PROBABILIDADES EN CONTRA (John Brunner)
Publicado en
septiembre 20, 2017
Era la primera vez que se oía un barullo semejante, justo en la antesala que se encontraba frente a la puerta donde, con suma discreción, podía leerse la advertencia: Superintendente de los Archivos Galácticos. Ya era bastante raro que alguien alzara la voz, siquiera, aquí en Archigal, un cubo de casi dos kilómetros de arista, sobre la superficie y hacia abajo, que guardaba cuidadosamente clasificada en sus memorias electrónicas toda la historia; era el verdadero centro del poder de la galaxia y la sensación de tener el pasado mirándole a uno por encima del hombro era suficiente para inspirar respeto.
En este momento, sin embargo, alguien estaba en verdad gritando, y tan fuerte que el Superintendente Motice Bain podía oír las voces sin activar el intercomunicador sobre su escritorio. Un hombre, casi histérico, anunciaba una y otra vez:
"Pero debo verlo... ¡Alguien tiene que hacer algo! ¡La raza humana está en peligro!"
¿Un loco? Frunciendo el entrecejo ante la explicación demasiado fácil —porque sería necesario una persistencia casi increíble por parte de cualquier loco para llegar a la cumbre misma de la jerarquía de Archigal— Bain encendió las pantallas de la TV espía e inspeccionó la escena más allá de su puerta. Tres androides, completamente desbordados, y un asistente humano estaban procurando calmar a un hombre cuyo rostro era una máscara de alarma y locura y cuyas ropas hubieran sido indicio suficiente para clasificarlo como uno de los habitantes de los Mundos Siervos: una camisa marrón de tela áspera y una falda negra, botas hasta las rodillas. Pero tenía cabello negro en toda la cara, una barba de pelos duros y parados, y cejas espesas, mientras que los siervos por lo general se afeitaban todo el cuerpo.
¿La raza humana en peligro, hmmm? Bain fijó en un rictus las comisuras de su boca de labios muy finos y elevó al máximo el sonido de los intercomunicadores.
—¿Qué pasa, Ivor? —preguntó a su asistente en la sala.
Hubo un momento de sorprendido silencio. Ivor lo quebró con una exclamación acusadora.
—¿Se da cuenta lo que ha conseguido? ¡Interrumpió al Super Archigal!
—¡Y eso es precisamente lo que he estado tratando de hacer! —rugió el barbudo, sin signos de compunción o arrepentimiento. Pero esta última expresión desafiante fue el límite de su furia; en un segundo más ya se había tranquilizado y sólo emitía un semi-gemido que hacía pareja con la queja vacilante de Ivor.
—¿Y... bueno? —interrogó Bain con tono de autoridad.
—Señor, disculpe el alboroto, nosotros hicimos lo mejor que pudimos para impedirlo... —Ivor vaciló, secándose el sudor de la frente con el reverso de una mano temblorosa—. Es un fanático, señor, eso es todo. Ya he enviado por un médico para que se lo lleve a un hospital lo más pronto que pueda.
—¡No estoy loco! —volvió a explotar el barbudo—. ¡Y aquí están las cifras que lo demuestran! —Estiró su mano para sacar algo del bolsillo trasero de su faldón y una vez conseguido su propósito agitó un manojo de documentos debajo de la nariz de Ivor.
—Pero las computadoras dicen que usted está equivocado —le replicó Ivor, y agregó, dirigiéndose a Bain—: Lo lamento enormemente, señor, pero se le ha metido en la cabeza la idea de que alguien ha manipulado las computadoras para que no le den la respuesta correcta al problema que trajo consigo.
—Un segundo —Bain se acarició la barbilla, pensativo—. Ivor, ¿quiere usted decir que este hombre ha venido hasta aquí para plantear a las computadoras un problema particular?
—Eso mismo, eso es lo que he hecho —afirmó el barbudo.
—¡Vaya! Esto lo convierte en un personaje muy poco común. El viaje interestelar es costoso, en primer lugar, y tampoco es barato el alquiler de las computadoras de Archigal.
—Pero se supone que están a la disposición del público —replicó agitado el barbudo—. ¡Cualquiera que quiera puede usarlas!
