LA BÓVEDA DE LA BESTIA (Alfred E. Van Vogt)
Publicado en
septiembre 04, 2017
El tema del monstruo fue el primero tocado por A. E. van Vogt y el que le dio sus primeros éxitos. Este cuento, el primogénito de su producción, trata, evidentemente, de un «monstruo», y contiene una trama realmente original, aunque no fuera apreciada así —al principio— por los editores, que se lo devolvieron sin publicar; aunque luego apareciera en numerosas antologías, como ejemplo del ser sin forma que puede transformarse en lo que quiera.
El ser se arrastraba. Gemía de dolor y miedo. Informe, indefinido, y sin embargo cambiando de forma y tamaño con cada movimiento convulsivo, se arrastraba a lo largo del corredor del carguero espacial, luchando con su terrible ansia de tomar la forma de lo que lo rodeaba. Una mancha grisácea de materia en desintegración, que se arrastraba y caía en cascada, que rodaba, fluía y se disolvía, siendo cada uno de sus movimientos una agonía de lucha contra la anormal necesidad de convertirse en una forma estable. ¡Cualquier forma!
El duro y gélido metal azulado de la pared del carguero con destino a la Tierra, o el grueso y elástico suelo. Contra el suelo era fácil luchar. No era como el metal, que atraía y atraía. Sería fácil transformarse en metal para toda la eternidad.
Pero algo lo impedía. Un propósito implantado. Un propósito que tamborileaba en cada molécula, que vibraba de célula a célula con una intensidad que no variaba, que era como un dolor muy especial: hallar a la mayor mente matemática del sistema solar, y llevarla a la bóveda del metal definitivo marciana. El Grande debía ser liberado. ¡La cerradura de tiempo de números primos debía ser abierta!
Este era el propósito que apremiaba a sus elementos. Este era el pensamiento que había sido grabado en su consciencia fundamental por las grandes y malvadas mentes que lo habían creado.
Hubo un movimiento en el extremo más lejano del corredor. Se abrió una puerta. Sonaron pasos. Un hombre que caminaba silbando. Con un siseo metálico, casi un suspiro, el ser se disolvió, pareciendo momentáneamente como mercurio diluido. Luego se volvió de color marrón como el suelo. Se convirtió en parte del suelo, una extensión de goma marrón obscuro, algo más gruesa que el resto, de varios metros de largo.
Era un verdadero éxtasis el yacer allí, simplemente quedar plano y tener forma, y estar casi tan muerto que no notaba dolor. La muerte era dulce y deseable. Y la vida un insoportable tormento. ¡Si pasase rápidamente la vida que se acercaba! Si la vida se detenía, le obligaría a tomar forma. La vida podía lograrlo. La vida era más fuerte que el metal. La vida que se aproximaba representaba tortura, lucha, dolor.
El ser tensó su grotesco cuerpo, ahora plano, el cuerpo que podía hacer surgir unos músculos de acero, y esperó la lucha a muerte.
El espacionauta Parelli silbaba alegremente mientras caminaba a lo largo del brillante corredor que surgía de la sala de máquinas. Acababa de recibir un telegrama del hospital. Su mujer estaba bien, y era un chico. Tres kilos doscientos, según decía el radio. Suprimió un deseo de gritar y bailar. Un chico. Desde luego, la vida era hermosa.
El sur del suelo notó dolor. Un dolor primigenio que se infiltraba por sus elementos como un ácido ardiente. El suelo marrón se estremeció en cada una de sus moléculas mientras Parelli caminaba sobre él. Sentía la tremenda ansiedad de dirigirse hacia él, de tomar su forma. El ser luchó contra este deseo, luchó con terror, y lo hizo más conscientemente ahora que podía pensar con el cerebro de Parelli. Un pliegue del suelo rodó hacia el hombre.
El luchar no servía de nada. El pliegue se convirtió en una masa que momentáneamente pareció transformarse en una cabeza humana. Una pesadilla gris de forma demoníaca. El ser siseó metálicamente, aterrorizado, y luego se desplomó palpitando con miedo, dolor y odio, mientras Parelli pasaba rápidamente... demasiado rápidamente para su reptante caminar. El débil sonido murió. La cosa se disolvió en el suelo marrón, y yació inmóvil, y sin embargo estremeciéndose por su incontrolable ansia de vivir... vivir a pesar del dolor, a pesar del terror. Vivir y llevar a cabo la misión de sus creadores.
Diez metros más allá, en el corredor, Parelli se detuvo. Apartó de su mente los pensamientos de su esposa y su hijo. Giró sobre sus talones, y miró incierto a lo largo del pasadizo que salía de la sala de máquinas.
— ¿Qué infiernos fue eso? —se preguntó en voz alta.
Un extraño, débil pero realmente horrible sonido estaba creando ecos en su consciencia. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¡Que sonido tan demoníaco!
Se quedó quieto. Era un hombre alto y de magnífica musculatura, desnudo de cintura para arriba, y estaba sudando por el calor generado por los cohetes, que deceleraban la nave tras su meteórica salida de Marte. Estremeciéndose, apretó los puños y caminó lentamente de vuelta por donde había venido.
El ser latió con la fuerza de la atracción que sentía, un tormento que perforaba cada una de sus inquietas y agitadas células. Lentamente se dio cuenta de la inevitable e irresistible necesidad de tomar la forma de la vida.
Parelli se detuvo incierto. El suelo se movía bajo él, y ante sus incrédulos ojos se alzó visiblemente una oleada, marrón y horrible, que creció hasta formar una masa bulbosa, viscosa y seseante. Una blasfema cabeza demoníaca se alzó sobre deformes hombros semihumanos. Unas huesudas manos que remataban malformados brazos, parecidos a los de un mono, le arañaron el rostro con ciega ira, cambiando a la vez que le atacaban.
— ¡Buen Dios! —aulló Parelli.
Las manos, los brazos que lo asían, se hicieron más normales, más humanos, marrones, musculosos. El rostro asumió facciones familiares, le apareció una nariz, ojos, la línea rojiza de una boca. De pronto, el cuerpo fue el suyo, incluso con sus pantalones, hasta con su sudor.
— ¡...Dios! —hizo eco su imagen, y le palpó con dedos blanquecinos y una fuerza increíble.
Jadeando, Parelli luchó por liberarse, y luego lanzó un tremendo golpe directamente contra el distorsionado rostro. La cosa emitió un alarido. Se dio la vuelta y corrió, disolviéndose mientras corría, luchando contra la disolución, emitiendo gritos semihumanos. Parelli la persiguió, con rodillas temblorosas y debilitadas por el asombro y la pura incredulidad. Extendió una mano, y tiró de los pantalones que se desintegraban. Le quedó un trozo en la mano, una masa fría, viscosa, y que se agitaba, que tenía el aspecto de arcilla húmeda.
El tacto fue demasiado para él. Notando como se le revolvía el estómago, vaciló en su carrera. Oyó al piloto gritar desde proa:
— ¿Qué sucede?
Parelli vio la puerta abierta de la bodega. Con un jadeo, se abalanzó por ella, y salió un momento más tarde con una atomopistola en la mano. Vio al piloto que estaba mirando con ojos muy abiertos, la cara pálida, el cuerpo rígido, frente a una de las ventanas.
— ¡Ahí está! —gritó el hombre.
Una masa gris estaba disolviéndose en el borde del cristal, convirtiéndose en cristal. Parelli se abalanzó hacia adelante, empuñando la atomopistola. Una oleada recorrió el cristal, obscureciéndolo, y luego, por un instante, pudo atisbar una masa que emergía al frío del espacio por el otro lado de la ventana. El oficial llegó junto a él. Ambos contemplaron cómo la grisácea e informe masa se arrastraba hasta perderse de vista a lo largo del costado de la nave de carga.
