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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
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  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    AVENTURAS BAJO EL MAR (Frederik Pohl y Jack Williamson)

    Publicado en abril 12, 2017

    1…El Éxtasis de la Profundidad


    Subimos a bordo de la nave gimnasio a las 0400.

    Faltaba aún mucho para que amaneciera. El mar semejaba un tranquilo espejo negro que se revolvía suavemente bajo la luz de las estrellas. De pie, en posición de firmes, podía ver por el rabillo del ojo los lejanos muelles de la Academia Submarina como una mancha de luz que contrastaba contra el oscuro y bajo contorno de las Bermudas.

    —¡Cadetes! ¡Atención! —profirió vivamente el capitán cadete Roger Fairfane.

    Todos los que estábamos allí formados adoptamos inmediatamente la posición de firmes. La nave gimnasio era una gigantesca balsa submarina, tan airosa y elegante como podría serlo un iceberg. Los remolcadores submarinos se arremolinaban a su alrededor como pequeñas y atareadas tortugas, remolcando y tirando de la balsa desde varios puntos con el objeto de llevamos mar adentro. Todavía estábamos en la superficie, de pie, formados sobre la cubierta de la nave gimnasio para pasar lista; pero la balsa ya estaba comenzando a chapotear y a cabecear sobre las olas del mar abierto.

    Sentí un ligero estremecimiento causado no únicamente por las ráfagas de viento procedentes del lejano Atlántico, sino también por una hormigueante excitación: ¡Estaba de nuevo en la Academia Submarina! Allí formados podía percibir la ansiedad de Bob Eskow, de pie a mi lado. Ambos habíamos perdido toda esperanza de volver a pasar lista como cadetes, y, sin embargo, ¡allí estábamos nuevamente!

    —¡Jim, Jim! —susurró Bob—. Esto lo impresiona a uno, ¿no es cierto? Estoy comenzando a tener la esperanza de que...

    Se interrumpió bruscamente cuando toda la formación guardó silencio repentinamente; pero no necesitaba terminar la frase: yo sabía lo que él quería decir.

    Bob y yo —me llamo Jim Eden y soy cadete de la Academia Submarina— casi habíamos perdido toda esperanza durante algún tiempo. Fuimos expulsados ignominiosamente de la Academia, pero habíamos luchado por volver a ella y otra vez éramos cadetes y estábamos a punto de graduamos. Comenzaba un nuevo año para nosotros con las tradicionales pruebas de buceo necesarias para calificar. Ese era el problema para Bob, ya que había algo en su constitución física contra lo que había luchado, sin poder derrotarlo completamente, algo que hacía que el buceo fuera tan difícil para él como, digamos, el saltar en paracaídas sería para un hombre que le tuviera miedo a la altura. En Bob, no era miedo ni debilidad, simplemente era algo inherente en él.

    —¡Efectúen conteo!

    El capitán Fairfane dio la orden y toda la extensa línea que formábamos fuimos pasando lista en voz alta. En la oscuridad —todavía faltaba mucho para que amaneciera— no podía ver el extremo más lejano de la fila, pero podía ver al capitán cadete Fairfane a la luz producida por la linterna que llevaba en la punta su bastón de mando. La figura rígida del capitán, la ininterrumpida fila de cadetes que se desvanecía en la oscuridad, el opaco resplandor de la cubierta del barco gimnasio, la blanca fosforescencia de las crestas de las olas, todo el conjunto formaba una sugerente escena.

    ¡Éramos los hombres que pronto estaríamos al mando de la Flota Submarina!

    Todos y cada uno de nosotros habíamos trabajado con ahínco para llegar a ser lo que éramos. Aquello era por lo que Bob Eskow había pasado inflexiblemente, día tras día, por el rudo y agobiante programa de pruebas, de trabajo y de estudio. Las profundidades del mar son semejantes a una droga —solía decir mi tío Stewart Eden, quien había dedicado toda su vida a ellas—; algunas veces son excesivamente amargas, pero una vez que uno las ha probado, ya no puede vivir sin ellas.

    —¡Comandantes de cuadrillas! ¡Repórtense! —rugió la voz del capitán Fairfane.
    —¡Primera cuadrilla, todos-listos-y-presentes-SEÑOR!
    —¡Segunda cuadrilla, todos-listos-y-presentes-SEÑOR!
    —¡Tercera cuadrilla, todos-listos-y-presentes-SEÑOR!

    El capitán cadete devolvió el saludo a los tres comandantes de cuadrilla, dio media vuelta muy erguido y saludó al teniente Blighman, nuestro instructor de buceo.

    —¡Todos-listos-y-presentes-SEÑOR! —profirió en voz alta el capitán.

    El instructor de buceo, Blighman, respondió al saludo desde el lugar donde estaba de pie a sotavento de la superestructura de proa. Avanzó rápidamente con largos y ágiles pasos, dando muestras de la soltura de piernas y el porte de un submarinista veterano. Era un hombre alto, huesudo y moreno, con cara de tiburón famélico. No era más que una sombra para quienes estábamos formados en la fila —el primer resplandor rosa y púrpura apenas comenzaba a aparecer en el horizonte—, pero yo podía sentir cómo sus ávidos ojos recorrían la fila de un lado a otro. El instructor Blighman era conocido en toda la Academia como un oficial rudo y exigente. Si era necesario, se pasaba horas trabajando con nosotros para estar completamente seguro de que hasta el último cadete de sus cuadrillas había sido instruido a la perfección en cada uno de los movimientos que tendría que efectuar bajo la superficie del océano. El desprecio que sentía por los debiluchos era ya algo legendario, y para él, todo el que no pudiera igualar sus propios récords de profundidad y resistencia era un debilucho.

    Quince años antes, sus récords habían sido insuperables en todo el mundo, lo que los hacía difíciles de igualar. Cuando él hablaba, todos lo escuchábamos con atención.

    —¡En descanso! —vociferó—. Hoy van a sumergirse para obtener sus calificaciones en buceo de profundidad. Quiero que todos los hombres que están en la balsa pasen al primer intento. Todos están en condiciones físicas para lograrlo, me han dicho los doctores. Todos saben lo que tienen que hacer, pero se lo voy a explicar una vez más por si acaso alguno de ustedes estaba sordo o dormido. ¡Así no tendrán excusa alguna para no calificar!

    "El buceo es una parte de su entrenamiento en la Academia. Todo cadete tiene que calificar en un deporte submarino para poder graduarse; y no podrán calificar para ningún deporte si no califican en buceo, precisamente esta mañana y en este lugar."

    Se interrumpió y pasó la vista por todos nosotros. En ese momento pude ya distinguir su rostro, envuelto entre sombras, pero con las facciones fuertemente marcadas.

    —Tal vez ustedes piensen que nuestros deportes submarinos son rudos —continuó diciendo—. Lo son. Así los preparamos. Lo que ustedes aprenden en los deportes submarinos de esta Academia, tal vez algún día les ayude a salvar las vidas de otras personas, ¡o tal vez sean sus propias vidas las que salven!

    "Los deportes marinos son rudos porque el mar es rudo. Si alguna vez han visto al mar golpear contra un casco y abrirse camino por una vía de agua o por algún defecto en la presión de la cúpula de una ciudad, entonces ya lo saben. Si nunca lo han visto, entonces créanme..., el mar es rudo.

    "Tenemos un enemigo, caballeros; el nombre de ese enemigo es «la presión hidrostática». Cada minuto que pasamos bajo el agua ese enemigo está a nuestro lado; siempre mortífero, siempre esperando. Uno no puede permitirse el cometer errores cuando está a tres kilómetros de profundidad. De modo que si van a cometer algún error, si van a sumergirse para quedar a merced de la presión, sigan mi consejo y háganlo hoy y aquí. Cuando uno se encuentra en las grandes profundidades, ¡un error significa que alguien muere!

    "¡La presión hidrostática! Nunca la olviden. Significa aproximadamente ciento veinte gramos sobre cada centímetro cuadrado por cada metro que uno se sumerge. A dos kilómetros de profundidad, y dos kilómetros no son nada, caballeros, son apenas el principio de las grandes profundidades, eso se convierte en casi un cuarto de tonelada haciendo presión sobre cada centímetro cuadrado, o sea: ¡varios miles de toneladas haciendo presión sobre la superficie de un cuerpo humano!

    "Ningún ser humano que haya sido expuesto a tal castigo ha logrado sobrevivir para contarlo. No puede hacerse sin llevar puesto un traje de presión, y el único traje de presión que puede soportar tal presión es el fabricado con edenita."

    Bob Eskow estaba parado a mi lado y me dio un ligero codazo. ¡Edenita! El gran invento de mi tío. Permanecí parado más erguido que nunca, escuchando y tratando de no demostrar el orgullo que sentía.

    Aún había muy poca luz, pero al teniente Blighman no se le pasaba nada y miró severamente en dirección de Bob antes de continuar diciendo:

    —Vamos a intentar algo nuevo hoy, novatos; van ustedes a ayudar a toda la flota. Vamos a tratar de alcanzar mayores profundidades, no solamente utilizando trajes de edenita sino también buceando sin ellos. No estamos únicamente tratando de perfeccionar día a día nuestro equipo, sino que los médicos marinos están tratando también de perfeccionamos a nosotros. Hoy, por ejemplo, una parte de su prueba será el experimentar con una nueva clase de inyección que los ayude a adaptarse a la profundidad. Después de que nos sumerjamos, todos ustedes se presentarán con el doctor para que les administre una de esas inyecciones. Se supone que les ayudará a luchar contra los daños en los tejidos del cuerpo y contra la narcosis; dicho en palabras más simples, los hará más fuertes y les despejará la mente. Tal vez dé resultado, no lo sé. Me han dicho que no siempre es así y que en realidad, algunas veces actúa al revés. . . ¡La narcosis! Ese es el peligro principal del buceo sin traje especial, señores. Cuando lleguen más abajo de cierto nivel, sabremos quiénes son realmente verdaderos peces y quienes son simples medusas; porque más abajo de las cincuenta brazas tropezaremos con lo que se conoce como “el éxtasis de la profundidad" —hizo una pausa y nos miró muy serio—. El éxtasis de la profundidad, es una forma de locura que mata. He conocido hombres que estando en el fondo se han arrancado las mascarillas de la cara. A los que sobrevivieron a ello les he preguntado por qué lo hicieron y me han respondido cosas extrañas como: “Quería regalarle la mascarilla a un pez." ¡Eso es indicio de locura! Y estas inyecciones quizá los ayuden a luchar contra ella. Comoquiera que sea, los médicos marinos dicen que ayudarán a algunas medusas como ustedes, pero que algunos otros encontrarán que las inyecciones les producirán tal vez un efecto contrario y que quizá los hagan más sensibles en vez de menos sensibles.

    Oí que Bob Eskow murmuraba lúgubremente para sí:

    —Uno de esos seré yo; esa es mi suerte.

    Comencé a decir algo para animarlo, pero los famélicos ojos de Blighman miraban en nuestra dirección y me contuve.

    —¡Escúchenme..., si quieren vivir! —rugió Blighman—. Algunas personas pueden resistir la presión y otras no. Esperamos poder separar hoy a aquellos de ustedes que no la resistan, si es que hay alguno. Si no la resisten, vigilen las siguientes señales de advertencia: Primera: tal vez sientan un fuerte dolor de cabeza. Segunda: quizá vean rayos luminosos de diversos colores. Tercera: probablemente tengan lo que los doctores han dado en llamar “alucinaciones auditivas"; como el repiquetear de campanas en el fondo del océano y esa clase de cosas. Si ustedes advierten cualquiera de esas señales, regresen inmediatamente a las compuertas, los haremos entrar y los doctores se encargarán de alejar el peligro.

    "Pero si hacen caso omiso de esas señales... —hizo una pausa mirando con frialdad a Bob Eskow quien permaneció rígido y callado, pero pude notar que se había puesto tenso—. Recuerden —continuó diciendo el instructor sin terminar la oración anterior—, recuerden, la mayor parte de ustedes podrán encontrar empleo en las líneas de trasatlánticos comerciales si no logran graduarse aquí. No queremos que ningún cadete muera —consultó su reloj y dijo—: Creo que eso es todo. ¡Capitán Fairfane, haga romper filas a sus hombres!"

    El cadete capitán Fairfane se adelantó al centro y vociferó:

    —¡Descanso para desayunar! La nave se sumergirá dentro de cuarenta minutos. Todas las cuadrillas deberán acudir a recibir sus inyecciones contra la profundidad antes de ponerse sus equipos. ¡Formación, rompan filas!

    Bob y yo desayunamos de pie y nos apresuramos a subir por la escalera. La mayor parte de los otros estaban aún desayunándose, pero Bob y yo no sentíamos demasiado interés por la comida, entre otras cosas, porque la Academia estaba experimentando con raciones de profundidad que tenían un ligero sabor a agua de pantoque, y además, ambos deseábamos ver la salida del sol sobre el mar abierto.

    Todavía faltaba mucho para esto último; las estrellas aún brillaban sobre nuestras cabezas, no obstante que el horizonte ya estaba ribeteado de color. Estábamos parados casi solos sobre la larga y oscura cubierta. Caminamos hasta la orilla del barco y nos agarramos a la barandilla con ambas manos. A popa, una barcaza estaba descargando dos sondómetros que servirían para medir y comprobar nuestro buceo desde la misma cubierta de la balsa. Una cuadrilla de trabajadores estaba subiendo uno de ellos sobre la cubierta por medio de una grúa. Ambos sondómetros serían instalados allí y serían maniobrados por cadetes oficiales que vestirían trajes de presión de edenita, y quienes proporcionarían un récord gráfico y constante de nuestras calificaciones.

    La barcaza se alejó resoplando y la cuadrilla de trabajadores comenzó a asegurar con pernos el primero de los sondómetros. Bob y yo nos volvimos a mirar al frente, a las oscuras aguas.

    —Tú lograrás hacerlo, Jim —dijo de pronto Bob—; no necesitas que te pongan ninguna inyección.
    —Tú también lo lograrás.

    Me miró en silencio. Luego sacudió la cabeza y dijo:

    —Gracias, Jim. Quisiera poder creerte —miró en dirección al agua, arrugando la frente. Su lucha por combatir los efectos del buceo era ya algo que lo había obsesionado hacía mucho tiempo—. El éxtasis de la profundidad; es un bonito nombre, Jim, pero es algo horrible... —se irguió sonriendo y agregó—: Lo venceré. ¡Tengo que hacerlo!

    No supe qué decirle; afortunadamente no tuve que decir nada porque otro cadete cruzó la cubierta en dirección a nosotros, nos dijo algunas palabras y se paró a mi lado mirando al negro espejo de agua y al brillo de las estrellas que se reflejaba en él, iluminado suavemente por el cerco de luz que comenzaba a aparecer en el horizonte. No reconocí al cadete; obviamente era un cadete del primer año, pero no pertenecía a nuestra cuadrilla.

    —¡Qué extraño espectáculo! —dijo hablando casi para sí—. ¿Siempre es así?

    Bob y yo intercambiamos una mirada. No cabía duda de que se trataba de un novato procedente quizá de algún pueblo de Indiana y quien veía por primera vez cómo era realmente el mar.

    —Ya estamos acostumbrados a él —le respondí con cierta condescendencia—. ¿Es ésta tu primera experiencia con las profundidades del mar?
    —¿Con las profundidades del mar? —contestó mirándome con sorpresa y luego sacudió la cabeza negativamente—. No me refería al mar, me refería al cielo. ¡Uno puede ver tan lejos! Y las estrellas y el sol que comienza a salir. ¿Hay siempre tantas estrellas?
    —Generalmente hay muchas más —respondió secamente Bob—. ¿Nunca antes habías visto estrellas?

    El extraño cadete sacudió la cabeza y había un raro apagamiento de asombro en su voz cuando contestó:

    —Muy pocas veces.

    Ambos lo miramos asombrados y Bob refunfuñó:

    —Pues, ¿quién eres tú?
    —Me llamo Craken, David Craken —respondió y volviendo sus negros ojos hacia mí, agregó—: Tú eres Jim Eden. Tu tío Stewart Eden es el inventor de la edenita.

    Asentí con la cabeza, un poco desconcertado por la vehemente reverencia que denotaba su voz. Yo estaba orgulloso de la armadura formada por una membrana eléctrica de edenita que había inventado mi tío y que hacía actuar a la presión contra sí misma, permitiendo de ese modo que los hombres hubieran podido llegar hasta el fondo del océano; pero mi tío me había enseñado a no vanagloriarme de ella.

    —Mi padre conoció a tu tío —se apresuró a decirme David Craken— hace ya muchos años, cuando ambos trataban de resolver el problema de la presión de las grandes profundidades. . .

    Se interrumpió súbitamente y me le quedé mirando con cierto enojo. ¿Estaba él tratando de decirme que mi tío había recibido la ayuda de alguien al perfeccionar la edenita? Eso no era cierto; tío Stewart jamás habría vacilado en decirlo si fuera verdad y él nunca había mencionado a ningún otro hombre.

    Esperé a que el desconocido se explicara, pero no hubo mayor explicación por parte de él, únicamente emitió un sonido entrecortado.

    —¿Qué sucede? —inquirió Bob Eskow.

    David Craken estaba mirando fijamente en dirección del agua, tan tersa y calmada como un charco de aceite, ligeramente iluminada por el suave resplandor de colores del sol naciente; pero algo lo había asustado.

    Señaló con el dedo. Vi un leve arremolinamiento de luz y un ligero movimiento de las olas a varios cientos de metros de la balsa gimnasio, hacia el mar abierto. Eso fue todo.

    —¿Qué fue eso? —preguntó con voz entrecortada.
    —¡Parece que vio algo! —me dijo Bob con una risita—. Yo también alcancé a vislumbrarlo. .. Me pareció que era un banco de atunes. Supongo que vendrán de los criaderos de las Bermudas —le sonrió al otro cadete y le preguntó—; ¿Qué creías que era, una serpiente marina?

    David Craken nos miró con rostro inexpresivo y contestó:

    —Pues sí; pensé que tal vez eso pudiera haber sido.

    ¡De qué modo lo dijo! Como si fuera absolutamente posible que hubiera habido realmente una serpiente marina allí, surgiendo de entre los bancos de las aguas poco profundas de las Bermudas. Lo dijo como si las serpientes marinas fueran algo real y muy conocido para él; tal como cualquiera de nosotros podría haber dicho: “Pues sí; pensé que tal vez era un tiburón."

    —Déjate de bromas —le dijo Bob con aspereza—. No estarás hablando en serio y si de veras lo crees..., ¿cómo fue que te admitieron en la Academia?

    David Craken le lanzó una mirada y luego miró a lo lejos. Durante un momento se inclinó hacia adelante sobre la barandilla con los ojos fijos en las olas que se extendían frente a nosotros. La fosforescencia había desaparecido y ya no había más que ver.

    Se volvió a miramos y se encogió de hombros sonriendo ligeramente.

    —Tal vez era un banco de atunes; eso espero.
    —¡Estoy seguro de que lo fue! —afirmó Bob—. No hay serpientes marinas en la Academia. ¡Eso es una superstición estúpida!
    —No soy supersticioso, Bob —dijo David Craken después de un momento—, pero créeme, existen cosas en el fondo del océano que..., bueno, cosas que tal vez no creerías.
    —¡Muchacho! —exclamó Bob mordazmente—. ¡No necesito que ningún novato me venga a contar lo que hay en las profundidades del océano! Ya he estado allí. . . ¿No es verdad, Jim?

    Asentí; Bob y yo habíamos recorrido juntos Cúpula Thetis, en la lejana y profunda Marinia misma, la nación de las ciudades sumergidas, cubiertas por cúpulas, situada a una gran profundidad bajo las oscuras aguas del Pacífico, donde ambos habíamos luchado contra los Sperry y estuvimos a punto de sucumbir.

