PODER EXTRAÑO (Wilson Tucker)
Publicado en
abril 21, 2017
A Paul Breen, dondequiera que esté escondido.
UNO: 1953.
Los micrófonos no funcionaban, habían sido desconectados hacía muchos días. Nadie se preocupaba por ello. Nadie se molestaba en mantener las apariencias. Ella, encolerizada, había destruido todas las conexiones, pero el castigo no llegó. Abajo habían tomado la inflexible decisión y no se volverían atrás, de modo que no habría represalias, hiciere ella lo que hiciese. La simulación había concluido.
Ella habló en voz alta, gozando intensamente la novedad de poder hablar sin temor a los micrófonos receptores. Ya no podrían escuchar más; los había destrozado. Formuló la pregunta en voz alta aunque en realidad no esperara respuesta.
—¿Intentan matarte? ¿Cuándo? ¿Hoy? ¿Mañana?
La mujer, con el rostro pálido y tenso, se hallaba parada al lado de la ventana mirando con fijeza el césped, verde e inmaculado, que se extendía tres pisos más abajo. Allí se movían de un lado a otro diversas figuras, figuras humanas que evitaban con cuidado mirar hacia las ventanas del tercer piso. Títeres errabundos y otros títeres que espiaban a los primeros. El rostro de la joven, de blancura antinatural, y los dedos nerviosos y fuertemente entrelazados tras su espalda, eran los únicos signos exteriores de la ansiedad que la dominaba. Estaba de pie, erguida, en tensión expectante, observando por la ventana, a la espera de que ocurriera algo.
—¿Paul?...
Él no la oyó; no estaba escuchando. Leía nuevamente.
Con mirada penetrante, llena de rencor, la muchacha siguió con la vista a los títeres que se movían sobre el césped, juzgándolos, evaluándolos. De cuando en cuando, cruzando su línea de visión, atravesaba el césped bien cuidado una figura en impecable uniforme militar; a veces los militares iban acompañados de otros hombres en traje civil. Ella los conocía. Sabía quiénes eran agentes de seguridad y quiénes miembros de la plana mayor de la casa, aunque se esforzaran en entremezclarse para ocultar así su número e identidad. Sabía quiénes eran los empleados que realizaban las tareas de rutina y quiénes los agentes del gobierno que los vigilaban; conocía a los operadores telegráficos y a los radiotelegrafistas, a los expertos en descifrar claves, a las criadas, mayordomos y cocineros, a los mensajeros y guardaespaldas. Conocía a los hombres que sólo hacía unos instantes habían abandonado los auriculares cuando ella desconectó los micrófonos. Todos ellos, todos los títeres eran como un libro abierto; una vez dada vuelta la tapa no podían ocultarle su secreta identidad. Ni tampoco a él, a Paul.
Sin volverse habló de nuevo desde la ventana, levantando la voz para romper su ensimismamiento.
—¡Paul! ¿Esta decisión de matar es definitiva?
—Sí.
El hombre respondió abstraídamente; sus pensamientos estaban lejos. Se hallaba enfrascado en un enorme libro.
—¿Cuál de ellos? ¿Quién tiene que hacerlo? —Con mirada rápida como la de una flecha observó a los paseantes—. ¿Sabes quién es?
—No estoy seguro —dijo él, lentamente—. Creo que puede ser ese nuevo, al que llaman coronel Johns, pero no estoy seguro.
La mujer levantó la vista del césped bien cuidado y de los uniformes impecables para buscar el horizonte, para buscar la elevada pared de piedra y la espesa arboleda que constituían su horizonte obligado. Los árboles eran viejos; altos y hermosos, se destacaban contra el cielo azul de Maryland, pero la pared era nueva y tosca, con la parte superior salpicada con trozos de vidrio y alambres de alarma. Podía divisar, por encima de los esbeltos árboles, el arco del sol que descendía al caer la tarde, las nubes rosáceas que formaban suaves cúmulos arriba del astro y los aleteos de los pájaros, cuyas negras siluetas se perfilaban contra las nubes, pero su mirada penetrante no pudo atravesar el muro de piedra. Hacía falta algo más. El muro era nuevo y había sido construido tan sólo hacía algunos años; un desastre en medio de ese paisaje pintoresco. Sus ojos no podían ver nada más allá de la pared, no podían divisar nada en o entre los árboles, aunque ella sabía lo que allí ocurría.
Sabía que había hombres, justo encima de esa pared y diseminados entre los árboles, hombres que vigilaban y cuidaban a los que estaban adentro, sin saber nunca a quién custodiaban. Los tiradores acurrucados, ocultándose entre las ramas, se mantenían rígidos en sus posiciones, sin moverse, mientras abajo los ametralladoristas patrullaban de a dos el lugar. La vida selvática fue mal recibida y los pájaros y la caza menor huyeron con la llegada de los soldados. El horizonte que los circundaba separándolos de golpe de todo lo demás se extendía escasamente a una milla de la gran casa.
—El coronel Johns —murmuró ella, en voz baja e inexpresiva—. Creo que pertenece al ejército. ¿Y los otros?
—Un amigo de Slater, un amigo elegido para este trabajo. Sí; es del ejército —Paul se movió ligeramente en su asiento para que la luz iluminara lo mejor posible el libro que sostenía en la mano—. Los demás no se meten en nada. Supongo que tienen un cierto temor y no están seguros de que sea justo hacerlo. Aparentemente aprueban mi sentencia pero personalmente se niegan a llevarla a cabo.
—El coronel Johns llegó de Washington hace unas horas.
Paul asintió.
—Slater estaba con él.
—¿Aquí? ¿Slater está aquí en la casa, ahora? Es algo inusitado.
El hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Vinieron a traer la decisión; estoy seguro de ello.
—¿Desde Washington? —preguntó ella—. ¿Viene de muy arriba?
—No más allá de Slater. Él la tomó —Paul levantó la vista del libro y le dirigió una rápida mirada—. No es lo que estás pensando; no fue el jefe máximo. Al jefe le dirán que tuve un accidente, un accidente cualquiera pero perfectamente explicable. Todos expresarán su profundo pesar por mi infortunado fallecimiento, llorando la tremenda pérdida que significa para la nación —se sonrió en forma seca y cortante—. El jefe máximo no es hombre de desconfiar sin razón; cree en aquellos en quienes deposita su confianza y no tiene motivos para sospechar de Slater —sus ojos, clavados en los de ella, la envolvieron en una mirada cálida y serena que reveló todo su cariño.
—¡Paul! —se apartó rápidamente de la ventana, cruzó la habitación y se le acercó, empujando el libro que Paul tenía en las manos; con ternura y suavidad refregó contra su mejilla el diamante de su anillo de compromiso—. ¿Cómo puedes leer?...
Paul levantó el libro que había caído al suelo, medio abierto, lo cerró y lo colocó sobre la mesa, al lado del sillón y luego atrajo a la muchacha hacia sí, sentándola en su regazo.
—No había leído todavía a Robinson —le dijo, golpeando ligeramente el volumen con el dedo—. Quería terminarlo.
Ella descansó en sus brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro, apretando los labios contra la piel suave de su garganta.
—Paul, ¿y si...?
—No —le previno él y por la fuerza de la costumbre dirigió una rápida mirada a los rincones del techo—. No discutamos eso.
Ella contestó en un murmullo apagado:
—Muy bien —los labios se movieron sobre su cuello—. ¡Pero, cómo puedes estar leyendo! —Le rodeó la cabeza con los brazos, atrayéndolo más cerca aún.
—Es una lástima que el viejo Robinson no esté aquí para presenciar la respuesta —respondió él, abrazándola por la cintura—. En cierto sentido la hubiera gozado. Alguien decidió resolver su Situación Treinta.
Ella movió la cabeza.
—No sé de qué se trata.
—Robinson era profesor de estrategia de la escuela militar. Formulaba problemas y los estudiantes tenían que resolverlos. Entre estos problemas había uno clásico, que aparentemente no tenía respuesta, y entonces Robinson proponía una solución si alguien se atrevía a intentar resolverlo. Por lo que infiero, el estudiante debía encontrar la solución como parte del problema.
"El problema de Robinson era sencillo. Dos barcos de guerra, enemigos, se encuentran frente a frente en la obscuridad, en forma súbita y accidental y se mantienen a distancia, llenos de ansiedad, vigilándose mutuamente. Ninguno puede atacar al otro con esperanza de vencer porque son absolutamente iguales; tampoco pueden volverse y correr a buscar refugio en algún puerto, ya que ese movimiento revelaría la dirección y quizá el lugar de ese puerto. Todo lo que aparentemente puede hacerse es permanecer inmóviles y vigilar hasta la eternidad, esperando siempre que el otro se mueva primero.
"Entonces, Robinson avanzó un paso más. Los hombres de uno de los barcos, a plena vista de los del otro, arrojaron al agua una misteriosa esfera hueca que al cabo de un tiempo fue llevada por la corriente hacia el segundo navío. Era evidente que no se trataba de una mina, de modo que la tripulación del segundo barco la subió a bordo. Comenzó así una guerra de nervios que era el verdadero propósito oculto detrás del lanzamiento de la esfera. El comandante del segundo barco temía abrir la esfera por miedo a que ese acto provocara una explosión. Asimismo, temía no abrirla, ya que podría resultar ser una bomba de tiempo y finalmente no podía arriesgarse a arrojarla de vuelta al mar porque pensaba que ese segundo contacto con el agua pudiera ser justamente el disparador que la hiciese estallar... si se trataba de una mina. La explosión se produciría contra el costado de su barco. El problema pasaba a involucrar el de la imaginación del hombre y su miedo a lo desconocido. La incertidumbre y vacilación podían llevar al fin de cuentas al capitán del barco a su propia destrucción y este desastre traería la victoria incruenta que esperaba el enemigo.
—Entonces se ve obligado a reaccionar —insinuó la joven.
—Tiene que hacerlo; envía de vuelta al primer barco otra esfera igual a la que recibió, y el estancamiento continúa como antes. Robinson señalaba la única solución posible. Uno de los comandantes debe acercar el soplete a la esfera para abrirla y probar que es inofensiva. O bien la esfera estalla y él se hunde, o no pasa nada y entonces está en libertad para planear alguna otra cosa. La cuestión es: ¿qué cosa? —Paul la estrechó contra sí—. Abajo en Washington han decidido al fin resolver el problema de Robinson. Como soplete han elegido probablemente al coronel Johns.
—¿Cómo lo hará? —preguntó ella con tranquilidad.
—No lo saben... todavía.
—¿Cuándo?
—Esta noche, así creo. Pero con seguridad será antes de la salida del sol.
Ella se incorporó sobresaltada.
—¿Tan rápido? ¿Tan pronto?
Paul repitió sus palabras.
—Tan rápido, tan pronto. Mientras todavía tengan el coraje para hacerlo.
A pesar del rígido control que tenía sobre sí misma, la muchacha comenzó a temblar.
—No puedo remediarlo, Paul; en mi interior estoy asustada.
—No, querida; no tengas miedo. —La atrajo hacia sí, abrazándola con calor para que cesara de temblar y le hizo reposar la cabeza sobre su hombro.
A través de la ventana la luz del atardecer desaparecía gradualmente. Como si supiera que Paul estaba mirando hacia afuera, ella dijo:
—Una puesta de sol encantadora en Maryland. —He visto muchas puestas de sol en Maryland.
—¿No tienes miedo?
—¿De ellos? ¿O de lo que harán? No. Sólo lamento todo esto.
—Paul, Paul, ¿cómo te metiste en este asunto?, ¿por qué llegaste a mezclarte en él?
El siguió mirando más allá de la ventana, con la vista fija en el cielo y en las copas de los árboles que se mecían lentamente.
—Me metió en esto un muchachito, un jovenzuelo de las calles de Chicago llamado Paul Breen. Un muchachito que sabía demasiado pero no lo bastante para mantener la boca cerrada y que quería jugar a ser Agente Especial.
—Y terminó aquí —dijo ella con amargura.
El aprobó con la cabeza.
—Y terminó aquí.
Un muchachito que se hizo hombre y terminó aquí en una vieja casona de Maryland que se asemejaba mucho a un cuartel general de ejército que estuviera perpetuamente en vísperas de una importante campaña. Los oficiales uniformados desfilaban constantemente por el césped bien cuidado, entrando o saliendo de la casa con mensajes misteriosos, o se paseaban por el parque sin propósito aparente mientras entre ellos se desplazaba toda una red de civiles, empleados, mayordomos, radiotelegrafistas o agentes de servicio secreto que salían y entraban simulando tener otra personalidad. Y ninguno de los que estaban enterados miraba directamente a las ventanas del tercer piso.
Más allá de la hermosa alfombra de césped, tras la antiestética pared, surgían los bosques lejanos y allí se paseaban otros hombres, muchos más, que vigilaban la pared y la parte de la casa que podía verse por encima de la misma y observaban los campos que se extendían en dirección opuesta. Nadie podía atravesar los bosques en ningún sentido, nadie podía pasar las filas de los soldados de guardia; ningún ser viviente que careciera de pase. La mansión de Maryland constituía la fortaleza más inexpugnable existente desde la época del antiguo distrito de Manhattan, de hacía más de una década. Estaba más custodiada que el fuerte Knox, que Oak Ridge o Hanford, más que la Casa Blanca.
Y todo porque un muchachito llamado Paul Breen había descubierto dentro de sí una fuerza fantástica y sabía demasiado y demasiado poco.
Paul rompió el silencio.
—En otro tiempo tuve un amigo muy bueno que adivinó que esto podía ocurrir. Me dedicó un insulto y se reservó otro para sí mismo.
—Slater terminó con eso —contestó ella amargamente.
—Slater terminó con todos, en una u otra forma. Me fue robando a mis amigos, uno por uno y... se desembarazó de ellos. Por eso tengo una deuda con él.
A lo lejos, anunciando la llegada del crepúsculo, el Sol se hundió detrás de los árboles, árboles cargados de hombres y armas. La casa estaba bastante tranquila; viniendo del exterior sólo se oía el murmullo suave de la conversación de muchos hombres que se congregaban para la comida. Paul, en forma afectuosa, palmeó ligeramente a la muchacha.
—La cena debe estar lista. ¿Quieres averiguarlo?
Ella lo abrazó con más fuerza, negándose a moverse.
—¡Oh, Paul!
—¡Terminemos con eso! —advirtió él—. No pierdas la cabeza, no te dejes dominar por el pánico. Tú no estás incluida en la decisión, de modo que tendrás que cuidarte a ti misma. Hay que estar alerta, esperar que se produzcan las debilidades y utilizarlas.
—¡Ojalá me hubieran incluido a mí!
—No, no lo hicieron —Paul acarició el anillo que ella llevaba en el dedo—. Para ellos tú no eres peligrosa; saben muy poco de ti; nada de importancia. Por eso te mantienen aquí, para que permanezcas tranquila, callada. Movió el anillo con la punta del dedo—. Aprovéchate de ello. Esto será terriblemente duro de modo que debes tener cuidado. —No me importa que sea duro. Puedo hacerle frente; puedo resistir. No les temo.
Su mano se cerró alrededor de la de ella.
—Lo importante es recordar que tú no sabes nada. Cuanto menos sepas más tiempo vivirás. No tienes por qué saber nada sobre mi persona, nada de lo que he estado haciendo aquí, nada de lo que sucederá. Nunca has oído hablar del coronel Johns y de lo que piensa hacer conmigo. ¡Recuérdalo!
—Muy bien, Paul. —Lo besó con ternura—. Lo recordaré. ¿Y después?...
—Después harás exactamente lo que tienes planeado. Espera el momento oportuno, aprovéchalo y no te detengas. Si te agarran... bueno.
—No me agarrarán nunca, Paul. Te lo prometo.
Él se movió hacia adelante en el asiento y empujó a la muchacha hacia el borde de sus rodillas.
—Tengo hambre. Por favor, trata de averiguar qué es lo que está demorando la cena.
Ella luchó por mantenerse en su lugar y trató de besarlo una vez más, pero Paul se puso de pie, riendo.
—¡Arriba! ¡Estoy desfalleciendo de hambre!
La joven consiguió pararse, le dirigió un pensamiento secreto y se encaminó hacia la salida del departamento. Su mano extendida vaciló un instante sobre la manija de la puerta y por encima del hombro buscó en los ojos del muchacho su mirada ardiente, cariñosa.
—Estoy contenta de que me quieras, Paul —y abrió la puerta.
Permaneció allí durante algunos segundos, terribles e interminables, con la puerta medio abierta, mirando hacia el corredor exterior, con la vista clavada en alguien que estaba fuera del alcance de los ojos de Paul. Se llevó rápidamente la mano a la boca para ahogar un grito y cuando se volvió hacia él, mostró el rostro aterrorizado y sonrojado por la emoción.
—¡Ten cuidado! —le espetó él—. ¡No tienes que saber nada!
—Paul...
—¿Qué?
—Fue encantador el haberte conocido, querido —murmuró—. Adiós.
Un hombre alto, voluminoso, de aspecto distinguido, la empujó hacia un lado con brusquedad y la muchacha desapareció de la vista. El recién llegado no usaba uniforme, pero no podía ocultar su porte militar. Con paso rápido penetró en la habitación y con gesto enérgico y decidido cerró la puerta tras de sí.
Paul no se movió del asiento.
—¿El coronel Johns?
—Ya que conoce mi nombre... sí; soy el coronel Johns.
—Entre, por favor.
—Estoy adentro —dijo con vivacidad.
—Gracias. He pedido la cena, ¿quiere acompañarnos?
—No. La cena no llegará.
—¿Qué? —Paul se acomodó en el sillón, apoyando suavemente una mano sobre el libro de Robinson—. ¿Ahora?...
—Ahora —repitió el coronel bruscamente. Permaneció al lado de la puerta, apoyándose contra ella—. Y haré caso omiso de las formalidades. —Sacó del saco una pistola automática—. No habrá ninguna de esas tonterías; nada de últimas cenas y de últimas palabras. Si conoce mi nombre, también debe saber que tengo por usted la misma consideración que por una víbora. Odio a las víboras —levantó la pistola a la altura de los ojos y apuntó hacia Paul con precisión.
Paul Breen no se movió del asiento.
—¿No puedo decir nada? —preguntó con calma.
—Nada; está decidido —el dedo se afirmó en el gatillo. —Entonces, lo siento por usted, coronel Johns.
El caño de la pistola describió rápidamente un arco y dejó salir la llama del estallido. Las paredes eran a prueba de ruidos. Ni siquiera los micrófonos, enmudecidos, pudieron transmitir el estampido del disparo.
DOS: 1934.
Paul Breen tenía trece años, siete dólares con cincuenta centavos fuertemente envueltos en un pañuelo que había guardado en el bolsillo y se dirigía a la Feria. No existía sobre el planeta ser humano más rico ni más feliz. Chicago se encontraba a ciento treinta millas de distancia y el boleto del ómnibus costaba más de dos dólares. Era demasiado. Paul estaba en la playa del ferrocarril esperando el tren de carga que pasaba todas las mañanas justo antes del mediodía.
Durante todo el verano pasado la gente había hablado de la Feria encendiendo en él la chispa mágica del deseo, la urgencia vehemente de visitarla, pero en 1933 sólo tenía doce años y su tía con toda firmeza le había prohibido el viaje. Felizmente, en forma inesperada, Chicago repetía al año siguiente la maravillosa exposición por segunda vez y ese verano ya no era un niño sino un jovencito. Es cierto que sólo tenía trece años pero eso fue dejado de lado como carente de importancia. Su tía aún decía no mientras que en silencio maldecía a los responsables de la repetición de la Feria, a los que querían arrancar hasta el último dólar a la buena gente. ¿Acaso los diarios no habían informado que la Exposición constituía un éxito financiero tremendo? Paul perseveró en su idea seguro de que ese segundo verano sería su última oportunidad, hasta que al fin su fastidiosa tía le dio permiso de mala gana y con una condición. La condición impuesta era su escapatoria, su justificación, su método de desviar la responsabilidad que debía recaer sobre ella, hacia alguna otra cosa o persona. Vio en esa condición la oportunidad que se le presentaba de canalizar por otro camino la desilusión evidente que experimentaría el muchacho. Paul podía ir... si tenía dinero para subvenir a los gastos. Esto era bien razonable y la eximía a ella de tener que tomar una decisión, la eximía de toda culpa.
Paul la sorprendió dos meses más tarde, en agosto, y en respuesta a su curioso y aburrido cuestionario, le explicó con lujo de detalles cómo había ido acumulando cada centavo, cada dólar, junto con la nómina de nombres y lugares, fechas y trabajos. Siete dólares con cincuenta centavos. Esto era más, mucho más que lo que algunos hombres poseían en el verano de 1934.
Paul iba a Chicago a visitar la Exposición del Siglo del Progreso. Presintió que se aproximaba el detective del ferrocarril antes de haberlo visto, adivinó la identidad del hombre antes que sus preguntas se la revelaran.
—¡Hola, gandul! ¿Qué haces aquí?
—Estoy esperando el tren —respondió Paul
—¿Qué tren? El tren para allá, en la estación. —El hombre parecía, al lado suyo, un monstruo gigantesco.
—Estoy esperando el tren —repitió Paul mecánicamente.
El detective lo observó con detención.
—¿Qué edad tienes?
—Trece años.
—¿Tu gente está enterada de esto?
—Vivo con mi tía. Ella dijo que podía ir si tenía dinero suficiente.
El muchacho, sintiendo la necesidad de levantar su presencia de ánimo un tanto decaída, mostró un dejo de desafío en su voz, aunque en el fondo esperaba que el detective no notara esa beligerancia.
—¡Tengo bastante!
—¿Cuánto? Paul sacó un pañuelo anudado, se lo mostró y en seguida lo introdujo de nuevo en el bolsillo.
—Siete dólares con cincuenta centavos.
—Siete dólares con cincuenta centavos —repitió el detective—. ¿De modo que vas a la Feria?
¿Pero cómo se habrá dado cuenta?
—Sí, señor.
—¿Has estado alguna vez en Chicago?
—No, señor.
—Bueno, permíteme que te diga una cosa, muchacho. Ese tren de carga no para aquí y pasará demasiado rápido para que puedas tomarlo. Lo que tienes que hacer es seguir por la vía hasta el cruce; allí el tren se encontrará con una luz roja y tendrá que detenerse. Pero no vayas a treparte hasta que se pare del todo, ¿entendido?
—¡Sí, señor! —La incógnita se había disipado y el hombre no iba a impedir su viaje a la Feria—. Hasta el cruce,
—Además, tengo que decirte otra cosa; no te metas en la playa del ferrocarril, en Chicago, porque con seguridad te agarrarán y te mandarán a cárcel. Tú no quieres ir a la cárcel, ¿no es así?
—¡No, señor!
—Muy bien; entonces, cuando el vagón aminore su marcha para entrar en la playa, tienes que saltar del tren. ¡Y ten cuidado! —De pronto metió la mano en el bolsillo y le dijo—: Toma.
Medio dólar; ahora tenía ocho dólares.
El muchacho agradeció mentalmente la insistencia de su tía para que se llevara el abrigo, pues en el tren de carga el ambiente era frío y destemplado, a pesar de que estaban en un día caluroso de agosto. Se puso la chaqueta y permaneció cerca de la puerta abierta del furgón, listo para saltar si se le acercaba el borracho que viajaba en el extremo opuesto del coche. El borracho refunfuñó algo, pero se quedó en su lugar, y al cabo de un rato se echó en el piso para dormir. Cuando el tren disminuyó la velocidad al aproximarse a los límites de la playa de Chicago, el muchacho saltó del vagón, tropezó y cayó sobre unos montones de carbón, pero se puso de pie en seguida y atravesó corriendo las vías en dirección a la calle. Tenía las manos sucias y llenas de arañazos por la caída sobre el carbón, y la cara mugrienta y tiznada por el humo de la locomotora.
Aunque nunca había entrado en un bar, sabía que tenían lavatorios. Paul entró en el primer bar que encontró (cosa fácil de encontrar en Chicago, en 1934), pero lo echaron tan pronto como hubo entrado. Para realizar su segundo intento, buscó uno que estuviera lleno de gente, y pudo deslizarse hacia el interior, ya que el cantinero estaba demasiado ocupado para fijarse en él. Lo vieron cuando salía del baño, y de nuevo le ordenaron que se marchara, pero ya había cumplido su objetivo. Una mujer le indicó cuál era el tranvía que lo dejaría en la Rotonda. De allí corrían ómnibus especiales hasta el lugar en que estaba instalada la Feria. Y Paul estaba en Chicago, con algo menos de ocho dólares en el bolsillo.
Un sólo propósito ocupaba su mente y se dirigió directamente hacia la Feria; en la boletería una joven deslumbrante le vendió la entrada, y minutos después se detuvo maravillado, perdido en un éxtasis arrebatador, al contemplar la hermosa Avenida de las Banderas.
Tarde en la noche, mucho después que hubo llegado la obscuridad y los modernos edificios se vieron bañados por las luces de colores brillantes de las iluminaciones eléctricas, Paul abandonó la exposición para tomar otro ómnibus que lo llevaría de vuelta a la Rotonda. Los nombres de las calles no significaban nada para él y no se tomó el trabajo de memorizarlos; todo lo que importaba era que tenía fijo en su mente el lugar en donde tomaría de nuevo el ómnibus a la mañana siguiente. Mientras los trenes elevados se mantuvieran al alcance de su vista o de su oído, sabía que estaba cerca de la Rotonda, y por lo tanto anduvo paseando de un lado a otro, sin alejarse del lugar.
Comió en un restaurante que tenía la lista de precios en la ventana.
En una de las calles ruidosas y obscuras que se extendía por debajo de la estructura del elevado, había muchas casas de comida como aquélla. Comida completa, 35 centavos. Cena abundante, 29 ctvs. Todo lo que pueda comer, 24 ctvs. Cena de tres platos, 22 ctvs. Y la misma calle parecía estar repleta de hoteles para hombres, que abiertamente se hacían competencia entre sí; los precios estaban fijados sobre las puertas. Habitaciones para la noche, 50 ctvs. Habitaciones limpias, 35 ctvs. Habitación con desayuno, 40 ctvs. Se decidió por esta última; pero no en ese momento, todavía no..., era muy temprano para irse a acostar, pero más tarde volvería a la que había elegido. El desayuno gratis era algo demasiado tentador.
La calle era un lugar fascinante.
Un hombre parado a la puerta de un negocio mal iluminado, vendía pequeños payasos de papel, que parecían bailar suspendidos en el aire. El hombre sacaba un muñeco de la caja de cartón que tenía bajo el brazo, se agachaba para que el payasito se pusiera de pie y el muñeco de papel comenzaba a bailar locamente sobre la sucia vereda. Paul observó que el payaso estaba atado a un hilo negro sostenido por otro hombre que se encontraba a ocho o diez pies de distancia; éste tenía las manos a la espalda y con los dedos movía de un lado a otro el extremo del hilo. Paul se dio cuenta de que los dos vendedores ambulantes se mantenían alertas por si venía algún policía.
Había borrachos y hombres que dormitaban en zaguanes obscuros; algunos, acostados sobre la acera, de espaldas o boca abajo, y nadie se detenía a mirarlos. Un hombre harapiento estaba sentado en el borde de la acera; se había sacado los zapatos y los pies descansaban en un charco de agua sucia. Había hombres que miraban a Paul, lo observaban cuando pasaba de largo y todavía seguían mirándolo cuando volvía por la vereda. Y una vez más un policía lo detuvo, lo interrogó, tuvo que repetir la historia de su tía y de la visita a la Feria.
Un cine permanecía abierto toda la noche y la entrada sólo valía diez centavos. Pasaban "Ana, la del remolcador”, con Marie Dressier. Entró y vio la película dos veces. También se divirtió observando las rondas que hacía el acomodador; cada media hora el hombre recorría los pasillos para buscar a los que dormían, despertarlos y echarlos de la sala. Casi al final de la segunda proyección Paul estaba dormitando, pero presintió la proximidad del acomodador y abrió bien grandes los ojos cuando el hombre se detuvo a su lado. Poco después Paul salió del cine.
Muchas de las luces se habían apagado y la calle estaba muy obscura, muy solitaria. El martilleo ruidoso y ensordecedor de los trenes elevados se oía con menos frecuencia. Desorientado por su larga permanencia en el cine y no muy seguro de la dirección que llevaba, comenzó a caminar a lo largo de las calles, a la ventura, doblando al azar en las esquinas. Una esquina le pareció familiar y ansiosamente tomó por la nueva calle..., pero no era la calle de los restaurantes y los hoteles. Estuvo a punto de dar marcha atrás y continuar en la dirección que llevaba antes, cuando en ese momento vio al hombre.
Al principio pensó que era un borracho, pero al instante, Paul comprendió que se trataba de otra cosa. El hombre estaba de rodillas, a la entrada de una callejuela escondida que no se veía desde la calle. Parecía lastimado..., herido. El hombre estaba herido de bala. Irreflexivamente, Paul se le acercó. El hombre lo oyó venir y se dio vuelta con dificultad, mirándolo por encima del hombro. Paul se paró en la callejuela y dijo:
—Le pegaron un tiro.
—¡Fuera de aquí, pibe! ¡Andando! Paul se mantuvo en su lugar, lleno de temor, pero fascinado al mismo tiempo. El miedo lo impelía a correr, a correr tan rápido como pudieran hacerlo sus piernas, pero el hombre arrodillado era un policía a quien habían disparado un tiro. —¡Tiene que agarrarlos! No pueden tirar contra un policía y escapar.
—¡Por todos los diablos, lárgate de aquí ahora! ¡No seas loco! —El herido se apretó el costado y miró al muchacho como a través de una bruma. La fugaz imagen pareció tambalearse y oscilar.
Paul vaciló unos instante más, dándose cuenta de pronto de que sabía muchas cosas, que comprendía el dolor terrible que el hombre estaba experimentando. El hombre no era un policía cualquiera; era un Agente Especial y venía de Washington. No llevaba revólver; lo habían herido en un costado, arriba, cerca del hombro, y sufría como un condenado.
Las imágenes que veía de la calle y del muchacho (él mismo) se iban esfumando vacilantes. El hombre se llamaba Bixby.
—¡Señor Bixby, voy a buscar socorro! ¡No pueden herirlo y escaparse!
Bixby contempló al muchacho con ojos nebulosos, espantados.
—¿Cómo supiste...? —y se desplomó, sin terminar la frase.
Paul Breen contempló el cadáver con terror creciente. Sabía que era un cadáver, sabía que el agente del gobierno estaba muerto. El rostro del hombre, vuelto hacia arriba, parecía cubierto de una negrura horrible, una negrura indefinible que sugería la nada..., la desaparición..., la nada. Paul se dio vuelta y echó a correr; corrió hasta que le faltó el aliento y las lágrimas surcaron sus mejillas, hasta que las piernas no le respondieron y sintió un dolor en el pecho. De pronto tropezó, cayó y estuvo a punto de quedar desmayado sobre la acera sucia, ahogado por la desesperación que le impedía respirar y le producía dolores de piernas. Logró sentarse sobre el borde de la acera y se sostuvo el rostro con las manos, mientras contenía las lágrimas y respiraba ansiosamente, tratando de calmarse. Estaba aún allí sin haberse repuesto y librado del horror, cuando se detuvo junto a él un hombre que le hizo las preguntas de rigor. Esta vez no había presentido la aproximación del extraño.
Para eludir la verdad exacta, Paul dijo que no podía encontrar ni la calle ni el hotel, y que había estado dando vueltas casi una hora tratando de dar con ellos. Respondiendo a las preguntas que le hizo el hombre, describió lo mejor que pudo la calle y le mencionó los diversos restaurantes y hoteles que anunciaban sus bajos precios con letreros en puertas y ventanas. El extraño lo ayudó a ponerse de pie y lo acompañó cosa de cuatro cuadras hasta dejarlo en la calle deseada; se quedó junto con el muchacho hasta que apareció ante ellos el letrero Habitaciones con desayuno a cuarenta centavos. Paul se acordó de darle las gracias y subió por las escaleras hasta el hall del segundo piso.
El hombre anciano, pero anciano de veras, que se mecía cómodamente en el hall, lo miró con bastante extrañeza al verlo llegar y pedir una habitación, pero el viejo se limitó a tomar los cuarenta centavos y guardarlos en un cajón con llave, luego de lo cual, ayudándose con una linterna eléctrica, lo llevó al tercer piso. Paul contuvo la respiración con desagrado cuando miró la habitación.
Había largas filas de cuchitriles que parecían haber sido construidos tan sólo con cartón. Cada uno tenía una puerta que podía cerrarse y sobre todos ellos, a manera de techo, había un enrejado del tipo de los de gallineros. La atmósfera estaba impregnada de un fuerte olor. Había una sola lamparita encendida sobre la escalera por la que habían subido, y otra, de color rojo, apenas se divisaba en las profundas sombras del otro extremo del local. El viejo encendió la linterna eléctrica y lo condujo por el pasillo hasta uno de los cuchitriles, que estaba vacío, lo señaló con la linterna y volvió sobre sus talones sin decir palabra. Paul se quedó en el pasillo y observó al anciano hasta que desapareció escaleras abajo.
Entró y cerró la puerta.
Curioseando atentamente bajo aquella luz mortecina logró descifrar el mensaje que con lápiz había sido escrito en el obscuro tabique: Cierre la puerta con llave. Paul hizo girar el picaporte y la cerró, y luego se sentó en el camastro. Había solamente una frazada doblada, que hacía las veces de almohada. La desdobló, se tendió sobre el camastro sin desvestirse y se cubrió con la frazada. Después de un rato la forma de la tela de alambre del techo resultó visible en la semiobscuridad. En aquella enorme habitación había muchos hombres durmiendo, en diversos cuchitriles, y la mayoría de ellos lo hacían ruidosamente. Por encima de todo dominaba el fuerte olor a desinfectante. Paul se echó de costado, dispuesto a dormir.
En determinado momento de la noche despertó de pronto sin razón alguna y se puso a mirar asombrado en torno, sin comprender. Lentamente las cosas sin forma tomaron consistencia en medio de la escasa luz y vio entonces las paredes del cuchitril, el mensaje escrito con lápiz en la pared, y, finalmente, la tela de alambre de arriba, Y entonces se dio cuenta de dónde estaba. ¡Chicago..., por fin Chicago! La Feria Mundial. El ininterrumpido sueño de dos veranos se había convertido en realidad. Estaba en Chicago y la tarde anterior había visitado la Feria y a la mañana siguiente iba a hacerlo nuevamente. ¿Y qué más? El señor Bixby.
El señor Bixby era un agente del gobierno, un verdadero Agente Especial, y le habían pegado un tiro y había caído de rodillas en una callejuela anónima. El Agente Especial no tenía revólver, pero aquellos dos hombres habían disparado contra él. ¿Qué dos hombres?
¡Pero si eran aquellos dos hombres escondidos en aquella ventana de altos, en la vereda de enfrente de la callejuela! ¿Él había visto a los hombres?
Bueno..., no, en realidad no los había visto, pero sabía que ellos estaban allí, sabía que eran ellos quienes habían disparado los tiros. ¿Cómo lo sabía?
Bueno... este... No sabía cómo lo sabía. ¡Pero lo sabía!
Iba caminando por la calle cuando encontró al señor Bixby en la callejuela, herido. Los tiros los habían disparado dos hombres escondidos detrás de la ventana del segundo piso, del otro lado de la calle. Esos hombres seguían escondidos allí y observaban cuando él apareció caminando por la calle y cuando se detuvo a hablarle al señor Bixby, cuando el agente murió y él terminó finalmente por huir aterrorizado por aquel negro misterio del cadáver. Ellos habían permanecido detrás de la ventana, viéndolo todo. El tuvo plena conciencia de la presencia de ellos durante todo el tiempo, pero no se había detenido a pensarlo, debido a su extrema preocupación por el agente herido. Sin embargo, seguía sabiéndolo todo respecto a ellos.
¿Cómo supo el nombre de Bixby y que era un Agente Especial? Aquello era desconcertante. ¿No lo habría visto antes al hombre..., tal vez en el cine? No. ¿Le habrían contado? No. El señor Bixby trató de hacerle la misma pregunta cuando murió. ¿Cómo llegó entonces a saberlo todo respecto a aquel funcionario moribundo?
No había respuesta. Simplemente lo sabía. Tan pronto como dejó de hablarle, lo supo. Tuvo conciencia de quién era el hombre, qué era, qué le había ocurrido y quiénes eran los responsables de lo ocurrido. Y en seguida tuvo conciencia de la presencia de los dos hombres ocultos tras las cortinas de la ventana del piso alto. El señor Bixby no le había dicho nada; simplemente lo supo. Y sabía que estaba en lo cierto.
Era tan desconcertante como aquellas otras cosas, las que le habían ocurrido antes.
Como en el caso del detective ferroviario, en el pueblo, y el vigilante de facción en la calle, la tarde aquella; igual que en el caso del acomodador del cine, que andaba de un lado al otro del pasillo despertando a los que se quedaban dormidos. Había presentido la aproximación de cada uno de ellos aunque no había estado mirando en la dirección en que venían; había sabido quiénes eran y qué era lo que iban a hacer o decir antes de que hablaran o hicieran algo realmente. Pero lo sorprendente era que aquello no le había ocurrido sólo con ellos; lo mismo había pasado con su tía. Desde hacía mucho tiempo, cada vez había sabido la naturaleza de las preguntas que le haría, antes de que se las formulara. A veces adivinaba las preguntas con tanta antelación que tenía tiempo para preparar la respuesta antes de que la interrogación le fuera formulada. Lo mismo sucedió con los siete dólares con cincuenta centavos que ganó para asegurarse su visita a la Feria. Al buscar por el pueblo algunos trabajitos extras sólo se había acercado a aquellos hombres que realmente necesitaban que les hiciese algún trabajo. No habló con nadie que lo hubiera rechazado.
Pero era así como habían ocurrido las cosas.
Paul se quedó dormido por segunda vez.
El desayuno fue la segunda desilusión que experimentó en el hotel. El viejo seguía hamacándose en su sillón cuando Paul bajó las escaleras y se detuvo en el hall, esperando. El anciano con un gruñido se levantó del asiento, se acercó a una mesa cubierta con mantel de hule, y levantó de golpe un repasador sucio que cubría un trozo de carne fría. Cortó dos rodajas delgadas, metió la mano en la bolsa de pan y sacó un pedazo, con el que preparó un sandwich. Luego volvió a la mecedora y se sentó.
Paul comió el sandwich, mientras contemplaba al anciano.
—¿Tiene papel de cartas?
—No. Puedes ir al drug store.
—¿Dónde queda?
—En la otra esquina.
Terminó de comer el sandwich y miró a su alrededor, en busca de un poco de agua, pero no encontró.
—¿Es todo lo que me da como desayuno?
—¿Cuánto quieres por no pagar nada?
Paul salió del hall y bajó a la calle. Entró en el primer restaurante que encontró y tomó un segundo desayuno por veintidós centavos. Después se detuvo en el drug store, y compró una estampilla; a último momento había decidido no adquirir ni lápiz ni papel de cartas porque recordó que en la Feria había un lugar donde esos artículos los daban gratis.
Luego fue corriendo hacia la esquina donde paraba el ómnibus especial.
La Feria seguía siendo el mismo lugar mágico y maravilloso del día anterior; compró otro boleto y entró; caminó por la avenida de las Banderas, pasando por diversos edificios y exhibiciones hasta que encontró el quiosco del ferrocarril, donde suministraban artículos de librería y donde había hasta una oficina de correos especial, que despachaba las cartas sellándolas con la inscripción Exposición del Siglo del Progreso, Chicago, Illinois. Paul escribió la carta sobre una hoja de papel con el membrete de una empresa ferroviaria del Oeste.
Sé quién mató al señor Bixby. Fue un hombre llamado Tony Bloch. Había otro hombre a quien llamaba Bob, y ambos estaban escondidos en la ventana de altos, en la acera de enfrente, cruzando la calle.
No se le ocurrió agregar nada más y estuvo a punto de firmar con su nombre, pero lo pensé mejor. Borroneó la inicial P que ya había escrito y vaciló. ¿Cómo debía firmar? ¿Cómo firmaba el señor Bixby las cartas y telegramas que enviaba a Washington?
Bixby-12.
Parecía ser nombre cifrado, pero si Bixby lo usaba, es porque debía servir. Firmó la nota: Bixby-12.; la dobló y la metió en el sobre, que por suerte el ferrocarril también le proporcionaba; pegó la estampilla que había comprado y vaciló de nuevo. ¿A quién tenía que mandarla? ¿A quién la habría enviado Bixby?
No hubo respuesta.
Paul escribió: Señor Presidente. - Casa Blanca. - Washington, D. C.
Y la carta, cubierta generosamente con sus impresiones digitales, fue echada en el buzón.
Permaneció dos días más en la Feria hasta que gastó sus ocho dólares.
TRES: 1941
Paul Breen tenía veinte años y un trabajo satisfactorio y relativamente fácil, en el que ganaba treinta y siete dólares por semana, cuando hizo un descubrimiento sorprendente sobre su persona. El descubrimiento se produjo en forma accidental y probó ser sólo un presagio de lo que estaba por venir. Le ayudó a explicar muchas cosas una vez que lo hubo comprendido y aclarado por completo. Paul descubrió que poseía una facultad especial que, aparentemente, no tenía otra gente.
El diccionario la denominaba telepatía pero la explicación que de ella daba en un breve párrafo era insuficiente.
A la edad de quince años había encontrado su primer trabajo estable en un cinematógrafo, en el que trabajaba como acomodador, después de las horas de clase, y durante los fines de semana. Recordó al acomodador del cine de Chicago, pero las tareas que debía realizar no le exigían un trabajo similar. En la pequeña ciudad donde vivía, los parroquianos rara vez se quedaban dormidos en el cine, y si esto ocurría, se los despertaba suavemente cuando la función de la noche había terminado. No fueron necesarias muchas semanas de trabajo para que Paul comprendiera que no estaba trabajando en el lugar que realmente le convenía; en la cabina de proyección tenía un trabajo mucho mejor.
Presentó una solicitud de empleo, llenó un duplicado para el sindicato, ya que era necesario hacerlo, y poco antes de cumplir sus dieciséis años fue admitido como aprendiz. Durante las primeras semanas, sólo se le permitió escuchar y observar; en Illinois regía una ley que prohibía que los menores de dieciséis años trabajaran como operadores. Al cabo de esas pocas semanas, el conocimiento que tenía sobre los aparatos de proyección era sencillamente sorprendente. Paul vio venir las preguntas. El operador lo interrogó sobre sus conocimientos; quiso saber si había manejado esas máquinas en alguna otra parte. Paul explicó que había observado cómo los instructores de la escuela manejaban aparatos similares, pero más pequeños, y lo demás lo había obtenido del mismo operador, escuchando sus explicaciones y observando su trabajo. Esta verdad evidente, que traía aparejada una lisonja involuntaria, fue aceptada como satisfactoria. El aprendiz fue calificado de brillante.
El aprendizaje terminó después de dos años, y en ese mismo cine consiguió su primer trabajo rentado; su maestro había dejado la cabina de proyección para ocupar un puesto de dirección. Paul fue nombrado operador; era la envidia de los muchachos del lugar de su misma edad y ganaba treinta y siete dólares por semana. Muy pronto se compró un coche usado.
La misteriosa sensación de saber las cosas continuó.
La circunstancia accidental que lo llevó al descubrimiento de sí mismo se produjo cuando tenía veinte años, en la cabina de proyección, mientras pasaban lo que era clasificado como una película de terror. En mil novecientos cuarenta y uno, la moda de las películas de terror de segunda categoría estaba en su apogeo. Bela Lugosi hacía películas de terror; Lon Chaney (h), hacía películas de terror; Lionel Atwill, hacía películas de terror; Boris Karloff hacía películas de terror, y toda una hueste de satélites menores hacían películas de terror. El cine en que trabajaba Paul, al cual la ciudadanía local había puesto el apodo cariñoso de "El gallinero”, pasaba toda clase de films.
El despertar de Paul se produjo mientras se realizaba una función especial de medianoche, en la víspera del Día de Todos los Santos (dos dólares de paga por horas extras para el operador), y se pasaba una película de Boris Karloff, en la que éste les hacía ver los quintos infiernos a las autoridades policiales, mientras, mediante poderes sobrenaturales, atraía y arrancaba a las hermosas doncellas de la seguridad de sus hogares. En el reparto figuraba también un profesor universitario, un sábelo todo, que aseguraba que Karloff empleaba la telepatía, aseveración de la que se burlaba la policía hasta casi el final de la película. Paul estaba fascinado.
Karloff, escondido detrás de unas matas al lado del camino, leía en la mente de los que eran enviados para agarrarlo y en esa forma desbarataba sus planes. Karloff, oculto en medio de los arbustos, seguía con la mente todo lo que acontecía en los dormitorios de hermosas muchachas, esperando que las mucamas dieran las buenas noches y se retiraran dejando a las damiselas a merced de sus siniestros propósitos. Karloff, escondido en una oficina de la municipalidad, adivinaba mentalmente todas las trampas que le tendía la policía desde una habitación cercana. Karloff hacía todo eso mediante la telepatía, leyendo el pensamiento de la gente. Finalmente fue capturado cuando el héroe se colocó un casco de metal que interceptaba todo pensamiento —suprimiendo cualquiera de las vibraciones indicadoras que pudieran emanar de su cuerpo— y con toda calma y mentalmente silencioso, se acercó al villano por detrás.
Paul Breen rechazó el final como fantasía pero no así el resto de aquella nueva idea. Esa noche permaneció despierto pensando en todo eso, reflexionando, y poco a poco pudo comprender los diversos hechos inexplicables de su propia vida.
Durante todos los años en los que vivió con su tía se había llevado muy bien con ella porque siempre parecía saber de antemano lo que le agradaría o lo que dejaría de gustarle; siempre conocía las preguntas que le haría y tenía lista una respuesta correcta y satisfactoria cuando ella se las formulaba. Una semana antes de su muerte había sabido que algo malo pasaba con ella, que algo en su imagen parecía estar desintegrándose. Y en cuanto a los profesores de la escuela... la escuela era una pavada porque tanto en los exámenes orales como en los escritos daba mucha más información que la que proporcionaban los libros de texto. Además, en la escuela pasaba a veces momentos embarazosos cuando sus respuestas eran demasiado avanzadas para su edad o para el grado que cursaba... aunque el profesor supiera lo que él estaba diciendo. La expresión del rostro del maestro le indicaba que había tenido esa misma explicación en la punta de la lengua pero no la había dado. Y la muchacha que vivía enfrente... Después de las primeras citas por la tarde no quiso saber nada más con él, a pesar de su mágica conexión con el cine y de las entradas gratis que le conseguía. Paul vio a través de sus subterfugios y evasivas que se había anticipado con demasiada rapidez a los deseos de la muchacha y que ésta no se sentía cómoda ni tranquila en su compañía.
Telepatía.
Había adquirido todos los conocimientos referentes al trabajo con los equipos de proyección en un tiempo extraordinariamente corto; había escuchado con toda atención las explicaciones del operador, había comprendido el sentido de cosas implícitas pero no dichas, había observado detenidamente los rápidos dedos del hombre cuando manipulaba las películas y la maquinaria y había sabido con certeza qué era lo que se tenía que hacer después... y había tenido la satisfacción de ver que eso era lo que el hombre hacía.
El año anterior había habido una elección nacional; un candidato a la presidencia se presentaba para ejercer por tercera vez la primera magistratura del país, cosa que nadie había logrado hacer antes, y sus conciudadanos predecían que fracasaría esta vez. Paul con toda precisión había pronosticado en su interior el éxito de esa tercera campaña.
Pero aun antes que todo eso, mucho antes...
Su deseo de adolescente, imperioso, vehemente, de visitar la Feria de Chicago y la forma en que juntó el dinero que necesitaba, en una época de tanta escasez. Todos y cada uno de los hombres a quienes se había acercado en demanda de trabajo tenían algo por hacer. Había habido ocasiones en que la posibilidad de conseguir trabajo parecía presentársele sin más que pedirlo, pero por alguna razón él no había investigado, no había preguntado si existía algún trabajo disponible. Nadie lo había rechazado; había evitado todas las posibilidades de un rechazo y en forma infalible había elegido a todos aquellos que tenían alguna changa para ofrecerle. Dos meses, siete dólares con cincuenta centavos y el viaje a la Feria. Un detective del ferrocarril se le había acercado mientras esperaba el tren de carga; Paul supo que se trataba de un detective aunque no recordaba haber visto uno nunca, había presentido el tenor general del interrogatorio a que lo sometería... aunque eso podía ser adivinado con facilidad por el diálogo oído en muchas películas de pistoleros. Había encontrado rápidamente el hilo negro en el extremo del cual bailaba el payaso de papel y con la misma rapidez había localizado al compinche que manejaba el hilo. Y había adivinado en seguida que los dos estaban constantemente alerta, constantemente temerosos de la aparición de la policía. Había sabido que el vigilante de Chicago lo pararía e interrogaría en cuanto lo divisó a casi una cuadra de distancia.
Había sido divertido observar a aquel acomodador cuando hacía lentamente su ronda, despertando a los dormidos; le había divertido engañar al hombre dándose vuelta para clavarle la mirada cuando él se le acercaba creyendo encontrarlo dormido. Pero hubo un momento, poco después, en que esa extraña sensación de saber, lo había abandonado. Al salir del cine se había perdido.
De pronto apareció en su memoria, como a la luz de un relámpago, la silueta precisa de un hombre caído de rodillas, en una callejuela.
El señor Bixby.
