LA PUERTA (Domingo Santos)
Publicado en
abril 12, 2017
Quizá, si hubieran séguido los cánones de lo que era considerado como tradicional, las cosas hubieran ido por otros rumbos. Los estándares preestablecidos señalaban que una invasión extraterrestre debía ser forzosamente poderosa, agresiva, cataclísmica, masiva, despiadada... y, naturalmente, ser una invasión.
Pero los extraterrestres llegaron sin previo aviso una soleada tarde de agosto, en una solitaria navecilla de aspecto inofensivo que se posó suave y silenciosa en el gran prado frente al Capitolio de Washington. La nave no era ni ominosa, ni hostil, ni potente. Ni siquiera era bonita: tan sólo funcional. Y sus ocupantes no se revelaron tampoco como seres extraterrestres: eran simplemente robots.
El ejército terrestre, por supuesto, cumplió de inmediato con su obligación. Veinte minutos después del aterrizaje la zona estaba acordonada por infantes perfectamente equipados, rodeada por poderosos carros de combate y sobrevolada por dos coberturas de helicópteros y reactores de despegue vertical. Pero todos ellos llegaron tarde, puesto que, cuando se presentó el primer contingente de tropas, los robots que ocupaban la nave ya habían salido al exterior y estaban trabajando tranquilamente.
Habían aparecido por una puertecilla que se abrió silenciosa a un costado de la nave apenas ésta hubo tomado tierra, y se pusieron inmediatamente a la tarea. No hicieron el menor caso de los curiosos que se acercaron; ni siquiera volvieron sus metálicas cabezas cuando el primer jeep frenó con un espectacular derrape y los primeros infantes saltaron al suelo como quien desembarca en una playa cubierta por el fuego enemigo. Simplemente, siguieron trabajando.
Estaban construyendo algo.
El general Cúster, que hasta aquel momento se había sentido orgulloso de su nombre, estudió una vez más el plano que tenía desplegado sobre su mesa. Finas gotitas de sudor perlaban su frente.
—Es inaudito —musitó—. Increíble.
La zona estaba completamente cercada en un radio de cien metros en torno a la nave extraterrestre. Al principio, el general había dado orden de no acercarse más de lo prudente, en espera de acontecimientos. Luego había descubierto que, aunque quisieran, no podían acercarse cuando, al ver que los acontecimientos no se producían, dio orden de avanzar cautelosamente: una invisible barrera los detuvo a cincuenta metros de la nave, impidiéndoles cualquier penetración.
Un teniente se introdujo en la tienda de campaña, sobando nerviosamente un informe.
—Es como una cúpula, señor —dijo, entregándole los papeles—. No existe ningún punto de penetración.
El general no hizo ningún comentario: cuando los generales se sienten desconcertados, evitan los comentarios con sus subordinados.
—¿Los demás informes? —pidió.
—Se están redactando, señor. Estarán listos en un par de horas.
El general Cúster gruñó algo inconcreto. Echó una ojeada al informe: no decía nada de particular. Se habían efectuado las pruebas de rigor con todo tipo de aparatos de medición, se había intentado perforar la invisible pantalla por todos lados, se le habían disparado balas de cañón, de mortero, de ametralladora, de fusil y de pistola, se le habían lanzado granadas, se le habían aplicado explosivos plásticos, incluso se le habían tirado piedras. La barrera formaba como una cúpula en torno de toda la nave, incluso por debajo de la superficie del suelo hasta una profundidad desconocida, protegiendo a ésta y a los robots que trabajaban junto a ella de cualquier influencia exterior.
Trabajaban... ¿haciendo qué?
Nadie sabía decirlo exactamente. Parecía como si estuvieran construyendo algo. Pero no era muy grande. Dos veces el tamaño de un hombre, quizá un poco más. Alguien había hecho un comentario diciendo que era algo así como un arco o una puerta... Sí, realmente, parecía una puerta.
Lo más exasperante de todo el asunto era la indiferencia de los robots. A nadie le gusta que le vengan un par de extraños a su casa y, sin decirle ni una palabra, se pongan a construirle un castillo de arena en medio del comedor. Eso, a escala cósmica, era lo que estaban haciendo aquellos absurdos armatostes metálicos, y quienes los habían enviado ni siquiera habían tenido la delicadeza de acompañarlos con un emisario de carne y hueso: solamente máquinas.
Gruñó de nuevo.
Salió al exterior. Era de noche. Pero potentes focos iluminaban el círculo de soldados y carros de combate. Una iluminación, por otra parte, totalmente innecesaria: en un momento determinado el general había ordenado apagar todas las luces y utilizar solamente infrarrojos para ver lo que ocurría, y los robots habían seguido trabajando tranquilamente en la oscuridad. Pero como los hombres no pueden ver en la oscuridad, el uso de los infrarrojos era un engorro y el general no quería perderse ningún detalle de lo que hacían aquellos montones de chatarra rodante, ordenó encender de nuevo todos los focos. También ordenó que se dispusieran en cuadro cuatro grabadoras de vídeo para registrar en todo momento lo que hacían aquellos seres metálicos. Y, a falta de nada más, esperó.
