PORTAL EN EL TIEMPO (C.L. Moore)
Publicado en
mayo 17, 2017
Llegó lentamente, con largos, suaves y ponderados pasos, a lo largo del vestíbulo de su casa del tesoro. Las riquezas de muchos mundos se hallaban aquí, a su alrededor; había saqueado el espacio y el tiempo para buscar los tesoros que llenaban este lugar. Las telas que moldeaban ricamente sus pliegues contra sus grandes miembros mientras caminaba también eran en sí mismas tan valiosas como cualquier otra cosa contenida por aquellas paredes, tejido formado por gasas impresas para formar relieves en diseños que no tenían significado tan lejos del mundo sobre el que habían sido creados, pero que en su belleza eran universales. Pero él, en sí mismo era más hermoso que cualquier otra cosa de aquella vasta colección. Lo sabía complacido, era un cálido y agradable conocimiento que se hallaba en lo más profundo de su mente.
Su movimiento era bello, pura energía que se esparcía por sus piernas mientras caminaba, con su gran masa poderosa y grácil. Las preciosas telas que usaba se desli- zaban abiertas por sobre su magnífico cuerpo. Recorrió con una sensual palma su costado, apreciando la textura de aquella extraña delicadeza grabada en un tejido más delgado que la gasa. Sus ojos eran altivos y estaban semi-cerrados, brillando multicolores bajo sus pesados párpados. Ojos que nunca tenían por dos veces el mismo color, pero cuyos colores eran siempre hermosos.
De nuevo se estaba poniendo impaciente. Conocía bien ese sentimiento, ese familiar estremecimiento de descontento que se agrandaba y se hacía más fuerte muy en lo profundo de su mente. Era de nuevo tiempo para salir otra vez en busca de algo peligroso. En tiempos pasados, cuando había comenzado a llenar esta casa del tesoro, la belleza en sí misma había sido suficiente. Ya no lo era. También tenía que haber riesgo. Sus gustos se estaban volviendo caprichosos y tal vez algo decadentes, pues había vivido por largo tiempo.
Sí, tendría que haber un riesgo inherente a la captura de su próxima nueva riqueza. Tendría que buscar algo muy bello y muy peligroso, y obtener lo uno y vencer a lo otro. Y el solo pensamiento de esto hizo que sus ojos cambiaran de color y que la sangre palpitase más deprisa, en poderoso ritmo, a través de sus venas. De nuevo pasó su palma por los diseños en relieve del tejido que se moldeaba contra su cuerpo. Los grandes e ininterrumpidos pasos le llevaron silenciosamente sobre los dibujos de agu- zados bordes del suelo.
Nada en la vida significaba mucho para él ya, excepto esas cosas bellas que su propia pasión por la belleza había reunido. Y aún acerca de éstas se estaba volviendo caprichoso. Miró al profundo marco colocado en la pared, justamente en el recodo del corredor, allá en donde sus ojos apreciativos no podrían evitar el contemplar los objetos que contenía bajo el ángulo justamente correcto. Allí había un grupo de tres organismos colocados en una disposición que en otro tiempo le había producido un intenso placer. En su propio mundo podrían haber sido seres vivos, quizá hasta inteligentes. Ni lo sabía ni le importaba. Ni siquiera recordaba ahora si en su mundo habían existido ojos con que ver, o mentes que pudiesen reconocer la belleza. Tan sólo, le importaba el que le habían produ- cido un agudo placer cada vez que giraba el recodo del corredor y los veía helados en eterna perfección dentro de su marco.
Pero mientras los miraba ahora, su placer se entenebreció. Sus semicerrados ojos cambiaron de color, recorriendo el espectro desde el verde amarillento hasta la fría pureza del verde puro. Este tesoro en particular había sido adquirido en perfecta seguridad; y ahora, al recordar esto, su valor disminuía para él. Y el estremecimiento de descontento creció en su mente. Sí, ya era tiempo para salir de nuevo de caza...
Y allí, colocada sobre un panel de seda, había una gran piedra oval cuya superficie exhalaba una luz tan suave como el humo, en oleadas cuyos colores cambiaban con lánguida lentitud. En otro tiempo el efecto había sido casi' intoxicante para él. La había tomado del pavimento central de una plaza de una gran ciudad, en un mundo cuya localización había olvidado hacía mucho. No sabía si la gente de la ciudad le había dado valor, o siquiera si había percibido su belleza. Pero la había ganado tras tan sólo una breve lucha, y ahora, en su talante amargo, no tenía valor ante sus ojos.
Aceleró sus pasos, y la misma sólida estructura del palacio vibró perceptiblemente bajo sus pies mientras se movía con majestuosa solidez a lo largo del corredor. Todavía estaba recorriendo con una palma en ausente apreciación el tejido que cubría su potente costado, pero su mente ya no estaba en sus actuales tesoros. Estaba mirando al futuro, y el color de sus ojos había ¡do cambiando a lo largo del espectro hasta llegar al naranja, cálido con la expectación de peligro. Las aletas de su nariz se ensancharon un poco, y su amplia boca se inclinó por los costados en una mueca invertida. Los dibujos, de costados afilados como navajas, del suelo resonaban débilmente bajo sus pisadas, y sus agudas intrincaciones seguían vibrando aún después de que la presión de sus pasos había terminado.
Pasó al costado de una fuente de fuego coloreado, por la que había destruido una ciudad, sólo para hacerse con ella. Apartó un tapiz tejido con aguzados cristales incon- movibles, que tan sólo su enorme fuerza podría haber movido. Produjo cascadas de destellos luminosos cuando lo tocó, pero su belleza ya no lo detuvo.
Su mente había corrido por delante de él, hacia aquella habitación en el centro del palacio, redonda y en penumbras, desde la que recorría el universo buscando botín, y a través de cuyos portales salía en sus expediciones. Llegó majestuosamente a lo largo del corredor hacia ella, pasando a lo largo de olvidados tesoros, mientras las gasas de sus ropas flotaban a su alrededor como si fueran nubes.
