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septiembre 28, 2017
Escondido en el callejón, oyó los pasos. Lentos y vacilantes. Un borracho, seguro. La escasa luz de una farola allá en la calle apenas permitía ver las siluetas. Era una noche cerrada, cubierta de nubes bajas. Quizá en algún lugar brillara la luna, pero eso nadie podía decirlo.
Observó sus temblorosas manos. El síndrome de abstinencia, por Dios. Le quedaban muy pocas horas antes de volverse loco. No se atrevía a mirar su reloj. Si no tomaba una grummie pronto llegaría el delirium tremens, y entonces todo estaría definitivamente perdido. Se estremeció.
Los pasos se acercaban al callejón. Aquélla sería su víctima. Esperaba que llevase algún dinero en el bolsillo. Todo el mundo lo hacía ahora. Era más seguro que ir sin blanca por la calle. Desde que los grummys merodeaban por ahí con sus ojos inyectados por el mono y sus sonrisas lobunas y su frase típica: «Diez pavos para una grummie, hermano, o te rajo.»
Crispó las manos para contener su temblor. Su caso era más desesperado que eso. Si no llevas diez pavos encima te mato, pensó. No sería la primera vez que lo hacía. Por eso estaba ahora ahí, en ese pueblo asqueroso: huyendo de la muerte de dos tipos que se habían resistido neciamente a colaborar en la obtención de unas pocas grummies de mierda. Dos pajoleros tíos a los que había te—nido que rajar, porque al final resultó que sí llevaban pavos encima.
Ah, ahí estaba ya. Tensó todos los músculos y contó: cuatro, tres, dos, uno... ¡cero! Y ahí estaba, cruzando la entrada del callejón, inocente como un pipiólo, flipado, sin saber lo que le esperaba.
Tendió una mano, agarró una pechera, tiró hacia sí. Unos ojos aleladamente asombrados le miraron desde detrás de unas gafas de miope con montura metálica.
Hizo la pregunta típica:
—¿Tienes diez pavos para una grummie, hermano?
Y el otro, como era de esperar, respondió también típicamente:
—¡Dios mío, un grummyl
Retorció la pechera de su inmaculada camisa con una cierta sádica satisfacción, viendo cómo el rostro del otro se ponía morado. Era un hombrecillo insignificante: cuarenta, cincuenta años quizá, con un anodino traje de burócrata, un rostro de conejo y unos inquisitivos ojos miopes. La presa más fácil. Iba a soltar los pavos a chorro.
Seguro que venía de una pajolera reunión con los amigos, de tomarse unos cuantos latigazos de esas cosas finas que toman los pijos como él y jugar un poco al dominó en el único café, allá en la plaza del pueblo, junto a la estación de la lanzadera. Cuando él había llegado al pueblo, aquella tarde, y había bajado allí al azar, simplemente porque no tenía ningún lugar adonde poder ir y debía abandonar la lanzadera antes del final del trayecto para eludir en lo posible a sus perseguidores, había catalogado rápidamente el lu—gar: una plaza polvorienta, un café con maticbar y roborestorán más bien decrépito a un lado, y, junto a la entrada de la estación, una máquina distribuidora de grummies. Un pueblo de mierda.
Se había informado discreta y rápidamente. Sí, aquélla era la única máquina distribuidora de grummies del pueblo. La siguiente más próxima estaba a dieciocho kilómetros por el camino de la lanzadera.
Grummies. Pensar en ellas casi le volvió loco. Retorció un poco más la pechera del tipo.
—¿Acaso no me has oído, sordícola? Te he preguntado si tienes diez pavos para una grummie, y no voy a esperar una eternidad a que abras tu lindo piquito.
El tipo estaba tan pálido como un muerto, ja.
—Yo... yo...
Rebuscó en sus bolsillos. Lo tenía cogido casi en vilo, sus pies apenas rozaban el suelo, desesperadamente pataleantes. Un asqueroso bicho que jamás debía haber probado una grummie, que se creía sano y honesto y buen ciudadano porque no se había abocado a «aquel indecente vicio», evitándose así todos los placeres del cielo y todos los tormentos del infierno, los dos polos que ha—cían que la vida fuera algo soportable en aquel mundo de máquinas, asepsia y cochina miseria.
Bien, sí, tenía los diez pavos. Los sacó con mano temblorosa del bolsillo izquierdo de su chaqueta (una constatación para historia—dores futuros: los pipiólos siempre llevaban sus diez pavos para el grummy en el bolsillo izquierdo de sus chaquetas; muchos grum mys ya simplemente se limitaban a meter la mano allí y sacarlos, sin palabras inútiles; así podían correr más deprisa a las máquinas distribuidoras). Además, en una moneda, como correspondía, pues las máquinas ya no admitían billetes, había habido demasiadas falsificaciones.
Adelantó una mano para coger la moneda. Y entonces se dio cuenta. ¡El muy bastardol
Había estado rebuscando en todos sus bolsillos, cuando él sabía muy bien que su moneda para grummys estaba en el izquierdo, como correspondía. Y mientras su mano izquierda sacaba finalmente la moneda, pulcramente cogida entre el índice y el pulgar... ¡su mano derecha sacaba una diminuta láser de su bolsillo derecho!
Por un tambaleante momento creyó que caía presa del deliríum tremens. No, todavía no, era imposible, gruñó un oscuro y remoto rincón de su mente. Pero todo su cuerpo se sacudió como si hubiera recibido un latigazo, y lanzó un alarido, y su mano libre, la que no agarraba la pechera del hombre, pareció cobrar vida propia. Abofeteó, golpeó, puñeó, y el cuerpo medio suspendido en el aire ante él se retorció y gimió, y el láser— cayó blandamente al suelo a sus pies.
