JUAN PABLO II, LOS PRIMEROS CINCO AÑOS
Publicado en
septiembre 19, 2017
Este complejo sacerdote polaco se ha revelado a partir de su sorprendente ascensión, en 1978, no sólo como vigoroso guía espiritual de los seiscientos millones de católicos de todo el mundo, sino también como un gran estadista de nuestro tiempo.
Por Ernest Houser.
CUANDO avanza con parsimonia entre la multitud vitoreante, semeja un enorme y amistoso oso polar: encorvado, de grandes brazos y piernas, vestido de blanco de pies a cabeza. Visto de cerca, irradia carisma y fuerza interior. Los ojos pequeños, de color azul grisáceo, profundamente encajados bajo una frente llena de surcos, hacen resaltar sus rasgos eslavos: nariz ancha, pómulos salientes, mentón voluntarioso. Es el rostro de un campesino polaco, impregnado de sabiduría, fe y humanidad, templado por el sufrimiento. He aquí al papa Juan Pablo II, guía espiritual de los seiscientos millones de católicos del mundo, uno de los oradores más eficaces y, en palabras de William Wilson, enviado personal del presidente de Estados Unidos ante la Santa Sede, "uno de los más eminentes estadistas de nuestro tiempo".
Cuando Karol Jozef Wojtyla fue elegido papa, el 16 de octubre de 1978, para convertirse en el primer pontífice no italiano desde el siglo XVI, era un desconocido. Aun los clérigos colegas suyos que lo habían visto ascender de arzobispo de Cracovia, en Polonia, al cargo de cardenal, se preguntaron qué clase de papa sería. Sobre todo: ¿sería liberal o conservador?
A partir de entonces, Juan Pablo II se ha revelado como un recio, tenaz y ardiente promotor de la fe... a la vez que como el primer papa, en verdad el primero, de la era del jet. En su ciclónico apostolado ha realizado unos veinte grandes viajes a Europa, Asia, América y África. Muchos de sus pronunciamientos en el curso de tales giras lo caracterizan como un conservador inflexible. "A juicio de Juan Pablo II", observa un diplomático acreditado en Roma, "los papas Juan XXIII y Paulo VI habían permitido que la Iglesia se inclinara demasiado hacia la indulgencia. Juan Pablo II considera como sagrado deber suyo corregir esa desviación".
Es a la luz de esta convicción como hemos de enfocar la rigurosa actitud de Su Santidad al oponerse al control de la natalidad (salvo si se sigue el método del ritmo), al aborto (la vida humana es sagrada "a partir del momento de la concepción"), a que los sacerdotes se casen, a conceder la ordenación sacerdotal a las mujeres, así como a ciertas aparentes fruslerías, tales como la tendencia de algunos monjes y monjas a vestir de civil, y de los seminaristas a presentarse públicamente de suéter y pantalones de mezclilla.
Karol nació en 1920 en la aldea de Wadowice, en el sur de Polonia, en el seno de una modesta familia rural incorporada a la clase media urbana. Su padre era un oficial administrativo del Ejército al recuperar Polonia su independencia, en 1918. El oficial ganaba poco, y su familia no llevaba una existencia fácil. La hermana de Karol falleció tras un día de vida; su madre, cuando él contaba nueve años de edad, y el hermano mayor, pocos años después. Karol y su padre se mudaron a Cracovia en 1938. Estudiante talentoso, joven apuesto y atlético, el muchacho hacía amigos sin dificultad, jugaba al futbol y practicaba la natación y el esquí. Asimismo, le gustaban la actuación y el canto, y en las funciones de aficionados se le asignaba el más importante papel masculino. Gustaba a todas las muchachas. "Lolek (Carlitos) era siempre el Número Uno", afirma uno de sus ex condiscípulos.
Al invadir Polonia los ejércitos de Hitler, en 1939, la educación y la religión fueron el blanco principal de los nazis. Karol se contó entre los centenares de estudiantes patriotas de la universidad clandestina que asistían a clases en sótanos y trastiendas. Él seguía actuando y recitando poesía como parte de un grupo teatral de la Resistencia, y aspiraba a dedicarse a la actuación. Mientras, para evitar que lo detuvieran y deportaran, trabajaba en una cantera, de la que pasó a una fábrica de productos químicos. En 1942, poco después de la muerte de su padre, renunció de pronto al teatro y abrazó el sacerdocio. Logró ingresar en el seminario ilegal, cuyos alumnos trabajaban y dormían en el laberíntico palacio arzobispal de Cracovia.
A raíz de la derrota de los alemanes y de la "liberación" de Polonia por su antiguo enemigo, Rusia, el joven y prometedor sacerdote fue enviado a la Pontificia Universidad Angélica, en Roma, para que allí estudiara filosofía y teología durante dos años. Salió de allí con dos grandes ventajas para toda la vida: sólidos conocimientos de teología y una profunda conciencia de la dignidad del hombre; desde entonces, ambos aspectos se han plasmado en cuanto ha escrito y hecho.