Bixby nunca le había dicho su nombre, nunca le había hablado excepto cuando le advirtió en forma rápida, angustiosa, que debía alejarse, que debía huir del peligro lo más pronto que pudiera. Pero él se había detenido unos instantes porque Bixby era un Agente Especial y la ambición de su infancia, largamente acariciada, era precisamente la de llegar a ser eso... un agente secreto del gobierno. Bixby representaba un lazo, un vínculo con sus sueños, y se paró para ayudarlo; en ese instante, viendo y sintiendo la agonía del hombre, había sabido, sin que mediaran palabras, todo el drama que se había desarrollado en esa callejuela. Había sabido mucho más, había sabido un fragmento de los antecedentes de Bixby, el nombre cifrado con el que habitualmente firmaba las comunicaciones que dirigía a sus superiores, había sabido los nombres y la ubicación de los hombres que lo habían atrapado y le habían disparado el tiro. Y entonces, súbitamente, hubo algo más, dos partes del mismo esquema se correspondían, se ajustaban entre sí para formar un todo...
Algo negro pareció posarse sobre el rostro de Bixby cuando murió, una obscuridad que sugería que algo estaba por desaparecer, una obscuridad que aterrorizó al muchacho; la misma negrura indistinta que cubría el rostro de su tía cuando murió, la misma sensación inexplicable de algo en trance de desaparecer.
Telepatía.
Paul estaba todavía despierto cuando a través de la ventana del dormitorio una tenue claridad le anunció que amanecía.
—¿Se siente enfermo o le pasa algo?
—No —dijo Paul—. ¿Por qué?
—Lo sentí moverse y dar vueltas toda la noche. —La casera estaba sentada a la mesa, frente a Paul y lo observaba tomar el desayuno—. Pensé que podría sentirse mal.
—No tengo nada. Tal vez tomé demasiado café.
—No debería tomar café tan tarde; ir a la cama con el café en el estómago puede hacerle mal. Tendría que tomar leche. Hágame caso.
—Lo haré, gracias. —Vaciló, indeciso—. ¿Qué es la telepatía?
La mujer empujó sus anteojos más arriba, sobre el puente de la nariz y revolvió el azúcar dentro de la tercera o cuarta taza de café que tomaba esa mañana.
—¿Qué es qué?
—Telepatía.
—¿Qué es eso?
—No lo sé. Estaba en la película que pasamos anoche. Pensé que quizás usted lo supiera.
—¡Bah!, películas. Quizá sea una enfermedad.
—No, no lo creo. Tiene algo que ver con el poder de la mente para controlar a otra gente.
—Bueno, de eso no sé absolutamente nada, pero aun así sigue pareciéndome que debe ser una especie de enfermedad, ¿sabe? palabras enfermas. ¿Por qué no va a la biblioteca y consulta?
—¡Esa sí que es una idea! —Se preguntó por qué no se le había ocurrido pensar en ello—. Allí deben tener algo sobre esto.
La biblioteca pública era un antiguo edificio de ladrillos, de dos pisos, recargado con mucha ornamentación inútil, con detrito de palomas y con una enorme placa que llevaba inscriptos los nombres de cuanto funcionario municipal hubiera estado remotamente vinculado con la erección del edificio: el alcalde de esa época, los diversos miembros del concejo municipal, el hombre que había donado el terreno y el de la esposa en cuyo nombre se había hecho la donación, el administrador de parques, el inspector de calles, el arquitecto, la firma constructora y hasta el presidente de la junta directiva de la biblioteca.
Una vez adentro Paul vaciló en mencionar el tema; le disgustaba la idea de ponerse en ridículo si la telepatía resultaba ser una ficción, un invento creado por las películas. Solucionó su dilema al ver un diccionario voluminoso que se encontraba sobre una mesa cerca del escritorio de la bibliotecaria. Lo abrió.
Armado con los conocimientos que había adquirido, Paul se acercó a la bibliotecaria y le formuló su pregunta. El pedido no pareció asombrarla en absoluto y ni siquiera llamarle levemente la atención; en vez de eso, le dijo que esperara y desapareció entre los estantes que se encontraban a su espalda. Algunos minutos más tarde reapareció llevando en las manos tres libros polvorientos y se los entregó a Paul. Con curiosidad los dio vuelta para leer los títulos. Dos eran de Joseph Banks Rhine, La percepción Extrasensorial y Nuevas fronteras del pensamiento. El último, titulado Estudios de Psicoquinesis era del doctor William Roy.
La bibliotecaria lo miró durante unos instantes y se creyó obligada a agregar: "Creo que tenemos algunas novelas que tratan sobre ese asunto. ¿Quisiera alguna de ellas?”
Paul observó los volúmenes que tenía en la mano.
—¿Cuántos me puedo llevar ahora?
—Cuatro. —Ella había seguido su mirada—. Puede guardarse éstos durante dos semanas y luego, si quiere, renovarlos por otros dos. Pero para las novelas de ficción hay un límite de dos semanas.
—Entonces déme una sola —decidió Paul—. Me gustaría llevarme estos tres libros y uno de ficción. —Y sugirió—: Uno nuevo.
Leyó primero la novela, lentamente y con todo cuidado, buscando las implicaciones que podían esconderse entre líneas; la leyó primero porque era el libro que debía devolver más pronto y porque constituía con seguridad una lectura más liviana, la forma más fácil de encarar un fenómeno extraño y sorprendente. Los amos del tiempo era una novela espeluznante y romántica en la que un hombre y una mujer practicaban la telepatía por contacto físico: un apretón de manos, un beso, un cálido abrazo. Cuando los dos se encontraban en íntimo contacto físico eran capaces mutuamente de leer a voluntad sus pensamientos y cada uno podía bucear en las profundidades de la mente del otro; cuando cesaba el contacto concluía la transmisión del pensamiento. Pero Paul no había tocado a Bixby; raras veces tocaba a su tía. Por supuesto cuando era pequeñuelo la besaba para darle las buenas noches, pero cuando fue creciendo los besos se reservaban para esas ocasiones obligadas en las que alguno de los dos se iba de la casa por algún tiempo. No pudo recordar que entre ellos se hubiera producido transmisión alguna del pensamiento. La novela, por lo tanto, no le proporcionó la respuesta que buscaba; sin embargo, buscando a tientas lo que podía estar implícito aunque no dicho en forma directa, escribió una carta al autor, dirigida a cargo del editor del libro. En la nota, en forma concisa y cortés, requería los puntos de vista del autor sobre el tema y si conocía algún caso semejante. Prudentemente no dijo nada sobre sí mismo.
En seguida se dedicó a leer los dos volúmenes de Rhine e hizo el extraordinario descubrimiento de sí mismo.
La telepatía existía.
Existían diversas formas del fenómeno; habían sido probadas matemáticamente pese al hecho de que en apariencia violaran muchas de las leyes naturales de la ciencia. Rhine, un parapsicólogo de la Universidad de Duke, había desarrollado, al cabo de muchos años de experimentación, un sistema que reducía los resultados vagos y fortuitos a un proceso matemático basado en las leyes de la estadística. Empleando un mazo de barajas que llevaban cinco símbolos, Rhine, con la cooperación de sujetos elegidos especialmente, demostraba que el porcentaje de aciertos era tan alto al enumerar el orden de sucesión correcto de las cartas, que estaba fuera de los límites de la casualidad pura; era tan alto que resultaba improbable. Llegó a la conclusión de que los sujetos eran capaces de percibir los símbolos inscriptos sobre las cartas sin ver esos símbolos... y luego probó esa conclusión. De ahí en adelante los experimentos avanzaban dejando atrás los juegos de cartas.
Personas sentadas en una habitación eran capaces de conocer los pensamientos y conversaciones de los experimentadores que se encontraban en otro cuarto; algunos podían copiar sobre un papel un mensaje escrito por otro estudiante en otra habitación; otros reproducían un símbolo o un retrato mediante una concentración similar. Pero en todos los experimentos relatados por Rhine bajo las mejores condiciones de laboratorio, era evidente que se hacía necesario un alto grado de cooperación entre los sujetos, que uno debía concentrarse mientras los otros intentaban percibir el objeto que estaba sujeto a examen.
Pero para Paul, inconscientemente, eso había resultado mucho más fácil. Nunca había necesitado la cooperación y la concentración voluntaria de la otra parte; aparentemente conocía sus pensamientos y estados de ánimo sin que ellos se dieran cuenta de nada, presentía las preguntas a medida que eran formuladas. Más aún, había sabido de la existencia de cosas sin contacto mental directo; ¿cómo explicar si no los trabajos que con tanta facilidad había encontrado un muchacho de trece años?
Otro término técnico le abrió aún más el campo para especulaciones más vastas: percepción extrasensorial, cuya abreviatura era PES. PES, abarcaba no sólo la telepatía sino otros poderes no soñados de la mente humana: la clarividencia, la premonición, la telequinesis y la teleportación. Los libros de Rhine y Roy le explicaron todas esas cosas después de otra rápida incursión por el diccionario de la biblioteca. Clarividencia era la habilidad para ver o conocer cosas que no eran visibles fácilmente para el ojo normal o no eran conocidas para la mente normal (él había localizado a los hombres. que tenían trabajo para ofrecerle; había asimilado rápidamente las pruebas de proyección). Premonición era saber de antemano algo que iba a ocurrir (él había presentido que el acomodador de Chicago se pararía a su lado para despertarlo; su conocimiento anticipado de que el candidato presidencial sería reelecto por tercera vez). La telequinesis consistía en la increíble facultad de mover los objetos inanimados sin tocarlos; Roy sugería que un pisapapel podía ser empujado del escritorio y caer al suelo simplemente si se quería hacerlo. La teleportación era una forma extraordinaria de transporte, por la cual uno podía moverse a grandes distancias mediante la fuerza de la voluntad.
Cuando expiraron las cuatro semanas, Paul devolvió los libros a la biblioteca e intentó comprar el libro de Roy; de los tres era el más valioso, ya que explicaba teorías y conceptos realmente sorprendentes. La bibliotecaria no disponía de ningún ejemplar pero se ofreció a averiguar el precio y ayudarle a encargarlo. Encontró que el libro estaba todavía en venta y Paul hizo su pedido. Le costó siete dólares pero pensó que la suma estaba bien gastada.
Desde entonces, durante la noche, mientras trabajaba en la cabina de proyección, dedicaba mucha más atención al libro que a las películas. Concentraba todas sus fuerzas para poner en práctica lo que había aprendido y se pasaba muchos minutos frente a la pequeña abertura por la que dominaba la sala, contemplando con mirada fija la parte posterior de las cabezas de la gente. Pero por lo que pudo percibir no pasó absolutamente nada. No podía leer sus pensamientos ni podía adivinar lo que iban a hacer. Con desesperación volvió a recurrir al libro.
Una noche estaba enfrascado profundamente en su lectura, leyéndolo por segunda vez, cuando la película se rompió en el proyector produciendo un sonido desgarrante parecido al de un estampido. Paul arrojó el libro sobre la mesa de trabajo y de un salto estuvo al lado de la máquina para cerrar de golpe la llave de la luz, consciente del permanente peligro de incendio. Desconectó la llave del motor y separó los engranajes para proceder rápidamente a sacar del proyector la parte dañada de la película, cuando oyó —o tuvo la sensación de haber oído— que el administrador subía rápidamente por la escalera que había a sus espaldas. El hombre hizo irrupción en la cabina con ese modo nervioso y excitado que tienen en todas partes los administradores enloquecidos cuando se ha producido algún desbarajuste.
—¿Qué pasa?... ¿Qué ha sucedido? ¿Se cortó la película? Apúrate, por favor... se están impacientando. ¿Cómo fue? ¿Lo puedes arreglar? Qué...
Paul no dijo nada y siguió trabajando rápidamente, pero en su desagrado hacia la actitud del hombre tuvo un pensamiento de furia: ¡Vete de aquí, cretino y déjame tranquilo!
Enrolló la película hasta un poco más allá de la rotura, la colocó en el proyector y enrolló el extremo opuesto en un carretel vacío. Haciendo un movimiento suave bajó las ruedas dentadas, puso el motor en marcha y abrió la llave de la luz, dando de nuevo paso a las imágenes hacia la pantalla. Sólo entonces se volvió. El administrador se había ido.
Meses más tarde realizó otro acto de supuesta utilidad que luego hubo de lamentar, un acto que por segunda vez en siete años había de provocar considerable consternación en las esferas oficiales de Washington. Algo así como un impresionante rayo cayó dos veces sobre ellos.
Paul había llegado a saber por ese entonces de la existencia independiente de dos organismos de seguridad en la capital de la nación, de dos esferas de actividad policial separadas. El Servicio Secreto, que funcionaba desde el Departamento del Tesoro, que cuidaba al jefe ejecutivo y cumplía otras funciones relacionadas con la falsificaciones de moneda, los sellos de impuestos federales, inspección de aduanas y similares. Por otra parte la Oficina Federal de Investigaciones (F. B. I.) formaba parte del Departamento de Justicia y tenía a su cargo las actividades criminales en el orden nacional. Paul tenía vaga idea de las líneas jurisdiccionales que separaban a las dos organizaciones. Se dio cuenta de que había cometido un error al enviar su carta sobre Bixby a la Casa Blanca; la gente del Servicio Secreto debió haberla abierto. Tenía que haberla dirigido a la F. B. I., porque Bixby formaba parte de ese organismo.
Y de ese modo, con asombrosa ingenuidad, escribió una segunda carta, dirigida ésta a la F. B. I., dejando constancia de que la primera había sido mal dirigida. Sugería en ella la posibilidad de que pudieran recuperar la primera carta de hacía siete años, si tales correspondencias se conservaban y archivaban en la Casa Blanca. La primera carta contenía información sobre el asesinato de uno de sus agentes y sería de valor para ellos.
A Paul podían concederle un minuto de cautela: nuevamente no firmaba la carta con su nombre ni daba la dirección. Nuevamente volvió a escribir Bixby-12. La carta fue escrita en papel de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que no lleva el nombre de ninguna ciudad o pueblo; Paul había hecho previamente acopio de hojas de papel para su uso personal. Despachó la carta durante aquella semana que estuvo en Peoria, donde había ido con un par de amigos en procura de diversiones. Y como en casos anteriores, la carta estaba abundantemente cubierta de impresiones digitales. Sus poderes de clarividencia y de premonición recién descubiertos eran visibles por su ausencia.
En Washington, un funcionario de la F. B. I., de nombre Ray Palmer, se puso furioso.
El recibo de la primera carta, siete años antes, que había llegado hasta él siguiendo los canales de rutina, había producido una conmoción. La letra y las impresiones digitales revelaban que la carta había sido escrita por un chico. La información suministrada en el texto de la carta condujo a los agentes a la habitación de los altos y consecuentemente al encuentro de los dos pistoleros que habían matado a Bixby. Pero a pesar de todo no hubo nada que pudiera orientar a la F. B. I. hacia el muchacho que había hecho uso de la firma del muerto y señalado a sus asesinos. Millones de personas habían pasado por las puertas de la Exposición del Siglo del Progreso; decenas de miles habían hecho uso del papel y los sobres distribuidos gratuitamente por la compañía ferroviaria. ¿Quién iba a acordarse de un chico, entre millares, pidiendo una hoja de papel y un sobre?
La llegada de la segunda carta después de siete años fue algo más que una conmoción. Proporcionaba solamente un indicio nuevo: el muchacho —ya convertido en joven— vivía aparentemente en Peoria, estado de Illinois, o en las inmediaciones. Palmer, iracundo, se dirigió por avión a Peoria para hacerse cargo de la investigación.
A Paul Breen le correspondió hacer el servicio militar en la primavera de 1945, poniendo así fin a un período de cinco años de aprensión. Juntamente con muchísimos más se había inscripto un frío y tempestuoso día de octubre, en que se había sentado bastante derecho y afectado, en una silla colocada ante uno de sus ex maestros, desde la cual observó cómo iba anotando una mujer los datos que él suministraba. Y luego los cinco años siguientes habían sido un constante y aterrorizador cambio de clasificaciones hasta que terminó encontrándose colocado en la categoría 1-A1. En la primavera de 1945, alguien debió dar por primera vez con su prontuario y advirtió que aún no había hecho servicio militar alguno.
Tenía veinticuatro años y ya había pasado la edad normal de la conscripción. Sus servicios fueron asignados al ejército. Y siguiendo la rutina establecida, le tomaron las impresiones digitales.
Ray Palmer había estado impaciente esperando precisamente eso. Las posibilidades eran bastante grandes en el sentido de que el aparato del enrolamiento terminara por localizar al joven que buscaba.
CUATRO: 1945.
—¡Eh..., Breen!
Paul estaba tendido de espaldas mirando soñador el techo del cuartel, las manos cruzadas bajo la nuca. Se volvió entonces perezosamente para mirar por encima de la hilera de catres hacia la puerta. El sargento principal estaba allí respirando con dificultad, como si hubiera estado andando con demasiada velocidad para su peso. El sargento estaba de pie ante la puerta y observaba el lugar. Detrás de Paul, en la parte de atrás del galpón dormitorio, alguien estaba haciendo un ruido terrible, lo menos musical que pueda imaginarse, con un banjo al que trataban de seguir varias voces desentonadas. Al igual que el hombre que estaba en el catre junto al suyo, Paul había logrado con éxito ignorar aquel ruido; el otro soldado dormía profundamente y al roncar lo hacía con mucho ruido.
—¡Breen!
—Presente —dijo Paul, enderezándose en la cama—. ¿Qué hay?
El ruido había cesado.
—¡Saca tu cola de ahí y ven conmigo!
—Hoy es sábado —protestó Paul.
—Me importa un comino el día que sea... ¡Levántate y al trote!
—Anda, Breen —le dijo alguien desde atrás—. A lo mejor el general quiere darte otra orden al mérito.
—Vamos —objetó una segunda voz—. Esta vez es importante. G-2 ha encontrado un mapa japonés y nadie puede descifrarlo, excepto el Emperador y Breen.
—¡Termínenla! —bramó el sargento.
Paul se sentó en la cama y se quedó mirando al hombre que estaba en la puerta. Apretó los ojos durante un instante, como si tratara de combatir el sueño o un dolor súbito, y luego comenzó a ponerse los zapatos. El sargento parecía estar de prisa y había ido por orden del capitán. El capitán había sido enfático. Paul se mordió el labio con la certidumbre de que algo desagradable se avecinaba. Se colocó la corbata en torno al cuello e hizo el nudo. El sargento estaba apoyado en el marco de la puerta, esperando con evidente impaciencia.
Salieron a la calle de la compañía y nuevamente se oyó tras ellos el ruido.
—¿De qué se trata? —preguntó Breen.
El suboficial lo miró con curiosidad.
—¿No lo sabe?
Paul sacudió la cabeza.
—Yo no he presentado ninguna reclamación.
Y se dio cuenta de que el sargento tampoco conocía los motivos de la citación.
—Esto entre nosotros, soldado, pero el Viejo lo ha estado vigilando a usted. Tal vez precisamente porque usted no hizo reclamación alguna.
En la primavera de 1945 Paul conocía lo suficiente sobre sí mismo como para mantener la boca cerrada y ocultar las facultades de que era poseedor. Se había dado cuenta, mediante la lectura de los libros de Rhine y Roy y por el estudio de quienes andaban en torno suyo, de que facultades como las suyas no les eran dadas a otros hombres y que por ese entonces eran estudiadas al tanteo con los experimentos que se llevaban a cabo en los laboratorios de psicología. Al ser reclutado para el ejército, descubrió que durante las pruebas de inteligencia y capacidad había alcanzado marcas extraordinarias, no porque tuviera una inteligencia superior sino porque se había distraído hurgando las mentes de los que estaban en torno y obteniendo así, sin pensarlo, las respuestas adecuadas a las preguntas contenidas en los tests. Paul advirtió lo que estaba haciendo, se dio cuenta de que el oficial a cargo de las pruebas estaba hablando de sus puntajes y se hizo pasar por flojo. No deseaba llamar la atención.
En el campo de adiestramiento luchó por no repetir el episodio original de la cabina de proyección, es decir, no aprender demasiado rápidamente, ni llegar a saber las cosas antes de lo supuesto. Pese a sus precauciones, el sargento de adiestramiento lo hizo salir un día al frente.
—¿Usted ha estado antes en el ejército, amigo?
Paul le dijo que no, pero se dio cuenta de que el sargento no le creyó del todo. Después de aquello redobló su guardia, pero le resultaba difícil no hacer lo que el sargento pensaba que debía hacer. Al principio había sido difícil y arduo distinguir los pensamientos no expresados de las palabras dichas; determinar cuál era el propulsor mental de una orden impartida y cuál la propia orden verbal. Más adelante aprendió a distinguir la sutil diferencia entre los pensamientos y las palabras, entre los pensamientos y los actos, mediante cuidadosa observación y análisis. El pensamiento siempre precedía a las palabras, los impulsos siempre estimulaban las vocalizaciones, independientemente del tiempo que hubiera entre las dos. Era algo muy parecido a oír la misma cosa dicha dos veces, para él solamente. Lo único que tenía que hacer era no actuar la primera vez en que le era transmitido. Debía esperar siempre la segunda orden, más lenta.
Con algunos de los adiestradores esto había resultado fácil; sus pensamientos estimulaban las cuerdas vocales en forma lenta y pesada, pero sucedía todo lo contrario con los combatientes veteranos que acababan de regresar de los teatros de guerra. Las órdenes dobles se producían con la rapidez que hay entre el apretar del gatillo y la salida de la bala: la palabra gritada seguía al pensamiento formulado por no más de un milésimo de segundo y casi se fundían entre sí. Bajo el comando de esos hombres, Paul había cometido menos errores, porque casi no era necesario distinguir entre la orden hablada y la mental y porque, por su parte, ellos pensaban y actuaban con tal rapidez que no se percataban de que Paul a veces obedecía al pensamiento más bien que a la palabra. Pero Paul aprendió a controlar sus movimientos cuando tenía que tratar en el ejército con el otro tipo de hombres, el de cerebración lenta.
El sargento principal empujó la puerta y entró en la ordenada habitación, seguido por Paul. El cuarto estaba vacío. Paul esperó mientras el sargento daba unos golpes en la puerta interior y escuchó simultáneamente el pensamiento y la voz del capitán.
—Entre, entre.
El sargento abrió la puerta.
—El soldado Breen, señor —se hizo a un lado para dejar pasar a Paul y luego cerró la puerta.
Paul miró primero al comandante de la compañía, capitán Evans y no pudo enterarse de casi nada: el hombre tenía una enorme curiosidad por este nuevo giro de los acontecimientos, y esperaba ansiosamente la entrevista pero hasta ahora sabía muy poco. ¡Estaba esperando ansiosamente la entrevista! Paul desvió la mirada hacia los dos civiles que se hallaban sentados en la oficina, y al instante recibió una doble sacudida, la más sobrecogedora de su vida, porque era una conmoción rayana con el miedo. Los dos hombres en traje de civil lo estaban mirando con toda calma.
Ray Palmer de la F. B. I. y Peter Conklin del Servicio Secreto. El capitán Evans se inclinó hacia adelante, señalando una silla.
—Siéntese, Breen. Estos señores quieren hablar con usted.
—Sí, señor.
Paul se sentó, luchando por controlar su nerviosidad creciente y por impedir que se trasluciera su emoción. Esperó, sentado rígido en la silla, sabiendo lo que iba a venir, sabiendo que aquellas dos cartas y los once años transcurridos al fin le habían dado alcance. Comprendió, además, lo que lo había atrapado: las impresiones digitales sobre las cartas y las que le habían tomado en el centro de reclutamiento. Mientras esperaba, tratando de no flaquear bajo las miradas escrutadoras, vio otra cosa más. Ellos no sabían nada sobre él, sobre lo que él era. Seguían tratando de adivinar cómo lo había hecho.
Palmer habló primero, en forma lenta y despaciosa, que sugería un hombre paciente y bondadoso, que se tomaba todo el tiempo del mundo para formular las palabras. Pero la agilidad de su mente traicionaba el camuflaje.
—Breen, tenemos interés en usted.
—Sí, señor.
—En verdad, estamos interesados en sus antecedentes militares. Antecedentes realmente extraordinarios, ¿no le parece?
—¿En qué sentido, señor?
—Bueno, tomemos por ejemplo y en primer lugar los tests de inteligencia y capacidad —Palmer hablaba con calma, sin apurarse—. Tendría que sentirse orgulloso de su puntaje.
—Sí, señor.
—Bueno, ¿no lo está usted?
—No creo que sea particularmente elevado, señor.
—Pero podría haberlo sido —advirtió Palmer.
Paul no contestó.
—Creo que pudo haber sido mucho más alto, ¿no le parece? —hizo una pausa para ver si Paul aprobaba—. Es una lástima que luego haya disminuido en esa forma.
—Yo no sabía nada sobre impresión de periódicos, señor. Matrices, tipos de imprenta, cajas y cosas como ésas.
—En lo demás anduvo muy bien.
—He leído mucho, señor, y trabajé con maquinaria de proyección y con un viejo coche que tenía.
—¿Salía mucho con ese coche? ¿Salía a divertirse los sábados por la noche?
—Sí, señor.
—¿Estuvo alguna vez en Peoría?
—Sí, señor, varias veces.
—¿Y en Chicago?
—Algunas veces; no muchas.
—¿Fue a visitar la Feria?
—Sí, señor.
Se iba acercando.
—¿Le gustó?
—Muchísimo, señor. Me quedé dos o tres días.
—Yo también estuve —dijo Palmer—. A ver..., por aquel entonces debe haber tenido doce o trece años.
—Trece.
Ahora, en cualquier momento.
—¿Con sus padres? ¿Tal vez con su tía?
—No, señor. Fui solo. Había ahorrado dinero.
—¿Solo en Chicago? ¿Y tan sólo trece años?
—No tenía miedo, si es a eso a lo que usted se refiere.
Palmer asintió.
—No, no creo que usted se atemorice con facilidad —estiró los labios, dando la impresión de que no sabía qué decir a continuación, de que andaba tanteando. Aquello también era falso.
—Los gangsters tampoco lo asustaron, ¿verdad?
Paul lo miró fijamente.
—Sí, señor, me asustaron.
—¡Ah! ¿Lo amenazaron?
—No, señor. Pero tuve miedo, de todos modos.
Palmer lo estudió.
—¿Qué fue lo que usted hizo?
—Escapé. De vuelta al hotel.
—¿Por qué?
—Porque tenía miedo y...
—¿Y? —le dijo, invitándolo a proseguir.
—Y porque el señor Bixby me dijo que escapara.
Palmer hizo un asentimiento para sí mismo.
—Bixby le dijo que escapara. Bueno, eso es interesante. ¿Qué más le dijo?
Ahí estaba la cosa. Desde ese momento en adelante podía actuar en dos formas distintas. Podía decirles la verdad e ir a parar a lo que fuera..., o podía mentir y confiar en que con nuevas mentiras encontraría la forma de explicar toda la situación. Ya veía un cuadro vago de a dónde podía conducirlo el decir la verdad; era una especie de sólido futuro que afloraba a la periferia de su mente. Vio también que había mostrado indecisión en responder a la pregunta y de que su indecisión había sido advertida. Paul decidió contarles la verdad y que las consecuencias vinieran, fueran cuales fueran.
—Nada más —dijo en respuesta a la última pregunta.
Palmer lo miró atentamente.
—¿Bixby no le dijo nada más? ¿Solamente que escapara?
—Eso fue todo, señor.
Hubo un largo momento de silencio. El capitán Evans estaba francamente ansioso porque la conversación continuara; le agradaba y le parecía que estaba aprendiendo cosas muy interesantes. No era cosa de todos los días que funcionarios de la F. B. I. y del Servicio Secreto descendieran a su oficina a interrogar a uno de sus hombres. ¡Siempre había pensado que había algo raro en el soldado Breen!
Paul le dirigió una rápida mirada, ocultando una sonrisa.
Volvió a mirar y vio que los dos civiles lo estaban estudiando. Se estaba acostumbrando a Palmer, a su mente rápida y a su lento hablar, pero el silencioso Conklin tendía a ponerlo nervioso. Hasta ese momento no había modo de comprobar en qué forma cooperaban su mente y su lengua en la acción. Sus pensamientos eran filosos, filosos como una navaja, y ya se había formulado una teoría para trabajar... ¡Paul contuvo la respiración, asombrado ante la exactitud de la teoría! Se quedó mirando a Conklin, consciente de las muchas posibilidades de aquel hombre; era mejor que observara al agente del Servicio Secreto.
Paul comprendió que Palmer había anticipado información a Conklin, que le había proporcionado los antecedentes; sabía que los dos habían estudiado su prontuario militar, juntamente, y que ambos habían llegado a las mismas conclusiones generales. Pero ahora advertía que Conklin había avanzado teóricamente mucho más que Palmer; mientras el hombre de la F. B. I. no tenía respuesta para lo de Chicago, Conklin ya estaba haciendo algunas suposiciones perspicaces. Paul consideró un momento aquellas diferencias y luego hizo algo que muy raras veces había hecho en su vida. Tanteó suavemente en la mente de Conklin para ver por qué estaba teorizando.
¡Conklin sabía sobre el libro!
Sabía del destartalado ejemplar de Estudios de Psicoquinesis, de Roy, que aún tenía escondido en el cajón de la ropa. El agente del Servicio Secreto había andado espiando entonces, y se había ido preparando para aquella reunión del sábado a la tarde. Y de ese modo... estaba teorizando. Aún no creía; su mente ordenada se negaba a admitir la posibilidad de que Paul Breen fuera un telepático. Pero aquel viejo libro evidentemente lo sugería.
Paul descubrió otra cosa más. Conklin no tenía intenciones de contarle a Palmer lo del libro o sobre sus teorías. Sacara mucho o poco de aquello, iba a quedar como propiedad exclusiva del Servicio Secreto.
¡Aquello era lo que había pensado! Paul se sintió contento de pronto de haber decidido decirles la verdad. A los dos.
Ray Palmer aclaró la voz y con su modo de hablar fácil y sin prisa, le dijo:
—Me gustaría que nos contara respecto a Chicago, sobre Bixby y aquellos gangsters.
Paul le dirigió una mirada franca.
—Ya les he dicho casi todo.
No advirtió reacción visible a aquello, pero los pensamientos de los dos hombres saltaron: ¡Este soldado sabía quién era!
—Vuelva a contármelo —sugirió Palmer.
—Esa noche estuve vagando por las calles; era bastante tarde y me había perdido, no podía encontrar el camino para volver al hotel. Al dar vuelta una esquina, vi al señor Bixby en la callejuela; estaba caído de rodillas, y había sido herido por dos hombres que se hallaban escondidos tras una ventana del piso alto, en la acera de enfrente. Me detuve para prestarle ayuda, y él me dijo que me escapara. Esperé unos minutos más y luego eché a correr. Alguien me acompañó hasta el hotel y al día siguiente, en la Feria, envié la carta en que relataba lo ocurrido —hizo una pausa y esbozó una sonrisa al recordarlo—. Lo único que pasó es que no sabía adónde mandarla.
—¡Al diablo! —exclamó el capitán sin poder contenerse—. ¿Todo eso a los trece años?
El agente del Servicio Secreto lo hizo callar con una mirada.
—Eso me sorprende —dijo Palmer con suavidad.
—¿Señor?
—Que no supiera dónde enviar la carta. Aparentemente sabía todo lo demás: el nombre de Bixby y la clave que usaba para firmar, los nombres de los hombres que lo mataron, dónde se escondían. Me sorprende que no supiera dónde enviar la carta.
—El señor Bixby no me lo dijo, señor.
Palmer le clavó una mirada acerada como la de un puñal y sus ojos brillaron.
—Usted afirmó que Bixby no le había dicho nada.
—No, señor, no me dijo nada.
Palmer hizo un gesto de impaciencia.
—Entonces, ¿cómo diablos pudo saberlo?
Paul observó con cautela a los tres hombres; al capitán, pendiente de cada una de sus palabras; a Palmer, atónito y enojado; y al silencioso agente del Servicio Secreto, cuya mente estaba a punto de dar un salto revelador.
—Leí sus pensamientos, señor Palmer.
Silencio. No hubo movimiento físico, pero... Paul sintió un cambio en la habitación, un cambio sutil por parte de uno de los hombres. Conklin lo estaba observando impasible, sin pestañar. Palmer seguía con el mismo estado de ánimo y actitud de antes, excepto que su enojo iba en aumento. Evans pensaba que Paul estaba mintiendo.
El agente de la F. B. I. dijo lenta, cuidadosamente:
—No le he sido presentado, Breen. ¿Cómo supo mi nombre?
Paul respondió, mirando a Conklin mientras hablaba.
—He leído los suyos también.
Ninguno de los cuatro hombres había de olvidar durante toda su vida, la escena que había tenido lugar en la oficina del capitán; ni el capitán, ni siquiera cuando lo trasladaron a un puesto de avanzada perdido en el Kwajalein para librarse de él, ni Palmer, que la llevó grabada en su mente hasta el día en que murió, acostado pacíficamente en su cama, ni Conklin que no pudo olvidarla hasta ese último instante en que la bala de un centinela le quitó la vida en algún lugar del corazón de Rusia. Paul nunca la había olvidado, aun en esos momentos en que se hallaba prisionero en el tercer piso de la mansión de Maryland, mientras observaba los atardeceres que se iban sucediendo. Su confesión sincera y cándida había sido el punto decisivo que modificó esas cuatro vidas.
Evans intervino.
—Vamos a ver, Breen...
Peter Conklin lo hizo callar por segunda vez.
Palmer se puso de pie, estudiándolo.
—¿Está haciéndose el gracioso, muchacho?
—No, señor.
—¿Por qué ha dicho semejante cosa?
—Porque es la verdad.
—Me está defraudando, Breen.
Paul lo miró a la cara y dijo con tranquilidad:
—¿Quiere que le diga lo que está pensando, señor Palmer?
—Creo que se está poniendo en ridículo. —Sí, señor, eso es lo que usted piensa y también piensa que estoy mintiendo, pero no puede comprender por qué habría de mentir. Al principio creyó que yo podría estar relacionado en alguna forma con los dos pistoleros y que los había denunciado para obtener una recompensa, pero la evidencia posterior le hizo descartar esa creencia. Después pensó que Bixby me hubiera explicado la situación y me hubiera dado instrucciones, pero también eso fue descartado cuando comprendió que Bixby no podía y no lo habría hecho. Finalmente admitió que era un asunto inexplicable y pidió a su superior jerárquico que lo relevara de esa tarea. El pedido le fue denegado y se lo asignó al caso mientras éste permaneciera en los archivos en vías de investigación. Señor, usted tiene una mujer de cuarenta y seis años, que lo riñe porque no se cambia las medias con la frecuencia que ella quisiera; tiene dos hijas mellizas de veinte años y una de ellas está casada con un hombre que lo fastidia continuamente para que le consiga un empleo en la Oficina. Su opinión privada sobre el individuo es que no serviría ni para cavar zanjas. Sufre de artritis en la rodilla izquierda y tiene también una ampolla grande en el talón del mismo lado; cuando hay mal tiempo su cojera es más pronunciada y lo molesta mucho. Usted teme que la F. B. I. pueda jubilarlo antes de tiempo... Palmer gritó:
—¡Basta!
—Sí, señor,
Palmer volvió a su sitio y se sentó, mirando a Paul como si se tratara de una bestia salvaje que estuviese atrapada en una jaula desvencijada. Permaneció silencioso, rígido y en tensión, sentado en la silla de oficina de respaldo duro, respirando pesadamente.
El capitán Evans miraba a los dos hombres, intentando desesperadamente creer lo que había visto y escuchado, mientras por el momento su mente estaba dominada por la duda obsesionante y se resistía a pensar que eso pudiera ser verdad.
—Breen —dijo, y miró con rapidez a su alrededor para ver si el agente del Servicio Secreto intentaba silenciarlo por tercera vez—. Breen, ¿es verdad eso? ¿Realmente puede hacerlo?
Paul se volvió hacia el capitán.
—Sí, señor, me temo que sí.
—Dígame, ¿no está intentando algún truco para salirse de un aprieto?
—Señor, ¿tendré que mencionarle las quince toneladas de carbón que fueron desviadas hacia la casa de un pariente? ¿O lo que la esposa del teniente Miller le dijo la noche que lo encontró a usted en su cocina? El Cuerpo Auxiliar Femenino del ejército despachó un...
—Esto es suficiente, Breen —dijo el capitán en tono firme. Su rostro parecía una máscara carente de emoción.
—Sí, señor.
De nuevo se produjo un silencio. Paul miró a su alrededor, bastante incómodo de sentirse blanco de todas las miradas y vio que cada uno de los tres lo estaba estudiando, sopesando, y que no les agradaba lo que veían. Encontró especulación, rabia y odio manifiesto. Su mirada se detuvo al fin sobre Peter Conklin, que lo observaba sólo con especulación y nada más. Al igual que los otros dos, Conklin no aprobaba la revelación, pero en su mente no había odio ni enojo. El agente del Servicio Secreto estaba sentado en la misma posición que había mantenido durante toda la entrevista, con las puntas de los dedos unidas y tocándose debajo de la barbilla. No había pronunciado una palabra desde que Paul entrara a la habitación y casi no se había movido.
Paul le devolvió la mirada.
De pronto Conklin habló; en su voz no se percibía ni amistad ni hostilidad.
—No necesito someterlo a prueba, señor Breen; no requiero una demostración personal y no me interesa que desfilen a la vista mis pensamientos privados. En vez de eso, permítame decirle que, mientras no se encuentre evidencia que demuestre lo contrario, creo en lo que usted ha dicho. Paul le sonrió.
—Sí, señor.
—¿Desde cuándo posee usted esa facultad? —La voz de Conklin no tenía ninguna tonalidad particular; al igual que su persona y su modo de vestirse, nada había en él que lo hubiera hecho sobresalir en medio de una multitud.
—Supongo que toda mi vida, señor, pero no tuve conciencia de ello hasta los trece años..., aquella noche en Chicago.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie, señor. No quise contarlo.
—Lo felicito. ¿Se da cuenta de lo que esto significa?
—¿En qué sentido, señor?
—No importa; veo que no se ha dado cuenta. Aquí tenemos un menudo problema.
Paul no dijo nada. Palmer se dio vuelta en la silla para hablar con Conklin y había un nuevo tono en su voz.
—¿Qué es lo que está tratando de decir?
—El poder extraordinario del señor Breen no puede continuar desperdiciándose aquí.
Palmer miró asombrado al agente.
—¿El señor Breen?
Conklin asintió.
—¿Todavía no se ha enterado de que se ha producido un cambio en los valores relativos, un extraño transtrueque de autoridad en vista de esa facultad particularísima que posee el señor Breen?
—Bueno... —Palmer vacilaba—. Me imagino que no puede continuar aquí en el puesto.
Conklin apenas si le concedió una brevísima mirada.
—Evidentemente.
—¿Qué piensa hacer con él?
—Washington.
—¿Washington? —Palmer consideró el asunto—. ¿En mi equipo o en el suyo?
—En el mío.
—Bueno, no sé. El ha sido nuestro problema durante los últimos once años.
—Ahora lleva uniforme —Conklin inspeccionó el traje de verano color tostado que usaba Paul—. Es nuestra jurisdicción.
Palmer sacudió la cabeza.
—Creo que eso no se arreglará con tanta facilidad. La oficina armará un lío de todos los diablos.
—Déjelos que lleven el asunto hasta arriba. Voy a sostener que está en nuestra jurisdicción hasta que me lo quiten —se volvió rápidamente hacia Paul—. Con su permiso señor Breen.
—¡Permiso! —exclamó el capitán Evans escandalizado—. El está bajo las armas.
Conklin se golpeó ligeramente la barbilla con la punta de los dedos y la sombra de una sonrisa burlona se dibujó en sus labios.
—Me temo que usted no sea un hombre excesivamente imaginativo, capitán. Hace unos instantes se ha producido un cambio de posiciones relativas, ya sea que lo aprobemos o no —seguía mirando a Paul y continuó—: En mi mente queda alguna duda sobre quién es el verdadero amo aquí.
—¿Lo dice en serio, señor?
—¡Claro que sí! Creo que nuestra situación actual es análoga a la del Neanderthal y la del Cromañón. Estoy tratando de evitar un error similar —se volvió hacia Paul—. Señor Breen, quisiera que usted viniera conmigo a Washington. Desearía presentarlo a mis jefes superiores.
Paul dijo:
—Sí, señor. El capitán Evans intervino:
—Si quieren puedo dar las órdenes para que lo trasladen a Washington; puedo arreglar lo referente al transporte y... —dejó de hablar, turbado por la expresión del rostro de Conklin.
—Sería muy amable de su parte que se ocupara del transporte, capitán. Si fuera posible, en el tren de esta noche. Asegúrese un dormitorio doble o una salita. ¿Quiere tratar de conseguirlo ahora mismo?
Evans se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.
—En seguida, señor.
—Capitán...
—¿Sí, señor?
—No debe decir una sola palabra de lo que ha ocurrido hoy aquí; no tiene que mencionar el asunto ni siquiera a su esposa —y otra vez la expresión ceñuda del agente subrayó sus palabras.
Evans respondió con suavidad "Sí, señor” y salió de la habitación. Al cabo de un instante se oyó el ruido de la puerta exterior que se abría y se volvía a cerrar.
El silencio volvió a reinar en el cuarto. Paul sintió que los dos agentes lo vigilaban continuamente, lo estudiaban, tratando de someterlo a prueba, haciendo toda clase de conjeturas y comprendió que resultaba muy incómodo ser objeto de ese escrutinio inflexible. En verdad era doblemente incómodo porque tras de sus ojos penetrantes sus mentes estaban repitiendo el examen; sus pensamientos decían claramente lo que no podían decir los ojos y no querían decir los labios. Con diversas gradaciones lo aceptaban por lo que era y, sin embargo, no habían tenido tiempo de enterarse de que todos sus pensamientos estaban abiertos para él. No querían o no podían decir lo que estaban pensando sin comprender todavía del todo que para el caso era lo mismo que si lo dijeran.
Paul leyó algo en la mente de Conklin y estuvo a punto de hablar pero la prudencia lo hizo callar. Si hubiera tenido más cautela no se encontraría ahora en esta posición y aunque podía ser tarde para empezar, siempre era algo, un principio. Se mantuvo en silencio, sin decir nada, confiado en que Conklin formularía pronto ese pensamiento.
Lo hizo casi al instante.
—Señor Breen, no puedo menos de sentir lástima por usted.
Paul sabía el motivo, pero trató de aparentar y de no herir los sentimientos del hombre y preguntó:
—¿Por qué, señor?
—Porque sin quererlo, su capitán le dio una muestra de lo que ha de suceder. Porque a los ojos de los que lo conozcan, será usted el hombre más odiado del mundo. Lo siento por usted, señor Breen. Es una posición poco envidiable.
CINCO
En la noche obscura, el tren corría en dirección al este, haciendo oír a menudo su silbato estridente y arrojando hacia atrás, a lo largo de los vagones y de las vías, en forma intermitente, largas y poderosas bocanadas de humo y hollín. Las paradas eran escasas. Paul estaba sentado con el mentón sobre la mano y la frente contra la ventanilla y observaba el paisaje obscuro que se aparecía ante sus ojos e iba quedando atrás rápidamente. Pequeños pueblitos que pasaban como una exhalación, algún diminuto grupo de lucecitas semiapagadas alrededor de una estación o de algún local de transportes expresos, y a veces sólo unas delgadas hileras de luces que se perdían en la obscuridad. Cuando el tren atravesaba una carretera, aparecía de pronto una luz roja, centelleante, que iluminaba un instante el interior del camarote, dando a su rostro una coloración rojiza apagada. Ocasionalmente vislumbraba un par de faroles blancoamarillentos detenidos en la carretera, y sus conos brillantes de luz iluminaban el dormitorio, reflejando sus rayos en el rostro pegado a la ventana.
Ray Palmer dormía profundamente en la cama pullman de arriba, del otro lado del camarote, gozando de sus sueños. Peter Conklin estaba reclinado en la cama de abajo, pero no dormía. Los dos agentes translucían un grado de actividad mental, marcadamente distinto, que revelaba la diferencia entre un estado de somnolencia y el de una conciencia en vela, despierta. Conklin sentía por turno preocupación, fascinación y repulsión; su mente se hallaba en estado febril; especulaba, calculaba, planeaba. Aunque tardíamente, comenzaba a darse cuenta del tesoro fabuloso que había descubierto, de su riqueza enorme e inconmensurable.
Teniendo a Breen a su lado podría caminar por las calles de Washington o de Nueva York, y buscar a los extranjeros que se dedicaban al sabotaje dentro del país. Podría penetrar en los talleres y laboratorios de cientos de fábricas y centros experimentales secretos, señalando a los traidores, los perezosos y los enemigos. Podía acercarse a los puestos aduaneros y atraparlos cuando abandonaran sus barcos o esperarlos en los aeropuertos y arrestarlos al desembarcar.
Junto a Breen podría moverse entre la multitud que asiste a los acontecimientos sociales de gala en Washington, desenmascarando a los extranjeros y a los pseudo amigos que intentaban dañar a la nación, descubriendo a los funcionarios de las embajadas que actuaban como agentes secretos. ¡Y si tan sólo le dejaran llevarse a Breen a Londres...!
Las ruedas del tren retumbaron con estruendo al cruzar un puente.
Conklin se dio vuelta hacia un costado y distinguió la silueta acurrucada de Paul, apoyado contra la ventana.
—¿No puede dormir?
—No, señor.
—Yo tampoco. ¿Trastornado por todo esto?
—Algo..., sí, señor. No hago más que pensar.
—Creo que sé lo que quiere decir —Conklin atisbo a través de la ventana—. ¿Sabe por dónde estamos?
—Indiana, creo. Vamos demasiado rápido para que pueda leer los letreros. Hace mucho que pasamos por Vincenes.
Aquella misma tarde, a hora bastante avanzada, los tres habían dejado el puesto militar en medio de un silencio incómodo. El capitán Evans les proporcionó un coche del estado mayor y el chofer; no sintió en absoluto al verlos partir. Después de varias horas de silencio casi ininterrumpido (de silencio para todos menos para Paul), el chofer los dejó en la estación de la Unión, en Saint Louis y se sentaron esperando que habilitaran el tren, que partía casi a medianoche. Subieron al coche dormitorio y Palmer pidió al camarero que preparara tres camas; se acostó en la de arriba, y antes de que el tren partiera ya había quedado dormido. Después de un rato, Conklin cerró la puerta con llave, se desvistió a medias y se tendió en la cama de abajo. Paul se sentó al pie de su cama y observó cómo el tren se iba arrastrando como una serpiente a través de playas en desorden, siguiendo la orilla del río hasta llegar a campo abierto. Horas más tarde estaba todavía allí, con la cara contra el vidrio.
Sintió cierto alivio cuando Palmer se durmió; al menos el agente había dejado de pensar en él; había cesado de disecarlo. Pero estaba sumamente sorprendido por alguna de las cosas extrañas en que no hacía más que pensar el hombre de la cama de abajo. ¿Por qué, por ejemplo, Conklin deseaba haberlo encontrado algunos meses antes? ¿Qué diferencia había en que lo hubieran descubierto en abril o a principios de mayo, antes de la derrota de Alemania, o ahora a mediados de julio? Paul no pudo discernir ninguna razón valedera que explicara esa preocupación. —¿Quiere explicarme una cosa? —preguntó de pronto.
Conklin pareció sorprendido, extrañado; pensaba, seguramente, porque él tenía que preguntar.
—Cómo no; si es que puedo hacerlo.
—No comprendí su observación sobre los Neanderthal. ¿Quiere explicármela?
—Encantado. ¿Tiene algún conocimiento sobre el asunto?
Paul movió la cabeza, vacilando.
—Creo recordar que leí algo sobre ello, en la escuela, pero lo tengo presente en una forma muy vaga y confusa. Creo que se trata de hombres monos.
—"Homo neanderthalensis” —aclaró Conklin—. Constituían una raza casi humana, habitantes de las cavernas prehistóricas que vivieron en Europa hace decenas de miles de años. Se los considera generalmente como nuestros antepasados paleolíticos. Aparecieron justamente antes del hombre moderno, dieron origen al hombre moderno (Paul captó súbitamente un pensamiento-descripción desdichado). El Cromañón fue el comienzo del hombre moderno actual; era una raza de estatura elevada que caminaba erguida, mientras que la de Neanderthal lo hacía encorvada o arrastrándose. Cierta escuela sostiene que la civilización del hombre de Neanderthal y la del Cromañón se superpusieron violentamente y por breve tiempo. Por supuesto, una de las razas proviene de la otra, pero esa escuela cree que la superposición de las dos fue violenta, extremadamente violenta, hasta que en etapas subsiguientes una logró abrirse paso y vencer a la otra. Resumiendo, las dos lucharon entre sí y el nuevo Cromañón destruyó al Neanderthal.
Paul permaneció inmóvil, sin decir nada, captando mucho más que lo que Conklin decía.
—Si esta teoría es verdadera, puede ser comprendida con facilidad. El Neanderthal sentía envidia y celos del hombre superior que vivía a su lado, mientras que el Cromañón experimentaba desprecio hacia la torpe bestia que compartía su mundo. Bien pronto la envidia y los celos se transformaron en odio. El Neanderthal se vio derrotado en todas las contiendas, y quizá comenzó a conocer el hambre, debido a la habilidad superior que su rival desplegaba para la caza. Poseía la fuerza bruta, pero ésta es un competidor débil frente al ingenio, la habilidad y el conocimiento. El hombre de Neanderthal perdió la partida. El Cromañón lo reemplazó en la tierra y aquél desapareció por completo.