Parelli se recuperó con un estremecimiento.
— ¡Tengo un trozo de esa cosa! —jadeó—. ¡Lo tiré al suelo de la bodega!
Fue el teniente Morton quien lo halló. Una pequeña sección del suelo se alzó, y luego creció hasta tomar un tamaño extraordinariamente grande, mientras intentaba expandirse hasta alcanzar la forma humana. Parelli, con ojos alocados y distorsionados, la alzó con una pala. Siseó. Casi se convirtió en parte del metal de la pala, pero no pudo hacerlo porque Parelli estaba demasiado cerca. Éste se tambaleó llevándola, siguiendo a su superior. Decía histéricamente:
—La toqué —y repetía—: La toqué.
Una gran sección del metal del casco del carguero espacial se estremeció, adquiriendo una torpe vida, mientras la nave entraba en la atmósfera de la Tierra. Las paredes metálicas del carguero se tornaron rojas, y luego de un rojo blanco, pero el ser, incólume, continuó su lenta transformación en una masa gris. De una forma vaga se daba cuenta de que era hora de actuar.
Repentinamente, se halló flotando libre de la nave, cayendo lenta y pesadamente, como si de algún modo la gravitación de la Tierra no tuviera acción sobre él. Una mínima distorsión en el interior de sus átomos hizo que fuera cayendo con mayor rapidez, como si de alguna extraña forma hubiera pasado a estar más sujeto a la gravitación. Bajo él, la Tierra se veía verde, y en la lejana distancia una ciudad reverberaba al Sol poniente. La cosa disminuyó su velocidad y flotó como una hoja que cae llevada por la brisa hacia la aún lejana superficie. Cayó junto a un puente situado sobre un arroyo en las afueras de la ciudad.
Un hombre caminaba sobre el puente con pasos rápidos y nerviosos. Si hubiera mirado hacia atrás, se hubiera asombrado al ver cómo una réplica de sí mismo subía de la cuneta hasta el camino y comenzaba a caminar rápidamente tras él.
¡Encuentre al mayor matemático!
Una hora más tarde; el dolor de aquel pensamiento era un embotamiento, dolor continuo en el cerebro de la criatura, como paseando por una calle atestada. El dolor del enfrentamiento, el esfuerzo de empujar, metiendo prisa a la masa humana que se aglomeraba a través de la no vista de sus ojos.
¡Encuentre al... matemático!
— ¿Por qué? —preguntó el cerebro humano de la cosa. Y el cuerpo entero se estremeció por el shock de una pregunta tan herética. Los ojos marrones corrieron asustados de un lado para otro, como esperando un castigo instantáneo y terrible. El rostro se disolvió un poco en aquel breve momento de caos mental, y se transformó sucesivamente en el del hombre de nariz aguileña que pasó junto a él, y en el moreno rostro de la mujer alta que miraba el escaparate de una tienda.
El proceso hubiera proseguido, pero el ser arrancó a su mente del miedo, y luchó para reajustar su rostro, haciéndolo igual al de un bien afeitado joven que salió caminando despreocupadamente de una calle lateral. El joven le miró, apartó la vista, y luego volvió a mirarle asombrado. El ser se hizo eco del pensamiento que se formaba en el cerebro del joven: « ¿Quién diablos es ése? ¿Dónde diablos he visto esa cara?» Media docena de mujeres se aproximaron en grupo. El ser se echó a un lado mientras pasaban. Su traje marrón tomó una tonalidad azul, el color del traje más cercano, cuando momentáneamente perdió el control de sus células externas. Su mente zumbaba con el charloteo acerca de trapos y:
—Cariño, ¿no te pareció horrible con ese feo sombrero?
Delante había una sólida masa de gigantescos edificios. La cosa agitó conscientemente su cabeza humana. Tantos edificios significaban metal; y las fuerzas que mantenían sólido el metal tirarían y tirarían de su forma humana. El ser comprendió la razón de esto con la comprensión de un hombrecillo de traje obscuro que pasaba junto a él, adormecido. El hombrecillo era una oficinista; el ser captó este pensamiento. Estaba pensando con envidia en su jefe, que era Jim Brender, de la firma comercial J. P. Brender y Compañía.
Las implicaciones de este pensamiento hicieron que el ser se volviera abruptamente y siguiera a Lawrence Pearson, contable. Si los transeúntes se hubieran fijado en él se hubieran sentido asombrados, al cabo de un momento, al ver a dos Lawrence Pearson caminando calle abajo, uno a unos quince metros tras el otro. El segundo Lawrence Pearson había averiguado en la mente del primero que Jim Brender era un graduado por Harvard en matemáticas, finanzas y economía política, el último de una larga dinastía de genios financieros, que tenía treinta años de edad y era el director de la enormemente rica firma J. P. Brender & Co..
—Yo también tengo treinta años —hicieron eco los pensamiento de Pearson en la mente del ser— y no tengo nada. Brender lo tiene todo... todo, mientras que lo único a lo que puedo aspirar yo es a la misma vieja casa de huéspedes hasta el fin de mis días.
Estaba obscureciendo mientras ambos cruzaban el río. El ser apresuró el paso, adelantándose agresivamente. En el último instante, algún atisbo de su terrible objetivo se comunicó a la víctima. El hombrecillo se volvió, y lanzó un débil gemido mientras aquellos dedos de músculos de acero apretaban su garganta, con un terrible chasquido. El cerebro del ser se obscureció y tambaleó mientras moría el de Lawrence Pearson. Jadeando, luchando contra la disolución, recuperó finalmente el control de sí mismo. Con un único movimiento, tomó el cadáver y lo lanzó por encima de la barandilla de cemento. Hubo un chapoteo abajo, y luego un sonido de agua gorgoteando.
La cosa que ahora era Lawrence Pearson caminó apresuradamente, y luego con más lentitud, hasta que llegó a una grande y destartalada casa de ladrillo. Miró ansioso el número, sintiéndose repentinamente inseguro de recordar correctamente. Con dudas, abrió la puerta. Surgió un haz de luz amarilla, y en los sensibles oídos de la cosa vibraron risas. Había el mismo zumbido de muchos pensamientos y muchos cerebros que en la calle. El ser luchó contra la avalancha de pensamientos que amenazaba inundar la mente de Lawrence Pearson. Se encontró en un grande e iluminado vestíbulo, que daba a una sala en donde una docena de personas estaban sentadas alrededor de una mesa de comedor.
—-Oh, es usted, señor Pearson —dijo la casera desde la cabecera de la mesa. Tenía una nariz puntiaguda y boca delgada, y el ser la contempló intensamente por un breve espacio de tiempo. Le había llegado un pensamiento de su mente: tenía un hijo que era profesor de matemáticas en una escuela. El ser se alzó de hombros. Con una sola mirada había averiguado la verdad. El hijo de la mujer era tan poco intelectual como su madre—. Llega usted a tiempo —le dijo ella, tranquilamente—. Sarah, trae el plato del señor Pearson.
—Gracias, pero no tengo apetito —replicó el ser; y su cerebro humano vibró con la primera risa silenciosa e irónica que jamás había sentido—. Creo que me iré a acostar.