Los primeros días habían sido un auténtico lío. La prensa no había tardado ni un minuto en hacer acto de presencia. Luego fueron las diversas cadenas de televisión, con sus equipos móviles, sus furgonetas y hasta sus puestos de hamburguesas propios. Empezaron a llegar enviados especiales de otros países. Hubo que habilitar un espacio reservado para ellos, y se dieron números para reservar turno, pese a lo cual se organizaron auténticos desmadres. Pero, aparte esos pequeños detalles marginales y las escaramuzas con los siempre odiados cuarto y quinto poder, no ocurría absolutamente nada digno de mención. Los robots seguían construyendo lo que fuera, impávidos ante todo y ante todos.
Pero las altas esferas querían saber exactamente qué era todo aquello, y ponerle enérgico remedio. Deseaban acción.
¿Pero qué se podía hacer cuando los proyectiles de mayor poder de perforación resbalaban en el escudo de energía y se hundían en el suelo y salían desviados por el aire, y el láser producía el mismo efecto que la mantequilla sobre unas tostadas calientes? Quedaba la energía atómica, por supuesto, pero el general no se atrevía a utilizarla en aquel lugar crítico, pese a algunas insinuaciones de los halcones. Y las notas de protesta y las medidas diplomáticas que preconizaban las palomas eran tan inútiles como las armas, y casi igual de ridiculas.
Se metió de nuevo en su tienda, mesándose los pocos cabellos que le quedaban.
Poco después todos los informes estaban ante su mesa. Pero en conjunto no eran más que papel mojado. No revelaban nada que no pudiera deducirse por la más simple de las observaciones directas, Los exámenes efectuados a distancia —no cabía hacerlos de otra forma— indicaban que el metal de la nave y de los robots era una aleación desconocida: no se podía precisar más. Los robots se movían evidentemente por medio de impulsos electrónicos, pero se ignoraba la fuente. ¿La pantalla de energía? Misterio absoluto. ¿La propulsión de la nave? ¡Uf! ¿La posibilidad de que dentro del artefacto hubiera algún ser pensante dirigiendo toda la maniobra? Sí, cualquier cosa era posible. Lo único en que coincidían todos los informes era en declarar, a título exculpatorio, que desde aquella distancia y en aquellas condiciones era imposible precisar más, como si sólo se pudiera dictaminar con seguridad acerca de aquello que puede ser examinado al microscopio.
—Señor, llaman del Pentágono —dijo el teniente, entrando por enésima vez en la tienda—. Esta vez es el presidente en persona. Quiere saber algo concreto. El oficial de comunicaciones pregunta si se pone usted.
El general Cúster, campeón de mil batallas contra los enemigos de la democracia yanki, gruñó la obscenidad que hubiera deseado decirle al presidente pero que, pese a todas sus medallas, no se atrevía a pronunciar.
Se fueron al tercer día.
Durante aquel breve lapso de tiempo, los robots alienígenas habían trabajado sin el menor descanso, las veinticuatro horas del día, levantando la cosa. Luego, silenciosamente, recogieron todas sus herramientas y se metieron de nuevo en la navecilla. Ni en una sola ocasión habían alzado la vista (si es que tenían ojos) de lo que estaban haciendo, no habían dado muestras de ser conscientes de lo que ocurría a su alrededor fuera del domo, no habían mostrado la menor curiosidad por nada excepto su trabajo. Una vez terminado éste, la puerta de la nave se cerró a sus espaldas, y durante un segundo hubo expectación.
Los aparatos detectores y de medición, que permanecían constantemente enfocados en la nave, detectaron un chasquido, y los indicadores señalaron, por una breve fracción de segundo, que la pantalla de energía había desaparecido tan repentinamente como apareció. El general Cúster aulló una orden, pero ya era tarde: el aparato dejó escapar un sonido en las fronteras de lo audible y dio un salto hacia arriba como impulsado por una gigantesca catapulta. Tres segundos más tarde todo rastro de él había desaparecido en el cielo.
Pero en el suelo quedaba su obra. Por un momento el general Cúster no supo qué hacer. Luego, tragando dificultosamente saliva, consciente de los numerosos ojos, físicos y electrónicos, fijos en él, con el peso de Corea, Vietnam, Nicaragua, el Golfo Pérsico y cien mil heroicidades más sobre sus hombros, avanzó unos pasos, haciendo un expresivo gesto para que nadie le siguiera. Sabía que aquella imagen podía llegar a ser tan famosa como la de la pisada de Armstrong en la Luna, y el pensamiento le aflojó instantáneamente las tripas. No sabía lo que iba a ocurrir a continuación.
