlúcidos, llegasen a realizarse, constituirían el más grave peligro que pueda amenazar todo lo creado.
    »Es mejor decir la verdad, aunque os pueda parecer absurda. Y la verdad es ésta: no obstante nuestro largo camino por el tiempo, a pesar de la larguísima preparación, nosotros los marcianos, como los astrales, los selenitas, los saturninos, los árdanos y los restantes seres vivientes, no podemos levantar del todo el telón de la creación para ver más allá de lo que sólo se puede intuir.
    »Se trata de una fórmula sencillísima, pero al propio tiempo difícil y absurda, que sólo un largo trabajo o un relámpago afortunado surgido en la mente de un ser, puede hacer brillar en un punto que no tiene ni espacio ni tiempo, ni existencia por sí mismo; la verdad absoluta. No sé qué palabras emplear para aclarároslo; mas debemos esforzarnos y hacerlo en nombre de nuestro pueblo, que desde hace milenios sigue vuestros anhelos y vuestros balbuceos sin desprecio, porque son sin culpa. En otro tiempo, nosotros fuimos lo que vosotros sois. No obstante, si vosotros queréis, este largo camino podrá recorrerse de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Entre vosotros y nosotros no existe más que una diferencia de naturaleza formal. Pero substancialmente somos una misma cosa. Sabemos bien que de vez en cuando alguien, en la Tierra, trata de darse de cabeza contra el muro hostil del infinito, y en este caso vosotros os reís de él, o lo condenáis, hacéis caso omiso de su presencia o lo encerráis en un manicomio. Mas no existe ninguna diferencia. Nosotros podemos ayudaros a superar una barrera terrible, un obstáculo que no tiene nombre; y si fuese posible que vosotros lo hicieseis, habríais llegado por otro camino a la realización de un sueño que los Astrales Superlúcidos intentan conseguir por medios materialmente científicos. Dicho sea entre paréntesis, si los Astrales nos han superado en la forma, son iguales a nosotros en la substancia. Y no os parezca blasfemia la nuestra. La expresión visible de ellos viene representada por emisiones de colores; en realidad, vosotros los veis por medio de instrumentos, como la aparición de llamas de colores irreproducibles, mientras nosotros casi como vosotros, en nuestro aspecto exterior, hasta tal punto, que yo puedo hablaros en francés, lengua que he aprendido hace muchos siglos terrestres.

    Nuestra colonia era un frágil barquichuelo que corría cada vez a mayor velocidad hacia un punto en el cual las aguas se enturbiaban y se precipitaban en un embalse. Yo ya había sentido que muchos de nosotros no habían captado el sentido oculto y profundo de las palabras de Sirto. La perorata del viejo marciano quizás había conseguido hipnotizar y fascinar a algunos de nosotros; pero solamente de una manera insegura y superficial. La mayoría, a pesar de que tal vez deseaban regresar a la Tierra, no estarían en disposición de hacerlo, a causa de su ignorancia...

    —Gente de la Tierra —prosiguió Sirto—, aquí entre nosotros está un hermano vuestro, un hombre de vuestro planeta. Es inútil que os diga su nombre. De nada serviría. Él ha aprendido el verdadero sentido de algunas palabras, formando con todas ellas una sola, con la cual puede hacer aquello que los Superlúcidos intentan realizar en sus laboratorios siderales, manipulando la materia, ampliándola, seleccionándola, para producir hombres perfectos mecánicamente hablando, pero no integrales. Os pido disculpa por esta palabra, pero no sabía como mejor explicárosla. Este ser de la Tierra, decíamos, vive desde tiempos remotos en el espacio, y regresa a la Tierra cuando quiere.

    E indicó al desconocido que, alzándose, se colocó frente a él.

    —Si nosotros le pidiésemos que se extendiese aquí, en vuestra presencia, cerrando por un instante los ojo» y concentrándose en la más potente de las llamas cósmicas que rasga la distancia, el tiempo y el espacio, para alcanzar y superar cualquier límite, y confundirse con todo, vosotros nos creeríais. Mas aquello que vosotros deberéis intentar, no puede tener ojos que miran, lenguas que hablan ni mentes que razonan.

    »Ha llegado el momento en que debéis decidir, teniendo en cuenta que los Superlúcidos nos han dejado el margen relativo para que sus aliados se conviertan en los nuestros. Aquellos de vosotros que escojan el camino de los Astrales yo, en nombre del pueblo de Marte, os saludo desde ahora; los restantes, aquellos que quieran regresar a la Tierra, nos tendrán a su lado, y sobre ellos los Superlúcidos sólo tendrán poder en caso de muerte.

    Nuestra colonia era un océano de incertidumbre, donde las corrientes se encontraban encima y debajo del mar agitado. Yo había comprendido el discurso —que he sintetizado aquí— de Sirto y había escogido.

    Arcángel, con paso lento, dejó el hemiciclo para dirigirse al exterior.

    —Hombres y mujeres —concluyó Sirto con voz más alta—, aquellos de vosotros que deseen regresar a la Tierra, que se levanten; aquellos que permanezcan sentados proseguirán su viaje hacia H.28 e Hiperbo.

    Sólo unos pocos permanecieron sentados, y entre éstos Marta, John, el Loco, el Profesor; en total, diez.

    Un marciano, dejando el proscenio, subió por las gradas y con un lápiz fosforescente trazó sobre el brazo de los que se habían declarado a favor de los Astrales el signo de la saeta.

    Sirto y el desconocido se dirigieron, seguidos por los restantes marcianos, hacia una sala contigua, donde pronto los seguimos. Cuando Iloona y Bazuca entraron, nos saludaron con ademanes cordiales. Venían a asegurarse sobre el número de los que tendrían que acompañar hacia aquel destino ignoto. Me pareció que se alegraban al constatar que los pasajeros solamente eran diez.

    Entretanto los marcianos preparaban cócteles, bebidas, helados, dulces y bocadillos sobre una gran mesa. Acudimos en tropel al improvisado buffet y comimos con buen apetito. Guinda y yo mirábamos de vez en cuando a Marta. Su decisión nos sorprendió, igualmente que la de John; no tanto la del Loco o el Profesor. En cuanto a los seis restantes, no los conocíamos. Marta, sin embargo, al contrario de John, que aparecía ceñudo y pensativo, se mostraba serena y tranquila, como si su elección fuese ya premeditada desde hacía mucho tiempo. Decidimos hablar con ella. Yo pensaba: « ¿Pero será posible volverse atrás a estas alturas?»