"Considero que ese reemplazo es natural, porque si no se hubiese producido, quizá nosotros no estaríamos aquí, y en nuestro lugar existirían otros seres. Creo que las leyes científicas naturales gobiernan el universo y todo lo que éste abarca, que la evolución es inevitable. Nosotros clasificamos, ponemos un rótulo a todo aquello que comprendemos. Pero cuando hay algo que comprendemos a medias o no comprendemos en absoluto, lo llamamos "Madre Naturaleza”, y tratamos de aceptarlo. La Madre Naturaleza hizo que el Cromañón, mejor dotado, reemplazara al vacilante Neanderthal, y en esa forma nos desarrolláramos nosotros la raza humana actual. Estoy seguro de que sigue mi razonamiento.
—Sí, señor. Ese es el motivo de que el capitán Evans me tenga antipatía.
—Sería más correcto decir que lo odia. Dudo que hubiera podido explicarle a él lo que acabo de explicarle a usted, pero el paralelo es evidente. ¿Me perdona si le hablo con franqueza...?
—Por supuesto.
—Gracias. A menos que usted sea una rareza accidental, una especie de monstruo, sospecho que su aparición aquí no es otra cosa que un índice de cosas que han de suceder. Mucho me temo que la tierra esté a punto de presenciar una lucha más entre lo viejo y lo nuevo, entre el hombre común y el superior. No es una perspectiva muy agradable.
—Pero, señor Conklin, yo no intento... —No, quizá no —respondió Conklin—. Ahora no, todavía no. ¿Pero sabemos lo que se producirá de aquí a diez o veinte años? ¿Sabemos si usted es el único?
Paul nunca había pensado en eso; la posibilidad de que pudieran existir otros seres como él era sorprendente.
—Lo único que desearía es que usted tuviera más edad —prosiguió el agente del Servicio Secreto—. Ya sé que para usted tener veinticuatro años es estar en la edad madura; yo pensaba lo mismo cuando tenía veinticuatro años, pero temo que le falte madurez para comprender todo esto, que le falte capacidad de raciocinio para ver a dónde puede conducir. Para hablar aún con mayor franqueza, creo que en su lugar un hombre de más edad nunca habría permitido que lo descubrieran.
—Pero yo quería ayudar —declaró Paul.
—¿Ayudar a quién? —preguntó Conklin con desgano.
Paul hizo un gesto, pero con toda cautela no dijo nada.
A su alrededor surgían de pronto hileras desiguales de tenues lucecitas y de casuchas como las que habitualmente se levantan a lo largo de las vías del ferrocarril, en la afueras de cualquier ciudad. El paisaje cambió; comenzaron a verse calles barridas por la lluvia y una concentración mayor de luz, y después el cielo obscuro reflejó el brillo de la iluminación de neón de la ciudad. El tren aminoró su marcha y al cruzar las calles brillantemente iluminadas, Paul pudo ver la lluvia que caía y los limpiaparabrisas que oscilaban furiosamente en los automóviles detenidos en los cruces. Las luces rojas relampagueaban en su rostro. A lo lejos divisó otro río y después el tren fue eligiendo con cuidado su camino entre las múltiples vías, a través de un laberinto de vagones de carga, de locomotoras que atronaban el aire y de hombres con linternas.
Mucho más adelante, a través de la cortina de lluvia, se levantaba la estación. La locomotora penetró en un obscuro túnel y los vagones con un chirrido se detuvieron al lado de un cobertizo cuyo techo de zinc ayudaba a propagar el sonido de la lluvia. Conklin se levantó para atisbar a través de la ventana.
—Cincinnati —dijo. Tocó el timbre para llamar al camarero. Al cabo de unos instantes el hombre golpeó en la puerta del dormitorio y Conklin se levantó, dio vuelta a la llave y la abrió—. ¿Quiere hacer el favor de conseguirme la última edición del diario?
Paul observó al camarero que bajó del coche y se alejó por el andén.
Sin dejar de mirar hacia afuera, preguntó:
—¿Cree que me voy a ver en aprietos?
—Sí, francamente creo que sí.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué habría alguien que quisiera crearme dificultades?
—Señor Breen..., supongamos que sólo hubiera un solo Cromañón conocido en todo el mundo. Supongamos, además, que los líderes de Neanderthal descubrieran a un hombre así y lo capturaran, ataran con una soga obligándolo a poner su inteligencia y su habilidad al servicio de ellos. Una situación semejante lo único que puede traer aparejadas son dificultades.
—Supongo que sí, pero yo no quiero armar líos.
—Ahora no, todavía no —repitió Conklin—. Usted encontrará que Washington está lleno de hombres como el capitán Evans; hombres grandes, hombres pequeños, en cuyas mentes hay odio e intolerancia. Los pocos que llegarán a conocerlo lo utilizarán, lo odiarán. Eso también me preocupa.
Paul se volvió para contemplar con curiosidad al agente acostado en la cama. Había descubierto algo sobre ese hombre, algo que no compartía con el funcionario del F. B. I. que dormía en la cama de arriba.
Ambos se miraron mutuamente durante un largo rato, sin prestar atención a los sonidos exteriores que llegaban hasta el dormitorio. Paul sonrió en la semiobscuridad.
—Usted no me odia.
—No —replicó Conklin al instante—. Por ahora soy neutral; usted no me gusta ni me disgusta. Espero que no cambiaré en el futuro. No puedo quererlo porque usted es un extraño para mí. —De repente le devolvió la sonrisa—. Pero no..., no lo odio —y agregó—: Espero que nunca llegue a hacerlo.
Paul comprendió que el agente le tenía miedo. Por el momento sólo sentía un temor leve porque la fantástica situación era nueva y desconocida; acababa de plantearse esa misma tarde, en la oficina del capitán. Pero, a medida que pasaban las horas, Paul se dio cuenta, para desdicha suya, que el miedo iba en aumento. Cuanto más meditaba Conklin sobre él y su problema particular, más terrible y amenazadora se le presentaba la situación. Hasta ese momento sólo veía en Paul a un hombre invencible, a un identificador invisible, que podía caminar con él por la calle, señalándole cuáles eran los enemigos del departamento y de la nación, que podía investigar en forma infalible a todos esos hombres. Pero en el subconsciente del agente existía otro temor mucho más grande que aún no había salido a la superficie: Paul podía leer tanto los pensamientos de los amigos como los de los enemigos. Si era capaz de asistir a una recepción y exponer las actividades encubiertas del mercenario a sueldo de la embajada, también podría recorrer las oficinas del Departamento de Guerra, y conocer los más preciados secretos de un mundo en guerra. Esto es lo que se escondía en la subconciencia de Conklin, y no tardaría mucho en salir a relucir. Y el miedo crecería.
El tren comenzó a moverse.
Paul miró hacia la puerta.
—Ahí viene su diario.
Conklin no hizo más que dirigirle una mirada y esperó el llamado. Volvió a acostarse sobre la cama con el periódico, después de haber cerrado de nuevo la puerta con llave y encendió una pequeña luz que había a un costado para poder leer.
—Otra conferencia de ésas —dijo después de echar una ojeada a los títulos—. Truman, Churchill y Stalin; esta vez es en Postdam. Esperemos que algo bueno salga de esto. ¡Esta guerra está durando demasiado tiempo!
Paul lo sometió a un curioso escrutinio. Estuvo a punto de abrir los labios, pero se detuvo. En aquel momento los sentimientos de Conklin hacia él eran neutrales; así lo dijo y así lo creía. No era cuestión de que por cometer errores, esa neutralidad se transformara en franca antipatía o en odio declarado. Si Paul le decía lo que había pensado, cometería un error. ¡Incurriría en un error si decía lo que cualquiera de los dos había pensado! La información leída en el diario no era una novedad para Conklin; antes de dejar Washington, ya sabía que el presidente había salido en otra misión y conocía la mayoría de los detalles anticipados. Los títulos sólo sirvieron para recordarle hechos que ya conocía. Paul había visto todo esto mientras él leía los títulos y subtítulos que encabezaban la crónica. Y comprobó que Conklin no se molestaba en seguir leyendo la página.
Paul le preguntó:
—¿Puede pasarme los deportes?
Conklin separó la sección deportes del periódico y se la tiró desde la cama. Paul encendió su velador y hojeó las páginas. Haciendo un esfuerzo evitó mirar hacia arriba, al agente del F. B. I.
—¡Muy bien, maldito sea! —dijo Palmer inclinándose sobre el borde de la cama—, si vamos a estar despiertos toda la noche, creo que puedo hacerles compañía. —Chasqueó los dedos para llamar la atención de Conklin—. Alcánceme las historietas.
Conklin pareció sorprendido al encontrarlo despierto.
Se dirigieron juntos al coche comedor para tomar el desayuno. Paul fue el primero en despertarse; creyó oír el toque de diana que todas las mañanas lo sacaba de su sueño, y que a pesar de no existir ahora para él, continuaba dominando sus hábitos. Permaneció un momento al borde de la cama observando a los dos agentes dormidos y luego buscó en la bolsa el equipo para afeitarse. El ruido de la canilla abierta despertó a Conklin. Paul no habló ni se dio vuelta; sabía que el hombre estaba acostado observándolo, especulando de nuevo y si lo saludaba sin darse vuelta primero para verlo despierto, cometería otro error. Quería evitar a toda costa el incurrir en errores con Conklin. Al menos Conklin era un amigo neutral mientras que el viejo Palmer no lo era. A Palmer ya lo había perdido; lo había perdido el día anterior por la tarde en la oficina.
Lección dolorosa: guardar silencio.
Conklin bajó de la cama, dio los buenos días y luego extendió la mano hacia arriba para despertar a Palmer. Paul hojeó con indiferencia el diario de la noche, mientras los dos agentes se afeitaban y vestían. Después los tres fueron a tomar el desayuno.
—¿Qué desea servirse? —le preguntó Conklin—. ¿Tiene hambre? Ordene todo lo que quiera, cualquier cosa.
—No llevo mucho dinero encima.
—No lo necesita. Yo pago la cuenta. —Palmeó ligeramente a Palmer por la espalda y le dijo, en tono jocoso—: ¡Hasta la suya!
—Tiene que hacerlo —le replicó Palmer en tono agrio—. Se llevó el premio.
Paul sólo vio la mirada de advertencia, aguda, penetrante, que Conklin dirigió al otro agente, pero captó el sobresalto en la mente de Palmer cuando Conklin le dio un golpecito por debajo de la mesa. Paul ignoró a los dos y pidió el desayuno.
Mientras comía se percató de que estaba escuchando distraídamente tanto las palabras como los pensamientos de los demás pasajeros del coche comedor. Esto también era un hábito, que le hizo experimentar cierta vergüenza cuando descubrió por primera vez que lo estaba haciendo, porque sintió que espiaba en lugares que no le correspondían. La vergüenza desapareció cuando comprendió que no podía impedir que llegaran a su mente pensamientos fragmentarios, así como no le era dable impedir que los sonidos hablados alcanzaran sus oídos. El sonido podía cesar si se tapaba los oídos con las manos, pero no podía hacer lo mismo con los pensamientos. Y así, aquella costumbre se había convertido en algo aparte, separado del resto; una mezcla de voces y pensamientos recogidos al azar mientras se hallaba trabajando o adiestrándose, mientras leía u holgazaneaba. Muchas veces, al salir de alguno de sus ensimismamientos, se encontraba captando lo que el hombre que estaba a su lado decía o pensaba, oía algunas palabras o frases o una secuela de ideas y luego todo aquello pasaba a segundo plano al llamarle la atención alguna otra cosa.
Ahora, sentado a la mesa, veía cómo Palmer revolvía con un tenedor los huevos que tenía en el plato y preguntaba en voz alta si estarían frescos, pero para sí se estaba diciendo que nadie freía los huevos como su mujer y que los precios de los coches comedores de los trenes eran abusivos. Conklin comía, distraído y miraba por la ventana. En su mente continuaba haciendo planes afiebradamente, al igual que la noche pasada, y las únicas palabras que pronunciaba se referían al día de calor que tendrían o hacía la observación totalmente superflua de que Washington en julio era intolerable.
Paul paseó su mirada por el coche comedor.
Llamóle la atención una joven muy bonita, maquillada y vestida con elegancia y observó que la mayoría de los hombres que se encontraban en el coche admiraban igualmente su belleza. Al lado de la mujer estaba sentado un hombre mayor que al primer momento supuso sería su padre hasta que captó los pensamientos casuales, fortuitos, del hombre y de la joven. Ambos, cada uno a su manera, estaban pensando en la noche anterior. No era su padre. Paul vaciló un momento más, contemplando con sorpresa a la muchacha que en ese instante levantó la vista y lo miró. En su mente la joven reemplazó instantáneamente al hombre de edad que tenía a su lado por Paul, pero este apartó su mirada de la de ella. Paul se hallaba casi al final del vagón; sólo quedaban unas pocas mesas a su espalda de modo que tenía frente a sí a la mayor parte del coche. Un señor y su esposa iban a Washington para ver..., ¿para ver a quién? Al presidente. Iban a ver al presidente porque su hijo mayor estaba en un campo de prisioneros de guerra y ahora el hijo menor había sido llamado a las filas (¿Pero no sabían acaso que el presidente estaba en Postdam?) Dos viajantes estaban comparando rutas y mercancías; uno vendía libros y el otro una serie de productos de un frigorífico. El de los libros se quejaba de que su compañero tenía suerte: la gente siempre come. El otro, por su parte alegaba que él tenía que pagar tres dólares si quería leer algún libro divertido mientras que el corredor de libros los leía gratis. Este a su vez puso punto final al asunto declarando que nunca había leído un libro en su vida; sólo los vendía. Pero mentalmente admitió que eso era una mentira jactanciosa; en realidad los leía cuando pasaba la noche en un pueblo que carecía de cine o de teatro de revistas pasables. Un hombre de complexión maciza y rostro ceñudo, que se hallaba sentado solo a una mesa lejana, dividía su atención entre la bonita muchacha y el trío de la mesa de Paul. El tipo, de aspecto desagradable, se asemejaba vagamente a alguno de los sargentos despóticos que Paul había conocido en el ejército y miró fijamente a Paul observando su uniforme con cierto disgusto. Al instante, Paul descubrió el motivo. El hombre había sido sargento, acababa de quitarse el uniforme y la sola vista de uno le producía un resentimiento profundo. Paul entendía fácilmente su estado de ánimo y hasta simpatizaba con ese punto de vista; no había encontrado todavía un hombre en las filas del ejército que estuviera contento, que no esperara con ansiedad el día en que lo dieran de baja. El antiguo sargento dejó que sus ojos y sus deseos recorrieran la figura de la joven y después se dio vuelta de nuevo para mirar a Paul y a los dos policías.
¡Policías! Sobresaltado, Paul clavó la vista en Conklin.
Conklin preguntó:
—¿Qué sucede?
—El sabe que ustedes dos son policías.
Conklin frunció el entrecejo y miró inquisitivamente el rostro de Paul, pero no se dio vuelta para inspeccionar el coche. Palmer inició un movimiento de rotación en su asiento pero quedóse quieto antes de que el movimiento pudiera ser perceptible.
—¿Quién lo sabe? —preguntó.
—Ese tipo que está sentado allí atrás; parece como si estuviera enojado con el mundo —contestó Paul, señalando con la cabeza el otro extremo del vagón—. Es un sargento; creo que acaba de salir del ejército.
Conklin observaba a Paul atentamente y con fascinación creciente.
—¿Cómo lo sabe?
Durante algunos segundos Paul no contestó; después dijo:
—No lo sé en realidad. Parece que simplemente los reconoció a los dos al mirarlos. No por ustedes, sino por lo que ustedes son. Ha estado codeándose con ustedes; está familiarizado con los agentes de seguridad. Los identificó por su ex asociación con otros agentes. —Paul hizo una nueva pausa y se sonrió—. Cree que me han arrestado.
—¿Por qué piensa eso?
—Es sólo una sospecha; sospecha de ustedes dos. No sabe por qué estoy "arrestado”; simplemente piensa que lo estoy.
No pasó inadvertida para Paul la íntima satisfacción con que Conklin escuchó sus palabras.
—Descríbamelo, por favor.
Paul así lo hizo poniendo cuidado en que el ex sargento no se percatara de que lo estaba observando. Palmer le preguntó luego cuál mesa ocupaba y Paul se lo dijo.
—¿Está mirando hacia acá ahora?
—No, señor.
Palmer se dio vuelta con naturalidad y llamó al mozo. Después de un instante dijo:
—No lo conozco.
El mozo se acercó a la mesa y le ordenaron que sirviera más café; cuando se alejó, Conklin lo siguió con la mirada. —Yo tampoco —dijo un momento más tarde. Miró a Paul y preguntó:
—¿Que está haciendo ahora?
—Se está comiendo con los ojos a esa muchacha buena moza que está al otro lado del pasillo.
—¿No hay cambio en sus sospechas?
—No, señor.
Conklin volvió a su comida.
—Es extraño.
—Probablemente ha estado trabajando cerca de ustedes —sugirió Palmer.
—Parece que tiene buen olfato.
—Supongo que sí.
La pareja de edad que se dirigía a Washington se levantó de la mesa y salió del coche comedor. Paul les deseó buena suerte en silencio aunque sabía de lo inútil de su viaje. Los dos viajantes de comercio seguían discutiendo incansablemente mientras el mozo, parado al lado de ellos, esperaba, con paciencia, el momento de levantar la mesa. La muchacha y el hombre que no era su padre descendían en Harpers Ferry donde él poseía un pabellón de caza en las montañas. Ella sólo tenía dos semanas de vacaciones, pero esperaba prolongarlas a tres o cuatro. De tanto en tanto su mirada se detenía en uno u otro de los hombres que se encontraban en el vagón y por unos instantes deseaba que fuera ese hombre el que la acompañara al pabellón.
Cuatro empleados de gobierno entraron al comedor hablando todos al mismo tiempo y el ex sargento comenzó a observarlos.
Paul dijo:
—¿Qué es...? —en seguida se detuvo.
Conklin, que miraba por la ventana, se dio vuelta.
—¿Qué sucede?
—Ahora no, señor. Hay demasiada gente.
—Muy bien. He terminado. ¿Volvemos al camarote?
—Sí, señor. —Empujó la silla hacia atrás y se puso de pie, consciente de que algunos ojos se fijaban en su uniforme y de que el hombre de complexión maciza sentado en el extremo del coche los estaba estudiando de nuevo. Paul salió del comedor sin mirar hacia atrás.
Una vez en el camarote se sentó y observó a Conklin que cerraba la puerta con llave. Aquello se había convertido en un ritual.
Palmer se quitó el saco y lo colgó, dejando al descubierto en el hombro una pistolera que movió de lugar, colocándola en posición más cómoda. Paul dirigió una mirada a la pistolera y no dijo nada. La noche anterior Palmer había dormido con la pistola debajo de la almohada mientras que Conklin dejó la suya en el saco que colgó de una percha.
Conklin preguntó:
—¿Desea alguna cosa?
—No, señor. —Observó el paisaje por la ventanilla y luego se volvió hacia el agente especial—. Bueno... sí, señor. ¿Cree usted que podré ponerme traje civil cuando lleguemos a Washington?
—No puedo prometérselo, pero no veo razón alguna en contra. Lo solicitaré.
—Se lo agradezco mucho. ¿Supongo que no estoy fuera del ejército?
—Lo dudo. Pero quizá se sentirá más cómodo sin el uniforme.
—Gracias.
—En el comedor comenzó a decir algo —le recordó Conklin—, algo de lo que no quería hablar en medio de la gente.
Paul aprobó con la cabeza.
—¿Qué es una bomba atómica?
Supo su respuesta al instante, si es que eso era una respuesta, pero esperó a que Conklin hablara. Conklin vaciló, dando vueltas a la frase en su cabeza.
—Francamente, no lo sé. ¿De dónde sacó eso?
—De ese sargento.
—Una bomba atómica... Nunca oí hablar de ello, pero es evidente que ese solo nombre sugiere pensamientos terribles. Me imagino que pueda tratarse de una nueva arma producida por los investigadores de laboratorio. ¡Pero una bomba atómica! —Conklin retornó a su antigua posición colocando las puntas de los dedos bajo la barbilla—. ¿Y ese hombre estaba pensando en eso? ¿Sabía lo que era?
—No, señor. No sabía lo que era, pero conocía el asunto. —Paul miró distraídamente hacia la puerta cerrada al sentirse afuera los pasos de alguien que pasaba—. Pensé que podría saberlo; por eso se lo pregunté.
—No lo sé —Conklin sacudió la cabeza perplejo— pero me gustaría. Mi imaginación me está molestando.
—¡Yo se lo dije! —interrumpió Palmer—. El sargento ha estado trabajando cerca de ustedes.
El tren se detuvo por unos instantes en Harpers Ferry y Conklin le entregó al camarero un telegrama para que se lo despachara. Paul divisó en el extremo del andén a la joven y su amigo, mezclados entre el pequeño grupo de gente que había bajado del tren.
En la estación de la Unión de Washington los esperaba un coche. Paul desde el asiento se volvió, agachándose un poco para contemplar el edificio del Capitolio. La primera visión que tuvo de él al salir de la estación lo sobrecogió, quitándole el aliento.
SEIS.
Conklin había subestimado la realidad cuando afirmó que en julio la ciudad de Washington era insoportable. Paul examinó Washington —lo más que podía divisar de la ciudad desde la elevada ventana de una oficina— con todo el deleite de un visitante que lo hace por primera vez. Comparó esa visión restringida a las tomas que solía ver en algunos noticiosos de películas, en las que la cámara enfocaba en línea recta hacia adelante, limitándose a registrar las palabras huecas proferidas por algún político, mientras a su alrededor Washington vivía y palpitaba con fuerza. Acercó el rostro hacia el vidrio y forzando la vista pudo hacerse una idea de los alrededores, pero por el momento debió conformarse con lo que podía abarcar desde la ventana. No dio mayor importancia al calor que reinaba en la calle. Fuera de la habitación donde se encontraba, dos oficinas más allá, la temperatura reinante era mucho más elevada.
En la habitación había un desconocido que estaba fumando y no pronunció palabra mientras Paul estuvo parado frente a la ventana. El desconocido no sabía nada respecto a él; con una rápida ojeada, Paul comprendió que el hombre había sido enviado para hacerle compañía, mientras Conklin informaba a sus superiores. El informe proseguía dos oficinas más lejos y la temperatura reinante allí era intensa.
—¿Dónde está la Alameda? —preguntó Paul al desconocido—. ¿Y el obelisco?
—Para verlos hay que dar la vuelta por el otro lado; esta ventana está mal orientada, mira en sentido contrario. —El hombre hablaba con el cigarrillo en la boca y miró a Paul con curiosidad, preguntándose por qué motivo se encontraría allí.
—¿Hay ascensor o es necesario subir a pie?
—¿En el Obelisco? Hay ascensor.
—¿Es verdad que oscila cuando hay viento?
—Dicen que sí.
Paul se dio vuelta.
—¿Usted no ha estado allá arriba?
—No; ¿por qué?
—Bueno, la gente viene desde miles de millas para verlo... ¿Usted vive aquí? —Nací y me crié en Nueva York y tampoco he visitado la estatua de la Libertad —dijo el desconocido.
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? —Se sacó por fin el cigarrillo de la boca y respondió—: No tengo tiempo.
Paul volvió a observar el paisaje desde la ventana.
Dos oficinas más allá, Conklin estaba pasando por un momento difícil. Paul concentró parte de su atención en aquella habitación y en Conklin, mientras inspeccionaba aquel rinconcito de Washington. Escuchó, un tanto divertido, cómo Conklin daba su informe y cómo éste era recibido con muchas dudas y exclamaciones mezcladas con sugestiones sobre la posibilidad de que Conklin necesitara los servicios de un psiquiatra. El agente se mantuvo en sus trece y descartando las veladas insinuaciones concernientes a su estabilidad mental, relató cómo Ray Palmer, de la F. B. I. se había puesto en contacto con él en Saint Louis y cómo se familiarizó con el caso Breen que durante casi doce años tuvo perpleja a esa Oficina. Debido a que Breen había sido localizado en un puesto del ejército y estaba por lo tanto dentro de la jurisdicción del Servicio Secreto, los dos hombres fueron hasta el puesto para entrevistar a Breen. El resultado fue sorprendente. Conklin delineó los antecedentes y detalles generales del caso, repitiendo con cuidado la conversación que había tenido lugar en la oficina del capitán Evans... e incluyó las reacciones de los tres hombres.
Paul permaneció junto a la ventana. En la habitación no se oía sonido alguno fuera de algún ruido minúsculo proveniente del hombre que esperaba detrás de él y que se hallaba evidentemente aburrido. No podía oírse ni una sílaba de la acalorada conversación que se desarrollaba en la otra habitación, pero sin embargo Paul la estaba escuchando y se preguntaba cómo Conklin convencería a sus superiores, cómo los convencería a menos que recurriera a ponerlos en fila y pidiera a Paul que realizara una demostración ante ellos.
Conklin encontró el camino inesperadamente.
Se lanzó a relatar los acontecimientos producidos en el tren desde Saint Louis y terminó su informe diciendo que en el coche comedor, Breen había descubierto a un ex sargento del ejército que estaba pensando en algo referente a una bomba llamada atómica.
En la otra oficina la temperatura descendió en forma alarmante.
—¿Una bomba atómica? —preguntó uno de los hombres.
—Sí, señor.
—¿Qué cosa referente a una bomba atómica?
—No sé, señor. Breen sólo me informó que un hombre que se hallaba en el coche comedor había reconocido que Palmer y yo éramos policías en traje civil. Estaba más bien familiarizado con nuestro trabajo y suponía que habíamos arrestado a Breen. Profundizando más en el asunto resultó que el hombre era un ex sargento del ejército y recientemente había estado en contacto con algo llamado bomba atómica.
Uno de los hombres que se encontraba sentado en aquella habitación alejada se volvió hacia su compañero, diciendo:
—¿Qué diablos es esto?
El compañero respondió:
—¡Que traigan a Breen aquí!
Paul no se apartó de la ventana ni miró hacia la puerta cuando Conklin dejó a sus superiores y se acercó a la pequeña oficina donde él esperaba. Por el contrario, dejó que Conklin lo encontrara contemplando todavía la vista de Washington. Detrás de él los agentes intercambiaron un encogimiento de hombros que significaba que no había nada que informar y Paul se dio vuelta al sentir la voz de Conklin que lo llamaba. Una vez que estuvo nuevamente de regreso en la oficina situada al final del hall, Conklin trató de que Paul se sintiese cómodo e inició las presentaciones de rigor.
—Señor Breen —dijo con calma—, éste es el señor Slater y éste el señor Carnell.
Ninguno de los dos se levantó ni hizo signo alguno de reconocimiento. En vez de ello, Slater dedicó a Conklin una mirada escrutadora y en su mente repitió la pregunta: ¿Qué diablos es esto? ¿El señor Breen? Ambos estudiaban a Paul y éste esperó con paciencia a que alguno de ellos hablara. Slater era el mayor de los dos y el que tenía más autoridad; era de complexión más robusta y su camisa blanca arremangada denotaba la molestia que le producía el calor. Carnell era delgado, con pequeño bigote y usaba anteojos de carey. Parecía un hombre más profundo e introspectivo, dado a formular juicios rápidos pero seguros. A Paul le agradó a primera vista; le gustó lo que vio en la mente del hombre. Slater era el tipo que nunca conocería ni le interesaría conocer.
Slater dijo:
—¡Bueno, Breen, ésta sí que es una historia!
Paul esperó, sin contestar. No le invitaron a que tomara asiento.
—Conque el capitán Evans había apartado carbón para uso particular, ¿eh? ¿Espera una recompensa por haberlo denunciado?
—No, señor.
—Supongo que en el cuartel todo el mundo lo sabía.
—No lo creo. Nunca lo oí mencionar.
—¿No? ¿Cómo lo supo?
—El capitán pidió que probara si podía saber lo que estaba pensando, señor. —Paul dirigió una mirada a Carnell y luego volvió su atención a Slater—. Se lo dije.
—Sí, así parece. Y le dijo a Palmer lo que había en su mente. ¿También se lo dijo a Conklin?
—No, señor. Me pidió que no lo hiciera.
—Pero a pesar de eso, ¿usted lo sabía?
—Sí, señor.
—¿Y supongo que usted está ahí parado y está leyendo en mi mente?
Paul hizo un signo afirmativo con la cabeza, sabiendo lo que vendría después.
—Bueno, bueno; dígamelo.
Paul comenzó:
—Su esposa...
—¡No! —estalló Conklin.
Los ojos de Slater se clavaron en Conklin con mirada feroz y penetrante.
—¿Tiene alguna objeción, señor Conklin? —Miró al agente fijamente, como reprendiéndolo.
—No, señor. Sólo quise advertirle que la primera vez es una experiencia terrible.
—Puedo soportarla —replicó Slater—. Muy bien, Breen ¿qué pasa con mi esposa?
Paul había comprendido la advertencia.
—Su esposa le telefoneó hace una hora más o menos —dijo, sustituyendo las palabras en tono poco convincente—. Quería saber si esta noche regresaría de nuevo tarde.
Slater se volvió hacia Conklin.
—¿Esto es lo terrible?
—Pida que le diga algo más.
—Muy bien, Breen. Sigamos oyendo.
Paul reflexionó un momento.
—Usted envió a Postdam, con el presidente, a ochenta hombres, incluidos algunos de la oficina de Baltimore, aunque a duras penas podía pasarse allí sin ellos. La oficina de Baltimore está preocupada debido al robo de grandes cantidades de pertrechos militares que desaparecen de los muelles; varios barcos de aprovisionamiento han zarpado con una carga inútil porque faltaban herramientas o parte del instrumental. Usted ha dispuesto otros embarques para reemplazar el material robado y espera que los cargamentos primeros y los subsiguientes que llevan las piezas de reposición llegarán a Francia más o menos al mismo tiempo. Usted sabe que los obreros marítimos han sido organizados por criminales para saquear los abastecimientos pero sin embargo no puede hacer nada para impedirlo. Está considerando el abandono de esos muelles, como se hizo hace algunos años, cuando se produjo una situación similar en Brooklin.
Hizo una pausa y preguntó:
—¿Es suficiente?
Los ojos de Slater se clavaron en los suyos como si quisiesen atravesarlo con la mirada.
—Oigamos algo más.
Durante unos instantes Paul lo observó con curiosidad, preguntándose por qué Slater trataba continuamente de ocultar el nombre de un hombre, por qué luchaba por no pensar en alguien llamado Willis. Pudo asir con facilidad el nombre pero no la razón de que quisiese ocultarlo.
—Usted conocía ya lo referente al capitán Evans —continuó Paul—. Sabía que las quince toneladas de carbón son sólo una pequeña parte de un cuadro más amplio de latrocinio y ha redactado un informe sobre todo el problema.
A continuación Paul comenzó a enumerar con detalles exactos los nombres, lugares, fechas y materiales que figuraban en el informe, tal como lo visualizaba a través de la mente de Slater. Repitió la lista de los artículos que faltaban y las cantidades: carbón, gasolina, petróleo, maderas, vestimentas, alimentos, aprovisionamientos PX, artículos varios; detalló los lugares geográficos donde se habían producido los robos y la fecha en que se había informado o no, sobre cada uno de ellos; nombró a los hombres que estaban a cargo de esos lugares y los nombres de aquellos de quienes se sospechaba. A medida que hablaba se dio cuenta de que Slater estaba interpolando nombres falsos en la lista. Slater insertaba un nombre o un lugar en la lista, en un esfuerzo por hacer caer en la trampa y luego esperaba para ver si Paul repetía el dato falso. Paul ignoró las trampas, pero la maniobra del hombre lo sorprendió. Si Slater admitía que realmente estaba leyendo sus pensamientos debería comprender también que Paul poseía el sentido y la habilidad para diferenciar lo verdadero de lo falso, que conocía toda su mente y no sólo aquellas partes que Slater quería ofrecerle. Sintió hacia Slater un profundo desagrado.
Cuando terminó de hablar, Carnell intervino:
—Díganos algo sobre el hombre que se hallaba en el coche comedor; ese ex sargento.
Paul concentró su atención en Carnell y sonrió.
Carnell era casi el reverso exacto de Slater; se asemejaba más bien a Conklin por su modo de ser y de pensar. Podía ser un amigo si el asunto era tratado con cuidado. Paul dijo:
—Sí, señor —y repitió el incidente producido durante el desayuno.
—¿Nada más que eso? —preguntó Carnell—. ¿No pudo obtener una descripción más detallada del hombre o de sus antecedentes? ¿Subió al tren en Saint Louis? ¿De dónde venía?
—No lo sé, señor —Paul cerró los ojos, deteniéndose de nuevo en el lugar de la escena, el coche comedor y en lo que recordaba del hombre sentado en la mesa lejana—. Me parece que había algo referente a un desierto, pero no estoy seguro. El tipo pensaba en la bomba y en el desierto, pero no estoy seguro de que los dos estén relacionados.
—¿Ese hombre vio la bomba?
—¿Usted se refiere a si la vio sobre el terreno? ¿O en vagón de municiones? No, señor, no lo creo. Pero vio un resplandor brillante que le hirió los ojos; me imagino que la bomba había estallado.
—¿Tiene alguna idea más clara sobre su separación del ejército? ¿Por qué ya no lleva uniforme?
—No, señor; sólo recogí una vaga impresión cuando me miró. Estaba contento de no tener que usar ya más el suyo.
—¿Sabe dónde se bajó del tren?
—No se bajó. Iba a Nueva York.
—¡Nueva York! ¿Cómo lo sabe?
Paul vaciló, y después se encogió de hombros.
—Simplemente lo sé.
Carnell se dirigió a Conklin.
—Vaya a la oficina de al lado y telefonee a Nueva York; invoque mi autoridad. Déles la descripción del sargento y dígales que lo saquen del tren a toda costa. Que lo traigan aquí.
Cuando Conklin se fue, Carnell y Slater guardaron silencio, estudiando nuevamente a Paul. Este esperó de pie, ya que no lo habían invitado a sentarse, y se encontró con que podía seguir con toda facilidad la conversación telefónica de Conklin. Esta era una conquista reciente: una vez que se había encontrado y hablado con una persona, una vez enterado de sus hábitos y de su formación mental podía seguir a ese hombre para siempre, cualquiera fuera la distancia que los separara. Era como si escuchase una voz familiar a través de un hilo de larga distancia, un hilo que no podía romperse, por más lejos o más rápida que fuera la voz. Esto no funcionaba con aquellas personas que le eran desconocidas, con las que no se había encontrado todavía. Tenía conciencia de que había diversas personas que trabajaban en muchas oficinas contiguas, pero no sabía nada de ellas y no lo sabría hasta que no las viese cara a cara y pudiera vislumbrar lo que pasaba en sus mentes. Después del encuentro, por más breve que fuese, podría conocerlas para siempre, saber dónde estaban y lo que hacían o pensaban. Paul estaba convencido de que conocía a Conklin tan bien que podía mantener con él contacto mental aunque lo enviaran al otro lado del mundo. En ese instante, por ejemplo, el capitán Evans estaba tratando de adivinar el resultado de la entrevista realizada en su oficina y se preguntaba cuándo le llegaría la reprimenda oficial por el robo del carbón. Maldecía a Breen y deseaba que le cortaran la lengua.
Paul, distraídamente, se pasó la lengua por los labios. El don especial que poseía era extraño y sorprendente y a menudo deseaba que hubiera alguien con quien poder hablar sobre el mismo, alguien que tuviera cierto conocimiento de sus dotes y que le aconsejara y enseñara cómo aplicarlas. Los pocos libros que había conseguido eran mágicas introducciones a un mundo maravilloso; lo guiaron y ayudaron activamente para comprender una parte de su problema, pero no dejaban de ser más que introducciones escritas por hombres que teorizaban y experimentaban con una fuerza que creían existente.
Lo que necesitaba desesperadamente era un maestro experimentado.
Hasta ese momento había buscado casi a tientas el camino, descubriendo y aprendiendo a usar sus facultades mentales a través de errores, ensayos y casualidades. Comenzó por sobreentender en forma un tanto vaga los deseos de su tía y había llegado a encontrar nuevos mundos por todas partes cometiendo muchos errores, porque no tenía a nadie que le sirviera de consejero, ni padre, ni mentor, ni amigo. Era sumamente difícil aprender por sí mismo el uso apropiado de una nueva herramienta o una nueva técnica. Comprendió que había tenido suerte al cometer tan pocos errores.
Carnell rompió el silencio.
—Bueno, Breen, ¿qué haremos con usted?
—Supongo que puedo volver al cuartel, señor.
Carnell esbozó una sonrisa.
—No, me temo que no pueda hacerlo, por un sinnúmero de razones. Sería un disparate que lo enviáramos allí de vuelta.
—El señor Conklin pensó que tal vez pudiera ayudar aquí, señor.
—¿Ayudar? ¿En qué forma? —Localizando a la gente que ustedes desean encontrar.
Carnell asintió.
—Sí; me atrevo a afirmar que usted será muy útil y en ese aspecto inapreciable. —Dirigió a Paul una mirada franca—. Dígame, ¿qué es lo que piensa de todo esto? ¿Cuáles son sus reacciones?
Paul reflexionó con sumo cuidado antes de contestar, tratando de determinar primero si la pregunta era sincera y si Carnell esperaba una respuesta sincera. En verdad la esperaba. En la mente del hombre no había estratagema alguna, sólo auténtica curiosidad.
—Bueno, señor; ciertos aspectos no resultan de mi agrado. No me gustó que me reclutaran y no me gustaba el ejército, pero decidí cumplir lo mejor posible y vencer todos los obstáculos. Le dije al señor Conklin que estaba dispuesto a colaborar si es que él lo deseaba —Paul vaciló, observando la hostilidad con que Slater lo miraba—. Pero no me gusta que me miren como una cosa rara, como una monstruosidad. No me considero una rareza y me molesta que me traten como tal. —Paul vaciló de nuevo y contempló el uniforme que usaba todavía—. ¿Puedo hablar con franqueza?
Carnell respondió:
—Ciertamente.
—No me gusta que me traten a empujones. Esperaba que eso ocurriera en el ejército, porque sé que forma parte del mismo, pero espero que no me ocurra si es que permanezco aquí.
Carnell apretó los labios y no dijo nada. Slater esbozó una sonrisa cruel.
—Todavía lleva uniforme, Breen —dijo.
—Sí, señor.
—Y está sujeto todavía a las órdenes de las autoridades competentes.
Paul dijo:
—Sí —Y omitió deliberadamente agregar señor.
—¿Entonces...? —Slater se abstuvo de continuar y guardó para sí la velada amenaza.
—Conozco el alcance de los reglamentos del ejército. Sé lo que se espera de mí, física y moralmente, pero es notorio que el ejército desaprueba y se opone a que la gente piense. —Paul hizo una larga pausa para asegurarse de que la indirecta había sido captada y luego se inclinó hacia el militar, frunciendo el entrecejo—. ¿Le duele la cabeza, señor Slater?
Slater lo contempló con sorpresa dolorosa; levantándose bruscamente y con paso firme salió de la habitación. La puerta se cerró de un portazo, pero al instante se abrió de nuevo y entró Conklin que traía en su rostro una expresión de asombro.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó.
Paul dijo:
—El señor Slater tiene un dolor de cabeza terrible.
—Sí... —Carnell hizo un signo afirmativo con la cabeza escrutando a Paul con mirada brillante y especulativa—. Creo que no es más que eso.
Ataviado por un traje nuevo pagado por Conklin Paul recorrió Washington como cualquier otro turista veraniego. Eligióse un traje de verano liviano y fresco, con un dibujo azul a cuadritos, camisa sport y zapatos blancos; tuvo un momento de inquietud cuando se enteró del monto de la factura a pagar, pero Conklin dejó eso de lado como si careciera de importancia. Sus primeros pedidos, la ropa y el paseo alrededor de la ciudad, le habían sido concedidos rápidamente. Ninguno de los dos hizo mención al agregado de dos guardaespaldas que los acompañaban ahora donde quiera que fuesen.
Los cuatro hombres subieron por el ascensor, lento y chirriante, hasta la parte superior del monumento a Washington, donde Paul pasó una hora deliciosa contemplando la Alameda y pidiendo a Conklin que identificara los diversos edificios de gobierno y los puntos más interesantes de la ciudad. Después visitaron los monumentos recordatorios a Lincoln y Jefferson, el Lincoln Memorial y el Jefferson Memorial, donde al menos dos de los cuatro visitantes mostraron signos indudables de que estaban aburridos de todo el paseo; pasaron casi medio día recorriendo los vastos salones del Instituto Smithsoniano y después el Jardín Botánico. Durante la recorrida por este último los guardaespaldas pasaron del aburrimiento al hastío total. Conklyn se reía para sus adentros, pero continuaba andando. El Congreso no estaba en sesión porque era pleno verano, pero en la oficina del oficial de guardia del Senado, Conklin se encontró con un conocido que los condujo hasta las bancas de la cámara de senadores y luego a las salas de espera privadas. Paul permaneció de pie detrás de las mesas, contemplando en todas direcciones la habitación que tan a menudo había visto en los documentales y en aquella película en la que trabajaba James Stewart; ahora la habitación estaba vacía y con facilidad se la imaginó repleta de hombres que prestaban atención al orador parado en la tribuna. Más tarde visitaron la Casa de Moneda, donde Paul esperaba ver cómo se imprimía el dinero, pero ese día no había actividad. Al pasar por el imponente edificio en el que estaba situada la Biblioteca del Congreso, se le ocurrió una idea y resolvió formular muy pronto nuevos pedidos. Había descubierto ya que mediante las conexiones oficiales de Conklin, o hablando con más propiedad, mediante las conexiones oficiales de Conklin, Slater y Carnell, podía obtener todo lo que quisiera siempre que estuviese dentro de los límites de lo razonable. Después de un momento de reflexión agregó: "Y algunas cosas que están fuera de lo razonable”. Comenzaba a comprender el valor fantástico que le estaban adjudicando.
Pasearon después por el Parque Potomac, seguidos a corta distancia por los dos guardaespaldas quienes, cansados y aburridos, sólo deseaban que el peregrinaje terminara cuando antes.
—Señor Conklin, ¿se acuerda del tema aquel del que hablamos en el tren? ¿De ese que no quise mencionar en el comedor?
Conklin dijo:
—¿Qué? ¡Ah, sí! la...
—Sí, esa cosa nueva —Paul vaciló—. Bueno, ahora sé de lo que se trata.
—¿Lo sabe?
—Sí, señor. ¿Quiere que se lo diga? Dieron unos pasos en silencio mientras Conklin pensaba furiosamente en el arma llamada bomba atómica. ¿Quería en realidad conocer el asunto o no? Había pasado muchas horas insomne, preocupado por el sentido de esas dos palabras, preocupado por lo que pudieran significar. No poseía preparación técnica, pero estaba bastante versado en asuntos científicos; el conocimiento era necesario a veces para su trabajo y el espectro que evocaban esas dos palabras era aterrador.
—No —contestó a Paul lentamente—. No quiero que me lo diga.
—Muy bien. No estoy seguro, pero creo que lo leerá en los periódicos más o menos dentro de un mes.
Conklin cerró los ojos como si sufriera algún dolor.
—El lado práctico; es lo que me temía.
—Sí, señor. —Continuaron caminando, cada uno ensimismado en sus pensamientos—. Ese sargento que iba a Nueva York —dijo Paul de pronto como si hubieran estado hablando del hombre—, no llegó allí. La oficina de ustedes en Nueva York no lo encontró.
—Eso con seguridad va a dificultar más las cosas.
Paul hizo un signo afirmativo y desvió la mirada hacia un par de atractivas muchachas que se acercaban. Las contempló cuando estuvieron frente a frente y se dio vuelta para volver a mirarlas cuando pasaron de largo. Conklin lo notó.
—¿Le interesan? —preguntó.
Paul lo miró con fijeza, leyendo su pensamiento.
—Señor Conklin, aprecio mucho todo lo que ha hecho por mí, con toda sinceridad se lo digo, pero cuando quiera una muchacha me la conseguiré yo. —Lo siento. Perdóneme.
—Sí, señor.
—Y por favor deje de decirme señor. No es necesario.
—Costumbre —dijo Paul, sonriendo—. Trataré de no hacerlo.
—Me imagino que encontrará una gran variedad —dijo el agente, volviendo al tema anterior—. Washington está atestado de mujeres de todas las edades. —Clavó los ojos en Paul y sonrió burlonamente—. Yo me arreglo muy bien.
Paul le devolvió la sonrisa.
—Tengo mis ojos abiertos. Espero que no me eche a perder las cosas.
Conklin suspiró y la sonrisa se esfumó.
—Espero que no. Como es costumbre tendré que hacer mis averiguaciones, pero trataré de no estorbarlo.
Llegaron hasta el coche que los esperaba y se sentaron en el asiento posterior mientras las dos sombras subían rápidamente al de adelante y se hundían con satisfacción en los asientos tapizados.
—¿Volvemos al hotel? —preguntó el agente. Uno de sus dos oficiales superiores había hecho un rápido llamado telefónico y como por arte de magia apareció un departamento en el Hotel Mayflower reservado para Paul y su comitiva de tres personas. Sólo se trataba de un alojamiento temporario mientras se preparaba para ellos otro refugio más aislado y protegido.
Paul declaró:
—Toda esa caminata me ha dejado agitado. Desde el asiento de adelante llegaron suspiros de alivio que significaban que los ocupantes se hallaban en la misma situación y el coche avanzó en medio del tránsito.
—Hay una chica en el edificio de ustedes —sugirió Paul con cierta timidez—. Trabaja en el conmutador. ¿La conoce?
—¿En qué turno?
—Estaba esta mañana cuando nos fuimos.
—Ah, sí, Martha Merrill.
—Martha... —Paul pareció satisfecho con el nombre—. ¿Es casada?
—¿No lo sabe? —preguntó Conklin con leve sorpresa.
—Por supuesto que no. Yo no la...
—Debo pedirle que me perdone una vez más. Quise sacar conclusiones. No, no es casada.
—¿Sale a menudo con alguien?
—No sé. —Conklin reflexionó durante unos instantes y se inclinó hacia adelante para tocar ligeramente el hombro de uno de los hombres que estaba en el asiento delantero—. ¿Qué sabe de eso?
—No —replicó el guardaespalda—. Sale un día con un muchacho y después con otro. —Se dio vuelta para mirar a Paul y luego a Conklin—. Yo no conseguí nada con ella.
—Carencia de atracción personal —dijo Conklin, riéndose.
—Carencia de algo —convino el otro hombre—. Le deseo buena suerte.
—Quiero hacer una sugestión —continuó Conklin—. Cuando regresemos al hotel haré un llamado telefónico; una simple consulta de rutina, como se imaginará. Si la respuesta es afirmativa creo que, si usted quiere, podrá arreglarse algo para esta noche. ¡Seguramente habrá alguien en Washington que quiera beber con nosotros!
—¡Magnífico! —aprobó Paul—. Soy materia dispuesta.
Paul sacó de las valijas el resto de ropa que había llegado mientras se encontraban afuera y la colgó en el ropero. Tomó un baño, se afeitó de nuevo, aunque en realidad no fuera necesario, y se puso otro traje que había sido pagado con la inagotable provisión de dinero de que disponía Conklin. Cuando Paul eligió los trajes y las cuentas comenzaron a apilarse silenciosamente, Conklin habló a Paul con toda claridad. Adivinó lo que pasaba por su mente y trató de tranquilizarlo en seguida.
—Se ha puesto a su disposición una cuenta corriente —explicó—. Lo único que tiene que hacer es decirlo para tenerla. Estoy completamente seguro de que no hará pedidos fantásticos pero si los hiciera —aquí se enfrentó con Paul mirándolo con fijeza—, creo que serán satisfechos. Y ahora, deje de preocuparse por la cuenta de la ropa.
Y así fue como Paul había elegido tres trajes y una docena de camisas; pocos minutos más tarde, a pocas cuadras de allí, descubrió una librería y compro cinco o seis libros que le llamaron la atención a primera vista y que le interesaron al hojearlos, y se hizo mandar todas sus compras al hotel. Compró un tarro de tabaco para pipa de la marca usada por Conklin y se lo obsequió a éste y luego adquirió cigarrillos para los guardaespaldas cuando se percató de que éstos tenían la vista clavada en el tabaco. Después tanteó suavemente en la mente de Conklin y se encontró con que el monto de sus compras estaba muy por debajo de la cifra esperada. Se sintió satisfecho y suspendió las compras, continuando su visita por la ciudad de Washington.
Paul estaba parado frente al espejo, anudándose la corbata, cuando regresó Conklin.
—Bueno, Paul, traigo buenas y malas noticias. La respuesta es afirmativa; podemos recibir visitas dentro de lo razonable. Pero en lo que concierne a la señorita Merrill no hay nada que hacer. Esta tarde se fue en avión a su casa con un permiso urgente. Tengo entendido que se trata de alguien que está enfermo.
La desilusión de Paul se reflejó en su rostro.
—¿Proseguimos de todos modos con nuestros planes? —preguntó Conklin—. Puedo conseguir dos encantadoras jovencitas que con mucho gusto beberán con nosotros. Y dicho sea de paso, ¿qué es lo que acostumbra a beber?
—Whisky y cerveza —contestó Paul, lamentando la oportunidad perdida de encontrarse con la joven—. ¡Seguro! Sigo adelante. A ver si me consigue una rubia.
—¡Whisky y cerveza! —repitió Conklin—. ¿Juntos?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, por nada absolutamente —le aseguró el agente—. Pero acaba usted de elevarse un punto en mi estima. Muy bien; será una rubia.
Hizo ademán de retirarse.
