UN DÍA DE LAS MADRES INOLVIDABLE
Publicado en
agosto 24, 2017
Al despertar, se percató de que no tenía regalo. Sólo quedaba una posibilidad.
Por Phyllis Theroux.
HACE AÑOS, poco antes de que fuera yo madre y, por tanto, me quedara sin tiempo para hacer muchas cosas, trabajé como voluntaria en un asilo de ancianos. Una de las residentes empezaba a presentar síntomas de senilidad. Lo único que parecía descorrer el velo de sus ojos e iluminar aquel rostro suave y arrugado, era que alguien le pidiera hablar de su niñez.
Bastaba decirle: "Cuénteme de cuando perdió el manguito que su papá le regaló el día de su cumpleaños", y ella retrocedía en el tiempo. Yo la escuchaba a medias, y a medias me preguntaba si algún día sería como ella.
La niñez se recuerda porque se vive intensamente. Al mirar a mis hijos, evoco aquella edad en que todo se siente, esa cruz de la niñez que, con el correr de los años, uno reviste de oro.
Mi hijo mayor es casi un adolescente. Cada mañana lo envío a la escuela consciente de que, al fin y al cabo, no sé mucho acerca de él, y eso es precisamente lo que él desea... salvo a la hora de dormir, cuando al relajarse recobra la franqueza y por momentos puedo cruzar la línea divisoria a fin de comunicarle cierta esperanza.
La niña, que le sigue en edad, razona todo en términos de popularidad, de corazones rotos y llamadas telefónicas que componen las cosas entre sus amigas. Le preocupa pensar que, al llegar a la adolescencia, se verá obligada a odiarme. Yo le explico que no ha de odiarme forzosamente, pero que, si lo hiciera, el mundo no se derrumbaría. Sus ojos me dicen que no, que para ella el mundo sí se derrumbaría. La única vez que trató de huir soltó el llanto en el umbral mismo de la puerta, demasiado aterrada para escapar hacia la libertad.
El menor, en cambio, es un vagabundo nato. Inventa pretextos para fugarse no más que por sentir la emoción de la fuga. Cada mañana, cuando le doy u beso de despedida antes de la escuela, le aconsejo: "A las 3, te vienes derechito a casa", no sea que se le ocurra conocer la ciudad en el camino. Lo miro de hito en hito, como para aprenderme bien sus rasgos, y sé que no domino el arte de dejarlo en libertad cada minuto de su vida.
Es esta una neurosis de la que no me enorgullezco, porque mi mano izquierda, que trata de alejar al niño de mis faldas, no se entera de que la derecha lo está induciendo a que se aferre a ellas. Sin embargo, el último Día de las Madres el pequeño se independizó por completo.
La noche anterior, los dos mayores habían dado a entender que por la mañana quedaría yo gratamente sorprendida al ver sus regalos. El menor no parecía haber preparado nada, y guardaba silencio. Luego se fueron a dormir.
A eso de las 6 de la mañana, la niña entró en mi habitación y anunció: "Justin no está en su cama".
De un salto me puse en pie y empecé a llamarlo por toda la casa. No hubo respuesta. Por si estaba escondido, busqué bajo la cama, en los armarios, afuera...
Era domingo. Nadie más había despertado; las calles guardaban silencio; su bicicleta estaba en el porche. Mi mente era un caos. La cama vacía, las colchas arrojadas a un lado, los zapatos en el piso... A cualquier otra hora del día yo hubiera podido explicarme su ausencia; pero no a las 6 de la mañana de un domingo. Después de despertar a toda la familia y de mandarlos a buscar a Justin por las calles y callejuelas cercanas, y de gritar durante veinte minutos, tomé el auricular y avisé a la policía. "Mandaremos a alguien de inmediato", aseguró el oficial.
Al colgar el teléfono, traté de adivinar a dónde podía haber ido el niño, o por qué. Quedaba una posibilidad: mi huerto, a cuatro cuadras de distancia. No tenía motivos para ir allí. Nunca había ido solo. Pero era el único lugar donde no lo habíamos buscado, así que subí al auto.
No lo hallé en la primera cuadra. La segunda y la tercera estaban vacías. Y al término de la cuarta lo vi venir hacía mí con la cabeza gacha. Llevaba puestos los pantalones de su pijama e iba descalzo. Frené en seco y abrí de golpe la portezuela. Las válvulas de mi corazón se abrieron con alivio.
—¿Por qué? —le reclamé cuando entró en el auto. Se le arrasaron los ojos—. ¿A dónde fuiste?
—A tu huerto —contestó, llorando ya a lágrima viva apoyado en el tablero.
Lo tomé en brazos y sentí en mis costillas el calor y la fragilidad de su cuerpecito.
—¿Qué ibas a hacer allí?
—Me di cuenta de que era el Día de las Madres, y no te compré ningún regalo. Quería cortar algunas flores, pero al llegar a la avenida me acordé de que no me permiten cruzarla solo.
Recordando que, cuando él nació, di en pensar que era la criatura más perfecta y traslúcida que había visto, intenté decirle que no necesitaba yo flores. Lo estreché fuertemente y le aseguré que en ninguna tienda o huerto había nada que significase tanto para mí como él. Y lo felicité por haberse acordado de que no debía cruzar la avenida. Pero más valía volver a casa y avisar a la policía que ya estaba todo bien.
—¿La policía? —exclamó, con ojos muy redondos.
—Sí. Como no te encontrábamos, tuve que llamarla.
La tragedia del Día de las Madres fue entonces desplazada por una trama mucho más interesante que le hizo mantenerse muy recto en su asiento mientras volvíamos a casa.
Estoy segura de que los dos evocaremos siempre alguna escena de aquel día tan especial. Pero en este caso —pese a no ser ya una niña— mi imagen será la más intensa. Miré el rostro de Justin y lo vi alerta, lleno de curiosidad. No pude ver el mío; pero sé, por el calor que sentí que estaba iluminado.
CONDENSADO DE "PERIPHERAL VISIONS", © 1982 POR PHYLLIS THEROUX. SE REPRODUCE CON AUTORIZACIÓN DE THE AARON M. PRIEST LITERARY AGENCY, DE NUEVA YORK.