Avanzó tanteando el terreno. Tras los primeros pasos, sacó su pistola de la funda y la amartilló. Luego pensó que aquel gesto era ridículo, pero mantuvo el arma firmemente asida. Se dirigió en línea recta hacia la obra de los robots, intentando que su paso fuera firme, y se detuvo a pocos pasos de ella. Aunque era de noche, la claridad de los focos permitía ver hasta el más mínimo detalle de la estructura. La examinó largamente, intentando deducir qué era, intentando descubrir algún indicio que le permitiera reconocerla como algo distinto de lo que a todas luces parecía ser. Adelantó una mano con intención de tocarla, pero la retiró unos milímetros antes de hacerlo, temeroso de no sabía qué. Aguardó una iluminación divina. No llegó. Finalmente se dio por vencido. Aunque le juraran lo contrario, en su mente de militar no cabría ya en todo el resto de su vida ninguna duda: aquello era, sencillamente, una puerta.
—Lo siento, caballeros, pero aunque ustedes quieran que les diga lo contrario no puedo decirles otra cosa: es total y absolutamente una puerta.
El reducido círculo de VIPs se agitó inquieto. El hombrecillo guardó sus instrumentos, se frotó las manos como si quisiera desprender de ellas un invisible polvillo, se quitó las gafas y las limpió con una gamuza. Bizqueó un poco.
—Sin embargo, tiene que haber algo distinto —razonó el subsecretario de Estado—, Piense que su origen no es terrestre.
—Eso es evidente —admitió el hombrecillo—. Ni su estructura, ni los materiales que la componen, ni su ornamentación, dejan lugar a dudas. Pero ahí terminan todas las diferencias: por lo demás, es una puerta con todas las de la ley.
Miró hacia ella. Realmente era extraña. Se erguía allí, aislada en mitad del .césped, una incongruencia, sin ningún puntal ni apoyo que la sostuviera: sólo un marco y una hoja cerrando la abertura. Pero en aquellas dos simples cosas se hallaba implicado todo. No se trataba de una puerta funcional, ni siquiera era una recargada puerta de estilo barroco. Era, sencillamente... exótica. Aunque su forma fuese básicamente cuadrangular, la ornamentación no ponía en evidencia ninguna línea recta: tan sólo el conjunto, visto desde una cierta distancia, daba esa impresión. Era alucinantemente barroca, pero en un sentido distinto del que normalmente se le da a esa palabra. Sus motivos ornamentales no eran figurativos, y sin embargo tampoco podían calificarse estrictamente como abstractos. El hombrecillo intentó explicarlo de una manera simple:
—Es algo hecho en otro mundo —dijo—, Alli los estándares de belleza siguen otros caminos distintos de los nuestros. Tal vez esta puerta, en su mundo de origen, sea algo estrictamente funcional. Tal vez las rocas de aquel planeta cristalicen en estas formas, o tal vez su vegetación posea estas estructuras. Pienso que nada puede surgir enteramente como un capricho de la mente racional: no poseemos tanta capacidad de creación. Aunque transformemos o estilicemos, básicamente necesitamos copiar. Esta puerta nos parece extraña simplemente porque en nuestro mundo no hay nada así.
La hoja que cerraba la abertura de la puerta seguía la misma linea que el marco. Era gruesa, de unos veinte centímetros como mínimo, y tan exóticamente barroca como el resto. Todo el conjunto daba la impresión de tener un peso extraordinario, pero esto no se podría comprobar hasta que se la atacara directamente. Porque el material del que estaba hecha también era desconocido: no era madera, ni metal, ni siquiera plástico. Era algo distinto: el resultado de otra técnica.
Y su utilidad...
—Acepto todo lo que me discuta, profesor —dijo el secretario de la Guerra—, pero hay algo que no podré entender nunca. ¿Qué significado puede tener el que alguien erija una puerta así, aquí?
—Tal vez sea un monumento —aventuró el hombrecillo.
El consejero científico del presidente se echó a reír.
—Absurdo —dijo. Tenía fama de ser un hombre muy lacónico.
—Entonces, si realmente es una puerta, su única utilidad es la de dejar pasar de uno a otro lado —señaló el almirante Carrington, que era el hombre que más medallas había cosechado en su carrera militar, además de ser el suegro del presidente.
—Muy bien, pero ¿de dónde a dónde? —quiso saber el secretario de la Guerra.
Aquí el profesor se encogió ligeramente de hombros y volvió a colocarse las gafas.
—Eso ya escapa a mis competencias —dijo, dando por zanjada la cuestión.
El interés de los poderes públicos se tradujo en un deseo imperioso de saber: a) qué significaba aquella puerta, cómo, por quién y para qué había sido construida allí; b) cuál era su alcance militar, táctico o psicológico; c) si representaba algún peligro para la seguridad mundial.