    33


    Nos reunimos con Iti en una sala contigua al observatorio astronómico de Fobos. El marciano estaba mirando por un tubo de gelatina a través de una luz circular de cinco centímetros de diámetro, suspendida en el espacio. En el tubo había algunos virus terrestres. Levantó la cabeza y nos dijo que estaba muy contento de nuestra decisión. Yo le pregunté bruscamente si era posible rectificar la determinación de nuestros amigos.

    —No —respondió—. Sería desleal por parte nuestra insistir en conceder una prórroga Ahora ya no se puede esperar más que en una renuncia de los Astrales, pero esto es improbable. Habéis perdido para siempre a vuestros compañeros de viaje. Y perderéis a otros, pertenecientes a vuestro grupo, puesto que para la mayor parte de ellos será muy difícil superar la prueba que les espera.

    Las últimas palabras de Iti me dejaron perplejo por un instante.

    —Entonces —dije—, ¿por qué tanta fatiga por parte vuestra, y tantas preocupaciones, si bien pocos de nosotros entre los que hemos decidido regresar a la Tierra, podremos realizar el viaje hacia nuestro planeta?
    —El mal —respondió el marciano— consiste ya en la decisión de los Superlúcidos de haber creado sobre la Tierra un grupo de hombres que los representan y que tienen por misión reclutar a aquellos que habrá que transformar en seres perfectos... Cuando la decisión de los Astrales no ha merecido nuestra aprobación, nosotros hemos sido los primeros en sorprendernos, y, por lo tanto, ahora que la guerra está declarada, y vosotros sabéis de qué manera nos oponemos a las guerras, no nos queda otro remedio que intentar salvar lo salvable, y por el momento no disponemos de otro medio sino aquel que ha sugerido el astrónomo Sirto.
    — ¿Pero no os sería fácil para vosotros, marcianos —dijo Guinda—, embarcamos a bordo de las ionoespaciales y transportarnos hasta un punto cualquiera de nuestro planeta?
    —Sería fácil, pero nos está prohibido. No porque esto sea imposible; con nuestros medios espaciales podemos alcanzar cualquier planeta; pero se trata de algo muy distinto. Si nosotros os condujésemos al lugar de donde partisteis, llevaríais en vuestra mente el germen de la locura para sembrarlo entre los hombres, y en lugar de facilitar el progreso del género humano, lo sumiríais en un profundo caos, pues ellos querrían realizar una evolución mecánica no sincronizada con el crecimiento psíquico y moral de los individuos.

    »Por ello —continuó Iti—, nosotros os ayudaremos a superar el obstáculo de los años-luz, como vosotros llamáis al tiempo espacio que separa los cuerpos celestes, mediante un proceso distinto, que será la resultante natural del propio conocimiento en la comprensión general de las cosas. Cada uno de vosotros deberá naufragar por su cuenta en la despersonalización, y deberá superar todas las barreras, más allá de cualquiera dimensión, para hallarse de nuevo entre vuestra humanidad, definitivamente protegidos.

    —Y si no lo consiguiésemos, ¿qué será de nosotros? — preguntó Guinda.
    —Será la muerte, la muerte natural que se ofrece a vosotros por vuestra naturaleza biofísica. Pero deberemos entregar vuestros cuerpos a los Superlúcidos, porque en realidad vuestro fin será la representación de nuestro fracaso y del vuestro. Y vuestra materia, si bien gastada, les servirá a ellos para hacer revivir, en sus laboratorios siderales, a unidades transformadas. Pero si uno solo de vosotros, uno solamente consiguiese regresar a la Tierra por sus propios medios, tendremos en la mano la victoria y los Astrales no se podrán satisfacer con un dominio ficticio.
    —Es necesario que triunfemos — murmuré.
    —Sí, es necesario — asintió Iti.

    Cuando dejamos al marciano, no me atreví a hacer ninguna pregunta a Guinda. Sin embargo, deseaba saber si ella había comprendido cuál era el medio de poderse salvar y regresar a la Tierra. En el fondo de su conciencia existía la convicción de que Guinda se había encontrado con duras dificultades. Amaba demasiado a aquella criatura, y el solo pensamiento de que la podía perder me lanzaba en brazos de la desesperación. Acallé la voz de mi espíritu. No tenía derecho a desesperarme.

    En el exterior, fuera del observatorio astronómico, el Rojo me dijo que nuestros amigos se encontraban en casa del Profesor, o sea en la habitación del marciano que lo albergaba en Fobos.

    Tuvimos que recorrer dos kilómetros para llegar a la casita de plástico transparente. Atravesamos un largo camino a cuyos lados una vegetación moribunda de colores desvaídos se nutría ávidamente de los restos de oxígeno (1) que aún subsistía en la atmósfera de aquel guijarro lanzado como por juego en el universo. Las cajitas que emitían radiaciones para proteger nuestras vidas funcionaban a maravilla, si bien nuestra respiración era algo fatigosa.

    En la casita de plástico, a través de las paredes transparente y bajo una luz clarísima, distinguimos a nuestros amigos, sentados en torno a una mesa rectangular.

    Vino a abrirnos Marta. Me pareció sonriente; pero cuando nos hubimos acomodado, interrumpiendo con nuestra llegada una discusión bastante animada, observándola mejor me pareció ausente; su bello semblante había adquirido una expresión enigmática.

    El Profesor tenía la cara congestionada. Nos miró a Guinda y a mí con ojos malévolos, quizá porque nuestra presencia había interrumpido su discurso.

    —Les ruego que nos disculpen —dije—. Continúen la discusión.
    —Me gusta que estés aquí —dijo el Profesor—, tú que en nuestro grupo has sido siempre una especie de agitador. A partir de hoy, nuestros destinos se separan para siempre.

    Hablaba gesticulando, muy excitado.


    (1) Las plantas absorben anhídrido carbónico y liberan oxígeno. No hay que pedir exactitud científica a Franco D'Alessio, los valores de sus obras son muy otros. (N. del T.)