    —La Flota Submarina ha explorado los océanos a conciencia —continuó diciendo Bob—, y que yo sepa, no se han encontrado con ninguna serpiente marina. Oh, existen cosas extrañas, eso te lo garantizo, pero ha sido el hombre quien las ha puesto allí. Hay enormes tuberías que corren como ferrocarriles subterráneos debajo del lecho del océano, y modernas ciudades cubiertas por cúpulas; buscadores de minas submarinas que recorren de un lado a otro el lecho del mar; pero no existe ninguna serpiente marina, ¡porque ya la habrían visto! Es una superstición tonta y déjame decirte una cosa: aquí, en la Academia, no creemos en esas supersticiones.
    —Tal vez deberían hacerlo —repuso David Craken.
    —¡Despierta, muchacho! —exclamó Bob—. Te digo que ya he estado en las grandes profundidades..., no trates de contarme lo que hay allí. Las únicas veces que Jim o yo oímos hablar de serpientes marinas durante todo el tiempo que estuvimos en Marinia, fue en boca de estúpidos viejos hilanderos que trataban de que les pagaras las copas contándote puras mentiras. ¿Dónde has oído esa clase de historias, Craken? ¿Allá en Iowa, o en Kansas, o en el lugar de dónde vienes?
    —No —respondió David Craken—, no vengo de ninguno de esos lugares —titubeó y nos miró de un modo extraño—. Yo. . yo nací en Marinia. He vivido allí toda mi vida, a casi siete kilómetros de profundidad.


    2…Los Depredadores del Mar


    A proa, los pequeños y rechonchos remolcadores submarinos resoplaban tirando de los cables, arrastrándonos lentamente a una velocidad de nueve nudos hacia los declives submarinos cercanos a la costa. Ya estaba amaneciendo realmente y el cielo era una mezcla de colores con el sol dorado y gigantesco asomando entre una corona de nubes en el horizonte.

    —¿Marinia? —preguntó Bob Eskow—. ¿Tú? ¿Naciste en Marinia? Pero... ¿Qué haces aquí entonces?
    —Nací en las cercanías de Cúpula Kermadec, en el Pacífico del Sur —explicó gravemente David Craken—. Vine a la Academia como estudiante de intercambio, ¿saben? Habernos varios de nosotros aquí; provenientes de Europa, de Asia, de América del Sur, y como yo, de Marinia.
    —Lo sé, pero...
    —Pero pensaste que era un novato que nunca había visto el mar —lo interrumpió Craken con un ligero tono humorístico—. Bueno, la verdad de las cosas es que hasta hace un par de meses nunca había visto otra cosa. Nací a varios kilómetros de profundidad y es por eso que el cielo, el sol y las estrellas me parecen tan fantásticos como, al parecer, una serpiente marina lo sería para ustedes.
    —¡No te burles de mí! —exclamó enojado Bob—. El lecho del océano ya ha sido perfectamente explorado...
    —No —dijo David mirándonos casi implorante, como si nos suplicara que le creyéramos—, no lo ha sido. Hay un puñado de ciudades unidas entre sí por medio de tuberías. Hay exploradores y mineros en todos los abismos del mar y algunas granjas submarinas a algunos kilómetros de distancia de las ciudades protegidas con cúpulas; pero el suelo del mar, Bob, tiene una extensión tres veces mayor que toda el área seca de la Tierra. El microsonar puede descubrir algunas cosas; la observación visual puede descubrir otras pocas más, pero el resto del lecho del mar está tan escasamente poblado y es tan desconocido como la Antártica...

    Sonó el claxon de advertencia y dimos fin a nuestra charla.

    Corrimos sobre la cubierta en dirección a las escotillas, cuando ya la voz del instructor Blighman anunciaba en el altavoz:

    —¡Despejen la cubierta! ¡Despejen la cubierta! ¡Todos los cadetes repórtense a recibir sus inyecciones de profundidad! ¡Nos sumergiremos dentro de diez minutos!

    Un cadete delgado y moreno se nos unió mientras corríamos.

    —¡David! —exclamó—. ¡Te perdí de vista! ¡Debemos bajar a que nos inyecten ahora!
    —Les presento a mi amigo, Eladio Ángel —nos dijo David.
    —Hola —dijo jadeando Bob, y yo lo saludé con una inclinación de cabeza sin dejar de correr.
    —Laddy es un estudiante de intercambio, igual que yo.
    —¿También viene de Marinia? —le pregunté.
    —¡No, no! —exclamó sonriendo Laddy, mostrando unos dientes muy blancos—. Vengo del Perú. Mi casa está tan lejos de Marinia como de aquí. Yo...

    Se interrumpió mirando hacia popa. Estábamos subiendo en fila en dirección a las escotillas, pero comprendimos que algo sucedía. La cuadrilla de trabajadores llamaba a gritos al instructor Blighman.

    Nos volvimos para mirar en dirección de popa. El teniente Blighman salió apresuradamente por la escotilla echando chispas por sus ojos de tiburón. Nos hicimos a un lado para dejarle paso cuando corrió en dirección a popa.

    Uno de los sondómetros había desaparecido.

    Podíamos escuchar los gritos de excitación de la cuadrilla de trabajadores. Habían estado asegurando el primero de los sondómetros sobre la cubierta, donde proporcionaría un registro constante de nuestros buceos, mientras el otro sondómetro estaba aún sobre la plataforma flotante de embarcar; cuando fueron a buscarlo se encontraron con que había desaparecido. Había desaparecido cuando nadie lo veía. Un bulto perfectamente empacado conteniendo instrumentos marinos y con un peso aproximado de cincuenta kilogramos, y, sin embargo, había desaparecido.

    Nos alineamos para que nos inyectaran. Todos hablábamos del sondómetro perdido.

    —La culpa la tuvo la cuadrilla de trabajadores —explicó dándose aires de sabihondo el capitán Fairfane—. No lo ataron bien, vino una oleada y. . .
    —No hubo ninguna oleada —dijo casi para sí David Craken.
    —¡Atención! —vociferó amenazadoramente Fairfane—. ¡Están hablando demasiado en esta fila!

    Nos quedamos callados, pero David tenía razón; no había habido ninguna oleada ni existía modo de que el instrumento de cincuenta kilogramos hubiera podido caer por el costado de la plataforma flotante. Simplemente, había desaparecido. Y recordé que no era la primera vez que ocurría un incidente semejante: la semana anterior, un pequeño bote submarino de propulsión neumática y capacidad para un tripulante, había desaparecido de un modo extraño de la playa de recreo. Posiblemente, pensé con gran excitación, las dos desapariciones estaban relacionadas entre sí. Alguien podía haberse deslizado tripulando un bote submarino por detrás del barco gimnasio; haber salido a la superficie mientras la cuadrilla de trabajadores estaba ocupada en la cubierta y haber robado el sondómetro...

    No, era imposible; en primer lugar, el bote no era lo suficientemente rápido para alcanzar siquiera la velocidad de la tambaleante balsa en que viajábamos; en segundo lugar, los aparatos de microsonar lo habrían detectado. Posiblemente, un buceador rápido que hubiera estado esperando a nuestro paso y se hubiera ido acercando a nosotros aprovechando el punto ciego del microsonar pudo haberlo hecho, pero era ridículo pensar que un buceador anduviera nadando solo en el Atlántico, tan lejos de la costa.

    Pensé por un momento en la fantástica advertencia que había hecho David Craken: en la serpiente marina..., pero eso era ridículo.

    Sonaron los timbres que anunciaban que ya íbamos a sumergimos y la desgarbada balsa submarina se inclinó y comenzó a hundirse bajo la superficie. Por encima de nosotros, los remolcadores submarinos continuarían patrullando, uno en la superficie y el otro a nuestro mismo nivel para vigilar que no se acercara ninguna nave que pasara por allí y, si fuera necesario, para ayudamos en caso de algún rescate de emergencia.

    Estábamos listos para iniciar nuestro buceo de calificación.

    Las inyecciones consistieron en un ligero pinchazo, un doloroso frotamiento y eso fue todo. No me sentí en nada diferente después de que me hubieron inyectado. Bob trataba de ocultar su renuencia, pero se veía bastante alegre cuando corrimos de la enfermería a los gabinetes donde guardábamos nuestros equipos de buceo.

    La balsa gimnasio vibraba bajo nuestros pies desde el momento en que sus pequeños motores auxiliares, demasiado pequeños para que pudieran hacerla navegar como una nave de travesía por su propia propulsión, iniciaron la tarea de mantenemos quietos a cierta profundidad. Podía yo ventear el débil pero penetrante olor del barco mismo, ahora que el aire puro de la superficie ya no llegaba hasta nosotros. Casi podía imaginarme claramente cómo las verdes y espumantes olas iban cubriendo la cubierta y podía sentir todo el misterio y la inmensidad del mundo submarino al que estábamos penetrando.

    Bob me dio un ligero codazo y sonrió. No tuvo que decirme nada; comprendí lo que sentía. ¡Estábamos de nuevo en el mar!

    El capitán cadete Fairfane se nos apareció de pronto. Lo había visto discutir excitadamente con el instructor Blighman, pero no había puesto demasiada atención en ello; pensé que hablaban del sondómetro desaparecido; pero no se trataba de eso. Fairfane se acercó a mí agresivamente, su rostro bien parecido reflejaba su ira y me dijo echando chispas por los ojos:

    —¡Eden! Quiero hablar contigo.
    —Sí, señor —respondí en voz alta.
    —Deja lo de “señor" ahora; esto es de hombre a hombre.

    Me quedé sorprendido. No existía una estrecha amistad entre Roger Fairfane y yo. Se había portado muy amigablemente cuando Bob y yo regresamos a su clase, pero eso fue sólo al principio; después, sin saber por qué, se mostró indiferente hacia nosotros. Bob creía que tal vez Fairfane pensaba que yo andaba tratando de quitarle su puesto como capitán cadete, aunque esto no era muy probable; el puesto se lograba a base de aplicación en las clases y dotes atléticas, y Fairfane tenía un récord impresionante en ambas cosas; pero, comoquiera que fuere, él no le agradaba a Bob, tal vez porque pensaba que Fairfane tenía demasiado dinero. Su padre trabajaba en una de las compañías más importantes de trasatlánticos submarinos; Roger nunca había dicho cuál era exactamente el puesto que su padre desempeñaba en la compañía, pero daba a entender que era muy importante.

    —¿Qué es lo que quieres, Roger? —colgué mi chaqueta en el interior del armario y me volví para hablar con él.
    —Eden —dijo en tono cortante—, nos han estado engañando, a ti y a mí.
    —¿Engañando? —le dije mirándolo con asombro.
    —¡Así es! ¡Ese muchacho Craken, nada como una mantarraya! No tenemos la menor oportunidad si competimos contra él.
    —Mira, Roger —le dije—, esto no es un concurso. No importa si David Craken puede soportar la presión a algunas brazas más de profundidad que nosotros y...
    —Tal vez no te importe a ti, pero a mí sí me importa —me interrumpió—. Escucha, Eden. ¡Él ni siquiera es americano! Es un estudiante transferido del océano. ¡Sabe más acerca de la presión que el mismo instructor! Quiero que vayas a protestar ante el teniente Blighman. ¡Dile que no es justo que Craken compita nadando contra nosotros!
    —¿Por qué no protestas personalmente, si piensas así?
    —¡Pero Jim! —Fairfane pareció sentirse lastimado—. Eso no se vería bien; como yo soy capitán cadete y todo eso. Además. . .
    —Además —intervino Bob—, ya lo hiciste y no te hizo caso, ¿no es verdad?
    —Tal vez sí —dijo Fairfane frunciendo el ceño—. No protesté en realidad; simplemente... Bueno, ¿y eso qué importa? Él te hará caso a ti, Eden. Tal vez piensa que tengo prejuicios.
    —¿Y no los tienes? —le espetó Bob.
    —¡Sí, los tengo! —respondió enojado Roger Fairfane—. ¡Soy mejor que él y mejor también que ese peruano amigo suyo! Es por eso que me disgusta que me quieran hacer pasar por un tonto compitiendo en su elemento natural. ¡Se supone que vamos a bucear y a competir contra hombres, Eskow, no contra peces!

    Pude ver que Bob estaba comenzando a enojarse y le toqué el brazo para calmarlo.

    —Lo siento, Roger —le dije—. No creo que pueda ayudarte.
    —¡Pero tú eres sobrino de Stewart Eden! Escúchame, Jim. Si tú hablas con Blighman él te hará caso.

    Aquello era algo que no había aprendido Roger Fairfane a pesar de las calificaciones que había obtenido en sus estudios: yo era sobrino de Stewart Eden, sí, pero eso, junto con cinco centavos, no me serviría para comprar más del valor de un níquel en dulces dentro de la Academia. A la Academia no le interesa quién es el tío de uno, a la Academia le interesa quién es uno y qué es lo que uno puede hacer.

    —Tengo que ponerme mi equipo —le dije—. Lo siento.
    —¡Lo vas a sentir más antes de que hayas conocido bien a Craken! —dijo iracundo Fairfane—. Hay algo extraño en él. Conoce más de las grandes profundidades que...

    Se interrumpió de improviso. Nos miró, echando chispas por los ojos. Dio media vuelta y salió.

    Bob y yo nos miramos uno al otro y nos encogimos de hombros. No tuvimos tiempo de hablar en ese momento porque los otros cadetes ya se estaban alineando, listos a entrar a las compuertas.

    Nos pusimos a toda prisa el equipo de buceo. Era muy simple: aletas para los pies, boquilla y goggles en la cara, y el pulmón portátil a la espalda.

    Este último era un modelo nuevo de electropulmón, de un reciente tipo que genera oxígeno mediante la electrólisis del agua del mar. Los decloronizadores eliminan los gases tóxicos de la sal. Ahorra peso y extiende el radio de acción considerablemente, ya que el agua es ocho novenas partes oxígeno por peso, y de ese modo, puede obtenerse un abastecimiento por tiempo indefinido, en tanto que la batería atómica de estronio no deje de proporcionar la corriente eléctrica.

    Bob se puso su equipo de mala gana y comprendí por qué: como los primeros buzos habían descubierto al bucear con pulmones de oxígeno, el oxígeno puro tiene sus riesgos; para aquellos que son propensos a sentir “el éxtasis de la profundidad" el oxígeno admi-nistrado en demasía, al parecer producía los ataques más rápidamente y con mayor violencia que el aire ordinario.

    Tal vez las inyecciones servirían de ayuda...

    Penetramos en la compuerta, formados en escuadrones de veinte hombres, y las aletas azotaban el suelo de la cubierta. Allí nos entregaron trajes térmicos que nos quedaban completamente ceñidos al cuerpo. Esa fue la primera prueba de que aquella no era una expedición ordinaria de buceo; bajaríamos a profundidades tales en las que el agua estaría despiadadamente fría a la vez que iba a ejercer una presión aplastante sobre nosotros.

    Nos sentamos en las húmedas bancas que había alrededor del borde de la lúgubre y baja cúpula de la compuerta y el instructor Blighman nos dio las últimas instrucciones.

    —Cada uno de ustedes tiene un número. Cuando inundemos la compuerta y abramos la puerta al mar, ustedes deberán nadar hasta la superestructura de proa, buscarán su número y apretarán el botón que hay abajo de él. La luz que hay sobre su número se apagará indicando que han completado la prueba. Entonces, naden de regreso hacia acá y entren en la compuerta. Eso es todo lo que tienen que hacer. Hay una cuerda guía para evitar que alguno de ustedes se pierda. Si se mantienen cerca de la cuerda guía, no pueden perderse; si no lo hacen...

    Paseó su mirada a su alrededor mirándonos con sus ojos de tiburón, fríos como el mismo océano.

    —Si no lo hacen —repitió alzando aún más la voz—, harán que el servicio submarino tenga que perder su tiempo en una expedición para buscarlos a ustedes... o a sus cadáveres.

    Sus ojos recorrieron todo el grupo esperando que alguien dijera algo.

    Nadie habló. En realidad no había mucho riesgo de que nos pudiéramos perder... ¿O sí lo había? Uno de los sondómetros había desaparecido. Era parte del circuito de microsonar de la balsa gimnasio; sin él, tal vez fuera muy difícil realmente localizar a un cadete que anduviera vagando trastornado, a causa de la narcosis de las profundidades...

    Resolví no perder de vista a Bob.

    —¿Alguna pregunta? —rugió el instructor Blighman.

    No hubo preguntas.

    —Muy bien. ¡Ajústense las secciones de la cara! ¡Abran válvulas uno y tres!

    Nos colocamos los lentes y las boquillas en su lugar.

    El cadete que atendía el tablero de controles saludó y dio vuelta a dos perillas de plástico. El agua del mar entró como tromba.

    Penetró en dos blancos chorros, espumando y chocando con fuerza contra los mamparos de la cámara. Un rocío enceguecedor distorsionó la visión de nuestros lentes y la fría agua salada se agitó embravecida alrededor de nuestros pies jalándonos hacia uno y otro lado.

    El instructor Blighman había retrocedido hasta la portañola de mando, donde se paró a observar a través del grueso vidrio. A medida que la compuerta se iba llenando podíamos oír su voz que se escuchaba opaca y distante a través del agua y nos llegaba por los trasmisores:

    —¡Abran la puerta al mar!

    Se oyó un gemido de motores y la puerta se abrió deslizándose hacia arriba.

    —¡Cuenten y salgan!

    Bob Eskow era el número cuatro de nuestra cuadrilla e iba precisamente adelante de mí. Pude oír cómo golpeaba rápidamente cuatro veces sobre el mamparo, al mismo tiempo que salía por la puerta.

    Golpeé cinco veces y lo seguí.


    ¡El éxtasis de la profundidad!

    Pero no era peligroso, era... sentirse con vida. Todo mi trabajo y esfuerzo en la Academia, en realidad toda mi vida, iban dirigidos a aquello. Ya estaba en el mar.

    Tomé oxígeno y sentí que mi cuerpo comenzaba a ascender hacia la superficie que se encontraba a treinta metros sobre nosotros; exhalé y mi cuerpo se hundió hacia la cubierta de la balsa submarina. El electro- pulmón burbujeaba y susurraba a mi espalda, midiendo mi respiración, proporcionándome oxígeno para mantenerme con vida a una profundidad igual a la altura que tendría un edificio de diez pisos, debajo de las olas y el cielo. Arriba ya era pleno día, pero allí abajo sólo se distinguía un suave resplandor verdoso.

    La cubierta de la balsa gimnasio, que en la superficie no era más que gris acero y negras sombras, se había transformado en una caverna de los cuentos de Simbad: en un piso verde grisáceo abajo de nosotros y en unas paredes verde mar a los lados. La cuerda guía brillaba como una serpiente verde que se extendía tirante delante de mí, penetrando entre el verde resplandor del agua. No sentía estar bajo el agua, ni estar “mojado"; me parecía estar volando.

    Pataleé y avancé rápidamente sobre la cuerda guía sin tocarla.

    Bob estaba adelante de mí, nadando lentamente, casi tocando con los dedos la cuerda. Aminoré la marcha impaciente detrás de él, en tanto que él nadaba tenazmente hacia la superestructura de proa y buscaba a tientas en el aparato marcador. Allí estaban nuestros números iluminados por la luz azul de los tubos de troyón que había sobre los botones señaladores. Se veían claramente en el resplandor de luz verde, pero al parecer, Bob estaba teniendo problemas.

    Por un instante tuve el impulso de ayudarlo, pero existe un código de honor en la Academia, estricto y firme: cada cadete ejecuta sus propias tareas, nadie puede entrometerse en el trabajo de otro. En ese momento, él encontró el botón y su número se apagó.

    Lo seguí, sintiéndome cada vez más preocupado, de regreso a lo largo de la cuerda guía. Se le hacía difícil conservarse cerca de ésta. En dos ocasiones lo vi agarrarse de la cuerda y tirar de ella, impulsándose hacia adelante, ya que su forma de nadar se hacía cada vez más torpe.