Paul lo detuvo sin darse vuelta pero observándolo por el espejo le dijo:
—Señor Conklin, ¿conoce a alguien llamado Willis?
—¿Willis? —reflexionó un momento—. No, que yo sepa. ¿Quiere que pregunte?
—No, déjelo no más.
Sin embargo, Conklin siguió esperando.
—Paul, ¿se trata de otra bomba atómica?
Paul rió y se dio vuelta.
—No, sólo estaba curioseando.
—Lamento no haber podido ayudarlo. Voy a ordenar la cena y después nos ocuparemos de las señoras.
SIETE
La muchacha era rubia, una rubia natural, aunque de matiz más bien obscuro y sin ese brillo satinado de aspecto tan desagradable por lo artificioso; tenía el cutis tostado, magníficamente bronceado por el sol, lo que constituía un hermoso complemento para el color de los ojos y de los cabellos, y la hacía blanco inmediato de la admiración de los hombres y de la crítica de las miradas femeninas. Dijo que se llamaba Karen y que no le importaba en absoluto su torpe manera de bailar o sus frecuentes tropezones. Esto agradó mucho a Paul.
Esa noche Paul aprendió bien pronto a conocer mejor a Karen, mientras ella le enseñaba algunos pasos de baile preliminares, los más sencillos; su timidez e ineptitud para la danza lo habían hecho abstenerse de cualquier sugestión al respecto, de modo que fue ella la que le pidió que bailara, extendiendo hacia él sus largos y hermosos brazos. Hacía muchos años, en una época ya lejana, hubo una muchachita que intentó una vez enseñarle a bailar, pero sus progresos eran demasiado lentos y la impaciente joven desistió en seguida, desahuciándolo. No había sido una experiencia muy feliz para ninguno de los dos, Paul trató de explicar todo aquello a Karen, balbuceando con turbación, pero ella no hizo más que reírse y lo sacó a la fuerza de la silla.
Paul la tomó en sus brazos de mala gana.
Después de los primeros momentos, Paul admitió para sí mismo que aquello era algo agradable; no podía menos de serlo el sostener tan cerca a una hermosa joven, sentir sus cabellos rozándole la mejilla y su perfume insinuante, pero, sin embargo, subsistía la embarazosa situación de tener que escuchar sus cuidadosas explicaciones, de ser llevado por ella y además, de cometer errores que eran penosos para ambos.
Karen no demostró ni una vez el más leve disgusto cuando Paul le pisaba los pies o se movía en dirección equivocada, lo que los separaba inesperadamente; por el contrario, sonriendo con toda paciencia le señalaba el error y lo dirigía para que realizara el movimiento correcto. Después de algún tiempo Paul tuvo la brillante idea de anticipársele, comprendiendo que en la mente de Karen se registraban todos los movimientos que le enseñaría y sólo tenía que leer su pensamiento para ver lo que esperaba de él inmediatamente después, fórmula que no difería mucho de la que aplicara a aquellos sargentos que ladraban sus órdenes durante el entrenamiento.
Lentamente, como si abriera la puerta que conducía a una habitación obscura, examinó los pensamientos de la muchacha, buscando sólo para encontrar las instrucciones que se le querían impartir.
Vaciló de pronto, estuvo a punto de pisarle los pies nuevamente y se detuvo.
—Lo siento mucho, realmente. ¿Está segura de que quiere continuar?
Karen levantó la cabeza.
—No me quejo. Probemos este último paso de nuevo. Haga presión con la mano en mi espalda para llevarme. ¿Listo?
Karen era un agente y se la habían encajado.
Las órdenes que recibió le fueron anotadas brevemente en su memorándum y firmadas con un par de iniciales desconocidas para Paul. Se le pedía que asistiera a la fiesta, que fuera lo más amable posible y que tratara de determinar si Paul podía mantener la boca cerrada. No habían escrito más que esas palabras, pero se esperaba que la joven comprendiera todo lo que había de implícito en ellas y que habría llenado varias páginas del memorándum. En aquella breve ojeada en la mente de la muchacha Paul vio también que Karen había realizado otras veces ese trabajo sirviendo de anzuelo para obtener informaciones similares de militares y empleados de gobierno.
Paul continuó moviéndose, observando y tanteando en la mente de Karen, mientras mejoraba en forma gradual sus conocimientos de baile mediante una predicción cuidadosa. Pero al mismo tiempo y para sí mismo, especulaba sobre la presencia de la joven en el departamento del hotel. Slater la había enviado; no había indicio alguno de ello, pero estaba seguro de que era así. Probablemente Slater fue el que dio la orden verbal a alguna persona, que era la que respondía al par de iniciales estampadas al final de la hoja del memorándum y este personaje anónimo había dictado la orden. Pero la idea original era de Slater y recordando sin duda aquella vez en que intentó introducir datos falsos en la lista de los materiales de guerra robados, arregló las cosas de tal modo para que no se pudiera seguir la pista de la orden y determinar de quién provenía. O al menos así lo creía. Carnell estaría tan ansioso como cualquiera por saber si Paul era capaz de guardar silencio, pero si hubiera creído necesario someterlo a prueba, con toda seguridad su mente habría ideado algún otro método de ensayo.
Sí, Slater era el tipo capaz de echarle a uno encima una mujer deslumbrante, una mujer experimentada en esos asuntos.
Hasta ese momento Karen no había hecho o dicho nada para provocar confidencias, para sonsacarlo. Paul supuso que obraría con mucho cuidado, tomándose todo el tiempo necesario, hasta encontrar el lugar y el momento oportuno. Paul se preguntó rápidamente qué era lo que había implícito en aquella parte de la orden en que se pedía a la muchacha que fuera "lo más amable posible” y con la misma rapidez concibió la idea de ponerla a prueba.
Bailaron, ella bebió whisky con soda, mientras él seguía con el whisky y la cerveza, se pararon frente a las ventanas para contemplar las luces de Washington, conversaron con Peter y con otra joven a quien habían presentado con el nombre de Emily. Como si nadie tuviera apellidos.
—¿De dónde es usted, Paul?
—De Illinois.
—¿Realmente? Tengo una tía en Saint Louis Este. ¿Ha estado allí alguna vez?
—No, por ese lado no. Quiero decir que nunca me detuve; sólo pasé por ahí con el tren.
—¿De qué se ocupa?
—Era operador de cine.
—¡Oh! Me imagino que debe ser divertido. ¿Le gustan las películas? —Se detuvieron al lado de una bandeja con comida.
—Algunas; hay una enorme cantidad que son inaguantables.
—¡Estoy de acuerdo con usted! ¿Estuvo en el ejército?
—Anduve un tiempo a los saltos en él.
—¿Le gustó? —y en seguida contestó ella misma su propia pregunta—. No, supongo que no; a muy poca gente le agrada —Karen preparó un pequeño sandwich y se lo dio—. ¿Qué hacía en el ejército?
—¿Qué hacía?
—Usted sabe..., ¿qué clase de servicio?
—Infantería.
Comenzó a prepararse un sandwich para ella.
—Supongo que no quiere hablar de eso.
—No.
—¿Ni siquiera de sus experiencias de guerra? ¿Alguna vez corrió un gran peligro?
—Un día que un cabo me amenazó con hacerme sangrar la nariz.
Karen rió, encantada.
—Creo que nunca entenderé a los hombres. Algunos parece que no terminaran nunca de contar cómo están por ganar la guerra y a otros no se les saca ni una palabra.
—Lo mismo pasa con las mujeres —replicó Paul, mordiendo el sandwich—. Algunas piensan mucho pero dicen poco.
—¿Prefiere esa clase?
—No me gustan las mujeres que charlan todo el tiempo. Las calladas son más agradables.
Ella levantó las cejas.
—¿Es una indirecta?
—Es demasiado temprano para decirlo; la noche acaba de comenzar.
—Pero a mí me gusta conversar cada vez con nuevos hombres; son fascinadores. —Karen se dirigió hacia las sillas y se sentó—. Hábleme de usted; cuénteme toda su vida.
—No.
—¿No? ¿Por qué?
—No le tengo confianza a esa manera de comenzar.
—¡Ah! —La joven adoptó una expresión de entendida—. ¿Ha sido engañado antes?
—Mi abuelo decía que eso trataron de hacérselo hace noventa años. —¡Su abuelo era un viejo sensato! Hablando entre nosotros dos, eso se viene haciendo desde hace novecientos años. ¿Qué clase de hombre era su abuelo?
—¿Mi abuelo? Creo que era un tipo endiablado —Paul soltó la lengua y comenzó a inventar una historia—. Cuando era joven vivía en el valle de Ohio, cazando o arreaba algunas cabezas de ganado o hacía cualquier cosa para ganarse la vida. Pero un día se puso furioso cuando una nueva familia se instaló a unas veinte millas de distancia; sostenía que el vecindario se estaba llenando demasiado.
Además, una joven de aquella familia tomó la costumbre de visitarlo todos los domingos y él juró que no había hembra que fuera a atarlo a las cintas de su delantal, de modo que abandonó todo y se fue al Oeste.
—¡Eso es fascinante! ¿Qué más?
—¡Oh! vagó por el Oeste durante bastante tiempo metiéndose siempre en un lío tras otro: arreaba ganado en gran escala, hacía trampas en el juego, vendía aguardiente a los indios, cosas como ésas. Una vez una mujer de cabaret quiso hacerle una jugarreta, y él de un tiro le sacó los tacones de los zapatos; no tenía confianza en las mujeres. Después se juntó con un hombre de Nueva Orleans llamado Bowie y tengo entendido que hicieron una buena fortuna. Sin embargo, nadie la encontró; él y Bowie murieron en el Alamo.
—Pero, Paul, eso es... eso es...
—¿Eso es qué? —preguntó él con toda inocencia.
—Es un poco difícil de creer. ¡Qué magnífico viejo! ¿Dónde conoció a su abuela?
—No la conoció. Ya le dije que no tenía muy buena opinión de las mujeres. Nunca llegó a casarse.
—¡Pero Paul...!
—¿Quiere otra copa? —preguntó Paul.
Cerró los ojos, descansando, pero una parte de sí no reposaba. Su mente estaba alerta.
El capitán Evans se hallaba sentado en la cama sacándose los zapatos. Evidentemente Evans se había olvidado por el momento de Paul, pues por ese entonces sólo esperaba pasar unas horas de placer. El dormitorio era del tipo corriente con los habituales frascos de lociones y los peines sobre la cómoda, alguna ropa tirada sobre la silla y un par de chinelas rosadas colocadas al lado de la puerta del baño. Evans dejó caer en el suelo el otro zapato y miró de nuevo hacia el tocador. A través de los ojos del hombre, Paul siguió su mirada y vio la parte de atrás de un marco de fotografía que había sido dado vuelta contra la pared; a través de sus oídos escuchó el sonido de una ducha lejana que se cerraba y luego Evans se volvió hacia la puerta del baño. Apareció una mujer. Paul creyó identificarla con alguien que había visto en el cuartel y no prestó más atención.
Durante un momento no se concentró en nada y después atrajo su atención el retrato mental de sí mismo. Palmer, el hombre de la F. B. I., estaba acostado, le dolía una rodilla y pensaba vagamente en Breen. Palmer pensaba en muchas cosas mientras alternadamente se frotaba la rodilla y maldecía su artritis; pensaba en el odioso de su yerno, en la reprimenda de su mujer porque ese día no se había puesto medias limpias, en la posibilidad de que una de las hijas estuviera embarazada de nuevo, en el escepticismo y después en el cambio súbito con que se había recibido su informe sobre Breen y la pérdida que significaba el que se hubiera quedado en el Servicio Secreto, en que en los últimos días no se le habían asignado nuevas tareas, en que debía proveerse de carbón para el aprovisionamiento del invierno próximo en ese momento en que regían los precios de verano, en la próxima lluvia que su rodilla nunca dejaba de pronosticar; se preguntaba con leve asombro si Breen podría predecir el tiempo...; Paul se apartó bruscamente de aquella imagen.
Una joven en un refugio en la montaña. Estaba bastante borracha, lo mismo que su compañero. Paul la observó sólo durante unos instantes, contemplando fascinado lo que estaba haciendo y luego dirigió su percepción hacia otro lado.
El ex sargento que había encontrado en el coche comedor se hallaba ahora sentado al lado de una ventana desconocida, arriba del nivel de la calle y miraba hacia abajo, contemplando el movimiento del tránsito, los peatones y las luces de neón que brillaban a su lado. Tenía al alcance de su mano una botella de cerveza abierta, pero el hombre estaba sediento por algo más que lo que la botella podía ofrecerle, anhelaba más que lo que podía obtener desde aquella habitación obscura en la que estaba sentado y desde la ventana por la que atisbaba hacia afuera. Deseaba la libertad, quería bajar a la calle y mezclarse con la gente, ir al bar más cercano y hacerse una farra de todos los diablos. Quería tener mujeres, muchas mujeres y todo el whisky que pudiera comprar con su dinero; tenía mucho dinero. Alex y Dave lo habían cuidado bien, habían cumplido sus promesas. Pero Alex y Dave ya no lo dejaban salir a la calle. Demasiado arriesgado. ¡Qué diablos! No tenía la intención de pasarse el resto de su vida enjaulado en aquella maldita habitación. ¡Si a Alex no le gustaba, que se aguantara! El ex sargento tomó la botella de cerveza y se sirvió otro vaso. Paul concentró toda su atención, forzando sus sentidos para localizar dónde se encontraba el hombre. No existía indicio alguno. No vio nada que pudiera proporcionarle una pizca de identificación. Sólo el movimiento de los autos, la gente y las fulgurantes señales luminosas.
—¿Está durmiendo? —preguntó Karen.
—No —Paul abrió los ojos y la miró.
—Pensé que el whisky y la cerveza le habían hecho efecto. ¿Está cansado?
Paul hizo un signo afirmativo.
—Un poco; todavía no soy un gran bailarín. Hoy hemos caminado mucho.
—Entonces sentémonos aquí y divirtámonos. ¿Por dónde anduvo hoy? ¿Qué es lo que vio?
Paul se rió, recordando el fastidio de los dos guardaespaldas.
—¡Por toda la ciudad! —dijo y explicó a la joven los puntos interesantes que habían visitado, algunos de los edificios famosos, tantas veces vistos en las películas, pero que no había conocido hasta ese día o el anterior.
—¿Entonces le gusta Washington?
—Muchísimo.
—¿Qué está haciendo aquí? —Karen lo examinó con ojos alegres y reideros.
—Nada.
Levantó las cejas de nuevo.
—¿Nada?
—Nada.
—¿El rico ocioso? —Su tono era burlón.
—Bueno, digamos ocioso solamente.
—Esto es realmente fascinante. Siempre quise encontrar un hombre que se permitiese el lujo de no hacer nada. —Se rió y le sirvió una nueva copa—. Debería advertirle que ando a la pesca de marido.
—Que se divierta.
—Se supone que usted tiene que elegirme.
Paul probó el whisky.
—Tal vez lo haga algún día. Me gusta el cabello rubio.
—Pero algún día no sirve. Me estoy volviendo vieja.
Paul la estudió un instante. —Veintiséis.
Los ojos de la joven se dilataron, pero los labios protestaron.
—Realmente eso es poco benevolente. Veintitrés.
—Veintiséis —dijo Paul con firmeza.
—Creo que usted es desconsiderado. —El no respondió y la joven mordisqueó un sandwich y aparentó que sorbía la bebida—. Emily y Peter se entienden bastante bien; siempre lo hacen. ¿Usted es un buen amigo de Peter? —Puede llamarme así.
—¿Hace mucho que lo conoce?
—No hace mucho.
Karen bajó la voz hasta que sólo fue un susurro.
—Trabaja para el gobierno; está ubicado bien arriba.
—¡Oh! ¡No tan arriba! —exclamó Paul, contradiciéndola—. No tanto como Slater.
—¿Quién es Slater?
—El hombre que está por encima de Peter.
—¡Paul Breen! ¡Creo que usted se expresa con enigmas!
El preguntó con naturalidad:
—¿Quién le dijo mi apellido?
Karen lo miró fijamente.
—Bueno, fuimos presentados.
—Sí, nos presentaron como Paul y Peter y Karen y Emily. No creo haber oído mencionar otros nombres.
—Alguien debe haberlo dicho —dijo Karen, recobrándose rápidamente—; de otro modo no lo hubiera sabido.
—Tal vez tenga razón. ¿Cómo está su bebida?
Karen dijo que estaba un poco caliente y Paul se ofreció a prepararle otra, pero ella declinó el ofrecimiento. Se levantó y lo dejó un momento para prepararse ella misma una copa y recobrar su compostura. Había cometido un error. Cinco años trabajando en el departamento, los dos últimos dedicados a asuntos confidenciales y había cometido su primera equivocación. El nombre de Paul se lo habían escrito en el memorándum ¡que Dios lo confunda! y ella tenía veintiséis años. ¿Cómo pudo adivinarlo con tanta exactitud y presunción? Pero por lo demás, no soltó prenda. ¡Malditos sean sus ojos tan atractivos! Únicamente había estado un poco suelto de lengua cuando pronunció aquellas dos frases en las que mencionó el nombre de Slater... y eso era lo mismo que nada. Si en el resto de la noche no ocurría nada más, podría entregar un informe elogioso sobre él. ¡Simpático muchacho! Parecía un poco más joven que ella, pero eso carecía de importancia.
Karen volvió a su sitio llevando su bebida y se encontró con que Paul se había ido. Miró a su alrededor. Emily, que también estaba sola, señaló con el dedo hacia el cuarto de baño y se acercó a Karen.
—¡Hermosa fiesta! —Miró su reloj y agregó—. No puedo quedarme demasiado tarde. ¿Qué tal es tu Joe?
—Tranquilo —dijo Karen—. Uno de esos tipos fuertes, silenciosos.
Paul se apoyó contra la pared y observó a Conklin que se estaba peinando, mirándose atentamente en el espejo del baño.
—¿Se divierte? —quiso saber Conklin.
Paul asintió con la cabeza.
—Es simpática; habla demasiado, pero es simpática.
Conklin dirigió una mirada de costado por el espejo y captó la imagen de Paul que se reflejaba en él. Parecía estar formulando una pregunta.
—Sí —replicó la imagen—. Ya sé.
—Lo siento, Paul. Realmente lo siento.
—No es culpa suya.
—No, no lo es, pero pude haberlo adivinado antes. Hablé con Carnell por teléfono pero aun así pude haber adivinado lo que vendría. No lo sabía hasta que Karen entró; ella esperaba encontrarme aquí y por supuesto, la reconocí instantáneamente. —Hizo una pausa—. ¿Slater?
—Las iniciales que había en su mensaje eran R. B.
Conklyn hizo un gesto de aflicción.
—Rose Busch. La conozco. Slater. —Eso es lo que me figuré.
—Bueno, ¿qué es lo que quiere hacer?
Paul le hizo una mueca burlona.
—Sigamos adelante. Lo estoy pasando bien. ¿Y usted?
—Emily siempre es divertida.
—Lo lamento por las dos sombras que están ahí afuera. No hay chicas para ellos.
—Para el triunfador... —citó Conklin.
Los triunfadores volvieron a reunirse con las señoras.
A la mañana siguiente uno de los dos triunfadores se despertó con la cabeza y la boca en un estado tal que anunciaba el comienzo de los efectos de la borrachera de la víspera. Conklin yacía inmóvil, con la cabeza sobre la almohada y de cuando en cuando profería un quejido y con los puños se apretaba los ojos cerrados.
Paul, que estaba despierto hacía tiempo, se enderezó en la otra cama para observarlo asombrado.
—Usted debe haber estado fuera de entrenamiento,
—¡Pero si no bebí tanto! —protestó Conklin con indignación—. ¡Se lo juro! Esa arpía me envenenó.
—Esa arpía está demasiado enamorada de usted para saber en qué día está viviendo. —Apoyó los pies en el suelo y se dirigió hacia el cuarto de baño—. Le traeré una aspirina.
—No sirven para nada —le dijo Conklin—. Y además no hay ninguna; no compramos aspirinas. Quisiera arrastrarme debajo de una roca.
Paul entró en el baño, empapó una toalla en agua fría, la dobló y la colocó sobre los ojos y la frente de Conklin. Permaneció a su lado un momento presionando ligeramente con los dedos sobre los párpados cubiertos.
—Duerma de nuevo, Peter. Cuando se despierte se sentirá mejor.
Miró el rostro cubierto parcialmente por la toalla y las pequeñas gotas de agua que se deslizaban por las mejillas. Conklin se sintió aliviado. Cuando la respiración acompasada le indicó que se había dormido, Paul apartó sus dedos de los ojos.
—Y olvídese de todo esto —dijo con decisión.
Paul se afeitó y se vistió y después se asomó a la otra habitación donde dormían los guardaespaldas. Estaban levantados.
—¿Qué hay del desayuno?
—¡En cuanto usted esté listo nosotros también lo estamos! ¿El patrón se despertó?
—Todavía no. Pasó una mala noche.
—Una mala noche... ¡ah! —Los labios y los ojos sugirieron cómo debió haber sido la noche.
—¡Termina con eso! —aconsejó el otro guardaespaldas y dirigiéndose a Paul le preguntó—: ¿Ha quedado algo de whisky?
Paul hizo un gesto afirmativo y señaló hacia el otro extremo de la habitación.
—Sírvase lo que quiera. Voy a llamar abajo para pedir el desayuno.
Mientras hablaba por teléfono, oyó detrás de él a una de las sombras que mascullaba una larga disertación, divagando sobre luces suaves, música acariciadora, mujeres hermosas y una interminable provisión de whisky. Hizo una mueca burlona y terminó de ordenar el pedido.
Tomaron el desayuno mientras Conklin continuaba durmiendo.
Paul volvió a prestar su atención al sargento, que vivía ahora en un par de habitaciones de alguna ciudad desconocida. Podía ver claramente al hombre en cualquier momento que lo quisiese, podía leer sus pensamientos y deseos y distinguir las inmediaciones que lo rodeaban. En ese mismo instante el ex sargento estaba durmiendo la borrachera de cerveza que había comenzado la noche anterior y Paul no podía ver nada fuera de la mente del hombre, porque éste tenía los ojos cerrados. Pero una vez que se despertara, Paul podría seguir con facilidad cada uno de sus movimientos, podría distinguir el ambiente que lo rodeaba y conocer todo lo que cruzaba por el pensamiento y la línea de visión del sargento. Paul, con el rostro contraído, pensó que la dificultad consistía en que no había pensado bastante en el objeto de esa búsqueda desesperada. Durante aquel corto intervalo en el coche comedor, Paul no se preocupó en investigar con suficiente profundidad dentro de la mente del sargento y en consecuencia, no conocía mucho sobre sus antecedentes; el examen sólo abarcó los pensamientos superficiales y nada más. El resultado fue que el hombre le era desconocido. Sólo podía seguir sus pensamientos fortuitos, ver sólo lo que el otro estaba viendo.
Era capaz de percibir a alguien llamado Alex, a otro llamado Dave, además de una suma considerable de dinero y un interés fanático en guardar todo en el más absoluto secreto. También estaba esa nueva arma horrible que llamaban bomba atómica y que había sido probada recientemente en el desierto del Oeste. (Eso lo había sabido por Slater; sin saberlo, Slater transmitió a Paul la terrible escena presenciada en Nueva México.) Y existía, por supuesto, una ansiedad febril por encontrar al agente desaparecido. Alex y Dave estaban enterados de ello o lo habían previsto e inculcaron en la mente del hombre la necesidad de que permaneciera escondido y a cubierto, cosa que éste aceptó de mala gana. Paul adivinó fácilmente que Alex y Dave le habían comprado información al sargento, pero nadie parecía conocer la naturaleza precisa o el alcance de esa información... y el sargento nunca se detenía a pensar en ella. Y ése era precisamente el punto en el que Paul se sentía desilusionado, defraudado. Lo que pasaba era que no conocía lo bastante al hombre oculto como para descubrir algo que valiera la pena.
Debía desarrollar más su capacidad en ese sentido. Debía cultivar con sumo cuidado la facultad de seguir a cualquiera que hubiera encontrado alguna vez, por más breve que hubiera sido el encuentro. Debía ejercitar su mente para localizarlos y observarlos en cualquier momento, para captar todo con respecto a ellos y no simplemente lo que quisieran pensar en un momento dado. Conklin, Palmer y ahora Slater y Carnell; los conocía bastante a todos ellos como para poder seguir sus movimientos con facilidad y después de la noche pasada, podía seguir también a Karen. Un hombre inteligente como Slater podía todavía ocultarle algunos secretos mediante una fuerza de voluntad férrea y absoluta, pero como sentía irritación hacia Slater resolvió descubrir la identidad de Willis. En cuanto a los demás que no habían caído bajo su atento escrutinio, el sargento, Emily, los dos guardaespaldas ¡bueno! no sabía sobre ellos o sobre la joven del conmutador más que lo que le habían contado. Y él quería a toda costa saber algo más sobre Martha Merrill. Todo esto formaba parte de su capacidad todavía en desarrollo que debía estimular. Si era capaz de hacerlo. ¿Existía un límite para sus facultades?
De pronto Paul pensó en algo que por un instante lo asustó.
¿Supongamos que pudiera obligar a aquel hombre que se escondía a revelar su paradero? ¿Entonces?... Dos antecedentes recientes podían dar pie para alimentar una pequeña esperanza. El día que estuvo en la oficina de Slater y Carnell, había hecho que Slater comenzara a sentir un fuerte dolor de cabeza. En realidad no lo había provocado, no; el dolor de cabeza estaba allí, pero en un momento de enojo Paul llegó a penetrar en la mente de Slater y lo magnificó, obligando a Slater a que lo sintiera en forma aguda. Y hacía sólo unos instantes había hecho que Conklin se durmiera de nuevo con la más suave de las presiones hipnóticas, sugiriéndole que la borrachera desaparecería cuando se despertara, lo mismo que el recuerdo de todo el incidente. Si aquello resultaba (y Paul no dudó un momento que resultaría) entonces, ¿por qué no obligar al sargento a salir de la habitación y ponerse al descubierto? ¿Tenía el poder necesario para hacerlo a través de la distancia?
Paul cerró los ojos y probó una y otra vez, con todas sus fuerzas.
Dirigió su fuerza de voluntad a través del espacio que los separaba e intentó apoderarse, captar la mente del hombre dormido, para obligarlo a despertar. El sargento refunfuñó entre sueños y sólo se dio vuelta para hundir la cara en la almohada. Nada más.
—¿Qué le pasa? ¿Hace mucho calor aquí?
Paul, que estaba sentado a la mesa de desayuno, abrió los ojos.
—¿Cómo dijo?
—Está transpirando. ¿Le sucede algo?
—No, estoy perfectamente. Me imagino que debe ser el whisky de anoche.
Aquello había fracasado; no podía hacerlo. ¿Sería necesario estar en contacto con la persona, estar en la misma habitación? Paul continuó desayunándose.
A fines de julio un bombardero del ejército se estrelló contra la cúspide del Empire State Building, envuelta en la neblina y Paul leyó los titulares de los periódicos neoyorquinos a través de los ojos del sargento que se hallaba todavía oculto en esa habitación sucia y lejana. Nunca había cesado de vigilarlo periódicamente y aunque no mencionó el asunto a Conklin supo por Slater y Carnell que la búsqueda continuaba. El fugitivo permanecía en su puesto y de tanto en tanto recibía la visita del llamado Alex que trataba de levantarle el ánimo y le repetía, una y otra vez, la necesidad de que siguiera escondido. Paul no pudo descubrir casi nada de Alex porque el sargento sólo lo conocía como un enlace y por lo tanto no tenía al respecto ningún pensamiento revelador. De modo que día tras día Paul lo escrutaba tratando siempre de buscar una nueva pista. El periódico de Nueva York era del día anterior y eso significaba muy poco; Alex lo había llevado junto con una variada colección de revistas, pero la fecha del periódico sólo indicaba que el escondite se hallaba cerca de Nueva York. Alex había dispuesto el envío periódico de alimentos y cerveza. El nombre se preparaba la comida y estaba siempre allí cuando llegaban las remesas. Paul esperaba su hora.
Casi sin reflexionar, decidió no comunicar a nadie su capacidad de vigilar al fugitivo a la distancia. Contribuiría poco a mejorar su situación y hasta podría causar una tensión personal aún mayor en sus ya tirantes relaciones con Slater. En lo concerniente a él, Slater y Carnell conocían bien poco y hasta Conklin, que era ahora su amigo más cercano, no sabía mucho más; todos ellos suponían que Paul necesitaba estar en la misma pieza con una persona dada para conocer los pensamientos de dicha persona y lo utilizaban de acuerdo con esa creencia. Ninguno tenía motivos para suponer que su poder tuviera alcances más amplios y Paul no les informó sobre ello.
Sea lo que fuere lo que hubieran pensado sobre el súbito dolor de cabeza de Slater, nadie supuso que había sido provocado por Paul mediante alguna magia mental demoníaca y misteriosa y en cuanto a Conklin, a la mañana siguiente, después de la fiesta, se levantó de la cama fresco y despejado, listo para iniciar su día de trabajo, sin recordar para nada el despertar anterior. Pero Paul era utilizado en la medida en que conocían sus aptitudes.
Presenciaba entrevistas que se realizaban en una oficina o en otra siendo siempre el partícipe silencioso que escuchaba cortésmente las conversaciones e informaba después sobre las reservas mentales del visitante. Encontrarse con la gente en esas entrevistas era una experiencia emocionante. Paul se sentaba, silencioso, observando, pesando las palabras, escudriñando, mientras toda clase de gente se apiñaba y desfilaba por la habitación: legisladores, personal del Departamento de Estado, militares de todas las armas, solicitantes de empleo, industriales, planificadores e ingenieros, agentes de espionaje, funcionarios del gobierno, diplomáticos, insectos nocivos; todos esperaban su turno para hablar o escuchaban lo que se les decía y salían en tropel. Palmer y sus superiores del F. B. I. aparecieron, discutieron y salieron. El capitán Evans fue llamado desde su puesto, juró guardar silencio y se fue. Y después de cada entrevista, Paul debía informar a Carnell o a Slater lo que se había dicho abiertamente, lo que se había pensado y lo que se había retenido u ocultado.
Cuando el presidente y su comitiva regresaron de Postdam, Slater y Carnell se encerraron bajo llave en la oficina y tuvieron una pelea tremenda. Paul y Peter Conklin esperaban en otra habitación; Conklin no oía nada, pero Paul escuchaba atentamente. Slater estaba seguro de que en Postdam se habían producido acontecimientos de los que no se había informado debidamente a las oficinas adecuadas y pertinentes (se refería a sí mismo); Carnell sostenía que una misión presidencial estaba por encima de su jurisdicción y que no tenían derecho a forzar la intrusión en secretos de esa envergadura. Al final, Slater, Carnell, Conklin y Paul visitaron todos la Casa Blanca donde Paul, sin aviso previo ni cumplido alguno fue presentado al presidente, quien no lo había visto nunca antes ni había oído hablar de él. Slater no dio a conocer el poder que poseía Paul y después trató de sonsacarle todo lo que había observado durante la visita.
A principios de agosto, Paul descubrió la respuesta a algunas preguntas que habían despertado su curiosidad.
Slater estaba decididamente impidiendo que altas figuras del gobierno tuvieran conocimiento de sus facultades, estaba limitando ese conocimiento a un pequeño núcleo de gente. Según todas las apariencias sólo siete personas sabían que existía en Washington un agente telepático: Palmer y dos de sus superiores de la F. B. I., Evans, Conklin, Carnell y Slater. Sólo esos siete. Al presidente no se le había dicho nada ni por supuesto, a, Karen, Emily, los guardaespaldas u otras personas que estaban en contacto con Breen. Sólo siete.
Paul se preguntaba por qué. Seguía sin satisfacer su curiosidad.
Casi una semana más tarde, mientras se hallaba en el hotel tomando un cóctel, se levantó súbitamente y sujetó a Conklin por el brazo.
—Peter..., pida que le traigan un diario.
—¿Un diario? ¿No puede esperar a que terminemos?
—No, por favor. Consígamelo ahora.
Uno de los guardaespaldas dejó la copa sin terminar y bajó con el ascensor hasta el hall. Regresó al instante corriendo, casi sin aliento.
—¡Eh! —gritó desde la puerta—. ¡Miren lo que les hicimos a esos japoneses! Nosotros tenemos una nueva bomba y ellos ya no tienen una ciudad que se llamaba Hiroshima.
OCHO: 1945-1948
La rutina de todos los días continuaba, con dos excepciones que se produjeron antes de fin de año. Los cuatro hombres se trasladaron desde el hotel a un nuevo domicilio en donde su fuerza numérica aumentó "por razones de mayor seguridad” y Paul localizó al fugitivo encubierto.
Este acontecimiento se produjo primero.
Paul no había abandonado nunca su vigilancia sobre aquellas dos obscuras habitaciones, pese a que en algunas ocasiones sentía dudas y creía que no llegaría a nada. Una vez trató nuevamente de obligar al hombre a moverse, a obedecer a su voluntad a la distancia, pero fracasó como entonces. Hasta que una noche, a fines de noviembre, a través de los sentidos del hombre que esperaba, vio y oyó a Alex que entraba en la pieza por última vez y escuchó cómo le explicaba al ex sargento con todo detalle los planes para la huida. Nombró lugares, leyó horarios, se intercambiaron pasajes y se mencionó a ciertas personas. Los dos partirían desde el aeropuerto de Newark, poco después del amanecer.
Paul se irguió en la cama y luego tuvo un momento de vacilación. ¿Cómo proporcionar a Conklin aquella información sin revelarle todo? Permaneció sentado en el lecho durante largos minutos, enojado contra sí mismo por aquella demora involuntaria, hasta que se le ocurrió un plan más o menos pasable. Tenía puntos débiles pero era el único subterfugio que se sentía capaz de imaginar por el momento. Su única fuerza yacía en el conocimiento de que mucha gente ve visiones milagrosas que se les aparecen durante el sueño. Se levantó de la cama y se acercó a la de Conklin, sacudiéndolo para despertarlo.
—¡Peter, Peter!
El agente se despertó al instante y se levantó de un brinco.
—¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas del sargento, aquel que encontramos en el tren?
—¡No podré olvidarlo nunca!
—Entonces escucha: él y un hombre llamado Alex partirán del aeropuerto de Newark a las 6.15 de la mañana. Volarán hasta Miami y allí cambiarán de avión para dirigirse a Nueva Orleans. En Nueva Orleans tomarán otro avión para ir a la ciudad de México. En México partirán para Veracruz y de allí se embarcarán para Portugal. —Hizo una pausa—. No sé lo que pasará después.
Conklin lo observó detenidamente en medio de la obscuridad reinante.
—¿Qué es lo que me estás contando?
—Información exacta. En serio.
—Probablemente voy a hacerte una pregunta tonta pero, ¿cómo lo sabes?
Paul se dio vuelta y señaló la cama revuelta.
—Se me acaba de aparecer. ¡Peter, es mejor que te apures!
Sin decir una sola palabra más, Conklin se abalanzó hacia el teléfono, pero a pesar de todo alguien no se movió con suficiente rapidez. Los dos hombres perseguidos partieron a horario del aeropuerto de Newark y sólo fueron apresados cuando aterrizaron en Miami. Después de eso, los tres hombres lo sometieron por turno a verdaderos interrogatorios aunque las sesiones con Slater parecían más bien de tortura que de interrogatorio. Paul se atuvo a su explicación primera: todo el itinerario de la huida se le apareció súbitamente mientras dormía y no pudieron sacarle nada más. A las preguntas de cómo pudo haber sucedido aquello, Paul respondió que había pensado constantemente en el sargento desde que lo encontró en el tren... lo que era verdad. Dejó que buscaran todas las explicaciones e interpretaciones que quisiesen, completamente seguro de que en todas le asignarían a él un papel pasivo.
En las semanas subsiguientes, de cuando en cuando Conklin se levantaba por las mañanas con la pregunta de rigor.
Y Paul contestaba:
—No, no pasó nada esta noche.
El traslado al nuevo domicilio tuvo lugar justamente antes de Navidad; Paul, Peter Conklin y las dos sombras que los acompañaban siempre, fueron llevados a una casa de ladrillos alejada sobre el Columbia Pike, mucho más allá del edificio del ministerio de Marina. Era una casa de dos pisos que evidentemente había sido preparada para ellos. En la primera habitación que había después de la entrada se instaló un conmutador telefónico y Paul miró rápidamente para ver quién manejaba el tablero. Desilusionado, continuó su primera inspección por la casa.
Las habitaciones del piso bajo habían sido arregladas para servir como oficinas y antesalas, además de un amplio comedor y una cocina. Arriba había cuatro dormitorios; Paul observó que él y Conklin tenían habitaciones separadas, con una puerta de comunicación entre ambas. Notó con aprobación que en la suya había estanterías para la pequeña biblioteca que lentamente se estaba formando. (Todavía guardaba el viejo ejemplar del libro de Roy, Estudios de Psicoquinesis y no se separaba de él). Los guardaespaldas compartían el tercer dormitorio, mientras que el cuarto y último era ocupado por dos hombres nuevos destinados al mismo trabajo "por motivos de mayor seguridad”. Todas las habitaciones del subsuelo, excepto las que se usaban para la calefacción y almacenaje, habían sido dedicadas a actividades de recreación y esparcimiento.
—Un verdadero hogar —comentó Conklin en tono de aprobación.
—Tal vez haya una pileta de natación en el desván —sugirió Paul. Conklin lo miró para saber si se trataba de una broma.
Todos los días aparecían una cocinera y un ama de llaves que se retiraban por la noche. Había tres relevos de operadoras del conmutador, que trabajaban en turnos de ocho horas y desaparecían hasta el día siguiente. Paul estuvo presente cuando se produjo el cambio de turnos por primera vez, pero las tres muchachas le eran desconocidas. Emily aparecía ocasionalmente cuando alguien venía desde Washington y la entrevista consiguiente necesitaba los servicios de un taquígrafo. El desfile de gente que antes entraba y salía en tropel, ahora raleaba y disminuía, bajo el control de Carnell, quien presidía las sesiones.
Conklin preparó una fiesta de Navidad para el personal de la casa y Emily trajo a Karen a la nueva residencia.
—¡Bueno! —Karen lo saludó afectuosamente—. ¿Y cómo está su querido abuelo?
Paul sacudió la cabeza con seriedad burlona.
—Casi lo agarran el otro día y a duras penas consiguió escapar. Por robar caballos. Los convenció de que el caballo lo siguió porque tenía azúcar en el bolsillo.
—Ese viejo debe tener un pico de oro. ¿Y qué tal el baile?
—Lo mismo que antes; no he adelantado nada desde aquella noche.
—¿Tiene radio? ¡Ah, sí! Ya la veo. ¿Continuamos donde habíamos dejado?
—¿Se anima a hacerlo?
Karen rió.
—Póngame a prueba. —Le extendió los brazos y Paul la encontró tan atractiva, tan insinuante y cálida como antes.
—Me gusta —le dijo al oído.
—Gracias.
La fiesta de Navidad trajo algo que Paul no había esperado. Las visitas se quedaron toda la noche: Karen en su habitación y Emily en la de Conklin. Nadie hizo objeción después, excepto los guardaespaldas, gruñones y confianzudos.
A mediados de noviembre de 1948 la casa situada en Columbia Pike fue sacudida por una tormenta que en realidad era el resultado de otra acaecida dos semanas antes. Poco a poco, trabajando lenta y mañosamente, Paul consiguió arrancarle los pormenores a Conklin. Slater no había creído conveniente ampliar el círculo de las siete personas que conocían el caso de Paul y el súbito agregado de dos más no era de su agrado, aunque no podía hacer nada al respecto. Slater, con premeditación, había omitido informar a la Casa Blanca porque pensaba, como muchos otros, que las próximas elecciones traerían un cambio; el hecho de que hubiese demasiada gente enterada de la existencia del primer y único hombre telepático involucraba un riesgo evidente. Slater fue uno de los muchos que se sorprendieron fuertemente en la mañana siguiente a la elección y lo más rápidamente posible se apresuró a admitir su negligencia. Y así, a mediados de noviembre de 1948, una borrasca envolvió la casa situada en Columbia Pike y dos nuevos miembros se sumaron al círculo de los que conocían a Breen.
Uno de estos dos hombres actuaba como representante personal del otro; era un comandante de ojos desconfiados que contemplaba a Paul como si se tratara de un ternero de dos cabezas y que visitaba la Casa Blanca varias veces al día.
Había ahora nueve hombres que sabían que en Washington vivía un telepático.
Pero en realidad Paul comprendió que eran once hombres. Guardó silencio y esperó, conteniendo mientras tanto su resentimiento por la posición en que se encontraba. Sabía que era allí mitad huésped y mitad prisionero.
NUEVE: 1949.
A principios de 1949 la rutina de todos los días sufrió un brusco cambio.
El cambio comenzó con un leve llamado a la puerta del dormitorio de Paul. Este no se levantó de la cama sino que limitóse a levantar la vista del libro que estaba leyendo y estudió la puerta cerrada. Carnell, inquieto y agitado, esperaba del otro lado de la puerta. Estaba solo.
Paul gritó:
—Pase.
La puerta se abrió de inmediato y Carnell, visiblemente excitado, se detuvo en el umbral, mirándolo.
—Quisiera hablar con usted, Paul. Es muy importante.
Paul dejó a un lado el libro y se sentó en la cama.
—Entre. ¿O prefiere que hablemos abajo?
Carnell entró en el dormitorio y con todo cuidado cerró la puerta tras de sí.
—Aquí estaremos muy bien. Paul, mucho me temo que tengamos un lío de todos los diablos... todos nosotros. —Se acercó a la cama, tomó una silla y se sentó.
Paul no dijo nada, esperando que prosiguiera.
Carnell encendió un cigarrillo nada más que para tener las manos ocupadas.
—¿Se acuerda de los dos hombres que atrapamos hace tres años a propósito de la información sobre la bomba?
Paul hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Yo me entrevisté con ellos.
—¡Sí, y no pudo encontrar un dato que realmente valiera la pena! Uno era un correo que recibía información, pagaba por ella y después la entregaba a otra persona. Actuando a las órdenes de alguna persona desconocida, nuestro correo compró al sargento información sobre la bomba atómica, lo escondió y luego intentó ayudarlo a escapar. Bueno, esos dos están en la cárcel y nunca comprendí por qué no los colgaron. Pero todavía no sabemos nada de la gente que está más arriba. ¿Se acuerda también del itinerario que iba a seguir el sargento en su huida?
—Miami, Nueva Orleans, México, Portugal; sí, me acuerdo.
—Bien, poco tiempo después que atrapamos a esos dos hombres, enviamos a uno de nuestros agentes para que siguiera esa pista. Le suministramos toda la información conocida por el correo y por el sargento y lo despachamos por la misma ruta. El agente hizo todo en el orden adecuado, todo lo que usted encontró en la mente del correo; trasbordó en Miami, en Nueva Orleans, fue de la ciudad de México a Veracruz y esperó el barco que se ajustaba a la descripción que usted nos había proporcionado. Después partió para Portugal. —Carnell aplastó la colilla del cigarrillo con un gesto de furia—. En Portugal lo mataron de un tiro.
Paul lo escuchó con tranquilidad; en su mente conocía ya la historia completa, pero esperó que Carnell se la contara.
—Lo protegimos durante todo el trayecto; teníamos hombres en cada ciudad, sombras que lo seguían y vigilaban para que diera los pasos necesarios en el momento oportuno. Todos los movimientos fueron realizados en forma perfecta de acuerdo con las indicaciones que obtuvimos del correo. Cuando partió de Veracruz enviamos hombres a Portugal para proteger su desembarco; queríamos ver quién se pondría allí en contacto con él y dónde lo enviarían después. Estábamos completamente preparados para seguirlo hasta Siberia... si ésa hubiera sido su meta desconocida.
—Pero fue asesinado.
—Asesinado —repitió Carnell—. Su meta desconocida fue Lisboa, pocas horas después de haber desembarcado. El instrumento de la muerte fue un vagabundo español capaz de cometer un asesinato por cincuenta dólares... y lo cometió. El español no pudo describir al hombre que lo contrató, pero a él le proporcionaron un dibujo a lápiz del agente y el nombre del barco en que éste viajaba. Fue muy sencillo. El español no vivió mucho tiempo; lo lamento porque usted hubiera podido obtener más información, pero nuestros muchachos en Lisboa no sabían nada de su existencia y el hombre murió.
Paul preguntó:
—¿Un dibujo a lápiz?
—De una semejanza perfecta. Lo hizo alguien que esperó en Miami o en Nueva Orleans o en la ciudad de Méjico y después lo envió por avión a Portugal. Bueno, no volvimos a probar esa ruta pero tampoco lo hizo nadie más. La ruta fue clausurada y no se volvió a usar de nuevo. —Hizo una pausa, como si estuviera observando algo que estaba más allá de Paul—. Hace algunos meses se abrió una nueva ruta... o más bien dicho, descubrimos una nueva. No sabemos desde hace cuánto tiempo la están usando.
—De nuevo en Méjico —dijo Paul, asintiendo con la cabeza.
—Méjico es el lugar favorito para esta clase de cosas. Ni siquiera durante la guerra patrullaban sus costas como es debido.
Paul cerró los ojos sabiendo de antemano lo que tendría que decirse allí antes de que Carnell saliera de la habitación y sintió lástima de Carnell por tener que decirlo. Slater le había encargado la tarea y el asunto no le hacía feliz; Carnell y Breen se habían llevado muy bien en los últimos años. Pero, pese a eso, la cuestión tenía que surgir. ¿Qué era lo que había dicho Conklin en el tren en aquel día tan lejano? "Creo que en su lugar un hombre de más edad nunca habría permitido que lo descubrieran” y "Supongamos que los líderes del Neanderthal descubrieran a un hombre así, lo capturaran, lo ataran con una soga obligándolo a poner su inteligencia y su habilidad al servicio de ellos. Una situación semejante, lo único que puede traer aparejadas son dificultades...” Ahora estaba sucediendo algo de eso. Paul dejó que Carnell se tomara todo el tiempo que necesitaba.
Carnell encendió otro cigarrillo.
—Tenemos motivos para creer que informaciones y fugitivos fluyen a lo largo de esta nueva ruta y quizás por otras que todavía no han sido descubiertas. Esto en sí mismo no es tan alarmante; siempre existirán rutas de escape y líneas de información dentro y fuera de todos los países del mundo. Nosotros tenemos las nuestras, por supuesto. Pero hay un aspecto del asunto que se está volviendo alarmante. Desde julio de 1945 hemos tenido que vérnoslas con un tipo de dolor de cabeza enteramente nuevo y los remedios que prescribimos son desesperados. Paul, se supone que los Estados Unidos es el único país del mundo que posee armas nucleares.
Paul hizo un ademán de aprobación.
—Se supone.
—Pero no es así. Tenemos razones para creer que Gran Bretaña también las posee o está a punto de hacerlo. Si no ahora, dentro de muy poco tiempo. También tenemos razones para creer que Rusia tendrá la bomba mucho antes de los cinco años que han pronosticado nuestros hombres de ciencia. Usted puede apreciar nuestro problema.
Paul movió la cabeza afirmativamente y esperó que se planteara el otro asunto.
—Tenemos que detener las salidas de estas informaciones, debemos encontrar y arrestar a la gente responsable y localizar a los hombres que están arriba, los hombres que en este país dirigen el espionaje. Hemos llegado al límite de nuestros recursos naturales. Sólo nos queda usted.
Quedó silencioso por unos instantes; Paul le hizo un guiño y tratando de sacarlo de la situación embarazosa sugirió:
—Señor Carnell, sé lo que hay en su mente; no es necesario que lo diga, a menos que así lo desee.
—¡Quiero hacerlo! —estalló Carnell—. ¡Quiero decirlo con todas sus letras de modo que cada uno de nosotros sepa dónde está parado!
—Muy bien.
Carnell vaciló un instante, miró el cigarrillo que no había fumado, lleno de ceniza y lo aplastó. Se dio cuenta de que, abstraído por completo, había tomado el paquete de cigarrillos y se lo había metido en el bolsillo.
—Esto no es fácil, Paul.
—No, señor.
—La cosa comenzó poco tiempo después de ese "sueño” que usted tuvo; aquel en el que se le apareció la ruta exacta por donde se escapó el sargento.
Paul asintió. Cada solicitud de ayuda formulada lo complicaba en problemas cada vez mayores.
—Para ser más exacto —se corrigió Carnell— una parte del problema comenzó antes de esa noche; desde el mismo día en que usted fue descubierto, desde el día en que por vez primera entró en mi oficina, llevamos a cabo una búsqueda incesante para encontrar otros hombres como usted. No ha sido fácil y ha tomado mucho tiempo; el número de hombres y mujeres que han desfilado por las fuerzas armadas desde 1940 es realmente asombroso. Hemos examinado uno por uno los antecedentes de todos, sus reacciones, puntaje de clasificación y pruebas de capacitación. —Sacudió la cabeza—. Con resultados negativos. Pero sin embargo no nos hemos detenido. Ahora estamos examinando los antecedentes de cada hombre, mujer o niño que en cualquier época haya solicitado prestar servicios al gobierno.
—¡Eso sí que les va a llevar bastante tiempo! —exclamó Paul.
—Es una tarea tremenda, pero si encontramos sólo uno más como usted valdrá la pena haberla hecho.
—Permítame que conteste a una pregunta que tiene usted en su mente —le interrumpió Paul— y que al mismo tiempo sea completamente franco. No, no conozco a nadie más como yo.