    —Os debo una explicación —continuó—, si bien tal como están las cosas, no tengo el deber de justificarme ante vosotros. Pero me obligan a ello la amistad y el amor... Sí, estoy cansado, estoy tremendamente cansado. He perdido, en una palabra. Con mi decisión sólo he querido hacer esto: castigarme. Sé que vosotros tenéis razón, y que en cambio nosotros diez estamos condenados al fracaso. Sí, lo he comprendido. Pero no he querido. Mi vida, mi larga vida transcurrida en la Tierra, en la amargura y siempre como un enemigo de mí mismo, siempre en pos de algo que huía de mí, ha transcurrido sin ser útil a nada ni a nadie. Vosotros, no. Vosotros no queréis confesar vuestro fracaso, y tal vez tengáis razón. En el fondo, es difícil fanfarronear; siempre estamos dispuestos a defendernos, y nuestra defensa es meticulosa. Al final siempre podemos atribuir la culpa a otros. Yo no; no quiero dar la culpa a los demás; quiero lanzarme de cabeza, quiero destruirme para siempre. Deseo que mi fracaso sea total, quiero que mi determinación no tenga compromiso, ahora que estoy en poder de fuerzas cósmicas y de seres que se aprestan a desencadenar las iras de un dios que he olvidado.

    El Profesor se calmó, sus músculos faciales se distendieron, su semblante congestionado fue adquiriendo una poética palidez. Comprendía que le era difícil expresar lo que en aquel momento turbaba su ánimo.

    Pero aquel instante representaba toda una vida, transcurrida en un inmenso dolor, en espera de un castigo que no merecía.

    El Loco se levantó; su aspecto era espléndido, con los rubios cabellos desgreñados, los ojos de color carbón, la piel bronceada. Marta le había tomado la mano entre las suyas y se la estrechaba, no sé si para alentarlo o para invitarlo a la calma. El Loco quería hablar pero no conseguía empezar.

    —Vosotros —dijo por último— me habéis colgado a un hombre que es todo un mundo. Sí, señores, incluso la locura tiene derecho a la ciudadanía universal. El universo no excluye a nada. Vosotros decís que yo estoy loco. Está bien, así es, lo acepto. Y vosotros, seréis los sabios... Me hacéis reír. Vosotros sois aquellos que viven con los zapatos colgados, la panza llena y las ideas pulidas. Yo no, quiero tener las ideas turbias y embrolladas, como un manojo de serpientes. Me gusta llenar el espacio que me será reservado con mis conclusiones. Sois demasiado estúpidos para poderme comprender. No conseguiréis morir como conviene a piojos y gusanos. Sois demasiado sentimentales; queréis un regreso esplendoroso, queréis una barquita ligera, un verdadero cascarón de nuez, con el cual seguiréis los remolinos de un inmenso océano, hacia una orilla tranquila y silenciosa; y esta orilla se llama Tierra, donde un pueblo de malévolas orugas os espera para ayudaros a revivir en la guerra y en la injusticia. ¡Ilusos! No sé si me causáis pena o asco. O quizá creéis que yo quiero ocupar mi pequeño lugar al sol con un pesimismo burlón, ¿no es eso? Oh, no, yo quiero estallar como un aullido de locura. Quiero llenar con mi locura todo lo que me está reservado. Aunque yo, también, tengo que librar mi combate, mi fuego. La ciudadanía de la locura esto es lo que quiero, lo que pediré, lo que viviré, con Superlúcidos o sin ellos...

    La tragedia del Loco parecía la desesperación de un perro que con su instinto trata vanamente de resolver un problema, girando alrededor de un obstáculo sin tener la posibilidad de distinguir la salida, la liberación. Pensé en agitar aún más las aguas turbias de aquella estancia.

    —La calma vale un planeta, según me ha dicho un marciano amigo mío —dije sin levantarme del lugar que ocupaba—, pero vosotros estáis demasiado envilecidos y turbados. Os compadezco porque os quiero y porque os comprendo, aunque nada pueda hacer para explicaros que vuestra decisión tiene el sabor de los frutos amargos. Y tú, Marta, tú John, queridísimos míos, vosotros que os perdéis sin una esperanza, sin una razón, quizás únicamente por odio a todo cuanto habéis conocido...

    El Loco se alzó de nuevo, imitado por el Profesor, y ambos se pusieron a hablar gesticulando, sin darme la posibilidad de continuar. No comprendía lo que decían. De pronto me llevé los dedos a la boca y silbé. Fue un silbido ensordecedor.

    — ¡Callaos! —dije—. No juguéis con las palabras. Parad este tiovivo de ideas vanas, estos fuegos artificiales de necedades. Volvamos a discutir, si queréis, más serenamente.

    Tras una pausa, Marta, como si se hallase en trance, con los ojos cerrados a medias, dijo:

    —Sólo os queda compadecernos. Si el Loco quiere hacer de la locura una palpitación universal, yo desearía invadir el universo con mi llanto. Un solo sollozo, perenne, eterno, querría que saliese de este pecho mío para abrazar, como un haz de duelo y melancolía general, todas las cosas vivientes. Si nuestras palabras no son vanas, deben tener una justificación, o de lo contrario nosotros sólo seríamos la representación de una inverosímil terquedad. No es así. Por lo que a mí respecta, y siento el deber urgente de comunicároslo, mi elección ha sido determinada por una reflexión madurada desde cuando el tiempo transcurría alegremente en Esfera 812. Y se ha visto reforzada después de escuchar el discurso de Sirto. Si a vosotros, los que deseáis regresar a la Tierra, se os ofrece la posibilidad de superar las distancias, ¿por qué no podría estarme reservado el mismo camino, pero sin retorno? ¿Y si en lugar de eso me estuviese reservada la victoria? Yo también podré obtener aquel triunfo que todos vosotros anheláis, con la diferencia que vosotros regresaréis en un elemento destinado a desarrollarse en la eternidad, y yo, por el contrario, podré hallar de nuevo un sueño perdido en un punto cualquiera del espacio. En el fondo no tenemos razón de despreciaros.

    Guardó silencio. Marta me persuadía.

    Luego le tocó el turno a John.

    —Yo —dijo— he escogido sin saber por qué. No me he planteado interrogantes. Así. En mi mente ha nacido la decisión de seguir a los Astrales Superlúcidos. Yo nunca he sabido nada, nunca he comprendido nada. Y si la ignorancia debe ser mi último destino, no me maravillaré por ello. Mas no será así; en lugar de ello, chocaré contra algo...