    ¡Y eso le sucedía a treinta metros! ¡Lo que era apenas el principio de las pruebas de buceo de calificación! ¿Qué le pasaría a noventa metros? ¿O a ciento cincuenta?

    Finalmente, todos regresamos al interior de la compuerta y las bombas comenzaron a producir un sonido profundo, como el ronronear de un gato. Tan pronto como el agua hubo bajado hasta nuestras cinturas, el instructor Blighman vociferó:

    —¡Eden, Eskow! ¿Qué estaban haciendo ustedes, par de medusas? ¡Hicieron demorarse a toda la cuadrilla!

    Permanecimos de pie chorreando agua sobre las resbalosas tablas del piso, aguardando a recibir una buena reprimenda, pero nos escapamos de ella. Otro de los cadetes emitió un grito agudo y cayó chapoteando en el piso. Los médicos marinos ya estaban allí antes de que el agua terminara de salir de la compuerta. Lo agarré, sosteniéndole la cabeza fuera de la poca agua que quedaba. Ellos me lo arrebataron y rápidamente y sin miramientos le arrancaron la boquilla y los lentes del rostro. Tenía la cara convulsionada en una mueca de dolor y estaba desmayado.

    El instructor Blighman se acercó rápidamente chapoteando en el agua con furia. Antes de que los médicos pudieran examinar a conciencia al cadete, Blighman rugió:

    —¡Tapones para los oídos! ¡Nunca falta alguno en cada cuadrilla! ¡Se lo he repetido cientos de veces! ¡Se lo he remachado una y otra vez! Los tapones en los oídos no sirven de nada más abajo de una braza. Muchachos, si no pueden luchar contra el mar, no traten de ocultarse detrás de unos tapones para los oídos; todo lo que éstos hacen es permitir que la presión aumente un poco más..., muy poco más..., y luego, ceden y lo único que logran es que se les revienten los oídos y los echen de la Academia. ¡Como le va a suceder aquí a Dorrit!

    Lo sentí por Dorrit, pero al menos nos había salvado por el momento. Pero sólo fue por el momento.

    No habíamos avanzado un metro al salir de la compuerta, cuando Bob se tambaleó y dio un traspié. Lo agarré por el brazo tratando de sostenerlo de pie cuando menos, hasta que estuviéramos fuera del alcance de los escrutadores ojos del instructor Blighman.

    —¡Bob! ¡Ánimo, muchacho! ¿Qué te pasa? —le pregunté.

    Me miró con una expresión extraña y distante y luego, sin más ni más, cerró los ojos y cayó al suelo sin que yo pudiera sostenerlo.

    Me permitieron ir con él a la enfermería y hasta me dejaron que llevara uno de los extremos de la camilla.

    Despertó cuando bajamos la camilla y se volvió a mirarme. Por un momento creí que él había perdido la razón.

    —¡Jim! ¡Jim! ¿Puedes oírme?
    —Puedo oírte. Bob. Yo...
    —¡Estás tan lejos! —tenía los ojos vidriosos y me miraba fijamente—. ¿Eres tú, Jim? No puedo ver... Hay una niebla verde y relámpagos... Jim, ¿dónde estoy?
    —Estás en la enfermería, Bob —le dije tratando de infundirle confianza—. Aquí está el teniente Saxon. Vamos a hacer que te pongas bien...

    Cerró los ojos tan pronto como uno de los doctores lo pinchó con una aguja. La inyección lo durmió casi instantáneamente, pero antes de que se quedara dormido lo oí murmurar:

    —La narcosis... sabía que jamás lo lograría.

    El teniente Saxon me miró por encima del cuerpo inconsciente de mi amigo.

    —Lo siento, Eden —me dijo.
    —¿Quiere decir que será eliminado de la Academia, señor?
    —Es muy sensible a la presión —asintió—. Lo siento, será mejor que regreses a donde está tu cuadrilla.


    3… ¡En Busca de un Récord de Buceo!


    A los doscientos diez metros de profundidad salí a nadar en la oscuridad.

    Los poderosos reflectores submarinos de la nave gimnasio apenas si permitían distinguir vagamente la oscura cubierta. No había el menor rastro de luz del sol que alumbraba la superficie y únicamente se percibía un ligero halo, muy distante, que marcaba la super-estructura de proa.

    Me sentía mareado..., casi enfermo.

    ¿Era a causa de la presión?, me pregunté. ¿O era a causa de lo que le ocurría a mi amigo Bob Eskow en la enfermería? Lo había dejado y había regresado a las pruebas, pero mi pensamiento seguía puesto en él.

    Traté de apartarlo de mi mente y nadé hacia adelante a través de la oscura profundidad, en dirección al leve resplandor de la superestructura de proa donde tendría que apagar mi número.

    Sólo quedábamos diecisiete de nosotros; los demás habían realizado unos cuantos buceos y habían sido descalificados por los médicos marinos que ya no les habían permitido continuar o se habían descalificado ellos mismos. O, al igual que Bob Eskow, habían reventado.

    Sólo quedábamos dos de la cuadrilla a la que yo pertenecía y que había estado formada originalmente por veinte hombres; otro y yo. Los otros quince pertenecieron a otras cuadrillas. Reconocí entre ellos a David Craken y al muchacho peruano, Eladio, al cadete capitán Fairfane que miraba con fiereza a los dos cadetes extranjeros, y a algunos más.

    Los dejé atrás y pataleé. No percibía ninguna sensación de presión sobre mí, porque la presión que sentía en el interior de mi cuerpo era casi tan fuerte como la presión exterior. El electropulmón que llevaba a la espalda susurraba y burbujeaba al suministrarme oxígeno bajo aquella tremenda presión, llenando mis pulmones y circulando por mi sangre. Los ingeniosos filtros químicos absorbían todo rastro de cloro, de nitrógeno y de bióxido de carbono, de modo que no existiera riesgo de ser intoxicado o de ser atacado por “los calambres", esa parálisis que había matado o dejado lisiados a tantos de los primeros buzos de antaño.

    Una columna de agua de doscientos diez metros de altura me estaba aplastando, pero la presión de mi propio cuerpo la contrarrestaba. No podía sentir la presión en sí, pero me sentía viejo, cansado, exhausto, sin saber por qué. Se me había agotado toda energía. Cada golpe que daba con las aletas que llevaba en los pies, cada movimiento de los brazos parecían necesitar de toda la fuerza de mi cuerpo. Cada vez que completaba un mo-vimiento, me parecía completamente imposible que encontraría la energía necesaria para el siguiente. Habría sido mucho más sencillo dejarme flotar a la deriva...

    Pero, de algún modo encontraba fuerzas y de algún modo también, el halo verdoso que percibía a proa, se iba acercando lentamente. Comenzó a tomar forma al igual que el potente brillo de los reflectores y comencé a distinguir las hileras de números.

    Encontré a tientas el botón que me correspondía y vi cómo mi número producía un resplandor más fuerte y luego se apagaba. Me volví y cansada y lentamente pude retomar a lo largo de la cuerda guía hasta estar una vez más en el interior de la compuerta.

    Doscientos setenta metros.

    Únicamente once de nosotros habíamos terminado el buceo a doscientos diez metros; y los médicos marinos, valiéndose de sus pruebas rápidas y seguras, eliminaron a otros seis de los once, entre ellos a Eladio. El electro estetoscopio del teniente Saxon había detectado un ligero murmullo en su corazón y se rehusó terminantemente a que el peruano volviera a salir.

    Sólo quedábamos cinco y dos de ellos mostraron los inconfundibles signos de que iban a sufrir un colapso tan pronto como el agua comenzó a entrar a borbotones en la cámara. Unos cadetes vestidos con trajes blindados salieron rápidamente de las compuertas de emergencia y se los llevaron, en tanto que el resto de nosotros permanecimos allí para sentir el zumbido parecido a un gemido de los motores que abrían las puertas al mar y ver la profundidad nuevamente abierta ante nosotros.

    “El resto de nosotros"; sólo quedábamos tres ya: yo, el capitán cadete Roger Fairfane, agotado, rendido, irritado y tenso, pero inflexiblemente determinado, y David Craken, el cadete de Marinia.

    Ahora no se percibía ni siquiera el más ligero resplandor a proa. Me arrastré a través del agua, concentrándome tenazmente en el brillo de la cuerda guía... ¡Qué opaca, qué débilmente brillaba a doscientos setenta metros de profundidad!

    Me parecía como si estuviera tratando de deslizarme a través de algo gelatinoso durante horas y más horas sin lograr progreso alguno. De pronto percibí algo adelante de mí: el suave y distante resplandor de unas luces (los reflectores de proa que en la superficie podían verse a treinta kilómetros de distancia, pero que allí abajo apenas podían distinguirse a unos seis metros) y resaltando contra ellas, una especie de seres marinos irreconocibles y fantásticos...

    Había dos de ellos. Los miré con indiferencia y de pronto comprendí lo que eran: eran David Craken y Roger Fairfane. Ambos habían salido de la compuerta un momento antes que yo, ya habían llegado a su objetivo y venían en su camino de regreso.

    Pasaron junto a mí casi sin verme. Luché desfallecido por avanzar. Para el momento en que encontré mi botón y apagué mi número, ellos ya se habían perdido nuevamente de vista.

    Los volví a ver a mitad de mi camino de regreso. Cuando menos eso fue lo que creí al principio, pero luego comprendí que no podían ser ellos.

    Algo se movía en el agua frente a mí. Miré más de cerca, en cierto modo sacando fuerzas de la curiosidad.

    Eran peces. Docenas de pequeños peces que parecían huir a toda prisa cruzando directamente frente al curso que yo seguía, a lo largo de la cuerda.

    No hay nada de extraño en ver peces en las aguas de las Bermudas, ni siquiera a doscientos setenta metros de profundidad, pero aquellos peces parecían estar asustados. Los miré cansadamente, posando una mano sobre la cuerda mientras pensaba lo extraño que era que estuvieran asustados. Miré hacia atrás en dirección de donde habían venido y vi algo..., algo en lo que no podía creer.

    Pude ver. . . muy débilmente... una línea de sombra que contrastaba contra la sombra aún más oscura que era la barandilla de babor de la nave gimnasio y, marcado con otra sombra más oscura todavía, algo se cernía sobre la barandilla. No había casi luz pero parecía tener una forma definida y por demás increíble.

    Parecía..., parecía una cabeza; una cabeza enorme que surgía sobre la oscura cubierta. Era más grande que un hombre, y parecía estar mirándome con sus pequeños y rasgados ojos, abriendo la boca para mostrarme una hilera de dientes dignos de una pesadilla...

    Supongo que debería haberme sentido aterrado, pero a doscientos setenta metros de profundidad y metido en mi traje de buceo no tuve fuerzas siquiera para sentir terror.

    Permanecí allí, con una mano sobre la cuerda guía, mirando sin creer lo que estaba viendo, pero sin dudar de que era cierto.

    Entonces, desapareció, como si jamás hubiera estado allí.

    Miré fijamente al lugar donde había estado o donde yo había creído que la había visto, esperando a que sucediera algo: que apareciera de nuevo, o cualquier cosa que me convenciera de que no había sido únicamente producto de mi imaginación.

    Nada sucedió.

    No sé cuánto tiempo permanecí allí, esperando. Luego, poco a poco, recordé: se suponía que yo no debía permanecer allí; se suponía que debería estar haciendo algo, tenía una meta definida que alcanzar; iba de regreso a la compuerta...

    Me obligué a mí mismo a ponerme trabajosamente en movimiento.

    La brillante cuerda parecía tener millones de kilómetros de largo. Me mantuve cerca de ella nadando con tanta fuerza como pude, hasta que las luces de popa comenzaron a tomar forma y la cúpula de la cámara misma surgió entre la oscuridad.

    Me arrastré al interior de la puerta v miré hacia atrás. No había nada allí. Las puertas dejaron oír un gemido y se cerraron. Las bombas comenzaron a funcionar expulsando el agua.

    No sé lo que los otros dos habrían visto —supongo que nada—, pero se veían tan aporreados y tan exhaustos como yo mismo, cuando el último resto de agua hubo salido y el instructor Blighman se descolgó al interior por la escotilla de emergencia.

    Sonreía, y cuando habló, su voz retumbó como un trueno en la pequeña cámara.

    —¡Los felicito, muchachos! —exclamó—. ¡Son ustedes verdaderos lobos de mar, y lo han probado! Los tres han logrado calificar a doscientos setenta metros... ¡Doscientos setenta metros! ¡Eso es un récord! En todos los años que llevo como instructor de la Academia, apenas si había habido media docena de cadetes que habían logrado calificar a esta profundidad, y ahora, ¡lo han logrado tres de ustedes en una sola clase!

    Estaba comenzando a recobrar el aliento y dije:

    —Instructor, teniente Blighman, yo. . .
    —Aguarda un minuto, Eden —dijo suavemente—. Antes de que digas nada, quiero preguntarles algo.

    No estaba seguro de lo que había estado a punto de decir..., algo acerca de lo que había visto o de lo que creía que había visto, supongo; pero en la pequeña y bien iluminada cámara, con Blighman hablando de récords, aquello parecía tan remoto, que cada vez fui creyendo menos en que lo había visto realmente.

    —Los tres han calificado, no hay duda de eso —estaba diciendo Blighman—; pero el teniente Saxon ha preguntado si alguno de ustedes está dispuesto a intentar otro buceo a sesenta metros más de profundidad. Se trata estrictamente de una operación voluntaria, no habrá objeción alguna si ninguno de ustedes desea hacerlo, pero él tiene la esperanza de que sus nuevas inyecciones van a hacer posible establecer récords a mayores y mayores profundidades y le gustaría probar un poco más. ¿Qué responden, muchachos?

    Nos examinó a los tres con sus centelleantes ojos de tiburón. Se detuvo frente a mí.

    —¿Eden? ¿Te sientes bien? Parece como si estuvieras teniendo alguna reacción.
    —Creo..., creo que tal vez la esté teniendo, señor. —titubeé, tratando de encontrar el modo de explicarle de qué clase de reacción se trataba; pero... ¡La cabeza de una serpiente gigantesca! ¿Cómo iba a poder decirle eso?

    No me dio oportunidad para ello.

    —¡Está bien, Eden! —vociferó—. Eso te deja fuera. No me discutas. Ya realizaste una hazaña espléndida, no tiene caso continuar, a menos que te sientas bien seguro. ¿Craken?
    —Sí, señor. Estoy listo —respondió David en voz casi tan baja que apenas se le escuchó.

    Recordé, al mirarlo, lo que él había dicho acerca de las serpientes marinas poco antes, cuando todavía estábamos en la superficie, y lo que yo le había respondido. Por un momento me sentí tentado a advertirle que su serpiente marina estaba realmente allí... Pero tal vez todo había sido causado por la presión y la inyección. ¡Las serpientes marinas no existían! Todo el mundo sabía eso...

    —¿Fairfane?
    —Estoy bien —respondió Roger Fairfane con un esfuerzo—. Sumerjámonos.

    El instructor Blighman lo miró pensativamente un momento. Luego, se encogió de hombros. Pude leer su pensamiento tan claramente como si hubiera hablado. Fairfane no tenía muy buen aspecto, eso era seguro, pero Blighman ya se había decidido; si había algo malo en él; los doctores lo notarían, y si no lo había, no importaba el aspecto que tuviera el cadete capitán.

    Los médicos marinos entraron apresuradamente. Hicieron sus rápidos exámenes e informaron que tanto David como Roger estaban en condiciones de continuar.

    Entonces, Blighman nos ordenó en tono cortante a los doctores y a mí que saliéramos de la compuerta. Al salir, vi que Roger Fairfane se volvía a ver a David con ojos centelleantes y lo oí murmurar algo que me pareció había sido:

    —¡Nunca podrás hacerme ver como una medusa!


    Trescientos treinta metros.

    El instructor Blighman me permitió entrar con él al cuarto de controles a observar cómo Fairfane y David Craken realizaban su prueba de buceo a trescientos treinta metros de profundidad.

    Los motores de la nave comenzaron a zumbar equilibrando los tanques de lastre para hacemos descender otros sesenta metros. Era importante que la balsa permaneciera completamente quieta en el agua; si se estuviera moviendo cuando alguno de nosotros efectuaba sus pruebas de buceo, el movimiento del agua nos arrastraría lejos de la balsa. Por esa razón no se podían emplear las hélices de inmersión y el equilibrio de la nave tenía que depender únicamente de los tanques.

    Finalmente, se ajustó el equilibrio de la nave y se llenó la compuerta. Pude ver cómo se abrían las puertas que daban al mar, girando al abrirse, como si fuera el obturador del lente de una cámara fotográfica. David y Roger salieron lentamente de la compuerta.

    Los gruesos vidrios de la portañola de observación hacían que se vieran pequeños y distorsionados. Se alejaron nadando penosamente, penetrando en la oscuridad. Parecían dos ranas pequeñas y extrañas, más lentas y más torpes que los peces. Tan pronto como se perdieron de vista comencé a sentirme culpable.

    Me creyeran loco o no, yo debería haberles advertido de lo que creí haber visto. Esperé y ellos no regresaban. Bueno, después de todo, apenas habían pasado unos cuantos segundos.

    Comencé a retorcerme inquieto y dije titubeante:

    —Señor.

    Blighman no me prestó atención.

    —¡Instructor Blighman! —exclamé abruptamente—. La reacción que tuve..., no le expliqué lo que pasó, pero lo que me pareció ver fue...
    —¡Aquí están ya! —gritó él; no había escuchado una sola palabra de lo que yo le decía—. Aquí vienen... ¡Los dos! ¡Lo han logrado!

    Miré por la portañola y los vi también. Vi a los dos cadetes que surgían lentamente de la oscuridad acercándose en nuestra dirección, nadando con gran esfuerzo. Patalearon perezosamente hacia nosotros y me pareció que Roger Fairfane estaba en dificultades.

    Ambos avanzaban lentamente, pero Fairfane se veía debilitado, exhausto y torpe.

    David Craken venía nadando cerca de él a un lado y un poco más arriba, sin dejar de observarlo. Entraron nadando en la compuerta que quedaba más arriba de nosotros y oí cómo se cerraban las puertas.

    Todo había terminado y me alegré de no haber dicho nada acerca de las serpientes marinas. Habían regresado sin novedad. Las pruebas habían terminado y ahora podríamos regresar a nuestra vida en la Academia.

    Cuando menos eso fue lo que pensé...

    El instructor entró chapoteando a la cámara antes de que hubiera salido toda el agua y yo le seguí. Roger Fairfane estaba tendido sobre la banca, exhausto y con los brazos y piernas extendidos. David Craken lo miraba con ansiedad.

    —¡Magnífico buceo, muchachos! ¡Han establecido nuevos récords! —exclamó regocijado Blighman. Luego, mirando atentamente a Roger le preguntó—: ¿Sientes alguna reacción?

    Roger Fairfane lo miró parpadeando, con los ojos vidriosos, y dijo:

    —Es... estoy bien.
    —¿Y tú, Craken?
    —Me siento perfectamente bien, señor —contestó David—. Traté de explicarle al teniente Saxon que no necesitaba para nada sus inyecciones, no soy sensible a la presión.

    Blighman los miró pensativamente y les preguntó:

    —¿Se sienten en condiciones para efectuar otro buceo?
    —¡Señor! —intervine yo sin poder evitarlo—. Ellos ya han buceado sesenta metros más abajo de lo que los reglamentos...
    —¡Eden! —su voz restalló como un latigazo—. ¡Soy yo quien está al mando de estas pruebas! ¡Yo soy quien debe decidir lo que dicen los reglamentos!
    —Sí, señor, pero...
    —¡Eden!
    —Sí, señor.

    Me miró fijamente un momento con sus ojos de tiburón y luego se volvió a ver a Roger y a David.

    —¿Bien? —les preguntó.