En la pared frente a él, en la semipenumbra de la habitación, una gran pantalla circular brillaba opacamente, esperando su foque. Un portal al tiempo y al espacio. Un porta! a la belleza y al peligro mortal y a todo aquello que hacía para él digna de vivir una vida que quizá ya se había prolongado demasiado. Necesitaba de severas medidas ahora, para lograr hacer vibrar sus cansados sentidos que en otro tiempo habían respondido tan ansiosamente a más estímulos de los que podía recordar. Suspiró, expandiéndose tremendamente su enorme pecho. En algún punto más allá de esa pantalla, sobre algún mundo que nunca antes había pisado, estaba esperando algún tesoro lo suficientemente bello como para tentar a su aburrimiento, y lo suficientemente peligroso como para superarlo por algún tiempo.
La pantalla se iluminó mientras se acercaba a la pared. Se movían en ella sombras desdibujadas. Vagos sonidos flotaban en el interior de la habitación. Sus maravillosos sentidos discriminaron los sonidos y las formas, y los hicieron a un lado mientras se formaban; sus ojos eran ahora redondos y luminosos, y los fuegos naranja se hicieron más profundos mientras miraba. Ahora, las sombras de la pantalla se movieron más rápidamente. Algo estaba tomando forma. Las sombras dieron un salto hacia atrás hasta adquirir una viveza tridimensional que parpadeó por un momento y que luego se concretizó hasta quedar enfocada, sobre un paisaje desértico, bajo un vivido cielo escarlata. Del suelo se alzaban una nube de altas flores, contorneantes, exquisitamente formadas, cuyos colores variaban en aquella extraña luz. Las contempló descuida- damente, e hizo una mueca. Y la pantalla se desdibujó. Buscó de nuevo en el vacío, cambiando de escena a curiosa escena y rechazándolas todas con una sola mirada. Había una pared de paneles translúcidos formando relieve alrededor de una ciudad que no se molestó en identificar. Vio un gran pájaro brillante que arrastraba un plumaje lu- minoso, y un tapiz tejido maravillosamente con escenas que no pertenecían a ninguna leyenda conocida, pero dejó que todas se disolviesen sin darles una segunda ojeada, y el brillo naranja de sus ojos comenzó a apagarse por el aburrimiento.
En una ocasión, se detuvo momentáneamente ante la imagen de un alto ídolo oscuro tallado en una forma que no reconocía, con sus extraños miembros adornados con joyas que goteaban fuego, y por un instante su pulso se aceleró. Era placentero el pensar en esas joyas colocadas sobre sus propios grandes miembros, dejando caer gotas de llama a lo largo de los corredores. Pero cuando miró de nuevo, vio que el ídolo se hallaba abandonado en un mundo deshabitado, y que su tesoro era suyo con tan sólo desear cogerlo. Y supo que una victoria tan fácil no le proporcionaría ningún placer. Suspiró de nuevo, desde lo más profundo de su poderoso pecho, y dejó que la pantalla variase sus imágenes.
Fue el lejano parpadeo del dorado relámpago en el vacío lo que primero llamó su atención y el distante chillido del mismo que venía de un mundo sin nombre. Cansina- mente, dejó que las sombras de la pantalla formasen una imagen. Primero fue el relámpago, silbando y retorciéndose desde un mecanismo para el que tan sólo malgastó una mirada desinteresada. Porque, al lado del mismo, estaban tomando forma dos figuras. Y mientras las contemplaba, sus inquietos movimientos se detuvieron, y el flotante tejido cayó lentamente sobre su cuerpo. Sus ojos brillaron de nuevo con color naranja. Se quedó muy quieto, mirando.
Las figuras tenían una forma que nunca antes había visto. Remotamente, era similares a él mismo, pero más flexibles y muy delgadas, y de proporciones grotescamente diferentes a las suyas. Y una de ellas, a pesar de la diferencia, era... La contempló pensativamente. Sí, era bella. La excitación comenzó a encenderse tras su tranquilidad. Y cuanto más tiempo miraba, más claramente veía crecer la sutil belleza del organismo. No tenía una obvia ostentosidad como las joyas que goteaban fuego o como el brillantemente emplumado pájaro, sino que la suya era una delicada belleza de curvas suaves y largas, y líneas continuas, y colores en tintes suavemente combinados de melocotón y cremoso blanco con cálido naranja rojizo. Los pliegues verdeazulados que la rodeaban eran probablemente ropajes de algún tipo. Se preguntó si sería lo bastante inteligente como para defenderse, o si la criatura situada a su costado, que estaba haciendo saltar rayos del mecanismo sobre el que se inclinaba, sabría o le importaría defenderla si es que trataba de llevarse a su compañera. Se aproximó más a la pantalla, mientras su respi- ración comenzaba a hacerse más rápida y sus ojos comenzaban a brillar con los primeros tonos de rojo que indicaban excitación. Sí, era una cosa muy bella. Un trofeo, realmente hermoso, para sus corredores. Brevemente, la imaginó colocada en un marco cuyos ornamentos harían eco de las suaves y sutiles curvas de la misma criatura, coloreado para dar más relieve a la delicadeza del colorido del sujeto. Ciertamente, era una presa por la que valía la pena tomarse molestias... si es que había el suficiente peligro como para convertirla en una presa codiciable.
Colocó una mano en cada lado de la pantalla y se inclinó un poco hacia delante, contemplando con ojos que ahora eran de un peligroso escarlata. Aquel restallido de relámpagos parecía ser un arma de algún tipo. Si las criaturas tenían inteligencia... sería divertido el comprobar los límites de sus mentes y la potencia del arma que estaban usando.
Miró por un momento más, con su pulso acelerándose y sus potentes hombros echados hacia delante. Luego, con un encogimiento, apartó el molesto tejido de gasa y rió muy adentro de su garganta, y se introdujo en un movimiento continuo en el interior del portal de la pantalla. Fue desnudo y sin armas, con sus ojos brillando escarlatas. Eso era todo lo que hacía que valiese la pena el vivir: el peligro y la belleza detrás del peligro.