Durante toda la noche yació en la cama de Lawrence Pearson, con los ojos brillantes, alerta, dándose cada vez más cuenta de su propia realidad. Pensó: «Soy una máquina, sin cerebro propio. Uso el cerebro de otra gente. Pero, de alguna manera, mis creadores hicieron posible que sea algo más que un simple eco. Uso los cerebros de la gente para llevar a cabo mi misión.»
Pensó en esos creadores, y notó cómo un pánico se extendía por su parte no humana, obscureciendo su mente humana. Tenía un vago recuerdo fisiológico de un dolor y de una desgarradora acción química que le resultaba aterrador.
El ser se alzó al amanecer, y caminó por las calles hasta las nueve y media. A esa hora, se aproximó a la imponente entrada de mármol de la J. P. Brender & Co. Una vez dentro, se hundió en el confortable sillón con las iniciales L. P., y comenzó penosamente a trabajar en los libros que Lawrence Pearson había abandonado la noche anterior. A las diez, un alto joven de traje obscuro entró en el vestíbulo y caminó rápidamente ante las hileras de oficinas. Sonrió con tranquila confianza hacia todas partes. La cosa no necesitó del coro de «Buenos días, señor Brender» para saber que había llegado su presa. Se alzó con un suave y grácil movimiento que hubiera sido imposible para el verdadero Lawrence Pearson, y caminó rápidamente hacia el lavabo. Un momento más tarde, la imagen de Jim Brender surgió de la puerta y caminó con tranquila confianza hacia la puerta de la oficina privada a la que Jim Brender había entrado unos momentos antes. El ser llamó a la puerta, entró... y se dio cuenta simultáneamente de tres cosas: primero, había hallado la mente por la que le habían enviado; segundo, su mente-espejo era incapaz de imitar las más finas sutilidades del agudo cerebro del joven que lo contemplaba con asombrados ojos de color gris; y tercero, se percató del gran bajorrelieve metálico que colgaba de la pared.
Con un shock que casi le trajo el caos, notó el tirón de aquel metal. Y con un relámpago de comprensión supo que era el metal definitivo, producto de las finas artes de los antiguos marcianos, cuyas ciudades metálicas, cargadas de tesoros de mobiliario, arte y maquinaría, estaban siendo lentamente extraídas por emprendedores seres humanos de debajo de las arenas en las que habían estado enterradas durante treinta o cincuenta millones de años. ¡El metal definitivo! El metal que ningún calor podía ni siquiera calentar, que ningún diamante o cualquier otro aparato de corte podía rascar, que jamás podría ser duplicado por los seres humanos, y que era tan misterioso como la fuerza seis que los marcianos obtenían aparentemente de la nada.
Todos estos pensamientos se acumularon en la mente del ser, mientras exploraba las células de memoria de Jim Brender. Con un esfuerzo, la cosa apartó su mente del metal y clavó su mirada en Jim Brender. Captó la totalidad del asombro que llenaba su mente mientras se alzaba.
—Buen Dios —dijo Jim Brender—. ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Jim Brender —dijo la cosa, consciente de su hosca diversión, y consciente también de que representaba un progreso para él el ser capaz de sentir una tal emoción.
El verdadero Jim Brender se había recuperado.
—Siéntese, siéntese —dijo efusivamente—. Esta es la coincidencia más asombrosa que jamás haya visto.
Fue hacia el espejo que formaba un panel de la pared izquierda. Se miró primero a sí mismo, y luego al ser.
—Asombroso —dijo—. Absolutamente asombroso.
—Señor Brender —dijo el ser—, vi su foto en un periódico, y pensé que nuestra increíble semejanza haría que usted me escuchase, cuando de lo contrario ni me prestaría atención. Acabo de regresar recientemente de Marte, y he venido aquí para persuadirle a que vuelva a ese planeta conmigo.
—Eso —respondió Jim Brender— es imposible.
—Espere —dijo el ser— a que le haya dicho el motivo. ¿Ha oído hablar usted alguna vez de la Torre de la Bestia?
— ¡La Torre de la Bestia! —repitió lentamente Jim Brender. Rodeó su escritorio y apretó un botón.
Una voz que surgía de una ornamentada caja dijo:
— ¿Sí, señor Brender?
—Dave, búscame todos los datos sobre la Torre de la Bestia y la legendaria ciudad de Li en la que se supone que existe.
—No necesito buscarlo —-llegó la rápida respuesta—, La mayor parte de los relatos marcianos se refieren a ella como la bestia que cayó del cielo cuando Marte era joven... Hay alguna terrible advertencia asociada a ella... La Bestia estaba inconsciente cuando fue hallada... se dice que a consecuencia de su caída por el subespacio. Los marcianos leyeron su mente, y se sintieron tan horrorizados por sus intenciones subconscientes que trataron de matarla, pero no pudieron. Así que construyeron una enorme bóveda, de medio kilómetro de diámetro y kilómetro y medio de alto, en la que encerraron a la Bestia, que al parecer tenía esas dimensiones. Se han llevado a cabo diversos intentos de hallar la ciudad de Li, pero sin éxito alguno. Generalmente, se cree que se trata de un mito. Eso es todo, Jim.
— ¡Gracias! —Jira Brender cortó la conexión y se volvió hacia su visita-—. ¿Y bien?
—No es ningún mito. Sé dónde está la Torre de la Bestia, Y también sé que la Bestia está viva.
—Mire una cosa —dijo Brender de buen humor—. Me intriga su parecido conmigo. Pero no espere que me crea esta historia. La Bestia, si es que existió tal cosa, cayó del cielo cuando Marte era joven. Hay algunos expertos que mantienen que la raza marciana se extinguió hace un centenal de millones de años, aunque los cálculos más conservadores sitúan su fin hace veinticinco millones de años. Los únicos artefactos que restan de su civilización son sus construcciones en metal definitivo. Afortunadamente, cuando se acercaba su declive, lo construían casi todo con ese metal indestructible.
—Déjeme hablarle de la Torre de la Bestia —dijo suavemente la cosa—. Es una torre tamaño gigantesco, pero sólo una treintena de metros surgían de la arena cuando la vi. Toda la parte superior es una puerta, y esa puerta está cerrada por una cerradura de tiempo, que a su vez ha sido ligada a lo largo de una línea de ieis al último número primo.
Jim Brender le miró; y la cosa captó su pensamiento asombrado, la primera incertidumbre y el inicio de una credulidad.
—El último —dijo Brender.
Tomó un libro de una pequeña biblioteca situada en la pared junto a su escritorio y lo hojeó.
—El número primo mayor que se conoce es... ah, aquí está: es 23058430092139351. Otros, según este experto, son los 77843839397, 182521213001 y 78875943472201 —frunció aún más el ceño—. Esto hace que todo este asunto resulte ridículo. El último número primo sería un número indefinido —sonrió a la cosa—. Si hay una Bestia, y está encerrada en una bóveda de metal definitivo, cuya puerta está cerrada por una cerradura de tiempo, ligada a lo largo de una línea de ieis al último número primo... entonces, la Bestia está atrapada. Nada en el mundo puede liberarla.
—-Por el contrario —dijo el ser—, la Bestia me ha asegurado que la resolución del problema cae dentro de las capacidades de las matemáticas humanas, pero que se necesita una mente matemática nata, equipada con todo el entrenamiento matemático que pueda proporcionar la ciencia terrestre. Usted es ese hombre.
— ¿Y espera que libere a ese ser malvado... y eso en el caso de que pudiera realizar ese milagro matemático?
— ¡Nada de malvado! —estalló la cosa—. El ridículo miedo a lo desconocido fue lo que hizo que los marcianos lo aprisionaran, causándole un grave daño. La Bestia es un científico de otro espacio, accidentalmente atrapado en uno de sus experimentos. Y la nombro en masculino, aunque, naturalmente, no sé si su raza tiene una diferenciación sexual.
