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agosto 15, 2017
TODAS las madres quieren que sus hijos sean perfectos, y la mía no es una excepción. A lo largo de mi infancia oí a cada rato el "¡Enderézate!", el "¡Ven a peinarte!" y todas esas consabidas frases. Aunque es cierto que en ocasiones me llegó a fastidiar, jamás protesté. Con el tiempo, mi madre cesó poco a poco de criticarme y hasta llegué a pensar que se había contentado con mi manera de ser.
Un día en que fui a visitarla, salimos de compras. Luego de estacionar el auto, entré en el almacén y ella detrás de mí. De repente la escuché decir: "¡Por favor, niña!, ¡enderézate!, ¡echa atrás los hombros!, ¡mete el estómago!, ¡saca el pecho!"
Había vuelto a sus andadas. Molesta, di media vuelta y repliqué:
—Mamá, llevo ocho años de vivir por mi cuenta. ¿No crees que ya es tiempo de que dejes de tratarme como a una chiquilla?
Me miró estupefacta.
—¿De qué hablas? Me estoy regañando a mí misma.
—J.W.
MI HERMANA llamó un día para comunicarme que había recibido una docena de rosas con una tarjeta que decía nada más: "Alguien que te quiere" y no llevaba firma.
Como buena soltera, pensó de inmediato en los novios y amigos que en algún momento de su vida había tratado; luego, en mis papás y en sus compañeros de trabajo. Agotada la lista de probabilidades, telefoneó a una amiga para que la ayudara a averiguar. Esta dijo algo que vino a aclarar la duda.
—Janet, ¿fuiste tú? —preguntó mi hermana.
—Sí.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque la última vez que charlamos te vi sumamente decaída, y quise que pasaras todo un día pensando en las personas que te apreciamos.
—J.A.C.
UNA NOCHE, mi marido y yo salimos a cenar con su jefe, persona entrada en años y de cierto respeto. Al ver que mi esposo empezaba a contar un chiste que ya antes había referido, le lancé un puntapié por debajo de la mesa, mas no reaccionó. Insistí y ni así cayó en la cuenta. De pronto se detuvo, sonrió y dijo:
—Disculpen. Ya lo había contado, ¿verdad?
Más tarde, en la pista de baile, le pregunté por qué había tardado tanto en entenderme.
—¿Cómo que por qué tardé? En cuanto me pateaste cambié de tema.
—Pero te di dos puntapiés, ¡y aun así tardaste!
De inmediato intuimos lo que había ocurrido y, avergonzados, regresamos a la mesa. Sin embargo, su jefe nos recibió muy afablemente.
—¡Vamos! No hay de que preocuparse —nos tranquilizó—. Después del segundo golpe comprendí que el mensaje no iba dirigido a mí, así que lo transmití.
—L.A.H.
MIENTRAS aguardaba la llegada del autobús, doblé mi blanco bastón plegadizo y lo guardé en mi bolsa de mano. A poco, una chiquilla se me acercó y me dijo:
—¿Querría usted ayudarme a cruzar la calle? Tengo miedo de los automóviles.
No quise aumentar sus temores diciéndole que era ciega, o sacando mi bastón.
—Te ayudaré con mucho gusto —le respondí—. Agárrate de mi mano y vamos a la esquina, en donde están las líneas blancas pintadas de un lado al otro de la calle.
La pequeña obedeció. Una vez que llegamos a la esquina, le recomendé:
—Ahora vuélvete a mirar con cuidado, y cuando veas que no viene ningún coche, me dices.
La chiquilla me indicó luego que podíamos pasar, y juntas cruzamos la calle.
A salvo ya en la acera opuesta, me dio las gracias y se alejó saltando alegremente. Esperé hasta que se hubiera desvanecido el rumor de sus pasos para sacar mi bastón y atravesar de vuelta la calle.
—B.C.
UNA DAMA algo pasada de peso estaba delante de mí en la fila de pasajeros que esperábamos viajar por Europa en un vuelo fletado. El dependiente del mostrador le hizo algunas preguntas de costumbre, entre ellas:
—¿Cuánto pesa usted, señora?
—Ochenta kilos —respondió ella—. ¿Por qué quiere saberlo?
—Para computar el consumo de combustible.
La pasajera lo pensó un momento; luego, inclinándose sobre el mostrador, le susurró al oído:
—Mejor auméntele diez kilos.
—B.R.K.
MIS DOS hermanos guiaban a un grupo de aficionados que iban a tirar al pato. Uno de los de la partida se había desviado para recoger un ave caída, cuando vio de improviso a un robusto pato revolotear sobre su cabeza como invitándolo a que lo derribara. Atolondrado, el neófito cazador lanzó precipitadamente tres disparos al aire sin tocarle una sola pluma al ave.
Suponiendo que iban a burlarse de él sus compañeros, amenazó con el puño al punto oscuro que volaba en el cielo, y gritó: "¡Y que no te vuelva a ver por aquí!"
—T.R.S.
PORQUE siempre resulta embarazoso el primer día de trabajo en cualquier empleo, solía yo poner sobre el escritorio de cada empleado nuevo una rosa amarilla y una tarjeta que rezaba: "Bienvenido. Esperamos que le agrade trabajar con nosotros".
Nadie dejó de agradecérmelo, ciertamente; pero nunca advertí lo mucho que mi gesto amistoso significaba para el personal, hasta que una mujer que llevaba ocho años en la empresa renunció porque iba a mudarse a otra parte del país.
En su último día de actividades dejó sobre mi escritorio una rosa amarilla y una tarjeta que decía: "Adiós. Sí me agradó".
—D.C.