Automáticamente, tras la partida de la nave alienígena, la zona donde se hallaba la puerta fue declarada zona reservada, acordonada con vallas electrificadas y adornada con carteles de: «Zona estrictamente militar; prohibida absolutamente la entrada sin pase especial.» Un numeroso grupo de científicos, técnicos e investigadores, con el material más moderno que se sentían capaces de utilizar, acudió con ansias de sabueso. La puerta fue observada, tocada, manoseada..., pero nadie se atrevió a abrirla, ni mucho menos a cruzar su umbral.
—Es evidente que hay un propósito específico en la construcción de este... monumento —dijo el general Cúster, que había sido nombrado Guardián de la Puerta y coordinador de operaciones del PPA (Proyecto Puerta Alienígena), pese a lo cual cada vez se sentía menos seguro de sí mismo—. Nadie es capaz de construir una puerta que no conduzca a ningún lado. Y, sin embargo, esto es aparentemente lo que ocurre aquí. A menos que nos hallemos ante...
Hizo una pausa, mirando a todos los congregados. Uno de los científicos jóvenes se atrevió a hacer la sugerencia:
—¿Una puerta dimensional?
—Ajá —dijo rápidamente el general, satisfecho de que algún otro hubiera corrido con la responsabilidad de expresar con palabras lo que bullía en su mente—, Y si realmente es asi, nos encontramos ante algo que puede ser una amenaza real para la seguridad del mundo. No podemos permanecer cruzados de brazos ante una puerta que comunique, de una forma tan directa, con otros mundos quizá hostiles al nuestro.
Miró a su alrededor, como esperando alguna ayuda, y sus ojos se fijaron en el hombrecillo que había sido el primero en examinar la puerta.
—¿Qué opina usted de todo esto, profesor Stone? —preguntó, casi desafiante.
El hombrecillo se encogió ligeramente de hombros.
—Siempre he sido partidario de la comprobación directa de las teorías, general; el método científico per se me parece una estupidez, si no puede acompañarse de pruebas fehacientes. Si realmente esta puerta conduce a algún lado, lo único que hay que hacer es que vaya alguien, la abra y mire.
Se produjo un tenso silencio. Una voz estrangulada entre la concurrencia exclamó:
—¿Quiere decir que... pretende...?
—Ajá —asintió el hombrecillo—. La observación nos ha indicado que la puerta tiene una hoja, un picaporte, y que en consecuencia parece susceptible de ser abierta. Entonces, ¿a qué esperamos, caballeros?
Nadie respondió.
Se habían reunido todos en torno a la puerta extraterreste: los VIPs de siempre, y algunos más añadidos a última hora, pues ya se sabe que los VIPs son una especie en constante expansión. Un intenso aire dramático flotaba en la atmósfera. El profesor Stone, con las gafas fuertemente apretadas contra el puente de sú nariz, estudiaba atentamente la alienígena estructura.
—Se abre hacia este lado —indicó.
—No se ven goznes —gruñó el consejero científico del presidente—, ¿Cómo puede estar tan seguro?
—Bueno, un ligero examen y un poco de perspicacia personal. Observe que, si existe en la puerta algún picaporte, sólo puede ser esto —señaló una protuberancia cuya utilidad como picaporte podía ser en el mejor de los casos discutida, pero no compartida con ningún otro relieve o accidente de la hoja—, Y está sólo en este lado. En consecuencia, la puerta se ha de abrir de este lado, y empujando.
—¿Por qué empujando? —preguntó el secretario de la Guerra, haciendo gala de la proverbial inteligencia inherente a su cargo.
—Porque se supone que hay que cerrarla luego, y usted puede cerrar una puerta sin picaporte empujándola, pero nunca tirando de ella.
—Entonces, se trata de una puerta de un solo sentido —dijo el secretario personal del presidente, cuya única razón de estar allí era poder informar luego al presidente de primera mano y sin los inevitables filtros de todas las demás secretarías.
—Exacto. Desde el otro lado no puede ser abierta.
—Cualquier cosa —rezongó el general Cúster, y se retiró del grupo.
Se sentía cada vez más inseguro. La semana de exhaustivos estudios había sido una dura prueba para él, que había tenido que asistir a discusiones bizantinas que no llevaban ni podían llevar a ningún lado. Cada vez estaba más convencido de que había que volar aquella maldita cosa y olvidarse definitivamente de ella. Pero los científicos, por supuesto, no estaban de acuerdo. Aquello era para ellos como el crucigrama del periódico, sólo que más apasionante, y gratis. Un motivo estimulante para teorizar, hipotetizar y recorrer senderos ignotos, que siempre llevaban a callejones sin salida pero daban la oportunidad de volver atrás y buscar nuevas ramificaciones con la leve esperanza de llegar, alguna vez, a la salida del laberinto. Estériles juegos sin sentido, por supuesto. Pero aquel país había empezado a degenerar desde que el culto de la ciencia había sustituido al culto de las armas. Las reuniones científicas, discusiones y airadas diatribas no habían llegado, como era de esperar, a ninguna parte. Como tampoco habían dado ningún resultado los intentos de atacar, romper, derribar, mover, hacer bascular aquella mole. Finalmente, ante lo infructuoso de conseguir algún resultado práctico, y ante las presiones de un gobierno que deseaba hechos, no palabras y dilaciones, se había tenido que aceptar la sugerencia del profesor Stone: si no puedes derribar la puerta, ábrela y crúzala.