La oscuridad giró a su alrededor. Se lanzó hacia delante a través del infinito sin dimensiones, a lo largo de un corredor diseñado por él mismo.
La muchacha se recostó en el banco metálico y cruzó una larga y hermosa pierna sobra la otra, haciendo agitarse los pliegues constelados de lentejuelas de su vestido en un movimiento parpadeante.
—¿Cuánto falta, Paul? —preguntó.
El hombre miró por encima de su hombro y sonrió.
—Cinco minutos. Ahora mira a otro lado: voy a intentarlo de nuevo.
Alzó la mano para deslizar una máscara transparente y curvada hacia adelante, protegiendo su placentera faz oscura del brillo. La muchacha suspiró y se giró en el banco, apartando la vista.
El laboratorio estaba construido con paredes y techo de un metal de pálido reflejo, así que el parpadeo de su traje verdeazulado se movió, como si por todos lados hubiera espejos empañados, cuando cambió de posición. Alzó un brazo desnudo para tocar su pelo, y vio cómo la reflexión se alzaba también, y tocaba la pálida sombra que era su pelo, brillando como cenizas plateadas y elaboradamente peinado.
El murmullo del metal bien aceitado rozando contra metal le dijo que una palanca había sido movida, y casi instantáneamente la habitación se llenó con un destello dorado, como si fuera luz de día, rota en fragmentos silbantes y recortados como el relámpago. Por un largo momento, las paredes vibraron con luz y sonido. Luego, el silbido cesó, y el brillo se apagó. Un olor de metal caliente se difuminó por el aire.
El hombre suspiró fuertemente, satisfecho, y levantó ambas manos para sacarse la máscara. Por detrás del cristal, ella le oyó decir:
—Bueno, ya está hecho. Ahora podemos...
Pero nunca terminó, y el casco permaneció fijado sobre sus hombros mientras miraba a la pared que ambos enfrentaban. Lentamente, casi sin pensar, echó a un lado el cristal, apartándolo de su rostro, como si pensase que pudiera ser el responsable de la cosa que ahora ambos veían. Porque, por encima de las bancadas de maquinaria que controlaban el mecanismo que acababa de hacer funcionar, había caído una sombra sobre la pared. Un gran círculo de sombra...
Ahora era un círculo de oscuridad, como si el atardecer hubiera corrido, sin respetar el tiempo, hasta convertirse en medianoche ante ellos mientras miraban, una medianoche más oscura que cualquiera que la Tierra hubiera jamás conocido. La medianoche del éter, de los espacios sin fondo entre los mundos. Y ahora ya no era una sombra, sino una ventana que se abría a esa oscuridad estaba brotando a través de ella...
Como humo, la oscuridad fluyó sobre ellos, haciendo palidecer el brillo de la maquinaria, haciendo palidecer el suave cabello de la muchacha y los suaves hombros brillantes y el parpadeo de su vestido hasta que el hombre la contempló como a través de velo sobre velo de cayente penumbra.
Asombrado por la oscuridad, se movió, haciendo un gesto inútil como si quisiera apartar con ambas manos la oscuridad de delante de su rostro.
—Alanna... —dijo desamparado—. ¿Qué ha sucedido? No... no... puedo ver demasiado bien.
La oyó gemir asombrada, colocando sus propias manos sobre sus ojos, como si pensase que repentinamente la ceguera hubiera caído sobre ambos. Sentíase demasiado enfermo, con un mareo repentino, como para moverse o para hablar. Esto, se dijo a sí mismo alocadamente, debe ser la ceguera que antecede a un desmayo, y obediente- mente hizo que le pareciera que el suelo se inclinase, como si la ceguera y el mareo fueran inherentes a él mismo y no el resultado de alguna fuerza externa. Pero antes de que cualquiera de ambos pudiera hacer algo más que agitarse un poco, mientras sus mentes trataban desesperadamente de racionalizar lo que estaba sucediendo, atri- buyéndolo a cualquier debilidad de sus propios sentidos, la oscuridad se hizo completa. La habitación se llenó de ella, y la visión dejó de existir.
Cuando el hombre notó temblar el suelo, pensó por un momento intemporal que era su propia ceguera, y su propio desmayo de nuevo, que estaban engañando a sus sentidos. El suelo no podía agitarse, como movido por pasos gigantescos, porque no había allí nadie más que ellos mismos... no podían producirse unos enormes pasos, moviéndose suavemente a través de la oscuridad, haciendo que las paredes temblasen un poco al acercarse...
La respiración entrecortada de Alanna se oía claramente en el silencio. No hubo terror al principio en su voz, sino una pregunta sorprendida:
—Paul... Paul... No...
Y entonces oyó el inicio de su alarido. Oyó el inicio, pero increíblemente nunca oyó el fin del mismo. Por un momento los ecos vibrantes de su grito llenaron la habitación, surgiendo de una garganta completamente distendida por el terror; al siguiente, el sonido disminuyó y se desvaneció en distancias infinitas, alejándose de él y haciéndose delgado y pequeño mientras el eco del primer sonido aún resonaba por la habitación. La imposibi- lidad de una tal velocidad dio el último toque de pesadilla a todo el episodio. No se lo creía.
La oscuridad estaba palideciendo de nuevo. Frotándose los ojos, y todavía inseguro de que esto no hubiera sido más que una corta aberración de sus propios sentidos, dijo:
—Alanna... Creí...
Pero el atardecer, alrededor suyo, estaba vacío. No tenía la menor idea de cuánto tiempo pasó entre aquel momento y el instante en que al fin se lanzó recto, enfrentándose a la pared sobre la cual todavía se hallaba la sombra. Entre los dos debió de haber un período de frenética búsqueda, o casi histeria y dudas e inseguridad. Pero ahora, mientras estaba mirando a la pared de la que aún colgaba, oscura, la sombra, atrayendo hacia sí los últimos velos del atardecer desde los rincones de la habitación, dejó de racionalizar o de no creer.
