REFLEXIÓN SOBRE LAS CULPAS
Publicado en
abril 15, 2017
Mi tía Eulogia había pasado la mitad del tiempo sintiéndose culpable, por las cosas que hacía y por las que no hacía. Y es que el mensaje que la sociedad les enviaba a las mujeres era cada vez más contradictorio.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Hojeando una revista, mi tía Eulogia leyó un artículo donde la periodista le preguntaba a su entrevistado: "¿Ha cometido alguna vez una locura linda que lo haya dejado pleno de satisfacción?", y el hombre le había respondido, lisa y llanamente: "No". Un "no" que a la tía Eulogia le pareció tan definitivo, como triste. "Nunca me casaría con un hombre así", se dijo. Un hombre que nunca hubiera cometido una locura linda le daba mala espina, le producía sospechas de todas clases. "Las locuras repentinas, esas cosas impulsivas que se hacen y de las cuales una casi nunca se arrepiente, son la sal y pimienta de la vida", se dijo también. Y en ese momento cerró la revista y se quedó tranquila mirando a un punto indefinido, pensando en su propia vida. Entonces se dio cuenta de que había pasado la mitad del tiempo sintiéndose culpable por las cosas que hacía y por las que no hacía. Es que había un abismo entre el "yo quiero, puedo y tengo todo el derecho de hacer tal cosa", y el "tú debes hacer esto y lo otro", impuesto por la sociedad.
"Mmmmm", se sobó la barbilla. El mensaje que la sociedad moderna les enviaba a las mujeres era cada vez más contradictorio. Por un lado, se les decía que debían casarse, tener hijos, cuidar de ellos, quedarse en la casa y preocuparse de que esta funcionara. Por el otro, se les decía que debían procurarse una carrera, ser profesionales sobresalientes, conseguir un trabajo bien remunerado, triunfar. Y al mismo tiempo que les enviaban estos mensajes, las criticaban: si trabajaban fuera de la casa se las acusaba de abandonar a los hijos. Si se dedicaban a ser amas de casa y nada más, se las consideraba ociosas. Y si hacían ambas cosas a la vez, ahí estaba el marido, con esas frases a medio camino entre la verdad y el insulto, unas frases matadoras, que parecían no querer decir nada y que significan tú eres culpable. "Como no estás nunca", "como tu pago es más importante que tus hijos", "como primero está tu jefe y después yo"... Y el jefe, por su lado: "Como usted anda con la cabeza puesta en sus niños", "como pasa todo el tiempo pegada al teléfono hablando con su marido"...
"Mmmmm", se sobó la barbilla otra vez. En esta ecuación hay algo que no funciona, algo que está mal, muy mal. Los hombres son dueños de su tiempo y de las cosas que hacen. El tiempo de las mujeres, en cambio, está siempre hipotecado. Y cuando una se toma un tiempo extra, para cualquier cosa que no sea una obligación, aparece ella, la culpa, y te molesta hasta hacerte dejar lo que estás haciendo y forzarte a volver donde el "deber" te llama.
La culpa, la culpa, la bendita culpa. Y no eran solamente los maridos y los jefes quienes avivaban la hoguera de la culpabilidad. Ahí estaban los sicólogos infantiles, quienes se encargaban de aumentar los sentimientos de culpa de la mamá diciéndole que el niño padecía de un "síndrome de abandono", y se debía a que ella trabajaba fuera de la casa. Lo que no le decía era cómo se pagaban las cuentas sin salir a trabajar.
Jamás olvidaría cuando Eulogita empezó a hablar sola y Roberto la obligó a llevarla donde un sicólogo. El hombre le hizo un par de preguntas a la niña, luego un test y al final llamó a Eulogia y le dijo:
—Usted tiene la culpa, señora.
—¿De qué? — preguntó Eulogia.
—De que su hija hable sola — le dijo él acomodándose un lápiz en la oreja.
—¿Yo? ¿Y por qué?
Y entonces el sicólogo lanzó su sentencia:
—Porque si estuviera en la casa hablaría con usted. Esto se llama "síndrome de abandono" —dijo el facultativo, que llevaba ocho horas en la consulta, había salido a las siete de la mañana de su casa, no regresaría hasta las 10 de la noche y hacía una semana que no veía a su hijito despierto. Pero la culpa no le había pasado ni por la mente.