—Gracias. Se nos ocurrió que usted sería la primera persona que podría descubrir a otro telepático pero nos preguntábamos si nos revelaría la información. Así que, muchas gracias. —Sacó de nuevo los cigarrillos—. Bueno, continuemos... —Se detuvo un instante y prosiguió—: Después de aquella noche en que vio con tanta claridad el itinerario de la huida, comenzamos a preguntarnos muchas cosas sobre usted e hicimos algo que debimos haber hecho mucho antes. En resumen, asignamos a una pareja de analistas científicos la tarea de trabajar sobre usted. Se proporcionó a esos hombres toda la ayuda posible, todos los medios y poderes de que disponíamos. Y eso no es poco decir, si me permite una jactancia. Enviamos genealogistas a su casa y al lugar de su nacimiento, donde lograron reconstruir la línea genealógica de sus antecesores hasta la quinta generación. Sus hallazgos fueron entregados a los analistas. Los psicólogos estudiaron sus tests de inteligencia y capacidad, sus antecedentes en el ejército a medida que usted iba progresando y los informes elaborados por ellos fueron entregados a su vez a los analistas. Finalmente se confeccionó un legajo, un documento escrito que registraba cada hora de su vida desde el momento en que Conklin lo encontró en aquella oficina del cuartel: las cosas que decía, los movimientos que hacía, las expresiones que usaba, las emociones que parecía sentir. En ese legajo se incluyen los recuerdos e impresiones de mucha gente que lo había observado a usted: Conklin, Palmer, Slater, Karen, Emily, los dos hombres que están en el otro cuarto, yo... todos. Cada una de las palabras que podíamos recordar, cada uno de sus gestos. —Hizo una pausa, sumamente molesto—. Perdóneme, Paul, pero hasta cómo bailaba y la forma en que hacía el amor. Todo.
Los ojos de Paul se fijaron en el viejo libro que estaba sobre el estante.
—Roy —dijo en voz alta.
Carnell hizo un ademán de aprobación.
—El doctor Roy y otro hombre de ciencia que él nos recomendó, el doctor Grennell. Ya ve cómo son las cosas; el libro que usted llevaba a todas partes nos abrió finalmente los ojos y nos pusimos en contacto con el doctor Roy. Se puso fuera de sí de alegría y se desesperó cuando nos negamos a que ustedes dos se encontraran. Usted hubiera adivinado.
—Me gustaría verlo ahora —dijo Paul ansiosamente.
—Supongo que podrá hacerlo. Lo consultaré con Slater. Bueno, el legajo estaba completo y se lo entregamos a los analistas, Roy y Grennell. Eran los únicos extraños a quienes se les habló de usted. Después nos sentamos a esperar los resultados. —Carnell encendió un cigarrillo. De pronto exclamó—: Karen no volverá más.
—No —respondió Paul con amargura—. La comprendo.
—¡Es una magnífica mujer! —Hizo un ademán con dos de sus dedos—. ¡Si por lo menos existiera la poligamia en este país!... Por supuesto Karen nunca supo lo que usted era, pero a veces creía adivinar que usted estaba enterado de sus actividades de espionaje; esto la deprimía. Supongo que se trata de intuición femenina. Se sentía muy molesta porque había llegado a quererlo y apreciarlo. Cuando se le ordenó que incluyera en el legajo los detalles de la noche que había pasado aquí con usted, tuvimos que sostener aquí una verdadera batalla. Lo hizo, pero pidió que nunca más la enviaran aquí. No podía volver a mirarlo a la cara.
—¿Les gustó mi técnica? —preguntó Paul fríamente,
—¡Por favor, Paul! Esto es más molesto para mí que para usted y le ruego que recuerde que sólo estoy cumpliendo órdenes. Soy segundo en el mando.
—El hace mucho que no viene por aquí.
—Piensa que es mejor que permanezca lejos; comprende que usted le tiene antipatía.
—Y viceversa.
—Sí, es verdad. Usted no tiene muchos amigos.
—Parece que los voy perdiendo de a poco. —Paul se sentía herido todavía por los incidentes que habían obligado a Karen a participar en el legajo, aunque aquello había ocurrido hacía muchas semanas y él lo sabía desde entonces. A muchas millas de distancia Paul había observado cómo Karen preparaba el informe, supo de la angustia y el disgusto que experimentó al escribirlo y cuando lo terminó comprendió que ella nunca volvería a la casa de Columbia Pike.
—Los analistas —continuó Carnell después de un silencio— entregaron su informe.
—¿Y el doctor Roy saltó de la alegría?
—Saltó de la alegría. Dijo que era como ver su propio libro transformado en realidad; el premio Nobel no lo habría satisfecho tanto. Pero... conseguimos lo que buscábamos. —Carnell desvió la vista, buscando la luz solar por la ventana—. Paul, usted no ha cooperado enteramente con nosotros.
—He hecho todo lo que ustedes me han pedido.
—Sí, es cierto, pero aun así... —Sus ojos permanecieron fijos en la ventana—. Las investigaciones de Rby y Grennell indican que sus poderes especiales son mucho más grandes que lo que creíamos. Mucho más grandes que las dos manifestaciones que hasta ahora nos han sido reveladas. Los analistas han considerado todos los estudios y basándose en sus propias creencias han hecho un cálculo moderado sobre su poder, sobre su extraño poder, según lo llama Roy. Resumiendo, Paul, nos han dicho que usted tiene que ser capaz de hacer más que escudriñar simplemente en la mente de las personas que se encuentran con usted en una misma habitación, más que descubrir la pista de un hombre que intenta escapar, y esto sólo en una ocasión. —Se calló y volvió a mirar al hombre sentado en la cama.
—Tienen razón —replicó Paul, rígidamente.
Carnell lo observó con fijeza.
—¿La tienen?
—Sí.
—¿Qué... qué más puede hacer?
—¿No lo sabe ya por el informe de Roy? —preguntó en tono burlón.
—Muy bien; si lo toma de esta manera le diré que en el informe sugiere que usted no tiene necesidad de estar en la misma pieza con una persona, que le es perfectamente posible leer en la mente a la distancia.
Era evidente que Carnell sentíase muy molesto por la situación planteada.
—Eso es correcto... hasta cierto punto.
—¿Hasta cierto punto?
—Primero debo encontrarme con la persona y tratar de conocerla. Mentalmente puedo seguirlo a usted o a Conklin o a Karen donde quiera que vayan y hagan lo que hagan. En cualquier momento del día o de la noche y les guste o no les guste. —Paul observó el rostro en tensión del hombre—. Pero puedo hacer muy poco con aquella gente a quien no conozco tan bien. Con Slater, por ejemplo. Y no puedo conseguir nada de la gente con quien no me he encontrado nunca.
—Pero aquel sargento y el enlace...
—Continué vigilando al sargento desde el día que ustedes me interrogaron sobre él. Sabía que se trataba de algo importante y me mantuve en contacto constante con el hombre. A través de sus ojos observé el ambiente que lo rodeaba, a través de sus oídos escuché sus conversaciones, pero en aquel momento no pude hacer nada con el enlace, porque nunca lo había encontrado; sólo lo veía cuando veía al sargento. La situación ahora es diferente, porque los visité en la cárcel y he explorado en sus mentes. No podrán esconderse de mí nunca más hasta el día de su muerte. Ni usted, ni Karen, ni Conklin.
—¿Y Slater? —Carnell observó la omisión.
Paul frunció el entrecejo.
—Slater representa un problema algo diferente y no estoy seguro de poder explicárselo. Slater posee la mente más disciplinada que yo haya conocido. Por favor, no se ofenda con la comparación, pero usted cree que tiene una fuerza de voluntad de hierro; pues bien, la mente de Slater es de acero impenetrable comparada con la suya; puedo conocer lo que se esconde en la mente de Slater pero no siempre que quiera. Soy capaz de seguir con facilidad la mayor parte de sus pensamientos, pero si él desea ocultarme algo puede lograrlo evitando, con gran dominio de sí mismo, pensar en el asunto. Puedo ver lo que está haciendo, pero no puedo desentrañar lo que hay detrás de esa barrera. Puedo percibir la erección de la barrera, las razones que lo llevan a hacer uso de ella y el esfuerzo que realiza para mantenerla, pero no puedo descubrir lo que oculta esa barrera. Por eso no ha vuelto por aquí últimamente. Sospecha en forma intuitiva las limitaciones de mi poder y cree que sólo puedo leer en su mente si se encuentra conmigo en la casa.
—¿Qué hay de cierto en esto último? —quiso saber Carnell.
Paul lo estudió y supo que Slater sería informado de la conversación.
—Sí y no; no puedo dar una respuesta clara. A veces puedo seguirlo por Washington con tanta facilidad como lo sigo a usted; pero en otras ocasiones lo pierdo. Si me concentro profundamente puedo verlo en su oficina y percibir lo que está haciendo, pero no siempre puedo discernir lo que está pensando. Lo que sucede es simplemente que no he podido conocerle tan bien como a usted. Por eso no viene aquí.
—Creo comprender. Por lo que veo, Roy y Grennell tienen razón en este aspecto de la cuestión. Usted es capaz de escudriñar algunas mentes a la distancia. Me parece que esto explicaría cómo supo el itinerario que tomaron los dos hombres para escapar.
—Lo explica; se lo escuché al enlace.
La mirada de Carnell volvió a fijarse en la ventana.
—Roy habló también de poderes de clarividencia y premonición; creía que su conocimiento de la ruta elegida para escapar podía explicarse mediante esos términos. Pero esto no era... —Hizo una pausa, esperando.
—Roy tiene razón otra vez, pero aquí también el poder es limitado. Sé que usted, o Slater, intentan separarme de Conklin; hace algún tiempo me di cuenta de que Conklin iba a ser destinado a alguna otra parte. —Dejó de hablar mientras una serie de pensamientos cruzaba como un relámpago por la mente de Carnell y continuó al cabo de un instante—: Ahora sé el motivo y sé adónde lo envían, pero hasta este instante no lo sabía; sólo estaba enterado de que partiría.
Carnell se frotó la cara con las manos.
—Parece que nuestros analistas hicieron un trabajo completo. Todavía me siento incómodo por todo esto, Paul. —Recorrió mentalmente una lista aprendida de memoria—. El informe del doctor Roy se refiere también a una especie de fenómeno mental que él llama receptividad parabólica. Lo compara con el radar. El informe afirma que usted debe poseer la facultad de percibir las cosas y personas que lo rodean aunque nunca las haya visto o hayan estado en contacto con usted. ¿Es cierto?
—Sí.
Carnell esperó.
Paul dijo:
—Puedo describirle a usted toda la gente que está en la casa en este momento y lo que está haciendo cada uno de ellos. El hombre que lo trajo hoy aquí está flirteando con la operadora telefónica. No lo conozco, no puedo investigar lo que hay en su mente, pero sé que está aquí. Nuestra cocinera salió al patio y las papas que dejó en el horno han empezado a quemarse.
Carnell hizo ademán de levantarse de la silla. —Bueno, ¿no sería mejor que le avisáramos...?
—No —replicó Paul hacienda una mueca—. Dentro de treinta segundos alguien que está abajo percibirá el olor a quemado y la llamará a gritos.
Se sentaron en silencio; Carnell aguzaba el oído mientras miraba distraídamente su reloj de pulsera. Paul continuó observando el rostro del agente y sonrió con sorna y buen humor. A través de la puerta cerrada se oyó de pronto un grito. Los ojos de Carnell se clavaron en el reloj.
—Veintiséis segundos —anunció.
—Le erré por cuatro —respondió Paul lacónicamente.
—Paul... —Carnell se dio vuelta hacia él—. Todo esto me hace sentir mucho mejor, infinitamente mejor. Usted sabe las dificultades por las que estamos pasando. —Paul hizo un signo de aprobación pero no dijo nada—. Aprueban las leyes más imposibles para mantener el secreto más imposible y después nos arman un lío de todos los diablos cuando no podemos cumplir totalmente. ¡Gracias a Dios, Rusia no lo tiene a usted!
Paul preguntó con calma:
—¿Cómo sabe que no?
Carnell lo miró con asombro.
—¡Paul! usted no haría...
—No sea tonto. No me refería a mí mismo.
La sugestión alteró en tal forma al agente del Servicio Secreto que pasaron muchos minutos antes de que pudiera volver a sentarse en la silla, recordar el propósito de su visita y considerar de nuevo objetivamente el informe del analista. Carnell comenzó a recorrer la habitación a grandes trancos mientras golpeaba el puño contra la palma abierta de la otra mano con monótona regularidad. La sugestión lo había trastornado, no sólo porque si resultaba verdadera, las consecuencias serían incalculables, sino porque eso no se les había ocurrido antes. Habían examinado todos los archivos militares en busca de otro posible telepático y ahora estaban estudiando otros registros y antecedentes del gobierno. Pero aun cuando fuera posible, nadie había sugerido que se estudiaran los ficheros de los países extranjeros. ¡Nadie imaginó que otro país fuera de los Estados Unidos pudiera poseer un telepático! ¡Qué ceguera estúpida!
Carnell daba vueltas por el cuarto.
—¿Paul...?
—Ya contesté a eso. Por lo que yo sepa no existen otros. —Pero, ¿usted lo sabría si apareciera alguno?
—No sé. Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué es lo que podría buscar? ¿Qué indicios? Nunca me he encontrado con una persona como yo. ¿Cómo podría reconocerla?
—¡Pero podría leer en su mente!
—Si ella lo permitiera —le recordó Paul.
—¿Quiere decir que esa persona podría impedírselo, podría ocultarse?
—No lo sé, señor Carnell. No tengo nada que me sirva de guía. ¿Cómo puedo hacer frente a lo que nunca he experimentado antes, a algo de esa naturaleza? Tendría que encontrarme con alguno y probar.
Carnell tuvo que conformarse con eso aunque no fue de su agrado. Le resultaba difícil comprender porque no era telepático y no conocía los procesos mentales que el serlo involucra e ignoraba los problemas y las fallas presentes en los casos teóricos. Un telepático podía o no ser descubierto por otro telepático; no había forma concreta y real de saberlo hasta que no se produjera un encuentro semejante.
Carnell volvió al asunto en discusión o sea el informe de los analistas sobre Breen.
—¡Ah, Paul!... Con respecto a ese asunto de la teleportación, el doctor Roy dice que...
—En eso el doctor Roy falló el tiro por completo —interrumpió Paul—. No puedo. Lo he intentado pero no puedo moverme ni una pulgada a menos que me lleven mis piernas.
—¿Trató de hacerlo?
—Claro. Quería saber si podría lograrlo.
—¿Y fracasó?
—Sí. Si hubiera resultado habría estado tentado de irme de aquí a la primera oportunidad. De un salto me habría trasladado al próximo estado o al país más cercano o hasta el límite donde mis poderes alcanzaran a llevarme. Hasta se me ha ocurrido pensar en un pedido de habeas corpus para salir de aquí, pero sé que Slater lo invalidaría porque todavía estoy en el ejército. En consecuencia puedo prometerle esto: si mediante la práctica puedo conseguir que funcione la teleportación me iré tan rápido y tan lejos que su departamento no me encontrará nunca.
Carnell fijó la vista en la alfombra y después de unos momentos replicó:
—Nunca pensé que lo tomaría así.
—Me metí en esto con los ojos cerrados, señor Carnell. Me sentía lleno de patriotismo, era joven e inexperto y estaba ansioso por ayudar a la gente en cualquier forma, lo quisiesen o no. Peter Conklin me advirtió que esto podría suceder, pero era demasiado ingenuo para comprender su advertencia. Hace mucho tiempo les dije que no quería que me trataran a empujones, que no me gustaba que me apremiaran, después de haberme ofrecido como voluntario para un trabajo. Pero a pesar de eso fui empujado y presionado; usted entiende lo que quiero decir. Usted nunca lo hizo conscientemente, pero lo hizo. Karen lo hizo al principio con todo conocimiento pero actuaba obedeciendo órdenes y se resistió cuando sintió herida su conciencia. Slater me presionó deliberada y conscientemente.
—Lo siento; en verdad lo siento mucho.
—Ya lo sé; sé que lo lamenta de veras —Paul hizo un gesto con la mano—. Continuemos.
—El informe —prosiguió Carnell con desaliento— afirma que entre sus facultades debe existir la telequinesis en un cierto grado, sin que los analistas pudieran precisar el grado de amplitud que podía esperarse ni la dirección particular que podía tomar esa facultad. Sólo dijeron que sus estudios los llevaban a afirmar que la telequinesis está presente, cualquiera sea su grado de efectividad. —Levantó la vista y preguntó—: ¿Quiere aclararme esto?
—¿Puedo hacerle primero una pregunta? ¿Una pregunta de carácter más bien personal y urgente?
Los dos se dieron cuenta de que antes de contestar Carnell tuvo un momento de vacilación.
—Bueno, por cierto. —Se puso en guardia de inmediato ante alguna cosa inimaginable.
—¿Debe usted informar a Slater todo lo que se ha dicho aquí? —quiso saber Paul—. ¿O puede guardar silencio sobre algunos aspectos de la conversación?
Carnell lo miró desconcertado.
—Sugiere usted que yo retenga...
—Le pregunto si es posible que yo diga algo que no le sea comunicado a Slater.
Carnell sacó un nuevo paquete de cigarrillos, vio que estaba vacío y arrojó el papel arrugado al otro extremo del cuarto. Observó a Paul con incertidumbre y ansiedad, apartó después la vista, pareció tomar una determinación y por fin contesto:
—Lo siento, pero no puedo.
—Yo también lo siento —replicó Paul suavemente. Bajó de la cama y se puso de pie—. Creo que hemos agotado el tema.
—Pero la telequinesis...
—Me gustaría hablarle sobre la telequinesis, señor Carnell, créamelo. Lo estimo a usted mucho y le tengo confianza. Me gustaría discutir con usted algunos asuntos estrictamente en privado, pero no son para los oídos de Slater. Lo lamento, pero tendrá que interrogar al doctor Roy sobre la telequinesis.
Carnell contestó en tono vacilante:
—Paul, usted tiene que comprender mi situación; se trata de algo más que de un asunto de lealtad personal; es un asunto de lealtad a la nación. He jurado cumplir con mi deber y defender mi cargo y mi oficina. En cierto sentido Slater y yo somos el departamento y él es mi superior. No puedo ocultarle información.
—El se la oculta a usted.
Carnell fue tomado por sorpresa y miró a Paul con incredulidad.
—Ese es su privilegio —dijo en tono inflexible y comenzó a pasear por la habitación, esperando que Paul dijera algo más. Al cabo de unos instantes preguntó—: ¿Esto es todo?
Paul replicó:
—Hasta que pueda hablar sólo con usted, sí.
Carnell salió sin pronunciar una palabra más.
Se oyó un ligero golpe en la puerta. Paul, sin apartarse de la ventana desde donde estaba observando distraídamente a la cocinera que revoloteaba por el patio, gritó:
—Entra, Peter.
—¿Cómo adivinaste que era yo? —preguntó Conklin haciendo una mueca.
Empujó la puerta, la cerró tras de sí y se detuvo inspeccionando la habitación, observó a Paul de espaldas y se dio cuenta de que algo había ocurrido.
—Carnell pasó al lado mío como en un sueño... ¿llueve o está nevando? Me parece que alguien le encajó una buena.
Paul se dio vuelta y se apoyó contra el marco de la ventana.
—Ahora te encajaré otra, tan grande como ésa.
—Puedes comenzar.
—¿Serías capaz de hacer algo por mí o discutir conmigo un asunto y no informar sobre ello a tus superiores?
Conklin pestañeó y abrió mucho los ojos.
—Ahora me explico por qué Carnell andaba como dormido; lo dejaste fuera de combate. Paul, éste debe ser un asunto importante.
—¿Lo harías...? —insistió Paul.
—No lo sé... —Conklin sacudió la cabeza, perplejo—. Déjame pensarlo. Si se tratara de un asunto oficial, relacionado con el departamento, entonces no, absolutamente no. Si fuese una cuestión privada, bueno, déjame pensarlo un momento.
Paul se acercó a un armario, lo abrió y sacó una botella de whisky y dos vasos. Conklin lo observaba en silencio. Paul dijo:
—Te aseguro, Peter, que lo que voy a pedirte no te ocasionará daño alguno. Hay dos cosas que quisiera hacer sin que nadie fuera de nosotros lo supiese. Quiero hacer una compra y encontrar una información que me interesa. La primera será fácil; la segunda puede resultar difícil. Cuando te resuelvas te diré de qué se trata.
—Déjame pensar —repitió Peter.
Paul sirvió el whisky y dio un vaso a Conklin.
—Puedes meditarlo con calma —sugirió Paul—, pero me gustaría conocer tu respuesta dentro de algunos días.
—¿Hay alguna razón para apurarse?
—Sí. Vas a irte de aquí.
—¡Ni pienso en irme!
—Me temo que tendrás que hacerlo.
—¿Porqué?
—Por dos razones. Slater ha decidido que no le conviene que tú y yo seamos tan amigos; por eso nos separa. También cree que con el tiempo una parte de tu lealtad pueda desviarse hacia mí y no quiere que eso suceda. ¿Conoces a Roy y Grennell?
—He oído algo sobre ese asunto —replicó Conklin con cautela.
—¿Has leído su informe?
—No.
—Esta es la segunda razón por la que tienes que partir. El informe reveló a Slater que en el témpano hay algo más que lo que se ve en la superficie. Va a sacar ventaja de eso y la ventaja te involucra a ti.
—¿Y tendré que partir de aquí?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Creo que antes de una semana.
—¿A dónde me envían?
—A Rusia.
—¡Rusia! ¡Cielos! ¿Para qué voy allí?:
—A la caza de bombas.
Conklin se frotó los ojos, aturdido por el giro súbito de los acontecimientos.
—¡Rusia! ¡Al diablo! ¿Cuándo te volveré a ver?
—No me verás más.
DIEZ
Peter Conklin quedó anonadado
Tragó de un golpe el whisky, sin saborearlo siquiera, y permaneció inmóvil, apretando el vaso vacío en la mano, aturdido por el choque. Si el vaso hubiera sido más delgado, se habría hecho trizas bajo la presión brutal de su mano. Sus ojos parecían mirar a Paul, pero, en realidad, no lo veían, ni veían tampoco la habitación; estaban fijos en algo muy lejano, situado más allá de la comprensión inmediata. Algo a medio camino, hacia el otro extremo del mundo.
Durante todos los años en los que Paul convivió con Conklin, aquella era la primera vez en que veía al agente perder su equilibrio mental, en que era testigo del desmoronamiento de su personalidad, de su presencia de ánimo. Desde aquel encuentro inicial producido hacía cuatro años en la oficina del capitán, Conklin siempre había sido el empleado frío y sereno que ocultaba su identidad y su profesión detrás de un rostro impenetrable. Últimamente el rostro se había mostrado alegre y cordial, lleno de camaradería y amistad, pero conservando siempre su carácter original. Hasta ese momento.
—¿No... te veré más? —preguntó inútilmente. Paul sacudió la cabeza sin pronunciar palabra.
—¡Al diablo! —dijo Conklin de nuevo. Luchó por expresar sus emociones y en cierta forma lo consiguió—. Siento como si me hubieran echado a empujones.
—A mí no me hace feliz —dijo Paul.
Conklin contempló el vaso que sostenía en la mano y agitó la pequeña cantidad de líquido que había quedado en el fondo; las gotas se deslizaron rápidas por las paredes del vaso.
—Creo que la luna de miel ha terminado; tengo que volver al trabajo. Ha sido muy agradable.
—Luna de miel —repitió Paul con una mueca de mal humor—. Esas son casi las mismas palabras que Slater empleó cuando leyó el informe del doctor Roy sobre mí. Carnell no tuvo el coraje de repetirlas, pero se le encargó que me dijera: "Dígale a ese hijo de tal por cual que la luna de miel ha terminado. Tiene que trabajar para nosotros o si no...
—Carnell es delicado en estos asuntos. ¿O si no?
—Slater no entró en detalles. Quizá se refirió a las minas de sal.
—Anda con cuidado, Paul. Fíjate bien en lo que haces. Mira que puede hacer que lo pases mal.
—Ni la mitad de lo mal que lo pasará él si a mí se me antoja —replicó Paul con firmeza—. Ni la mitad. Carnell quedó bastante trastornado porque no quise confirmar una parte del informe de Roy. Roy hizo algunas deducciones brillantes en el campo de la telequinesis y querían saber si el doctor tenía o no razón. No les di el gusto.
—Seguirán averiguando.
—Algún día Slater me sacará de mis casillas y lo averiguará de golpe. Me debe una serie de porquerías.
Conklin se dirigió hacia la ventana, se sentó y apoyó los pies sobre el antepecho. Paul acercó una silla a su lado y colocó la botella de whisky entre ellos. El cielo invernal estaba cubierto de nubes espesas, obscuras, color plomizo, que anunciaban lluvia o una probable nevada. Después de reflexionar un instante Conklin rompió el silencio.
—¿Así que no te veré más?
—No; no después que te vayas de aquí.
—¡Bueno! Hemos andado juntos durante un buen trecho y creo que he disfrutado cada minuto, pese a algunas de las sacudidas un tanto bruscas que tuvimos al principio. —Vaciló un momento y prosiguió—: ¿No hay... ninguna posibilidad?
—Ninguna. Slater está decidido a que no nos veamos más.
Conklin apartó la vista de la ventana y miró a Paul interrogándolo directamente con la mirada.
—¿Y tú no alcanzas a distinguir un encuentro posterior?
—Ninguno.
—Entonces supongo que debo aceptarlo. —Volvió a llenar su vaso y clavó la vista en el líquido—. ¡Salud!
—Y buena suerte.
—¡Claro que la necesitaré! ¡Rusia! ¡Al diablo! Me gustaría que me dijeras algo sobre todo esto; ¿qué es lo que ha ocurrido ahora?
—Para reducirlo a su mínima expresión, te envían a la caza de la bomba. A través de nuestra red de seguridad se desliza en secreto mucha información que pasa de contrabando al exterior; lo suficiente como para causar alarma; algunos planos y dibujos han desaparecido. Los que están arriba creen que Rusia tendrá pronto la bomba atómica, bastante antes de lo que predecían los cálculos originales basados en las investigaciones realizadas. Se subestimó el potencial de los rusos. Los cálculos tuvieron que ser descartados cuando se descubrió que White Sands y Chalk River dejaban filtrar secretos. De suerte que ahora no tienen ninguna esperanza de prevenir o al menos de circunscribir el desarrollo de un programa atómico en el extranjero. Todo lo que pueden hacer es observar y esperar, espiar y escudriñar, manteniéndose al tanto de los acontecimientos para saber cómo y cuándo.
—¿Y yo seré el que tenga que abrir los ojos y los oídos?
—Sí, serás uno de tantos. Otros ya están en el exterior y otros más los seguirán, pero a ti no te permitirán que te pongas en contacto con ellos. Te informarán concisamente del asunto y te despacharán para que te las arregles e investigues a solas. Tendrás que informarme a mí de lo que descubras. Como ves, se supone que eres algo diferente de los demás.
—¿Por qué? ¿Porque conozco tus facultades?
—Porque puedes transmitirme tus pensamientos. Tú harás la transmisión y yo la recibiré. Sin enlaces, sin cables, sin contactos intermedios. Ningún hombre se te acercará para poner en peligro tus actividades.
—¿Sólo tendré que pensar? ¿Desde esa distancia? —Conklin se acomodó en la silla para poder observar mejor a Paul.
—Sí; puedes hacerlo. Te darán a leer el informe del doctor Roy o te explicarán todo. Se han dado cuenta de que puedo seguirte donde quiera que vayas, que soy capaz de ver lo tú ves, oír lo que tú oyes, conocer cada uno de los pensamientos que pasan por tu cabeza. Puedo hacerlo en cualquier momento, siempre que quiera. La distancia no constituye barrera alguna; no mientras se trate de alguien a quien conozca tan bien como a ti. De modo que vamos a trabajar en equipo.
—Paul..., ¿esta nueva cosa, este poder tan amplio, lo has logrado recientemente?
—¿Que pueda leer tus pensamientos a la distancia? No; lo hago desde hace un tiempo; puedo seguirte a cualquier parte del mundo a donde te dirijas. —Se rió entre dientes—. Es una de las razones por las que Slater no se siente muy feliz. Cree que esta facultad la poseo desde hace años.
—¿Y es así?
—Desde hace algunos años, pero no desde el principio.
Conklin reflexionó un momento, pensando en los numerosos episodios personales que guardaba en su corazón y en su memoria y de pronto comenzó a silbar.
—No —Paul interrumpió la serie de pensamientos incipientes—. Nunca he hecho eso, Peter; no contigo. Te he estudiado en determinados momentos sin que lo supieras, buscando respuesta a cuestiones que me interesaba conocer y sin quererlo, inconscientemente, me he enterado de algunas cosas que dejaba traslucir tu personalidad rebosante, como si fuera agua que se derrama, pero nunca he hecho lo que estás pensando ahora. Y que conste que no te estoy atisbando; sólo observo la expresión de tu cara. —Paul hizo una mueca burlona—. ¡A veces me encuentro haciendo involuntariamente el papel de una vieja fisgona y salgo corriendo de allí como alma que lleva el diablo!
—¡Gracias, amigo! Por un momento me sentí preocupado y a Emily no le hubiera gustado la cosa, si lo hubiera sabido.
—Slater obligó a Karen a que le informara en detalle sobre nuestras relaciones.
—¡Qué tipo repugnante!
—Sí, y ella no quiso volver a verme. Esa es otra cosa que me he guardado. Estoy perdiendo uno por uno a todos mis amigos. Karen, tú y sospecho que a Cornell lo sacarán de aquí dentro de poco. Creo que la intención de Slater es rodearse de extraños.
—¿Por qué?
—Porque me odia y sabe que yo también lo aborrezco. ¿Qué tal tu memoria?
—Llega hasta hace cuatro años —replicó Conklin.
—Esa es la respuesta.
Conklin golpeteó el vaso con las uñas.
—¿Cómo te sientes en el papel de Cromañón? —Desearía ser un Neanderthal. —Le tocó el brazo con la mano y agregó—: Ahora mismo cambiaría mi lugar por el tuyo.
—Lo siento. Yo no lo cambiaría contigo.
Durante un rato permanecieron silenciosos, llenando los vasos de cuando en cuando. Conklin se llevó a la boca la pipa apagada y contempló el cielo invernal, preguntándose si en el otro lado del mundo podría verse el mismo paisaje sombrío. ¡Aquello sí que venía a arruinar una cantidad de cosas! Tendrían que posponer el ardiente romance que había surgido de pronto entre ellos y archivar o abandonar los numerosos planes que habían hecho tontamente. El ya había pagado la seña para el anillo de compromiso y comenzó a ocuparse de la posibilidad de conseguir un departamento; aún no era difícil encontrar uno en Washington y esperaba que la búsqueda duraría varios meses. No se había preocupado en pensar cómo se iría de la casa de Columbia Pike y se mudaría a la suya, ni siquiera había considerado la posibilidad de que sus superiores lo desaprobaran; pero era evidente que Emily no podría vivir con ellos en la casa. Quizá se podría hacer algún arreglo para trabajar allí y vivir afuera. ¡Bueno... basta de pensar en eso!
No habría casamiento, ni hogar, ni felicidad con Emily. No sería más que un sueño color de rosa; para que se convirtiera en realidad habría que esperar a que él volviera. ¿Cuánto tiempo demoraría su regreso? Nadie lo sabía; ni siquiera Paul podía predecirlo, y Paul veía muy lejos... ¿Qué era lo que Paul podía ver y conocer? El informe de los analistas debía ser sorprendente a juzgar por lo ocurrido hacía una hora entre Paul y Carnell. Deseaba ardientemente que sus superiores le permitieran leerlo antes de partir. Sería una recompensa, aunque aterradora, el descubrir que algunas de sus propias teorías habían dado frutos. Desde aquel día lejano, hacía ya cuatro años, había especulado constantemente sobre Paul, día tras día se había ido formando nuevas ideas e impresiones y había revisado o corregido las antiguas. Y ahora acababan de decirle que sus pensamientos más íntimos podían ser seguidos y leídos a través del mundo. ¡La lectura de ese informe sería realmente un placer!
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó de pronto—. ¿Cuándo comenzamos?
—Tú comenzarás dentro de algunas semanas; no sé exactamente cuándo. Irás a Europa como turista; algunas compañías de aviación ofrecen precios especiales hasta que comience el verano y tú serás un turista que quiere aprovechar las gangas. De Nueva York a Shannon, de Shannon a Londres, de Londres a París. En París tomarás probablemente un ómnibus de turismo, te diriges a los Países Bajos y después desapareces. De una manera casual, natural. No habrá búsqueda, no habrá alarma. ¡Qué te diviertas, Peter! —reflexionó un momento—. Peter, tienes que tener cuidado; debes hacerte a la idea de que estás en territorio enemigo desde el instante en que llegues a Shannon. ¿Sabes lo que pasó en Portugal?
—Sí —contestó Conklin, con el ceño fruncido.
—Muy bien, entonces; piensa que puede sucederte a ti antes de que llegues a ver París. Usa la cabeza para pensar.
—Y mientras tanto, ¿qué?
—Mientras tanto me enseñarás a jugar al espionaje. Esta tarde o tal vez esta noche o mañana a la mañana a más tardar, iremos a la ciudad —Paul se rascó la barbilla, reflexionando—. Vamos a vigilar una embajada.
—¡Ah! ¿Hay alguien allí?
—Me imagino que alguien llegará pronto; ahora está en Nueva York, acaba de bajar del barco y de anotarse en un hotel de Nueva York. Colijo que viene repleto hasta el tope de instrucciones e informaciones de su país. Cuando parta de Nueva York para Washington iremos allí y rondaremos alrededor de la embajada esperando su llegada. Se espera de mí que logre enterarme de toda la información que trae el hombre.
—¡Estupendo! —comentó Conklin—. ¡Realmente estupendo! ¿Por qué no haces tus averiguaciones ahora, sencillamente?
—No puedo hacer eso. No conozco al hombre; nunca lo he visto en mi vida, es un desconocido para mí. Si lo conociera podría tantearlo ahora; podría encontrar lo que Carnell quiere saber. —Paul se encogió de hombros—. Pero un desconocido sigue siéndolo mientras sea un desconocido. No sé si esto tiene algún sentido para tí.
—En una forma vaga.
—De modo que iremos a la embajada y lo esperaremos. Carnell espera que traiga información secreta sobre un asunto muy candente.
—¿Esas bombas?
—Esas bombas —repitió Paul en tono solemne.
—Óyeme; ¿el hecho de que hable un idioma diferente puede representar alguna diferencia?
—No. Tú hablas francés y español, ¿no es cierto?
—Sí.
—Muy bien; probemos esto. Piensa algo en cualquiera de esos dos idiomas o en ambos. Trata de no representártelo en palabras inglesas; trata de pensar en francés o en español.
Conklin cerró los ojos, frunciendo el entrecejo con fuerza.
—Esprit fort —repitió Paul—. Soy un libre pensador; soy un hombre fuerte de espíritu.
—¡Bueno, lo soy! —comentó Conklin riéndose con tristeza.
—No hay ninguna duda. Al principio te tenía miedo. Te propongo que vayamos abajo y veamos si a la cocinera se le ha quemado el almuerzo. —Empujó la silla hacia atrás y se levantó.
La luz de la tarde iba desapareciendo temprano, aun para el mes de enero y una llovizna fría disminuía la visibilidad. A pocos pasos del camino se hallaba parado un sedan Packard color negro. Paul Breen se subió lo más que pudo el cuello del sobretodo, tratando de abrigarse mejor y agachó la cabeza para protegerse de la lluvia sesgada. Dirigió sus pasos hacia el coche y se paró de pronto, al ver que alguien le abría la puerta de atrás. Paul miró al hombre y lo reconoció por haberlo visto por ahí antes; luego examinó el Packard, lo reconoció también y finalmente subió al coche. Una vez adentro tuvo una sensación de abatimiento, de depresión. Peter Conklin entró también y se sentó a su lado. Uno de los dos guardaespaldas dio la vuelta corriendo hasta el otro lado del auto y subió al coche, dejando a Paul en el medio. El segundo guardaespaldas se sentó en el asiento delantero, junto al chofer. El Packard comenzó a moverse por la calzada.
—Peter...
—¿Sí?
En lugar de contestar Paul se inclinó hacia adelante y tocó el hombro del chofer.
—Pare.
El Packard frenó de golpe haciendo dar un salto a los que no pudieron sujetarse a tiempo.
—¿Qué pasa, Paul?
—Hay algo que anda mal.
Conklin emitió un sonido que salió del fondo de su garganta y su mano se deslizó hacia la pistolera que tenía en el hombro. El guardaespaldas sentado del lado opuesto empuñaba ya la pistola, inspeccionando el césped y los arbustos circundantes.
—¿Qué es lo que anda mal? ¿Puedes decírmelo?
—No, no sé lo que es.
—¿Estás seguro? —Conklin sabía que era una pregunta tonta.
—¡Que me lleve el diablo si me equivoco, pero no puedo ver lo que es!
El hombre sentado delante se dio vuelta y dijo:
—Echaré un vistazo por la calle. —Se deslizó fuera del coche y comenzó a caminar por la vereda, con la mano en el bolsillo del saco. En la casa habían notado la vacilación y la actividad subsiguiente; la puerta de entrada se abrió en seguida y dos hombres bajaron corriendo las escaleras, sin saco, pero armados.
—No hay nada en la calle —protestó Paul.
—Déjelo que mire de todas maneras. —Los hombres volvieron a subir y atisbaron desde las ventanas. Conklin sacudió la cabeza, observando los alrededores.
La calle estaba desierta. El guardaespaldas parado a la entrada del camino les hizo una seña con la mano para que prosiguieran.
—¿Listos? —preguntó el chofer.
—Adelante —contestó Paul. El Packard se movió lentamente por el camino. Al llegar a la calle se detuvo y el guardaespaldas subió al coche
—El camino está despejado —dijo. El coche continuó su marcha y se dirigió hacia Washington.
Conklin estaba transpirando. Deseaba preguntar dónde podía estar la dificultad, dónde podía ser localizada, pero no podía hacer una pregunta tan concreta delante de los otros pasajeros del auto por temor a recibir una respuesta directa. Los guardaespaldas sólo sabían a quién cuidaban pero no qué cuidaban. De pronto maldijo su propia estupidez. No tenía necesidad de hablar y de correr el riesgo de que lo escucharan. Rápidamente tocó el brazo de Paul y se pasó la mano por la frente.
—"¿Paul, pasa algo con el coche? ¿En las gomas?” —Como no estaba acostumbrado enunciaba cada palabra en su mente con claridad y lentitud. Sus labios no se movieron para nada.
Paul cerró los ojos como si estuviera por examinar el automóvil.
Al cabo de un instante sacudió la cabeza.
—"¿Los hombres que están adentro? ¿Algunos de ellos?”
La misma respuesta negativa.
—"¿En la calle?” —fue el pensamiento siguiente.
Paul frunció el ceño, vaciló antes de contestar y después se encogió de hombros.
—"¿Pero es una posibilidad, es eso lo que quieres decir?”
Hizo una seña afirmativa con la cabeza.
—"¿Algo que está ante nosotros, entonces? Debe ser eso”. —Cesó de dirigir sus pensamientos hacia Paul para pasar revista mentalmente a la ruta que tenían por delante y de pronto tocó al chofer en el hombro.
—¿Sabe hacia dónde vamos?
—Sí, señor.
—Entonces tome un camino diferente. De la vuelta y llévenos por algún otro lado.
El Packard aminoró la marcha y dejó el camino en la intersección más próxima, enfilando hacia el norte para dar una vuelta amplia alrededor del cementerio de Arlington.
—Esto es una tontería —Conklin le espetó a Paul lo que pensaba—: "Nunca hemos ido antes a la embajada; no hay una ruta preestablecida”.
Paul asintió con la cabeza y miró atentamente hacia adelante, a través del parabrisas. Seguía experimentando la misma sensación oprimente de abatimiento y depresión. Lentamente comenzó a observar los rostros de cada uno de los hombres que se encontraban en el coche o lo más que podía ver de sus caras sin que les llamara la atención. No halló ninguna señal reveladora, pero había algo delante de ellos, algo que iba a suceder; de eso estaba seguro. El auto aceleró la marcha hacia la intersección con la avenida Lee y de pronto Paul agarró a Conklin por el brazo.
—¡Despacio! —ordenó Conklin, captando la sugestión de Paul—. Tenga cuidado con el tránsito que viene en ambas direcciones.
Se acercaron a la avenida Lee y la cruzaron sin dificultades. Un coche que venía por la avenida Lee dobló y los siguió un momento, hasta que el chofer vio la chapa del coche, dio marcha atrás y se perdió en medio del tránsito.
—"¿Se te ocurre algo?” —Conklin le espetó a Paul.
—¿Sueles tener presentimientos? —preguntó Paul en voz alta. —A veces.
—No quiero alarmarte..., no estoy inventando esto. Pero... bueno, es algo extraño. Tú sabes lo que quiero decir.
Conklin hizo un signo afirmativo con la cabeza mientras observaba a los hombres de espaldas sentados en el asiento delantero.
—Sé lo que quieres decir.
—Cuando era chico me despertaba a veces por la mañana con presentimientos, buenos o malos. Si era un presentimiento feliz, algo bueno pasaría durante el día; si no lo era...
Conklin contestó con un murmullo que parecía casi un suspiro. Había comprendido la idea que Paul trataba de comunicarle y vio con cierta satisfacción que su propia inquietud se iba extendiendo a los otros pasajeros del coche. ¡Maldito sea Carnell y sus ideas de chorlito! Deseó que Breen estuviera de vuelta en la casa, sano y salvo entre sus cuatro paredes, o en cualquier otra parte que no fuera allí, en una calle de Washington, a las puertas de una embajada inamistosa. Pero, sin embargo, aquel era el propósito de Breen, constituía su trabajo.
El Packard tomó hacia el norte y luego hacia el este pasando la isla, aceleró la marcha hacia el puente Key y dobló por la calle M.
—No tenemos mucho que elegir ahora —dijo el chofer.
—Tome el camino más corto; terminemos con esto.
El coche sedan estaba estacionado inocentemente al lado de la acera, a una cuadra de distancia de la embajada. Cinco hombres se encontraban dentro del auto estudiando la calle, el edificio de la embajada y la verja de hierro forjado que cerraba el camino de entrada.
—Escuchen con atención —dijo Conklin rápidamente—, este es nuestro plan: no podemos ir hasta allí y estacionarnos sin despertar sospechas; después de todo, ellos también saben que su hombre está por llegar. Quizá nos avisen con un minuto de anticipación que el hombre está en camino. Una escolta lo está esperando ahora en la estación; esa escolta llegará aquí un momento antes y nos dará la señal. —Conklin se volvió hacia el hombre que se encontraba al lado de Paul—. Gordon, usted, yo y Breen caminaremos por la vereda, conversando; calcularemos para llegar a tiempo a la verja de modo que tengamos que detenernos y dejar pasar el coche.
Gordon aprobó observando la distancia.
—El chofer que tienen maneja como un loco, corre por la calle, dobla de un golpe y atraviesa la verja de entrada como alma que lleva el diablo, de modo que nos veremos obligados a pararnos para impedir que nos atropelle. Si no calculáramos bien el tiempo para llegar justo a la puerta y hubiéramos pasado frente a la entrada, Breen se dará vuelta para echar una mirada de curiosidad. Únicamente Breen. Tocó ligeramente el brazo de Paul para dar más énfasis a sus palabras.
—Paul, tu hombre estará en el asiento de atrás y probablemente del lado derecho. Tiene sesenta años, un pequeño bigote, usa lentes y un sombrero como el que tiene Gordon. Si no lleva el sombrero puesto... un hermoso pelo blanco. Mira rápido, Paul. No dispondrás de más de un segundo.
—Lo haré lo mejor posible. —Se dio cuenta de las miradas curiosas de los guardaespaldas que se preguntaban qué era lo que estaba pasando.
—¡Por Dios y todos los santos! —exclamó Conklin malhumorado—. No veo por qué no podíamos haberte instalado en una de aquellas ventanas de la vereda de enfrente. Perfectamente a cubierto.
—Eso no sirve. Tengo que ver al hombre de cerca. Necesito mirarlo bien y el mayor tiempo que pueda.
—Bueno, esperemos lo mejor. No puedo creer que traten de hacer algo en pleno Washington. Muy bien... Forrie, usted vaya con el coche hasta la otra esquina y espérenos. ¡Gates nos seguirá a cincuenta pies y si algo anduviera mal, a acercarse rápido, cubriéndonos la retirada!
Conklin frunció los labios, observando a Paul.
—¿Todavía tienes esa sensación?
Paul inclinó la cabeza afirmativamente.
—Muy fuerte —señaló su nuca con el dedo—. Aquí.
—¿Quieres volverte atrás?
—¿Slater lo haría?
—No.
—Esa es también mi respuesta.
—Muy bien —repitió Conklin en tono firme—. ¡Si algo sale mal tú pegas un salto y sales corriendo, rápido! Te abres paso y no pienses en nosotros; si no podemos salir de esto será porque tenemos mala suerte. Puede ser que ese condenado chofer suba a la vereda y se nos venga encima, puede ser cualquier cosa... Tú tienes que estar listo para escapar, en una u otra forma. Yo estaré delante de tí y Gordon permanecerá atrás. —Se dio vuelta y miró al guardaespaldas con ojos fríos—. Y quiero decir atrás y cerca. Si sucede algo, usted y yo lo recibiremos primero. ¿Comprendido?
—Mi respiración le tocará la nuca.
De pronto vieron un coche ruidoso que pareció surgir en medio de la obscuridad de la calle, con los faros medio apagados. Forrie, que estaba detrás del volante, dijo rápidamente:
—Ahí está el aviso.
—¿Seguro?
Forrie asintió con la cabeza.
—Conozco el coche —escudriñó atentamente a través de la obscuridad—. Dos personas en el asiento delantero.
El viejo coche se dirigió hacia ellos rechinando como una matraca. Paul lo observó con atención; sabía que lo manejaba Karen, sabía que ella había recogido a su compañero a la carrera en la estación. Al acercarse, Karen bajó la ventanilla de su lado y tomó el cigarrillo encendido que tenía en los labios. Sus ojos se fijaron en el Packard buscando a los ocupantes. Cuando los dos coches estuvieron frente a frente arrojó el cigarrillo por la ventana; éste describió un pequeño arco luminoso y fue a golpear el costado del Packard cayendo a la calle. Gordon ya había abierto la puerta. Paul dirigió una rápida mirada al viejo coche pero éste los había pasado y Karen concentró su atención en la calle que tenía por delante. Estaba luchando furiosamente para no pensar en él.
—Andando —le urgió Conklin, empujándolo.
Paul se deslizó fuera del coche y cruzó hasta la acera; al alejarse del auto que lo protegía se detuvo de pronto y con un súbito ademán se llevó la mano a la nuca.
—¡Maldito sea, Peter! Nos han tendido una trampa.
—Andando —exclamó Conklin de nuevo—. Sigue andando. Es una cuestión de segundos ahora—. Se colocó al lado de Paul, y Gordon se adelantó y se puso al otro lado—. ¿Te duele el cuello?
—Están detrás de nosotros.
—¿Quién está detrás? —Conklin miró a su alrededor rápidamente y sólo vio a Gates que en ese momento abandonaba al Packard—. Usa tu cerebro, Paul. ¿Qué pasa?
—No lo sé. Está demasiado... obscuro. No puedo ver nada. Hay algo detrás de nosotros.
—Póngase atrás, Gordon. —Conklin se dio vuelta y le hizo señas a Gates para que se acercara. Gordon obedeció y se colocó detrás de Paul, casi pisándole los talones. Gates se acercó disminuyendo la distancia de cincuenta pies que los separaba. Se oyó el juego suave de los engranajes en movimiento y el Packard se deslizó al lado de ellos en la noche, dirigiéndose al "rendez vous” en la esquina más lejana. Más allá del Packard aparecieron los faros brillantes de otro coche que venía a su encuentro y que marchaba con rapidez.
—El auto de la embajada —dijo Conklin—. Apresuremos el paso. —Caminaron más rápido, observando la entrada de la verja para calcular la distancia y la velocidad que llevaban. Una bocina sonó a poca distancia y la gran portada comenzó a girar, abriéndose lentamente, movida por un guardián de la embajada.
—Más rápido —murmuró Conklin—. Llegaremos a tiempo.
Paul caminaba con la cabeza erguida y los ojos cerrados, apoyándose en el brazo de Conklin que le servía de guía. Estaba escudriñando lo que había detrás de ellos, en la calle, buscando desesperadamente el peligro que los acechaba. Esa cosa que sentía en la nuca era como un punzón que le perforaba el cráneo. Era algo como una...
El coche de la embajada aminoró la marcha en forma casi imperceptible al llegar frente a la puerta y en forma brusca describió una curva cerrada para entrar en el camino de autos que conducía a la embajada.
—... una pistola. Una pistola —gritó Paul en voz alta—. ¡Al suelo! —Rápido como el rayo apoyó una rodilla en tierra y con una fuerte sacudida que hizo tambalear a Conklin lo obligó a agacharse. Al mismo tiempo extendió el brazo con rapidez, agarró a Gordon por el cuello y trató de arrastrarlo junto a sí.
Se oyó un estampido suave y lejano. El coche de la embajada cruzó velozmente la entrada; desde su interior los rostros atisbaron hacia afuera, mirando las figuras caídas en tierra. Paul golpeó con fuerza contra la vereda, magullándose la cara y haciéndose un tajo sobre un ojo. Conklin giró sobre su vientre, pistola en mano, escudriñando en la obscuridad de la noche.