Alanna había desaparecido. En alguna forma, aunque fuera imposible, en la oscuridad que había caído sobre ellos había caminado majestuosamente un Algo, haciendo temblar a las paredes, y la había asido en el momento en que decía: Paul, creyendo que era él mismo. Y mientras chillaba, se había desvanecido a infinitas distancias de esta habitación, llevándola consigo.
No tenía tiempo para considerar que se trataba de algo imposible. Tan sólo tenía tiempo para darse cuenta de que nada había cruzado junto a él hacia la puerta, y que el gran círculo en la pared, frente a él, era... ¿una entrada?, de la que había surgido Algo y por la que este Algo había regresado, y esta vez llevándosela a ella.
Y la entrada se estaba cerrando.
Dio un paso hacia ella, irrazonado y urgente: Y entonces tropezó con el instrumento que había estado probando justo antes de que la locura entrase en la habitación. El verlo y tocarlo le devolvió algo de su cordura. Aquí había un arma; ofrecía un asidero con el que aferrarse a la cordura que se le estaba escapando, al saber que no estaba totalmente inerme. Brevemente se preguntó si cualquier arma le sería de utilidad contra Aquello que llegaba en una imposible oscuridad sobre pies que no producían ningún sonido, pero cuyo paso agitaba los cimientos del edificio.
Pero el arma era pesada. ¿Y a cuanta distancia de la unidad central funcionaría? Con dedos temblorosos, la asió por el manguito de transporte. Vaciló un poco, al levantarla, pero se dirigió hacia el fondo de la habitación en donde el gran círculo bebió los últimos restos de su atardecer y comenzó imperceptiblemente a palidecer sobre la pared. Si es que iba a perseguir a Aquello que se había escapado por sorpresa, debía apresurarse...
Dio una mirada al conmutador de la unidad central, para asegurarse de que estaba puesto a carga máxima, pues el arma tan sólo absorbía energía de aquella fuente. Aunque no sabía si lo haría a la inconmensurable distancia a la que iba a ir... Dio una última mirada alrededor de la habitación para asegurarse de que Alanna había de- saparecido.
El arco inferior del círculo era un umbral que se abría a la oscuridad. No podía creer que pasaría a través de él, a través de esta sombra plana sobre la lisa y sólida pared, pero inciertamente extendió la mano, y dio un paso hacia adelante, y otro, ¡acunado por el peso del aparato que llevaba.
Pero aquí ya no había peso. Y tampoco había ninguna luz o sonido Tan sólo un violento movimiento en espiral, que le hizo girar y girar en las profundidades de su ceguera. Le hizo girar interminablemente, girar por incontables ocasiones que pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Y entonces...
—¡Paul! ¡Oh, Paul!
Se quedó tambaleante, en una habitación redonda y medio en penumbra, cuyas paredes estaban cubiertas por extraños diseños que le resultaba difícil enfocar. Ninguno de sus sentidos había dejado de ser agitado intolerablemente; ahora mismo, no podía ni siquiera fiarse de su vista. Pensó ver a Alanna en la semioscuridad, con su plateado cabello cayéndole sobre los pálidos y brillantes hombros, y su rostro distorsionado por el asombro y el terror...
—¡Paul! ¡Paul, contéstame! ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido?
Todavía no podía hablar, tan sólo podía agitar su cabeza y agarrarse por ciego instinto al peso que le colgaba de un brazo. Alanna ocultó sus hombros desnudos bajo su cabello acurrucándose temerosa, quedando marcados en sus cremosos brazos círculos más pálidos en los lugares donde sus dedos apretaban más fuerte. Sus dientes castañeaban, aunque no por frío.
—¿Cómo hemos llegado aquí? —estaba diciendo—. ¿Cómo llegamos aquí, Paul? Tenemos que regresar, ¿no? Me pregunto qué es lo que nos habrá sucedido —las pala- bras casi no significaban nada, pero era como si el sonido de la conversación fuese más importante para ella que el sentido de lo que estaba diciendo—. Mira detrás tuyo, Paul... ¿Lo ves? Vinimos por allí.
Se giró. Un gran espejo circular se alzaba tras él en la penumbrosa pared, pero un espejo invertido, de forma que no los reflejaba a ellos mismos sino a la habitación que acababan de abandonar.
Lo vio, más claro que en una fotografía: las paredes de su laboratorio brillando con reflejos apagados, sus baterías y diales, y el control encendido frente a ellos que significaba que, quizá, el pesado artefacto que llevaba sería mortal. ¿Mortal? ¿Un arma en un sueño? ¿Acaso sabían siquiera que el Algo que vivía allí era enemigo?
Pero todo esto era ridículo. Era todavía demasiado pronto como para aceptar el hecho de que estaban allí. En realidad, naturalmente, ambos debían de estar allá en el la- boratorio, y ambos estaban soñando vivir el mismo extraño sueño. Y en alguna forma, se dio cuenta de que sería peligroso el tratar todo esto como si fuera rea!. Porque si aceptaba, aún por implicación, que una tal cosa pudiera ser verdadera, entonces quizá... quizá... ¿Podría él aceptarla hacer que se «convirtiese» en real?
Dejó su arma en el suelo y se frotó el brazo, asombrado, mirando a su alrededor.
Todavía no salían fácilmente las palabras, pero debía de hacer una pregunta:
—Esa... esa cosa, Alana. ¿Qué era? ¿Cómo...?
Ella se aferró aún más fuerte sus hombros desnudos, y otro espasmo de escalofrío la recorrió. Las lentejuelas verdeazuladas chisporrotearon heladas estrellitas. Su voz también temblaba; su misma mente parecía estar temblando tras los ojos en blanco. Pero cuando habló, las palabras casi tuvieron sentido. Y hacían eco a su propio pensamiento.
—¿Sabes?, estoy soñando todo esto —su voz sonaba lejana—. Eso no está sucediendo en realidad, pero... pero «algo» me tomó en brazos allá —indicó el laboratorio reflejado en la pared—, y todo giró, y entonces... —un escalofrío más violento la sacudió—. No sé...
—¿Lo viste? ¿Qué aspecto tenía?
—No lo sé, Paul.
