Publicado en
abril 07, 2017
Todos querían recoger las de mayor brillo, las del tono rojo más intenso.
Por Gabrielle Roy.
ACABABA de llegar a un pequeño poblado de Manitoba; mi tarea era conducir el año escolar en reemplazo de una maestra que había enfermado.
—Cuando en el futuro quiera solicitar un puesto permanente —vaticinó la directora de la Escuela Normal—, podrá usted decir que ha tenido experiencia.
De tal suerte, me encontré a mí misma, a comienzos de junio, en ese paupérrimo villorrio: apenas unas cuantas chozas construidas en la arena, sin otra cosa que delgados abetos alrededor. ¿Será suficiente un mes, me pregunté, para que me encariñe con los niños y ellos lo hagan conmigo? ¿Valdrá la pena el esfuerzo?
Tal vez la misma duda subyacía en la mente de los pequeños; nunca he visto rostros tan acongojados e indolentes, o quizá tan tristes como los suyos. En cuanto a mí, tenía muy poca experiencia... era también casi una niña.
Dieron las 9 de la mañana. El cuarto estaba caliente como un horno. Un calor insoportable ataca desde los primeros días de junio a Manitoba, sobre todo en las zonas arenosas.
Sin saber por dónde o cómo empezar, abrí el libro de asistencia y comencé pasando lista. Los nombres eran en su mayoría franceses; todavía recuerdo algunos de ellos: Madeleine Bérubé, Josephat Brisset, Emilien Dumont, Cécile Lépine...
Sin embargo, casi todos los niños que se ponían de pie y contestaban "Presente, señorita", al ser llamados por su nombre, tenían los ojos oblicuos, un color cálido y el pelo negro como azabache, lo que denotaba su sangre mestiza.
Se mostraron encantadores y corteses conmigo; pero en realidad no había ningún contacto entre ellos y yo. Me sentí deprimida. ¿Es que estos niños son así, pensé angustiada, herméticos, encerrados en un mundo propio inaccesible para mí?
Nombré a Yolanda Chartrand. Nadie contestó. El calor aumentaba a cada minuto. Me enjugué la transpiración de la frente. Repetí el nombre. Como tampoco obtuve respuesta, levanté la mirada hacia las caras que parecían contemplarme con absoluta indiferencia.
Entonces, desde el fondo del aula, se oyó una voz que al principio no pude localizar.
—Está muerta, señorita. Murió anoche.
Tal vez más impresionante que la noticia fue la calma en el tono de aquella voz infantil.
—Oh —exclamé, quedando sin habla.
Los niños y yo nos contemplamos largo rato en silencio. Hasta ese momento comprendí que la expresión de sus ojos, no era de desinterés, como yo había creído, sino de una profunda tristeza.
—Puesto que Yolanda es... era compañera de ustedes y... hubiera sido mi alumna... ¿estarían de acuerdo en que... fuéramos a visitarla... a las 4, saliendo de la escuela?
En las pequeñas y circunspectas caritas se esbozó una sonrisa cauta, aún muy triste, pero sonrisa al fin.
A las 4:05 los encontré esperándome en la puerta a casi todos; unos veinte niños obedientes que observaban respetuoso silencio, como si estuvieran bajo penitencia después de clase. Algunos fueron por delante para mostrarme el camino. Otros se apretujaron contra mí de manera que apenas me permitían dar paso. Cinco o seis de los más pequeños me tomaron de la mano o del hombro y me condujeron gentiles, como quien guía a una persona ciega. No hablaban, sólo me llevaban en su cerrado círculo.
Así llegamos juntos a una solitaria cabaña de madera rodeada de algunos escuálidos abetos. La puerta estaba abierta de par en par, de modo que desde lejos pudimos ver el cadáver de la niña: sola, dentro de la choza. Yacía sobre unas tablas ásperas, sostenidas en cada extremo por dos sillas rectas.
Sin duda los padres habían hecho cuanto pudieron por su hija. La mantenían cubierta con una sábana limpia. Tal vez fue la madre quien le arregló el pelo en dos apretadas trenzas que enmarcaban su rostro enjuto. Pero por alguna razón urgente los progenitores se habían ausentado; quizá para comprar un féretro en el pueblo, o para buscar tablas con qué hacerlo ellos mismos.