—Por supuesto, por supuesto. En realidad, sin embargo, nuestros clientes habituales son los gobiernos galácticos. No hay nada de especial en nuestras computadoras —la única diferencia es que tenemos más máquinas que cualquier centro de computación en la galaxia, y esto a su vez porque procesamos una inmensa cantidad de información.
Con el rabillo de sus ojos Bain notó, divertido, la sorpresa de Ivor al ver que el Super-Archigal mantenía una conversación amable con un sujeto evidentemente perturbado.
—Dígame, entonces, por qué necesitaba usar nuestros servicios, y no los que están a la disposición de todo el mundo en cualquier planeta civilizado ¿Señor...?
—Falkirk —dijo el barbudo. La excitación lo había abandonado, reemplazada por mayor deferencia que la necesaria. Ivor, aparentemente, no podía creer lo que veían sus ojos, pero Bain sentía muy poco respeto por la habilidad de su asistente en el trato con seres humanos. Era bastante bueno con las computadoras, pero le faltaba visión. El primer vistazo debía haberle bastado para darse cuenta que Falkirk estaba auténticamente enojado y que por lo tanto podía hacérsele razonar.
—Siga, por favor. —Falkirk aspiró hondo.
—Tuve que venir aquí, señor, porque en ningún otro lado hubiera contado con la información que muy probablemente iba a necesitar para evaluar la respuesta. El problema envuelve factores que cubren casi una docena de sistemas estelares.
—¿Un problema personal de alcances prácticamente galácticos? —Bain puso una leve inflexión, muy medida, de escepticismo en su pregunta retórica. Ivor abandonó su rigidez al ver a su jefe regresando a la que era su conducta habitual.
—Sí, señor. Como usted podrá darse cuenta, Falkirk ha...
—Cállese —Bain tomó una decisión rápida—. Traiga al señor Falkirk aquí. Puedo concederle dos minutos para que me convenza de que no es un loco. Y doce más si consigue hacerlo. ¿Le parece bien, señor Falkirk?
—Por supuesto, señor —dijo el barbudo y se zambulló en la puerta en cuanto ésta se abrió un poco.
—Esto podrá darle una idea de la escala del problema con que he tropezado —dijo mientras se apoyaba, inquieto, en el borde de la silla que estaba frente al escritorio de Bain. No pudo mantener la mirada penetrante del Superintendente, pero lo ojeaba de costado, aparentando prestar mayor atención a la vista artificial de praderas cubiertas de gramilla y montañas azuladas a la distancia, que se proyectaba sobre la ventana detrás del escritorio del Superintendente. Le entregó la primera página de su pila de documentos, y Bain le echó un vistazo mientras seguía su interrogatorio. No era más que una tabla de cifras, tan conocidas para él como su propio nombre.
—¿Y usted, señor Falkirk, viene de uno de los Mundos Siervos?
—No, señor. No deje que mi ropa lo engañe. Tuve que empeñar mis trajes térmicos en Fenris para poder pagar la totalidad de mi pasaje y venir hasta aquí.
Total aproximado de los planetas habitados en la actualidad: 2X103.
—¿Y cuál es su profesión? Resulta evidente que usted es un hombre educado, y debe haberle ido bastante bien en algún empleo altamente especializado para llegar siquiera a considerar la posibilidad de traer su problema aquí, a Archigal.
Población humana total en la actualidad: 2.1 X 1012.
—Sí, señor. He trabajado como cosmoarqueólogo. El cuero cabelludo de Bain le picó un poco, pero decidió no rascarse. Seguía leyendo:
Total aproximado de naves estelares en servicio: 4.3 X 104.
—Entonces usted no es matemático —sugirió. Falkirk reaccionó de inmediato.
—Señor, no hay nada malo con las cifras que yo he compilado, pese a que las computadoras que ustedes tienen aquí se negaron a darme una solución racional.
Cantidad promedio de tripulantes en cada nave: 101.
Bain no podía perder más tiempo siguiendo adelante con la lectura. Empujó la tabla de cifras sobre la superficie lustrosa de su escritorio, y ésta se deslizó varias pulgadas en la dirección de Falkirk.
—Permítame que intente adivinar su problema —dijo—. Usted ha descubierto un hecho cuyas probabilidades en contra le parecen ser inconcebiblemente grandes. Usted cree, entonces, que el hecho debe investigarse. ¿Tengo razón?
Con un respeto no disimulado, Falkirk lo miró fijo.