    Llamaron a la puerta. Era Iti, que nos hizo señal de salir. Guinda y yo nos levantamos. Marta permaneció sentada.


    34


    El viaje en la iospa fue brevísimo. Permanecíamos en silencio observando cómo Fobos se alejaba rápidamente del visor, para desaparecer al poco tiempo rodeado de un extraño meteoro que iniciaba una danza en torno al pequeño pedrusco. Yo sabía lo que pensaba Guinda en aquel momento. El breve discurso de Marta la sumió en el estupor y la incertidumbre. Sentía que debía dejarme.

    A nuestra llegada encontramos la cena dispuesta. La mujer y los hijos de Iti nos acogieron con su acostumbrada efusión y asistieron a nuestro frugal ágape. Cuando nos retiramos a nuestras habitaciones, nos dieron las buenas noches con vivas muestras de afecto.

    Abrí la ventana. Desde nuestro piso dos mil, el panorama que se ofrecía a mi mirada era estupendo. Guinda vino junto a mí. Con los codos apoyados en el alféizar y el mentón entre las manos, miraba silenciosamente. Su pensamiento naufragaba en aquel inmenso espacio, sin hallar una solución. Se perdía, se sentía minúscula.

    Yo le dije:

    —Estaré siempre junto a ti. Triunfaré.

    Vi cómo sus ojos brillaban. Movió la cabeza con desconfianza: la prueba era más grande que su voluntad.

    Dejamos le ventana abierta. Por ella entraba una tibieza primaveral. Nos tendimos sobre el lecho. Ella me abrazó, ocultando su cara en mi pecho. Lloraba. Me causó una gran pena. Me dominé para no sentirme indiferente. La sola idea de poder triunfar, de saber que triunfaría, creaba en mí una indiferencia. Guinda quería confundirse conmigo, anularse en mi cuerpo. Quizás esperaba salvarse de esta manera. Con la violencia de los sentidos quería suscitar una liberación imposible. Incluso el amor no es más que un harapo que se agita sobre un campo lleno de cadáveres, después de una guerra librada inútilmente. Tenía el pecho bañado por sus lágrimas. Su boca estaba cansada, era inútil. En la oscuridad buscamos, por caminos distintos, nuestra anticipada destrucción. La mía hacia la Tierra, la suya en dirección a un oscuro destino. ¿Pero el destino que me esperaba a mí no era también oscuro? Pobres almas, pobres criaturas que palpitaban por un vano anhelo, en una opaca esperanza. Guinda se calentaba a la llama de los sentidos; yo asistía impasible, sin participar en su ardor. Observaba un extraño animal en mí, y me sentía desconocido.

    Mas después... después me precipité de lo alto de una roca de cartón piedra y me ofusqué en el placer, porque es inútil luchar contra aquello que somos. ¿Por cuánto tiempo aún aquella dulcísima criatura sería mía? ¡Sólo con que pudiese apagar por un instante aquella sed de reposo absoluto, aquel deseo de silencio definitivo!

    Permanecimos largo tiempo despiertos.

    « ¿De qué servirá —pensaba— regresar a la Tierra, sin que Guinda esté conmigo?»

    Y me respondí con monotonía:

    «Pero no siempre las cosas que amamos se quedan con nosotros. Llega un momento en que debemos dejarlas. Siempre hay que dejar las cosas. ¡Dejar, abandonar, añorar, ignorar!»

    Yo también empezaba a perderme en el laberinto de la incomprensión, hasta que mis ideas se hicieron confusas y me adormecí. Quizás aquella noche fui, en mi sueño, como una gota de lluvia suspendida sobre un océano desconocido.

    El alba nos encontró abrazados, con los ojos cansados. Guinda tenía el color de la noche y del sueño.

    Era el más delicioso de los gusanos. Antes de que mi cerebro iniciase la danza, salté de la cama y me vestí.

    Iti nos trajo el desayuno, consistente en leche de almendras, panecillos y mermelada hecha con algunos frutos inventados por nosotros en el laboratorio, lo cual constituía un delicado regalo de Beke. Guinda se sentó junto a mí en la mesita colocada frente a la ventana y ambos comimos en silencio. Poco después entró Roa y los cónyuges marcianos se sentaron a nuestro lado. Evidentemente deseaban hablarnos. Roa no tardó en preguntarme qué opinábamos de las palabras de Sirto.

    —Creo haber comprendido bien una cosa —contesté— y ésta es que debemos arriesgarnos si queremos triunfar. En mi opinión, una vez hayamos comprendido el esfuerzo que se exige de nosotros, la empresa será fácil. Sin embargo, no sé si mis amigos saldrán airosos, pues, en el fondo y según creo, se trata de una cosa que no depende directamente de nosotros.
    —Te equivocas —respondió Iti—. Es un vuelo por el espacio con el cuerpo desintegrado, unido a todos los elementos que lo acompañarán por el cosmos. Es una liberación que depende absolutamente de la voluntad consciente de aquel que desee regresar a la Tierra. Sé que no es sencillo ni fácil. Efectuaremos las primeras pruebas para el envío de vuestro cuerpo a la Tierra en Saturno, donde vuestra colonia recibirá toda clase de facilidades por la presencia de los habitantes de aquel planeta, y por la influencia que éstos podrán ejercer sobre vosotros. Nosotros los marcianos estaremos a vuestro lado, sin abandonaros ni un solo instante.

    Guinda se mostraba atentísima. Sus ojos brillaron con una nueva esperanza.

    —Trataré de comprender — dijo como en un soplo.

    La mujer de Iti se alzó y fue a colocarse a espaldas de Guinda. Colocando las manos sobre la cabeza de la joven, dijo:

    —Es un poco como plegarse, esconderse, empaquetarse dentro de sí mismo, sin sentir ningún temor. Es como desembrollar un ovillo invisible de luz, es como girar lentamente en torno al mismo, como si se quisiera descender, o subir, a lo largo del muro oscuro de una pared helada. Desenvolver el hilo y luego lanzarse hacia aquello que está allí en el fondo...