    Roger Fairfane se veía pálido y agitado pero logró cobrar fuerzas para mirar, con el ceño fruncido, no al instructor Blighman, sino a David, y para decir:

    —Estoy listo, instructor. ¡Voy a demostrarle a él quién es una medusa!
    —Escucha, Roger —dijo David con voz que denotaba preocupación—, no creo que debas intentarlo. Tuviste problemas para regresar a la compuerta a trescientos treinta metros de profundidad. A trescientos noventa...
    —¡Instructor! —gritó Roger—. Quítelo de mi vista, ¿quiere? Está tratando de convencerme de que no busque otro récord porque sabe que no puede ganarme.
    —¡No, por favor! —dijo David—. Si el récord es tan importante para ti, yo lo dejaré también. Lo consideraremos un empate. Pero es peligroso para ti, Roger. ¿No lo comprendes? Para mí es diferente; yo nací a siete kilómetros de profundidad; la presión no me importa.
    —Quiero seguir adelante —dijo Roger con terquedad.

    Y así fue como sucedió. El instructor Blighman hizo que los médicos marinos examinaran concienzudamente a los dos cadetes y les exigió mayor minuciosidad esta vez. Los dos salieron bien de los exámenes; no habían sufrido ninguna reacción física, pero... ¿no habrían experimentado alguna reacción mental, como la narcosis de la profundidad? No había forma de decirlo. Sólo David y Roger podían saberlo y ambos negaron haberla experimentado.

    El proceso de descender y equilibrar la balsa nuevamente pareció durar toda una eternidad.

    ¡Trescientos noventa metros!

    Estábamos casi a cuatrocientos metros de profundidad. Sobre cada centímetro cuadrado del resistente casco de edenita de nuestra balsa submarina; la presión ejercía una fuerza de más de cuarenta kilogramos. Y la misma fuerza oprimiría la débil carne humana de David y Roger tan pronto como iniciaran su prueba.

    Escuché el gemido que produjeron las puertas al abrirse.

    Salió David, lentamente pero seguro de sí mismo. Después de un momento, Roger apareció ante nuestros ojos detrás de él. Ambos se sumergieron a lo largo de la cuerda guía en dirección a la superestructura de proa que no estaba al alcance de nuestra vista.

    Pero Roger estaba en dificultades.

    Lo vi desviarse de la cuerda guía hacia la barandilla de estribor. Se repuso, dio un tirón convulsivo hacia atrás. Luego pareció quedar un momento a la deriva. Movía brazos y piernas pero no había coordinación en sus movimientos.

    —¡Está teniendo una reacción! —dijo el instructor Blighman violentamente—. ¡Eso es lo que me temía! Pero las pruebas salieron bien. . .
    —¡Llámelo y hágalo regresar! —dijo en tono cortante la voz del teniente Saxon detrás de mí.

    No me había fijado cuando había entrado el teniente Saxon al cuarto de controles, pero en aquel momento me alegré de que estuviera allí.

    —Tiene usted razón —asintió bruscamente Blighman—. No dejen de observarlo... Trataré de ordenarle que vuelva.

    Corrió hasta el altoparlante de grandes profundidades que enviaría un cono concentrado de vibraciones a través del agua. Cerca de la superficie podía ser escuchado por los nadadores que bucearan con equipos como los que llevaban David y Roger, pero a la profundidad en que estábamos en ese momento...

    Era evidente que no penetraba las enormes presiones de las profundidades. Tal vez ni siquiera pudiera vibrar el diafragma debido a los cuarenta kilogramos que oprimían cada centímetro de él. Cualquiera que fuera la causa, Roger no regresó. Se sacudió convulsionándose y comenzó a nadar lenta y uniformemente, pero en dirección equivocada.

    Se dirigía en línea recta hacia la barandilla de babor y hacia las profundidades que había más allá.

    —¡Cuadrillas de emergencia! ¡Cuadrillas de emergencia! —vociferó Blighman, y varios cadetes vestidos con trajes de blindaje de edenita se dirigieron caminando pesadamente y produciendo una serie de ruidos metálicos, en dirección a las escotillas de emergencia.

    En ese momento, David Craken volteó mirando en busca de Roger, lo vio y regresó. Nadó para alcanzarlo y llegó hasta él antes de que desaparecieran del alcance de nuestras portañolas de observación.

    Parecía estar teniendo dificultades. Aparentemente Roger estaba luchando por deshacerse de él, pero era difícil ver claramente lo que sucedía.

    Si hubo lucha o no, David ganó. Regresaron y en cierto modo David venía remolcando al capitán Roger Fairfane y lo metió en la compuerta.

    Una vez más, tuvimos que aguardar a que las bombas expulsaran el agua.

    Cuando entramos a la lúgubre compuerta, Roger estaba tendido sobre la húmeda banca y se había quitado los lentes. La boquilla de respiración producía un siseo y colgaba del arnés que llevaba sobre los hombros. Estaba pálido como un cadáver y tenía los ojos vidriosos e inyectados en sangre.

    —Fairfane, ¿estás bien? —exclamó el instructor.

    Roger tomó aliento profundamente y dijo jadeando:

    —¡Él. . . él me golpeó! ¡Ese medusa me golpeó!
    —¡Eso no es verdad, señor! —dijo exasperado David—. Era obvio que Roger estaba en dificultades y yo. ..
    —No des más explicaciones, Craken —le espetó Blighman—. Vi lo que sucedió allá afuera. Probablemente le hayas salvado la vida. Comoquiera que sea, esto pone fin a nuestras pruebas. Quítense los equipos, todos ustedes.

    Roger Fairfane logró ponerse de pie y dijo muy serio tratando de ocultar su ira:

    —¡Protesto, teniente Blighman! El cadete Craken me atacó porque tenía miedo de que yo lo derrotara en la prueba. Pienso presentar una acusación ante la corte de los cadetes y...
    —¡Repórtese a la enfermería! —le gritó Blighman—. No sé si se dé cuenta o no, pero usted está teniendo una reacción al suero de Saxon o a la presión. ¡No quiero escuchar una sola palabra más de usted en este momento!

    Se fue. Gruñendo y enojado, pero se fue.

    Una vez más pensé que las pruebas habían concluido. Y una vez más me equivoqué, porque David Craken, a pesar de su aspecto de cansancio, dijo con determinación:

    —Señor, solicito su permiso para completar la prueba a trescientos noventa metros de profundidad.
    —¿Qué cosa? —inquirió Blighman sorprendido esta vez.
    —Solicito su permiso para completar la prueba, señor —repitió tercamente David—. Yo no golpeé al capitán Fairfane. Habría sido muy fácil para mí completar la prueba y le pido permiso para demostrarlo.

    Blighman titubeó frunciendo el ceño.

    —Craken, se encuentra usted a trescientos noventa metros de profundidad. Lo que quiere usted hacer allá afuera no es ningún juego de niños.
    —Lo sé, señor. Soy nativo de Marinia y ya he tenido experiencia con la presión anteriormente.
    —De acuerdo, Craken. El teniente Saxon dice que estas pruebas son muy importantes para ayudar a conocer los resultados del suero. Supongo que eso lo justifica. Puede usted completar su prueba.

    Una vez más, bajamos a la cámara de controles.

    Las puertas se abrieron por encima de nosotros y vi a David salir nadando para penetrar en la fría oscuridad del agua a una profundidad de casi cuatrocientos metros.

    Se le veía tan lento y torpe como se ven los nadadores humanos bajo el agua, pero sus golpes eran regulares y parejos mientras nadaba siguiendo la brillante cuerda guía, hasta que desapareció de nuestra vista.

    Esperamos a que regresara.

    Esperamos segundos. Los segundos se convirtieron en minutos.

    Él había nadado siguiendo la cuerda guía hasta pasar el umbral de la oscuridad donde se hizo invisible para nosotros, y jamás regresó.


    4… ¡La Marea no Espera!


    Todo el día siguiente me pareció estar soñando una pesadilla.

    Sin embargo, no había tiempo para soñar; era el Día de la Academia y la gran revista e inspección nos tuvo atareados a todos.

    Sobre las puertas de coral del edificio de la Administración aparecía el lema de la Academia: “¡La Marea no Espera!" La marea no espera a nada, ni a un camarada perdido, ni a la tragedia, ni a ningún asunto de los humanos. David Craken se había ido, pero la Academia continuaba su curso.

    Nos formamos ataviados con nuestros uniformes de gala color escarlata sobre la rampa cubierta de coral triturado de un blanco enceguecedor. El resplandeciente sol de las Bermudas brillaba furiosamente sobre nuestras cabezas asomándose entre un cielo cubierto de nubes aborregadas. Los cadetes oficiales gritaban sus órdenes. Las largas filas que formaban los escuadrones terminaron sus ejercicios de armas y giraron para iniciar la gran parada. Cuando pasamos frente a la cuadrilla de David Craken, me arriesgué a echar un vistazo. Ni siquiera había un sitio vacío que indicara la ausencia de él. Vi a Eladio Ángel. Tenía el rostro tirante pero sin expresión y estaba parado en posición de firmes aguardando a recibir la orden de iniciar la marcha. David habría marchado a su lado; pero David estaba... Bueno las palabras que aparecían en el boletín oficial del tablero decían: “Perdido y probablemente ahogado."

    La banda comenzó a tocar el himno de los submarinistas en el momento en que viramos a la izquierda para salir de la rampa, dar una vuelta completa al cuadrángulo y detenernos formados en escuadrones en el centro de la plaza de cara a la plataforma de inspección frente al edificio de la Administración. El sol quemaba implacable aunque todavía no era mediodía, pero ningún hombre de nuestra clase vaciló. Permanecimos allí de pie mientras tocó el tumo de marchar a los oficiales; seguimos allí mientras el comandante decía su breve arenga para recordamos lo sagrado de aquel día; permanecimos en posición de firmes mientras el comandante y sus oficiales efectuaban una minuciosa inspección hombre por hombre, paseándose entre las filas, revisando las armas con ojo avizor a cualquier mancha en el uniforme o a cualquier botón empañado.

    Por fin, todo terminó y salimos marchando nuevamente en escuadrones, para romper filas al final de la rampa. Bob Eskow y yo abandonamos la formación y comenzamos a correr en dirección a nuestras habitaciones. Sólo teníamos veinte minutos para cambiamos nuestros uniformes de gala por nuestros uniformes blancos de trabajo para asistir a la primera clase del día.

    Nos detuvo un cadete de la Guardia que nos preguntó secamente:

    —¿Eden? ¿Eskow?
    —Nosotros somos —le respondí.
    —Repórtense a la oficina del comandante. Inmediatamente.

    Nos miramos uno al otro asombrados. ¡El comandante! Pero si no habíamos hecho nada que justificara que fuéramos reprendidos. . .

    —¡Inmediatamente, novatos! —ladró el cadete de la Guardia—. ¿Qué están esperando? ¡La marea no espera!

    Me llamaron a mí primero. Dejé sentado a Bob en posición de atención en la antesala del comandante, abrí la puerta de la oficina privada, tomé aliento y entré. Llevaba correctamente mi gorra bajo el brazo; mi uniforme estaba tan perfecto como pude arreglármelo; pensé que cuando menos, ya que el comandante tuvo que llamarme, fue muy amable de su parte hacerlo cuando acabábamos de pasar inspección en traje de gala. Saludé y dije con toda la energía que pude:

    —¡Señor, cadete Eden, James, reportándose ante el comandante de acuerdo con órdenes recibidas!

    El comandante, vestido aún con su uniforme de gala, se pasó un pañuelo rojo por su grueso cuello y me miró de pies a cabeza apreciativamente.

    —Está bien, Eden —dijo después de un momento—, descanse.

    Se puso de pie y caminó cansadamente hasta la puerta de un cuarto privado que había junto a la oficina.

    —Pase usted, teniente —llamó.

    El instructor Blighman entró marchando muy erguido a la habitación. El comandante permaneció de pie un momento junto a la ventana, mirando sombríamente a las blancas e iluminadas playas y al mar azul que se veía a lo lejos. Sin volverse, dijo:

    —Eden, perdimos a un compañero suyo ayer durante las pruebas de buceo. Se llamaba David Craken. Tengo entendido que usted lo conocía.
    —Sí, señor, pero no muy bien. Lo conocí poco antes de las pruebas de buceo, señor.

    Se volvió y me miró pensativamente.

    —Pero sí lo conocía, Eden. Y le voy a decir algo que tal vez no sepa. Es usted uno de los pocos cadetes de la Academia que pueden decir eso; su compañero de cuarto, el cadete Ángel, y creo que nadie más. Al parecer, el cadete Craken, cualesquiera que hayan sido sus demás cualidades, no era muy aficionado a hacer amigos.

    Permanecí en silencio. Cuando el viejo quisiera que yo dijera algo, me lo haría saber, estaba seguro de eso.

    Me miró por un largo rato con una expresión de seriedad en su rostro duro y rubicundo. Luego dijo:

    —Teniente Blighman, ¿tiene usted algo que añadir a su reporte sobre el cadete Craken?
    —No, señor —respondió con voz ronca el instructor Blighman—. Como ya le dije, cuando transcurrió un lapso razonable de tiempo y vi que el cadete Craken no regresaba di la alarma al puente y ordené una búsqueda por medio del microsonar. Me reportaron que el microsonar no estaba trabajando a la perfección e inmediatamente llamé por radio a los remolcadores que nos escoltaban, pidiéndoles que hicieran un reconocimiento. Los remolcadores tardaron unos cuantos minutos en llegar hasta nosotros y cuando lo hicieron no lograron encontrar el menor rastro de Craken.

    Pensé en David Craken, solo en el oscuro y helado mar, bajo la trituradora presión de trescientos noventa metros de agua. No era de asombrarse el que los remolcadores no hubieran podido localizarlo. El cuerpo de un hombre es un objeto insignificante en la inmensidad del océano.

    —¿Qué sucedió con el microsonar? —preguntó el comandante—. ¿Qué problema tuvieron con él?
    —Bueno, señor —respondió Blighman arrugando la frente—, yo..., yo no sé si eso tenga sentido.
    —Yo decidiré eso —lo interrumpió el comandante alzando un poco la voz.
    —Sí, señor —dijo Blighman y claramente se veía que estaba molesto—. En primer lugar, señor, uno de los sondómetros desapareció aparentemente de la cubierta de la balsa gimnasio antes de que nos sumergiéramos. Como el microsonar había sido adaptado para utilizar dos sondómetros con objeto de llevar el récord oficial de los buceos, eso puede haber afectado su eficacia. Sea como fuere, el cuarto de microsonar reportó tener un fantasma en la imagen. Habían desarmado el sonar para encontrar la causa cuando se perdió Craken.
    —Un fantasma en la imagen —repitió el comandante. Me miró y le dijo al teniente Blighman—: Dígale al cadete Eden cuál era la forma que suponen tenía esa imagen, teniente.
    —Bueno… la cuadrilla del sonar pensó que era, bueno, que parecía una serpiente marina.

    El comandante dejó que las palabras quedaran flotando en la habitación durante un rato.

    —Una serpiente marina —repitió—. Cadete Eden, el teniente me ha informado que usted dijo algo acerca de una serpiente marina.
    —Sí, señor —dije muy tenso—. Me..., me pareció haber visto algo a los trescientos treinta metros de profundidad, pero pudo haber sido cualquier otra cosa, señor. Pudo haber sido un pez o simplemente un producto de mi imaginación a causa de la narcosis o algo parecido, señor, pero...
    —Pero usted utilizó el término “serpiente marina", ¿no es cierto?
    —Sí, señor —le respondí tragando saliva.
    —Comprendo —el comandante volvió a sentarse a su escritorio y se miró las manos.
    —Cadete Eden —dijo—, he investigado la desaparición del cadete Craken lo más concienzudamente que he podido. Pero hay varios aspectos en el asunto sobre los cuales no he podido tomar una decisión firme. En primer lugar está la pérdida del sondómetro; es cierto que no estaba asegurado, por lo cual ya he impuesto un castigo a la cuadrilla de trabajadores responsables de ello; o tal vez simplemente resbaló por un costado de la plataforma; pero ya ha habido varios incidentes semejantes y en este caso, lo más probable es que nos haya costado la vida de un cadete. En segundo lugar, tenemos la sugerencia de que una serpiente marina esté involucrada de algún modo. Debo decirle, Eden, que me siento instintivamente inclinado a pensar que las serpientes marinas sólo existen en las mentes de los que beben demasiado. He pasado cuarenta y seis años en el servicio submarino y he estado en los lugares más extraños, pero jamás he visto una serpiente marina. La cuadrilla del microsonar no está muy segura de lo que vio, si es que en realidad vieron algo; y además, sabemos que el equipo estaba funcionando defectuosamente a causa de la desaparición del sondómetro. Eso determina que tenga que ser usted quien decida: ¿puede usted asegurar positivamente que vio una serpiente marina?

    Pensé con rapidez, pero sólo pude llegar a una conclusión.

    —No, señor. Pudo haber sido una reacción causada por el suero de profundidad o por la narcosis.
    —Así lo pensé —asintió el comandante—. De modo que solamente nos resta el punto tres. Cadete, Eden, ya he entrevistado al capitán cadete Roger Fairfane. Él reporta que hubo un serio desacuerdo entre el cadete Craken y él, y después de reflexionarlo debidamente, Fairfane opina que el cadete Craken tal vez estaba en un estado mental inestable cuando efectuó su último buceo. En otras palabras, Eden, Fairfane sugiere que Craken quizá se apartó deliberadamente de la balsa y se dirigió directamente al fondo para suicidarse.

    Me olvidé por completo de la disciplina de la Academia y dije furioso:

    —¡Eso es ridículo, señor! ¡Fairfane debe estar loco si piensa que David pudo haberse suicidado! En primer lugar, todo el pleito que hubo entre ellos lo buscó el mismo Fairfane...; además, David no tenía ninguna razón para hacer nada semejante. Tal vez él era un poco... extraño, señor, por ser tan retraído y esas cosas; pero juraría que él no era de la clase de personas que se suicidan. Él era...

    Me interrumpí de pronto al recordar quién era yo y dónde estaba. El teniente Blighman me miraba enojado, con el ceño fruncido, y el comandante mismo me estaba viendo con los ojos entrecerrados.

    —Lo siento, señor —me disculpé—; pero... no, señor, es imposible; el cadete Craken no pudo haberse suicidado.

    El comandante se tomó un momento para cavilar y luego dijo:

    —Está bien, cadete Eden. Si le interesa saberlo, puedo decirle que piensa usted lo mismo que el teniente Blighman. En opinión suya, el cadete Craken, al igual que usted, debo decirlo, es, o era uno de los cadetes que más prometen en la Academia. ¡Puede retirarse!

    Saludé, di media vuelta y salí, pero no sin alcanzar a ver al teniente Blighman que parecía turbado. ¡El viejo tiburón! Pensé asombrado. Evidentemente, detrás de aquellos fieros y voraces ojos, había un ser humano después de todo.

    Por ser el Día de la Academia sólo hubo una clase aquella tarde y Eladio Ángel estuvo en ella conmigo. Como Bob no regresó de la oficina del comandante antes de que la clase terminara, Laddy, como lo había llamado David Craken, y yo salimos juntos.

    Caminamos en dirección a sus habitaciones charlando acerca de lo que el comandante nos había dicho a los dos. A ambos nos había contado más o menos lo mismo y Laddy estaba tan furioso como yo por la sugerencia de Fairfane acerca de que pensaba que David se había suicidado.

    —Ese Fairfane es un calamar lleno de odio, Jim —dijo Laddy—. No hay duda de que David es mejor buceador que él, ¿no es cierto? Y ahora que Craken se ha perdido, el calamar quiere destruir su buen nombre —me miró escrutadoramente un momento y añadió—: Además, no creo que David haya muerto.

    Me detuve y lo miré asombrado.