Pero existía una incógnita: ¿qué habría al otro lado? Y un problema: ¿quién estaría dispuesto a cruzarla? Cruzar aquella puerta representaba entrar en lo desconocido. Y el hombre es capaz de enfrentarse a los más tremendos peligros siempre que sepa lo que son. Pero lo desconocido sigue imponiendo pavor.
—Yo lo haré —dijo finalmente el profesor Stone—, Puesto que me han nombrado jefe del departamento científico de este proyecto, y la finalidad del mismo, diga usted lo que diga, general, es estrictamente científica, creo que nadie mejor que yo puede cumplir esa tarea.
Hubo ciertas discusiones, por supuesto, expresadas más por pura obligación que por convicción, antes de que se aceptase la única candidatura. Cuando al final se llegó al acuerdo, el general Cúster carraspeó levemente y dijo:
—Pero habrá que tomar medidas. Quiero que, antes de cruzar esa puerta, se ate usted una cuerda a la cintura...
La carcajada del profesor Stone hubiera hecho enrojecer a un primate.
—Oh, vamos, general —dijo el hombrecillo, secándose las lágrimas—, ¿Cree usted que, si se trata de una puerta a otra dimensión, una cuerda arreglará algo? No se preocupe, general, y déjeme a mí la parte técnica del asunto. Ya he tomado mis medidas, y puedo asegurarle que son las más efectivas que podemos tomar. Llevaré un traje totalmente hermético, con depósito independiente de oxígeno suficiente para cinco horas. En estos momentos le están acoplando un mecanismo regulador automático de la presión interna, de modo que pueda compensar siempre las necesidades de mi organismo cualquiera que sea la presión exterior, hasta unos límites razonables, por supuesto, o simplemente hasta que no exista. Llevaré también conmigo un transmisor de alta frecuencia y de largo alcance, conectado a un dispositivo automático que emitirá una señal constante y característica, algo así como un radiofaro. De este modo, aunque me ocurra algo y no pueda comunicarme, el radiofaro seguirá emitiendo y señalará mi localización. Son pocas seguridades, de acuerdo, puesto que no sabemos lo que hay al otro lado... pero es todo lo que se me ocurre por el momento. Después de una primera exploración, que será sumaria, por supuesto, ya que no soy ningún héroe, y una vez sepamos lo que hay allí, podremos adentrarnos más y mejor preparados en el otro lado.
Ahora, mientras se enfundaba el engorroso traje que lo convertía en algo menos que un monstruo antediluviano, el profesor Stone sentía la clásica excitación que se experimenta ante lo fascinantemente desconocido. Con el auxilio de dos ayudantes, fue comprobando cuidadosamente todos los indicadores de que iba provisto su fabuloso traje de dos millones de dólares, fabricado apresuradamente por la NASA: presión, composición atmosférica externa, orientador magnético, orientador sónico, orientador radárico... Se ajustó el casco.
—Bien, general —habló a través del altavoz—, ¿Me oyen?
El general Cúster, con la alta plana mayor del PPA, se hallaba en una tribuna alzada para la ocasión en el lado entrada de la puerta, no muy lejos de ésta. Un ayudante manejaba el panel de mandos que conectaba con todos los indicadores del traje del hombrecillo. Asintió con la cabeza e hizo el signo de O.K. con la mano.
—No sé si ésta será una ocasión histórica o no, profesor —carraspeó ante el micrófono—, pero de todos modos... buena suerte.
El profesor Stone tampoco sabía si sería una ocasión histórica o no, aunque toda la televisión mundial tenía sus objetivos enfocados en su figura, desde la tribuna de la puerta erigida a un lado, para que pudieran verse claramente los dos lados de la puerta. Avanzó unos pasos, con la impresión de ser un astronauta en la Luna o un buzo en el fondo del mar. Sentía que le picaba todo el cuerpo: es la excitación, pensó. Me revuelve la sangre. Lo que más le excitaba era la ignorancia de lo que iba a encontrar. Como científico, cualquier enigma planteado ante él era una atracción irresistible, un velo que había que descorrer, una puerta que había que abrir... se rió ante la comparación. Aquello era algo que nunca comprenderían ni el general Cúster ni todos los pasmarotes de las altas esferas que se sentaban a su lado. Bien, pero debía decidirse. Llegó ante la puerta y se detuvo. Tiró de los cordones umbilicales que le unían al mundo de atrás, la cuerda del general, los conectores de todos los instrumentos que llevaba encima. Soy el hombre—instrumento, rió. ¿Iban a seguir conectándolo con el mundo que abandonaba, o se verían brutalmente cercenados apenas cruzara el umbral? Decidió no pensar más en ello. Más adelante vendría el momento de las comprobaciones; ahora era el momento de actuar.