A su regreso de Roma, trabajó en Polonia durante dos años como cura párroco. A continuación enseñó en las universidades de Cracovia y Lublin, y se dio tiempo para escribir breves comedias espirituales y poemas, que publicó bajo el seudónimo de Andrezej Jawien (una de estas comedias, La orfebrería, se representó en Londres, durante la visita del Papa, en 1982). Pasaba sus horas libres ejercitándose en el esquí y la natación, y navegaba en una canoa en la región lacustre de Masuria, en 1958, cuando recibió la noticia de su nombramiento de obispo. Wojtyla desempeñó un papel prominente en las deliberaciones del Concilio Vaticano II, ascendió rápidamente en la jerarquía eclesiástica y recibió el capelo cardenalicio en 1967.
Juan Pablo II, ya en su calidad de Sumo Pontífice, heredó de sus predecesores algunos complejos problemas. Durante el papado de Paulo VI, que duró quince años, se había dispensado de los votos a más de 20,000 sacerdotes, en la mayoría de las instancias porque deseaban contraer matrimonio. El nuevo pontífice puso fin a tal éxodo. Todos los casos pendientes se anularon. "El sacerdocio se abraza para siempre", declaró en Filadelfia, Estados Unidos: "No es posible que Dios, que inspiró el impulso de decir sí, ahora quiera oír no".
En contraste con tan rigurosa decisión, ha aprobado la publicación de una ley canónica que incluye las reglas para la anulación del matrímonio católico, más benévolas que las anteriores. Casi todos los juicios entablados para obtener tal anulación están en manos de los tribunales eclesiásticos locales y en algunos casos se resuelven en el corto plazo de hasta ocho meses, en vez de prolongarse muchos años. Los casos de esta índole se someten a Roma sólo cuando los otros tribunales no llegan a un acuerdo. Se han ampliado las causales para otorgar la nulidad, y actualmente incluyen la incapacidad psíquica para contraer matrimonio. La posición de Juan Pablo II es tanto más notable cuanto que él mismo en lo personal tiene el más elevado concepto de lo bello y lo indisoluble del vínculo conyugal. "En un matrimonio", recordó al público en York, Inglaterra, en 1982, "un hombre y una mujer se comprometen a mantener una irrompible alianza de mutua y total entrega".
Si bien se encoleriza rara vez, se enojó en Iberoamérica, donde millares de sacerdotes, al encarar la abismal pobreza y la opresión intolerables de que son víctimas sus greyes, han presentado a Jesucristo como una figura política; como un libertador de las masas. En su alocución de enero de 1979 ante la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Puebla, México, tachó este movimiento de "teología de la liberación" poco menos que como una herejía: "De ustedes, los pastores, los fieles de sus respectivos países esperan y reclaman sobre todo una prudente y celosa difusión de la verdad en cuanto a Jesucristo... Al presente, surgen muchas reinterpretaciones del Evangelio. Algunas personas pretenden mostrar a Jesucristo como un personaje comprometido políticamente... y como partícipe en la lucha de clases. Tal idea de Jesucristo como figura política, como un revolucionario, como un hombre subversivo venido de Nazaret, no corresponde a la catequesis de la Iglesia". En marzo de 1983, en Nicaragua, Juan Pablo II debatió a gritos con unos jóvenes radícales que reclamaban "una Iglesia para los pobres". Y cuando el ministro de Cultura, Ernesto Cardenal, uno de cinco sacerdotes que habían desafiado las órdenes de la Iglesia de que renunciaran a su cargo en el gobierno sandinista y reasumieran sus deberes pastorales, se arrodilló a besar el anillo, Juan Pablo II retrocedió y lo señaló agitando colérico el índice, como quien reprende a un niño. Con todo, el Papa mismo, al recorrer algunos miserables distritos rurales de Hispanoamérica, clamó contra la opresión y por la justicia social: "¡No es cristiano, no es justo, no es humano, que esta situación continúe!"
Cuando su Santidad no está de viaje, su residencia en Roma es un apartamento sencillamente amueblado, ubicado en el último piso del palacio pontificio, que domina el espléndido panorama de la Ciudad Eterna y data de hace más de cuatro siglos. Entre sus ocho habitaciones hallamos un espacioso recibidor, un estudio, un austero dormitorio y un largo comedor. Se levanta a las 5:30 de la mañana, oficía la misa en su capilla particular, y luego, a las 8, toma el sustancioso desayuno que le preparan las monjas polacas que atienden su casa. Las dos horas siguientes, las pasa recluido en su estudio, escribiendo a mano mensajes y alocuciones en varios idiomas.
El almuerzo, consistente en una comida sencilla, pero nutritiva, se convierte a menudo en sesión de trabajo, con muchos papeles extendídos entre plato y plato. A ello sigue una breve siesta. Gran parte del resto del día lo dedica a recepciones, audiencias y juntas con funcionarios de las nueve congregaciones del Vaticano; es decir, las diversas secretarías del gobierno de la Iglesia. Pero sigue siendo un extraño dentro de la burocracia vaticana, "un hombre originario de un país remoto", y a quien francamente aburre el papeleo burocrático. "El Papa escucha mucho, habla poco, y hace lo que quiere", comenta cierto alto prelado.