Cerró sus labios a las preguntas que pugnaban por ser formuladas. Realmente, aquí en el sueño, muchas cosas eran muy extrañas. Por ejemplo, esos dibujos en las paredes. Creyó que ahora podía comprender cómo era posible mirar algo y no estar seguro en absoluto de lo que era ese algo. Y los fuertes espasmos de escalofríos que sufría Alanna probaban que un shock nervioso debía de haber filtrado en su mente mucho de lo sucedido. Ella dijo:
—¿No regresamos ahora, Paul? —y sus ojos miraron por encima de él hacia el laboratorio reflejado. Era una pregunta infantil; su mente estaba rehusando aceptar cual- quier cosa que no fueran las partes esenciales de su situación. Pero él no podía responder. Su primer impulso fue decir:
—Espera, nos despertaremos en un minuto —pero supongamos que no lo hicieran, supongamos que quedaran allí atrapados. Y si la Cosa volvía... Gravemente, dijo—: Naturalmente que es un sueño, Alanna. Pero mientras dura, creo que tendremos que actuar como si fuera algo real. No quiero... —lo cierto era, pensó, que tenía miedo—. Debemos hacerlo. Y regresar no nos haría ningún bien mientras sigamos soñando. «Eso» vendría tras nosotros de nuevo.
Atravesaría el sueño para arrastrarlos de nuevo, y después de todo, había gente que moría mientras dormía... morían en sueños, pensó.
Tocó su poco manejable arma con el pie, pensando silenciosamente: «Esto nos ayudará... quizá. Si es que algo puede ayudarnos, será esto. Y si no puede... bueno, tampoco nos serviría el echar a correr». Y miró hacia la alta y distorsionada abertura que debía ser una puerta hacia alguna otra parte de este inimaginable edificio de sus sueños. Entonces, se había ido por allí. Quizá deberían seguirle. Quizá su mejor posibilidad para despertarse a salvo de esta pesadilla se encontrara en actuar impetuosamente, en seguirlo con el arma antes de que esperase a que lo hicieran. Tal vez ni siquiera sospechase su presencia allí. Debía de haber dejado a Alanna sola en la habitación en penumbra, pensando en regresar, pero no imaginando hallarla con un defensor, o en encontrar al defensor armado...
¿Pero estaba armado? Sonrió amargamente.
Quizá debiera probar el arma. Y no obstante, no lo sabía, tal vez la extraña mirada de la Cosa estuviese contemplándolo ahora. Tenía una fuerte inclinación a no dejar que supiera que tenía una defensa contra ella. La sorpresa... eso era importante. Mantendría en secreto su arma hasta que la necesitase, si es que la necesitaba. Con mucha suavidad, apretó el gatillo de la lente que había lanzado rayos en la lejana cordura de su laboratorio. ¿Funcionaría en un sueño? Por un largo momento no sucedió nada. Luego, suave y levemente, notó cómo el aparato comenzaba a vibrar junto a su mano. Era toda la prueba que se atrevía a hacer. Había energía. ¿Bastante? No lo sabía. Realmente, era impensable el que tuviera necesidad de saberlo. Y no obstante...
—Alanna —dijo—. Creo que será mejor que exploremos un poco. No sirve de nada el quedarnos aquí esperando que «eso» regrese. Tal vez sea amistoso, a menudo los seres de los sueños lo son. Pero me gustaría saber qué es lo que hay ahí afuera.
—Nos despertaremos en un minuto —le aseguró ella con voz temblorosa—. Realmente, creo que estoy bien. Tan sólo... tan sólo estoy nerviosa.
El pensó que parecía estar saliendo de su estupor. Tal vez la perspectiva de una acción, cualquier clase de acción, aún impensada como esa, era mejor para ambos que la inactividad. Se sintió más seguro de sí mismo cuando alzó la pesada arma.
—¡Pero Paul, no podemos! —ella se giró, a mitad de camino hacia la puerta, y se le enfrentó—. ¿No te lo dije? Ya intenté eso antes de que tú llegases. Afuera hay un corredor, con cuchillos por todo el suelo. Formando dibujos, espirales afiladas y... y formas. Mira —levantó un poco su falda poblada de lentejuelas y alzó un pie. Podía ver las limpias y definidas laceraciones en la suela de piel. Sus hombros descendieron un poco. Luego dijo: —Bueno, de cualquier forma, demos una ojeada. Ven.
El corredor se extendía ante ellos, hundiéndose en purpúreas distancias, con grandes cavidades góticas y arcos Había cosas en las paredes. Como los dibujos de la habitación que se hallaba a sus espaldas, muchos no podían ser enfocados, eran demasiado diferentes a cualquier cosa existente en la experiencia humana para poder llevar un significado al cerebro. El ojo los percibía sin ver, sin sacar conclusiones. Pensó vagamente que el corredor parecía como si fuera un museo, con todos esos grandes marcos en las paredes.
Al lado de la puerta, estaba apoyado otro marco alto, vacío. Aproximadamente de un metro ochenta de alto, era lo bastante profundo como para que un hombre se introdujese en él, y alrededor de sus bordes parpadeaba una bella y elaborada decoración, coloreada precisamente como el traje azul verdoso de Alanna. Entremezclados con él se veían hilos de plata, el color de su pálido y brillante cabello.
—Parece un féretro —dijo sin pensar Alanna. Un pensamiento muy desagradable agitó en la mente de Paul, pero no quiso aceptarlo. Lo sacó rápidamente de su cerebro. Pero ahora estaba más contento de haberse traído aquella arma lanzarrayos.
El corredor brillaba extraño frente a ellos. Había demasiadas cosas que no podían ver claramente, pero las afiladas decoraciones del suelo estaban lo bastante claras. Hacían que la mente se extraviase un poco al pensar en ese algo totalmente extraño que se escondía tras la elección de un tal adorno para un suelo sobre el que se tenía que caminar... aunque fuera en sueños. Pensó con brevedad en los grandes pasos que habían hecho temblar la tierra en la oscuridad del laboratorio. Aquí en el sueño, caminaban sobre aquel suelo de cuchillos. Tenían que hacerlo. ¿Pero cómo?