— ¿Ha hablado con la Bestia?
—Se comunicó conmigo por telepatía.
—Se ha demostrado que los pensamientos no pueden atravesar el metal definitivo.
— ¿Qué es lo que saben los humanos de la telepatía? Ni siquiera pueden comunicarse uno con otro, excepto bajo condiciones especiales —el ser hablaba despectivamente.
—Eso es cierto. Y, si su historia es verdadera, entonces este es un asunto que compite al Consejo.
—Éste es un asunto que compite a dos hombres: a usted y a mí, ¿Ha olvidado que la Bóveda de la Bestia es la torre central de la gran ciudad de Li, en la que hay miles de millones de créditos en un tesoro de mobiliario, arte y maquinaria? La Bestia exige que se la libere de su prisión antes de permitir que nadie excave en sus tesoros. Usted puede liberarla. Podernos repartirnos el tesoro.
—Deje que le haga una pregunta —intervino Jim Brender—. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—P... Pierce Lawrence —tartamudeó la criatura. Por el momento, no podía pensar en una mayor variación del nombre de su primera víctima que invertir las dos palabras con un ligero cambio en el Pearson. Sus pensamientos se obscurecieron con la confusión cuando Brender prosiguió:
— ¿En qué nave vino usted de Marte?
—En... en la F4961 —tartamudeó caóticamente la cosa, mientras la furia aumentaba la confusión de su mente. Luchó por controlarse, notó que cedía, y repentinamente sintió el tirón del metal definitivo del bajorrelieve de la pared, y supo por ese tirón que estaba peligrosamente cerca de la disolución.
—Eso debe ser un carguero —dijo Jim Brender; apretó un botón—. Carltons, averigüe si la F4961 llevaba a bordo un pasajero llamado Pierce Lawrence. ¿Cuánto tiempo le llevará?
—Unos minutos, señor.
Jim Brender se recostó en su sillón.
—Es una simple formalidad. Si usted viajó en esa nave, entonces me veré obligado a prestar una seria atención a sus afirmaciones. Naturalmente, podrá comprender usted que no me es posible intervenir en un asunto como éste a ciegas.
Sonó el zumbador.
— ¿Sí? —dijo Jim Brender.
—Sólo los dos miembros de la tripulación estaban a bordo de la F496I cuando aterrizó ayer. No había ningún pasajero llamado Pierce Lawrence.
—Gracias —Jim Brender se puso en pie; dijo fríamente—: Adiós, señor Lawrence, No logro imaginarme qué era lo que esperaba ganar con esa ridícula historia. Sin embargo, ha sido muy intrigante y, desde luego, el problema que me presentaba era muy ingenioso.
El zumbador sonaba de nuevo,
— ¿Qué sucede?
—El señor Gorson quiere verle.
—-Muy bien. Háganle entrar.
Ahora, la cosa tenía más control de su cerebro, y vio en la mente de Brender que Gorson era un magnate de las finanzas cuyo negocio era comparable a la firma de Brender. Vio también otras cosas, cosas que le hicieron salir de la oficina privada, del edificio, y esperar pacientemente hasta que el señor Gorson salió por la imponente entrada. Unos minutos más tarde había dos señores Gorson caminando por la calle. El señor Gorson era un vigoroso hombre de unos cincuenta años. Había vivido una vida sana y activa, y tenía duros recuerdos de muchos climas y varios planetas almacenados en su mente. La cosa captó lo alerta que estaban los sentidos de aquel hombre, y lo siguió cuidadosamente, con respeto, no muy decidida sobre la forma de actuar. Pensó: «he mejorado mucho desde la vida primitiva que no podía mantener su forma. Mis creadores, al diseñarme, me dieron la capacidad de aprender y desarrollarme. Me es más fácil luchar contra la disolución, y ser un humano. AI enfrentarme con este hombre, debo recordar que mi fuerza es invencible cuando la empleo correctamente».
Con extremo cuidado, exploró en la mente de su proyectada víctima la ruta exacta de su paseo hasta su oficina. En su mente estaba grabada claramente la imagen de la entrada de un gran edificio. Luego, un largo corredor de mármol que llevaba a un ascensor que lo subía al octavo piso, saliendo a un corto pasillo con dos puertas. Una puerta daba a la entrada privada de su oficina. La otra a un almacén usado por las mujeres de la limpieza. Gorson había mirado al interior de ese lugar en varias ocasiones, y entre otras cosas, en su mente había el recuerdo de un gran baúl.
La cosa esperó en el almacén hasta que Gorson pasó, sin sospechar nada, junto a la puerta. Ésta chirrió. Gorson se volvió, abriendo mucho los ojos. No tuvo oportunidad alguna. Un puño de sólido acero aplastó su rostro, convirtiéndolo en pulpa, hundiendo sus huesos en el cerebro. Esta vez, el ser no cometió el error de mantener su mente sintonizada con la de su víctima. Lo atrapó mientras caía, devolviendo a su puño de acero la apariencia de la carne humana. Con furiosa velocidad, introdujo el musculoso y atlético cuerpo en el gran baúl, y cerró cuidadosamente la tapa. Muy alerta, salió del almacén, entró en la oficina privada del señor Gorson, y se sentó frente al reluciente escritorio de nogal. El hombre que respondió a la llamada de un botón vio a John Gorson sentado allí, y escuchó a John Gorson decir:
—Crispins, quiero que empiece a vender los stocks a través de los canales secretos, inmediatamente. Venda, hasta que le diga que ya basta, aunque piense que sea una locura. Tengo informes de algo grande.
Crispins contempló hileras y más hileras de nombres de acciones, y sus ojos se fueron desorbitando por momentos.
—Buen Dios —jadeó finalmente, con la familiaridad que le cabe a un consejero de confianza—. Todas estas son acciones de primera. No puede jugarse toda su fortuna en algo así.
—Ya le he dicho que no estoy solo en esto.
—Pero va contra la ley el hundir el mercado —protestó el hombre.
—Crispins, ya ha oído lo que le he dicho. Voy a salir de esta oficina. No trate de ponerse en contacto conmigo. Le llamaré.
La cosa que era John Gorson se puso en pie, sin prestar atención a los anonadados pensamientos que fluían de Crispins. Fue hacia la puerta por la que había entrado. Mientras salía del edificio, estaba pensando: «Todo lo que tengo que hacer es matar a media docena de gigantes de las finanzas, y empezar la venta de sus stocks de acciones. Y luego...»
Hacia la una, todo había terminado. La bolsa no cerraba hasta las tres, pero a la una aparecieron las noticias en los teletipos de Nueva York. En Londres, donde estaba obscureciendo, los periódicos editaron un extra. En Hankow y Shangai, estaba amaneciendo un brillante nuevo día mientras los voceadores de periódicos corrían a lo largo de las calles, a la sombra de los rascacielos, gritando que la J. P. Brender & Co. había hecho suspensión de pagos, y que iba a efectuarse una investigación...
—Nos enfrentamos —dijo el juez de distrito en su parlamento inaugural a la siguiente mañana— con una de las más asombrosas coincidencias de toda la historia. Una firma, antigua y respetada, con filiales y sucursales en todo el mundo, con inversiones en más de un millar de compañías de todo tipo, se encuentra en la bancarrota por un inesperado hundimiento de cada una de las acciones que posee dicha empresa. Llevará meses el acumular evidencias acerca de la responsabilidad de esta maniobra bursátil que ha ocasionado el desastre. Mientras tanto, no veo razón alguna, por molesta que esta acción pueda resultar para todos los viejos amigos del difunto J. P. Brender y de su hijo, para no aceptar la petición de los acreedores de que las propiedades de la citada compañía sean liquidadas en subasta, y que se utilicen los métodos que yo considere correctos y legales para...