—Exactamente, señor. Pero no se trata de un hecho común, sin que tengan nada que ver las probabilidades en contra...
Y ya había reunido suficiente firmeza de espíritu como para lanzarse de cabeza.
—¿Qué pensaría usted si le dijeran que la tripulación completa de una nave estelar ha llegado a ocupar posiciones de fantástico poder e influencia, en el lapso de muy pocos años después de haber decidido simultáneamente, todos juntos, abandonar los viajes por el espacio?
—Interesante —fue todo lo que Bain se permitió decir—. Sus dos minutos han expirado. Déme unos pocos detalles más y decidiré si le concedo el tiempo adicional que le había prometido.
—Entre ellos están el Primer Ministro de Nokomis, el Autarca de Ling, el hombre más rico de Quetzal, el sumo sacerdote de la religión del estado en Thummim...
—Una lista impresionante, sin duda —lo interrumpió Bain.
—Muy bien, Sr. Falkirk. Aceptaré su sinceridad y buenas intenciones, aun cuando no pueda estar de acuerdo con su teoría. Ahora, desde el principio y sin omitir ningún detalle, por favor —pero solamente aquellos que sean fundamentales, soy un hombre muy ocupado.
—Distamos mucho de ser los primeros habitantes inteligentes de la galaxia —dijo Falkirk—. Por eso no hay pocos temas que se ofrezcan al trabajo de investigación de los cosmoarqueólogos, aun teniendo en cuenta que no es una disciplina popular y que, por lo tanto, es bastante difícil obtener fondos para el estudio de reliquias en planetas no terrestres.
—Por ello usted quizá piense que haya sido una tontería por mi parte decidir, desde el inicio de mi carrera, que había una especie predecesora de la nuestra que quería estudiar a fondo: la que habitaba el planeta que se conoce por el nombre de Gorgon.
—De un modo superficial, no había nada que fuera especialmente notable en estas criaturas. Desde el punto de vista físico deben haber tenido mucho en común con nosotros, y por lo tanto los biólogos no se interesan mucho en ellos; y nunca llegaron a desarrollar una tecnología que les permitiera realizar viajes espaciales, y eso significó que los psicólogos siempre los hayan considerado algo tontos. Más aun, todas las reliquias disponibles de su civilización están concentradas en una pequeña isla en el hemisferio sur de Gorgon, lo cual es un buen argumento para concluir que no se trataba de una raza particularmente emprendedora.
—Por otro lado, cuando todavía estaba en la escuela secundaria, leí una vez una historia de estos seres. No puedo recordar exactamente dónde. Pero me fascinó, aun cuando no era más que una leyenda mal documentada. Según las tradiciones, la cumbre en que floreció su cultura fue una técnica dinámica entrenamiento que capacitaría, a cualquier raza similar a ellos, para usar al máximo óptimo su sistema nervioso por medio del control consciente de la facultad que nosotros denominamos "suerte". No sé cómo podía hacerse esto —probablemente desarrollando una visión intuitiva del curso más probable de los hechos en los desarrollos en gran escala. Y fue precisamente esto lo que produjo su decadencia uniformemente "suertudos", se extinguieron por aburrimiento.
—Habiendo sucedido esto por lo menos varios siglos antes que nosotros descubriéramos un sistema de propulsión interestelar, usted quizá se pregunte cómo es que la leyenda llegó a circular entre los humanos. Pues bien, según lo que yo recuerdo de esa fuente —¡cómo me gustaría poder encontrarla otra vez!— el descubridor de Gorgon fue uno de los pioneros de los viajes interestelares, un tal Morgan Wade. Morgan Gorgon, usted ve que el planeta tiene un nombre que rima con el nombre de su descubridor.
—Perdón, ésta fue una digresión. El hecho es que según la leyenda esta expedición habría encontrado una clave para comprender cuáles eran los métodos de esta raza, en las reliquias que habían dejado. Por supuesto, esto sucedió en los primeros días de la exploración espacial, hace trescientos o cuatrocientos años, y el encuentro con restos monumentales de razas extrañas no era, entonces, una circunstancia tan común como ha llegado a ser en nuestros días. De modo que Morgan Wade pasó varios meses investigando y llegó a dominar los detalles de la técnica de entrenamiento de aquella raza.