Las espirales del dibujo formaban grandes lazos y rosetones. Tras un momento, contemplándolas, dijo:
—Creo que podremos hacerlo, Alanna. Si caminamos entre los cuchillos... Mira, hay bastante espacio si vamos con cuidado —y si no iban con cuidado, si tenían que correr...—. Tendremos que arriesgarnos —dijo en voz alta; y con estas palabras se admitió a sí mismo, por primera vez, un sentido de urgencia en ese sueño, de riesgo y de peligro.
Asió con mayor firmeza su carga, y dio un cuidadoso paso en el hueco de una espiral acerada. Tambaleándose un poco, agarrándose a su brazo para equilibrarse, Alanna siguió tras él.
Silencio... Huecos vastos y sin eco, agitándose con su aliento a todo su alrededor. Avanzaron muy lentamente, buscando con los ojos bien abiertos cualquier signo de vida en la distancia, con sus sentidos en tensión y sufriendo con el conocimiento casi subconsciente de que cualquier vibración, por pequeña que fuese, en el suelo, indicaría que unos grandes pasos se aproximaban. Pero Aquello que había abierto el portal ante ellos había desaparecido, durante un momento, y los había dejado a su libre albedrío.
Paul llevaba dispuestas en su mano libre las lentes de su arma, ejerciendo una mínima presión continua sobre el gatillo para que el aparato palpitase suavemente contra su palma. Esta seguridad de que todavía existía un contacto con su lejano laboratorio y este increíble corredor era lo único que hacía que continuase avanzando por entre los aguzados mosaicos.
Avanzaron lentamente, pero pasaron muchas cosas extrañas. Una tremenda cortina transparente colgaba de la bóveda del techo en pliegues tan inamovibles como el acero. Se deslizaron a través del pequeño triángulo de abertura en donde el tapiz colgaba suelto, y, cuando rozaron su costado, saltó sin hacerles daño una cascada de brillantes chispas. Pasaron al lado de una fuente que lanzaba desde su taza, en el centro del suelo del corredor, borbotones de llamas silenciosas. Vieron por las paredes, enmarcadas o no, cosas demasiado extrañas como para pensar en ellas claramente. Esa misma rareza estaba preocupado al hombre. En los sueños, uno combina los estímulos del pasado, temores, esperazas y memorias. Pero ¿cómo podía uno pensar en cosas como ésas?
¿En qué lugar de un pasado humano podían hallarse tales memorias?
Rodearon una piedra ovalada colocada en el suelo, alrededor de la cual, giraban los dibujos metálicos. Se marearon los dos cuando la miraron directamente. Era un mareo peligroso, pues una caída terminaría sobre los afilados bordes. Y en una ocasión pasaron al lado de un algo indescriptible que colgaba contra un panel negro en la pared, y que hizo que acudiesen lágrimas a sus ojos por su absoluta belleza. Una cosa de una hermosura insoportable, tan apartada de la experiencia humana, que no dejó ningún recuerdo en sus mentes una vez la hubieron dejado atrás. Tan sólo quedó el impacto emocional, una be- lleza recordada pero demasiado exquisita como para que la mente pudiera asirla y guardarla. Y el hombre supo entonces definitivamente que esto al menos no era parte de ninguna memoria humana, y que no podía ser ningún sueño.
Lo vieron todo con la extraña claridad y viveza de unos sentidos aguzados por la incertidumbre y el miedo, pero también lo vieron con una neblina de ensueños que se aclaró un poco a medida que avanzaban. Para el hombre, estaba amaneciendo una terrible sorpresa. Después de todo, ¿podía ser un sueño? ¿Podía ser alguna realidad ex- traña en la que hubiesen caído? Y la importancia de aquel marco colocado junto a la puerta por la que habían cruzado: el marco con forma de ataúd y adornado con los co- lores del traje y el cabello de Alanna... En lo profundo de su mente sabía para lo que era aquel marco. Sabía que estaba caminando a través de un museo repleto de cosas bellas, y estaba comenzando a sospechar el porqué también Alanna había sido traída allí. Todo esto parecía impensable, aún en un sueño tan loco como este, y sin embargo...
—Mira, Paul —miró a un lado. Alanna había, extendido la mano para tocar un marco de acero azul situado en la pared, cuyos bordes no encerraban más que un pálido brillo rosáceo. Estaba mirando a su interior, con su rostro animado ahora. Evidentemente, aún no había recapacitado sobre aquel otro marco. No había pensado aún que tal vez ninguno de los dos despertase de este sueño.
—Mira —dijo ella—. Parece vacío, pero puedo «sentir» algo... algo como plumas. ¿Qué es lo que supones...?
—No trates de suponer —dijo él casi con brusquedad—. No hay ningún sentido en todo esto.
—Pero es que algunas de las cosas son tan bellas, Paul. Mira eso... Esa tormenta de nieve allí delante, entre los pilares.
Miró. Velando el corredor a una cierta distancia, a lo lejos, colgaba una cascada de copos formando dibujos, inmóviles en el aire. Quizás eran bordados realizados sobre un tejido gasoso demasiado fino para ser visto. Pero, mientras miraba, creyó verlos agitarse un poco. Agitarse y detenerse, y volver a agitarse, como si... como si...
—¡Paul!
Todo se quedó inerte por un momento. No necesitó del susurro de Alanna para hacer que su corazón se detuviese mientras se esforzaba intolerablemente por escuchar, por ver, por sentir... Sí, definitivamente, ahora veía cómo la cortina se agitaba. Y el suelo vibraba con ella en débiles ritmos ocasionados por el lejano temblor...
«Ahora es», pensó. Ahora es cierto.
Desde hacía minutos sabía ya que no estaba caminando en un sueño. Se hallaba en medio de una realidad imposible. Y el mismo Enemigo se acercaba más y más con cada gran paso silencioso, y no había nada a hacer sino esperar, nada en absoluto. Quería a Alanna. Sabía por qué. No lo querría a él, y lo apartaría como si fuera humo en su imparable caminar hacia ella, a menos que el arma pudiese detenerlo. Su corazón comenzó a palpitar con pesados y fuertes golpes que hacían eco a los lejanos pasos.