    ¿Lo comprendía Guinda? Yo sentía que para ella resultaba difícil dar cuerpo a las palabras de Roa. Sufría y asomaba su alma sobre el borde de un precipicio ignoto, donde sólo era posible discernir el propio vacío. Era la incomprensión total. Yo, en cambio, apenas tenía necesidad de ulteriores aclaraciones, las cuales, por otra parte, muy poco valdrían. ¿Lo sabían los dos marcianos? Creo que sí, pero hubieran intentado igualmente ayudar a una criatura terrestre proyectada contra su voluntad en una aventura cósmica, aceptada en su principio casi como una excursión de placer a través de las estrellas.

    — ¿Cuando hayamos vuelto a la Tierra —pregunté— nuestra condición de humanos quedará corregida definitivamente gracias a la experiencia vivida?*
    —Quizás sí, quizás no —respondió Iti—. Todo podrá ser confuso como un sueño embrollado, denso de imágenes y símbolos. Podrá aparecer como una experiencia vivida fantaseando; casi una fábula incomprensible que os hubiese empujado para intentar una excepcional evasión.

    Reinó un momento de silencio. Después Guinda dijo:

    —Quiero volver a casa de Beke y prepararme para la fuga. — Inclinando la cabeza, añadió: — ¿Mas por qué, por qué nos ha sido reservada una prueba tan cruel?
    — ¿Cruel? —exclamó Iti—. La Naturaleza, en su esencia e integridad no puede ser cruel, ella no tiene adjetivos ni predicados, se encuentra más allá de cualquier definición; está privada de pasiones, y expresa su vida nutriéndose de sí misma... Cuando vosotros estéis en un punto sin espacialidad porque está desprovisto de límites, donde no hace frío ni calor ni existen el miedo ni el valor, el bien ni el mal, ni tiene razón de ser ni fin ni principio, entonces comprenderéis el significado definitivo de las cosas. Y a vuestro retorno a la Tierra probablemente todo habrá terminado. Sólo un eco indecible os aferrará la garganta cuando de vez en cuando queráis uniros a la procesión general obcecada, para dirigiros hacia el eterno desconocido en la larga teoría de seres terrestres que se expanden como una mancha de tristeza sobre vuestro planeta.


    35


    Por la tarde Guinda fue con la iospa a casa de Beke. Yo la fui a buscar al atardecer. Aquel día había dedicado muchas horas a la meditación. Iti y su mujer me hablaron largamente de la prueba que nos quedaba. Me explicaron la imposibilidad en que me hallaba de quedarme en Marte como ciudadano del espacio, y lo absurdo que era intentar que me enviasen a uno de tantos planetas de la galaxia para rehacer mi vida en un mundo mejor. Hubiera sido algo que iba, como decimos nosotros, «contra el sentido común».

    En casa de Beke me sorprendió encontrar a Marta y a John. Guinda me pareció más serena y tranquila. Nos abrazamos con gran ternura. En la terraza, Marta nos dijo que era aquélla la última vez que nos veríamos.

    John también había venido a despedirse. Aquel mi querido amigo la noche anterior había celebrado un «coloquio» con los Astrales Superlúcidos, los cuales le habían convencido de su victoria y de nuestro definitivo fracaso.

    Marta quiso evitar cualquier discusión o polémica entre John y yo; estaba convencida de que nuestra despedida no era, en el fondo, una desgracia.

    —Mirad —nos dijo— estoy convencida de que no es posible que nos sobrevenga una destrucción total. ¿Qué queréis que se destruya? La pérdida de nuestra «conciencia», de nuestra «inteligencia», bah, eso no será un gran mal. De una manera o de otra habrá que aplacar nuestra sed, cesará el miedo, terminará el deseo de superación. Vosotros deseáis el retomo, nosotros la prosecución de un viaje cuya meta no se define fácilmente. En el fondo todo es lo mismo. El cristal, el hombre, la hormiga, la hoja del árbol, el trozo de carbón fósil, la estrella en el espacio, la flor, la canción, el llanto de un niño: ¿Qué diferencia hay entre todas estas cosas? Nosotros nos despedimos porque decirse adiós es romántico; pero nada es definitivo. No podemos comprender plenamente las cosas, ningún ser las puede comprender. Pero nosotros seremos las cosas, y entonces tendremos una comprensión total, porque lo seremos todo.

    A la puesta del sol, antes de que entrasen en funciones las centrales marcianas, Beke nos hizo montar en la iospa para conducirnos a Fobos.

    Marta, riendo, dijo que las despedidas tenían que hacerse en toda regla. Por lo tanto, cuando estuvimos en el satélite, después de llamar al Loco, al Profesor y a los restantes, ella, como un pequeño y gracioso comandante, los hizo formar y fingió mandar un escuadrón de soldados. Ordenó que se pusiesen en posición de firmes, luego, saludándonos militarmente, nos rogó que pasásemos revista a aquel minúsculo pelotón de marines del espacio. Marta quería que la ceremonia, como todas las ceremonias que se realizan antes de una partida, no fuese más que una dulce comedia, una especia de farsa representada entre las lágrimas y las sonrisas. Y así fue.

    Rígido, impasible, más de piedra que de carne, Arcángel, a diez pasos de nosotros, impenetrable, casi como una manifestación tangible de la voluntad humana, nos observaba. ¿Qué sentimientos agitaban su ánimo? ¿Qué pensamientos le martillaban el cerebro? Esperaba su grupo de hombres sin la menor turbación, sin emocionarse. No era ya un emisario sino algo más o algo menos que esto.

    —Así serán —me dije— los seres que los Astrales Superlúcidos devolverán a la Tierra, si no vencemos.

    En aquel hombre no había bien ni mal; se veía, se sentía. Incluso su aspecto físico era casi indefinible: no era hermoso ni feo.

    Mas la presencia de Arcángel no nos impidió estallar como fuegos de artificio, acabando por transformar aquel patético adiós en una manifestación de alegría, que recorrió todo el camino del observatorio. ¿O la alegría no era más que una apariencia para ocultar nuestro íntimo dolor, nuestro profundo decaimiento?

    Nuestros amigos nos acompañaron a la iospa.

    Guinda me susurró al oído:

    —Me tiemblan las piernas.
    —La comedia va hacia su desenlace — le respondí.

    John no quiso abrazarnos. Dijo:

    —Prefiero daros un pescozón.

    Y esto es lo que hizo.