—Después volvió a su planeta y abandonó definitivamente los viajes espaciales. Volcó su interés a la adquisición de riqueza y poder, y en el curso de unos pocos años llegó a convertirse en uno de los hombres más ricos e importantes que jamás hayan vivido. Es cierto, usted podrá objetarme que podría tratarse de una simple casualidad —un capitán espacial famoso que decide convertirse en hombre de negocios tiene un buen capital, de entrada: su fama, que le permitió establecer contactos y lograr oportunidades.
—Sin embargo, creo que hay mucho más, por debajo, de lo que aparece superficialmente, y le explicaré por qué.
—Siempre había sido mi intención dedicarme al estudio definitivo de los restos gorgónidas. Durante mis primeros trabajos como cosmoarqueólogo ahorré todo cuanto pude de mi salario, con el único objetivo de financiar, algún día, una expedición independiente a Gorgon y resolver allí este... este misterio que me perseguía, de una vez para siempre.
—Me preocupaba mucho no poder llegar a realizar mi ambición, porque como usted sabe Gorgon ha estado abierto a la colonización durante el último medio siglo, y tenía la pesadilla de que algún idiota instalaba una fábrica de cemento encima de las ruinas gorgónidas. Por lo mismo, tan pronto como pude fui a Gorgon para estudiar el terreno y reservar los derechos de excavación, si conseguía conocer a algún burócrata decidido a ayudarme.
—Lo que encontré fue mucho peor que una fábrica de cemento. Ni siquiera puedo volver a pensar en aquellos días sin sentir deseos de llorar.
—Hace alrededor de ocho o nueve años una nave estelar averiada tuvo que aterrizar en Gorgon para reparar sus motores. Ingresaron al planeta en el hemisferio sur y la isla donde estaban las reliquias era el lugar más accesible para un aterrizaje forzoso. Me imagino que deben haberse enfurecido al no poder llegar a la principal base colonial, aunque en realidad eso no hubiera acortado en un día su estadía forzosa. Porque cuando hablaron por radio con el centro de gobierno del planeta, para pedirles que les enviaran una pieza fundamental que debían sustituir, resultó que no la tenían en stock y hubo que pedirla a otro sistema estelar.
—De manera que esperaron. Y yo creo que, no teniendo nada que hacer, se dedicaron a descifrar los documentos dejados por la raza extinguida. Ya había sido hecho una vez —es posible que hayan encontrado anotaciones de Morgan Wade. No sé cómo lo lograron.
—Lo que sí sé es que un mes o cinco semanas transcurrieron, y que el repuesto llegó a Gorgon y desde la base colonial se lo alcanzaron, y ellos repararon su nave y partieron.
—Pero al despegar toda la isla fue asolada por la terrible fuerza propulsora de sus motores.
—Estuve ahí. Lo vi. Es un espectro que me visita en sueños y me hace despertar en un grito de ira y frustración. No hay nada, excepto una pila de escombros calcinados sobre una plataforma de roca que sobresale apenas del mar. No fue un accidente, por ciento, aunque eso es lo que trataron de decirme en Gorgon. Afirman que las reparaciones deben haber sido mal hechas; que los ingenieros no se dieron cuenta de un desperfecto mayor que la falla que estaban reparando. Pero esto significaría que los ingenieros eran unos inútiles y eso yo no puedo creerlo. ¿Puede un hombre incompetente establecerse casi inmediatamente, en Brocken, como jefe de un ejército privado, y derrocar al gobierno del planeta para convertirse, a los pocos meses, en su virtual dictador?
¡Y eso es lo que sucedió con el ingeniero en jefe!
—Me sentía tan descorazonado por este fracaso de lo que había sido la ambición de mi vida, que mi primer pensamiento fue hacerles pagar por lo que yo consideraba un crimen imperdonable. Tenía una idea muy vaga de plantear una demanda judicial por daños y perjuicios para resarcirme, a mi y a la humanidad, por lo que habían destruido. Le dije a uno de los consejeros planetarios en Gorgon que podía conseguir un certificado de algún museo que estableciera el valor de los bienes arqueológicos arruinados. Y aunque a él no le interesaba un bledo lo de las reliquias de una raza extinguida, creo que lo convenció finalmente la perspectiva de obtener un beneficio económico que paliara las exhaustas finanzas de su planeta. De modo que consiguió que el gobierno me pagara el pasaje para viajar al último puerto donde aquella nave había recalado.