—¿Paul, te lastimaste?
—Estoy bien.
—¿De dónde vino?
—No sé. Creo que de alguna ventana. —Percibió un nuevo movimiento y gritó—: ¡Cuidado! —Se echó hacia atrás.
El estampido se oyó de nuevo y la blanca trayectoria luminosa de un proyectil alcanzó su nuca. La cabeza se le dobló hacia adelante. Conklin hizo fuego a ciegas en dirección al otro lado de la calle en procura del tirador oculto. Gordon yacía al lado de Paul; la sangre le manaba a borbotones.
En un departamento situado aproximadamente a tres millas de distancia una joven lanzó un grito, observando con horror la escena que había tenido lugar en la acera.
ONCE.
Al abrir los ojos se encontró acostado en su propia cama, en su propia habitación y vio a Karen.
—¡Hola! —dijo débilmente aunque en tono alegre.
Ella estaba sentada al lado de la cama, mirándolo a la cara.
—Me alegro de que hayas cambiado de idea.
El rostro de Karen mostró una expresión de extrañeza.
—Con respecto a no volver a verme —aclaró Paul.
Karen sonrió ligeramente.
—Las cosas han cambiado.
Paul le hizo una morisqueta burlona.
—Me erraron el tiro.
—¡Claro que sí! —Su voz traslucía cierta ansiedad—. Te erraron a la columna vertebral por una buena media pulgada. No tienes que preocuparte en absoluto.
—La erraron —repitió él—. ¿Qué más podría desear?
Karen no respondió, pero continuó mirándolo fijamente. La habitación estaba tranquila. Paul movió la cabeza con lentitud y vio que estaban solos. Sobre una mesa cercana había un vaso y una jarra de agua, una bandeja y algunos frascos. Detrás de la bandeja vio un par de tijeras quirúrgicas y algunas vendas. En un florero alto había media docena de rosas amarillas.
—No te preocupes mucho por las flores. —Movió la cabeza lentamente para volver a mirar a Karen y experimentó un dolor en el cuello—. Pero las amarillas me gustan mucho más que las rojas.
Karen sonrió agradecida.
Paul descansaba, de espaldas, con la cara vuelta hacia la joven, contento de estar ahí, en reposo y de contemplarla. Después de un rato sus pensamientos volvieron a rememorar la escena en la calle y lo que había ocurrido allí.
—¿Y Gordon? —preguntó.
—Gordon fue enterrado esta tarde.
—Pero... —balbuceó sorprendido.
—Te hirieron la noche antepasada. —La ansiedad se reflejó de nuevo en la voz de la muchacha—. Sabrá usted, señor, que ha estado fuera de la circulación.
Paul reflexionó un momento y preguntó:
—¿Y Peter? ¿Y los otros?
—Todos perfectamente. Sólo tú y Gordon.
—¿Encontraron a alguno?
Karen sacudió la cabeza.
—Tendrás que preguntar los detalles a Peter o al señor Carnell. Sé muy poco y no hablo sobre lo que no sé.
Paul la estudió y después de unos momentos dijo:
—Te ha pasado algo, Karen. Noto un cambio en ti.
—He regresado —dijo ella con calma.
—Y hay que tener agallas para eso —agregó Paul.
Karen escudriñó su rostro buscando una explicación.
—Sospecho que sabes más que lo que yo creía. Sobre... muchas cosas.
Paul trató de hacer un signo afirmativo con la cabeza pero se encontró con que el vendaje que tenía en el cuello se lo impedía.
—He recogido un poco de todas partes y Carnell agregó algunas cosas. Estoy terriblemente contento de que hayas vuelto.
—Quizás tendría que pedir disculpas, pero prefiero no hablar de ello.
—No es necesario que te disculpes; sé que te obligaron y no hablemos más del asunto. Lindo día, ¿no es cierto? —Desde la cama Paul no podía ver la ventana y la joven le hizo una mueca llena de picardía.
—Está lloviendo.
—Afirmo que es lindo; tú estás aquí.
—Gracias, señor. —Contestó Karen con una inclinación de cabeza.
—Puedes contarme algo. ¿Sabes lo que ocurrió en la calle? ¿A qué distancia te encontrabas?
—A varias cuadras. Oímos el tiroteo y nos imaginamos que se trataba de ustedes. Di la vuelta y traté de llegar lo más rápido que pude. Forrie y Peter te estaban subiendo al coche.
—¿A varias cuadras? —preguntó Paul y luego, de pronto, agregó—: ¿Diste un grito?
—¿Un grito?
—Sí; ¿gritaste? ¿Cuándo dispararon los tiros o a tu llegada?
—No; yo no grité.
—Alguien lo hizo. Una mujer. Yo la oí.
—Probablemente habrá sido algún vecino de la vereda de enfrente.
—Tal vez. Le preguntaré a Peter. Karen se puso de pie.
—Será mejor que llame a Peter y al doctor. Están abajo almorzando. Me pidieron que los llamara en seguida si te despertabas. —Hizo una pausa mientras atravesaba la habitación y se dio vuelta para mirarlo por encima del hombro—. Quería estar un rato a solas contigo. No me descubras.
Como respuesta Paul colocó en la punta del dedo un beso imaginario e hizo ademán de enviárselo por el aire. Karen simuló agarrarlo, se lo llevó a los labios y prosiguió en dirección a la puerta. Paul contempló sus cabellos rubios hasta que desapareció de su vista y luego prestó atención al sonido que hacían los zapatos al bajar por la escalera.
Paul descansó unos instantes mientras miraba al techo. Volvió a representarse la pintura vívida de toda la emboscada callejera y pensó en la pistola que le habían colocado en la nuca. Aquella pistola lo esperaba desde hacía mucho tiempo, desde el momento en que se fueron de la casa de Columbia Pike, mejor dicho antes de ese momento, porque él se había dado cuenta del peligro en cuanto salieron de la casa y subieron al Packard; no había localizado el peligro, en aquel momento no sabía que se trataba de una pistola, pero se dio cuenta de que había algo que los acechaba. Al principio cometió el mismo error de Conklin al suponer que el peligro provendría del coche de la embajada o de la embajada misma. Pero en vez de eso provenía de algún otro lugar de esa acera o de la acera de enfrente y había estado esperándolo, esperando que llegara a ese lugar determinado. Era la primera vez que salía de la casa en dos o tres años y la pistola lo esperaba.
De suerte que la pistola en realidad lo había estado esperando durante un tiempo muy largo. Hablando literalmente, lo había estado esperando durante los dos o tres años en los que vivió en la casa; hasta ahora nunca se había arriesgado a alejarse de sus muros. Esa pistola pudo haber estado esperándolo desde el primer día que llegó a Washington, en 1945, o en cualquier momento después. El hecho de que no se hubiera producido una tentativa anterior, indicaba que la pistola esperaba hacía sólo dos años, desde que fijó su residencia en la casa de Columbia Pike. También indicaba en forma evidente que el hombre que se hallaba detrás de la pistola sabía adónde se dirigía Paul y cuándo estaría allí. A menos que la gente de la embajada tuviese escondido entre sus paredes a un hombre con sus mismos poderes, su gemelo, su duplicado, no podían saber nada de su venida y no tenían nada que ver en todo el asunto.
En Washington había once hombres que sabían lo que él era, a dónde iba y lo que tenía que hacer. ¿Cuál de los once era el que estaba detrás de aquella pistola, o había colocado allí a un hombre para que disparase sobre él? ¿Eran más de once? ¿Habría hablado alguno?
La puerta se abrió de pronto y Paul levantó la vista, sorprendido. Conklin entró seguido por otro hombre que debía ser el médico.
—¡Hola! —gritó Conklin—. Me alegro de verte despierto y casi... —Observó la expresión del rostro de Paul y preguntó—: ¿Qué te pasa?
—No te oí venir —respondió Paul.
—La puerta estaba cerrada y yo no soy un elefante —se interrumpió de pronto y su rostro reflejó instantáneamente el nuevo pensamiento alarmante que había cruzado por su cerebro—. Paul, ¿no me... oíste?
—No.
—Prueba, Paul. Ahora. Prueba conmigo. —Conklin esperó, enviando pensamientos rápidos hacia el hombre acostado en la cama.
Paul sacudió la cabeza.
—No —repitió—. Lo siento, Peter. Nada. Es como..., como una radio que se cierra de golpe.
Conklin preguntó con desesperación:
—¿Todo está en blanco? —Se dio vuelta y salió corriendo de la habitación.
El médico se paró al lado de la cama, desconcertado.
—¿Pero qué significa todo esto? ¿Cómo se siente, joven? —Le tomó el pulso, sacó su reloj y empezó a contar para sí mismo.
Paul escuchó a través de la mente del doctor la repercusión de las pulsaciones y contuvo una sonrisa.
Carnell llegó a la casa en menos de media hora. Estaba jadeante por el esfuerzo de subir corriendo las escaleras y su rostro dejaba traslucir una alarma creciente, mucho más acentuada que la de Conklin. Los dos se hallaban sentados al lado de la cama, sondeando a Paul y tratando de infundirle ánimo.
—No sé cuándo comenzó esto... quiero decir cuándo terminó —declaró Paul nuevamente—. Nunca se me ocurrió leer los pensamientos de Karen. Cuando me desperté y la encontré aquí, sólo le dirigí algunas palabras y ella me contestó, y después fue a buscar al doctor. No intenté leer en su mente. Todo parecía andar muy bien hasta que Peter abrió la puerta. No lo había oído, no me di cuenta de que estaba parado del otro lado de la puerta. Es la primera vez que esto falla.
—¿Y ahora? —lo apremió Carnell ansiosamente—. ¿Qué pasa con Peter y conmigo? ¿Puede ver algo?
—Nada.
—¡Por Jehová! —exclamó Carnell golpeando el puño contra la cama—. ¿Será el fin de todo?
—¿Seguirás intentándolo, Paul? ¿Con todas tus fuerzas? —Conklin se volvió hacia Carnell—. ¿Dónde está Slater? Debería saber lo que pasa.
—Está en San Francisco; surgió algo urgente. Le telegrafié y volverá lo antes que pueda.
—Tengo curiosidad por sabe un par de cosas —dijo Paul después de un breve silencio—. ¿Descubrieron algo sobre el tiroteo en la calle?
—Algo —contestó Conklin malhumorado—. Localizamos la casa, la ventana y la habitación donde se escondió el que disparó el tiro. Pero eso no nos sirvió de nada. El propietario de la casa estaba ausente desde hacía meses, desde el Día del Trabajo; está invernando en Arizona. El tirador violentó una ventana del subsuelo, en la parte de atrás de la casa y penetró por ahí. No dejó ningún rastro como la colilla del cigarrillo o una cápsula vacía.
—Parece un operador inteligente.
—¡Endiabladamente inteligente! Sabemos que entró en la casa, que te disparó dos tiros y que luego se fue. No sabemos nada más.
—¿Nada más que eso? —preguntó Paul en tono penetrante.
Los dos hombres lo miraron con curiosidad.
—¿Qué es lo que quieres dar a entender?
—Once hombres me conocen; nada más que once.
—Nosotros también pensamos en eso —le informó Carnell—. Fue casi nuestro primer pensamiento y verificamos la situación de cada uno de esos hombres y todos dieron razón de ella.
—El tipo de la pistola sabía que yo iría —les recordó Paul.
—Me hago cargo de eso y es lo que nos preocupa. No podemos explicarlo; todo lo que podemos hacer es vigilar a los once; existe la posibilidad de que alguno de ellos haya hablado y nos estamos ocupando de verificar esto. Por supuesto hay uno o dos hombres a quienes no podemos acribillar a preguntas, pero podemos interrogarlos discretamente y después pesar y estudiar las respuestas.
—Paul —dijo Conklin al cabo de un momento—, si no te hubiera ocurrido esta novedad, si no tuvieras esa laguna, tú podrías controlar a los once bien rápido.
—Lo sé; ya lo había pensado.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —No hay mucho que hacer —respondió Paul—, excepto sentarnos y esperar. Veremos lo que sucede después. Quizá Roy o ese médico puedan explicarlo.
—Preguntaré a Roy en seguida pero no al médico. ¡Me opongo a que una duodécima persona se incorpore al círculo! —Carnell se levantó de la silla de un salto y empezó a caminar por el cuarto—. ¡Maldito sea, Peter! Esto es una catástrofe.
Conklin respondió tristemente:
—Me temo que sí.
—¿Cómo diablos pudo ocurrir? —preguntó Carnell enfurecido, sin dirigirse a ninguno en particular.
Paul dijo:
—Debe haber usado un rifle y tenía buena vista.
—Probablemente el rifle poseía una mira telescópica —agregó Conklin—. La calle estaba bastante obscura y te alcanzó con demasiada precisión, considerando la distancia. ¿Notaste la ausencia de ruidos fuertes? El rifle estaba equipado con algún amortiguador de sonido. Lo único que desearía es ponerle la mano encima a ese tipo. —Hizo una leve mueca y agregó—. La próxima vez daré crédito a tus presentimientos, muchacho. Me dijiste que estaba detrás de nosotros.
—No habrá otra próxima vez —dijo Carnell en tono firme—. Paul no saldrá de esta casa hasta... hasta que... bueno, hasta que pase cualquier cosa. —Detuvo un instante su frenético paseo por el cuarto, frunciendo el entrecejo ante el nuevo pensamiento que surcó su mente—. Se ha hablado de construir un nuevo lugar, un establecimiento realmente grande, en algún lugar de la Costa de Chesapeake. Tenemos allí una propiedad que durante la guerra fue usada como centro de adiestramiento. Lo ocurrido la noche pasada apresurará probablemente el proyecto. —Se detuvo de nuevo y miró a Paul—. Sí...
—Si soy de alguna utilidad para alguien después de esto —concluyó Paul por él.
Carnell dijo distraídamente:
—Así es.
Paul se dirigió de nuevo hacia Conklin.
—Peter, cuando sucedió todo ¿había alguna mujer por allí?
—Que yo sepa, no. ¡Ah! Estaba Karen, pero no llegó hasta que todo terminó. ¿Por qué?
—Me pregunto quién pudo haber gritado.
Conklin cerró los ojos, repasando mentalmente la escena.
—No oí ningún grito de mujer.
—Sin embargo alguien gritó. Justamente después del segundo disparo.
—Yo no escuché nada.
Carnell se detuvo al lado de Conklin.
—¿Qué me dice de eso?
—No encontramos evidencia alguna de la presencia de una mujer en la casa, al menos en los últimos meses, pero lo verificaré con Gates y con nuestro chofer —Conklin miró a Paul—. ¿Puedes decirme algo más sobre el grito que oíste?
—No..., no lo creo. Era simplemente un grito. No sé de dónde venía.
—¿Cómo lo escuchaste? —preguntó Conklin de pronto.
—¿Cómo?
—¿Con tus oídos o en otra forma?
Paul se detuvo para reflexionar, bastante sorprendido por la sugestión.
—Bueno —dijo finalmente —no lo sé. Estaba buscando esa pistola; tenía la vaga impresión de haber visto una ventana y la boca del arma y creí percibir un dedo que se movía sobre el gatillo. Fue cuando te avisé que se produciría un segundo disparo. El tipo me alcanzó con el tiro; quemaba que era un horror. Pensé que si inclinaba la cabeza y me hacía el muerto, el hombre de la pistola se iría. En ese momento oí el grito pero no sé cómo lo escuché. Después creo que me desmayé.
—Debe haber sido un grito silencioso —musitó Conklin.
—Detengámonos aquí un minuto y analicemos la cosa hasta el fin —propuso Carnell—. Supongamos por un momento que una mujer estaba escondida en alguna parte a lo largo de la calle o que estaba caminando y se escondió cuando comenzó el lío. Para haber gritado en el momento adecuado, tendría que haber sido testigo del tiroteo, ¿no es cierto? Bien. Ahora supongamos que fue lo que usted llama un grito silencioso, o sea emitido por la mente y no por los labios. Para usted sería fácil escucharlo, ¿no es así, Paul? Nosotros nunca tendríamos que hablar con usted a menos que lo deseáramos, ¿eh?
—Es verdad; pero tendría que conocer a la mujer, lo mismo que con la gente que he conocido aquí. Tendría que haberla encontrado al menos una o dos veces y haberle prestado alguna atención. No podía trabajar con desconocidos...; por eso íbamos a ver al hombre de la embajada.
—¡Precisamente! Si oyó mentalmente el grito de una mujer, se deduce que usted la ha conocido previamente y si realmente escuchó en ese lugar y en ese momento un grito de mujer, ella debe haber visto cuando lo hirieron.
—¿Percibe usted el curso de mi suposición?
—Sí. Veamos el final.
Conklin interrumpió:
—Usted sugiere que alguna de las mujeres que Paul conoce estaba en ese lugar.
—Eso es justamente lo que pienso —respondió Carnell y agregó lacónicamente—: ¿Quién?
—Paul conoce a dos, Emily y Karen. Conklin se dio vuelta hacia el paciente—. ¿A quién más?
Paul contestó lentamente, sin dejar de mirar a Peter.
—La patrona de la casa donde vivía antes y algunas amiguitas que tenía hace mucho tiempo en mi pueblo; las operadoras telefónicas que trabajaban abajo y existe la leve posibilidad de que pueda leer el pensamiento de alguna de las mujeres que trabajaban en el hotel donde me alojé durante un tiempo; no las frecuenté mucho, pero recuerdo algunas.
—Por ese lado orientaremos nuestra futura investigación —dijo Carnell enfáticamente, volviéndose hacia Conklin.
—Es lo que me temía.
—¿Por qué? —preguntó Carnell en tono cortante—. ¿Está preocupado por Emily y Karen?
—No, francamente, no. Estoy seguro de Emily, y Karen manejaba el coche que nos avisó la llegada del de la embajada; por lo tanto, sabemos dónde estaba. Pero usted no puede estar tan seguro de Emily como lo estoy yo; ignora dónde se encontraba y por lo tanto ella está bajo sospecha.
—No se preocupe —dijo Carnell con voz más suave—. Investigaremos con mucho tacto; Karen se encargará de eso. —Volvió a reanudar su caminata por el cuarto—. ¡Diablos! No estoy preocupado por ella; la conozco como a mi propia hija o casi. Pero, ¿y con respecto a las otras mujeres? ¿Qué hay de las tres que trabajan abajo? Comenzaremos una verificación de rutina partiendo de Illinois, pero me imagino que podemos descartar a esa patrona y a los antiguos amoríos. ¿Qué nos quedaría por investigar, entonces?
—A las muchachas de abajo y a las del hotel.
—Sí.
Paul intervino:
—Todo esto no es más que una suposición.
—¡Pero es endiabladamente buena! —declaró Carnell—. Además, ¿qué otra cosa nos queda por hacer? Estamos dando vuelta la ciudad patas arriba para encontrar al que efectuó los disparos. Hemos comenzado a controlar a las once personas que conocen su existencia y permítame que le asegure una cosa. ¡El hombre que no pueda explicar en qué lugar se encontraba la noche antepasada lo pasará bastante mal!
—¿Dónde estuvo usted? —preguntó Paul, haciendo una mueca burlona.
—En mi oficina. Esperaba el informe de Peter sobre lo ocurrido en la embajada.
—Al final de todo no conseguí ver al recién llegado —comentó Paul apesadumbrado.
—Pero él lo vio a usted —replicó Carnell en tono mordaz—. A todos ustedes. En el Departamento de Estado se vieron obligados a presentar excusas y a tratar de calmar su enfado e irritación; tuvieron que convencerlo de que no eran pistoleros y capitalistas los que se estaban tiroteando a la puerta de su casa. Me gustaría saber qué clase de informe sobre el incidente envió a su país.
—¿No lo sabe? —preguntó Paul.
Carnell le dirigió una mirada de curiosidad y no respondió.
—¿Sabe lo qué me gustaría hacer? —preguntó Paul.
—¿Qué?
—Me gustaría conocer al hombre que descifró la clave de los japoneses durante la guerra. He leído algo sobre el asunto y me gustaría conocer a ese hombre.
—¿Por qué?
—Por simple curiosidad. He leído algunos libros sobre códigos y claves cifradas, pero aún no entiendo el mecanismo; desearía saber cómo hacerlo. Si vuelvo a recuperar mi... mi poder, me gustaría ver a algunas de esas personas.
Carnell reflexionó un momento.
—Veremos —dijo.
La semana transcurrió normalmente, terminó y comenzó una nueva. El médico oficial aparecía dos veces al día, deshacía los vendajes, observaba y escudriñaba con detenimiento, murmurando algo para sí mismo con voz casi imperceptible y finalmente volvía a hacer los vendajes y partir. Paul permaneció en cama; la cocinera le traía la comida; cada una de las operadoras telefónicas entraba a saludarlo e intercambiaba algunas palabras cuando concluía su turno de trabajo. Conklin pasaba la mayor parte del día en la habitación de Paul, charlando con él o leyendo en voz alta y a veces no hacía otra cosa que sentarse al lado de la ventana y contemplar el cielo. Todos los días aparecían seis frescas rosas amarillas. Karen caía de vez en cuando, pero no se quedaba mucho tiempo, aduciendo que estaba muy ocupada. Una vez cambió miradas con Conklin y por muchas horas éste se sintió desdichado. Subsistía todavía ese algo extraño que parecía haberle ocurrido a Karen después del episodio del tiroteo; estaba cuidadosamente oculto en su voz y en su manera de ser, pero, sin embargo, estaba en ella. Después de algunos días Conklin se dio cuenta y miró a Paul para ver si lo había notado. Paul le hizo un guiño, pero no dijo nada. Carnell vino una o dos veces, bastante malhumorado.
Conklin lo tenía informado del progreso (o la falta del mismo) que estaban haciendo en las diversas vías de investigación. Los informes en realidad no eran necesarios; Paul ya los había seguido hasta sus fines últimos y sabía que ninguna de las mujeres que estaban bajo sospecha tenía nada que ver en el caso, pero continuó haciendo su juego y dejaba que Conklin le diera los informes verbales. Esas mujeres que vivían en Washington no habían estado en la calle esa noche, y con el tiempo Carnell lo descubriría para su entera satisfacción. Hasta donde él podía percibir, las mujeres que conoció en Illinois no habían salido nunca de ese Estado, pero una pregunta permanecía sin respuesta en su mente en acecho: ¿Quién había gritado?
El tiroteo despertó en él la noción del peligro. Si alguno de esos once hombres lo odiaba tanto, lo odiaba hasta el punto de querer asesinarlo, era tiempo ya de tomar medidas de protección.
La inminencia de la muerte, la terrible proximidad de aquella bala que casi penetró en su cerebro, eran pretexto suficiente para la impostura que había cometido. Por el momento continuaría el período de obscuridad y después, lentamente, permitiría que "reapareciera”, que "volviera” su poder extraño. Esta primera experiencia, surgida en circunstancias perfectamente explicables y dignas de crédito, le serviría de modelo para futuras reincidencias y quizá con el tiempo los convencería de que su poder había desaparecido para siempre. ¿Qué es lo que harían entonces?
Paul, desde la cama, había investigado también a los once hombres y no encontró nada digno de ser tomado en cuenta. Conklin había estado a su lado y no sabía absolutamente nada del pistolero. El capitán Evans había sido trasladado hacía tiempo a una avanzada en el Pacífico. Carnell había estado esperando en su oficina y Slater había estado en San Francisco a cargo de un destacamento de hombres. El agente del F. B. I., Palmer, se hallaba fuera de la ciudad; sus dos jefes, que conocían a Paul, continuaban rezongando porque no habían conseguido que trabajara para ellos, pero no supieron nada del tiroteo hasta las últimas horas de la noche en que alguien del Departamento los sacó de la cama. La Casa Blanca se había mudado temporariamente a Cayo Hueso durante unas cortas vacaciones mientras que el comandante que actuaba de enlace se encontraba en algún punto del camino entre Washington y Florida. De los once, sólo quedaban los doctores Roy y Grennell, y en ese momento eran el blanco de la penosa investigación. Aunque Carnell lo ignoraba aún, Paul sabía que ellos también eran inocentes; dentro de breve tiempo llegarían a establecerlo.
¿Quién había gritado?
¿Quién envió al pistolero para que lo matara?
Once hombres lo conocían y los once habían sido verificados; sus mentes no fueron investigadas, pero su situación y actividades habían sido explicadas. Con el tiempo, en el momento oportuno, Paul esperaba poder escudriñar profundamente en cada uno de los recovecos que habían quedado sin estudiar en la mente de esos once hombres. Eso vendría y estaba dispuesto a esperar.
¿Pero quién había gritado?
Después que Slater volvió de la costa, Carnell anunció un día que se estaban estudiando de nuevo los planes para la renovación de la casa de Maryland. Sólo se esperaba para ver si Paul recobraba sus facultades. Carnell estaba muy contento con los planes. Se trataba de un lugar magnífico, según él contaba; una antigua mansión de Maryland rodeada de una gran extensión de parques y bosques. El maravilloso conjunto de bosques, formado por hermosos árboles, constituía un verdadero marco para la magnífica propiedad. Se remontaba a la época de la Colonia. El edificio tenía tres pisos, con columnas altas y esbeltas y estaba completamente modernizado. Lo habían utilizado durante la guerra y lo reacondicionarían para ellos con vidrios a prueba de balas en las ventanas y una alta pared de piedra alrededor de la propiedad. Aislamiento completo. Los nuevos planos incluían una habitación para cable y radiotelegrafía, de modo que dispondrían de sus propias conexiones directas con todo el mundo; habría también cine, pileta de natación y gimnasio. Lo pasarían tan bien como en un picnic. Si Paul se recuperaba.
Carnell no dijo que faltarían las hormigas. Limpiarían primero la propiedad con una escoba de seguridad y las hormigas serían eliminadas.
Tenían planes amplios Slater y él. Una vez más el lugar se convertiría en un centro de adiestramiento, pero de un tipo de adiestramiento que el mundo nunca había conocido antes. Conklin sería el primero de los muchos hombres y mujeres que serían enviados por todo el mundo y que informarían a Paul de lo que veían y oían. Los nuevos agentes vendrían al centro de Maryland y pasarían allí algunas semanas, sometidos a un riguroso entrenamiento. Se les enseñaría un nuevo código y se les darían instrucciones para informar por cable o por radio directamente a la casa de Maryland. Mientras tanto, Paul estudiaría a cada uno de ellos, llegaría a conocerlos y en esa forma podría seguirlos donde quiera que estuviesen. El nuevo código cifrado y las conexiones por cable o radio eran en realidad un pretexto; Paul sabría siempre con anticipación la información que habían obtenido y el envío de los mensajes sería una cortina destinada a ocultar la verdad a ellos mismos y a los demás. No debían conocer el secreto de Paul; tenían que seguir creyendo que sus informes se recibían mediante los mensajes cifrados. Docenas, cientos de agentes podrían ser adiestrados y despachados por el mundo. El límite numérico dependería sólo de la capacidad de Paul para trabajar con todos ellos. Si se recuperaba.
Paul vislumbró al instante la oportunidad de una segunda recaída. Tomemos, por ejemplo, una docena de hombres, dos docenas y el exceso de trabajo lo voltearía de nuevo. Y con la tercera recaída... finis. Libre de aquel lío.
Paul se había levantado de la cama y estaba sentado en un sillón leyendo los Estudios de Roy, cuando Karen entró en la habitación. Durante los últimos días se levantaba de cuando en cuando por un rato y ahora se sentía lo suficientemente fuerte como para pasarse toda la tarde en el sillón.
—¡Hola! —exclamó Paul—. ¿Por qué no llamaste?
—Trato siempre de ser cortés. —Se sentó al borde de la cama y lo miró—. ¿Cómo estás, jovencito? Parece que estuvieras sano.
—Estoy sano. ¿Quieres una prueba?
—Ahora mismo, no; gracias. Pregúntamelo de nuevo más tarde.
Paul hizo una mueca burlona.
—No creas que no lo haré.
—Ya sé que lo harás —contestó Karen, imitándolo con una mueca— Siempre me acuerdo de tu abuelo. ¡Ese sí que era un fenómeno!
—Mi abuelito no ha desplegado mucha actividad últimamente. Lo agarraron enseñándoles a los indios a preparar un levantamiento y lo encerraron por un tiempo.
—¡Oh!, es una lástima. ¡Era un viejo tan simpático e inofensivo!
—Seguramente ahora estará descorazonado por completo. Desde hace meses no se nada de él; el correo es un poco lento, como sabrás.
—Sí —Karen se recostó en la cama, riéndose—. Ya estás curado. Es mejor que pagues la cuenta del doctor y lo envíes a pasear. Karen se mostró sutilmente incitante.
—¿Qué pasa contigo? —quiso saber él.
—Trabajo, trabajo, trabajo —contestó la joven—. El señor Slater y el señor Carnell son esclavistas. Tú sí que tienes suerte, holgazaneando en la cama.
Paul se frotó la nuca y dijo:
—Seguro. —Le dirigió una rápida mirada a los tobillos y luego levantó la vista y la miró en la cara—. Sé algo de lo que pasa con Emily.
—Peter estaba bastante preocupado. ¿Todo salió bien?
Karen frunció el ceño.
—Yo... yo no tengo que hablar de ciertas cosas ni siquiera con gente que conozco tan bien como a tí.
—Muy bien. ¿Recuerdas aquel día que estabas aquí y Peter se sentía tan desdichado? Lo único que te pido es que me des tu opinión sobre algo. ¿Crees que sus desdichas han terminado?
Ella rompió a reír.
—Sí, sí, hombre perseverante. Creo que sus preocupaciones no tenían ningún fundamento.
—Me alegro de saberlo. Aprecio mucho a Peter y a Emily; los quiero de veras. Ahora podrá vivir tranquilo de nuevo. —Un pensamiento surcó su mente—. Óyeme, ¿puedes quedarte un rato más esta vez?
Karen movió la cabeza.
—Quizá una hora o algo más.
—Magnífico. Abre la puerta de ese armario —y señaló detrás de él. Karen obedeció, levantándose de la cama y se dirigió hacia el armario, lo abrió y en su interior apareció un estante lleno de botellas.
—¡Oh! —exclamó la muchacha— ¿El médico permite esto?
—Si no lo hace, debería hacerlo. El se ha estado sirviendo por su cuenta en las dos últimas semanas. Comencemos.
—Bueno, pero solamente un traguito... Karen se quedó más de una hora, y en un determinado momento expresó el deseo de que la habitación tuviera radio y de que Paul estuviera restablecido por completo. El le prometió ambas cosas para su próxima visita. Karen dijo que creía estar libre para fin de la semana siguiente y al instante Paul le hizo prometer que vendría. Hasta se ofreció a cantar ahí mismo si ella bailaba para él.
—¿Sabes cantar? —preguntó la joven.
—Bueno...
—No importa; eso basta como respuesta. Olvídalo. —Y tarareando en voz alta, bailó algunos pasos alrededor del cuarto. Paul aplaudió y pidió más. Ella se negó diciendo que prefería esperar hasta que él pudiera acompañarla. Y así pasaron una hora y más.
Cuando al fin ella tuvo que partir, se inclinó rápidamente y lo besó en los labios.
—Esto es por el del otro día —dijo.
—Desearía haberte arrojado un montón —se quejó él, tratando de alcanzarla. Karen retrocedió y se puso fuera de su alcance.
—¡Tonto! Tengo que irme ahora. —Se detuvo al lado de la puerta y le sonrió.
—¿Quieres algo?
Paul le hizo una guiñada:
—Pero no puedo tenerlo. Así que limítate a pedirle a Peter que suba, ¿quieres?
—Te veré este fin de semana. Adiós —y desapareció.
Unos instantes después apareció Conklin.
—Una nube —dijo, señalando hacia abajo con la mano—. Una nube rosada y tenue y ella parecía flotar en medio de la nube. ¿Qué piensas, Don Juan?
—Karen está enamorada de mí.
—Hace mucho que lo sé. ¿Vino sólo para decírtelo?
—No, no me lo dijo; no en voz alta. Pero me lo dijo en otra forma.
—Debías estar ciego para no haberlo visto antes. ¡Eh, espera un minuto! —Miró fijamente a Paul—. ¿Lo leíste?
—Sí.
Conklin se dio vuelta y salió corriendo escaleras abajo en procura del teléfono.
DOCE.
Habían aparecido los primeros indicios del comienzo de la primavera y las ventanas estaban abiertas lo mismo que las persianas.
Las plantas, que con todo cuidado atendía la cocinera, florecían en el patio, y los pájaros tempraneros piaban desde hacía semanas, esperando con impaciencia la llegada del tiempo más caluroso.
Peter Conklin estaba parado en medio de la habitación de Paul, observando a su alrededor los pequeños objetos familiares, mirando con cariño su sillón favorito.
Por último, sus ojos se detuvieron en Paul.
—¡Bueno, hasta siempre! —extendió su mano, mostrando una turbación que era nueva para él. No sé qué decir, excepto que lo hemos pasado bien.
Paul tomó la mano extendida y la apretó con fuerza.
—¡Ten cuidado, Peter! Cuídate de todos los españoles en todas las calles por donde andes. ¿Sabes que...?
—Lo sé y me cuidaré. Seré muy cuidadoso —vaciló, estudiando la cara de Paul—. ¿Supongo que no has cambiado de parecer sobre eso de que no nos volveremos a ver?
—No, lo siento. Slater no ha cambiado de idea y no veo absolutamente nada. Simplemente no hay nada.
—Es lo que pensé. Y todo el tiempo estuve deseando que te hubieras equivocado. ¡Maldito sea! ¡Qué lugar para ir! Eso es lo malo de este trabajo. Emily me hizo una escena.
—Es duro para ella, verdaderamente. —Paul hizo un gesto afirmativo y de pronto le sonrió—. Si esto te produce alguna satisfacción, recuerda simplemente que puedes hablar conmigo en cualquier momento, en cualquier momento del día o de la noche, no importa cuándo sea. No puedo contestarte, pero que eso no te detenga. ¡Y recuerda, Peter!: no muevas los labios. La gente creerá que estás loco.
—¡Vaya si lo creerán! Me alegro de haber estado metido en esto desde el principio. De otra manera habría pensado yo que estaba tocado —inspeccionó el cuarto con cuidado por última vez—. Bueno, el auto me está esperando. Voy directamente a la estación y tomaré el tren para Newark. Parece que éste es el fin de estos cuatro años —vaciló una vez más, mirando a Paul, y era evidente lo que estaba pensando. Paul esperó a que lo dijera.
—¿Recuerdas lo que me preguntaste hace algunas semanas, Paul? ¿Si te haría un favor sin mencionarlo en la oficina?
—Lo recuerdo.
—Bueno..., ahora voy directamente a la estación. No vuelvo a la oficina.
Paul deslizó su mirada por la habitación, examinando el empapelado. Después se volvió bruscamente hacia el hombre que esperaba.
—Deseaba que lo hicieras, Peter. No te complicará en ninguna dificultad si tienes cuidado. Cuando tu avión llegue a Shannon me gustaría que hicieras algunas averiguaciones para mí. Curiosea por debajo de la superficie y fíjate qué es lo que puedes averiguar sobre un hombre. Creo que está en algún lugar de Irlanda.
Conklin se rió con alivio.
—¿Eso es todo? ¿Cómo se llama el hombre?
—Walter Willis.
—¿Willis? —El agente frunció el ceño al oír el nombre—. Te lo oí mencionar antes; creo que hace mucho tiempo.
—Sí. Y ten cuidado con esto, Peter. Al hombre podría no gustarle la idea de que te entrometas en sus asuntos.
—Muy bien, si eso es todo. —Se rió de nuevo—. ¡Y yo que me había imaginado que querías que matara a alguien! ¿Quién es este Willis?
—Esto es lo que estoy tratando de averiguar. Espero que encuentres algo. —Se encogió de hombros como si quisiese echar el asunto a un lado—. Ese hombre llamó mi atención hace algunos años, cuando vivíamos en el hotel, y desde entonces no se me ha ido de la cabeza.
—Bueno, a mí me hubiera pasado lo mismo. Cuatro años. Muy bien, veremos lo que puedo hacer, aunque no creo que sea mucho. Sólo tengo cuatro o cinco horas de espera entre un avión y el otro.
—Comprendo que no tienes muchas posibilidades. Quizás puedas encontrar un contacto rápido en algún lugar de los alrededores.
—Trataré de hacerlo. —Se sintió turbado nuevamente—. Bueno, el coche está esperando y tengo que alcanzar ese tren. Será mejor que abreviemos. —Se dieron la mano otra vez y Conklin se dio vuelta dirigiéndose hacia la puerta. Paul esperaba, observándolo. Conklin se detuvo un instante en el umbral y miró hacia atrás.
—¡Hasta siempre, Cromañón! Paul hizo un ademán de saludo y contestó:
—¡Adiós, Neanderthal!
Conklin desapareció y se lo oyó bajar rápidamente las escaleras.
Alguien pronunció algunas palabras en el pasillo de abajo y luego la puerta se cerró tras él. A través de la ventana abierta del cuarto llegó el ruido de los engranajes del coche que se ponía en movimiento y después se oyó cómo rodaba por el camino. Paul se había dado vuelta y con mirada fija contemplaba el parque cubierto de césped. Aquella era la última vez que vería a Peter Conklin.
A los pocos días, Carnell se mudó al dormitorio contiguo y empezó a manejar las riendas.
Paul se notificaba de cada cosa que el viajero veía o hacía, le informaba las diferentes etapas que iba cumpliendo para llegar a destino y Carnell estaba encantado con la facilidad de los preparativos y de que no se presentaran inconvenientes. Estaba contento de comprobar que la distancia siempre creciente entre los dos hombres no constituía barrera alguna, y que Paul podía seguir cada uno de sus movimientos. Esto a su vez activaba otros proyectos. Slater ordenó que comenzaran los trabajos en el centro de adiestramiento de Maryland, y empezó a elegir a los primeros hombres que se presentarían allí para el entrenamiento.
—¡Un verdadero picnic! —repitió Carnell.
—Pero usted no va a asistir al picnic, ¿no es así?
Carnell dejó caer el lápiz que tenía en la mano y miró a Paul con fijeza.
—¿Qué quiere usted decir?
—Usted no irá a la casa de Maryland.
Carnell pareció incómodo.
—¿Por qué dice eso?
—Porque lo pienso. —Dijo esto de manera casual y directa. Nunca había sido tan amigo de Carnell como lo había sido de Conklin, pero sin embargo se llevaban bastante bien—. En estos últimos días ha dejado traslucir su ansiedad y he recogido la impresión de que está preparando sus valijas.
—Bueno, ha habido alguna discusión con respecto a una visita por vía aérea a Tokio. Slater patrocina el asunto. Parece que tendremos dificultades allí. ¿Ha leído los diarios últimamente?
—¿China? Sí.
—Me temo que se trate de algo más que de China. —Se frotó la cara con nerviosidad—. Los chinos rojos tomaron Nanking la semana pasada y no hay indicios de que se detengan allí. Pero nuestros hombres han encontrado otras cosas; hemos estado recibiendo informes de la parte situada más al norte. Francamente, Paul, esperamos que muy pronto se produzca en cualquier parte un lío de todos los diablos. Slater cree que yo debería ir a inspeccionar aquello.
—Como que dos y dos son cuatro usted no va a volver.
—¿Qué?
—Espere un momento... no quise decir lo que usted está pensando. —Paul movió la silla para colocarse frente a Carnell—. Le diré a usted lo que le dije a Peter y a él no le resultó tan difícil creerlo. Slater está sacando de aquí, uno por uno, a la gente que yo conozco y que están ligadas a mí por algún vínculo. Aquellos que se han convertido en mis amigos. Peter fue el primero; uno de estos días usted será enviado a Tokio o algún otro lugar remoto. Y después se irá Karen con un pretexto u otro y quizá Emily. —Paul recogió el lápiz caído y golpeó con él la silla con fuerza. Su expresión dejaba traslucir muy poco de la ira que lo embargaba—. Cuando me haya mudado a esa casa de Maryland y me conecten con un laberinto de cables, los guardaespaldas y las operadoras telefónicas quedarán atrás. Habrá un personal nuevo... totalmente desconocido. Y Slater estará solo.
—¡Usted está loco! — exclamó Carnell.
—Puede ser que en este punto lo esté —dijo Paul—. Pero esperemos y veremos lo que pasa; ¿qué le parece?
—¿Cuál sería el propósito de todo eso?
—Pensé que me había hecho entender con claridad. Pero pregunte a Slater, el amo todopoderoso. Su propósito es el de remover o eliminar todo aquello que no puede controlar por completo y mi súbita aparición era un factor que no podía controlar a su gusto y paladar. En el caso de Peter, temía nuestra creciente amistad y la posibilidad de que su lealtad me fuera transferida. Peter tenía libertad de opiniones y sus pensamientos sobre el asunto no coincidían con los de Slater. Slater exige un trabajo frío, eficiente; excluye las emociones y sentimientos. En consecuencia, no le interesa que sea gente amiga la que me rodee; prefiere mucho más a los que tienen aptitudes similares a las suyas. ¿Se acuerda usted del primer día que estuve en su oficina? ¿Recuerda cómo me trató en forma áspera y desagradable?
—Por supuesto.
—Slater no ha cambiado ni un ápice ni quiere que cambie nada. Por eso Peter fue sacado de aquí y usted lo será también.
—¡Usted está loco! —repitió el agente sin convicción.
—Le apuesto un dólar, en efectivo.
En un día de junio, Conklin, inesperadamente, atravesó una frontera lejana.
Era de noche del otro lado del mundo, y pudo pasar sin dificultades bajo la protección de la obscuridad. La lluvia, fuerte y persistente, borró sus huellas, y los guardias fronterizos con sus perros de policía no pudieron verlo. Paul se dirigió hacia el gimnasio que estaba en el subsuelo para contarle a Carnell la novedad, y lo encontró haciendo ejercicios.
Desde ese momento vigiló a Conklin más estrechamente, observando con cuidado cada uno de sus movimientos, y escudriñando cada uno de los rostros que veía Conklin. Debido a que el viajero se trasladaba de un lado a otro con más libertad por la noche, Paul adoptó la costumbre de retirarse a su habitación alrededor del mediodía, y descansar en la cama. Generalmente desde el mediodía hasta las nueve o diez de la noche yacía tranquilo en la cama, alejado de todos los ruidos de la casa y el mundo exterior, observando y escuchando a Conklin, el errante vagabundo. Pero cuando allá lejos amanecía y el agente de espionaje se ocultaba, Paul aflojaba la vigilancia y seguía observando, pero no ya con tanta intensidad. A veces, antes de dormirse, Conklin enviaba un mensaje puramente personal para él o para Emily y al mismo tiempo se preguntaba si sería oído. Esos mensajes siempre eran oídos pero nunca podían ser transmitidos a la muchacha.
Paul yacía acostado en la cama, preguntando al techo. ¿Quién gritó?
El hombre que había disparado los tiros no fue encontrado ni tampoco se tuvo indicio alguno del responsable que lo había enviado a realizar esa tarea. Durante cierto período de tiempo Paul tuvo la oportunidad de examinar en forma más o menos directa a cada uno de los hombres, con excepción de dos y comprobó que ninguno de esos nueve habían tenido conocimiento previo de la emboscada. Aún no había podido llegar a estudiar a los dos hombres que quedaban. Slater seguía siendo siempre el cerebro evasivo y Paul no había vuelto a la Casa Blanca. Reflexionando sobre esto, Paul llegó a la conclusión de que debía eliminar uno de los dos pares de puntos de interrogación que quedaban, dejando sólo los que correspondían a Slater.
Slater lo odiaba de verdad.
¿Quién era la mujer que había gritado?
Para ejercitar su mente Paul solía buscar en el tiempo y en el espacio las huellas de las personas que había conocido previamente, aunque fuera por breve tiempo. A su ex capitán, por supuesto, no lo perdía de vista. Evans estaba pasando las de Caín en una isla bañada por el sol y maldecía el día en que había nacido. Maldecía también el hecho de que en la isla no hubiera mujeres. Y en cuanto a Palmer, allí estaba, en Chicago. Palmer se ocupaba de revisar ciertos archivos de contaduría, les echaba una rápida ojeada y cuidaba su rodilla enferma. Después venían los dos hombres que había conocido hacía tantos años: el ex sargento y el tipo al que éste le vendió su información. Ambos estaban en la cárcel. El sargento estaba ¿qué?... ¡Ah!, proyectaba un plan para huir. Paul lo observó más detenidamente y vio que se trataba del centésimo plan para la centésima huida. Aquello sí que era hacerse ilusiones. Estaban también aquel hombre y aquella mujer que encontró en el tren. Tenían algo que ver con las vacaciones en una casita en la montaña. ¿Dónde se encontraban? No estaban por ninguna parte. Paul se sentó en la cama, sorprendido. No podía encontrar a ninguno de los dos. ¿Habría sido tan tenue el vínculo que lo unía a ellos? En el tren había leído sus pensamientos con relativa facilidad y lo mismo ocurrió unos días más tarde cuando se encontraban en la cabaña. Desde entonces no había tenido ocasión de observarlos y ahora estaban fuera de su alcance. Aquella era una lección. Las personas que conocía vagamente se escabullían con el tiempo de su control; para mantenerlas bajo su férula era necesario que las conociera bastante bien o durante bastante tiempo. Paul seguía acostado en la cama, reflexionando sobre aquello.
¿Con seguridad no era ella la que había gritado aquella noche? Quizás entonces hubiera podido leer en su mente, pero en ese momento le era completamente imposible localizarla. No resultaba. Además, no había mostrado mayor interés en él; solamente como compañero imaginario para un momento de placer. Tal vez no volvió a pensar nunca más en él después de bajar del tren.
¿A quiénes más conocía?
Estaba Karen, que manejaba el coche, y además Emily. El comandante hipócrita estaba en alguna parte jugando al billar mientras su amo posaba para los fotógrafos en un amplio parque, rodeado de Girl Scouts. Carnell estaba en la habitación contigua. Slater estaba... ¿dónde? Bueno, veamos; ésa debe ser la mansión de Maryland. Un lugar enorme, con pileta de natación y todo. Paul concentró su atención en otra parte. Había una gran biblioteca y los doctores Roy y Grennell proseguían con su nuevo trabajo hasta llegar a las conclusiones finales. Paul hizo una mueca burlona al observarlos. Estaban enfrascados en la tarea de realizar ensayos y pruebas sobre el límite de sus poderes teóricos. Slater quería saber y Slater exigía respuesta. ¿Sería Paul capaz de mover un pedazo de madera, un lápiz, un broche de metal?, preguntaba Roy a Grennell. Grennell abría las manos y usaba una expresión.
Telequinesis.
Paul movió la cabeza sobre la almohada y miró al otro lado de la habitación. El libro de Roy ocupaba su lugar en la estantería; encima de ésta había una franela para sacar el polvo que la mucama había dejado olvidada. Paul cerró los ojos y concentró toda su atención en el trozo de género. Después de un momento los abrió para buscar la franela. Había caído al suelo. En aquella biblioteca lejana, Grennell declaraba sobre el papel que no había límite alguno para su poder.
En agosto el errante Conklin envió una noticia alarmante que electrificó a Carnell y a Slater y después a algunos hombres que ocupaban altas posiciones en el gobierno. Literalmente hablando, Conklin casi había tropezado con un laboratorio oculto en las montañas que producía bombas atómicas de bajo poder (así lo esperaban ellos), y estuvo a punto de ser detenido. Por ahora no existía la posibilidad de aproximarse al lugar y calcular el número de bombas en existencia; debía contentarse con permanecer en un punto de observación distante y precario. Conklin trasmitió también la ubicación general del laboratorio, pero Paul suprimió el dato en su informe.
—¿Dónde está Conklin? —preguntó Carnell enfurecido—. ¡Se le instruyó con cuidado para que enviara su posición en todo momento! Nosotros queremos saber dónde está.
Paul lo miró de hito en hito, sabiendo lo que quería significar al decir nosotros, y deseando ardientemente proteger a Conklin.
—Lo siento, pero no puedo comunicarle nada a él. Este es un asunto que va en una sola dirección.
—¡A Slater no le agradará esto! ¿Cómo podemos localizar una fábrica en medio de esa inmensidad?
—A lo mejor, tiraron abajo los postes de señales —replicó Paul lacónicamente.
—Usted siga vigilando. Trate de localizar dónde está Conklin.
Paul siguió observando con cuidado.
Los doctores Roy y Grennell continuaban intentando, aunque en vano, ver de nuevo a su "paciente”. Debido a que Carnell recomendó que se les permitiera visitar la casa, habían realizado una visita muy breve, y desde entonces los dos hombres estaban casi frenéticos, imaginando un pretexto tras otro para poder ver de nuevo a Paul. Pero se los mantenía alejados. En teoría conocían casi todo lo referente a Paul, pero no se les presentaba una oportunidad para verlo en persona. Continuaban haciendo toda clase de especulaciones y conjeturas, realizaban ensayos y experimentos, aprobaban y desaprobaban sus propias teorías, pero una vez más no se les permitió hacer la única cosa que deseaban ardientemente. Su utilidad había concluido, pero no se daban cuenta de ello. Sólo el fetiche de la seguridad los mantenía todavía en Washington; pero ni el mismo Slater sabía cuánto tiempo más permanecerían allí.
—¡Le estoy pidiendo que me mire! —gritó Roy un día con voz penetrante, dirigiéndose al espacio. Grennell lo observó detenidamente, sorprendido al principio, pero en seguida comprendió lo que estaba haciendo o intentando hacer—. ¡Míreme! —repitió Roy hacia las cuatro paredes de la habitación—. ¡Sé que usted puede verme y le pido que me mire, a usted, Paul Breen!
Grennell crispó las manos esperando con ansiedad alguna señal.