El comandante Hughes, de las Espacio-líneas Interplanetarias, entró truculentamente en la oficina de su jefe. Era un hombre pequeño pero extraordinariamente fibroso; y la cosa que era Louis Dyer lo contempló tensamente, consciente de la fuerza y poder de aquel hombre.
— ¿Tienes mi informe sobre este caso de Brender? —comenzó a decir Hughes.
La cosa se atusó el bigote de Louis Dyer nerviosamente, luego tomó una pequeña carpeta y leyó en voz alta:
—Peligroso por razones psicológicas... el emplear a Brender... demasiados golpes seguidos. Pérdida de capital y posición... ningún hombre normal puede seguir siéndolo bajo... circunstancias. Désele una oficina... muéstrese amistad hacia él... désele una bicoca, o una posición en la que su indudable habilidad... pero no en una espacionave, en donde se necesita una enorme dureza tanto mental, como moral, espiritual y física...
—Esos son exactamente los puntos que yo estoy señalando —interrumpió Hughes—. Sabía que verías a lo que me refería, Louis.
—Naturalmente que lo veo —dijo la criatura, sonriendo hoscamente, pues por aquellos días se sentía muy superior—-. Tus pensamientos, tus ideas, tu código y tus métodos están grabados irrevocablemente en tu cerebro y —añadió apresuradamente— nunca me has dejado duda alguna sobre tu postura. No obstante, en este caso debo insistir. Jim Brender no aceptará una posición ordinaria ofrecida por sus amigos. Y es ridículo el pedirle que se subordine a hombres a los que es superior en todos los aspectos. Ha mandado su propio yate espacial; sabe más del aspecto matemático del trabajo que todo nuestro equipo directivo junto; y esto no refleja una mala opinión de nuestro equipo. Conoce los problemas del viaje espacial y cree que es exactamente lo que necesita. Por consiguiente, te ordeno y lo hago por primera vez en nuestra larga asociación, Peter, que lo coloques en el carguero espacial F4961 en lugar del espacionauta Parelli, que tuvo un colapso nervioso tras ese curioso asunto con el ser espacial, tal como lo describió el teniente Morton... Por cierto, ¿habéis encontrado la... esto... muestra de ese ser?
—No. Desapareció el día en que fuiste a verla. Hemos puesto el local patas arriba... Era la materia más extraña que jamás se haya visto. Pasaba a través del cristal con la misma facilidad que la luz; uno podía pensar que se trataba de algún tipo de substancia lumínica... Además, me asusta. Un puro desarrollo simpodial, mucho más adaptable a su entorno que cualquier otra cosa descubierta hasta ahora; y esto quedándose corto. Te aseguro... pero escucha, no puedes apartarme con tanta facilidad del caso Brender.
—Peter, no comprendo tu actitud. Es la primera vez que he interferido con tu trabajo, y...
—Presentaré mi dimisión —gruñó aquel hombre tan preocupado.
—Peter, tú eres quien ha creado el equipo de Espaciolíneas —la cosa ahogó una sonrisa—. Es tu hijo, tu creación, no puedes abandonado. Sabes que no puedes...
Las palabras sisearon suavemente, convirtiéndose en alarma; pues en el cerebro de Hughes había aparecido la primera intención real de dimitir. Pues el solo hecho de oír hablar de sus logros, y la historia de su amado trabajo, le trajo una tal avalancha de recuerdos, una tal conciencia de cuan tremendo ultraje era esta amenaza de interferencia... Con un salto mental, la criatura vio lo que representaría la dimisión de aquel hombre: el descontento de los demás; la rápida percepción de la situación por Jim Brender; y su negativa a aceptar el trabajo. Solo había una forma en que escapar a aquello, y era que Brender fuera a la nave sin averiguar lo que había pasado. Una vez en ella, debía realizar un solo viaje a Marte, y no se necesitaba nada más.
La cosa estudió la posibilidad de imitar el cuerpo de Hughes. Luego, agónicamente, se dio cuenta de que no había nada que hacer. Tanto Louis Dyer como Hughes debían estar allí hasta el último minuto.
— ¡Pero escucha, Peter! —comenzó a decir caóticamente el ser, y luego añadió—: ¡Maldita sea! —pues era muy humano en su mentalidad; y el darse cuenta de que Hughes tomaba sus palabras como un signo de debilidad era enloquecedor. La incertidumbre se extendió sobre su cerebro como un manto negro.
— ¡Le diré a Brender, en cuanto llegue dentro de cinco minutos, lo que pienso de todo esto! —estalló Hughes, y el ser supo que lo peor había sucedido—. Si me prohíbes que se lo diga, entonces dimitiré. Yo... ¡Buen Dios, tu cara!
La confusión y el horror llegaron simultáneamente a la criatura. Supo bruscamente que su rostro se había disuelto ante la amenaza de ruina de sus planes. Luchó por controlarse, saltó en pie, viendo el increíble peligro. Más allá de la puerta de cristal esmerilado estaba la oficina general... el primer grito de Hughes atraería ayuda. Con una especie de sollozo, trató de obligar a su brazo a imitar un puño de hierro, pero no había metal alguno en la habitación para que le sirviera de base con la que tomar dicha forma. Solo había el sólido escritorio de nogal. Con un grito, el ser salto por encima del mismo, y trató de clavar un palo aguzado en la garganta de Hughes.
Hughes maldijo asombrado, y tomó el palo con tremenda fuerza. Hubo una repentina conmoción en la oficina general, voces que se alzaban, gente que corría…
Brender aparcó su coche cerca de la nave: luego se quedó un momento quieto. No es que tuviera duda alguna. Era un hombre desesperado, y por consiguiente podía intentar una jugada arriesgada. No le llevaría mucho tiempo averiguar si la ciudad marciana de Li había sido hallada. Si así era, entonces recuperaría su fortuna. Comenzó a caminar rápidamente hacia la nave. Mientras hacía una pausa junto a la pasarela que llevaba a la puerta abierta de la F4961, un enorme globo de metal brillante de noventa metros de diámetro, vio a un hombre que corría hacia él. Reconoció a Hughes.
La cosa que era Hughes se aproximó, luchando por recuperar la calma. Todo el mundo era una llamarada de fuerzas que lo atraían en distintas direcciones. Evitó los pensamientos de la gente que se agolpaba en la oficina que acababa de abandonar. Todo había ido mal. Nunca había pensado hacer lo que había hecho. Había pensado pasar la mayor parte del viaje a Marte como una capa de metal en el casco exterior de la nave. Con un tremendo esfuerzo logró autocontrolarse.
—Nos vamos ahora mismo —dijo.
Brender pareció asombrado.
—Pero eso significa que tendré que calcular una nueva órbita bajo las más dificultosas...
—Exactamente —interrumpió el ser—. He estado oyendo a muchos hablar de su maravillosa habilidad matemática. Ya es hora de que pruebe con hechos las habladurías.
Jim Brender se alzó de hombros.
—No tengo objeción alguna. Pero, ¿cómo es que viene usted?
—Siempre voy con los nuevos tripulantes.