La niña, de unos diez u once años, tenía una carita delicada, y pequeña, muy demacrada: la misma expresión seria que había visto en los rostros de la mayoría de. los niños del lugar, como si las preocupaciones de los adultos se hubieran volcado sobre ellos demasiado temprano.
Los pequeños me miraban. Advertí que en ese momento esperaban todo de mí. Pero yo no sabía más que ellos y estaba muy confusa. Sin embargo, tuve una súbita inspiración.
—¿No creen que a Yolanda le gustaría tener siempre alguien a su lado hasta que llegue la hora de ser depositada en la tierra?
Las caras de los niños me indicaron que esa idea era la apropiada.
—Será por turnos entonces. Cuatro o cinco de nosotros permaneceremos alrededor de ella cada dos horas, hasta que llegue el momento del funeral.
Aceptaron con un brillo en sus ojos oscuros. Parados en torno mío, depositaban una confianza tan absoluta en mí que sentí terror.
—¿Qué clase de niña era? —les pregunté.
Al principio no entendieron. Luego, un muchacho de casi su misma edad dijo con tierna seriedad:
—Yolanda era inteligente.
Los demás parecieron estar de acuerdo.
—¿Y era buena alumna?
—No vino seguido a clase este año. Casi siempre estaba ausente.
—La maestra anterior aseguraba que Yolanda podía haber sido muy buena alumna.
—¿De qué murió?
—Tuberculosis, señorita —respondieron al unísono, como si ese fuera el modo habitual de morir para los niños de aquel lugar.
Ahora se mostraban ansiosos por hablar de la chica. Al fin lograba yo franquear esas humildes puertitas que tal vez nadie antes había tenido interés en abrir, y que hasta entonces permanecieron clausuradas dentro de ellos. Me contaron cosas emocionantes sobre la breve vida de Yolanda. Un día, camino de su casa a la escuela —fue en febrero; no, en marzo, corrigió otro— había perdido su libro de lectura y lloró desconsolada durante muchas semanas. Después de eso, tuvo que pedir prestado un libro a sus compañeros para estudiar. Observé en la cara de algunos el remordimiento por no haber querido prestarle el suyo entonces. Como no tenía vestido para hacer su primera comunión, debió esperar a que su madre se lo hiciera por fin con la única cortina de la casa: "la de este cuarto, señorita... una hermosa cortina de encaje".
—¿Y se veía linda con su vestido de cortina de encaje? —interrogué.
Asintieron con la cabeza, sus ojos evocaban una imagen agradable.
Contemplé en silencio el pequeño rostro. Una niña que había amado los libros y gustaba presentarse vestida con decoro. Al dejar que mi vista vagara me sorprendió una mancha rosada en medio de ese melancólico paisaje. Advertí que era un macizo de rosas silvestres. Grandes mantos de ellas brotan durante junio en el pobre suelo de Manitoba. Sentí un gran alivio.
—Vamos a recoger rosas para Yolanda.
En las caras de los niños reapareció la misma sonrisa de benévola tristeza que había visto cuando sugerí la visita al cadáver.
Unos minutos después cortábamos las rosas. Los niños no mostraban alegría: lejos de eso, pero al menos los oía charlar. Una especie de competencia se había establecido entre ellos. Cada uno pretendía recoger el mayor número de rosas, las más brillantes, las del tono rojo más intenso.
De vez en cuando uno me tiraba de la manga: "¡Señorita, mire qué hermosa flor encontré!"
Cuando regresamos a la choza, las deshojamos una a una y esparcimos los pétalos sobre la niña muerta. Pronto sólo su rostro emergía de aquel manto, de rosas. ¿Entonces —¿cómo podía ser posible esto?— ella se veía menos desolada. Los pequeños formaron un círculo alrededor de su compañera, consolándose a sí mismos lo mejor que podían, comentando sin la amargura de esa mañana: "De seguro ya está en el cielo", o: "Debe ser muy feliz ahora".
¿Pero por qué el recuerdo de esa niña muerta me asalta hoy en medio de la canción del verano?
¿Lo trajo hasta mí el viento perfumado de las rosas? Es una fragancia que siempre me entristece desde aquel distante junio en que llegué al paupérrimo villorrio para adquirir, como me vaticinaron, experiencia.
CONDENSADO DE "THE ENCHANTED SUMMER". © 1972 POR GABRIELLE ROY.