    —Pero...
    —No, no —me interrumpió Eladio Ángel levantando la mano—. No me digas que él se ha perdido, eso ya lo sé, Jim, pero conozco a David. No sé exactamente por qué, pero creo que aún vive —se encogió de hombros y agregó con una leve sonrisa—: Sin embargo, no importa lo que yo piense, a él se le declaró extraviado y posiblemente ahogado, es cierto, y debo obrar de acuerdo con lo que dice la Academia. Por eso estoy empacando sus cosas para enviárselas a su padre, que vive cerca de Cúpula Kermadec, Jim —titubeó un momento y luego me preguntó—: ¿No..., no te gustaría ver una cosa de él, Jim?
    —Bueno, gracias —le respondí—; pero no me parece correcto andar curioseando entre sus cosas.
    —¡No, no! No será curiosear, Jim. Se trata de algo que tal vez te gustaría ver, Jim. No se trata de nada personal, es una..., es una cosa que hizo David. No es nada privado; está colgado en la pared para que todos lo vean. Tal vez deberías verlo antes de que lo quite de allí.

    Bueno, ¿por qué no? Aunque no conocí muy bien a David lo consideraba mi amigo y tenía curiosidad de ver aquello de lo que hablaba Laddy Ángel. Fuimos al cuarto que él había compartido con David y lo vi inmediatamente.

    El espacio de pared que queda sobre la cabecera de la cama de un cadete le pertenece por entero a él y puede hacer de éste lo que le plazca. La mitad de los cadetes de la Academia cuelgan allí los retratos de sus novias; la mayor parte de los demás tienen allí las fotografías de sus madres o de algún submarino, o, en algunos casos, el retrato autografiado de algún famoso submarinista o de algún atleta.

    Sobre la cama de David Craken estaba colgada una pequeña acuarela sin marco.

    Él mismo la había pintado y estaba firmada “DC" en la esquina inferior derecha. Mostraba una escena submarina. Una enorme criatura submarina surgía de entre una enmarañada jungla de plantas subacuáticas.

    Había poco en aquella escena que me fuera familiar o que siquiera fuera creíble. La vegetación me era desconocida: hojas extensas y gruesas que en cierto modo parecían despedir una luminosidad que contrastaba contra la oscura agua. Igualmente extraña era la criatura que allí aparecía. Tenía un cuello muy largo, aletas retorcidas y puntiagudas y... la misma cabeza que yo había visto sobre el costado del barco gimnasio —si en realidad la había visto— a trescientos treinta metros de profundidad.

    Pero había algo más extraordinario aún: cuando miré el cuadro más de cerca, pude ver que el monstruo no estaba solo; sentada sobre su lomo había una figura humana que lo aguijoneaba con una larga puya, como lo hacen en la India los conductores de los ele-fantes.

    Por un momento, la impresión me había hecho que comenzara a creer cosas fantásticas. ¡Comenzaba a creer en las serpientes marinas! Pero la figura humana puso fin a todo. Tal vez habría creído en la existencia de las serpientes marinas. Tal vez habría creído que aquel cuadro era una especie de corroboración de lo que me parecía haber visto y de lo que los muchachos del sonar habían creído ver en sus pantallas, y de lo que David había hablado; pero el hombre sentado sobre el lomo del monstruo, hacía que todo se convirtiera en pura fantasía, simplemente en algo que un joven de Marinia había pintado en sus ratos de ocio.

    Le di las gracias a Eladio por haberme permitido ver el cuadro y salí de la habitación.

    Bob no había regresado aún de la oficina del comandante. Fui a comer y regresé; Bob todavía no estaba allí. Comencé a preocuparme. Había pensado que lo habían llamado únicamente para hacerle preguntas sobre lo que sabía en relación con la desaparición de David, pero eso no les hubiera llevado tanto tiempo. Comencé a temer que se tratara de algo más grave. El teniente Blighman estaba con el comandante; ¿sería acaso que el instructor había llamado a Bob para descalificarlo? Cierto que él era ahora un caso dudoso. Todos nosotros necesitábamos calificar en un deporte submarino cada año para tener derecho a conservar nuestro puesto en la Academia, y Bob ya había fallado en tres de las cuatro pruebas de calificación. Todavía faltaba el maratón submarino y generalmente no eliminaban a nadie hasta que hubiera fallado también en esa prueba, pero. . ., ¿qué otra explicación podría haber para su tardanza?

    No tenía caso andar de un lado a otro preocupándome, por lo que me senté a escribirle una carta al padre de David Craken a Marinia, a la dirección que me había dado Eladio que era:

    Señor J. Craken
    Al cuidado de Morgan Wensley, Esq.
    Cúpula Kermadec
    Marinia


    No había mucho que yo pudiera decir; sin embargo, estaba decidido a escribir algo. Por supuesto que la Academia le notificaría la desaparición de David al señor Craken; pero yo deseaba decirle algo más que lo que pudiera informarle un simple radiograma oficial. Por otro lado, sería tonto de mi parte suscitar su preocupación y sus preguntas si le hablaba de las serpientes marinas o de la desavenencia que David había tenido con el capitán Roger Fairfane. . .

    Al fin de cuentas, simplemente escribí que, aunque no había conocido por mucho tiempo a David sentía mucho su desaparición; que él había sido un nadador hábil y valiente y que si había alguna cosa que yo pudiera hacer, me ponía a sus órdenes.

    Estaba cerrando la carta cuando entró Bob. Se veía cansado pero no precisamente preocupado; excitado sería la palabra más apropiada. Lo asedié a preguntas: ¿Qué había sucedido? ¿Habían estado hablando todo ese tiempo de la desaparición de David? ¿Había acontecido algo nuevo?

    Él se rio y me sentí aliviado.

    —Jim, te preocupas demasiado. No, no ha sucedido nada nuevo. En efecto, me preguntaron acerca de David. Simplemente les respondí que no sabía nada, lo que era realmente la verdad.
    —¿Y para eso estuviste allá tanto tiempo?

    Se desvaneció su sonrisa y nuevamente me pareció excitado, pero sacudió la cabeza y contestó:

    —No, Jim, no fue para eso que estuve allá tanto tiempo.

    Eso fue todo lo que dijo.

    No le pregunté más. Era evidente que el instructor Blighman le había hecho pasar un mal rato después de todo. Sin duda la sesión había sido ardua, con el instructor y el comandante asediándolo, diciéndole que su récord en calificaciones submarinas no era nada satisfactorio, recordándole que si no calificaba en el deporte submarino que faltaba aquel año, sería eliminado. No era de extrañar, pensé, que él no quisiera hablar de ello, debió haber sido una experiencia poco agradable.

    Mientras más lo pensaba más seguro estaba que eso era lo que había sucedido. Y mientras más seguro me sentía, más equivocado estaba, como vine a saber mucho tiempo después.


    5…Un Visitante del Océano


    Aquello sucedió en octubre. Pasaron las semanas y recibí una breve nota procedente de Cúpula Kermadec, del señor Morgan Wensley. Informaba que había recibido mi carta y que sería enviada al señor Craken. La nota venía firmada por Morgan Wensley.

    No decía una sola palabra acerca de la desaparición de David Craken. El señor Morgan Wensley, quienquiera que él fuera, no mostraba la menor pena ni el menor interés.

    Por lo que a él y a la Academia concernía, era como si David Craken jamás hubiera existido. El nombre de David fue borrado de las listas y dado por “perdido". Laddy Ángel y yo nos encontrábamos algunas veces y después de todo. Y, como no pertenecíamos a la misma cuadrilla y ni siquiera estábamos alojados en el mismo edificio, las veces en que nos encontrábamos fueron siendo día a día menos frecuentes.

    Yo mismo casi comencé a olvidarme de David, por algún tiempo.

    A decir verdad, ninguno de nosotros teníamos mucho tiempo para pensar en el pasado. Las clases, las formaciones, las inspecciones y los ejercicios, nos tenían ocupados minuto a minuto, y, siempre que Bob y yo teníamos una hora libre, la pasábamos practicando buceo bajo las olas del mar. Bob estaba firmemente decidido a que, cuando llegara el momento del gran maratón subacuático, después de las vacaciones, él estaría en la mejor forma física que pudiera lograr.

    —Tal vez resulte eliminado, Jim —me decía tenazmente, sentado y jadeando entre una zambullida y otra—, pero no será porque no haya hecho todo lo posible.

    Y se zambullía nuevamente después de ajustarse los lentes, tratando de aumentar, lo más posible, el tiempo que podía durar bajo el agua sin respirar. Era difícil que él pudiera aguantar tanto como yo; al principio sólo resistía unos segundos, luego un minuto, un minuto y medio. Después ya estaba haciendo buceos de dos minutos y de dos minutos y medio. . .

    Desde mi niñez, yo podía aguantar buceos de tres minutos, pero podía decirse que ése era el límite aproximado para mí. Para las vacaciones de Navidad, Bob lograba seguirme segundo a segundo.

    Sin llevar abastecimiento de oxígeno, únicamente con el aire que podíamos retener en nuestros pulmones, ambos nos sumergíamos a doce y hasta a quince metros, y lográbamos permanecer bajo el agua hasta tres minutos y medio. Inventamos todo un sistema elaborado de pruebas. Pedimos prestados un par de electro- pulmones y pasamos toda la tarde de un sábado bajo el agua, cerca de la balsa, marcando distancias y pro-fundidades, imponiéndonos marcas y objetivos. Después, todos los sábados siguientes, hiciera buen o mal tiempo, íbamos allá. Algunas veces bajo la fuerte lluvia y con el cielo tan oscurecido que no podíamos ver las marcas que habíamos dejado bajo el agua.

    Aquello benefició muchísimo a Bob, no solamente porque aumentó su habilidad para desenvolverse debajo del agua sino que también comenzó a perder peso, a adelgazar, pero al mismo tiempo a ponerse más fuerte. Cuando el teniente Saxon lo examinó antes de las vacaciones de Navidad, lo miró atentamente y le preguntó:

    —¿Tú eres el que se desmayó durante las pruebas de buceo?
    —Sí, señor.
    —Y ahora estás tratando de matarte, ¿no es cierto? —dijo enojado el doctor—. ¡Mira tu expediente, muchacho! ¡Has perdido diez kilos! Te estás quedando en los puros huesos. ¿Qué has estado haciendo contigo?
    —Nada, señor —respondió soliviantado Bob—. Estoy en perfecto estado de salud.
    —¡Soy yo quien tiene que decidir eso! —le advirtió Saxon, pero, finalmente, le dio el visto bueno a regañadientes.

    Bob se estaba esforzando excesivamente, pero no existe ninguna ley que diga que un cadete debe mimarse a sí mismo y Bob continuó con la agobiadora rutina. Bob no sólo nadaba los sábados por la tarde conmigo, sino que adquirió la costumbre de desaparecer a las horas más extrañas, cuando se le presentaba cualquier oportunidad, después de ir a misa, durante las horas de visita, o siempre que podía. Yo sabía lo preocupado que estaba de que tal vez no pudiera pasar la prueba del maratón. No le pregunté lo que hacía en sus horas libres, porque estaba seguro de que las pasaba en el gimnasio o corriendo en la carretera para hacer aire.

    Por supuesto, yo estaba completamente equivocado.

    Pasaron los días y los meses y al fin llegó la primavera.

    Casi habíamos olvidado a David Craken, al extraño y triste muchacho que había venido del fondo del mar. Pasó abril y llegó mayo, y con él la prueba del maratón subacuático.

    Nuevamente abordamos la nave gimnasio después del almuerzo. Era la primera vez que Bob y yo volvíamos a ella desde la desaparición de David. Observé que Bob miraba en dirección al lugar donde él, David y yo habíamos estado parados junto a la barandilla mirando hacia las playas de las Bermudas. Él se dio cuenta de que lo estaba mirando y sonrió levemente.

    —Pobre David —fue todo lo que dijo.

    Para él eso fue todo, pero para mí no, yo veía algo más sobre la barandilla: algo enorme y con forma de reptil; una cabeza gigantesca y picuda que había surgido de los abismos del océano.

    Desde aquel día la había visto en sueños frecuentemente, pero, aquella primera vez, ¿habría sido un sueño?

    No era ese el momento de soñar ni había tiempo para ello. No acabábamos de perder de vista la costa todavía, cuando el capitán, cadete Roger Fairfane, ya nos estaba llamando para que nos formáramos por cuadrillas, y el instructor Blighman nos hizo pasar por un intenso ejercicio de entrenamiento, allí mismo, sobre la cubierta de la balsa submarina que era remolcada sobre las olas de las Bermudas por los chatos remolcadores submarinos. Hicimos quince minutos de ejercicio y luego tuvimos un descanso de diez minutos.

    Después, se nos ordenó a todos que bajáramos y despejáramos la cubierta. Se cerraron las escotillas. La nave gimnasio quedó lista a sumergirse. Se dio la señal a los remolcadores y bajamos a diez brazas, para continuar nuestro viaje bajo la superficie. Teníamos que recorrer otras diez millas marinas para llegar hasta el lugar a donde íbamos. A la velocidad de nueve nudos a que navegaba la balsa gimnasio, arrastrada por los remolcadores, tardaríamos unos cuantos minutos más de una hora. Diez millas marinas, a mil ochocientos cincuenta y dos metros cada una, daban un total aproximado de dieciocho kilómetros y medio. Y nosotros tendríamos que nadar esa distancia para regresar a la base, manteniéndonos a diez brazas de profundidad hasta que llegáramos a las partes poco profundas cercanas a la playa.

    A mitad del trayecto, nos ordenaron que nos pusiéramos nuestros equipos de buceo: aletas, “goggles", electropulmón y traje térmico. Los trajes térmicos nos harían nadar más despacio, pero necesitábamos llevarlos. A una profundidad de diez brazas, o sean unos dieciocho metros, la presión no es el enemigo contra el que hay que luchar; el principal peligro es el frío. ¡Sí, el frío! Aun en las aguas de las Bermudas y estando en plena primavera. La temperatura del cuerpo humano es de un poco más de noventa y ocho grados Fahrenheit; la temperatura del agua del mar, a esa profundidad y no obstante estar en esa época del año, es de unos setenta grados. Sumerja usted un bloque de acero del tamaño de un cuerpo humano, y a la temperatura de éste, en las aguas de las Bermudas, y en un minuto se habrá enfriado a la temperatura del agua que lo rodee. Existe una diferencia entre un bloque de acero y un cuerpo humano, por supuesto; a un bloque de acero no le perjudica el ser enfriado a setenta grados, pero a esa temperatura no puede vivir el cuerpo humano.

    ¿Qué mantiene vivos a los nadadores? Pues el calor que sus cuerpos producen, por supuesto; ya que el cuerpo humano se aferra tenazmente a conservar su calor y produce calorías que remplazan a las que ha perdido; pero si a la pérdida de calorías térmicas causada por el enfriamiento del agua agregamos la pérdida de calorías de energía ocasionada por el movimiento de los músculos que impulsan al nadador, en dieciocho kilómetros el desgaste de calorías habrá ido agotando las reservas de éstas hasta llegar al límite peligroso.

    Los antiguos nadadores de superficie, los que lograron cruzar el Canal de la Mancha, por ejemplo, trataban de protegerse del frío cubriéndose hasta el último centímetro del cuerpo, a excepción de los ojos, con gruesas capas de grasa. Eso era menos que inútil; en realidad la grasa ayudaba a malgastar el calor. Oh, sí, algunos de ellos lograron cruzar el canal con todo y eso; pero, ¿cuántos otros —a pesar de hacer frecuentes pausas a mitad del canal para beber líquidos calientes— fallaron?

    Éramos ciento sesenta y un cadetes los que estábamos en el barco gimnasio, y de acuerdo con la tradición de la Academia, ninguno de nosotros debería fallar.

    Cuando subíamos por las escaleras que conducían a la compuerta que daba al mar, le di un ligero golpe en el brazo a Bob y le susurré:

    —¡Lo lograrás, ya verás!
    —Tengo que hacerlo —dijo sonriendo, pero había preocupación en su sonrisa.


    Penetramos en la compuerta y las puertas que daban al mar se abrieron.

    La nave gimnasio, ajustada para permanecer inmóvil a diez brazas de profundidad, fue vomitando sus ciento sesenta y un buzos, escuadrilla por escuadrilla.

    A la verde luz del sol que se filtraba desde arriba, realizamos silenciosamente cinco minutos de ejercicios calisténicos con el propósito de calentarnos. Luego escuchamos la voz retumbante y ondulante del instructor Blighman proveniente del altavoz del puente de controles.

    —¡Atención, jefes de cuadrilla! ¡Partan al oír la señal!

    Hubo una pausa de diez segundos y luego se escuchó el agudo y penetrante silbido que daba la señal.

    Partimos.

    Bob y yo estábamos en la última cuadrilla, capitaneada por Roger Fairfane. Yo había decidido una cosa: no dejar solo a Bob. La formación acostumbrada se rompió casi inmediatamente. Pude ver a diez, veinte, quizá treinta nadadores diseminados a los lados y al frente de mí. Parecían fantasmas color verte pálido que nadaban de acuerdo con el método que nos había enseñado la Academia y que los hacía avanzar rápidamente. Vi a Bob y me mantuve cerca de él sin dejar de vigilarlo.

    Él me vio, sonrió —cuando menos eso me parecía, porque los lentes y la boquilla le ocultaban la mayor parte de la cara— y luego concentró toda su energía en la larga distancia que teníamos por nadar.

    Después de los primeros dos kilómetros, el capitán, cadete Fairfane, se acercó a nosotros agitando los brazos enojado. Nos habíamos rezagado mucho de los otros y él quería que los alcanzáramos. Sacudí la cabeza decididamente y señalé en dirección de Bob. Roger hizo un gesto de furia, avanzó rápidamente y luego regresó. Permaneció malhumorado cerca de nosotros durante todo el recorrido. Como oficial de cuadrilla, era su deber vigilar a los rezagados y nosotros nos estábamos rezagando.

    Después de otro kilómetro, Bob continuaba nadando tenazmente; no avanzábamos mucho, pero él no daba signos de vacilación.

    A los cinco kilómetros el frío comenzó a filtrarse en nuestros trajes; todos estábamos comenzando a sentir lo fatigoso del esfuerzo. Los demás va hacía tiempo que se habían perdido de vista. Bob interrumpió un segundo su lento pataleo v braceo. Se volvió sobre su espalda extendiendo los brazos. . ., y dio lentamente un giro completo bajo el agua.

    Roger y yo nos lanzamos inmediatamente hacia él alarmados, pero él se enderezó, nos sonrió nuevamente —esta vez lo pude ver con claridad— y formó la “V" de la victoria con los dedos.

    Por primera vez comprendí que los largos meses de entrenamiento habían sido provechosos y que Bob llevaría la prueba a feliz término.

    Nos impulsamos hacia arriba para salir a la superficie a un kilómetro y medio más abajo de la playa donde estaban los edificios de la Academia. Casi había oscurecido va. Los demás nadadores debían haber regresado hacía ya largo rato.

    Cansados como estábamos, Bob y yo nos estrechamos la mano alborozados. Roger nos esperaba impaciente, de pie, en el agua poco profunda de la playa y gruñó algo, irritado; pero no lo escuchamos. ¡Bob lo había logrado!

    Roger abrió el zurrón a prueba de agua que llevaba en la cintura, sacó la pistola de señales, apuntó hacia arriba, en dirección al mar, y disparó el cohete que anunciaba que habíamos llegado a salvo. Aquello era necesario para que el oficial que llevaba la cuenta de nosotros supiera que no nos habíamos perdido y no fuera a mandar grupos de rescate.

    —Vamos —gruñó Roger—, estamos alejados casi la mitad de la isla y ya va a ser hora de comer.

    Bob y yo nos quitamos los lentes y las boquillas y aspiramos profundamente el cálido y fragante aire puro. Nos quitamos los trajes térmicos y nos quedamos sonriéndonos el uno al otro un momento.

    —¡Vamos! —vociferó de nuevo Roger—. ¿Qué esperan?