Roberto, que estaba al lado limpiándose las uñas con un palito de fósforo, le dirigió una mirada a su mujer, como queriéndole recordar: "¿No te lo dije?".
Esa noche, Eulogia revisó su rol de madre. Tal vez dejó a Eulogita demasiado sola. Tal vez cuando empezó a trabajar exageró la nota y se quedó muchos días hasta tarde en la oficina. Tal vez la fue a buscar al colegio con suficiente frecuencia y luego se sentó con ella a hacer las tareas, pero... ¿le dijo te quiero por lo menos una vez al día?
—No es que las norteamericanas quieran más a sus hijos que las cubanas, las rusas o las francesas —le decía su amiga Joyce — , pero como pasan todo el día en la oficina y las culpas se las comen vivas, los llaman por teléfono y les dicen I love you. Les vuelven a decir I love you cuando están dormidos y apenas abren un ojo en la mañana les dicen I love you otra vez.
"Mmmmm", se sobó la barbilla una vez más. "He pasado toda mi vida atormentada por los sentimientos de culpa. Si llego tarde, mi marido se va a molestar. Si me compro este vestido, no va a quedar plata para el jardinero. Si me como este pastel, voy a engordar. Si acepto este trabajo, los niños van a crecer con sentimientos de abandono. Si regreso a mi casa más temprano, van a decir que soy una irresponsable. Si no llamo a mi hermana, se va a ofender conmigo... Pero, ¿de dónde proviene esto? ¿Por qué a los hombres no les pasa lo mismo?"
Lo cierto es que, pese a la liberación femenina, las culpas seguían siendo un peso que no dejaba vivir en paz a Eulogia. Y ella no era distinta del resto de las mujeres. Y como a estas, le había costado mucho llegar adonde había llegado y pasaba la vida rindiendo examen. Que no fueran a creer que por ser mujer era menos capaz, menos eficiente o despreocupada en su trabajo, que no fueran a decirle "mujer tenía que ser".
Sentada al borde de su cama y sumida en estas reflexiones se sintió culpable por estar pensando así, pero inmediatamente se sintió culpable por no haber hecho nunca nada para remediarlo.
Enderezó el cuerpo, se irguió como para alcanzar el techo, levantó la cabeza y se dejó llevar por una oleada de buenas intenciones. A estas alturas de la humanidad, una mujer inteligente debía sacudirse las culpas y actuar como los hombres, que hacen las cosas sin ningún remordimiento, convencidos de que cuando emprenden un negocio, una guerra o el descubrimiento de América, está bien y es plenamente justificable.
Había llegado el momento de poner fin a los sentimientos de culpa. ¡Se acabó! ¡No más! De ahora en adelante me comporto libre y fresca como una lechuga, confiada en que hago las cosas bien. ¡Ya está bueno!
Eulogia se prometió no dejarse llevar nunca más por esos sentimientos paralizantes. Cerró la revista con la entrevista del hombre que no había cometido una locura linda en toda su vida y se dispuso a esperar a Roberto, sentada en la sala.
Esa noche, cuando Roberto entró en la casa, la tía Eulogia se le abalanzó encima con un vaso de vino.
— ¡Ven! Siéntate, querido, vamos a brindar.
—¿Brindar? ¿Acaso es el cumpleaños de alguien?
—Sí, el mío.
—Pero si estamos en marzo.
—Es que acabo de renacer. De ahora en adelante tendrás a otra Eulogia a tu lado. ¡Se acabaron las culpas ! Voy a salir tranquila de la casa al trabajo; voy a comprar ese vestido que me queda bien y me gusta sin pensar si es caro o no; me voy a comer ese pastel aunque me engorde; y voy a aceptar cualquier trabajo que me parezca conveniente y, si quiero quedarme un día hasta más tarde en la oficina, me voy a quedar feliz. Y como el teléfono tiene dos puntas, si mi hermana no me llama, no pienso llamarla por un sentimiento de culpa, la llamaré cuando tenga realmente deseos de hablar con ella.
—¿Qué te pasa? ¿De qué estás hablando? —le preguntó Roberto, creyendo que se había vuelto loca.
— ¡De esto! —dijo Eulogia sacando de su bolsillo un boleto de avión a las Bahamas—. Me voy mañana de vacaciones por una semana, y estoy casi segura de que viviré una locura linda que me dejará por el resto de mi vida plenamente satisfecha.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 27 DEL 2007