Conectó la videocámara que llevaba encajada en la parte frontal del traje.
—¿Está listo, profesor? —preguntó una voz por los auriculares.
—¡Claro que estoy listo, diablos! —gruñó. Adelantó una mano y la posó en lo que podía ser el picaporte.
Experimentó la misma sensación que la primera vez que tocó la puerta, ya no sabía cuántos días antes: un leve y agradable cosquilleo. Electricidad estática, había pensado entonces. ¿Una vibración energética que mantenía tendido el puente con otros mundos?, pensó ahora. ¿Existía realmente aquella puerta, allí, en aquel espacio, como cosa material, o era solamente una proyección de energía? Intentó mover el picaporte: giró bajo la presión de sus dedos. Y se veía sólido, material. Le dio un cuarto de vuelta.
Los micrófonos exteriores del traje captaron un leve clic.
Contuvo la respiración, sintiendo que su corazón retumbaba como un trueno en sus oídos. Tiró, después empujó. La hoja, aparentemente tan pesada, se movió con facilidad.
Empujó con más fuerza, tensando todos los músculos para controlar al máximo el movimiento. Lenta, suavemente, obedeciendo milimétricamente a su impulso, la puerta se fue abriendo. Su corazón era como un caballo desbocado. Empujó con más fuerza. La puerta se abrió del todo.
Al otro lado se veía lo mismo que desde fuera del marco: el césped verde, con el Capitolio al fondo. Pero podía tratarse de una ilusión visual. La puerta funcionaba atravesándola, no mirando a través de ella. Inspiró profundamente, acumulando fuerzas.
—¿Todo bien, profesor? —la voz del general, a través de los auriculares, le sobresaltó.
—¡Y un cuerno! —gruñó—. ¿Quiere dejarme en paz, maldita sea?
Avanzó un pie. Dudó. Aquél era el momento cumbre. Debía decidirse. Los grandes descubridores habían sido hombres intrépidos. Cerró fuertemente los ojos, dio el paso, traspuso la puerta.
Esperaba alguna señal, algo revelador: un fuerte chasquido, un destello de luz, un rayo fulminador, un torbellino... el desplomarse de todo un mundo sobre su cabeza. No ocurrió nada. Abrió lentamente los ojos, temblando como una hoja. Miró, esperando ver mil maravillas.
El prado ante él, el Capitolio al fondo. Pisando la verde hierba. Había cruzado la puerta... y estaba en el mismo sitio, sólo que al otro lado.
—¡Profesor! —exclamó desencajada la voz del general en sus oídos—, ¡Podemos verle, no ha cruzado ninguna barrera! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?
—¡Cállese, diablos! —gruñó. Algo había funcionado mal. Pensemos, se dijo. Si la puerta sirve para ir de un mundo a éste, es inútil que la cruce iniciando mi viaje en éste. El viaje hay que hacerlo al revés. Por eso en el lado de fuera no hay picaporte: para que nadie pueda hacer el camino a la inversa. Pero ahora la puerta está abierta. Puedo cruzarla. Y entonces...
Giró en redondo y, sin pensarlo, dio un paso a la inversa. No cerró los ojos. Y aunque podía jurar que vio el rayo, oyó el trueno en sus oídos y captó el desplome de un mundo sobre su cabeza, cuando vio al general y a todos los demás mirándole allí delante en su tribuna con rostros entre asombrados y decepcionados, supo que tampoco ahora había pasado nada.
Y el profesor Stone, de pie allí junto a la puerta, con todas sus precauciones, su traje estanco de presión regulable, sus indicadores insertados por todos lados, su botella de oxígeno y su emisor de radiofaro, se sintió repentinamente tan ridículo y fuera de lugar frente a los hombres que le contemplaban y a los objetivos de las cámaras que difundían su imagen por todo el mundo que no pudo hacer otra cosa más que echarse a reír a carcajadas.
El informe que el general Cúster presentó al Pentágono y el PPA al presidente fue uno de los documentos más frustrantes de toda la historia de la humanidad.