—Alanna —dijo, notando un casi inaudible temblor en su voz—. Alanna, ocúltate detrás de algo, detrás de ese pilar. No hagas ruido. Y si te lo ordeno... «corre».
Se colocó a su vez tras un pilar más cercano, con su brazo doliéndole por el peso de su carga, y con las lentes vibrando débilmente contra su palma con la promesa de la energía domada. Pensó que funcionaría...
Seguía sin oírse ruido de pasos mientras el ritmo se hacía más fuerte. Tan solo por la intensidad de los temblores que agitaban el suelo podía juzgar lo cerca que se hallaba la Cosa. Ahora, el mismo pilar se estaba agitando, y la tormenta de nieve se convulsionaba cada vez que un poderoso pie golpeaba silenciosamente el suelo. Paul pensó en los cortantes dibujos que esos pies estaban hollando con pasos tan firmes y medidos. Durante un momento de pánico, lamentó su atrevimiento al venir a enfrentarse con la Cosa. Le sabía mal ahora el no haberse escondido en la habitación del espejo, lamentaba no haber huido de vuelta por la oscuridad en espiral a través de la cual había llegado. Pero uno no puede escapar a una pesadilla. Mantuvo a su arma vibrando contra su palma como si fuera algo vivo, esperando para lanzar su rayo contra... ¿qué?
Ahora estaba muy cerca. Ahora estaba justamente detrás de la tormenta de nieve entre los pilares. Podía ver un movimiento indefinible a través de su velo.
La nieve se apartó de sus poderosos espaldas, y formó una nube sobre su gran cabeza en forma que no podía ver muy claramente lo que se alzaba allí, alto y grotesco y terrible, con sus ojos brillando escarlatas a través del velo. Tan solo se fijaba en los ojos, y en la majestuosa masa del individuo, antes de que su mano, por iniciativa Propia, se cerrase fuertemente sobre la cosa que vibraba en su palma.
Por un momento sin fin, nada sucedió. Estaba tan asombrado ante la magnitud de la cosa con que se enfrentaba que ni siquiera sentía terror por el fallo de su arma; el asombro cerraba el paso a cualquier otro pensamiento. Aún estaba algo atontado cuando el destello de luz dorada saltó silbante de su mano, desparramando su brillo a través del espacio que los separaba.
Y entonces el alivio fue como una debilidad que soltó todos sus músculos, mientras recorría con la letalidad de su arma el cuerpo del Enemigo, oyendo al aire gritar con su energía, viendo como los pilares de piedra se ennegrecían ante esos latigazos de luz. Estaba cegado por su gloria; tan sólo podía quedarse allí, lanzando los rayos y cerrando los ojos ante su brillo. El aire estaba lleno del hedor de piedra y metal quemados, y podía oír en alguna parte el golpe de una columna al derrumbarse, segada por el haz de la llama. Seguramente, «aquello» también debía estar consumiéndose y cayendo... La esperanza comenzó a destellar en su mente.
Fue el gemido de Alanna lo que le dijo que algo andaba mal. Todavía atontado por la luz¡alzó el brazo para cerrar el visor de cristal de la máscara que aún llevaba y, como por arte de magia, el destello dejó de cegarle. Pudo ver entre los largos y serpenteantes látigos de luz: vio caer los pilares, y cómo los dibujos de acero del suelo se teñían de azul y se fundían. Pero podía también ver aquello alzado entre los pilares que se derrumbaban...
Podía verlo en pie, bañado totalmente por las llamas, ver cómo éstas chocaban contra su tremendo pecho y se desparramaban sobre sus grandes hombros como una ducha de agua, impotentes e inútiles.
Sus ojos estaban oscureciéndose pasando desde el rojo hasta un airado púrpura, mientras avanzaba dando un tremendo y poderoso paso, apartando de un manotazo las chispas de su rostro, adelantando un terrible brazo...
—Alanna —dijo el hombre con voz muy tranquila, por debajo del chillar de la llama—. Alanna... será mejor que comiences a irte. Lo retendré tanto como pueda. Será mejor que corras, Alanna...
No supo si le había obedecido. No podía apartar su atención del desesperado asunto que le ocupaba: el retrasarlo, el retenerlo aunque fuera por sesenta segundos, por treinta segundos, por un suspiro más de vida libre. Lo que ocurriría después era algo en lo que prefería no pensar. Quizá no fuera la muerte, quizá fuera algo más extraño y temible que la muerte... Sabía que la lucha era inútil y sin sentido, pero también sabía que debía luchar mientras le quedase un ápice de aliento.
Había un estrechamiento en el corredor entre el lugar donde se encontraban él y la cosa. El rayo había dañado ya una pared.
Lo apartó del coloso que se acercaba e hizo que el fuego recorriese, chillando, las ennegrecidas piedras, arriba y abajo, viendo cómo el cemento se fundía entre ellas, y cómo las vigas se doblaban bajo tan terrible calor.
Las paredes gruñeron, chirriando sus bloques al rozar superficie contra superficie. Lentamente, cayeron unas sobre otras; lentamente, se derrumbaron. El polvo se alzó en una nube para ocultar el colapso final del corredor, pero ente el estruendo se oyó el aullido de los rayos, y los rugidos del metal rozando contra las piedras derrumbadas. Y luego, audiblemente, un nuevo sonido de otra presión que comenzaba a actuar.
El hombre se quedó por un momento paralizado, atontado por una irrazonable esperanza de haber detenido finalmente al Enemigo, no atreviéndose a mirar demasiado fijamente por miedo al fracaso. Pero la esperanza y la desesperación llegaron casi simultáneamente a su mente cuando vio cómo la masa de las caídas paredes se estre- mecía y resistía por un momento... pero sólo por un momento.