—Conseguí encontrarla. Pero también descubrí que todos los miembros de la tripulación habían hecho lo mismo que Morgan Wade después de su visita a Gorgon: habían abandonado el espacio definitivamente.
—Seguirle la pista a cada uno de ellos fue, por supuesto, más difícil y más caro. Más de una vez me sentí tentado a abandonar la empresa y contentarme con hacer hoyos en algún otro planeta, entre los restos de alguna otra raza mucho menos interesante que la gorgónida, especialmente después que el gobierno de Gorgon decidió que estaban gastando mucho dinero por una quimera y me comunicaron que no seguirían pagándome un salario. Y lo que era peor aún, el ingeniero en jefe se había convertido en dictador de Brocken, lo cual lo colocaba fuera del alcance de cualquier demanda legal privada en contra suyo. El primer oficial de la nave había conseguido introducirse en la casta sacerdotal de Thummim, lo cual le confería inmunidad legal.
—Pero aquí es donde tropecé con la increíble coincidencia. Desafiaba todo cálculo de probabilidades que esta tripulación, todos de la misma nave, ninguno de los cuales había demostrado hasta el momento poseer talentos especiales, se convirtieran del día a la mañana en grandes líderes. Dejó de preocuparme, entonces, obtener una satisfacción por el daño que deliberadamente habían ocasionado a las ruinas de Gorgon, y comencé a preocuparme gravemente por el impacto que estos individuos podían llegar a hacer sobre la raza humana. Si habían conseguido llegar a ser los amos de planetas enteros en dos o tres años desde el momento en que descubrieron los secretos gorgónidas, ¿qué podía esperarse de ellos? Conquistarían la galaxia, por separado o en conjunto, en un proceso que podría llegar a ser demasiado doloroso para nosotros, pobres víctimas privadas de su misteriosa sabiduría.
—Gasté todo lo que había ahorrado para financiar mi estudio en Gorgon. Agoté lo que había acumulado al cobrar el resto de mis gastos por cuenta del gobierno de Gorgon. Quebré pagando pasajes interestelares, obtuve crédito por puro coraje, lo agoté y seguí mi búsqueda, en algún otro planeta, al margen de la ley. Creo que en tres planetas, por lo menos, la policía me busca por deudas impagas. Pero no me importa. Lo que sí me importa es que por fin he conseguido traer mi descubrimiento a alguien que puede actuar contra estos —estos explotadores de la humanidad común y corriente.
Bain rezongó.
—Ya me doy cuenta. Usted ha hecho una lista de estos exmarinos espaciales, ¿no es cierto?
—Sí, tengo todos los detalles de sus carreras recientes, aquí, y todo lo que pude encontrar sobre sus vidas anteriores. Parecerían tener la intención de cubrir sus pistas, es decir, de manera deliberada están destruyendo todos los registros en donde aparecían sus nombres...
Bain hizo castañear sus dedos con impaciencia.
—No pierda el tiempo hablando de eso. Déjeme que yo mismo lea.
—Lo lamento —dijo Falkirk humildemente, y le alcanzó el resto de su grueso montón de papeles.
Después de haber permanecido en silencio mirando cómo el otro leía por todo un medio minuto, no pudo contenerse más y seguir esperando.
—Muy bien, Sr. Bain, ¿qué piensa usted?
—Pienso que es una lástima que usted no haya recibido una educación matemática completa —murmuró Bain, volviendo la última página llena de números de la pila que tenía delante suyo.
—¿Qué? ¡Pero...!
—Sr. Falkirk —dijo Bain con gran deliberación—, usted ha sometido estos datos al análisis de nuestras computadoras, ¿no es cierto?
—Sí. —La voz de Falkirk descendió casi al nivel de un susurro—. Pero estoy seguro que alguien manipuló la computadora antes que yo llegara. Porque los resultados que obtuve fueron ridículos.
—Un momento. —Bain levantó una mano—. Usted esperaba, me imagino, que las computadoras le dieran como resultado un índice de probabilidad astronómicamente bajo; con tales cifras usted hubiera podido venir a mi con una prueba que apoyaría, o eso creyó, la realidad de los secretos que se descubrieron en Gorgon. ¿No es así?