    Corrimos hacia él chapoteando en el agua sin dejar de sonreír. Podíamos ver las luces amarillentas que brillaban en los grandes hoteles de recreo que se encontraban más allá de los edificios de la Academia y un resplandor de luz que se elevaba en el cielo sobre Hamilton. La luna llena aparecía muy alta en el horizonte. El cohete escarlata que señalaba que todo estaba bien fue disparado en los muelles de la Academia en ese momento; eso era indicio de que nuestra señal había sido la última y de que todos habían completado ya la prueba.

    —¡Despierta ya, Eskow! —gritó furioso Roger—. Muévete. Hiciste rezagarse a toda la cuadrilla, estúpido medusa, y...

    Se interrumpió bruscamente mirando en dirección al agua que había entre nosotros.

    Una ola había arrastrado algo, más allá de nosotros, hacia la marca dejada por la marea alta en la playa. Era algo que brillaba con un débil resplandor azul.

    Era un pequeño cilindro de metal, no más grande que una lata de ración para un submarinista. La ola se rompió y retrocedió, trayendo consigo al pequeño cilindro nuevamente hacia el mar.

    Bob se agachó, sintiendo curiosidad a pesar del estado de agotamiento en que se encontraba, y lo recogió.

    Todos lo vimos inmediatamente. ¡El débil resplandor azul era el resplandor de la edenita!

    —¡Mira, Jim! —gritó—. ¡Es algo blindado! ¿Qué diantres...?

    Nos quedamos mirando asombrados el objeto. ¡Estaba blindado con edenita! Tenía que ser forzosamente algo que había salido de lo más profundo del océano, ya que el único objeto de la edenita era poder resistir las fuertes presiones de las grandes profundidades. Lo tomé de su mano; era pesado, pero no tanto como para que pudiera flotar. El brillo de la edenita era muy pálido allí en la atmósfera, pero los pequeños generadores que llevaba el cilindro en su interior todavía debían estar funcionando. Pude ver cómo ondeaba el resplandor de luz a lo largo del objeto cuando el calor de mi respiración produjo un cambio de presión en el cilindro. Además, vi una línea oscura donde las dos mitades del cilindro habían sido unidas probablemente.

    —Abrámoslo —dije—, debe desatornillarse aquí, donde la línea da la vuelta a todo su alrededor.

    Roger se acercó a nosotros chapoteando.

    —¿Qué tienen ahí? —inquirió. Sus aletas de natación hacían salpicar el agua y se hundían en la arena de coral—. ¡Déjenme verlo!

    Se lo volví a dar instintivamente a Bob. Éste titubeó y luego extendió el brazo para mostrárselo a Roger pero sin soltarlo.

    —¡Dámelo! —rugió Roger tirando de él con fuerza—. ¡Yo lo vi primero!
    —Espera un momento —dijo Bob con voz calmada—. Yo lo sentí golpearme contra el tobillo antes de que tú lo hubieras visto. Estabas demasiado ocupado llamándome una medusa para. . .
    —¡Te digo que es mío!
    —Antes de que nos preocupemos demasiado por ello —intervine yo—. ¿Por qué no lo abrimos y vemos lo que hay en el interior?

    Ambos me miraron y Roger se encogió de hombros desdeñosamente.

    —De acuerdo, pero recuerden que yo soy su oficial cadete. Si lo que ese objeto contiene es importante, será mi deber hacerme cargo de ello.
    —Seguro —dijo Bob y me entregó el cilindro. Alcancé a notar un ligero guiño en sus ojos no obstante que el resto de su cara permaneció completamente serio.

    Apreté los extremos del objeto entre mis manos e hice fuerza para desenroscarlos. Cedieron más fácilmente de lo que yo había esperado, y tan pronto como comencé a hacerlo el resplandor del blindaje de edenita parpadeó y se apagó; la conexión de los pequeños generadores que había en su interior se había interrumpido.

    La tapa metálica quedó suelta y sacudí el cilindro, invertido sobre mi mano.

    Lo primero que salió fue un grueso rollo de papel. Lo examinamos y ahogamos una exclamación de asombro: ¡El papel era dinero! Al parecer se trataba de una suma importante. Los billetes estaban enrollados y sostenidos con una liga. Luego salió un documento, tal vez una carta, enrollado también para que entrara en el cilindro. Dentro del documento había una pequeña bolsa de terciopelo negro. Aflojé las cintas de la bolsa y miré en el interior de ésta.

    No pude evitar una exclamación de asombro.

    —¿Qué es? —gruñó impaciente Roger.

    Sacudí la cabeza sin poder decir palabra y vacié el contenido de la bolsa sobre la palma de mi mano.

    Eran trece perlas enormes que brillaban como la edenita a la amarillenta luz de la luna.

    —¡Trece perlas!

    Se veían tan enormes y brillantes como la luna misma. Todas eran perfectas y todas eran exactamente del mismo tamaño. Parecían brillar con luz propia sobre mi mano.

    —¡Perlas! —balbuceó Roger—. ¡Perlas Tonga! Una..., una vez vi una, hace mucho tiempo. ¡Son valiosísimas!
    —Perlas Tonga —repitió como un eco Bob mirándolas con incredulidad—. ¡Imagínense...!

    Todo el mundo había oído hablar de las perlas Tonga, pero muy pocas personas habían visto una de ellas. ¡Y allí teníamos trece enormes y perfectas! Eran las perlas más preciosas del océano, y las más misteriosas; porque la luz que parecían producir no era ilusión. Realmente tenían un resplandor propio, una belleza plateada y fantasmal que la ciencia jamás había podido explicar. Los bancos de donde provenían jamás habían sido localizados. Recordaba haber oído a un submarinista hablar de ellas en una ocasión.

    —Las llaman perlas Tonga —había dicho él—, porque la leyenda dice que provienen de Tonga Trench, un abismo que queda a nueve kilómetros y medio de profundidad. ¡Eso no tiene sentido, Jim! Las ostras no viven más abajo de los mil quinientos metros; cuando menos, las ostras grandes. Yo he estado en el borde de Tonga Trench tan abajo como la edenita ordinaria puede resistir y no hay nada allí, Jim, no hay otra cosa que agua fría y un fango negro e inanimado.

    Pero era obvio que las perlas venían de alguna parte, porque allí tenía yo trece de ellas en la palma de la mano.

    —¡Soy rico! —se vanaglorió Roger Fairfane semiaturdido de excitación—. ¡Rico! ¡Cada una de ellas vale miles de dólares..., créanme! ¡Y yo tengo trece!
    —¡Tente! —le dije cortante, y la mirada aturdida desapareció de sus ojos. Parpadeó y, de pronto, trató de agarrarme la mano. Yo la aparté bruscamente.
    —¡Son mías! —rugió—. ¡Maldito seas, Eden! ¡Dámelas! ¡Yo las vi primero! ¡No creo ese cuento chino que cuenta Eskow! Si no me las entregas, los abogados de mi padre...
    —¡Tente! —repetí yo—. Tal vez ni siquiera sean reales.
    —Son reales —dijo Bob Eskow suspirando profundamente—. Su brillo no deja lugar a dudas. Bueno, Roger, mi padre no tiene abogados, pero creo que los tres las encontramos y que todos tenemos derecho a ellas.
    —Eskow, eres un apestoso...

    Me apresuré a detener a Roger antes de que nos fuéramos a ver envueltos en un pleito en el que podrían salir a relucir los cuchillos marinos que llevábamos.

    —¡Espera! A ambos se les ha olvidado una cosa: las perlas no son nuestras, cuando menos todavía no. Alguien las perdió y probablemente querrá que le sean devueltas. Tal vez tengamos algún derecho sobre ellas por haberlas rescatado, pero lo que debemos hacer es explicarle todo el asunto al comandante. Él decidirá lo que haya que hacerse después. Luego, si él decide que...
    —¡Calla! —me interrumpió Bob.

    Estaba mirando sobre mi hombro playa abajo con los ojos entrecerrados en una expresión cautelosa.

    —Me temo que tienes razón, Jim —susurró—. ¡Alguien las perdió y ahora viene a buscarlas!


    6…Los Ojos Nacarados


    Bob estaba parado apuntando hacia el mar. El Atlántico se iba oscureciendo cada vez más a la escasa luz del crepúsculo y la luz de la luna llena se reflejaba sobre él.

    Por un momento, fue todo lo que vi. Luego, Bob señaló con el dedo y vi a un hombre que surgía vadeando de entre las oscuras aguas.

    —¿Quién es? —preguntó vivamente Roger—. ¿Uno de los cadetes?
    —No —le respondí porque sabía que eso era imposible.

    El mismo pensamiento había cruzado por mi mente; un cadete como nosotros, un rezagado del maratón submarino. Por supuesto, nadie más tenía nada que andar haciendo por allí; pero no era un cadete.

    No llevaba puesto ningún equipo para nado submarino, únicamente un traje de baño de un extraño y brillante color metálico. Se aproximó a nosotros caminando a largos pasos sobre la humedecida arena y mientras más se aproximaba más extraño parecía. Había algo en él que era... extraño. No había otra palabra para describirlo.

    El resplandor de la luna es un ladrón de colores; la luz polarizada se roba los rojos y los verdes y borra todos los matices a excepción del gris. Tal vez esa fuera la única causa, pero la piel del recién llegado parecía demasiado blanca, pálida y blanca como la panza de un pez. La forma como caminaba era un poco rara. Pensé que sería a causa de las aletas que llevaría en los pies, pero advertí que no llevaba aletas, o si las llevaba, eran mucho más pequeñas que las nuestras.

    Lo más extraordinario de todo era algo extraño que se veía en sus ojos; brillaban con un resplandor blanco lechoso a la luz de la luna como dos perlas que tuvieran un pequeño punto de terciopelo negro en el centro, formando las pupilas.

    Metí rápidamente las perlas en la bolsita de terciopelo y las introduje de nuevo en el cilindro de edenita. Volví a enroscar la tapa y la capa de edenita parpadeó produciendo una luz azulosa.

    El desconocido se detuvo a medio metro de mí con sus extraños ojos fijos en el cilindro de edenita. Observé que llevaba un largo cuchillo de mar colgado en el cinturón de su traje de baño.

    —Hola —dijo respirando con dificultad, casi jadeando—. Han recobrado ustedes algo que yo perdí, por lo que veo —su voz era extrañamente áspera y ronca. No se distinguía en ella claramente ningún acento, pero era evidente que tenía dificultad para respirar. Eso no era sorprendente en un hombre que acababa de salir del agua; el nadar una distancia larga puede hacer que se le dificulte la respiración a cualquiera; pero eso, aunado a aquellos ojos y a la piel tan pálida, le daban tal aspecto que habría preferido encontrarme con él a la luz del día y en compañía de más personas.
    —¡Son nuestras! —intervino retadoramente Roger—. No será tan fácil que le demos las p. . .
    —Si usted ha perdido algo —interrumpí a Roger antes de que dijera la palabra—, sin duda podrá describirlo.

    Por un momento, su rostro reflejó una extraña llamarada de furia a la luz de la luna, pero luego sonrió condescendiente y pude notar que sus dientes eran perfectos y extraordinariamente blancos.

    —Naturalmente —accedió—. ¿Por qué no iba a poder hacerlo? —y señaló con una mano que me pareció tener una forma extraña—. Pero no necesito hacer una descripción demasiado detallada de lo que he perdido, ya que usted lo tiene en la mano; es ese tubo de edenita.
    —¡No se lo des! —exclamó vivamente Roger—. Que se identifique primero. Que pruebe que es suyo.

    La mano del desconocido, semejante a una garra, titubeó cerca del mango de su cuchillo y el sonido ronco de su respiración se escuchó claramente en la noche. Era curioso que en aquel momento parecía respirar con más dificultad que cuando se aproximó a nosotros; estaba jadeando y respirando entrecortadamente, como si acabara de nadar una distancia de treinta kilómetros...

    —Puedo identificarme —dijo el desconocido—, me llamo. . ., me llamo Joe Trencher.
    —¿De dónde vino?
    —De un lugar muy lejos de aquí —respondió, e hizo una pausa para tomar aliento sin dejar de miramos—. Vengo de un lugar que está cerca de Kermadec.

    ¡Kermadec! Allí era donde había vivido Jason Craken, al otro lado del mundo, a seis kilómetros bajo la superficie del océano, en la planicie de una montaña submarina situada entre Nueva Zelandia y el abismo de Kermadec.

    —Está usted muy lejos de su casa, señor Trencher —comenté.
    —Demasiado lejos —dijo con una risita—. ¡No estoy acostumbrado a estas tierras secas! No son como Kermadec.

    Era extraño que él dijera “Kermadec" en lugar de decir “Cúpula Kermadec", pensé, pero tal vez aquella era una costumbre local y, además, había cosas más importantes en que pensar en aquel momento.

    —¿Le importaría explicamos qué anda usted haciendo por aquí?
    —¿Por qué no iba a hacerlo? —resolló con dificultad—. Salí de Kermadec —nuevamente lo llamó así— en un viaje de negocios y viajando en mi propio auto submarino. Ustedes podrán comprender que no conozco muy bien estas aguas y mi sonar no estaba trabajando bien, evidentemente, porque hace aproximadamente una hora venía yo navegando con el piloto automático hacia Ciudad Sargazo a una profundidad de quinientas brazas y de pronto me encontré nadando luchando por salvarme —nos miró con mucha calma—. Supongo que llegué a tierra un poco más allá —dijo señalando con un gesto hacia el mar iluminado por la luna—. El tubo de edenita debe haber flotado hasta la superficie. Con mucho gusto daré una recompensa a ustedes tres por haberme ayudado a recuperarlo, por supuesto. Ahora, si son tan amables de entregármelo... Estiró la mano hacia el cilindro y yo retrocedí. Roger Fairfane se interpuso entre nosotros.
    —¡No es usted quien tiene que decirlo! —dijo cortante—. Si usted es el propietario, será un juez quien fije nuestra recompensa por haberlo rescatado, pero primero tendrá usted que probar que le pertenece.
    —Por supuesto que puedo probarlo —dijo respirando con dificultad el hombre que había dicho llamarse Joe Trencher—, pero ustedes pueden ver que lo he perdido todo, excepto el tubo, en el naufragio de mi auto submarino. ¿Qué clase de pruebas desean ustedes?

    Bob Eskow había permanecido callado y pensativo, pero dijo en ese momento:

    —Por principio de cuentas, tal vez pueda explicarnos una cosa, señor Trencher: ¿dónde está su traje térmico, si es que lo llevaba puesto?
    —¿Que si lo llevaba puesto? ¡Por supuesto que lo llevaba! —repuso el desconocido, pero se vio que había sido tomado por sorpresa y nos miró echando chispas por los ojos—. Tenía un traje térmico y un electropulmón. ¿De qué otro modo podría haber sobrevivido al accidente?
    —Entonces, ¿qué hizo con su equipo?

    Trencher se convulsionó en un repentino ataque de tos y yo me pregunté hasta qué punto estaría fingiendo para ganar tiempo.

    —Estaba… estaba descompuesto —dijo por fin con voz silbante—. No pude quitarme los lentes al salir a la superficie y me estaba… me estaba sofocando, de modo que tuve que cortarlo para deshacerme de él y lo abandoné en el agua.
    —¡Eso es mentira, Trencher! —exclamó brutalmente Roger.


    Por un momento, pensé que el desconocido se iba a abalanzar sobre nosotros a pesar de que éramos tres. Se puso tenso y casi en cuclillas con la mano sobre el mango del cuchillo nuevamente. Su respiración era un jadeo silbante y tenía entrecerrados los nacarados ojos que brillaban diabólicamente a la luz de la luna.

    Luego, se enderezó y mostró sus dientes blancos y perfectos en una fría sonrisa al mismo tiempo que sacudía la cabeza.

    —Mejore sus modales, jovencito —bisbiseó—. No me gusta que me digan que soy un mentiroso.

    Roger tragó saliva y retrocedió.

    —Está bien —dijo en tono conciliador—. Lo único que quise decir fue que...; bueno, tendrá que admitir que lo que acaba de contamos no suena muy convincente. Ese tubo es muy valioso, usted lo sabe.
    —Lo sé —convino el desconocido respirando trabajosamente.
    —Si usted es realmente quien dice que es —intervine yo—, ¿no hay nadie que pueda identificarlo?

    Movió la cabeza negativamente y una vez más noté la extraña palidez cadavérica de su piel a la luz de la luna.

    —Nadie me conoce aquí —dijo.
    —Bueno, ¿a quién iba usted a ir a ver en Ciudad Sargazo? Tal vez pudiéramos comunicamos con él.

    Sus extraños ojos se entrecerraron.

    —No puedo hablar de los asuntos que me llevaban allá. Sin embargo, lo que me pide es razonable. ¿Qué le parece si pide información a Cúpula Kermadec? Puedo darle varios nombres de personas que viven allá, tal vez le sirva el nombre de mi abogado, el señor Morgan Wensley...
    —¡Morgan Wensley! —casi grité el nombre—. ¡Pero si ese es el mismo nombre! ¡Así se llama la persona que contestó la carta que le escribí a Jason Craken!
    —¿Craken?

    El desconocido surgido del océano saltó un paso hacia atrás como si el nombre hubiera sido una especie de amenaza.

    —¿Craken? —repitió encogiéndose y llevando la mano al mango del cuchillo como si temiera que fuera yo a saltar sobre él—. ¿Qué sabe. . .? —murmuró con voz ronca interrumpiéndose para recobrar el aliento—¿Qué sabe usted de Jason Craken? —jadeaba tratando de respirar y sus ojos entrecerrados brillaban amenazadoramente.
    —Su hijo David era cadete aquí —le expliqué—. Era amigo mío, en realidad, antes de que se perdiera. ¿Conoce usted al señor Craken?

    El desconocido llamado Joe Trencher se estremeció como si hubiera sentido el frío del agua, o como si le tuviera miedo al nombre “Craken". Estaba asustado y en cierto modo, su miedo le daba un aspecto aún más extraño y peligroso.

    —He oído ese nombre —murmuró con los brillantes ojos fijos ávidamente en el cilindro de edenita que tenía yo en la mano—. No puedo seguir perdiendo el tiempo; ¡quiero que me entregue lo que es mío!
    —Si es suyo —le dije—, díganos lo que contiene.

    En el pálido rostro de Trencher apareció una expresión horrible, antes de que él lo suavizara haciendo desaparecer la furia que sentía.

    —El tubo contiene..., este..., dinero —titubeó jadeando y tosiendo y mirándonos escrutadoramente—. Sí, dinero..., y documentos legales —tuvo otro acceso de tos—, y perlas —¡Obsérvalo bien! —gritó Roger—. ¿Qué no te das cuenta de que está tratando de adivinar?

    Era cierto que Trencher parecía estar dudando, pensé; sin embargo, hasta el momento había estado bastante acertado.

    —¿Qué clase de perlas? —inquirí.
    —¡Perlas Tonga!

    Bueno, eso era fácil de adivinar para un hombre que vivía en Kermadec.

    —¿Cuántas?

    El pálido rostro se contorsionó en una expresión de rabia y miedo. La desigual respiración fue el único sonido que escuchamos por un momento, en tanto que Joe Trencher nos miraba asombrado.

    —No lo sé —admitió por fin—. Yo sólo actúo como un agente, ¿comprenden? Soy agente de Morgan Wensley. Él me pidió que hiciera este viaje y me entregó el tubo. No puedo darles una lista pormenorizada de su contenido, porque eso le pertenece a él.
    —¡Entonces no le pertenece a usted! —gritó Roger triunfalmente.
    —Soy responsable de él —jadeó Trencher, y estirando la mano hacia mí exclamó—
    —¡A ver usted! ¡Déme eso!

    Por un momento pensé que se iba a desatar la violencia que había estado flotando en el aire durante todos aquellos largos minutos, pero Bob Eskow saltó interponiéndose entre nosotros y dijo:

    —Escuche, Trencher: vamos a ir a ver al comandante para que él arregle todo este asunto. Si eso le pertenece a usted, él se encargará de que le sea devuelto. Él se asegurará de que nadie resulte engañado.
    —No estoy tan seguro —gruñó Roger Fairfane—. Preferiría guardarlo hasta que el abogado de mi padre me dijera lo que debería hacer.