Roy tomó un puñado de papeles.
—¿Puede ver esto? ¿Sabe usted lo que yo sé? ¡Conozco todo con respecto a usted, todo! Y sin embargo, no puedo llegar a donde está usted; por eso usted es el que tiene que venir hacia mí. Hacia nosotros. Venga aquí, a esta habitación. ¡Haga algo, Paul Breen, para que sepamos que usted está aquí!
Roy esperó, lleno de impaciencia. Paul no hizo nada. Comprendió que cualquier cosa que hiciera sería transmitida inmediatamente a Slater.
El doctor Roy agarró un lápiz amarillo y lo arrojó con violencia sobre el escritorio.
—¿Ve esto, Paul Breen? ¡Muévalo! ¡Lo desafío a que lo mueva!
Desde lejos Paul miró el lápiz pero no hizo nada. Hubiera querido hacer algo, deseaba con toda su alma recompensar sus trabajos aunque fueran en pequeña medida porque debía a Roy una deuda que nunca podría pagar. Roy y su libro fueron los que le abrieron un mundo vasto y nuevo e hicieron que adquiriera conciencia de sí mismo; Roy era, en cierto sentido, su padre tanto como su maestro, y el doctor merecía una recompensa. Pero Paul sabía que no podía permitirse tocar el lápiz o cualquier otro objeto que le presentaran los investigadores. Si hacía rodar el lápiz por la mesa, o lo arrojaba al otro extremo del cuarto, los dos médicos, entusiasmados, informarían rápidamente a Slater de lo sucedido. Y Slater conocería la respuesta de la última cuestión que le interesaba saber.
—¡Muévalo! —seguía gritando con furia el doctor. Grennell intentó aplacarlo, pero Roy lo apartó violentamente y tomando un montón de papeles los arrojó contra la pared.
—¡Farsante! ¡Usted es un farsante, un simulador!
Paul se alejó,
A fines de agosto, Peter Conklin transmitió más noticias. Se hallaba de nuevo en viaje, siguiendo cautelosamente la pista de algunos objetos voluminosos, que estaban siendo transportados a un valle montañoso, enorme y desierto. Sentía una excitación creciente que le era difícil disimular y que desfiguraba sus pensamientos. Sabía lo que estaba persiguiendo, conocía su propósito y rogaba que la cosa fracasara.
A principios de septiembre presenció un espectáculo que casi lo deja ciego, ya que no estaba protegido por anteojos obscuros, y aunque suponía que se encontraba a una distancia prudencial y fuera de peligro, la explosión lo arrojó al suelo y lo dejó casi sin respiración.
A los pocos días las estaciones de observación de Alaska verificaron el sorprendente acontecimiento.
El presidente esperó casi tres semanas y después hizo un anuncio de veinte palabras:
"Tenemos la evidencia de que en el curso de las recientes semanas se produjo en la U.R.S.S. una explosión atómica.”
Un oficial de enlace de la presidencia, que no era el comandante habitual, apareció un día y prendió una condecoración en la solapa del uniforme que Paul lució para esa ocasión. Pronunció un agradable discurso sobre los servicios prestados, el deber y el valor, discurso que se sabía de memoria porque lo había dicho muchas veces a muchas personas por muchas razones. Después le dedicó a Paul una sonrisa enigmática y partió. Paul se sacó el uniforme y lo colgó en el ropero.
—¡Paul, usted lo ha conseguido! —gritó Carnell dejando de lado por una vez su actitud circunspecta y bailando alrededor del cuarto en forma alegre y desenfrenada—. ¡Ha demostrado de lo que es capaz! ¡Esto es maravilloso! —Agarró a Paul por los hombros y juguetonamente le golpeó en el pecho—. ¡Usted es maravilloso! Aceleraremos ahora los trabajos en el asunto de Maryland; tenemos que ir a toda marcha. Usted sí que fue un hallazgo afortunado. Créame, Paul; usted vale diez veces cada dólar que hemos gastado para usted.
—¡Al diablo que sí! —contestó Paul, impasible.
—Tiene razón. ¿Sabe lo que está haciendo Slater en estos momentos? Está en el congreso consiguiendo que le aprueben la asignación de una partida secreta para usted... ¡y tiene gente poderosa que lo apoya! —Carnell se mostraba excitado, rebosante de alegría—. Hasta ahora los gastos salían de un fondo o de otro, se pidieron prestados aquí y allí, pero ahora usted es un tipo importante, muchacho. Tendremos un fondo especial para gastos para usted solo, como el del viejo distrito de Manhattan. ¡Que nos dejen un año e inundaremos todo el mundo! ¿Quién podrá detenernos?
—Magnífico. ¿Cuánto me toca a mí?
Carnell interrumpió sus cabriolas.
—¿Qué?
—¿Cuánto me toca a mí de ese maravilloso dinero?
Carnell lo miró fijamente, sintiéndose inquieto de pronto.
—Bueno, yo no sé; no puedo decirle de buenas a primeras. ¿Dinero? ¿Pero no le hemos proporcionado todo lo que usted ha pedido?
—¿Cuánto? —insistió Paul.
—¿Su sueldo no es suficiente, Paul? ¡Se lo aumentaremos; lo duplicaremos! ¿Hay alguna cosa que desee? ¿Quizá quiera más libros? Le llenaremos la pieza con libros... con cualquier cosa que nos pida. ¿Nuevos trajes? ¿Qué le parece si se encarga uno? —Escudriñó ansiosamente el rostro de Paul y un nuevo pensamiento surcó su mente—. ¡Ah!... ¿tal vez muchachas, Paul? Puede conseguir todas las muchachas hermosas que quiera. Me mudaré de pieza, al otro lado del hall. Le traeremos hermosas modelos de Nueva York. ¡No tiene más que pedirlas, hombre!
—¿Cuánto dinero ha solicitado Slater?
—¡Ah!... creo que cinco millones. —Carnell, evidentemente preocupado, frunció el ceño—. Para este año.
—Muy bien —replicó Paul— me llevaré uno.
—Uno... ¿qué?
—Un millón, por este año.
A la mañana siguiente Slater envió la respuesta y Carnell no tuvo valor para transmitirla.
La luna fría y brillante, iluminaba la habitación a través de la ventana.
Paul se deslizó fuera de la cama y buscó las chinelas en medio de la semiobscuridad. Lo atenaceaba el dolor de cabeza más terrible que hubiera sentido nunca, un dolor de cabeza y un estado de ánimo que reflejaban la verdadera intensidad de su desesperación. Se envolvió en el salto de cama y atravesó lentamente la habitación, dirigiéndose hacia la puerta de comunicación con el dormitorio contiguo. Después de dar unos pasos se detuvo y se volvió. Carnell no estaba en su cuarto. Haciendo un esfuerzo penoso, Paul escudriñó mentalmente la casa, buscándolo. Al fin lo localizó en la cocina, picoteando algo. Paul salió de la pieza y bajó despacio las escaleras asustando a la joven del conmutador con su inesperada aparición.
—¡Hola! Buenos días, señor Breen.
Paul se dio vuelta y se dirigió hacia la cocina sin contestar. Carnell oyó por casualidad las palabras sorprendidas de la muchacha y se acercó a la puerta de la cocina.
—¡Hola! ¿Qué pasa?
Paul lo empujó de vuelta a la cocina y cerró la puerta observando a Carnell fijamente, con los ojos doloridos.
—Paul, ¿qué pasa? —repitió Carnell alarmado.
—Peter Conklin ha muerto —dijo Paul penosamente.
—¿Ha qué? ¿Cómo lo sabe?
—Un tirador certero lo alcanzó, hace justamente unos minutos.
—¡Paul, no puede ser!
—Es así.
—Pero, ¿cómo ocurrió? ¿Cómo lo localizaron? Peter es un hombre cuidadoso.
—Peter era un hombre cuidadoso. Lo estaban buscando. Sabían dónde se encontraba y lo eliminaron.
TRECE: 1950.
La muchacha era rubia, de un rubio natural aunque de matiz más bien obscuro y sin ese brillo satinado de aspecto desagradable por lo artificioso. A Paul le gustaba aquello y mantuvo sus labios cerca de los cabellos de la joven. Tenía todavía el cutis bronceado que constituía un hermoso complemento para el color de los ojos y de los cabellos, pero el bronceado había perdido su intensidad por el prolongado invierno. La joven apoyó la cabeza sobre el hombro de Paul, desalentada y sin ánimo; ya no era la mujer animada y brillante que él había conocido por vez primera, muchos años antes. Estaban solos en el gimnasio del subsuelo y ella se encontraba en sus brazos.
Su mirada recorrió lentamente la enorme habitación, buscando algún objeto, tratando de rememorar recuerdos agradables de cosas que habían ocurrido allí.
—¿Recuerdas cuando golpeábamos la pelota con el palo, Paul? ¿Nosotros cuatro?
—Peter la golpeaba demasiado fuerte. La derribó a Emily.
—Uno por uno, se han ido yendo todos. ¿No es cierto? Los amigos que tanto querías.
Paul hizo un signo afirmativo sin pronunciar palabra.
—Pobre Peter... Nunca olvidaré la primera noche en que tú y yo nos conocimos. El abrió la puerta y me vio allí parada. Quedó muy sorprendido y estuvo a punto de hacer una observación un tanto descortés. Creo que la hubiera hecho si Emily no hubiera estado conmigo.
Paul la apretó entre sus brazos.
—Eras la última mujer en el mundo que él esperaba encontrar esa noche. Probablemente lo curó de concertar citas a ciegas.
—Perdimos primero a Peter y en una forma tan horrible —Paul sintió el temblor de su cuerpo—. ¿Sabes que Emily tuvo que ser llevada al hospital cuando lo supo? El señor Carnell la tuvo internada más de una semana. Para ella fue una noticia terrible. Tenían proyectado casarse.
—Sí, ya lo sabía.
—Después ella nos dejó. Al principio me escribía, pero sus cartas se hicieron cada vez menos frecuentes y al final dejó de escribirme. Estuvo en Chicago durante un tiempo y luego se dirigió a Salt Lake City. No he recibido una línea más de ella desde la Navidad, en que me envió sólo una pequeña notita pidiéndome que recordara todas las otras Navidades que habíamos pasado juntas. Me la envió desde San Francisco. Y desde entonces... nada.
En la enorme habitación el ambiente era cálido y tranquilo. Desde el piso de arriba llegaba ocasionalmente el ruido de alguna pisada, el crujido de una silla y nada más. Cuando bajaron al gimnasio, Paul cerró la puerta después de avisar al resto del personal que querían estar solos.
Karen dijo:
—Y después el señor Carnell.
Paul asintió de nuevo.
—La tercera persona que se va.
—Yo lo apreciaba mucho; era realmente sensible y humano; no tenía nada del hombre frío y mecánico que se podía esperar de uno que ocupaba su posición. Hizo todo lo que pudo por Emily después que... Le ofreció trasladarla a cualquier parte del país donde deseara ir, hizo todo lo posible por ayudarla. Pero nadie puede ayudar en una situación como ésa. ¿No te parece? Le llevé al aeropuerto la noche que salió para Tokio. —Su voz estaba llena de melancolía.
—Y su avión se hundió en el Pacífico —concluyó Paul casi con brutalidad—. Una falla en el motor.
—Todos ellos eran buenos amigos, Paul; amigos cercanos. Quizás los mejores que lleguemos a tener. Y uno a uno... —La joven se estremeció en sus brazos y le ofreció los labios para que los besara.
Después Paul dijo:
—Karen, lo que estás tratando de decirme es que te ha llegado el turno. Lo sabía desde hace algunos días —La besó nuevamente.
—Por supuesto. —No se mostró sorprendida de que él lo supiera—. Me envían a Londres. Muy pronto.
—El próximo lunes —dijo él.
—El lunes —murmuró ella. —De modo que sólo disponemos de cuatro días. —Se dio vuelta para mirarle la cara—. Paul, voy a decirte algo.
—Ya lo sé.
—Pero de todas maneras voy a decírtelo. Lo sé todo con respecto a ti —Lo miró fijamente en los ojos—. Todo con respecto a ti.
—Si aprecias en algo tu seguridad y tu vida no repetirás a nadie lo que acabas de decir. ¡A nadie! Y especialmente no debes mencionarlo a nadie de aquí, de Washington.
—Guardaré silencio —prometió la joven—. ¿Quieres saber cómo lo descubrí?
—Ya lo sé.
—¡Silencio! Quiero contártelo a mi manera. —En sus labios se dibujó una leve sonrisa burlona—. Alguien se equivocó en gran forma al tratar de ocultar tu secreto. Te mantenía encerrado, pero te permitían tener los libros y las visitas que quisieras. ¿Recuerdas el día en que te despertaste y me encontraste esperando en tu cuarto? ¿Después que te hirieron? Hacía mucho tiempo que estaba allí, pensando. Pensando solamente en ti.
—Gracias —dijo él.
—Había estado pensando en ti desde la primera noche en que te conocí. Al principio sólo se trataba de un trabajo de rutina para verificar si sabrías guardar silencio. Pero a medida que pasaba el tiempo, comencé a observar las extrañas precauciones que se tomaban con tu persona, la precaución rayana en locura por tu seguridad, la forma en que te apartaban del mundo exterior y viceversa; comencé a pensar. Cuando te trasladaron aquí, a esta casa, y te instalaron rodeado de privilegios principescos, mis pensamientos pasaron de la mera especulación a la inspección activa. Hacía tiempo que había examinado tus estanterías de libros; es parte de mi trabajo de llegar a conocer mejor al hombre que me interesa observar. En esa primera inspección me llamaron la atención dos o tres libros en particular, cuyos títulos y temas despertaron en mí una leve curiosidad hacia tu persona. ¿Dije leve?
"Más tarde, cuando el doctor Roy y ese hombre de ciencia aparecieron en escena, recordé vívidamente aquellos libros, porque Roy era el autor de uno de ellos. Era demasiado para considerarlo como una simple coincidencia. Tomando en consideración todo eso, unido a tu presencia aquí y a los métodos de seguridad y protección sin precedentes que se tenían para contigo, llegué a una conclusión. ¡Oh! ¡Pensé que se trataba de una conclusión descabellada e insensata! Pero mientras estaba en la habitación de arriba, esperando que te recobraras después del tiroteo, leí los estudios de Roy. Y es por eso por lo que creo saber todo con respecto a tu persona. Supongo que mi expresión me delató cuando te despertaste. Paul, ¿puedes hacer todo eso?
—No todo, de ninguna manera —dijo Paul con sinceridad—. Roy fue incapaz de separar con claridad la teoría de la fantasía y una parte de su trabajo es un absurdo... o al menos así lo creo. Pero tiene razón en las cuatro quintas partes. Todo eso sí que lo puedo hacer.
—No creo que me gustaría eso... quiero decir, estar en tu lugar. No lo desearía en absoluto. —Al sacudir la cabeza los cabellos rozaron sus labios—. Y no voy a preguntarte cómo es eso. No quiero saber.
¿Cómo era eso?
Era como un ser adulto en medio de un mundo de niños, era como un juego de cuerdas vocales en medio de una sociedad de sordomudos, era como una estación transmisora en medio de una civilización sin radios, era como saber escribir en un mundo en el que nadie supiera leer. ¿Cómo era eso? ¿A qué se asemejaba? A un hombre grande, el mismo que hiciera el amor a una jovencita ingenua e inexperta. Sólo tenía que sugerir algo y ella lo acataría, sólo tenía que inculcar en la mente un pensamiento o una idea y ella actuaría como si se tratase de su propio pensamiento; no podía discernir la diferencia.
—Hay alguien que estaría terriblemente furioso si supiese el error que han cometido. Permitieron que nosotros tres, tú yo y un libro estuviéramos juntos en una habitación.
—Ese alguien estaría algo más que enojado —le advirtió él de nuevo—. De modo que debes tener mucho cuidado de no repetir esto.
—Te dije que tendría cuidado, Paul. Lo tendré. Yo sé por qué. —Reflexionó un instante y preguntó—: ¿Por esa razón me envían a Londres?
—Para separarnos, como lo hicieron con Peter y Carnell; y también con Emily, si ella no se hubiera retirado por su propia voluntad. Eres aquí mi amiga más cercana; por lo tanto tienes que irte.
—Soy más que eso —le recordó Karen tiernamente. Levantó una mano en el aire, haciendo castañetear los dedos, como si derribara en su imaginación castillos de naipes—. Peter se fue; Emily se fue; el señor Carnell se fue... —Un último castañeteo, el cuarto. —Karen se va.
—Sólo consigues hacer las cosas más difíciles para ti, Karen. Aprovechemos el tiempo que nos queda, Tenemos cuatro días.
—No —lo contradijo ella—. Tenemos la eternidad.
Paul no quiso desanimarla y guardó silencio. Peter Conklin había quedado completamente trastornado al saber que no volvería a ver a Paul; y su mente era más serena, tenía una disciplina más rígida. No podía adivinar cuál sería la reacción de Karen ante una noticia semejante.
—Paul —dijo ella de pronto—. Ven aquí... —Se aferró a él haciendo que cayera de bruces hacia ella.
Instintivamente Paul extendió las manos sobre el piso para impedir su caída y poder afirmarse.
—Karen —dijo riendo—, los pisos de los gimnasios son de madera dura.
—No me quejaré, Paul. Ven.
CATORCE.
La lluvia de primavera había convertido el camino de grava en una carretera enlodada y resbaladiza, y el Packard negro avanzaba con prudencia por la misma, aunque de vez en cuando, al encontrarse con un charco, las ruedas salpicaban hacia arriba una verdadera lluvia de agua sucia. A ambos lados del camino, la campiña de Maryland florecía con la nueva estación, y el pasto corto presentaba ya un hermoso color verde, mientras que en los árboles más robustos hacía tiempo que habían surgido los brotes. El Packard se movía con rapidez a velocidad constante, uniforme, dejando a Washington muy atrás.
Después de un tiempo, el camino describió una curva amplia, delante de la cual apareció una cerca con una portada que cerraba el camino. A un lado de la puerta de entrada había una casilla de centinela y más allá algunas tiendas de campaña colocadas en hileras.
Había guardias detrás de la portada y otros dos esperaban delante de la misma. El Packard llegó hasta la puerta y se detuvo.
Los dos policías militares (P.M.) avanzaron a grandes trancos, se colocaron a ambos lados del coche y atisbaron por las ventanillas.
—¿Sus pases-tarjetas de identificación, por favor?
Paul entregó la suya al soldado más próximo a él. El chofer, que estaba a su lado, le entregó sus documentos al otro, que se hallaba en la ventanilla opuesta. Los dos hombres sentados en el asiento posterior tenían listos sus pases, esperando su turno. El P.M. miró fijamente el pase y la pequeña fotografía que estaba pegada al mismo como si las estuviera memorizando y luego dirigió a Paul una mirada penetrante y escrutadora. Continuó verificando la identidad del chofer, y luego volvió a dirigir a Paul una última mirada. Después de un momento devolvió los pases y tarjetas.
—Gracias, señor. —El P.M. se dirigió luego a los hombres que estaban en el asiento trasero y repitió el procedimiento. Después, uno de los soldados se echó al suelo para observar debajo del coche, mientras que el otro pedía las llaves para examinar el baúl y una vez satisfecho se las devolvió al chofer.
—Gracias, señor. Pueden seguir. —Hizo una señal y la amplia portada se abrió lentamente. El Packard la cruzó y siguió su camino. Habían recorrido una milla escasa por el camino de grava serpenteante, cuando llegaron a una elevada pared de piedra y a una segunda portada. Allí esperaban otros guardias y el ritual se repitió nuevamente. Cuando pasaron, Paul se dio vuelta para mirar hacia atrás.
—Deben estar escondiendo algo importante aquí. Quizá un avión cohete.
El chofer emitió un gruñido, pero no contestó. El y los otros dos hombres silenciosos, que ocupaban el asiento de atrás eran desconocidos, empleados que Paul no había visto antes. Paul sabía que eran militares, aunque habitualmente usaban traje de civil. En la antigua casa de Columbia Pike habían quedado los guardaespaldas, las operadoras telefónicas y la cocinera; todos ellos. El pasado había quedado atrás, había sido cortado de golpe y de ese pasado no quedaba nadie. Slater deliberadamente había dado vuelta una nueva página que lo introdujo en un mundo nuevo, y había arrancado y arrojado todas las viejas páginas del libro familiar. Recordó rápidamente a Karen cuando volteaba con los dedos figuras imaginarias, una, dos, tres, cuatro. Se le ocurrió un pensamiento terrible y después apartó su mente de la muchacha. Slater iba a pagar muy caro por uno, y por cuatro.
El Packard atravesó bosques tupidos y el camino mejoró, pasando de la grava al asfalto. De pronto se encontraron fuera de los bosques, bajo el cielo abierto, lleno de sol, en medio de un parque espacioso cubierto de verde césped, que se extendía en todas direcciones. Estaban todavía a respetable distancia de la casa. Paul la contempló a través del parabrisas, observando cada uno de los detalles que había visto reflejados con frecuencia en la mente de algunas de las personas que estaban en el asunto. El edificio era tan antiguo y tan hermoso como decía o pensaba la gente, con decoraciones blancas y brillantes, y altas columnas que lo hacían destacarse en medio del fondo verde y refrescante que lo rodeaba. Paul escudriñó a su alrededor.
—¿Dónde está el avión cohete?
El chofer no hizo más que dirigirle una mirada y detuvo el coche frente a la entrada. Un mayordomo salió corriendo de la casa y abrió las puertas del coche. Paul bajó del mismo, estiró las piernas y retrocedió. Los dos hombres que habían venido en el asiento de atrás se pararon al lado suyo, las puertas se cerraron y el coche partió.
—Buenas tardes, señor —dijo el mayordomo—. ¿Me permite que le muestre su departamento?
—Sí. ¿Dónde está?
—En el tercer piso, señor. En aquella ala. —El mayordomo señaló una hilera de ventanas.
—¿Llegaron mis baúles?
—Sí, señor; he colocado todo en su lugar. —Se dio vuelta y le condujo, mostrándole el camino.
—¿Dónde está el avión cohete? —quiso saber Paul.
El hombre vaciló y dijo:
—No tenemos ningún avión cohete, señor. Al menos, que yo sepa.
Atravesaron la gran puerta de entrada y llegaron al hall de recepción donde había otro hombre que esperaba. Al entrar ellos, les dirigió una rápida mirada, hizo a Paul una breve inclinación de cabeza, dirigió otra mirada a los dos hombres que venían atrás y apartó la vista.
Paul en su interior se sentía divertido. Otro centinela e indudablemente habría otro en la puerta de atrás. El mayordomo prosiguió a través del hall hasta llegar a una habitación grande y brillantemente iluminada, dobló hacia la izquierda y finalmente se detuvo frente a una puerta.
—El ascensor, señor —Abrió la puerta y los cuatro hombres entraron en él. Lo último que pudo ver Paul en una ojeada final a la gran habitación, fue una magnífica araña que colgaba en el centro del techo ovalado. Las puertas se cerraron y el ascensor ascendió suave y silencioso. Se detuvo automáticamente en el tercer piso y todos salieron. Los dos hombres permanecieron al lado del ascensor mientras el mayordomo y Paul dirigían sus pasos por un corredor corto y ancho.
Al final del mismo había tres puertas bien separadas unas de otras. El mayordomo se detuvo en la tercera y última. Levantó la vista y vio la mirada interrogadora que Paul dirigía a las otras dos puertas.
—La puerta más cercana es el armario de la ropa blanca, señor —dijo, sin que le preguntaran—. La primera corresponde a otro departamento, que comunica con el suyo. Será usado por sus visitas, si usted lo desea, señor. —Abrió la puerta del departamento de Paul y se hizo a un lado.
Paul vio que el departamento constaba de tres habitaciones y un baño. En una de ellas habían empotrado en las paredes estanterías para libros y este cuarto hacía las veces de biblioteca y estudio. Todos sus libros habían sido colocados en los estantes y había mucho lugar disponible para futuras adquisiciones. Buscó el libro de Roy y lo encontró en el mismo rincón del mismo estante que había ocupado en la vieja casa. La segunda habitación era un living, que se abría al corredor y el resto lo componían el dormitorio; y el baño. Todas las piezas, excepto el dormitorio y el baño adyacente, miraban al frente de la casa y al camino serpenteante que conducía a las puertas de entrada lejanas.
El dormitorio, situado del lado opuesto, miraba a la nueva pileta de natación. Paul se sentó. —Si necesita algo, señor, no tiene más que llamar. El timbre está al lado de la puerta. Mi nombre es Singer.
—Encantado de conocerlo —dijo Paul—. Yo soy Breen.
—Gracias, señor —dijo el mayordomo y se retiró.
Paul se sentó en el cómodo sillón y miró a su alrededor. Recordó algunas palabras de una canción que una muchachita entonaba en una vieja película, ya casi olvidada y tarareó las palabras: "Adiós, pajarito amarillo...” Se detuvo bruscamente.
Había percibido una reacción inesperada a sus palabras, algo así como un eco, una resonancia.
Sorprendido por aquel hecho se dio vuelta en el sillón y miró alrededor de la habitación. Se había producido un eco en su mente. Pero aquello no tenía sentido... él no oía ecos, sólo podía percibir las palabras habladas que se pronunciaban alrededor suyo, o que le eran dirigidas y los pensamientos distantes que captaba o que le eran transmitidos. Paul examinó el curso de su pensamiento y probó de nuevo. "Adiós, pajarito amarillo, yo debo...”
Se produjo de nuevo la repetición, aquella extraña sensación de oír sus propias palabras transmitidas a través... a través de alguna persona.
Se levantó del sillón y recorrió rápidamente el departamento, inspeccionando cada habitación. Estaba solo. Comenzó a buscar algún indicio en la mente de los hombres con quienes acababa de encontrarse. El chofer del Packard: el hombre estaba de regreso en el garage de la casa y revisaba el coche mientras conversaba con el otro chofer y ninguno de los dos se ocupaba de Paul. El mayordomo, entonces; pero Singer se había retirado a su departamento situado en el extremo final de aquella ala del edificio y no hacía otra cosa que holgazanear esperando que Paul lo llamara. Estaba pensando en Paul, pero en forma lejana, impersonal. Sólo quedaban entonces los dos guardaespaldas que habían viajado silenciosos en el asiento posterior y que habían permanecido junto al ascensor. Paul tanteó mentalmente en esa dirección pero los hombres habían partido. Los localizó casi en seguida. Se hallaban en la otra habitación del ala opuesta. Uno estaba sentado y fumaba mientras leía. El otro estaba escuchando con un par de auriculares que tenía en la cabeza. Paul concentró su atención en lo que leyó en la mente del hombre y después se levantó apresuradamente para inspeccionar de nuevo su habitación. La búsqueda le llevó largo tiempo. Los micrófonos, en número de dos, estaban cuidadosamente escondidos, empotrados con habilidad en las molduras que recortaban los cuatro lados del cuarto, donde se unen las paredes con el techo. Eran diminutos, casi invisibles. A grandes pasos se dirigió entonces a la biblioteca donde encontró un par similar y finalmente volvió a hallarlos en el dormitorio y en el baño. ¡Hasta en el baño!
—¡Bueno, maldito sea! —exclamó en voz alta.
Oyó sus propias palabras de sorpresa, repetidas en los auriculares colocados sobre los oídos del hombre que lo estaba escuchando y después oyó las palabras repetidas de nuevo al registrarse éstas en la mente del hombre. Su frase original y las dos rápidas repeticiones fueron instantáneas; Paul sólo las percibió y separó mentalmente por una vaga diferencia de tono entre la primera reproducción eléctrica y su repetición posterior en la mente del guardaespaldas. Era como si escuchase tocar un disco que tuviera grabado el registro de su propia voz en el mismo instante en que se ponía a hablar.
¿Y el otro departamento?
Siguiendo su pensamiento, Paul se dirigió a la puerta de comunicación, la abrió y penetró en el departamento. Estaba compuesto de dos habitaciones y un baño. Cada una contenía un pequeño micrófono.
Esperó unos instantes, con el ceño fruncido, antes de regresar a sus habitaciones. Había notado algo extraño en el dormitorio. Volvió sobre sus pasos, se dirigió de nuevo hacia el dormitorio y recomenzó la inspección. Y entonces surgió la cosa. Al abrir la puerta de unos de los roperos encontró una cantidad de ropas femeninas. La cómoda contenía también una serie de atavíos y el tocador reveló que sus cajones estaban igualmente ocupados.
Una "visita” había instalado allí su residencia.
Paul regresó a paso lento a su estudio y se sentó en un cómodo sillón tapizado con tela plástica de color rojo. A sus pies había un taburete haciendo juego, y al levantar la tapa quedó al descubierto un pequeño bar. Después de examinar las etiquetas de las botellas, cerró la tapa y gritó en dirección a los micrófonos: "¡Skoal!”. En la habitación lejana oyó que los auriculares repetían el brindis. Paul apoyó los pies sobre el taburete, entrelazó las manos alrededor de las rodillas y contempló el cielo que se divisaba a través de la ventana.
Una mujer joven se había mudado ya al departamento contiguo.
No le cabía la menor duda de que sería joven, atractiva y complaciente con sus deseos. Estaría siempre lista para bailar con él, para beber con él, para hacer el amor. Slater se había ocupado de arreglar aquello con toda deliberación, así como había tomado todas las medidas para vigilar cada minuto de su vida futura; de sus vidas. Dos departamentos, dos dormitorios. A Slater no le importaba mayormente que Paul fuera o no feliz, pero tuvo buen cuidado de proporcionarle todas las comodidades. Nunca había habido una queja sobre los alimentos o bebidas que se compraban, sobre las prendas de vestir solicitadas o sobre los numerosos libros y otros artículos que Paul adquiría de cuando en cuando. Todos los meses le entregaban un cheque por una suma importante, cheque que era firmado por Paul, quien lo entregaba después a Conklin o a Carnell para que lo depositaran en el banco. Su libreta bancaria mostraba un saldo considerable. Desde aquel encuentro inicial en el hotel, hacía cinco años, Karen había sido más o menos su compañera constante, ausentándose cuando así lo quería o cuando lo exigían sus tareas y obligaciones. Para decir verdad, se le había provisto de toda clase de comodidades. Pero un mundo nuevo requiere una nueva población.
Paul se preguntó si la nueva mujer del departamento contiguo sería una espía, como lo había sido Karen, o una extraña, traída con un solo propósito. Podía ser ambas cosas. Slater podría confiar en los micrófonos para saber todo lo que deseaba, en cuyo caso la muchacha habría sido contratada sólo para proveer a sus necesidades, o Slater querría estar doblemente seguro y había instalado allí a una de sus empleadas. Cualquiera fuera el caso, Slater sabía que Paul se daría cuenta instantáneamente, pero esto en apariencia no preocupaba al jefe del departamento. La mujer estaba allí y Paul podía hacer lo que le viniera en gana. Slater... el buen proveedor.
Paul se hundió en el sillón y cerró los ojos, dejando que su mente vagara, por la casa. En su conciencia tenía formada una vaga idea sobre la estructura total del edificio, y con poco esfuerzo dividió las habitaciones de acuerdo con la perspectiva adecuada. Algunas de las habitaciones estaban ocupadas, pero como no había visto a las personas que se encontraban en ellas, únicamente podía percibir que se hallaban allí y nada más. Una pieza tras otra se abrieron a su mirada escrutadora, y al cabo de media hora conocía la casa de memoria. Aunque no lo parecía, era un lugar muy grande, capaz de albergar a mucha más gente que la que se podría suponer al examinarlo desde afuera. Encontró las habitaciones destinadas a cables y radiotelegrafía, donde trabajaba ya el personal de operadores, y descubrió un tablero conmutador ubicado en la parte de atrás de la casa y la imagen vaga de una muchacha sentada delante del mismo. Un hombre estaba parado al lado de la puerta trasera, sin hacer nada, y otro vagaba por el patio. En una de las alas de la casa había un comedor muy grande y otro más pequeño en el ala opuesta. Había varias personas holgazaneando en la cocina. El segundo piso parecía estar dividido en varias unidades que semejaban aulas de clase. ¡Ah, sí!... Allí se prepararía y adiestraría a los nuevos agentes.
Vendrían desde diferentes partes del país o del mundo para estudiar las últimas claves y códigos, para participar en nuevos cursos, y Paul tendría que mezclarse con ellos, simular ser uno de ellos, mientras que al mismo tiempo estudiaría detenidamente a cada individuo, escudriñando muy hondo dentro de su mente. Y al final, Paul estaría ligado permanentemente a ellos por ese vínculo mental, y entonces se los enviaría a diversos lugares del mundo para mirar y escuchar. Una red de espionaje todopoderosa, suprema. Sin líneas de comunicación visibles, fuera de los habituales archivos de cables que cada gobierno observaba como asunto de rutina. Y si algún agente se encontraba de pronto en situación tal de no poder transmitir mensajes físicos, de cualquier manera se los continuaría recibiendo.
Aquél era el trabajo que esperaba a Paul en los años venideros.
Concentró su atención de nuevo en la habitación en que se hallaba sentado y se encontró contemplando el micrófono escondido. Se preguntó si podría desconectarlo, destruir sus partes sensitivas de modo que no pudiera transmitir... y después desechó la idea. Simplemente lo reemplazarían por otro. Sería mejor apagar el artefacto temporariamente, hacer que cesara de funcionar sólo cuando él lo desease. Si lo hacía con cautela, no sospecharían nada y tendría asegurada su tranquilidad y su aislamiento cuando lo quisiera.
Paul trató lenta y cuidadosamente de ensayar la percepción mental, escudriñando la construcción del micrófono y sus partes componentes. Mentalmente llegó a localizar una conexión soldada, y con un pequeño esfuerzo la abrió. El micrófono cesó de transmitir. Rápidamente volvió a observar a los hombres que estaban escuchando en una pieza lejana, pero no hubo cambio alguno en sus actitudes; no se habían percatado del cambio. Entonces se levantó de la silla, cerró silenciosamente la puerta del estudio para interceptar cualquier sonido que pudiera venir de las otras habitaciones, y después habló en voz alta. Con gran satisfacción notó que sus palabras no habían sido escuchadas en los auriculares y rompió a reír con todas sus ganas. ¡Y el doctor Roy lo había llamado farsante y simulador porque no había utilizado la telequinesis para hacer rodar un lápiz sobre la mesa!
Paul aflojó su garra sobre el pequeño artefacto y permitió que la conexión soldada se cerrara de nuevo. Salió del estudio silbando y se dirigió hacia la entrada del departamento. Al llegar al corredor apareció uno de los guardaespaldas desde el ala opuesta.
—¡Hola! —dijo Paul a modo de saludo—. Me gustaría visitar la casa.
—Sí, señor.
El hombre apretó el botón del ascensor.
Al atardecer se dirigió, de nuevo en el ascensor, hacia el tercer piso y entró en su habitación. La casa había resultado ser más o menos como la había visualizado antes, pero la recorrida le sirvió para conocer a la mayor parte de sus ocupantes habituales. El guardaespaldas y él dieron una vuelta por el jardín y se detuvieron al lado de la pileta de natación, expresando el deseo de que llegara pronto el tiempo caluroso. Paul saludó con ademán rápido a su acompañante y abrió la puerta de su departamento.
Al entrar, oyó el ruido del agua corriente en el cuarto de baño del departamento contiguo. Ella estaba allí.
Antes de que pudiera cerrar la puerta, se oyó un leve golpecito y vio al mayordomo parado en el umbral.
—Perdóneme, señor. La cena estará lista para las siete. ¿Quiere usted cenar con los señores abajo o prefiere hacerlo aquí?
—Esta noche creo que lo haré aquí —dijo Paul, después de reflexionar un momento.
—Sí, señor. ¿Para uno o para dos, señor?
Paul lo miró un tanto sorprendido y después se dio vuelta para estudiar la puerta cerrada del otro departamento. El sonido del agua corriente llegaba con toda claridad.
—Para dos —contestó.
—Sí, señor. Singer cerró la puerta y desapareció.
Paul se afeitó y se cambió de traje. Cuando salió del dormitorio había cesado el ruido del agua y sólo se oían sonidos casi imperceptibles que indicaban movimiento en el otro departamento. Paul comenzó a pasear por el cuarto, preguntándose qué le diría a ella. ¿Cómo puede uno invitar a cenar a una persona totalmente desconocida... y en el aislamiento de sus habitaciones privadas? Se percató en seguida de la incongruencia de aquello, y no pudo menos que echarse a reír. Sin embargo, siguió cavilando: ¿cómo lo haría? Nunca había hecho nada parecido antes y le faltaba un precedente. No podía simplemente acercarse, dar un golpe en la puerta y gritar: "¡La sopa está en la mesa; venga a comérsela o se la tiraremos a los chanchos!”.
Consideró después la idea de presentarse a sí mismo, pero en seguida se le ocurrió que era una forma superflua de iniciar la conversación. Ella con seguridad ya conocía su nombre. Entonces, ¿por qué no tomar el camino directo? Llamar a su puerta. Invitarla a cenar. Aquí. A las siete. Ella contestaría sí o no. Era bien sencillo.
Paul atravesó la habitación. Llamó a la puerta y de inmediato cesaron los pequeños ruidos del otro lado.
—¿Quién es? —Su voz era suave y a él le agradó.
—La cena está preparada para dos. ¿Quiere acompañarme?
—Encantada, gracias. Estaré con usted dentro de un momentito.
Le pareció que su voz dejaba traslucir una leve sonrisa.
¡Listo! ¡En verdad había sido bien sencillo! Paul esperó. La sintió moverse detrás de la puerta y se puso las manos en los bolsillos tratando de dominar su nerviosidad. Ella se acercó a la puerta y se detuvo con la mano apoyada sobre el picaporte; después lo hizo girar y Paul sacó las manos de los bolsillos. La puerta se abrió y apareció la joven, con una sonrisa encantadora en los labios.
Paul la contempló asombrado y exclamó:
—¡Por Jehová! —Era una frase prestada.
Martha Merrill dijo:
—¡Hola, Paul! Evidentemente me recuerda.
—Yo la vi..., la vi en aquel edificio del centro, hace alrededor de cinco años.
—Así es. Yo atendía el conmutador. Oí que usted preguntó por mí. —Se adelantó hacia Paul y le tendió las manos—. Como puede ver he ascendido en mi trabajo.
Comprendió al instante que no debía haber dicho aquello o que al menos debió haberse expresado en otra forma. Paul la estaba mirando con el ceño fruncido y a pesar suyo dirigió una rápida ojeada hacia la puerta que había quedado abierta. Martha se detuvo, estudiándolo y antes de que pudiera controlarse, su rostro reflejó la sombra de una borrasca interna.
—No me agrada lo que está pensando, Paul.
—Lo siento, perdóneme. Usted me tomó de sorpresa.
Demoró un momento en contestar y después dijo: —Muy bien; lo perdono—, Le dio la mano y Paul la tomó. —¿Quiere prepararme algo para beber?
—Encantado. Venga a ver dónde está escondido el bar. —La condujo hasta el estudio y cerró cuidadosamente la puerta detrás de sí. Una vez adentro se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio y después se detuvo un momento cerrando los ojos. La conexión del micrófono se abrió de golpe, interrumpiendo el contacto. Paul se dio vuelta rápidamente y tomó a la joven por los brazos.
—Usted fue la que gritó —dijo, lleno de excitación.
Martha asintió.
—Sí, Paul; yo grité.
—¿Usted... estaba en la calle?
—No, me encontraba a bastante distancia; en mi casa.
—¿Pero me estaba observando? —Su excitación iba en aumento. Martha trató de librarse con suavidad de las manos de Paul que le atenazaban los brazos y lo consiguió.
—Lo he estado observando y escuchando durante cinco años, Paul. Desde el día en que llegó a Washington y pasó frente a mi tablero conmutador.
—Martha —murmuró él—, ¿quién eres?
Ella le sonrió, llena de felicidad.
—Soy un ser como tú, Paul, o casi como tú. —Levantó una mano y con el dedo señaló hacia el techo— No sabía nada de esos micrófonos; yo no puedo interrumpir las conexiones como acabas de hacerlo tú.
—¿Me estás leyendo el pensamiento ahora? ¿Lo has estado haciendo?
—Por supuesto, todo el tiempo. Perdóname de nuevo, Paul, pero me divirtió mucho cuando te vi vacilar delante de mi puerta. —Se apartó de Paul y prosiguió: —Y ahora, Paul, será mejor que restablezcas la conexión y hagas oír ruido de botellas que se descorchan. Pueden entrar en sospechas.
—Pero yo quiero...
—Ahora no —le respondió ella. —Tenemos que guardar las apariencias. Ruido de botellas, por favor.
Aunque de mala gana, Paul se concentró un momento y restableció mentalmente la conexión. Sin apartar los ojos del rostro de la muchacha levantó la tapa del taburete. Ella lanzó una exclamación de sorpresa al descubrir el bar y le indicó la cantidad de bebida que deseaba.
—No tengo hielo —dijo él—. ¿Le importa?
—En absoluto. Tiene usted un hermoso departamento. —Martha chocó su vaso contra el de él y después lo sorprendió por segunda vez. —No es necesario que hablemos ¡tonto de ti! Usa tu cabeza. —Ningún sonido salió de sus labios mientras con toda destreza la joven introducía esa sugestión en la conciencia de Paul, por medio de la telepatía.
Paul, desconcertado, la contempló boquiabierto.
—Bueno, yo... Bueno, ¡nunca se me hubiera ocurrido! ¿Qué es lo que me pasa?
—No estás acostumbrado, como lo estoy yo. No has tenido oportunidad de practicar, no sabes lo que significa hablar de esta manera.
—¿Practicar? ¿Y tú sí? ¿Cómo?
—Tengo dos hermanos, Paul, que son como yo. Todos telépatas y contigo somos cuatro.
—Bueno, ¡por todos los diablos! —exclamó en voz alta.
—¡Ah! —dijo la joven tratando de disimular— ¿se le volcó? Trate de tener más cuidado. —Martha le hizo una guiñada señalando hacia los micrófonos ocultos.
—¿Dónde están? —preguntó Paul.
—En este momento están en casa. En las islas —Lo tomó de la mano y lo condujo hasta el sofá. —No hagas tantas preguntas, Paul. Mírame y podrás ver. Mi mente está abierta para ti. —Lo empujó para que se sentara y después se sentó a su lado, agarrándolo del brazo. —Mira... —le urgió ella
Paul cerró los ojos impensadamente, sabiendo que no era necesario y atisbo con cautela en la mente de Martha, Ella le apretó más el brazo instándolo a que siguiera adelante. Paul miró.
Eran cinco en la familia: Martha, sus dos hermanos, el padre y la madre. Los hijos eran telépatas, los padres no. El padre era uno de esos tipos de excepción, uno de esos hombres que con toda calma y de todo corazón aceptaba el extraño don que poseían sus hijos y lo estimulaba y alentaba activamente. Los ayudaba en sus planes, hacía lo que estaba a su alcance para mantener el secreto y reserva más absolutos sobre ellos y se sentía tan orgulloso como podría estarlo cualquier otro padre.
Su verdadero hogar estaba en las Indias Occidentales, en una pequeña isla del archipiélago Grenadine, alejada de las rutas turísticas y comerciales y sólo se podía llegar a ella mediante las barcazas de los nativos que trabajaban en Grenada o la Isla San Vicente. Los padres eran súbditos británicos; el padre, un funcionario retirado. Todas las Indias Occidentales estaban llenas de funcionarios de la Corona retirados y él era uno entre tantos, modesto, sencillo, inadvertido. La casa en que vivían se levantaba frente a una playa de arena blanca y sólo era visitada por los vientos alisios y por algunos marinos o pescadores nativos provenientes de las islas vecinas. Sus hermanos estaban allí. Uno acababa de regresar de Londres; el otro se preparaba a partir para Sud Africa.
La residencia supuesta de Martha se encontraba en Savannah, Georgia. Allí existía toda una documentación falsificada con sumo cuidado para cualquiera que quisiese investigar, y por supuesto los antecedentes de la joven habían sido investigados hacía muchos años, antes de que consiguiera su empleo actual. El "camuflaje” de Savannah había resistido la prueba. El propósito de su permanencia en Washington era el mismo que tenían sus hermanos en Londres o en Ciudad del Cabo o en cualquier lugar donde se dirigieran: la búsqueda de otros seres como ellos, como Paul. Hasta ahora él constituía el único hallazgo. Martha había elegido precisamente ese trabajo en el Cuerpo de Contraespionaje pensando que si existían otros telépatas, era muy probable que con el tiempo aparecieran en ese lugar o que los instalaran allí los agentes del Servicio Especial. Y con Paul quedó demostrado que ella estaba en lo cierto.
Era casi innecesario explicar las razones por las que deseaban localizar a otros telepáticos; su padre los llamaba Telehombres y soñaba (como a veces se permitían hacerlo también ellos) con una isla o un país o un mundo entero poblado por telehombres. Pero mientras tanto ya eran cuatro y tenían que permanecer juntos. Existía además otra razón y Martha en este punto era sumamente categórica. Ella no podía casarse con uno de sus hermanos y no deseaba casarse con un hombre que no pudiera compartir su extraño poder. Por eso buscaba con renovado ardor y Paul había llegado.
¿Pero por qué no habló antes? ¿Por qué había esperado cinco años?
Porque sus hermanos la previnieron contra cualquier acto precipitado. Ellos estaban libres y Paul no. Paul estaba firmemente atrapado en las manos del Servicio Secreto y por el momento era más prudente que permaneciera allí. Si en el futuro se presentaba algún medio natural para que Paul se librara de esa jurisdicción, ¡magnífico! Si había indicios de que la libertad no vendría nunca, entonces se darían los pasos necesarios. El error inicial de Paul había sido el de llamar la atención sobre sí mismo demasiado pronto, con lo que se vio enredado en el servicio de seguridad del gobierno. Si aquello no hubiera ocurrido y hubiera seguido siendo un hombre libre, su descubrimiento mutuo podría haber demorado largo tiempo, pero al fin lo habrían encontrado o él a ellos. Claro que habría sido muy diferente. Pero tal como estaban las cosas, la joven había seguido el consejo de sus hermanos y guardó silencio, observando y esperando la oportunidad. Esta surgió cuando se enteró del proyecto de transformar la casa de Maryland en residencia para Paul, y supo que Slater tenía la intención de proporcionarle compañía femenina.
Como Slater no tenía conocimiento de sus facultades no estaba en guardia contra ella. Un día, para sorpresa suya, Slater se dio cuenta de que había cambiado de idea sobre la mujer que pensaba enviar a Maryland. Llamó a su oficina a Martha Merrill, le explicó la conveniencia y necesidad de instalar un agente confidencial en el departamento contiguo, reseñó en qué consistirían sus obligaciones y le preguntó si su religión o su moral se lo prohibían. Ella aceptó, después de una demora razonable. Ambos estaban satisfechos. Paul estaba allí; ella también. Al fin se encontraban juntos. El futuro determinaría los pasos a seguir.
Esperaba que Paul no la considerara demasiado atrevida.
—¡Claro que no! —exclamó Paul y en seguida miró a su alrededor sintiéndose culpable. Martha se rió de él.
—¿Y tus hermanos? — preguntó Paul.
Dave, el mayor era corresponsal viajero del Times de Londres. Nadie podía haber pensado en una profesión más protectora ni en una excusa mejor para recorrer el mundo. Marty, el menor, dirigía cruceros de turismo por todos los países del mundo; trabajaba en la agencia American Express. La tarea de conducir a los turistas era pesada pero servía a sus fines. Martha había elegido su trabajo en aquella oficina y en los Estados Unidos por la importancia que ambos tenían. Si el Brasil hubiera sido el país más poderoso del mundo, ella estaría trabajando en el servicio exterior brasileño, si eso hubiese resultado posible. Sus padres permanecían en la isla cuidando la casa, que podría llegar a ser un refugio el día que lo necesitaran.
¿Recordaba Paul el día en que había preguntado por ella, por las posibilidades de conseguir una cita y que Conklin le dijo que había regresado a su casa con un permiso urgente?
Sí.
Ella había partido hacia la isla dando todo un rodeo para informar a sus padres de su descubrimiento. Si no se hubiera ido tan rápido probablemente se habrían encontrado aquella noche o la siguiente.
Más tarde lo lamentó y lo echó mucho de menos, pero no pudo hacer nada. Cuando Paul pasó delante del tablero conmutador la sorpresa y la emoción del descubrimiento la trastornaron en tal forma que de inmediato preparó sus valijas y partió a comunicar la noticia a su familia.
Paul se frotó los ojos y abrió la boca para decir algo cuando se oyó un golpe en la puerta.
Singer había traído la cena.
QUINCE: 1950-1952.
Durante la cena Paul tuvo la vista clavada en la joven.
—Es usted una muchacha bonita —le informó lisa y llanamente—. Lo pensé hace cinco años y lo sigo pensando ahora.
—Gracias, Paul y ahora siga comiendo.
Mientras comía, Paul dejó vagar sus pensamientos a la ventura y en forma desordenada, pensamientos sueltos y caprichosos en los que ella era siempre el eje central. (Me gusta tu cabello; creo que siempre me ha gustado el cabello largo. Me gusta la forma en que se enrosca hacia adentro sobre el cuello y los hombros. Hay un nombre para esto ¿no es cierto?) Ella hizo un signo afirmativo, y siguió comiendo mientras escuchaba sus divagaciones mentales. (Ojos castaños, también. Llenos de vida. Ojos castaños y cabello castaño hacen una combinación perfecta... bueno, al menos para mí. Debes tener alrededor de cinco pies con tres o cuatro pulgadas. ¿Es así? ¡Linda pinta, amiguita! Tu piel está un poco pálida, quizá necesites más sol. No es que sea un tipo exigente, te lo aseguro. Creo que tienes magníficas...) Se paró en seco, tragó saliva y se puso colorado.