Con mucho, el pontífice más sociable que se ha visto en el Vaticano en varias generaciones, le agrada tener invitados a la mesa. Quizá haga funcionar su equipo de sonido estereofónico para regalo de sus comensales (el franco-polaco Chopin es uno de sus compositores predilectos), disponga que se sirva vino en la comida, y, a la mesa, entable charla amena. Antes de poner término a su jornada, a las 10 de la noche, acaso mire brevemente el noticiario vespertino, lea algo ligero o dé una caminata por la espaciosa terraza de sus aposentos.
Quien fue actor en sus mocedades conserva cierta inclinación por la teatralidad; necesita contar con un público sensible. Se goza en la audiencia que celebra todos los miércoles en la Plaza de San Pedro, durante la cual suele deambular entre los fieles, innovación que ha llegado a constituir el espectáculo más atractivo de Roma. Fue en una de tales ocasiones, el 13 de mayo de 1981, cuando el terrorista turco Mehmet Alí Agca disparó contra el Sumo Pontífice y lo hirió en el abdomen, el antebrazo derecho y el índice de la mano izquierda. En la operación que duró cinco horas, los cirujanos extirparon al Vicario de Cristo varios tramos de intestino. Se recuperó, mas hubo que hacerle una segunda intervención poco después de salir del hospital.
La salud del Santo Padre sigue siendo motivo de preocupación. Sus heridas han cicatrizado del todo, y en la actualidad trabaja casi al mismo ritmo que antes del atentado. Sin embargo, hay momentos en que tiene el semblante demacrado y plomizo. "Su salud, en general, es buena", informa el padre Romeo Panciroli, principal portavoz del Vaticano y uno de sus allegados. "Tal vez haya perdido un poco de su antigua energía. Podría decirse que ha envejecido un poco".
"Pero ese hombre no conoce el miedo"; comentó el profesor Francesco Crucitti, el cirujano que lo operó. Y, en efecto, Juan Pablo II reanudó su costumbre de presentarse al público en las audiencias de los miércoles en cuanto su salud se lo permitió.
La Navidad pasada, la entrevista del Papa con Alí Agca en la celda de este constituyó una memorable lección de caridad cristiana para el mundo atribulado. Después, el Santo Padre declaró: "El Señor nos concedió la gracia de reunirnos como hombres y hermanos, porque todos los sucesos de nuestra vida deben confirmar que Dios es nuestro padre y que todos somos sus hijos en Jesucristo y, así, todos somos hermanos".
A pesar de la aparente facilidad con que se adaptó al ambiente italiano de la Santa Sede, su corazón continúa en Polonia. Consciente de que la creación de Solidaridad (el más importante sindicato polaco) fue fruto, en gran medida, de la visita que realizó a su país en 1979, regresó allí en junio de 1983, con la triste convicción de que detrás de la Cortina de Hierro no puede existir la libertad, tal como se la concibe en Occidente.
Volvió a su país natal como un simple sacerdote, con la esperanza de hacer llegar a sus compatriotas un soplo de dignidad humana y de libertad. Lo recibieron como a un Mesías. Muchedumbres innumerables, algunas estimadas en dos millones, asistieron a las misas celebradas por él al aire libre, y lo acompañaron cuando oró en el santuario de la Virgen Negra, en Czestochowa, a quien el Santo Padre dedicó sus vestiduras blancas agujereadas por las balas.
Cuando se acercaba el término de sus ocho días de estancia allí, al tiempo que las pancartas del sindicato Solidaridad, declaradas ilegales, aparecían en número creciente, y que ya no era posible descartar el temor de que estallaran francos choques entre obreros y policías, dio pruebas de su talento de estadista. Tras entrevistarse en privado con el general Wojciech Jaruzelski, primer ministro de Polonia, aplacó el creciente descontento. "La disputa que ha venido suscitándose en Polonia en los últimos años encierra un profundo sentido moral", sentenció ante los obreros de Silesia. "No podrá resolverse sino por medio de un verdadero diálogo entre las autoridades y la sociedad". Si fuera posible iniciar tal diálogo, podría llevar, al menos, al pueblo de Polonia a gozar de un poco de libertad, así como al reconocimiento de la "dignidad del trabajo". Juan Pablo II, a su regreso a Roma, se hallaba más tranquilo que al partir. Tal vez comprendía que, como ya lo proclaman las palabras iniciales del Himno Nacional polaco, Polonia no ha perecido.
Mucho es lo que este Papa ha logrado en los cinco años de su gestión. Ha revigorizado a la Iglesia de la que es guía, a veces sin más que suscitar el debate. Ha sembrado semillas de esperanza en Polonia. A pesar de tan diversas facetas de su personalidad, Juan Pablo II es hombre de una sola pieza. Quizá transcurran años para que sepamos apreciar en su justo valor la fuerza de este coloso eslavo.