    Luego miró el largo cuchillo de Trencher y accedió molesto:

    —¡Oh!, está bien, vayamos a ver al comandante.

    Me volví a ver al señor Trencher, quien estaba teniendo problemas para poder respirar, pero hizo un gesto de asentimiento.

    —Una solución muy conveniente —jadeó—. No vayan a pensar que le temo a la Ley. Confiaré gustosamente en su comandante y sé que él reconocerá mis derechos y verá que se haga justicia...

    Se interrumpió de pronto mirando asombrado hacia el oscuro océano.

    —¡Miren! —gritó.

    Todos nos volvimos a mirar y oí que Bob preguntaba con voz tan ronca y entrecortada como la del mismo Trencher:

    —¿Qué diantres es eso?

    Era difícil explicar qué era lo que veíamos. Más o menos a un kilómetro y medio mar adentro, había algo en el agua. No lo podía ver claramente ni siquiera a la luz de la luna, pero era algo enorme.

    Por un momento me pareció haber visto un grueso cuello levantarse sobre el agua y una cabeza..., la misma gigantesca cabeza de reptil que había creído ver asomarse en la barandilla del barco gimnasio...

    Algo me golpeó debajo de la oreja y el mundo se oscureció completamente para mí.

    No me causó realmente dolor, pero por un momento me quedé paralizado, sin poder ver ni sentir nada.

    El golpe no me había desmayado porque sentía que estaba cayendo pero no podía mover un solo músculo para evitarlo. Supongo que debió haber sido un golpe de judo que me había afectado hábilmente algún centro nervioso.

    Luego, pude enfocar mi vista y escuché pasos sobre la dura arena y el chapoteo del agua.

    —¡Detenlo, Eskow! —gritó Roger con voz chillona—. ¡Lleva las perlas!

    Pero Bob estaba inclinado sobre mí, preocupado por lo que me pudiera haber pasado. El entumecimiento comenzaba a abandonar mi cuerpo y pude sentir los dedos de Bob que exploraban cuidadosamente en un lado de mi cabeza.

    —No hay ningún hueso roto —murmuró para sí—, pero ese canalla te dio un buen golpe cuando estabas mirando para otra parte. Te golpeó con el dorso de la mano, creo. Tuviste suerte, Jim, parece que no te causó mucho daño.

    Después de un par de minutos pude ponerme de pie con la ayuda de Bob. Me dolía el cuello y lo sentía tieso al moverlo, pero no tenía ningún hueso roto.

    Roger estaba parado a la orilla del agua mirando ávidamente hacia las olas. El desconocido que había dicho llamarse Joe Trencher había desaparecido.

    —Te golpeó —dijo Bob—, se apoderó del tubo de edenita y se zambulló en el agua. Roger corrió tras él tratando de agarrarlo, pero cuando Trencher blandió su cuchillo, Roger se detuvo en seco. Entonces, el otro se tiró de clavado al agua y ya no lo volvimos a ver.

    Roger oyó nuestras voces y regresó corriendo hasta donde estábamos.

    —¡Levántense! —gritó—. ¡Vigilen el agua! No puede ir muy lejos. No ha salido a tomar aire todavía y no podrá estar bajo el agua mucho tiempo más, ya que no lleva equipo de buceo. ¡Quiero recuperar esas perlas!
    —¡Ve a buscarlo, Eden! ¡Recupera esas perlas y te daré la mitad de lo que valgan! —dijo tomándome del brazo.
    —Tendrás que hacer algo más que eso —le dije, ya me comenzaba a sentir mejor—; quiero que Bob también entre en el reparto. Una parte igual para cada uno de los tres si sacamos algo de todo esto. ¿De acuerdo?

    Roger farfulló algo un momento, pero finalmente cedió.

    —Está bien —dije—. Vean lo que vamos a hacer. Todos nos pondremos nuestros equipos de buceo, cuando menos los electropulmones y los lentes, supongo que no necesitaremos los trajes térmicos. Nadaremos en la superficie y esperaremos a que saque la nariz para respirar. Entonces lo rodearemos y lo atacaremos. Tienes razón en que necesitará salir a respirar, Roger, él no podrá nadar más de unos cuantos metros sin tomar aire.

    Los tres revisamos rápidamente nuestros lentes y nuestros electropulmones y chapoteando en el agua nos zambullimos entre las suaves olas de las Bermudas.

    —¡Tengan cuidado con el cuchillo que trae! —les grité, y los tres comenzamos a nadar desplegándonos y registrando la superficie en busca de los brillantes ojos del desconocido.

    Pasaron los minutos. Podía ver a Roger a mi izquierda y a Bob Eskow a mi derecha, avanzando en el agua y buscando a su alrededor. Eso fue todo.

    Pasaron algunos minutos más y no vi nada. Desesperado levanté las piernas, me doblé por la cintura y me zambullí para ver lo que había debajo de nosotros. Fue una experiencia extrañamente aterradora. Parecía que iba nadando entre tinta, en el espacio, entre los planetas, donde no existe la luz ni la ley de gravedad. No había arriba ni abajo: no se percibía ninguna luz a excepción del débil parpadeo fosforescente ocasional de la vida marina. Fácilmente me podía perder y nadar directamente hacia el fondo. Eso era peligroso y para combatirlo dejé de nadar por completo, aspiré profundamente y contuve el aliento. En un momento sentí que el aire exterior acariciaba mis hombros y mi espalda. La respiración que había contenido en mis pulmones me había hecho flotar hasta la superficie.

    Levanté la cabeza y miré a mi alrededor.

    Bob Eskow estaba gritando y chapoteando unos cien metros a mi derecha y Roger se dirigía nadando frenéticamente hacia él pasando cerca de donde yo había salido a la superficie.

    —¡Vamos! —gritó jadeante Roger—. ¡Creo que Bob lo ha encontrado!

    Eso fue todo lo que tuve que oír y me deslicé a través del agua con tanta rapidez como mis brazos y mis aletas podían impulsarme, pero me sobró aliento para gritar:

    —¡Ten cuidado, Bob! ¡Acuérdate del cuchillo!

    En un momento llegamos hasta donde él se encontraba y los tres rodeamos con cautela una forma que flotaba suavemente en el agua.

    ¿Cuchillo? No había ningún cuchillo.

    No había allí ningunos ojos nacarados, ni ninguna cara pálida y brillante.

    Miramos la figura y luego nos vimos unos a otros. Sin decir palabra los tres nos asimos de la figura y nadamos a toda prisa en dirección a la playa.

    Arrastramos el cuerpo inerte hasta la arena. No pude evitar mirar hacia el mar y sentí un estremecimiento. ¡Qué misterios guardaba! La cabeza extraña y gigantesca; el hombre de los ojos blancos que me había golpeado y se había llevado las perlas; ¿dónde estarían en aquel momento?

    ¿Y cuál era este nuevo misterio que se nos presentaba, más extraño aún que todos los demás?

    Porque el cuerpo inerte que habíamos traído no era el de Joe Trencher; inmediatamente lo reconocimos: era David Craken quien estaba inconsciente y casi ahogado.


    7…Retorno de las Profundidades


    La voz de Bob denotaba asombro y reverente pavor. Aun el mismo Roger Fairfane se quedó mirando, pasmado como un tonto. ¡No era para menos! Yo mismo no podía creerlo. Cuando un hombre se ha perdido mientras buceaba a trescientos noventa metros de pro-fundidad no es de esperarse que aparezca flotando a la deriva cerca de la playa varios meses después y todavía con vida.

    —¡No se queden ahí parados! —grité—, ¡Ayúdame, Bob! Le daremos respiración artificial. ¡Roger, prepárate a remplazarme!

    Lo arrastramos hasta la arena firme y seca y lo colocamos boca abajo. Bob se arrodilló junto a la cabeza de David, cuidando que éste no se fuera a ahogar con su propia lengua, mientras que yo le extendía los brazos y comenzaba a movérselos como si fueran alas, hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo...

    Eso apenas si fue necesario; no acabábamos de comenzar a hacerlo cuando David se volvió rápidamente boca arriba tosiendo y tratando de sentarse.

    —¡Está vivo! —exclamó Roger Fairfane—. Jim, vigílalo. Voy a buscar una ambulancia y un médico. Informaré lo sucedido al comandante y...
    —¡Espera! —gritó débilmente David Craken levantándose sobre un brazo y jadeando en busca de aire—. Por favor, no informes de nada...; todavía no.

    Me asió del brazo con fuerza sorprendente y se sentó. Roger lo miró preocupado y luego vio con inquietud en dirección al oscuro océano, hacia el lugar donde aquel hombre que había dicho llamarse Joe Trencher había desaparecido llevándose las perlas.

    —Pero tenemos que reportar esto —dijo no muy convencido.

    En realidad lo dijo como si fuera una pregunta; en los reglamentos no aparecía nada que hiciera referencia a una situación semejante.

    —Por favor —repitió David que estaba temblando a causa del frío de las profundidades del mar; se veía tan exhausto como si acabara de nadar una enorme dis-tancia, pero estaba vivo. Las marcas que se advertían en sus hombros mostraban el lugar donde había llevado sujeto el electropulmón, que al parecer había perdido al salir a la superficie.
    —No reporten nada. Yo estoy... perdido de acuerdo con lo que aparece en los registros de la Academia y será mejor dejarlo así.
    —¿Qué sucedió, David? —inquirió Bob—. ¿Dónde has estado?

    David sacudió la cabeza sin dejar de observar a Roger, quien permaneció parado, indeciso, mirando fijamente a Craken. Luego miró en dirección de las luces de la Academia y dijo:

    —Está bien, Craken. Se hará como dices, pero debería ir a buscar un doctor...

    David se atragantó pero logró sonreír.

    —No necesito ningún médico —dijo—. No voy a regresar a la Academia, ¿comprenden? Estoy aquí en un asunto de negocios para ayudar a mi padre. Venía en un auto submarino y fui atacado cerca de aquí —señaló en dirección al agua— por unos piratas subacuáticos —gritó furioso—. Me atacaron en el mar y me robaron. Tuve suerte de salir con vida.
    —¡Piratas! —exclamó Roger mirándolo asombrado—. ¿Frente a la misma Academia? Craken, tenemos que hacer algo acerca de esto. ¿Cómo eran? ¿Cuántos eran? ¿Qué clase de auto submarino empleaban? Dame los datos, Craken... Informaré a la Academia y a la flota y...
    —¡Aguarda, Roger, aguarda! —protestó desesperado David—. No quiero que la flota se entere. Ya no pueden ayudarme ahora y yo. . ., y yo no puedo dejar que nadie sepa que estoy aquí.

    Roger lo miró con suspicacia y luego nos miró a Bob y a mí. Pude ver lo que estaba pensando y las conclusiones a las que estaba llegando.

    —No quieres que la flota se entere —dijo lentamente— ni que nadie sepa que estás aquí. ¿Podría deberse eso...? —se inclinó hacia adelante mirando airadamente a los ojos de David—. ¿Podría deberse eso a lo que perdiste cuando te robaron?
    —No..., no sé de qué estás hablando —respondió débilmente David.
    —¡Lo sabes Craken! ¡Apostaría mi licencia de todo un verano a que lo sabes muy bien! ¿Fueron unas perlas lo que ellos te robaron, Craken? ¿Trece perlas, perlas Tonga, que estaban en un cilindro de edenita?

    Hubo un momento de silencio. Luego. David se puso de pie sin expresión en el rostro y dijo irritado:

    —Son mías. ¿Dónde están?
    —¡Eso fue lo que pensé! —exclamó Roger—. ¿Qué te parece eso Eden? Ya sabía yo que era mucha coincidencia que Craken hubiera aparecido precisamente en este momento. ¡Él está relacionado con ese Joe Trencher que se robó mis perlas!

    David se irguió muy derecho. Por un momento pensé que estaba enojado pero en la expresión de sus ojos no aparecía la ira.

    —¿Trencher? —preguntó—. ¿Dijiste... Trencher?
    —¡Ese es el nombre! ¡Como si no lo supieras! Es un extraño hombrecillo de piel blanca y enfermo de asma, al parecer. David, no trates de fingir que nunca habías oído hablar de Trencher.

    David soltó una brevísima carcajada.

    —Ojalá fuera cierto, Roger —dijo muy serio—. ¡Cuánto quisiera que hubiera sido así! Pero debo admitir que he oído hablar de él; de ellos, en todo caso. Trencher no es su nombre verdadero, ¿comprenden? Trencher se deriva de Trench. ¡De Tonga Trench! —sacudió la cabeza y agregó—: Joe Trencher, sí, claro, tenía que ponerse un nombre como ése. ¿Y ustedes se encontraron con él?
    —No sólo nos encontramos con él, David —intervine yo—, sino que además me temo que se nos escapó llevándose las perlas.

    Le referí brevemente lo acontecido desde el momento en que Bob sintiera que el cilindro de edenita chocaba con sus piernas hasta el instante en que el desconocido me golpeó, me lo arrebató de la mano y se zambulló en el mar.

    —No salió a la superficie —le dije a David—. No llevaba electropulmón, ni traje térmico, pero no salió. Supongo que se debe haber ahogado cerca de aquí...
    —¿Ahogado? ¿Él? —David Craken me miró en forma extraña pero luego sacudió la cabeza nuevamente—. No, él no se ha ahogado, Jim. Puedes estar seguro de eso. Ya te lo explicaré algún día, pero los tipos como Joe Trencher jamás se ahogan.

    Miró muy serio en dirección al mar y continuó diciendo:

    —Creí que me había logrado escapar de ellos durante el largo trayecto desde Cúpula Kermadec hasta aquí, pero me alcanzaron. Supongo que era inevitable que lo hicieran. El primer indicio que tuve de ello fue cuando pude ver en el microsonar que algo se aproxi-maba a mí a toda prisa. Supongo que explotó un proyectil, pero, comoquiera que fuere, mi auto submarino quedó fuera de control y comenzó a hacer agua. Esos demonios se introdujeron en él por las compuertas de emergencia. Logré escapar, pero ellos se llevaron las perlas —suspiró—. Yo necesitaba esas perlas. No es simplemente por el dinero que valen. Las iba a vender para..., para comprar algo que necesita mi padre. Algo que necesita con urgencia.
    —¿Dónde conseguiste las perlas? —inquirió Roger—. Tienes que decimos eso. De lo contrario, Craken, te lo advierto. . ., informaré a la Academia todo esto.
    —¡Espera un momento, Roger! —lo interrumpí—. ¡No tienes porque chantajear a David!

    David Craken me sonrió y luego miró a Roger.

    —Chantajear es la palabra —dijo—, pero métete esto en la cabeza, Roger: Jamás te diré de dónde provienen las perlas Tonga. Muchos hombres han tratado de averiguarlo y han muerto en el intento... No lo diré. ¿Lo comprendiste bien?
    —Escucha —profirió iracundo Roger—, ¡no creas que me asustas! ¡Mi padre es un hombre muy importante! Has oído hablar de la Línea de Trasatlánticos Trident, ¿no es verdad? ¡Mi padre es uno de los principales ejecutivos de esa compañía! Y si yo le digo...
    —Aguarda un momento —lo interrumpió David Craken y el tono de su voz era extrañamente conciliador; parecía que de pronto había recordado algo—. ¿La Línea de Trasatlánticos Trident, dijiste?
    —¡Así es! —dijo Roger en tono de burla—. ¡Ya me suponía que eso te daría en qué pensar! ¡No podrás luchar contra la compañía Trident!
    —No, no —dijo impaciente David—. La compañía de Trasatlánticos Trident es una de las principales compañías constructoras de submarinos, ¿no es cierto?
    —Es la que ocupa el tercer lugar en el mundo —respondió Roger Fairfane muy orgulloso.
    —Roger —dijo David respirando hondo—, si te interesan las perlas Tonga, tal vez podamos llegar a un arreglo. Necesito ayuda —se volvió a vernos suplicante—, pero no de la flota. ¡No quiero que se le reporte nada!
    —Quizá eso no sea necesario, Craken —dijo Roger muy engreído, porque las cosas parecían seguir el curso que él deseaba—. ¿Qué es lo que quieres?
    —Quiero..., quiero pensarlo bien —titubeó David—. Vine aquí a hacer algo por mi padre, y sin las perlas no puedo llevarlo a cabo, a menos que alguien me ayude; pero primero sería mejor que nos fuéramos de aquí. ¿Hay algún lugar a donde podamos ir a discutir esto?
    —Hay una casa en la playa, a un kilómetro y medio de aquí —respondió Roger—, Pertenece al gerente de la zona del Atlántico de la compañía Trident. Él no está allí ahora pero me dijo que podía hacer uso de ella cuando lo deseara —dijo muy orgulloso.
    —Eso estará bien —repuso David—, ¿Puedes llevarme a ella?
    —Bueno..., supongo que sí —respondió con cierta reluctancia Roger—, ¿Crees que sea necesario? Quiero decir: ¿Te preocupa tanto que alguien de la Academia te pudiera ver?

    David miró hacia el mar, muy preocupado, y luego se volvió a ver a Roger.

    —No es que me vea alguien de la Academia lo que me preocupa —le dijo a Roger.


    Hicimos nuestros preparativos. Dejamos a David en un cobertizo para botes que había en la playa, diciéndole que nos esperara, y Roger, Bob y yo nos apresuramos a regresar a la Academia a reportamos. Todos los nadadores que hubieran completado el maratón tenían derecho a recibir un pase para estar toda la noche fuera, como recompensa, de modo que no nos fue difícil conseguir los nuestros. El cadete de guardia, muy erguido en posición de firmes y luciendo su uniforme escarlata de gala, le echó un breve vistazo a nuestros pases, pero examinó cuidadosamente la pequeña maleta que llevaba Roger.

    —¿Ropas de civil? —inquirió—. ¿Qué va a hacer con ellas?
    —Ne… necesito mandarlas limpiar —respondió Roger sin faltar mucho a la verdad—. Hay una buena tintorería en Hamilton.
    —Pueden pasar, cadetes —dijo el guardia guiñando un ojo y volvió a su posición de firmes. A pesar de eso, yo no me sentí seguro hasta que perdimos de vista las puertas. Roger no había dicho realmente que fuéramos a ir a Hamilton, pero había dicho lo suficiente para que el guardia de la puerta nos comenzara a hacer preguntas si veía que nos apartábamos de la carretera para ir en otra dirección.

    Regresamos a la playa con bastante facilidad y encontramos a David. Casi me sorprendí al verlo allí; habría sido tan fácil creer que todo había sido un sueño si él no hubiera estado allí; pero sí estaba, vivito y coleando, y esperamos mientras él se ponía las ropas secas que le había traído Roger.

    Después, los cuatro nos encaminamos playa abajo hacia la elegante casa de la playa que pertenecía al gerente de la zona del Atlántico de la compañía Trident.

    Por encima de nuestras cabezas oímos un agudo silbido hender el aire; era el jet nocturno de pasajeros que se dirigía al continente. El sonido era muy común y Bob, Roger y yo apenas si lo notamos, pero David se detuvo en seco, tenso y con el rostro contraído.

    Me miró y sonrió avergonzado.

    —Es sólo un avión, ¿no es cierto? Todavía no puedo acostumbrarme a ellos. En Marinia no los hay.

    Roger murmuró algo para sí. Supongo que fue una exclamación de desprecio por la momentánea nerviosidad de David Craken. Luego, siguió andando muy erguido adelante de nosotros, playa abajo. Él mismo parecía estar nervioso por algo, pensé.

    —No le hagas caso, David —dije—. Nos alegramos mucho de que hayas regresado. Él también se alegra, sólo que..., que...
    —Que él desea echarle mano a las perlas Tonga —terminó de decir David con una sonrisa. Parecía estar más calmado, aunque no pude menos que darme cuenta de que sus ojos nunca miraban hacia el mar—. No puedo culparlo por eso. Las perlas son muy valiosas. Hasta el hijo de uno de los principales ejecutivos de la compañía Trident desearía tener un par de perlas Tonga para guardarlas para un momento de apuro.
    —No creo que sea únicamente eso —dije tratando de ser justo—. Roger siempre quiere ganar, creo. Para él, eso es muy importante. Recuerda siempre su comportamiento durante las pruebas de buceo. Recuerda...