—Sí, es eso, sí.
—Ahora, aquí tenemos las probabilidades que calcularon las computadoras —continuó Bain, imperturbable—. Por supuesto, al usar los bancos de información computarizada sin paralelos en la galaxia que tenemos aquí en Archigal, el análisis es mucho más concienzudo del que cualquier persona individualmente hubiera podido hacer sin la ayuda de un mecanismo tan perfeccionado como el nuestro. Esto, Sr. Falkirk, sin que signifique dejar de admirar su propia capacidad. Veo que el cálculo final le da una probabilidad de 402.962 sobre 861.304, o sea alrededor de ocho decisieteavos.
—Sí —Falkirk desbordaba de excitación—. Y eso es evidentemente absurdo, porque...
—¡Por favor! —dijo Bain con tono cortante—. Sr. Falkirk, ¿cuál es su planeta de origen?
—Vengo de Isis, pero no veo qué...
—Ya verá. En Isis, si la memoria no me engaña, todavía mantienen la antigua tradición de celebrar los cumpleaños, ¿no es cierto?
—Así es, usted tiene razón, pero...
—Incluyendo el Día Anual, hay 365 días en un año estandarizado. Suponga que tiene 24 personas en una habitación: ¿cuáles son las probabilidades de que dos de ellas o más cumplan sus años en el mismo día?
Falkirk se llevó la mano a la frente. Si Bain no hubiera sido el Super Archigal no hubiera perdido tiempo en resolver ese problema tan tonto. Con gran esfuerzo masculló.
—Oh... veinticuatro, dos doceavos... quizá treinta y seis, tres doceavos por diez... dos de cada treinta... Alrededor de quince a una.
Bain sacudió su cabeza lentamente.
—Es una lástima que usted no haya estudiado matemáticas. Las probabilidades en realidad son de 27 contra 50, apenas mejor que 1 a 1.
—No puede ser —dijo Falkirk mirando fijo en el vacío—. Si hay 365 días en un año...
—Hay una probabilidad en 365 de que el cumpleaños de una persona dada coincida con el de otra. Por cada persona que agregamos las probabilidades se reducen en uno; cuando junta 24 personas, la reducción ha llegado a los 342. Multiplique ahora todas sus fracciones juntas: 364 sobre 365, 363 sobre 365, y de este modo hasta llegar a 342, y saque el resultado. Cuando lo haga se dará cuenta de que la próxima persona que usted incluya tendrá unas 23 probabilidades sobre 50 de no celebrar su cumpleaños en una de las fechas ya anotadas. Lo lamento, pero es así. ¿Ya usted le parece del mismo modo extraordinario que teniendo en cuenta toda la población de la galaxia diez hombres demuestran ser de manera repentina y simultánea, grandes estadistas, líderes, magos de los negocios...? Pero su impresión se debe a que está trabajando sobre una estimación intuitiva, una suposición sin valor científico. Si examinamos racionalmente la situación... las computadoras lo han contradecido.
—¿Pero cómo? —preguntó Falkirk—. ¿Cómo puede ser que los resultados sean estos?
Bain suspiró.
—Mire, Sr. Falkirk, supóngase que usted llama un taxi y viene el taxi con el número de licencia 1. Usted dirá, ¡qué cosa curiosa! ¡qué extraordinario! Pero su sorpresa no tiene sentido. Era una certeza de alto nivel de probabilidad que ese taxi se le presentaría —excluyendo la posibilidad de que el taxi estuviera descompuesto, etc. Precisamente del mismo modo, cuando usted trabaja en su problema, no debe considerar solamente factores como la población galáctica y el número de naves espaciales. Tiene que tener en cuenta los factores compensadores que se le oponen, como por ejemplo que en cualquier momento puede haber un ciento por ciento de probabilidades de que alguien llegue a ser la persona más importante en cada uno de nuestros dos mil planetas. ¿Puede ser más sorprendente que alguien haya llegado a ser dictador de Brocken, siendo un ex marino espacial, a que yo, por ejemplo, de entre los dos por diez a la doceava seres vivientes en la galaxia, haya llegado a ocupar esta silla?
—Sí, pero todos los miembros de la tripulación...
La duda ya se estaba apoderando de la voz de Falkirk. Sintiendo que estaba logrando convencerlo, Bain se agachó hacia adelante para concluir su obra.