Sonaba razonable. Brender subió la pasarela, seguido de cerca por Hughes. La poderosa atracción del metal era el primer dolor verdadero que el ser sentía en muchos días. Ahora, tendría que luchar contra el metal durante un largo mes, luchar para retener la forma de Hughes y, al mismo tiempo, realizar un millar de obligaciones. Aquel primer dolor traspasó sus elementos, destruyendo la confianza que había ido acumulando durante los días pasados como ser humano. Y entonces, mientras seguía a Brender a través de la puerta, oyó un grito tras de sí. Miró apresuradamente hacia atrás. De varias puertas estaba surgiendo gente que corría hacia la nave. Brender estaba a varios metros de distancia, por el pasillo. Con un silbido que era casi un sollozo, el ser saltó hacia adentro, y tiró de la palanca que cerraba la gran puerta.
Había una palanca de emergencia que controlaba las placas antigravitatorias. De un tirón, el ser la bajó. Instantáneamente experimentó una sensación de ligereza y de caída. A través del gran ventanal, el ser pudo entrever el campo de abajo, repleto de gente, blancos rostros que miraban hacia arriba, brazos que se agitaban. Luego la escena se hizo remota, mientras el atronar de los cohetes vibraba a través de la nave.
—Supongo —dijo Brender, mientras Hughes entraba en la sala de control— que deseaba que yo pusiera en marcha los cohetes.
—Así es —respondió con voz espesa el ser—. Dejo la parte matemática en sus manos.
No se atrevía a permanecer tan cerca de los enormes motores metálicos, aunque estuviera el cuerpo de Brender para ayudarle a mantener su forma humana. Apresuradamente, comenzó a recorrer el corredor. El mejor lugar sería el camarote aislado.
Bruscamente, se detuvo en su rápido caminar, quedándose de puntillas. Un pensamiento estaba surgiendo de la sala de control que acababa de abandonar... un pensamiento del cerebro de Brender, El ser casi se disolvió por el terror cuando se dio cuenta de que Brender estaba sentado a la radio, contestando a una insistente llamada de la Tierra.
Entró violentamente en la sala de control y se detuvo, en seco, con sus ojos agrandándose en una expresión de desmayo similar a la de un humano. Brender se apartó de la radio con un solo movimiento giratorio. En sus manos llevaba un revólver. El ser leyó en su cerebro un inicio de comprensión de toda la verdad.
—Usted es —gritó Brender— la cosa que vino a mi oficina y habló acerca de los números primos y la Bóveda de la Bestia.
Dio un paso a un lado para cubrir una puerta abierta que llevaba hacia abajo por otro corredor. El movimiento dejó al descubierto para la criatura la pantalla visora. En ella estaba la imagen del verdadero Hughes. Simultáneamente, éste vio a la cosa.
—Brender —aulló—, ése es el monstruo que Morton y Parelli vieron en su viaje desde Marte. No reacciona al calor o a los productos químicos, pero jamás probamos con las balas. ¡Dispare, rápido!
Era demasiado, había demasiado metal, demasiada confusión. Con un gemido, el ser se disolvió. El tirón del metal lo transformó horriblemente en una masa semimetálica. La lucha por seguir siendo humano lo transformó en una horrenda figura compuesta de una bulbosa cabeza, con un ojo a medio desaparecer y dos brazos serpentinos unidos al semimetálico cuerpo. Instintivamente, luchó por acercarse a Brender, dejando que el influjo de su cuerpo lo transformase en más humano. El semimetal se convirtió en algo parecido a la carne, que trató de volver a su forma humana.
— ¡Escuche, Brender! —la voz de Hughes sonaba apremiante—. Los tanques de combustible de la sala de máquinas son de metal definitivo. Uno de ellos esta vacío. Atrapamos en una ocasión una parte de ese ser, y no podía salir de una pequeña jarra de metal definitivo. Si puede acorralarlo hasta el interior de ese tanque mientras ha perdido el control de sí mismo, como parece ocurrirle con mucha facilidad...
— ¡Veremos lo que puede hacer el plomo! —respondió Brender con voz quebradiza.
¡Bang! El ser aulló con su semiformada boca, y se retiró, mientras sus piernas se disolvían en una pasta grisácea.
—Duele, ¿no? —Brender ganó terreno—. ¡Ve a la sala de máquinas, maldita cosa! ¡Al tanque!
— ¡Adelante, adelante! —gritaba Hughes desde la pantalla.
Brender disparó de nuevo. El ser produjo un sonido gorgoteante y se retiró de nuevo. Pero ahora era mayor, más humano. Y en una caricatura de mano estaba creciendo una caricatura del revólver de Brender.
Alzó la inacabada e informe arma. Hubo una explosión, y la cosa lanzo un alarido. El revólver cayó al suelo convertido en una masa hecha jirones. La pequeña masa gris que lo había compuesto corrió frenéticamente hacia el cuerpo mayor, y se unió como un monstruoso crecimiento canceroso al pie derecho.
Y entonces, por primera vez, los poderosos y malvados cerebros que habían creado la cosa trataron de dominar su robot. Furioso, pero consciente de que debía jugar cuidadosamente la partida, el controlador forzó a la aterrorizada y totalmente derrotada cosa a cumplir con su voluntad. Los alaridos agónicos cortaron el aire, mientras los inestables elementos eran obligados a cambiar. En un instante, la cosa tuvo la forma de Brender, pero en lugar de un revólver creció de una de las bronceadas y poderosas manos un lápiz de brillante metal. Centelleante como un espejo, destellaba en cada faceta como una gema increíble. El metal brilló débilmente, con una irradiación no terrena. Y donde había estado la radio y la pantalla con el rostro de Hughes quedó un abierto agujero. Desesperadamente, Brender disparó sus balas contra el cuerpo situado ante él, pero aunque la forma temblaba, ahora le miraba sin sentirse afectada. La brillante arma giró hacia él.
—Cuando haya terminado —dijo—, quizá podamos hablar.
Lo dijo tan suavemente que Brender, tenso para recibir la muerte, bajó asombrado su arma. La cosa prosiguió:
—No se alarme. Lo que ve y oye es un androide, diseñado por nosotros para actuar en su mundo de espacios y números. Algunos de nosotros estamos trabajando aquí bajo condiciones muy difíciles para mantener esa conexión, así que tendré que ser breve.
«Existimos en un mundo cuyo tiempo es inconmensurablemente mucho más lento que el suyo. Por un sistema de sincronización hemos preparado un número de estos espacios de tal forma que, aunque uno de nuestros días es millones de sus años, podamos comunicarnos. Nuestro propósito es liberar a Kaiorn de la bóveda marciana. Kaiorn fue atrapado accidentalmente en una distorsión temporal que el mismo causó y precipitado al planeta que ustedes conocen como Marte. Los marcianos, temiendo sin motivo su gran tamaño, construyeron una prisión muy diabólica, y necesitamos su conocimiento de las matemáticas peculiares de su mundo de espacios y números, que son exclusivas del mismo, para lograr liberarlo.
La tranquila voz prosiguió, ansiosa, pero no de modo ofensivo; insistente, pero amistosa. Quien hablaba lamentó que su androide hubiera matado a seres humanos. Con mayor detalle, explicó que cada espacio estaba construido con diferentes sistemas de números, algunos todos negativos, algunos todos positivos, algunos mezcla de ambos, y la totalidad constituía una infinita variedad, y cada matemática estaba interrelacionada con la misma substancia del espacio que regía.