No había ninguna conclusión a lo largo de las tres mil y pico de páginas que lo componían. Mejor dicho, sí habla una: la conclusión unánime de todos los técnicos y científicos y expertos y militares que habían examinado la puerta de que se desconocía todo acerca de ella, excepto su incongruencia, su invulnerabilidad, y su aparente inocuidad. Los intentos, los ensayos, las pruebas, todo había fracasado. La puerta seguía allí, inmóvil, como riéndose de todos aquellos que habían intentado aprehender su secreto. No estaba clavada en el suelo, sino sencillamente anclada a él por extrañas fuerzas invisibles e indetectables. No tenía cimientos, pero aunque habían intentado socavar el suelo donde aparentemente se apoyaba había permanecido incólume, suspendida en el aire, riéndose de todos sus esfuerzos.
Hubo reuniones precipitadas, discusiones, acusaciones mutuas, gritos. El general Cúster presentó su dimisión del proyecto. No le fue aceptada, pero se le agradeció el gesto. Y tras reconocer de forma unánime que cualquier medida que se adoptara sería completamente inútil, se decidió que la puerta extraterrestre constituía un misterio que no podía ser desvelado por la actual ciencia humana, y que por lo tanto debía ser constante y estrechamente vigilada.
Así se creó la División de la Puerta: un grupo de ejército cuya misión sería vigilar día y noche aquel extraño monumento extraterrestre. Durante mucho tiempo, la valla del recinto que rodeaba aquella incongruencia se mantuvo electrificada, y los carteles que advertían que aquella zona era de estricta jurisdicción militar se mantuvieron en sus sitios. Llegaron especialistas de todas partes del mundo con la esperanza de ser ellos quienes desvelaran el misterio, demostrando así que eran más listos que sus omnipotentes colegas americanos, sin conseguir otra cosa más que demostrar que eran tan necios como sus antecesores. Tras el primer intento del profesor Stone, que mereció una amplísima difusión internacional, desde los noticiarios científicos hasta las revistas satíricas más sanguinarias, la puerta fue cruzada miles de veces, en todas circunstancias y con todos los aditamentos: en noches de luna llena, con armadura, en zapatillas, leyendo el periódico, la noche de San Juan, la noche de Halloween, completamente desnudos, caminando, corriendo, arrastrándose, el día de Navidad, el de Todos los Santos, sobre las manos, de puntillas... Todo sin el menor resultado.
El tiempo fue pasando y, como suele suceder, las normas se relajaron poco a poco. Los turistas que acudían a Washington querían fotografiarse no sólo junto al Capitolio, sino también junto a la puerta. Los guardias y el recinto vallado se lo impedían. Empezaron a aparecer protestas en los periódicos. Se iniciaron algunas campañas. Un senador presentó una moción solicitando «fuera puesta al servicio del público aquella maravilla venida de otro mundo». Hubo una tormentosa sesión en el Capitolio, como consecuencia de la cual la verja electrificada desapareció y solamente quedó la puerta y dos soldados montando guardia, uno a cada lado, con la misión de no dejar acercarse a la gente, aunque sí hacer fotografías.
Y las normas se siguieron relajando. Y las fotografías se hicieron cada vez desde más cerca, incluyendo personas y hasta grupos de turistas, y algunos tocaban la puerta, y pronto los más atrevidos quisieron cruzarla. Los guardias seguían impidiéndolo, y con ello se iban haciendo más y más impopulares. Hubo nuevas campañas, y otro senador, que aspiraba secretamente a la presidencia en las próximas elecciones, pidió que «se terminara con aquella dilapidación del erario público y despilfarro del meritorio esfuerzo de las fuerzas armadas, aboliendo de una vez por todas la División de la Puerta». Hubo otra tempestuosa sesión, y la guardia fue retirada.
La puerta se convirtió así en objeto de curiosidad y juegos. Sus principales usuarios eran los turistas y los niños. Los turistas se fotografiaban junto a ella, apoyándose en la jamba y atisbando por la hoja abierta, o se filmaban cruzándola osadamente. Los niños, más atrevidos o más inconscientes, se subían a sus jambas o se colgaban de su dintel. Era sorprendente la suavidad con que se abría y cerraba, pese a lo masiva que era. Y nunca, nunca, le pilló los dedos a nadie.
Así pasaron diez años. Y entonces, cuando hacía ya tiempo que la puerta había dejado de ser una hipotética amenaza y se había convertido en algo tan cotidiano que nadie le prestaba apenas atención, volvieron los extraterrestres.
Fue también una tarde de agosto, a pleno sol. La navecilla, muy semejante a la que acudiera la primera vez, aterrizó plácidamente en el prado, junto a la puerta, exactamente en el mismo sitio en que lo había hecho su antecesora. Hubo un momento de expectación entre la gente que se congregó al saber la noticia, cuando se abrió la puerta de la nave y salieron los robots. Y brotó un profundo «¡oh!» de admiración cuando, tras los robots, apareció una alta y delgada figura de aspecto humano, rostro noble y ojos penetrantes: un extraterrestre de carne y hueso.
El ejército llegó, como siempre, cuando los robots ya casi habían desmantelado la puerta. El jeep frenó con un derrape espectacular, y el general Cúster saltó al suelo y avanzó a grandes zancadas hacia el extraterrestre.