—Sr. Falkirk, usted me cae simpático. Reconozco su sinceridad... sin ello no le hubiera podido conceder tanto tiempo en esta entrevista. Usted sabe que cada minuto mío es tremendamente caro. Pero créame. Usted ha caído en una trampa muy elemental, que debe tener por lo menos mil años desde que se la descubrió.
—¿Y qué voy a hacer?
—Si quiere que le dé un consejo, olvídese de toda esta obsesión suya y vuelva a la cosmoarqueología. Hay demasiado pocos hombres de alto nivel en ese campo como para que desperdiciemos uno capaz de su persistencia y entusiasmo —y quién sabe... quizá llegue a descubrir alguna vez algo tan interesante como esos "secretos" gorgónidas. Pero con un poco más de... substancia.
—Sí. Pero no tengo dinero, y ya le dije que en varios planetas me buscan por deudas.
—Sr. Falkirk —dijo con frialdad—. Mucho me temo que ese es un problema que usted mismo se ha ocasionado. No puede esperar que yo me ocupe de arreglarle sus líos personales. Ahora, si usted quisiera disculparme, tengo mucho trabajo para hacer.
Con la cabeza inclinada, moviéndose como un hombre que acaba de despertarse de una pesadilla, Falkirk se levantó de mala gana y sin molestarse en recoger el montón de documentos en que había basado su creencia en el peligro inminente que amenazaba a la raza humana. Bain los recogió y una vez más su boca esbozó una sonrisa.
—Señor, el modo en que enfrentó a Falkirk fue magnífico —susurró Ivor a través del intercomunicador—. Salió mansito como un cordero.
—Ah, sí. Quería decirle algo sobre este incidente, Ivor. Usted tendría que haber razonado con él, fue un error tratar de echarlo. Sus intenciones eran correctas, y si hubiera sido capaz de pensar con un poco más de claridad hasta quizá hubiera habido que concederle parte de su argumento. Ahora, cállese la boca y que nadie me moleste hasta que yo no lo autorice.
—Sí, señor —tartamudeó Ivor, y el intercomunicador quedó en silencio.
En realidad, Falkirk no había percibido el único punto válido de su argumento. Apretó un botón que lo conectaba con el control central de computaciones, y emitió varias órdenes bien sucintas.
—Consígame toda la información disponible sobre las siguientes personas... el nuevo dictador de Brocken; el sumo sacerdote de Thummim; el Autarca de Ling; el Premier de Nokomis...
Les estaba yendo bastante bien, considerando las circunstancias. Pero nunca les iría mejor, porque las probabilidades en contra de ellos eran demasiado altas. Una en diez, para ser exactos. Probabilidades en contra insuperables, cuando se incluía en el cálculo el factor crucial que representaba el control de Archigal.
—La información es bastante extensa, Superintendente —dijo la máquina con un dejo de protesta mecánica—. Llevará unos cinco minutos imprimirla en su totalidad.
—Puedo esperar —gruñó Bain. Miró su propia oficina, absorbiendo el aura de poder que se respiraba en ella. Sí. Había estado en lo cierto desde el principio. Se había dado cuenta, aun antes de dejar Gorgon, que en Archigal estaba la llave para toda la Galaxia. Le había llevado bastante tiempo llegar hasta aquí, pero eso no importaba. Entre otros de los logros de la raza que había dominado Gorgon en una época, estaba la posibilidad de maximizar el lapso de vida de cada individuo por medio del control mental de las probabilidades.
Y él no había hecho nada tan brutal como destruir las reliquias de una civilización extinta... tal acción, por lo desatinada, había sido tan conspicua que hasta un idiota como Falkirk había estado casi a punto de descubrir su verdadera motivación.
Aunque, como era inevitable, había traído su descubrimiento a la persona que, como nadie en el universo, estaba en condiciones de disolver sus argumentos...
Bain tironeó sus labios. Durante dos siglos había tenido miedo que alguien lo relacionara con Morgan Wade. Por fin, había sucedido, y aquí estaba, indemne después de la prueba. En verdad debieron haber sido criaturas maravillosas, estos gorgónidas. Quizá le llevara todavía otro siglo más hasta llegar a acostumbrarse a las cosas que había aprendido de ellos.
Fin