Con polvo y bloques de piedra y vigas de acero cayendo de sus tremendas espaldas. Aquello atravesó el arruinado arco. Los rayos dorados recorrieron su rostro, silbando y gritando fútilmente. Los ignoró. Sacudiéndose ¡os cascotes de la pared, se adelantó, con sus ojos púrpura Por la irritación y sus grandes manos extendidas.
Y así falló el arma. Soltó el gatillo, oyendo como el alarido moría en el aire mientras los largos cordones relampagueantes se apagaban. Fue el instinto haciendo eco sobre los milenios desde el primer antecesor combativo del hombre, lo que hizo que alzara la pesada máquina con ambas manos sobre su cabeza, y la lanzase contra el rostro del Enemigo. Y fue un poco como el abandonar a un camarada vivo el dejar que la vibración de aquel potente aparato abandonase por fin el contacto con su alma.
Ciegamente, lanzó el arma, y con el mismo movimiento giró y echó a correr. El suelo cubierto de cuchillos comenzó a pasar bajo él. Si lograse conseguir un ritmo que lo llevase de un hueco a otro hueco vacío en el dibujo, quizás hasta pudiese alcanzar la habitación situada al final del corredor. No había refugio en ninguna parte, pero un instinto irracional le hacía buscar el lugar por el que había entrado allí...
Por delante suyo, un parpadeo de lentejuelas y verde-azuladas, vistas de vez en cuando, le decía que Alanna también estaba corriendo, manteniendo milagrosamente su equilibrio entre los dibujos del suelo. No podía mirar hacia adelante para contemplarla. Sus ojos estaban soldados a las espirales y los lazos entre los cuales se hallaban sus precarios puntos de apoyo. Tras él, golpeaban silenciosamente los grandes pies, haciendo vibrar el suelo.
Las cosas que pasaron entonces ocurrieron demasiado rápidamente como para que su cerebro lograse formar ninguna secuencia con ellas. Supo que el silencio que había vuelto a inundarlo todo cuando los rayos chirriantes habían muerto fue repentina y asombrosamente roto de nuevo por otro sonido. Recordó ver como los dibujos metálicos del suelo daban nuevas sombras, recortadas por la luz que llegaba desde tras él, y supo que el Enemigo había hallado el gatillo que él había soltado, y que ahora su arma vibraba sobre una mano extraña.
Pero ocurrió en el mismo instante que la puerta de la habitación de entrada se alzó frente a él, y se lanzó desesperadamente en la penumbra tras Alanna, sabiendo que sus pies estaban cortados y sangrantes, viendo los oscuros manchones de las pisadas que ella también estaba dejando. El espejo se erguía ante él, una insoportable visión de la perdida habitación familiar en la que no podía esperar el volver a entrar con vida.
Y todo esto ocurría simultáneamente con un aterrorizador atronar silencioso de grandes pies pisándole los talones, de una tremenda presencia, que repentinamente se hallaba en la misma estancia con ellos, como un huracán que acabase con el mismo aire que jadeaban por respirar. Notó cómo la ira crecía en él sin palabras o sin sonidos. Sintió como unas monstruosas manos lo aferraban como si un tornado lo hubiese cogido en su puño ventoso. Recordó unos ojos púrpura destellando entre la penumbra en un breve instante de percepción antes de que las manos lo lanzasen a lo lejos.
Giró por el aire vacío. Luego, un aullante vórtice lo aferró, y cayó en la oscuridad, asombrado y estupefacto, a través del mismo extraño pasadizo que lo había traído hasta aquí. En la distancia, oyó gritar a Alanna. Había silencio en la oscura habitación redonda del centro de la casa del tesoro, exceptuando el apagado aullido que venía de la pantalla. El, que era el dueño de todo aquello, permaneció silencioso ante la misma, con sus ojos entrecerrados, y recorriendo el espectro desde el púrpura hasta el rojo, y luego alejándose rápidamente del rojo, pa- sando por el naranja hasta un claro, pálido y tranquilo amarillo. Su pecho todavía palpitaba un poco por la excitación de aquel pequeño fracaso que había traído sobre sí, pero era una excitación que pronto desapareció, y que era totalmente banal.
Estaba un tanto avergonzado por su momentánea ira. No debía de haber lanzado los ridículos rayos de las criaturas contra ellas mientras caían por el corredor de oscuridad. Después de todo, había calculado mal su potencialidad. Realmente, no eran capaces de sostener con él una lucha que mereciese la pena.
Era interesante el que una hubiera seguido a la otra, con su pequeña arma que chisporroteaba y hacía cosquillas, Interesante que un ser tan frágil se le hubiera en- frentado.
Pero tuvo un momento de pesar por la belleza de la criatura azul y cremosa que había arrojado. Sus largas y suaves líneas, su sutil colorido... Era una pena que no hubiera tenido valor ninguno al ser también inerme.
Inerme contra él, e igualmente contra el móvil de sus propios misteriosos motivos.
Suspiró.
Pensó de nuevo, casi apenado, en la bella cosa que había deseado, cayendo por el vórtice con los rayos bañándola a través de la oscuridad.
¿La había destruido? No lo sabía. Le apenaba ahora algo el que la ira por sus tesoros arruinados le hubiera hecho perder la calma mientras huían. Fútiles y correteantes pequeños seres... le habían robado su belleza por su misma impotencia contra él, pero ya no estaba irritado, ni siquiera por eso. Tan solo molesto, con una pena vaga y confusa que no se preocupaba en clarificar en su mente. Pena por la pérdida de una cosa bella, pena porque había esperado peligro al enfrentarse con ellos y había quedado desengañado, pena tal vez por su propio aburrimiento, que hacía que ya no se molestase en investigar los motivos de las cosas vivas. No cabía duda de que se estaba haciendo viejo.
El vórtice todavía rugía a través de la pantalla oscurecida. Retrocedió, dejando que la opacidad retornase a la superficie del portal, silenciando todo sonido. Sus ojos eran de un tranquilo amarillo. Mañana cazaría de nuevo, y quizá mañana...
Se alejó lentamente, caminando con largos pasos silenciosos, que hacían que los mosaicos acerados sonasen débilmente bajo sus pies.
Fin