    Marta no. Primero estrechó contra su pecho a Guinda, la cual aprovechó la ocasión para romper en llanto contenido; luego me abrazó a mí. Su corazón latió a compás del mío. Nos besamos.

    El Loco echó a correr hacia el observatorio, dejándonos plantados.

    El Profesor tampoco quiso estrecharnos la mano.

    —Os deseo —dijo sencillamente— un feliz regreso, y saludad de mi parte a la perfidia humana.

    Montamos en la iospa de Beke. La portezuela se cerró. Todo había terminado. Nos sentamos, abrazados, Guinda y yo, mientras la marciana, maniobrando las palancas nos miraba con la más impenetrable de las sonrisas.

    En casa de Beke encontramos a Frana. El consejo de los marcianos había decidido que la ex emisaria siguiese a los Astrales Superlúcidos con los diez miembros de la colonia a H.28. Antes de partir hacia Fobos, desde cuyo satélite debía despegar la astronave, quería darnos su adiós.

    —En el fondo —dijo— andar en un sentido o en otro es lo mismo en el infinito.

    Palabras muy juiciosas. Su cara demacrada y de una palidez casi cerúlea me recordaba el semblante de una mujercita del siglo XVII, una miniatura montada en un medallón que mi abuela llevaba siempre colgada del cuello.

    —He comprendido muchas cosas —dijo Frana—, he pulverizado las ambiciones equivocadas y también las justas y humanas. Soy verdaderamente una peregrina del espacio, una peregrina que va en busca del santuario milagroso, donde no hay alba ni crepúsculo, donde se sacia la sed y el espíritu reposa. Recuerdo las palabras de Arcángel: si sacias tu sed una sola vez en la fuente perenne, perenne tú serás como la fuente. Es cierto. Y no me avergüenzo de mi llanto ni de mi arrepentimiento, porque esto representa la liberación de una última ala tendida en el fango de la Tierra.

    No sabría decirlo, pero aquellas palabras me gustaban y no me gustaban. Pero yo debía aceptarlo todo porque no sabía explicar nada. Solamente una comprensión sutil pero intraducible me hubiese dado la posibilidad del regreso.

    Repetimos las palabras estúpidas y vanas de un imposible hasta la vista, y nos separamos para siempre de Frana.

    Guinda se quedó en casa de Beke, yo regresé a la de Iti.

    Durante los días sucesivos, después de la partida de nuestros ex compañeros de viaje de Fobos, la colonia fue reunida en una vasta sala del laboratorio central de Kiri, donde se preparaban los rayos cósmicos y se producían los animales-máquina. Fuimos sometidos a una cuidadosa observación por parte de los estudiosos marcianos y nos inocularon en la sangre una substancia para que nuestro organismo pudiese sobrevivir en la atmósfera de Saturno, planeta desde el cual cada uno de nosotros por su cuenta, debía intentar alcanzar la Tierra.

    Nos acompañaron en grupos a la cúspide del edificio, que tenía trescientos kilómetros de altura. Allí nos esperaba una gran ionoespacial de color oscuro. Antes de embarcar, recibimos las salutaciones del pueblo de Kiri, manifestadas por una coloración cambiante de la atmósfera. En realidad, las centrales difundían luces que variaban continuamente.

    Cuando estuvimos a bordo, los visores pudieron entrar en funciones y vimos la ionoespacial circundada por innumerables pequeñas iospas que nos siguieron por largo tiempo, emitiendo estelas multicolores. Luego se bajaron los visores por breve tiempo. Cuando pudimos observar de nuevo la pantalla luminosa, Saturno era visible ya en su hechizada y misteriosa belleza.


    36


    Las diez lunas de Saturno son en realidad treinta y ocho; pero su número no es definitivo, porque aumenta y disminuye según las necesidades de vida en aquel planeta. Y los «anillos», a centenares están constituidos por pequeños satélites artificiales, lanzados en el espacio de miles de milenios por los saturninos, los cuales se sirvieron de los rayos cósmicos unidos en la fuerza magnética, de la cual el espacio infinito constituye una inmensa reserva. Y de estos innumerables pequeños satélites, que forman centenares de círculos, troncos vertiginosos, se irradian en la atmósfera helada benéficos impulsos de calor y de vida. Estos planetoides no mayores que un melón, son suaves al tacto como pompas de jabón, su superficie es mórbida como la piel de la gamuza y tiene la tibieza de los cuerpos que en pleno estío se calientan al sol. En nuestras manos vibraban débilmente, emitiendo un rumor que semejaba un vagido amortiguado. Debido a su color indefinible, que cambiaba continuamente, a veces asumían un tinte neutro, hasta hacerse invisibles a nuestros ojos.

    El espectáculo que Saturno ofrecía a nuestra mirada era de una belleza alucinante. Cuando lo sobrevolamos, las partes que se mostraban a nuestra vista estaban iluminadas por el Sol. Las ciudades, las selvas, los bosques, las campiñas, los jardines, todo estaba petrificado. Los árboles, las plantas, los palacios, los caminos inmóviles, en una perenne inutilidad. Las cosas estaban recubiertas de una pátina antigua, remota; mas por increíble que parezca no suscitaban en nosotros tristeza alguna, ni nos provocaban sentimientos de nostalgia o de piedad.

    Desembarcamos. Todo el planeta estaba circundado por un haz enorme de silencio. Aquella vida, que en un tiempo fue patriarcal y no conoció el feroz progreso que en la Tierra quizás anda como un cangrejo y a veces embriaga como un automóvil, se mostraba a nuestros ojos admirados.

    Tocar las cosas de Saturno era como rozar las imágenes sagradas con la mano de un fiel al cual los ídolos hacen nacer una profunda conmoción. Era como si las cosas estuviesen allí únicamente para atestiguar un vano recuerdo de un inútil pasado. Nuestras plantas hollaban aquel suelo, pisaban aquella tierra polvorienta; nuestras manos acariciaban los muros de las antiguas mansiones, las flores, los troncos de los árboles; nuestros ojos vagaban en busca de un bien perdido.