—Muy bien —dijo ella, riéndose levemente—. Te perdono por esta vez. (Escudriñas en mí con demasiada facilidad. ¡Eso no es justo! Yo no puedo hacer lo mismo contigo.) —Paul dejó de comer y la contempló con mirada penetrante.
—Dime; ¿por qué no me di cuenta de que estabas esperándome del otro lado de la puerta? Dijiste que me habías visto parado allí, vacilando.
Ella le hizo una mueca graciosa y contestó: —Porque tengo algo que tú no posees, Paul, de la misma manera que tú tienes ciertos poderes de los que carezco. Te dije que había pequeñas diferencias entre nosotros.
—¿Cuáles? —preguntó él,
—No tengo ninguna habilidad para con la telequinesis; no puedo desconectar los micrófonos como lo hiciste tú y me falta la receptividad parabólica que pareces poseer. Yo no descubrí los micrófonos ni a los hombres que están escuchando. —Después de pensar un momento agregó:
—No puedo observar las diferentes habitaciones de la casa, pero puedo seguir tu percepción al igual que puedes hacerlo tú.
—¿Pero qué es lo que tienes que yo no poseo?
—Una barrera mental, una especie de escudo con el que puedo impedir que mires dentro de mí..
—¿Tú puedes hacer eso? —preguntó Paul con asombro.
Martha hizo una inclinación de cabeza.
—Pruébame... ahora.
Paul ensayó. Pero por más que atisbó y escudriñó buscando en la superficie de su mente alguna hendidura o grieta por pequeña que fuera, por donde pudiera filtrarse un pensamiento, no encontró absolutamente nada.
Su función cerebral estaba opaca. Ella se hallaba envuelta en un silencio total. ¡Como para asombrarse de no haber podido localizar a la mujer que había gritado aquella noche!
Paul preguntó en voz alta, maravillado: —¿Cómo puede hacer eso?
—Se lo enseñaré con todo gusto a cambio de lo que usted pueda enseñarme. —Le alargó la mano y dijo: —¿Hacemos un trato? Paul le tomó la mano.
—Sí; ¡hacemos un trato!
Los señores que escuchaban pacientemente en los auriculares se preguntaban qué era lo que estaba ocurriendo, ya que ellos sólo percibían las partes habladas de la conversación.
El primer grupo de agentes de espionaje llegó a la casa de Maryland y Paul comenzó el trabajo de adiestramiento que se le había asignado.
Cuando Paul se mudó allí había relativamente poca gente, pero en ese momento, el enorme edificio parecía a punto de desbordar. Sin embargo, Paul descubrió bien pronto que no todos los desconocidos que llegaban venían para seguir los cursos de adiestramiento. Había una lluvia de agentes de seguridad interna que vigilaban a los estudiantes y por supuesto todo un personal adicional para alimentar y atender a toda aquella afluencia de gente. Se trataba de un verdadero Estado dentro del Estado.
Paul encontró un cocinero y un chofer que eran miembros del servicio de inteligencia y una mucama que no sólo vigilaba las actividades de Martha sino las del personal de servicio doméstico de la casa. Una de las empleadas de la sala de taquigrafía observaba con cautela a las ayudantas de oficina y a las muchachas que atendían los conmutadores telefónicos. Y con todos ellos se producía la misma paradoja desconcertante; no sabían lo que tenían que cuidar y vigilar, pero tenían que vigilar de todos modos. Esto le hacía recordar una anécdota que se hizo muy popular después de la guerra. Los censores destacados en Los Alamos y en otras unidades del Distrito de Manhattan mantenían estricta vigilancia sobre los hombres de ciencia que estaban bajo su control, buscando cualquier palabra o escrito que pudiera filtrarse. No sabían qué clase de filtración buscaban y no tenían la menor idea de lo que se estaba fabricando, pero como perros pacientes seguían vigilando. Hasta que finalmente detuvieron a un hombre. En una nota dirigida a un amigo, este hombre había descripto el método de prolongar la vida de una pila de linterna.
Con el tiempo, Paul se encontró ligado estrechamente a un grupo de una media docena de hombres; llegó a conocerlos interna y externamente tan bien como había conocido a Palmer de la F.B.I, o a Carnell. Podía seguirlos con facilidad de día o de noche, dormidos o despiertos o cuando fueron enviados a Washington o a Miami para ser sometidos sin que lo supieran a los tests de distancia; él estuvo al lado de ellos mentalmente. Sin saberlo aprobaron los tests y estuvieron listos para iniciar el trabajo. Paul notificó al hombre que estaba a cargo del centro de Maryland, teniente general Boggs, los seis agentes fueron despachados y se comenzó de inmediato el adiestramiento de un nuevo grupo.
El teniente general Boggs se convirtió en el duodécimo hombre que compartió el conocimiento sobre el secreto de Paul... al menos en lo concerniente a Slater. Slater no sabía nada de Karen, ni de Martha y su familia. Paul admitía privadamente que el asunto estaba comenzando a adquirir todo el aspecto de un circo, pero Boggs se encontró con que oficialmente era el duodécimo y aquello no le gustó; miraba a Paul con sospecha y desconfianza y aunque cumplía con las obligaciones que le imponía su deber, mantenía una barrera entre él y aquella especie de monstruo, Paul Breen.
Con el envío al exterior de los primeros agentes, el programa de adiestramiento comenzó a rendir pequeños dividendos. Mucho antes de que la información llegara a través de los canales normales, Paul se enteró de algunas de las cosas que estaban sucediendo en Alemania Oriental... y Washington elevó rápidamente una protesta pidiendo la disolución de la milicia policial de Alemania Oriental, creada por Rusia, y la denunció como el verdadero núcleo de un futuro ejército alemán. La Casa Blanca y el departamento de Estado fueron informados con mucha anticipación del resultado de ciertas elecciones y del regreso del rey Leopoldo III a Bélgica. A fines de julio llegó la noticia de que la Unión Soviética tenía intenciones de que retornara su representante en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de modo que cuando el regreso se produjo realmente, no causó sorpresa alguna.
Muchos más fueron adiestrados y enviados a diferentes puntos, pero no a todos se les asignaron puestos en el extranjero. Slater tenía ideas.
Un ex empleado del gobierno admitió de pronto que había sido comunista y denunció a otros tres compañeros como él. El alcalde de una ciudad importante renunció en forma casi inesperada y se le dio un puesto en el extranjero. Se inició un nuevo período de amistad hacia España y se le hicieron diversas concesiones. En octubre el presidente fue en avión hasta la isla Wake para conferenciar con el general Mac Arthur sobre la política en el lejano Oriente... y un agente del binomio Breen-Slater lo acompañó como miembro de la tripulación del avión.
—¿Cómo va eso? —preguntó Martha.
—Como sobre rieles. ¿Ves cuáles son sus intenciones?
—¿Las de Slater? Sí. Está tejiendo una tela de araña por su cuenta.
—¿Tu hermano Dave está en Londres?
—En este momento no, pero llegará pronto.
—Pídele que vaya a Irlanda cuando pueda. Que busque a un hombre llamado Willis, Walter Willis. Estoy convencido de que se trata de alguien que deberíamos conocer.
—¿Willis? Conozco ese nombre.
—¿Lo conoces? ¿Cómo?
—Ha ocurrido en la oficina. En la mente, se entiende, no en la conversación. Willis es uno de los agente de Slater. Recibe información de él y se la envía a su vez.
—¿Se la envía? ¿Estás segura?
—Sí, Paul.
—¿Eso es todo lo que sabes de Willis?
—Sí. Es un nombre entre los cien o más con los cuales me he cruzado una o dos veces. ¿Por qué, Paul? ¿Está relacionado con esa tela de araña que está tejiendo Slater?
—Creo que sí. He estado buscando algo desde que pesqué que Slater intentaba mantenerme oculto ese nombre. —Reflexionó un momento—. Supongo es por eso por lo que no te has enterado de nada. Slater no sospecha de ti y por lo tanto no te esconde nada. No teniendo nada que esconderte, cuando está contigo no tiene con respecto a Willis pensamientos que puedan traicionarlo. De modo que probablemente consideraste las referencias fortuitas sobre Willis como si se tratara de las de cualquier otro agente.
—Lo siento Paul. Debí haber escudriñado más profundamente.
—No es falta tuya. No había nada que pudiera despertar tus sospechas como en mi caso. Quizá tu hermano pueda descubrir algo en Irlanda. Y tienes que prevenirlo... Willis es peligroso.
—Se lo diré. Sé bueno, Paul y regresa a casa lo más pronto que puedas. No te he visto en todo el día.
Paul le transmitió una sonrisa burlona.
—Si el ascensor no funciona treparé por las escaleras. ¿Qué hay para la cena?
—¿Qué te gustaría?
—Empezaré por un beso. Espérame a la puerta.
—Ahora, señor Breen —dijo el instructor— le invito a que proponga una palabra clave y la clase preparará el mensaje cifrado correspondiente.
Paul se sorprendió al ver la cantidad de hombres que se presentaban al centro de adiestramiento. Era evidente que Slater había ampliado rápidamente su idea original en cuanto se conocieron los primeros éxitos. Los agentes proseguían llegando en corrientes pequeñas pero continuas, hasta que al final del año, Paul había perdido la cuenta de su verdadero número. Calculó que podían llegar a cerca de cincuenta. Sospechaba que Slater estaba reclutando continua y activamente nuevos hombres, que enviaba directamente a la vieja mansión o bien utilizaba para reemplazar en el país a los agentes más experimentados que ya prestaban servicios. Después aparecían en tandas de seis, pero en cuanto cada media docena de hombres era enviada a alguna ciudad distante para el último test telepático, se los embarcaba en seguida hacia el exterior y nuevos agentes ocupaban sus puestos. Paul lograba mantenerse en contacto con todos ellos pero ya no se trataba de un contacto constante e ininterrumpido como había sido con Peter Conklin; por el contrario, al llegar a fines de ese año, se encontró manejando a tantos hombres que se vio obligado a mantener con cada uno de ellos una unión intermitente; atendía primero a uno y después a otro, deteniéndose para realizar una inspección más detenida sólo en aquellas ocasiones en que el agente parecía tener algo importante en observación.
Paul hizo un alto transitorio en sus actividades simulando una recaída, un segundo período de enfermedad durante el cual no pudo oír ni informar nada. Se llamó urgentemente al doctor para que examinara la vieja cicatriz en la nuca, pero nada en limpio pudo sacarse de ello.
Paul se quejó al general Boggs de que el trabajo era excesivo y demasiado pesado y le informó que unos días antes de la recaída había perdido contacto con varios de sus hombres. El intervalo de silencio, que duró más de una semana, asustó a Boggs y, en consecuencia a Slater. Durante más de una semana vivieron con el temor constante de que la hermosa red de espionaje que habían estructurado se les deshiciera entre los dedos. Slater, presa de frenesí consultó al doctor Roy, pero sacó tanto en limpio de la entrevista, como de las demás visitas del médico que dos veces al día venía a tomar el pulso de Paul y a revisar la vieja herida. Con vengativo rencor Roy declaró que conocía a Paul Breen menos que a cualquiera de los demás, gracias a la política de mantenerlo apartado. ¿Por qué, entonces, le pedían consejos ahora?
Paul y Martha gozaron con el espectáculo. En vísperas de Año Nuevo un agente murió en Vladivostok. El hombre había pertenecido a un grupo adiestrado en el centro el verano anterior y Paul no lo estuvo observando en forma continua, pero su muerte pareció ser la señal para la iniciación de un movimiento en masa. El día de Año Nuevo los comunistas chinos abrieron una ofensiva terrible en Corea, y se abrieron paso hacia el sur de la península. Casi al mismo tiempo, Canadá comenzó los trabajos para la construcción de otra pila atómica. Paul informó sobre ambos acontecimientos antes de que lo hicieran los periódicos o los informes gubernamentales. Se inauguró en Londres una conferencia de los Primeros Ministros de la Comunidad Británica y por alguna razón, Slater demostró interés en aquel acontecimiento. A fines de enero salió de Washington para presenciar las últimas pruebas de bombas atómicas en Nevada, pero en su ausencia seguíanse vigilando los diversos sucesos que se producían y se acumulaban los informes sobre los mismos.
En los primeros días de febrero, el general MacArthur decidió que la participación de China en la nueva guerra trastornaba todas las ideas preconcebidas sobre una rápida victoria; en Maryland el general Boggs notificó de aquella decisión a las partes interesadas y predijo con cierta presunción, que en un futuro próximo se haría un anuncio público al respecto. Dos semanas más tarde quedó demostrado que estaba en lo cierto. Cayó otro gabinete en Francia, casi a horario.
En el Irán, un agente descubrió e informó que corrían rumores sobre la preparación de un complot para asesinar al primer ministro que se oponía a la nacionalización del petróleo; se envió con toda celeridad una advertencia secreta al representante de Washington, pero no se pudo impedir el asesinato. El general Eisenhower asumió el comando efectivo en Europa de todas las fueras del Atlántico Norte y uno de los hombres de Slater se paseaba al acecho en su cuartel general con los ojos y los oídos bien abiertos. El presidente resolvió relevar a MacArthur del comando en el Lejano Oriente y Slater informó a sus amigos más cercanos sobre ese acontecimiento algunos días antes de que se hiciera pública la declaración.
—¿Paul?
—¿Qué hay?
—Dave está en Irlanda de nuevo. Concuerda contigo respecto de aquel hombre. Es una especie de agente encubierto.
—Sí; Conklin también lo había averiguado. Algunos lo conocen, pero nadie quiere hablar sobre él.
—¿Crees que trabaja con Slater?
—Parece que esa es la conexión; Slater se vendió y demostró su culpabilidad al intentar esconderme su nombre. ¿Y has notado algo más? Ninguno de los hombres que enviamos desde aquí al exterior ha sido destinado a Irlanda. A todas partes del mundo menos a Irlanda.
El verano vino de nuevo y Martha y Paul pasaban al aire libre el mayor tiempo posible; cada día chapoteaban una o dos horas en la pileta de natación... solos. Por no se sabe qué ley misteriosa y no escrita, ningún miembro del personal de la casa se interesaba en usar la pileta de natación mientras ellos estaban en ella, aunque siempre había alguna mucama que rondaba por allí cerca y se apresuraba a alcanzarles las toallas en cuanto salían del agua. También solían efectuar largas caminatas hasta los límites más alejados de la propiedad amurallada, solos de nuevo, pero únicamente después que Paul invitaba al guardaespaldas a no acompañarlos.
—Creo percibir que nos tienen cierta desconfianza —dijo Martha riendo, después que estuvieron fuera del alcance de oídos extraños.
—Desconfianza y duda —agregó Paul—. Slater se pregunta si le convendrá hacer que nos sigan pisando los talones. Satisface nuestros más leves deseos, excepto cuando éstos interfieren con los suyos.
—Esto es como una prisión, hasta por el muro. ¿Qué es lo que habrá del otro lado de la pared?
—No quiero señalar con el dedo, pero allí, en el bosque, frente a nosotros, está parado un par de centinelas. Te oyeron reír hace un momento y se intercambiaron miradas burlonas.
—Yo no puedo... —Martha vaciló, buscando a los hombres hasta que al fin logró localizarlos—. ¡Ah, sí! Ahora los veo. Por favor, maestro, fíjese en mis progresos. ¿Y sabes lo que hice anoche? Desconecté el micrófono de mi baño.
—Ten mucho cuidado —le advirtió rápidamente Paul—. No permitas nunca que lleguen a sospechar lo que eres. Eso sería fatal.
—¡Pero en mi baño, Paul! Por lo demás tendré cuidado. —Reflexionó un momento y agregó—. Esos centinelas... no alcanzo a distinguirlos con claridad. ¿Dices que se estaban burlando?
—Los propaladores de rumores trabajaban en exceso y en su mayoría en dirección falsa. Ahí afuera está acampado un buen número de hombres y te sorprenderías de algunas ideas; en realidad no saben qué es lo que hay dentro de este muro, ni quiénes viven aquí, pero han visto entrar a hombres y mujeres. Los rumores han hecho de ti una mujer mala, Martha.
Ella rió de nuevo, pero silenciosamente.
—Entonces no se burlan, Paul; tienen envidia.
Paul asintió:
—Eso también. —Siguieron caminando y Paul divisó un hombre trepado a un árbol lejano—. ¿Lo ves? —preguntó.
Martha clavó la mirada buscando el árbol grabado en la mente de Paul.
—No. ¿Dónde?
—Haré que se mueva. Trata de observar el movimiento.
El tirador oculto perdió pie, su rifle estuvo a punto de caer y extendió la mano rápidamente para agarrarlo.
—Sí. Ya lo vi y hay otros más.
—Sí, están a nuestro alrededor. Ellos son los que te han visto a ti y a las otras mujeres y han comenzado a difundir los rumores. —De pronto Paul hizo una mueca—. En este mismo momento nuestro hombre te está mirando las piernas. Bueno, en cuanto a eso, allá en la casa también hacen lo mismo al menos una media docena de hombres. —Martha usaba shorts.
—Todos lo hacen —protestó ella—, excepto tú. Nunca vi que las miraras.
Paul respondió con una carcajada y después, con todo cuidado, seleccionó una imagen reciente y la mantuvo en primer plano en su mente hasta que la joven se ruborizó.
—Basta, Paul. ¡Eso no está bien!
—Pero logré lo que me proponía.
Siguieron caminando y descendieron por la colina; la tierra bajaba en suave declinación desde los bosques en dirección a los edificios distantes. Había un sol ardiente y al cabo de un rato Paul se sacó la camisa.
—¿Escuchaste el otro día ese informe de la marina? —preguntó Paul—. Decía que un Skyrocket Douglas había volado más alto y más rápido que cualquier otro avión.
—Me parece recordar algo. ¿Por qué?
—La marina retiene la información. Ese vuelo fue realizado hace algunas semanas y desde entonces hubo uno o dos más. ¿Sabes lo que se proponen hacer?
—No. —Martha lo miró—. Pero puedo adivinar que tú desearías hacerlo.
—Proyectan realizar un vuelo alrededor del mundo con ese avión. Con el número mínimo de escalas. Ahora están instalando bases de aprovisionamiento y esperan que muy pronto podrá partir el avión... El propósito final es el viaje sin escalas alrededor del mundo, con un avión cohete o a chorro; quizás con una combinación de los dos. Creo que lo lograrán.
Ella inclinó la cabeza, siguiendo su razonamiento.
—Rápido.
—Muy rápido. En cuestión de horas. —Después de reflexionar un momento agregó—: Y observa todo ese nuevo asunto de White Sands. No he podido conseguir mucha información de allí, pero sospecho que están construyendo un cohete que será enviado a la luna y que esperan llenar con animales de ensayo. El ejército está mucho más adelantado que la marina en el renglón de los cohetes.
—Mucha gente quedará terriblemente sorprendida si resulta ser de queso —sugirió ella.
Paul estuvo de acuerdo.
—Pero piensa lo que sucedería si ese primer cohete transportara ratones y lauchas. ¿Qué harían entonces los enamorados y los compositores de canciones? —Y añadió poniéndose serio de golpe—. Tienes razón cuando piensas que desearía realizar ese vuelo alrededor del mundo. Quiero estar en cualquier parte excepto aquí. —Le tomó la mano y se la apretó con fuerza—. ¿Cómo es tu isla... tu casa?
—¡Absolutamente hermosa! Mi mente está abierta. ¡Mira!
Un lago azul, muy azul, que parecía surgido de un libro de fotografías en tecnicolor se hallaba enclavado en el mar del Caribe, a cuarenta millas de distancia de cualquier otro punto; más allá, una franja plateada, una hermosa playa de arena tan blanca y tan fina que hería la vista el mirarla bajo el resplandor del sol del mediodía y todavía después de eso aparecía lo más aproximado al paraíso en la tierra que un oficial retirado de la Corona podía esperar encontrar en esos parajes: una pequeña isla entre otras similares de la región..., no más de unas pocas millas cuadradas de extensión y por lo tanto carente de valor desde el punto de vista comercial o turístico; la isla estaba alejada del cinturón de huracanes, al sur del mismo, justamente en el camino de los vientos alisios y su clima era un verano perpetuo. La casa se levantaba detrás de la playa, rodeada de filas de palmeras; tenía un amplio jardín y algún ganado y ovejas. La isla no tenía un sólo camino pavimentado ni edificios de más de un piso; no había cañería de gas; el agua corriente provenía de un pozo con bomba y la electricidad era generada por cada familia para su propio uso particular. Los únicos habitantes de la isla eran descendientes de esclavos africanos que trabajaban como pescadores, marineros o constructores de botes.
Saint George, Grenada, se hallaba a cuarenta millas de distancia navegando con las barcas de los nativos; la ciudad tenía todo lo que se puede esperar de cualquier ciudad pequeña con la característica de que los artículos eran nacionales o británicos más bien que americanos. Iban a la ciudad una o dos veces al mes en busca de aprovisionamiento, pero fuera de eso la familia vivía sola y feliz en medio de ese edén semisalvaje que habían elegido por su propio gusto.
—¿Todo esto parece demasiado primitivo?
—¡Tan primitivo —respondió Paul al instante— que cambiaría todo lo que tengo por ello! —Dirigió a la joven una rápida mirada, como justipreciándola y agregó mentalmente—: ¡Bueno, casi todo!
A fines de julio uno de los agentes viajeros de Slater descubrió el paradero de un alto funcionario del ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña que había desaparecido de su casa desde el mes de mayo. Aquel hombre, junto con un compañero de tareas, desaparecieron en forma inesperada y misteriosa sin ninguna razón aparente y habían logrado permanecer ocultos durante meses. El agente de Slater informó en seguida de su descubrimiento; el general Boggs y su superior jerárquico, Slater, recibieron la noticia, la consideraron y no hicieron nada. Boggs porque no le correspondía y Slater porque no tenía interés. A los pocos días el inglés se desvaneció nuevamente. Mientras tanto se produjo otro asesinato, la caída de otro gabinete, una crisis bancaria y un rey que acababa de regresar del exilio hizo sus valijas para renunciar al trono por segunda vez. Su hijo, que mantenía amistad muy estrecha con una joven norteamericana, vinculada a la embajada, fue su sucesor.
Durante la última semana de septiembre, Rusia ensayó una segunda bomba atómica. Alentada por la autenticidad del primer informe, la Casa Blanca se refirió al acontecimiento el día tres de octubre y casi inmediatamente las estaciones monitoras de largo alcance observaron sus pantallas en busca de la evidencia; ésta apareció y confirmó el informe. Poco tiempo después, durante ese mismo otoño, se realizó una tercera prueba, pero esta vez se trató de una actividad extrañamente familiar que se produjo en un lugar por completo inesperado, lo cual llamó poderosamente la atención de Slater que estaba muy sorprendido. Gran Bretaña comenzó a mostrar las primeras señales externas, inequívocas de que poseía la bomba... o de que al menos la estaban fabricando. Las señales no podían ser distinguidas con facilidad por el ojo inexperto, pero Slater las detectó. Envió a tres agentes especiales a diversos puntos de las islas británicas muy separados entre sí, con instrucciones de esperar y observar. Paul también vigilaba a aquellos tres hombres. No podía vigilar directamente a Slater, pero era capaz de calcular las intenciones de éste estudiando sus reacciones ante ciertos estímulos dados. Al recibir ciertas noticias confidenciales, vía Paul y Boggs, Slater actuaba o no de acuerdo con un propósito oculto. Por lo tanto, era posible adivinar sus intenciones observando lo que hacía con la información que recibía y el traslado subsiguiente de los agentes a lugares lejanos. A veces, Paul no volvía a oír nada más sobre un asunto del cual había informado; otras veces, en los periódicos o transmisiones radiales se hacía un comentario a algún acontecimiento producido en el exterior que sólo podía ser el resultado de la receptividad de Paul y de la injerencia e intervención de Slater.
Los esfuerzos norteamericanos para mediar en la disputa petrolífera entre el Irán y Gran Bretaña terminaron en un fracaso completo que despertó las sospechas de Paul porque Slater había seguido todo el asunto con mucha atención. ¿Y qué interés pudo haber tenido Slater en un golpe militar en Damasco que terminó con el derrocamiento del premier y sus ministros?
La Navidad trajo un alto en casi todas las actividades. Paul mantenía contacto con setenta hombres y lisa y llanamente le advirtió al general Boggs que el número no podía aumentar. Subrayó la advertencia con informes muy sucintos y frecuentes dolores de cabeza; durante muchos días no informaba ni una palabra sobre algunos agentes aunque en el centro se continuaban recibiendo los informes cablegrafiados de los mismos. A veces, mientras estaba en sesión informando o resumiendo las últimas noticias, se paraba de pronto y se quejaba de que le dolía la cabeza. Boggs temía una recaída de la enfermedad del año anterior y aflojaba. Se concedieron licencias a casi todo el personal con motivo de la Navidad y también a Martha cuando lo solicitó, pero debido a las estrechas relaciones que mantenía con Paul, antes de que partiera le hicieron presente de nuevo las reglas de seguridad que debía observar y se designó a un hombre para que la siguiera después que hubo franqueado la puerta.
—Tienes que tener mucho cuidado —le advirtió paul—, Informarán de todo lo que hagas. —Paul estaba parado al lado de la ventana del tercer piso viendo cómo el coche de Martha rodaba sobre el camino de asfalto.
Martha se había recostado sobre el asiento y conversaba con un joven oficial que volvía a su casa para las vacaciones. El oficial se hallaba sorprendido y encantado de encontrarla sola.
Martha sonrió al oficial y transmitió rápidamente a Paul:
—Tendré cuidado querido. Pasaré unos días en Savannah para cuidar las apariencias. Pienso volver pronto; te veré el día de Navidad. ¡Mira lo que está haciendo este fresco!
El oficial comenzó su ofensiva con un breve intento de convencerla para que se fuera a su casa con él.
—¡A mi gente le encantará que usted vaya!
—¡Cuidado con los peligros del pecado! —le advirtió Paul—. A alguien más le encantará además de a su gente. A ver si haces que se retuerza... con un buen hormigueo en los pantalones.
—¡Oh, Paul, no!
—Soy un tipo celoso —dijo Paul—. Si deja caer esa mano sobre tu rodilla se arrepentirá.
Cuando el coche se aproximaba a Washington el joven oficial dejó escapar un grito de dolor y sorpresa. Se frotó las asentaderas y enrojeció. El chofer se dio vuelta.
—¿Qué le pasa?
—¡Me picó una abeja!
—¿Abejas en diciembre? ¡Usted está loco!
Paul seguía al lado de la ventana del tercer piso, silbando.
El día de Navidad fue tranquilo y frío; en la atmósfera había una inmovilidad que parecía prometer la paz eterna. Los árboles que se veían más allá del muro de piedra estaban totalmente desnudos y sus ramas se perfilaban contra el cielo nublado y sombrío. Los soldados que estaban debajo de los árboles tiritaban de frío y maldecían a la suerte.
Hasta el mediodía no aparecieron los tenues rayos del sol que fueron impotentes para disipar el frío.
Paul desayunó tarde y anduvo vagando por la gran casa, maravillado por la soledad que reinaba en ella. Desde aquel día de primavera, hacía casi dos años, en que se había mudado allí, nunca la había visto tan vacía. Recorrió la casa intercambiando "Buenos días” y "Feliz Navidad” con los que se habían quedado y al fin localizó al hombre que buscaba. Sabía que el hombre era uno de los agentes más secretos de Slater, encargado de vigilar a Paul y a los otros habitantes de la casa y por eso lo había elegido deliberadamente para aquella diligencia con el objeto de asegurarse de que la información llegaría al jefe.
—¿Lo consiguió? —preguntó Paul al funcionario.
—Aquí está —contestó el otro y le entregó un paquetito—. Le deseo buena suerte.
—Gracias, gracias por las dos cosas. —La entrega del paquete implicaba que Slater había dado su aprobación. Paul abrió el pequeño envoltorio y exhibió en su interior un anillo de compromiso—. ¿Cree que le gustará?
—¡A mí me gustaría, si estuviera en su lugar! —exclamó el hombre y agregó riendo—: ¡Pagamos bastante por él!
Martha regresó en las primeras horas de la tarde. Paul la esperó durante horas y localizó el automóvil cuando estaba aún muy lejos de la casa de Maryland. Martha estaba presa de gran excitación.
—¡Paul, mi hermano estuvo en Savannah!
—Me imagino que no estuviste con él...
—No, por supuesto que no. Se alojó en el hotel y yo almorcé en el comedor del mismo. ¡Paul, ha localizado a Willis!
—¡Cuéntame!
—Mírame, Paul. En esta forma te enterarás más rápido. Lo he memorizado todo. —Puso de lado su escudo protector y sus pensamientos se mostraron desnudos ante él.
Se produjo entre ellos un prolongado silencio. El auto dejó la carretera y dobló, tomando el camino que conducía a las puertas de entrada que protegían la propiedad. Al llegar a la segunda puerta Paul habló de nuevo.
—¡De modo que eso es lo que resultó ser ese Willis!
—Repugnante, ¿no es cierto? ¡Y Slater que hablaba de patriotismo! —Ella dejó traslucir su amargura y su perplejidad—. Paul, ¿qué haremos ahora?
—No lo sé, todavía. Pero no haremos nada hasta no encontrar el medio de hacerlo caer.
El coche atravesó la segunda puerta y tomó el camino que conducía a la casa. Después de un instante, Martha tuvo un nuevo pensamiento, en el que dejó traslucir su curiosidad creciente.
—Paul, ¿qué es lo que me estás escondiendo?
—¿Escondiendo? ¿Yo?
—¡No te hagas el inocente! Siento que tratas de ocultarme algo. ¿Qué ha sucedido?
—No ha sucedido nada, nada de lo que te supones.
—Entonces, ¿qué es lo que me ocultas?
Ella sintió su cálida risa.
—¡Ven a casa y lo averiguarás!
Paul sostenía en la mano el estuche con el anillo, ocultándolo con sumo cuidado de su mente inquisidora.
DIECISEIS: 1953.
—No me agarrarán nunca, Paul. Te lo prometo.
El se movió hacia adelante en el asiento y empujó a la muchacha hacia el borde de sus rodillas.
—Tengo hambre. Por favor, trata de averiguar qué es lo que está demorando la cena.
Ella luchó por mantenerse en su lugar y trató de besarlo una vez más pero Paul se puso de pie, riendo—. ¡Arriba! ¡Estoy desfalleciendo de hambre!
Martha consiguió pararse, le dirigió un pensamiento secreto y se encaminó hacia la salida del departamento. Su mano extendida vaciló un instante sobre la manija de la puerta y por encima del hombro buscó en los ojos del muchacho su mirada ardiente, cariñosa.
—Estoy contenta de que me quieras, Paul —y abrió la puerta.
Permaneció allí durante algunos segundos, terribles e interminables, con la puerta medio abierta, mirando hacia el corredor exterior, con la vista clavada en alguien que estaba fuera del alcance de los ojos de Paul. Se llevó rápidamente la mano a la boca para ahogar un grito y cuando se volvió hacia él mostró el rostro aterrorizado y sonrojado por la emoción.
—¡Ten cuidado! —le espetó él—. ¡No tienes que saber nada!
—Paul...
—¿Qué?
—Fue encantador el haberte conocido, querido —murmuró—. Adiós.
Un hombre alto, voluminoso, de aspecto distinguido, la empujó hacia un lado con brusquedad y la muchacha desapareció de la vista. El recién llegado no usaba uniforme pero no podía ocultar su porte militar. Con paso rápido penetró en la habitación y con gesto enérgico y decidido cerró la puerta tras de sí.
Paul no se movió del asiento.
—¿El coronel Johns?
—Ya que conoce mi nombre... sí; soy el coronel Johns.
—Entre por favor.
—Estoy adentro —dijo con vivacidad.
—Gracias. He pedido la cena. ¿Quiere acompañarnos?
—No. La cena no llegará.
—¿Qué? —Paul se acomodó en el sillón, apoyando suavemente una mano sobre el libro de Robinson—. ¿Ahora?...
—Ahora —repitió el coronel bruscamente. Permaneció al lado de la puerta, apoyándose contra ella—. Y haré caso omiso de las formalidades—. Sacó del saco una pistola automática—. No habrá ninguna de esas tonterías; nada de últimas cenas y de últimas palabras. Si conoce mi nombre también debe saber que tengo por usted la misma consideración que por una víbora. Odio a las víboras—. Levantó la pistola a la altura de los ojos y apuntó hacia Paul con precisión.
Paul Breen no se movió del asiento.
—¿No puedo decir nada? —preguntó con calma.
—Nada: está decidido. —El dedo se afirmó contra el gatillo.
—Entonces, lo siento por usted, coronel Johns.
El caño de la pistola describió rápidamente un arco y dejó salir la llama del estallido. Las paredes eran a prueba de ruidos. Ni siquiera los micrófonos, enmudecidos, pudieron transmitir el estampido del disparo.
El cuerpo rígido y marcial del coronel se desplomó sobre el piso, con el rostro y casi toda la cabeza destrozados. Los dedos inmóviles dejaron caer la pistola que chocó contra el suelo con un ruido estrepitoso. El arma había traicionado a su dueño en la forma más horrible y el asombro del hombre quedaría grabado en su mente para toda la eternidad. Paul se levantó de la silla, se detuvo no más de un instante para contemplar el cadáver y luego se dirigió nuevamente hacia la puerta de comunicación con el departamento de Martha. Apoyó la mano en el picaporte y con gesto rápido abrió la puerta. Apareció la cara de un hombre que lo miró con asombro.
—Pase, Slater. Tenga la bondad de acompañarnos.
Slater vaciló en el umbral de la puerta; su mirada incrédula iba de la figura viviente de Paul a la otra que yacía en el suelo.
—Está muerto —le aseguró Paul—. Un disparo a muy poca distancia.
—¿Qué le sucedió? —preguntó Slater,
—Se disparó un tiro.
—¡Usted miente! —Slater avanzó unos pasos, con expresión amenazadora.
—Compruébelo usted mismo.
Slater lo hizo. Atravesó el cuarto y poniendo una rodilla en tierra observó el cuerpo caído. Evitando con cuidado el amplio charco de sangre, estudió detenidamente todos los indicios hasta que en forma lenta y desesperada pero inexorable llegó a una certidumbre.
—¿Cómo consiguió usted hacer esto?
Paul le sonrió, con sonrisa fría y burlona.
—Usted debería saberlo. Usted interrogó a Roy y a Grennell sobre la telequinesis. Envió a Carnell para que me lo preguntara a mí. Fíjese bien, Slater. —Se acercó hacia el cadáver y agregó—. Telequinesis.
—¿Usted lo obligó a matarse?
—Hice que la pistola se diera vuelta. Usted será el próximo.
—¡Qué! —De un salto Slater se puso de pie y retrocedió—. Usted no puede hacer que me mate. No puede.
Paul no contestó. Sus ojos reflejaron un pequeñísimo movimiento y Slater dio vuelta la cabeza de golpe para observar con mirada penetrante. La pistola automática del coronel se estaba moviendo lentamente sobre el piso, deslizándose hacia los pies de Slater. Slater contempló el arma con una mezcla de incredulidad y estupor mientras su cara y su cuello se cubrían de sudor. La pistola llegó hasta la punta de sus zapatos, tocó uno de ellos y se detuvo.
Paul dijo con voz dura:
—Telequinesis.
—¡Primero lo veré en el Infierno! —Con ademán brusco Slater agarró la pistolera que llevaba colgada del hombro y sacó una pistola idéntica a la que estaba en el Suelo. La esgrimió en dirección a Paul, tomó puntería y vaciló; su rostro se cubrió de una palidez mortal, las venas parecían querer saltársele del cuello y los ojos tenían algo de desvarío. Mientras lo invadía un terror creciente vio cómo su propia mano se iba dando vuelta y el caño del arma giraba hasta alinearse al nivel de sus ojos; después se detuvo, manteniéndose firme.
Slater contemplaba el caño mortífero, impotente, incapaz de mover la mano, el cuerpo, la cabeza. Sólo sus labios pudieron moverse y comenzaron a suplicar, con un murmullo sordo: —¡Sáquelo de aquí! ¡Sáquelo de aquí!
—Todavía no..., tendrá que escuchar primero lo que tengo que decirle.
—Escucharé todo lo que quiera, pero ¡sáquelo de aquí!
—No. —Paul se sentó de nuevo en el sillón, observando al hombre con mirada fría y penetrante—. No me gustan los dramas, Slater, y tampoco las intrigas... especialmente las de su clase. Diré lo que tengo que decirle lo más rápido que pueda y entonces terminaremos con esto.
—Lo escucho —declaró el jefe con desesperación.
—¡No tiene más remedio que hacerlo! Hace algunos años cometí un error, Slater y desde entonces usted es el que ha cometido todos los demás. Permití que me descubrieran, que supieran quién soy: un monstruo en vuestro mundo. Desde ese día me dijeron muchas veces que no debí permitir que ocurriera; si hubiera sido mayor, más prudente y experimentado, no habría sucedido. Pero ocurrió y llegué a Washington ansioso por ayudarlos en todo lo que pudiera. Usted lo sabía y rápidamente quiso aprovecharse de mí. Pero comenzó a cometer algunos errores que nunca olvidaré.
"Usted envió a aquel tirador que se instaló frente a la embajada... quería matarme, pero para eso tenía que sacarme de la casa. Quería eliminarme, porque se dio cuenta de que yo buscaba las huellas de un hombre llamado Willis y porque yo no acataba sus órdenes. Me había negado a cooperar con Carnell. Por eso instaló aquella noche al tirador, esperando eliminarme. Fracasó. —Paul se inclinó hacia adelante, con el rostro en tensión—. Antes de eso envió a Karen para que me vigilara, aquella noche en que dimos la fiesta en el hotel. Y después, muchos años después, cuando habíamos llegado a ser amigos íntimos, la obligó a hacer un informe escrito sobre nuestras relaciones. Usted sabe lo que eso significó para ella. Y con esto son dos que me debe usted, Slater.
"Después me despojó de los pocos amigos que tenía, por celos o miedo de nuestra amistad. Envió a Peter Conklin a Rusia... y se encargó de que una patrulla lo encontrara cuando probó ser mejor espía de lo que usted esperaba. Usted no tenía el propósito de que él se aproximara tanto a aquellas bombas, ¿no es cierto? A usted nunca le agradó el firme vínculo que existía entre nosotros, ¿no? De suerte que persiguieron a Conklin y lo mataron, indirectamente por su mano. Willis se encargó del asunto. Después, usted envió a Carnell a Tokio y por una falla inesperada del motor, el avión se hundió en el Pacífico. Usted no estaba dispuesto a compartir el secreto sobre mi persona con un hombre del calibre de Carnell. Dos más que se van y son cuatro que me debe usted.
"La amiga de Conklin, Emily, desapareció después, dejando sólo a Karen. Usted la envió a Inglaterra y allí está todavía, enloqueciendo lentamente al no saber si volverá algún día. Dos puntos más para usted. Como ve, Slater, me debe una buena suma y ha llegado el momento de pagarla.
Slater murmuró:
—¡Saque esto de aquí!
—Quedará ahí hasta que esté listo. Todavía no he terminado. El asunto siguiente es este centro de adiestramiento y los agentes que con todo cuidado ha esparcido por el mundo. Una red de espionaje maestra, dirigida con eficiencia y operada con habilidad, una red de espionaje como el mundo no ha conocido otra. Una idea magnífica y patriótica, Slater, si este país la hubiese aprovechado. Infortunadamente no fue así. Usted manejaba los informes para sus propios propósitos; entregaba los que consideraba conveniente que fueran comunicados a Washington, pero los que creía que no debían ser conocidos eran entregados sólo a Willis. Y Willis los usaba. Setenta hombres, buenos, inteligentes, repartidos en todo el mundo, setenta hombres que informaban a usted y a Willis sobre cosas que son difíciles de conocer.
"Y así llegamos a su último error. ¿La pistola se está poniendo pesada? Ya no falta mucho. Al final usted comprendió que yo sabía todo lo referente a Willis, que conocía sus relaciones. Salieron a luz investigaciones que sólo pudieron tener su origen en mis informes. Más tarde usted averiguó los pasos dados por Conklin en Shannon mientras esperaba su próximo avión y se encontró con que había estado escudriñando; también vigiló las actividades de Karen para ver si trabajaba para mí. Llegamos por fin al momento en que Willis le comunicó en forma definitiva que alguien lo estaba buscando, que lo había estado vigilando desde hacía meses. Tenía pruebas concretas de ello. Entonces ustedes dos decidieron que era el momento de eliminarme y usted envió aquí al coronel Johns. —Paul lo contempló con desagrado—. Johns no iba a seguir viviendo después de haberme asesinado. Usted tenía que hacerlo callar y por eso lo estaba esperando en el cuarto de Martha para concluir la tarea.
Paul se levantó de la silla, se dirigió al armario y descolgó su saco. Comprobó si en el bolsillo interior estaba su billetera y sus credenciales y se acercó de nuevo a Slater.
—Está transpirando, Slater. Eso me agrada. Conklin no tuvo tiempo para transpirar... lo suyo sucedió demasiado rápidamente, pero Carnell sí lo hizo, mientras el avión iba cayendo; tuvo que estarse ahí sentado y ver cómo se iba precipitando al mar y Karen está ahora transpirando por un boleto de vuelta. Transpire un poquito más, Slater, que ya terminamos.
Estaba parado frente al hombre, lleno de ira, pero sereno.
—Hay una sola cosa más que quiero decirle, para que se sienta aún más desesperado en el corto espacio de tiempo que le queda por vivir. Usted no está solo en esto... no es el único que esta noche se enfrenta con el caño de su pistola. Willis también está transpirando.
Los ojos del hombre se apartaron lentamente de la pistola y miró a Paul con fijeza.
—¿Otro... monstruo? —susurró.
Paul inclinó la cabeza, gozando con el apelativo.
—Otro monstruo. Como yo. Y escúcheme, Slater... esto no es todo. Existen otros más. Me alegro de que esto lo moleste, Slater.
"Monstruo”, trató de gritar Slater pero no pudo emitir sonido alguno.
—¡Seguro! —concedió Paul en tono malhumorado—. Y Willis se está enfrentando con el suyo... ahora. Otro monstruo lo siguió durante meses, otro monstruo le hizo despertar sospechas y lo volvió a usted contra mí. Ese monstruo le está haciendo a Willis lo mismo que yo a usted. Willis fue su maestro, Slater y usted quiso imitarlo. Willis ha estado trabajando en esos asuntos durante largo tiempo y muchos hombres quisieron imitarlo. Willis trabajó para Alemania en 1914 y se ofreció sus servicios al mundo después de esa guerra. Trabajó de nuevo para Alemania en 1939 y cuando el segundo intento alemán fracasó se volvió hacia Rusia, pero en todas partes vendió sus artículos y sus servicios al mejor postor, a los mejores postores, en todo momento. Willis permanecía en Irlanda y espiaba a todo el mundo, para todo el mundo. Personas como usted no eran más que sus muñecos, sus títeres. Usted le pertenecía en cuerpo y alma.
"Willis era el amo de todos, y tipos como usted bailaban cuando él tiraba de los hilos. —Paul se puso el saco—. La carrera de Willis llega esta noche a su punto final; lo mismo que la suya. Saque esa pistola de ahí.
Lenta y rígidamente, como si luchara contra su voluntad, la mano volvió a colocar la pistola en la funda.
—Ahora escúcheme con suma atención y no incurra en ningún error. Si usted comete una equivocación o intenta dar una señal o un grito, su lengua quedará pegada a la garganta y lo estrangulará. Iremos abajo y usted pedirá que el coche nos espere a la puerta. Le ordenará al chofer que se quede y usted manejará. Atravesaremos las puertas y mostraremos nuestros pases como lo hacemos siempre. Nos dirigiremos al aeropuerto de Washington. Cuando estemos allí, usted comprará los boletos para seguir aquel viejo itinerario que era usado por ustedes, ¿recuerda? De Washington a Miami, de ahí a Nueva Orleans y ciudad de Méjico. Y después subiremos al avión.
Slater murmuró con voz ronca.
—¿Qué sucederá?
—¡Hombre! —exclamó Paul con sorpresa burlona—. Usted nunca llegará a Méjico, por supuesto. Algo le sucederá a usted durante el camino.
—¡No iré! —lo desafió Slater, con voz en la que se mezclaban el miedo y la furia—. ¡No iré!
—Irá —lo contradijo Paul—. ¡A ver qué le parece esto!
Se produjo un momento de silencio expectante y tenso y de pronto Slater pegó un alarido, apretándose el vientre como si estuviera en agonía.
—Irá —repitió Paul con falsa amabilidad.
Dirigió rápidamente su atención hacia Martha, buscándola y la localizó en algún lugar del parque. —¿Oíste esto?
—Te oí a ti, Paul —Paul sintió que la joven temblaba.
—¿Estás libre?
—Libre y segura. Estoy paseando por el jardín. Hay un hombre conmigo.
—Líbrate de él. Dirígete lentamente hacia el camino o hacia la puerta. Si tenemos suerte podremos recogerte con el coche.
—Tienes que traerme mi pase. Está en el cajón de arriba del escritorio.
—Muy bien, lo haré. Espéranos y trata de observarnos.
Paul se volvió hacia Slater.
—¿Quiere más o ya puede caminar? —Atravesaron la habitación de Martha y se dirigieron lentamente hacia el ascensor.
El cielo nublado sólo permitía que los pálidos rayos de la luna iluminaran en forma intermitente las aguas cálidas y perezosas del golfo de Méjico. La noche estaba tranquila, casi desierta, aunque a algunas millas de distancia el resplandor de las luces de neón se reflejaba contra el cielo nublado y de vez en cuando se oía el sonido vibrante de un gramófono que había sido sintonizado con demasiada fuerza. Ocasionalmente se veía algún automóvil que cual una flecha y haciendo chirriar las gomas, recorría alguna carretera lejana buscando las luces de la ciudad. Era una ciudad de Florida, pequeña y desconocida, que ni siquiera tenía nombre y estaba situada algo arriba de San Petersburg, sobre la suave pendiente de la playa del golfo.
Martha se paseaba muy cerca de la costa, observando con cautela la playa, las luces lejanas de la ciudad y la franja de arena próxima. Detrás de ella, en la obscuridad, podía oírse el murmullo de voces entrecortadas y violentas. Oyó la voz y el pensamiento de Paul, pero se quedó donde estaba, lista para interceptar a cualquier persona que se les pusiera en el camino.
—¡Camine! —exigió Paul en tono bajo pero urgente.
—¡No, maldito sea... maldito sea!
Slater se hallaba parado con el agua a la altura de los tobillos; y el rostro dado vuelta rígidamente para no mirar a la playa, esa playa bañada por las aguas cálidas y acariciantes del golfo. A lo lejos, a distancia incalculable, se divisaban las débiles luces de un carguero solitario que parecía deslizarse sobre la superficie del mar.
—¡Camine! —murmuró Paul.
Slater levantó un pie del agua, buscó a tientas un lugar para apoyarlo en el suelo y después movió el otro pie.
—¡No! —Sus pies continuaron moviéndose lentamente, contra su voluntad—. ¡No! —Trató de dar vuelta la cabeza y mirar hacia atrás pero no pudo—. ¡Basta! ¡Deténgase!
—No pienso detenerme —exclamó Paul con furia salvaje—. Esto es por Conklin y Carnell y Karen y Emily. Siga andando, Slater.
El hombre continuó caminando mar adentro, con movimientos torpes como los de un muñeco.
Martha oyó un leve ruido.
—¿Paul?
—¿Qué hay, querida?
—¿Ha...?
—Ha desaparecido.
Ella temblaba de nuevo.
—No lo lamento.
Paul se acercó a su lado, sobre la arena.
—Deja de pensar en él —murmuró—. ¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está el bote que prometió?
Martha señaló hacia el mar obscuro.
—Allí está, Paul. ¿No puedes verlo? Trató de forzar la vista pero sin resultado; entonces volvió a recurrir a su receptividad, utilizando su poder al máximo para localizar mentalmente la embarcación.
—No; no puedo.
La joven rió suavemente y le tomó la mano.
—Ya veo que tendré que seguir enseñándote. —Señaló a la distancia una vez más y él intentó seguir el dedo indicador—. Está allí, a unas tres horas de navegación. Nos recogerá antes del amanecer. Y ahora deja tú de preocuparte.
—No estoy preocupado —aseguró Paul—, sino intranquilo. No quisiera que algún borracho se apareciera por aquí y nos encontrara. —Se dio cuenta de que ella se estaba riendo mentalmente.
—Pero Paul, creerá que somos elefantes rosados.
Paul se le aproximó hasta que sus cuerpos se tocaron.
—En este momento sólo deseo dos cosas que no son ni borrachos ni elefantes. —Como ella no contestara, Paul agregó silenciosamente—: La segunda cosa, es la isla.
Martha lo rodeó con sus brazos.
—Mi querido monstruo.
TELEPATÍA: (Sustantivo). La supuesta comunicación de una mente con otra a la distancia por otros medios que no sean los sensoriales comunes; transmisión del pensamiento. (Palabra creada, alrededor de 1886, del griego, para expresar el poder de comunicación mental).
1. Apto para ir al frente de batalla.
FIN
Título de la obra en inglés: WILD TALENT
Traducción: Flora W. de Setaro
Ilustró la portada: De los Heros
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Queda hecho el depósito previsto por la ley Nº 11.723
Copyright by JACOBO MUCHNIK - EDITOR - BUENOS AIRES 1956
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FANTACIENCIA