La fuerza ieis no era realmente misteriosa. Era simplemente un flujo de un espacio a otro, el resultado de una diferencia de potencial. Sin embargo, este flujo era una de las fuerzas universales, a la que solamente otra fuerza podía afectar, la que había usado unos minutos antes. El metal definitivo era realmente definitivo. En su espacio tenían un metal similar, constituido por átomos negativos. Podía ver en la mente de Brender que los marcianos no sabían nada acerca de los números negativos, así que debían haber construido el suyo de átomos ordinarios. También podía ser logrado así, aunque no tan fácilmente. Y finalizó:
—El problema se resume en que sus matemáticas deben decirnos cómo, con nuestra fuerza universal, podemos cortocircuitar el último número primo, es decir, bailar sus factores, de forma que la puerta se abra en cualquier momento. Puede usted preguntarse cómo pueden hallarse los factores de un número primo que solo es divisible por sí mismo y por el número uno. Este problema es, para su sistema, soluble únicamente mediante sus matemáticas. ¿Lo hará?
Brender se metió el revólver en el bolsillo. Tenía los nervios en calma mientras decía:
—Todo lo que ha dicho suena razonable y honesto. Si tuvieran deseos de causar problemas, les resultaría facilísimo el enviar a tantos de su especie como deseasen. Naturalmente, todo este asunto debe ser expuesto ante el Consejo...
—Entonces no hay solución; el Consejo no podrá acceder a...
— ¿Esperan que haga lo que no creen que la más alta autoridad gubernativa del sistema vaya a autorizar? —exclamó Brender.
—Resulta inherente a la naturaleza de una democracia el que no pueda jugar con las vidas de sus ciudadanos. Tenemos un gobierno similar aquí, y sus miembros ya nos han informado de que, en una circunstancia similar, no aceptarían el dejar suelta una bestia desconocida entre su gente. Sin embargo, los particulares pueden correr riesgos que los gobiernos no aceptarían. Usted está de acuerdo en que nuestro argumento es lógico. ¿Acaso los hombres no siguen el sistema lógico?
El Controlador, a través del ser, contempló atentamente los pensamientos de Brender. Vio dudas e incertidumbre, a las que se oponía un muy humano deseo de ayudar, basado en la convicción lógica de que no había peligro. Sondeando su mente, vio rápidamente que no era muy correcto, en los tratos con hombres, el confiar demasiado en la lógica. Siguió presionando:
—A un particular le podemos ofrecer... todo. Con su permiso, en un minuto llevaremos esta nave a Marte; no en treinta días, sino en treinta segundos. Usted conservará el conocimiento de cómo se puede hacer esto. Y llegado a Marte, hallará usted que es la única persona viva que conoce la localización de la antigua ciudad de Li, de la que la Bóveda de la Bestia es la torre central. En esa ciudad se hallan literalmente miles de millones de créditos de un tesoro constituido por metal definitivo; y según las leyes de la Tierra, el cincuenta por ciento será de usted. Volverá a recuperar su fortuna, y podrá regresar a la Tierra este mismo día.
Brender estaba pálido. Malevolentemente, la cosa contempló los pensamientos que recorrían su cerebro: el recuerdo del repentino desastre que había arruinado a su familia. Brender alzó torvamente la vista.
—Sí —dijo—. Haré lo que pueda.
Una yerma cordillera dejó paso a un valle de arena gris rojiza. Los débiles vientos de Marte lanzaban una nube de arena contra un edificio. ¡Y qué edificio! En la distancia, había parecido simplemente grande. Únicamente treinta metros se proyectaban por encima del desierto, treinta metros de altura y cuatrocientos cincuenta de diámetro. Centenares de metros, literalmente, debían de esconderse por debajo del inquieto océano de arena para darle un perfecto equilibrio de formas, la gracilidad, la belleza como de cuento de hadas que los ya desaparecidos marcianos exigían a todas sus construcciones, por enormes que estas fueran. Brender se sintió repentinamente pequeño e insignificante mientras los cohetes de su traje espacial lo llevaban algunos metros por encima de la arena hacia aquel increíble edificio.
De cerca, la fealdad de su enorme tamaño se perdía milagrosamente en la riqueza de la decoración. Columnas y pilastras reunidas en grupos y ramilletes rompían la monotonía de las fachadas, reuniéndose y dispersándose de nuevo sin cesar. Todas las superficies de la pared y el techo se fundían en una abundancia de adornos e imitaciones de estuco, desvaneciéndose y rompiéndose en un juego de luces y sombras.
El ser flotaba junto a Brender. Su Controlador dijo:
—Veo que ha estado estudiando concienzudamente el problema, pero este androide parece incapacitado para seguir pensamientos abstractos, así que no tengo forma de conocer el camino seguido por sus especulaciones. No obstante, veo que parece estar usted satisfecho.
—Creo que ya tengo la respuesta —dijo Brender—. Pero primero deseo ver la cerradura de tiempo. Subamos.
Subieron hacia el cielo, pasando sobre el borde del techo del edificio. Brender vio una enorme superficie plana, y en su centro... ¡se le cortó la respiración!
La débil luz del lejano Sol de Marte iluminaba una estructura localizada en lo que parecía ser el centro exacto de la gran puerta. La estructura tenía unos quince metros de alto, y parecía no ser más que una serie de cuadrantes que se unían en el centro, que era una aguja metálica que señalaba directamente hacia arriba. La cabeza de la flecha no era de metal sólido. En lugar de esto, era como si el metal se hubiera dividido en dos parles que se curvasen luego de nuevo buscando unirse. Pero sin llegar a hacerlo. Unos treinta centímetros separaban las dos secciones metálicas. Pero esta separación estaba enlazada por una vaga, tenue y verdosa llama de fuerza ieis.
— ¡La cerradura de tiempo! —-afirmó Brender—. Creí que sería algo así, aunque esperaba que fuera mayor, más imponente.
—Que no le engañe su frágil apariencia —respondió la cosa—. Teóricamente, la resistencia del metal definitivo es infinita; y la fuerza ieis sólo puede ser afectada por la energía universal que ya he mencionado. Es imposible decir cuál puede ser su efecto, dado que lleva consigo un desarreglo temporal de todo el sistema de números sobre el que está edificada esa área particular del espacio. Pero ahora díganos qué es lo que hemos de hacer.
—Muy bien —Brender se sentó en una duna y apagó sus placas antigravitatorias. Se recostó sobre la espalda y contempló pensativo el cielo negroazulado. Por un momento, todas las dudas, preocupaciones y miedos le habían abandonado. Se relajó y explicó:
-—La matemática marciana, como la de Euclides y Pitágoras, está basada en la magnitud sin fin. Los números negativos era algo que estaba más allá de su filosofía. Sin embargo, en la Tierra, y empezando con Descartes, se desarrolló una matemática analítica
»Para los marcianos, solo había un número entre el uno y el tres. En realidad, la totalidad de tales números es un conjunto infinito. Y con la introducción de la idea de la raíz cuadrada de menos uno, o número i, y los números complejos, las matemáticas dejaron definitivamente de ser un simple asunto de magnitud, perceptible en imágenes. Solo el paso intelectual de la cantidad infinitamente pequeña al límite inferior de toda magnitud finita posible, dio el concepto de un número variable que oscilaba bajo cualquier número asignable que no fuera cero.
»El número primo, siendo un concepto de magnitud pura, no tiene realidad en las matemáticas reales, pero en este caso estaba rígidamente enlazado con la realidad de la fuerza ieis. Los marcianos conocían al ieis como un flujo verde pálido de unos treinta centímetros de largo y que desarrollaba digamos un millar de caballos de vapor. (En realidad tenía 30.91434 centímetros y 1021.33 caballos de vapor, pero esto no tenía importancia). La energía producida nunca variaba, la longitud nunca variaba. De año en año, durante decenas de millares de años. Los marcianos tomaron la longitud como su base de medida, y la llamaron un el; y la energía corno su base de energía, y le llamaron un rd. Y a causa de la absoluta invariabilidad del flujo decidieron que era eterno.