    Sólo cuando anocheció nos fue posible distinguir mejor a los saturninos. Estos nos rodearon ondulando en el espacio como falenas. Nos «olfateaban», nos rozaban, nos observaban. Ejecutaron para nosotros una danza que parecía un aquelarre de extraños insectos luminosos. Era la manera que tenían de comunicar parte de su júbilo. Siguieron a nuestra colonia, nos precedieron en tropel, estos seres excepcionales; luego regresaron corriendo, siempre danzando, dilatando su halo, mientras del núcleo que formaba el punto inicial de su «cuerpo», partían los colores del arco iris. Estábamos fascinados, entusiasmados.

    Nuestra colonia no tenía tiempo de pensar en sus propias aventuras ni en la prueba que le esperaba. Marchábamos en silencio, cogiéndonos las manos como niños y mirándonos a los ojos. Éramos signos de admiración escapados de un libro de cuentos.

    No nos fue posible albergarnos en las viejas mansiones. Los marcianos habían traído tiendas de campaña, que montamos rápidamente en una zona donde la hierba inmóvil era muy densa. Guinda trabajaba con las demás mujeres, preparando las camas de campaña, las cocinas provisionales. Anochecía rápidamente, pues no era posible discernir bien las cosas. No había iluminación artificial. Sólo la débil luz de las estrellas.

    Llegaron otras astronaves trayendo a bordo numerosos marcianos, los cuales montaron en pocos momentos casitas prefabricadas de plástico. Los saturninos habían rodeado nuestro campamento y nos observaban. Más tarde noté, cuando todos los rumores provocados por nosotros cesaron, y el silencio fue completo, que aquellos seres, cuando ondulaban en el espacio, emitían una especie de canto. Digo canto porque no sé definirlo mejor. Era como la vibración de una lámina sutilísima de acero clavada en un tronco vacío.

    Bajo mi tienda se acomodaron, además de Guinda, otros tres miembros de la colonia: una mujer llamada Seria y dos hombres: Mauricio Dettato y Giovanni La Pia.

    Más tarde, ya entrada la noche, Guinda y yo fuimos a sentarnos bajo un árbol. Aquel silencio nos turbaba. Era tan profundo que nosotros advertíamos, en nuestro cuerpo, todos los movimientos de los órganos. Los latidos del corazón eran violentos y sombríos, y la palpitación de la sangre en las sienes era tan fuerte, que nos turbaba vivamente. La brutal presencia de nuestro cuerpo se imponía totalmente en nuestro cerebro. Nunca habíamos oído «hablar» tan excitadamente a nuestras vísceras. Era como si se trasladasen a nuestro cráneo y se condensasen en nuestras manos. Tuve la sensación, de pronto, que todo podía salir a través de las palmas de las manos o de los dedos, y que el cuerpo podía abandonarme. ¡Abandonarme! He aquí por qué los marcianos nos habían transportado a Saturno. Para someternos a la cura del silencio. Una preparación verdaderamente eficaz para el vuelo que cada uno de nosotros debía emprender. Otros miembros de la colonia salieron de las tiendas, porque no era posible dormir en aquel silencio. Trataban de no hacer ruido. Aquel lugar era demasiado sagrado. El menor rumor, por pequeño que fuese, representaba una blasfemia horrible en aquella noche alucinante. A veces mi cuerpo callaba para escuchar el de Guinda y viceversa, cuando el suyo permanecía mudo, como destruido, el mío enloquecía para hacerse oír por el suyo.

    Oímos detrás de nosotros unas leves pisadas. Era Iti. Deteniéndose, acarició primero a Guinda y después a mí. Luego prosiguió lentamente su camino.

    Cuando apoyé la espalda en el árbol y alcé los ojos hacia la bóveda estelar, los astros que poblaban el cielo surgieron esplendorosos ante mí. ¡Nunca había mirado las estrellas! Fue aquélla la primera vez en que sentí verdaderamente toda la inmensidad, el eterno movimiento de los cuerpos celestes. Debíamos habituarnos a aquel silencio, quizá fuese necesario aclimatarse y vivir por algún tiempo en aquel reino mudo. A decir verdad, el rumor, el susurro, los latidos, las explosiones de nuestro cuerpo, recordaban constantemente a nuestro espíritu nuestra pesada existencia. Las células, los átomos tenían una expresión de espasmo, de dolor, quizás sentíamos vibrar con demasiada fuerza una llamada. Pero muchos miembros de nuestra colonia no hubieran resistido a aquellos espasmos, a aquel silencio, a aquellas lágrimas del cuerpo, y hubieran muerto. Algunos ya murieron en Esfera 812, otros durante el viaje hacia Marte, y en el propio Marte. Y entonces allí, en Saturno, nos aguardaban nuevos duelos por amigos muertos. En los días que siguieron, efectivamente, los cuerpos de muchos humanos fueron embarcados en una iospa que se dirigía a H.28, para entregar los «cadáveres» a los Astrales Superlúcidos.


    37


    «La cura del silencio», preparación para el gran viaje, surtía sus efectos, particularmente de noche, cuando nosotros, después de un breve sueño, nos despertábamos a causa de los murmullos de nuestro propio cuerpo.

    Preferíamos dormir de día, porque de noche era casi imposible hacerlo. Algunos lo conseguían, pero ésos estaban destinados ya al fracaso, y ni siquiera lo hubieran intentado.

    Una noche, poco después de la puesta de sol, advertí el primer rayo de luz, lo que me hizo comprender definitivamente que conseguiría llevar a feliz término la empresa del regreso.

    Guinda reposaba bajo la tienda con los otros dos ocupantes de ella. En el exterior, cuando salí, observé grupos de saturninos. Se movían lentamente, dando vueltas, en torno a un punto invisible. Ondulaban como si siguiesen el compás de una música que no podía oír.

    Me senté sobre la hierba y al poco tiempo sentí la necesidad de tenderme en ella. La ondulación de los saturninos se hizo más veloz, más vertiginosa en torno a mi persona. Los veía suspendidos en el aire; dilataban su «cuerpo» apenas luminoso. Probé a mirarlos uno a uno. No era posible. Me parecía ver una sola estela fluorescente, a círculos, que giraba a mi alrededor como un halo apenas dilatado hacia el exterior. Mi cuerpo empezó a «hablar». No era que pronunciase palabras, sino como un leve zumbido. , Cerré los ojos. Tenía las manos calientes, como cuando se tiene fiebre. Mis sienes latían con fragor; mi respiración era afanosa, pero no me daba ninguna sensación de sufrimiento. Con los ojos cerrados, pero sin poner los ojos en blanco, como cuando se duerme, «veía» un campo cada vez más claro, un espacio que se iba haciendo límpido.