—¡Eh, usted! —gritó—. ¡Espere, tengo unas cuantas preguntas...! —y se dio de narices contra la invisible cúpula de energía.
—Es usted un militar —dijo entonces fríamente la voz de la delgada figura humana—. No me interesa hablar con los militares.
Los robots estaban llevando la desmantelada puerta a la navecilla. Se apartó para dejarlos pasar, mientras el general Cúster golpeaba impotente la invisible barrera y soltaba denuesto tras denuesto. Cuando todo quedó recogido dio un postrer vistazo a su alrededor y, cuando el último de los robots desapareció dentro del aparato, se volvió para entrar también él.
—¡Hey, espere! ¡Espere un minuto, por favor!
Se volvió de nuevo. Un hombrecillo corría alocadamente hacia la nave, sujetándose unas gafas que cabalgaban a pelo sobre su nariz. Se detuvo jadeante al lado del general Cúster.
—Espere, por favor —resopló, con un hilo de voz—. Necesito...
Los ojos del extraterrestre parecieron sondearle hasta lo más profundo de su alma.
—Venga —dijo tras un intervalo de apenas un segundo, adelantando una mano—. Acerqúese.
El hombrecillo avanzó con precaución para no darse un golpe contra la barrera. Pero no había barrera. Anduvo más decidido. Tras él sintió el fuerte golpe de la cabeza del general contra la barrera cuando intentó seguirle apresuradamente, y la inmediata maldición.
—Es usted un científico como yo —dijo el extraterrestre cuando el profesor Stone llegó a su lado—, ¿Qué desea de mí?
—Esto... la puerta... —jadeó el profesor—. Me ha tenido diez años sin pegar ojo. Me he roto la cabeza una y mil veces intentando descubrir qué era y no lo he conseguido. ¡Y ahora vienen ustedes, se la llevan tranquilamente, y nos dejan en la más completa ignorancia! ¡No es ético, señor! ¡No es justo! ¡No quiero morirme sin saber antes qué demonios era esa... esa cosa que plantaron ustedes ahí!
El extraterrestre sonrió.
—Una máquina de tests —dijo simplemente.
—¿Tests? —el hombrecillo parpadeó.
—Ajá. Las instalamos en todos los planetas que exploramos en los que descubrimos algún signo de cultura. Ustedes la han llamado puerta: no es eso exactamente. En realidad se trata de un aparato de registro. Vea: todos los adornos que la forman son en realidad circuitos de registro, detección y evaluación. Actúan constantemente de forma automática, y transmiten sus datos a nuestro planeta madre. A través de esos datos podemos estudiar a distancia todas las culturas de la galaxia.
—Estudiar... ¿cómo?
A través de las reacciones de los habitantes de cada planeta. Ellos estudian nuestra máquina, sin saber que a su vez están siendo estudiados por ella. Sus métodos de investigación, las pruebas a las que la someten y los resultados que obtienen o creen obtener de las mismas nos dan una idea exacta de su estadio de evolución tecnológica. Y sus reacciones emotivas ante la puerta nos revelan el grado de evolución psicológica, mental y social.
¡Pero diablos! —gruñó el profesor, pateando el suelo—. ¡Usted puede decir lo que quiera, pero para mí eso es una puerta\
Lo es, exteriormente y según los estándares de ustedes. Porque está adaptada a su idiosincrasia. Piense que, en cada planeta, nuestra máquina de tests adopta una forma distinta, según las características de la cultura que lo habita puestas al descubierto por nuestras investigaciones preliminares. Y su forma no es más que otro aspecto del test. Las reacciones de la raza ante esta forma aparente, su actitud ante algo que frecuentemente escapa a su lógica, nos da una idea clara de cómo funcionan sus procesos mentales, de cómo reaccionan como grupo. A través de ella hemos podido observar cómo el ejército de ustedes es ineficaz ante una situación que no puede medirse o controlarse, que sus investigadores son inquisitivos pero carentes de osadía e imaginación... —sonrió—. Bien, hacerle un detalle completo sería demasiado largo. ¿Ha comprendido ahora?
—Sí... —el profesor asintió con la cabeza, aunque no parecía estar muy seguro—. Todo eso está muy bien, pero hay algo que aún no acabo de comprender. Dígame: han construido aquí una puerta en un lugar insólito y aparentemente sin ningún motivo. Me parece muy bien. Pero las cosas no se hacen nunca sin motivo. Así que tiene que haber algo más. Dígame: ¿dónde demonios conducía realmente esa puerta?
La sonrisa del extraterrestre se hizo tan amplia como se lo permitía su delgado rostro.
—¿Pero no comprende que ésta es precisamente la base de nuestra máquina de test? —dijo—, ¡La puerta no ha conducido nunca a ninguna parte!
Fin