Estúpido, oh estúpido. Lo echó hacia atrás, soltándolo y enviándolo violentamente contra la pared del callejón, donde se estrelló con un repugnante sonido blando. Al avanzar, su pie pisó el diminuto láser de defensa personal (un arma defensiva mortal contra los grummys, decía la propaganda en todos los periódicos de mayor tirada), y por un momento pensó en recogerlo y metérselo en la boca a aquel estúpido y asarle desde allí los sesos de mosquito, y luego cebrar todo su cuerpo con el rayo hasta dejarlo convertido en rodajitas. Pero el láser se cargaría también las monedas que indudablemente llevaba, dijo la parte lúcida de su cerebro, y la máquina de grummies se las rechazaría luego. Y eso era algo que no podía permitirse.
Sus manos desnudas eran suficientes. Avanzó hacia el hombrecillo, que estaba deslizándose lentamente por la pared del callejón, cayendo al suelo como una cosa fofa, y lo sostuvo antes de que acabara de derrumbarse. Una fría furia lúcida se había apoderado de él.
—Oye, estúpido —dijo—. Te crees maravilloso porque tú eres un buen ciudadano y yo solamente soy un asqueroso grummy, ¿verdad? Te crees que porque una vez me pinché y ahora debo tragar una píldora de mantenimiento cada veinticuatro horas si no quiero convertirme en un vegetal aullante soy una escoria. Eres un bobalicón.
Los ojos del hombrecillo estaban desorbitados. Las gafas medio colgaban del puente de su nariz.
—Yo... no...
—Cállate, media mierda. ¿Sabes? Algunos de los míos tienen un buen remedio para los tíos como tú. Llevan una inyección en el bolsillo, y os inyectan un poco, sólo lo suficiente para que sepáis lo que es ser un grummy, el éxtasis que logras con la droga y el tormento luego de tener que tragar una píldora cada veinticuatro horas para poder seguir gozando de esos placeres. Pero yo digo que es una estupidez. Vosotros los hombrecillos asquerosos sois todos ricos, podéis permitiros los diez pavos cada día para seguir gozando, así que aún os hacemos un favor.
»¿Y por qué nosotros no podemos, eh? ¿Acaso somos menos?
El hombrecillo intentó hablar. Seguramente quiso decir que llevaba más dinero encima, que se lo ofrecía todo si le soltaba y le dejaba marcharse. Pero cometió un error. Quiso meter la mano en el bolsillo para mostrárselo.
La reacción fue instantánea. Apretó fuertemente el cuello del hombre. Las grummies, entre otros efectos secundarios, aumentaban la capacidad y la fuerza muscular, sobre todo en los momentos inmediatamente anteriores al síndrome de abstinencia. Se oyó un desagradable crujido. El hombrecillo emitió un sonido ronco, como el de un juguete al que se le escapa la cuerda. Un Millo de sangre, casi imperceptible, brotó de la comisura de sus labios.
La gente es estúpida, pensó el grummy mientras dejaba caer el fláccido cuerpo al suelo. Rebuscó en sus bolsillos y silbó. Vaya, el tipo estaba forrado. Ochocientos pavos en total. Para sobrevivir más de dos meses.
Valia la pena haberlo matado. Total, tanto daban dos como tres.
Entonces se le ocurrió mirar su reloj.
Cielos, estaban a punto de transcurrir las veinticuatro horas desde su última toma. Tenía que apresurarse, el margen de tolerancia era apenas de media hora, luego ya resultaba irremediablemente tarde.
Olvidó al hombre tendido en el callejón, con el cuerpo doblado en un ángulo absurdo. Ya no importaba. Lo que importaba ahora era conseguir la grummie. Y sólo había una máquina expedidora en aquel maldito pueblo.
Compraría al menos una docena, y así podría ir unos cuantos días tranquilo por la vida.
Salió del callejón, corrió calle abajo, hacia la plaza de la estación. Allí estaba la máquina, brillando reconfortante. «Grummies, el destello de la vida! 10$ unidad. Sólo monedas.» Se detuvo ante ella. La acarició casi sensualmente: el sueño de una vida. Casi valla la pena matar por ellas. Introdujo la moneda, apretó el botón.
Hubo un sonido metálico, y la moneda cayó en el depósito de devoluciones.
Palideció. Quedaba muy poco tiempo antes de que se cumpliera el plazo de la toma, y la máquina más próxima estaba a, oh cielos, dieciocho kilómetros. Y la próxima lanzadera en aquella dirección aún tardaría en pasar... no quiso mirar los horarios.
Seguro que la moneda era defectuosa. No podía esperarse otra cosa de un pájaro como aquel que había dejado tumbado en el callejón. Probaría con otra, y si no con otra. Tenía muchas.
Introdujo otra moneda, fue a pulsar, y entonces vio el rótulo luminoso que se había encendido en la máquina a la vez que la primera devolución. Aquello era algo que solamente podía ocurrir en un poblacho de mierda como aquel, gimió un oscuro rincón de su cerebro, notando que los primeros síntomas del deliríum tremens empezaban a hormiguear en las yemas de sus dedos.
«MÁQUINA VACÍA. Diríjase al expendedor más próximo», parpadeaba tranquilamente, indiferentemente, el rótulo luminoso, mientras las primeras lágrimas de impotencia y desesperación empezaban a asomar a los ojos del grummy.
Fin