    Venía hacia mí un alba, Luego se hizo de día. Comprendí que los saturninos me ayudaban. Recordé las palabras de Sirto y de Iti, pero sobre todo las de Roa. Entonces traté de encerrarme en mí mismo, ensimismándome en busca de una llamita.

    ¡Y la vi! Tenía el color de una naranja madura, brillante, pequeña. Pensé que debía alcanzarla y tratar de entrar en ella, o de lo contrario no conseguiría evadirme. Así, lentamente, con un esfuerzo casi insensible, me aproximé a ella, hasta que aquella luz me lamió, me succionó.

    Después... Es complicado, increíble, difícil; pero de todos modos lo intentaré. Luego advertí una sensación de cansancio como jamás había experimentado, como si mis huesos se hubiesen quebrado para dispersarse por tierra. Luego sentí un desgarrón en el cerebro, como si alguien, abriéndome el cráneo, hubiese soplado a través de la materia cerebral. Sentí el peso de unas manos, unas manos gigantescas, de las que yo surgía lentamente. Por un instante no distinguí ni advertí nada, solamente el lento escabullirse de la materia sutil. Mi voluntad facilitaba la evasión. Trataba de terminar pronto, de liberarme en seguida, porque no podía permanecer por mucho tiempo la mitad dentro y la mitad fuera.

    Finalmente fui ligero como el aire, límpido como un cristal. Me hallaba a un metro de distancia de mi cuerpo, tendido en el suelo. Me impelí más allá, flotando sobre el campo, sobre aquella tierra de sombras y de muertos que me aparecía como un gran cementerio sin significado alguno.

    Al amanecer, Guinda, tocándome ligeramente, me despertó para darme los buenos días. Yo aún tenía la estupefacción y el recuerdo en la mirada. El día del vuelo definitivo, del viaje de regreso, nadie me despertaría, sin embargo, para darme los buenos días. Quizá recogerían mi cuerpo en un jardín público, en una calle concurrida o en una cama de hotel...

    Conté a Guinda la experiencia vivida, diciéndole que tendría que cimentarse en las noches sucesivas.

    Más tarde Iti se congratuló conmigo. Por la colonia se esparció la voz de que yo lo había conseguido a la primera tentativa.

    A la noche siguiente, la totalidad de los terrestres se hallaban fuera de las tiendas. Guinda temblaba a mi lado. Le dije que se tendiese en la hierba, que se abandonase, se aflojase su tensión. Ella me obedeció.

    Iti, aproximándose, me susurró:

    —Déjala sola.

    Me levanté y, entrando en la tienda, me tendí sobre la cama. Cerré los ojos y repetí el experimento. Cuando hube salido del cuerpo, me aproximé a Guinda que, exánime y pálida, con los ojos cerrados, parecía muerta de veras. Esperé a verla aparecer en su real esencia, igual a mí, en el espacio; pero sólo conseguí ver una especie de halo que le surgía de las manos y de la boca entreabierta. Me alejé de ella y, sobrevolando el campamento, busqué, lleno de esperanza, a otros «liberados». Volví a ver a Guinda: sentada en tierra, despierta, con los ojos fijos en un punto impreciso y lejano. Ni la menor traza de éxito.

    Los saturninos parecían embriagados, casi enloquecidos: quizá redoblaban sus movimientos para suscitar en la atmósfera ondas favorables.

    Y así, toda la noche transcurrió en medio del fracaso total de mis compañeros.

    Por la mañana volví a encontrarme en la tienda de Iti. El marciano me dijo que a partir de aquel momento las esperanzas de su victoria reposaban únicamente en mí. Me recomendó que redoblase el esfuerzo y me concentrase más, si quería superar de un salto la inconmensurable distancia que me separaba de la Tierra. Como un pensamiento. Bastaba pensar en la Tierra para estar en ella. Las distancias quedaban abolidas. Añadió que al día siguiente yo partiría hacia mi planeta. El tiempo apremiaba. En la guerra entre los marcianos y los Astrales Superlúcidos, yo representaba para los primeros la «bomba cósmica» del triunfo.

    ¿Y Guinda? Guinda, cuando entré en nuestra tienda, dormía, cansada. Me senté a la cabecera de su lecho y la contemplé con ternura. Era una bella criatura que tendría que abandonar a un destino que me era ignoto, como el mío lo es ahora mientras escribo esto, como el de todos.

    Abrió los ojos y me sonrió.

    —Sé que mañana intentarás la evasión definitiva. La fuga —dijo—. No pienses en mí. No te guardo rencor. Mírame: estoy tranquila, resignada, como todos lo estamos.

    Queríamos pasar aquellas últimas horas que nos quedaban amándonos. En el fondo, el amor fue para nosotros, en aquel breve momento, un ahondar en nuestra desolación.

    Cuando se decidió mi partida, al caer las primeras sombras, salí de la tienda. Abracé a Guinda apasionadamente.

    Mientras me dirigía solo hacia un punto oscuro y tenebroso del campo, la impersonalidad surgía como una marea de lo más profundo de mi ser.

    Me volví. Los terrestres habían rodeado el campamento, en silencio.

    No nos dijimos adiós. No hubo llantos ni saludos vocingleros ni palabras. Nada. Incluso el aliento se oía, y la respiración hacía vibrar el aire.

    Los saturninos, como mariposas fosforescentes, acudieron en gran número hacia mí para iniciar una danza vertiginosa.

    Me extendí sobre la hierba. Cerré los ojos. Cuando me concentré, al deslizarme hacia la llamita todo fue sencillo, fácil. «Salí» escurriéndome rápidamente. Me quebré como una onda desesperada.

    Y me encontré sobre la Tierra.


    Fin



    Traducción de ANTONIO RIBERA
    E. D. H. A. S. A.
    BARCELONA - BUENOS AIRES
    Títulos originales en italiano
    RITORNO AL PIANETA TERRA
    I RISVEGLIATI
    Depósito Legal B. 740-1961. - N. R. 4468-58
    © by Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
    Avda. Infanta Carlota, 129 - Barcelona
    Emegé - Enrique Granados, 91 – Barcelona

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