«También decidieron que nada podía ser eterno sin convertirse en primo. Toda su matemática estaba basada en números que podían ser descompuestos en sus factores, es decir, desintegrados, destruidos, convertidos en menos de lo que habían sido; y números que no podían ser transformados en factores, desintegrados o divididos en grupos más pequeños.
«Cualquier número que pudiera ser descompuesto en sus factores era incapaz de ser infinito. Por el contrario, el número infinito debería ser primo.
»Por consiguiente, construyeron una cerradura y la integraron a lo largo de una línea de ieis, para operar cuando el ieis dejase de fluir... lo que sería el fin de los tiempos, siempre que no hubiera interferencias. Para evitar esas interferencias, protegieron el mecanismo que producía el flujo con metal definitivo, que no podía ser destruido o corroído en forma alguna. Según sus matemáticas, esto resolvía su problema.
—Pero usted tiene la respuesta al nuestro —dijo la voz de la cosa ansiosamente.
—Es simplemente esto: los marcianos dieron un valor al flujo de un rd. Si ustedes interfieren con este flujo en cierto grado, por pequeño que este sea, ya no será un rd. Será algo menos. El flujo, que es una constante universal, se convertirá automáticamente en menos que una constante universal, en menos que infinito. El número primo deja de serlo. Supongamos que ustedes interfieren con él hasta llegar al último número primo menos uno. Entonces tendrán un número divisible por dos. De hecho, el número, como la mayor parte de los grandes números, se fraccionará inmediatamente en millares de piezas, es decir, que será divisible por decenas de millares de números más pequeños. Si el momento actual se aproxima a alguno de esos números menores, la puerta se abrirá inmediatamente en cuanto interfieran con el flujo.
—Esto está muy claro —dijo el Controlador con satisfacción, y la imagen de Brender sonrió triunfal—. Ahora usaremos este androide para manufacturar una constante universal; y Kalorn quedará libre en breve —rio a carcajadas—. El pobre androide está protestando violentamente ante la idea de ser destruido pero, después de todo, sólo es una máquina, y además no muy buena. Y está interfiriendo con mi adecuada recepción de sus pensamientos. Óigalo gritar mientras le doy forma.
Las palabras, dichas con tal sangre fría, dejaron helado a Brender, arrancándole de las cimas del pensamiento abstracto. A causa de la prolongada intensidad de su pensamiento, vio con aguda claridad algo que se le había escapado antes.
—Un momento —dijo—. ¿Cómo es que el robot, enviado desde su mundo, vive al mismo ritmo temporal que yo, mientras que Kalorn continúa viviendo al de ustedes?
—Una pregunta muy buena —el rostro de la criatura se deformó con una mueca triunfal mientras el Controlador continuaba—: Porque, mi querido Brender, le hemos engañado. Es cierto que Kalorn vive a nuestro ritmo temporal, pero eso se debe a un año de nuestra máquina. La máquina que construyó Kalorn, si bien se mostró eficaz paro transportarlo, no servía para adecuarlo a cada nuevo espacio cuando entraba en él. Con el resultado de que fue transportado, pero no adaptado. Naturalmente, fue posible para nosotros, sus ayudantes, el transportar una cosa tan pequeña como el androide, aunque no tenemos más idea de cómo está construida la máquina de la que pueda tener usted.
»En resumen, podemos usar la máquina tal cual es, pero el secreto de su construcción está encerrado en el interior de nuestro propio metal definitivo, y en el cerebro de Kalorn. Su invención por Kalorn fue uno de esos accidentes que, según la ley de las probabilidades, no se repetirá en un millón de nuestros años. Ahora que usted nos ha suministrado el método de traer de regreso a Kalorn, podremos construir innumerables máquinas interespaciales. Nuestro propósito es controlar todos los espacios, todos los mundos... especialmente los que están habitados. Deseamos ser los dueños absolutos de todo el Universo.»
La irónica voz calló, y Brender se quedó en su posición recostada, presa del horror. El horror era doble, debido en parte al monstruoso plan del Controlador, y también al pensamiento que estaba vibrando en su cerebro. Gruñó mientras se daba cuenta de que su aviso debía de estar entrando en el cerebro automáticamente receptivo del robot: «Espere», decía su pensamiento, «esto añade un nuevo factor. El tiempo...»
Hubo un alarido lanzado por el ser cuando fue disuelto a la fuerza. El alarido se ahogó, convirtiéndose en un sollozo, y luego en silencio. Una complicada máquina de brillante metal se alzaba ahora en aquella enorme extensión marrón grisácea de arena y metal definitivo.
El metal brilló; y entonces la máquina flotó por el aire. Se alzó hasta la punta de la flecha, y descendió sobre la verde llama de ieis.
Brender conectó su pantalla antigravitatoria y se puso en pie de un salto. La violenta acción lo llevó a unas decenas de metros de altura. Sus cohetes escupieron fuego, y apretó los dientes para luchar contra el dolor de la aceleración. Bajo él, la gran puerta comenzó a girar, a desatornillarse, más y más aprisa, hasta parecer una peonza. La arena saltaba en todas direcciones, en un tornado en miniatura.
A máxima aceleración, Brender se lanzó hacia un lado. Justo a tiempo. Primero, la máquina robot fue escupida de aquella tremenda rueda por simple fuerza centrífuga. Luego, la puerta se despegó y, girando ahora a un ritmo increíble, se lanzó en vertical hacia arriba y desapareció en el espacio.
Una bocanada de polvo negro salió flotando de la negrura de la bóveda. Conteniendo su horror, voló hacia donde había caído el robot sobre la arena. En lugar del brillante metal, halló un amasijo de chatarra oxidada por el tiempo. El opaco metal fluyó torpemente, asumiendo una forma casi humana. Su piel era gris y tenía pequeñas arruguitas, como si estuviera a punto de desmoronarse por pura edad. La cosa trató de alzarse sobre sus encorvadas piernas, pero finalmente se quedó yacente. Sus labios se movieron y murmuraron:
—Capté su pensamiento de aviso, pero no se lo transmití. Ahora, Kalorn está muerto. Se dieron cuenta de la verdad mientras estaba sucediendo. Llegó el fin del tiempo...
Se quedó en silencio, y Brender prosiguió:
—Sí, el fin del tiempo se produjo cuando el flujo se convirtió momentáneamente en menos que eterno... llegó en una fracción de segundo, hace algunos minutos.
—Yo sólo estaba... parcialmente... bajo su... influencia. Kalorn era quien... Aunque tengan suerte... pasarán años antes de que... inventen otra máquina... Y uno de sus años es miles de millones... de los de ustedes... No se lo transmití... capté su pensamiento... y evité... que les llegara...
—Pero, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué?
—Porque me estaban haciendo daño. Iban a destruirme. Porque... me gustaba... ser humano. ¡Yo era... alguien!
La carne se disolvió. Fluyó lentamente hasta convertirse en una masa de materia gris parecida a la lava. La lava crujió, se resquebrajó en secas y quebradizas piezas. Brender tocó una de las piezas. Se desmoronó en fino polvo. Recorrió con la vista aquel triste y desierto valle de arena y dijo, en voz alta y con compasión:
—Pobre Frankenstein.
Se dio la vuelta, y corrió hacia la lejana astronave.
Fin