    Me interrumpí y lo miré fijamente.

    —Eso me hace recordar —le dije—. ¿No tienes que explicamos lo que sucedió allí?
    —Créeme, Jim —respondió muy serio—. Responderé a todas las preguntas que pueda, hasta a ésa, pero no en este momento —titubeó y dijo bajando la voz—: Fui secuestrado de la balsa gimnasio, Jim. Secuestrado por la misma persona que se hace llamar Joe Trencher.
    —¿Secuestrado? —lo miré asombrado—. ¿A trescientos noventa metros de profundidad? ¡Pero eso es imposible, David! ¿Cómo podría un ser humano hacer eso? ¡Pero si para ello habría hecho falta un auto submarino y quién sabe cuántas cosas más!

    David fijó en mí sus ojos serios y brillantes a la luz de la luna.

    —Jim —dijo—, ¿qué te hace pensar que Joe Trencher sea un ser humano?


    8…Los Semihombres


    Roger la había llamado “una casa en la playa", pero ésta tenía dos pisos de alto. Era una extensa mansión rodeada por diez acres de jardines subtropicales y por una docena de edificios exteriores.

    Toda la propiedad estaba circundada por un seto de seis metros de alto formado por ramas espinosas y pequeñas flores rojas. Tal vez un cangrejo de tierra habría podido atravesar el seto, pero un ser humano jamás lo lograría. Roger nos condujo hasta una entrada que había en el seto; tenía dos puertas de metal labrado y tres metros de altura. El seto crecía muy tupido y se unía por encima de ellas. Las puertas estaban abiertas de par en par y no había nadie allí, pero no por eso carecían de vigilancia.

    —¡Alto! —exclamó perentoriamente una voz mecánica—. ¡Alto! ¡Deténgase! ¿Adónde va usted y qué es lo que desea?

    Las puertas se movieron inquietas aunque no hacía viento. Parecía como si estuvieran ansiosas por cerrarse aplastando a los intrusos que éramos.

    —Es el guardián automático —explicó un poco nervioso Roger y gritó—: Soy Roger Fairfane. Tengo permiso de entrar.
    —Roger Fairfane. ¡Dé un paso adelante! —ordenó la voz mecánica. Se escuchó un siseo y el susurro de estática por un momento, como si el cerebro electrónico, invisible para nosotros, estuviera examinando sus registros para comprobar que el nombre de Roger Fairfane aparecía en la lista de las personas a quienes les estaba permitida la entrada.

    Roger avanzó un paso y un rayo de luz roja produjo un siseo y saltó hacia él desde un proyector situado a un costado de la entrada. A la luz del rayo, Roger se veía diferente, pálido y un poco asustado.

    —¡Roger Fairfane! —exclamó la voz mecánica—. Tiene usted permiso para ir al cobertizo de los botes. Siga el sendero que se le indique.

    Se escuchó un “clic" y el débil zumbido del altoparlante se desvaneció. Las puertas se estremecieron una vez más, como si estuvieran pesarosas de no poderse cerrar y luego permanecieron inmóviles.

    Una línea de pequeñísimas luces troyón color violeta del tamaño de un grano de arroz, se encendieron en el piso, trazando un sendero que conducía a través de palmeras y grupos de hibiscos en dirección al agua.

    —Vengan, vengan —dijo Roger apresuradamente—. ¡Sigan el sendero!

    Seguimos el ondulante caminito de coral trazado por los puntos de luz violácea. El cobertizo de los botes resultó ser del tamaño de una casa habitación común y corriente. Había una dársena privada para un yate submarino v tenía una casa construida a su alrededor en la que había un apartamiento en el piso superior. Otro rayo de luz rojiza surgió alumbrándonos desde la entrada cuando nos aproximamos. Apuntó principalmente a Roger e inmediatamente se abrió la puerta.

    Entramos y la puerta se cerró detrás de nosotros haciéndonos sentir tan incómodos como si acabáramos de entrar en una trampa.

    Lo primero que necesitábamos era conseguir algo que comer; no sólo para David, sino también para todos nosotros, ya que no habíamos comido nada desde que iniciáramos la prueba del maratón. Roger desapareció en el interior de la cocina del pequeño apartamiento y lo oímos afanarse en los controles del ama de casa electrónica. Después de un momento, regresó trayendo una charola con sándwiches y leche.

    —Fue lo mejor que pude conseguir —dijo gruñendo un poco—. Este apartamiento pertenece al piloto del auto submarino y no está muy bien aprovisionado.

    A todos nos pareció bastante bien. Devoramos los sándwiches y luego nos fuimos a sentar cerca del fuego que ardía en el hogar y el cual se había encendido automáticamente cuando entramos a la habitación. ¡Si aquel era el apartamiento del piloto, cómo sería la casa del dueño! Todos estábamos impresionados por el lujo y la comodidad que nos rodeaba, aun el mismo Roger.

    Después, hablamos. David apartó a un lado el resto de su sándwich y se quedó sentado mirándonos por un momento.

    —Es difícil saber por dónde empezar —dijo por fin.
    —Empieza por las perlas Tonga —se apresuró a sugerir Roger.

    David lo miró y luego nos vio a Bob y a mí con ojos en los que se advertía la preocupación.

    —Antes de que les diga nada —dijo finalmente—, deben prometerme una cosa. Prométanme que no repetirán a nadie lo que les voy a contar si yo no los autorizo a hacerlo. Especialmente, prométanme que no informarán de nada a la flota.
    —¡De acuerdo! —se apresuró a decir Roger.

    David me miró y yo titubeé.

    —No estoy seguro de que deba prometértelo —le dije hablando lentamente—. Después de todo, somos cadetes a quienes están entrenando para servir a la flota...
    —¡Pero todavía no nos han dado ninguna comisión! —objetó Roger—. Aún no hemos prestado juramento.

    Bob Eskow estaba frunciendo el ceño ensimismado en sus propios pensamientos y parecía que iba a decir algo, pero se arrepintió.

    David Craken me miró con dureza y me dijo con voz clara y firme:

    —Jim, si no puedes prometer que no dirás nada, tendré que pedirte que te vayas. De mí dependen cosas demasiado importantes. Necesito ayuda urgentemente, pero no puedo correr el riesgo de que se sepa lo que estoy haciendo —titubeó y agregó—: Es un asunto de vida o muerte, Jim. La vida de mi padre está en juego.
    —Escucha, Jim —intervino Roger—. No hay ningún problema en ello. David no te está pidiendo que violes ningún juramento, todavía no lo has prestado. ¿Por qué no aceptas y le prometes no decir nada?
    —Aguarda un momento, Roger —dijo David levantando la mano y luego se volvió de nuevo hacia mí—: Supongamos que te pido que guardes en secreto esta conversación mientras no interfiera con tu deber en la flota y que me prometas que si tienes que reportar alguna cosa lo discutirás primero conmigo.

    Lo pensé detenidamente y me pareció bastante razonable, pero antes de que pudiera hablar, Bob Eskow se puso de pie, la expresión de su rostro se había aclarado como por arte de magia, y dijo:

    —Por lo que a mí toca, eso es justo, ¡Estrechémonos las manos para cerrar el pacto!

    Todos nos estrechamos las manos solemnemente. —Ahora dinos, ¿de dónde sacaste las perlas? —inquirió Roger.

    David sonrió repentinamente y dijo:

    —No seas impaciente. ¿Sabes una cosa, Roger? Yo podría decirte exactamente de dónde provienen. Te podría señalar dónde están localizadas en un mapa submarino y la ruta exacta para llegar hasta allí, y créeme, no te serviría de nada, sería peor para ti —la sonrisa desapareció de su rostro y agregó—: ¿Sabes una cosa, Roger? Jamás regresarías de allí con vida.

    Se reclinó hacia atrás y miró fijamente las llamas del hogar.

    —Mi padre es un experto bentólogo. Un científico especializado en la flora y la fauna del fondo del océano. Se ganó una excelente reputación como tal hace muchos años, antes de que yo naciera, y bajo otro nombre. Como bentólogo, participó en muchas misiones de exploración submarina y en una de ellas descubrió los bancos perlíferos que producen las perlas Tonga —hizo una pausa y agregó en un tono diferente—: Quisiera que jamás lo hubiera hecho: las perlas... son peligrosas.
    —¿Te refieres a todas esas leyendas estúpidas? —dijo Roger en tono agresivo—. ¡Pamplinas! Son puras supersticiones. Desde hace miles de años se cuentan historias de gemas que traen la mala suerte, pero la única verdadera mala suerte es no tenerlas.
    —Las perlas Tonga han causado muchísimos problemas —dijo David meneando la cabeza—, en parte tal vez por ser tan valiosas y tan bellas, pero créeme, hay algo más en ellas. Causaron la muerte de todos los hombres que iban en la expedición y sólo uno se salvó: mi padre.
    —¿Quieres decir que se mataron irnos a otros por las perlas? —inquirió Bob.
    —¡Oh, no! Todos ellos eran buenas personas, científicos, exploradores y expertos submarinistas, pero los bancos perlíferos están bien custodiados y es por eso que nadie más ha regresado de los bancos de Tonga para decir dónde se encuentran.
    —Espera un momento —lo interrumpí—. ¿Dices que están custodiadas? ¿Por quién?
    —David me miró y frunció el ceño dubitativamente.
    —Jim, debes recordar que la mayor parte del océano es tan desconocida aún como otro planeta. El fondo del océano es tres veces más extenso que toda la tierra seca de la superficie y es más difícil de explorar. Podemos viajar por él, investigarlo por medio de sondómetros y microsonar, pero, ¿cuál es el alcance de nuestra investigación? Es como tratar de sacar un mapa de las Bermudas desde un avión durante una tormenta. Podemos ver algunos pedazos de terreno y podemos penetrar entre las nubes con el radar, pero sólo se podrá sacar un croquis general. Existen cosas en el fondo del mar que te parecerían increíbles.

    Deseaba interrumpirlo de nuevo para preguntarle si se refería a aquella horrible cabeza de saurio que yo había visto sobre la barandilla de la balsa gimnasio, o al misterio de su propia desaparición y su regreso, o a los extraños ojos de aquel ser que se hacía llamar Joe Trencher, pero algo me hizo callar mientras él continuaba diciendo:

    —La nave en que ellos iban se perdió, mi padre logró escapar en su traje de buceo llevando consigo la primera hornada de perlas Tonga. Creo. . . que él debería haber reportado lo que le había sucedido a la expedición, pero no lo hizo —frunció el ceño como si tratara de disculpar a su padre—. Ustedes comprenden, las cosas eran diferentes en aquella época. Apenas se iniciaba la conquista del mundo submarino. No había ninguna Flota Submarina y la piratería era muy común. Él sabía que perdería su derecho al descubrimiento y quizá hasta su propia vida si el secreto de las perlas se hacía del dominio público.
    —Entonces. . ., no reportó nada.
    —Se cambió el nombre por el de Jason Craken. Es un nombre muy apropiado, como verán, ya que Kraken escrito con “K" al principio era el nombre que se les daba antiguamente a los fabulosos monstruos de las profundidades. Él tomó las perlas que había logrado salvar y las fue vendiendo cautelosamente, unas cuantas cada vez, por medios no muy legales, pero comprenderán que no le quedaba otra alternativa.

    David se sentó más erguido, sus ojos comenzaron a relampaguear y su voz se hizo más fuerte.

    —Después. . ., bueno, ya les dije que él era un experto bentólogo. Inventó una nueva técnica: un método de cosechar más perlas sin que lo mataran. Créanme, no fue nada fácil, todos estos años él ha estado cosechando los bancos perlíferos de Tonga...
    —¡Él solo! —exclamó Roger Fairfane echando su silla hacia atrás y poniéndose de pie de un salto para comenzar a pasearse de un lado a otro—. ¡Un solo hombre recogiendo todas las perlas Tonga! ¡Vaya oportunidad para él!
    —Era algo más que una oportunidad, Roger —dijo David mirándolo—, porque él no estaba completamente solo. Él tenía..., bueno, llamémoslos empleados, que lo protegían y lo ayudaban a recoger las perlas.
    —Aguarda un momento —dijo Bob Eskow poniéndose de pie—. Creí que habías dicho que tu padre era el único hombre que conocía el secreto de los banco perlíferos de Tonga.

    David asintió con la cabeza. Permaneció callado un momento y luego dijo:

    —Sus empleados no eran hombres.
    —¡No eran hombres! Pero...
    —Por favor, Bob, déjame que les relate esto a mi manera —le dijo a Bob, quien se encogió de hombros y David continuó diciendo—: Mi padre se construyó una casa cerca de los bancos de perlas, una fortaleza submarina blindada con edenita. Logró reunir muchísimas perlas. Tenían un valor fabuloso y todas eran suyas. Adoptó una nueva identidad en las ciudades submarinas para poder vender las perlas y ganó mucho dinero.

    Los ojos de David se veían reminiscentes y ligeramente tristes.

    —Mientras vivió mi madre, vivimos con mucho lujo. Era una existencia fantástica y maravillosa. La mitad del tiempo vivíamos en las ciudades submarinas y la otra mitad debajo de nuestra propia cúpula; pero murió mi madre y ahora todo ha cambiado.

    Su voz se hizo ligeramente ronca y su delgado rostro se puso muy pálido. Noté que le temblaban un poco las manos, pero continuó hablando.

    —Todo ha cambiado. Mi padre es ahora un anciano y además está enfermo. Él no puede gobernar a sus..., a sus empleados como lo hacía antes. Su imperio submarino se le está escurriendo de entre las manos. Las gentes en quienes antes él había confiado se han vuelto contra él. Ya no le queda nadie más. ¡Es por eso que tenemos que buscar ayuda!

    En los ojos de Roger y de Bob brillaba la excitación y yo podía sentir cómo se aceleraba mi propio pulso. ¡Una fortaleza secreta guardando un oculto imperio submarino! ¡Perlas Tonga brillando como lunas en la oscuridad! ¡El desafío a peligros desconocidos bajo el agua! ¡Era igual que una maravillosa novela de aventuras y nos estaba sucediendo a nosotros, allí, en aquel pequeño apartamiento del piso superior del cobertizo de los botes!

    —¿Qué clase de ayuda es la que necesitas, David? —le pregunté.
    —¡Ayuda para luchar, Jim! —me respondió mirándome directamente a los ojos—. Hay peligro; la vida de mi padre no valdrá más que un fragmento del caparazón de una ostra Tonga a menos que pueda llevarle ayuda. Necesitamos... —titubeó antes de decirlo—, necesitamos una nave de guerra. ¡Un crucero submarino armado!

    Eso nos dejó fríos y nos quedamos viéndolo asombrados como si se tratara de un lunático.

    —¿Un crucero? —le pregunté—. ¡Pero, David, los ciudadanos civiles no pueden tripular un crucero de la flota! ¿Por qué no avisas a la flota? Si el caso es tan serio...
    —¡No! ¡Mi padre no quiere que vaya la flota!

    Lo miramos desesperanzados.

    —No estoy loco —sonrió David con los labios apretados—. Él no quiere dar a conocer el lugar donde se encuentran los bancos perlíferos. Él perdería todo lo que tiene y además están las... criaturas que habitan en esa parte del océano. Si la flota acudiera tendría que matarlos a todos y mi padre no quiere hacer eso.
    —¿Criaturas? ¿Qué criaturas? —le pregunté, pero creo que ya sabía la respuesta por anticipado, ya que no podía olvidar la enorme cabeza cubierta de escamas que yo había visto sobre la barandilla del barco gimnasio.

    David agitó la mano como queriendo dejar a un lado la pregunta.

    —Ya se lo explicaré —dijo— cuando sepa si pueden ayudarme, porque no tengo mucho tiempo. Los empleados, llamémoslos así, de mi padre se han vuelto contra él, lo tienen rodeado y no puede escapar de su fortaleza submarina. Tenemos que conseguir un submarino de guerra y hombres que lo tripulen para poder rescatarlo, y no nos queda mucho tiempo para hacerlo.

    Se puso de pie y se nos quedó mirando resueltamente.

    —¡Pero no debemos llevar a la Flota!
    —¿Entonces qué haremos? —preguntó intrigado Roger.
    —¿Han oído hablar alguna vez del crucero submarino La Ballena Asesina? —nos preguntó David.

    Nos miramos unos a otros. El nombre nos parecía conocido, lo habíamos escuchado en alguna parte y había sido recientemente.

    —¡Por supuesto! —exclamé yo siendo el primero en recordarlo—. ¡La venta de sobrantes de la Flota que se está efectuando en Ciudad Sargazo! Hay dos, ¿no es cierto? Dos cruceros submarinos anticuados que van a ser vendidos como chatarra.

    David asintió, luego se contuvo y sacudió la cabeza negativamente y dijo:

    —Casi acertaste, Jim, pero en realidad sólo hay un barco. El otro, El Delfín es solamente un montón de hierros viejos. La Ballena Asesina es el submarino que quiero. Es verdad que tendré que comprar armamento para él en alguna parte, ya que la Flota lo venderá desmantelado, pero es un submarino que puede navegar. Mi padre lo conoce bien, estaba en la base de Cúpula Kermadec hace algunos años. Si pudiera encontrar armamento para él y conseguir una tripulación de tres o cuatro hombres bien preparados...
    —¡Nosotros podríamos ayudarte, David! —exclamó excitado Bob—. Ya hemos completado los cursos necesarios en táctica militar y maniobras de guerra y hemos tenido entrenamiento en combates submarinos simulados; pero el precio, David, esos barcos costarán una fortuna aunque ya sean de desecho.
    —Mi padre y yo ya habíamos calculado eso —asintió David—. Costarán más o menos lo que vale un puñado de perlas.

    Permanecimos callados por un momento. Después, Roger Fairfane echó la cabeza hacia atrás y soltó una breve carcajada.

    —De modo que nos has hecho perder el tiempo —dijo—. Has perdido las perlas y no hay manera de conseguir el dinero sin ellas.

    David lo miró pensativamente.

    —¿No hay manera? —le dijo, e hizo una pausa para encontrar las palabras adecuadas—. Tú dijiste que ayudarías, Roger, y que tu padre es un hombre muy rico que trabaja en la Compañía Trident. . .
    —¡No metas a mi padre en todo esto! —le ordenó Roger enrojeciendo a causa de su furia.

    David asintió con la cabeza sin demostrar sorpresa.

    —Ya había pensado que sucedería esto —dijo con mucha calma y sin explicar su aseveración, pero Roger pareció comprender lo que quería decir. Se puso rojo como un tomate y luego palideció de rabia, pero no dijo nada.
    —Ya sabía que habría peligro —dijo David—. Joe Trencher fue en otro tiempo el capataz de mi padre y ahora que él encabeza la rebelión contra mi padre, sabíamos lo que podíamos esperar. Mi padre me advirtió que sería muy probable que Trencher hallara un medio para arrebatarme las perlas.
    —¿Y te dijo lo que tendrías que hacer en ese caso? —preguntó con soma Roger.

    David asintió y me miró.

    —Me dijo: “Pide ayuda. Ve a ver a Jim Eden y pídele a su tío que te ayude."

    No me habría sentido más sorprendido si él hubiera hecho aparecer uno de aquellos extraños saurios submarinos ante mis ojos.

    —¿Mi tío Stewart? Pero si...
    —Eso es todo lo que sé, Jim. Mi padre está enfermo como ya te dije y tal vez estaba delirando un poco, pero eso fue lo que me dijo.
    —Pero... —repetí sacudiendo la cabeza tratando de ordenar mis ideas—, Pero..., si mi tío está en Marinia, a más de dieciséis mil kilómetros de aquí, y él mismo no se encuentra muy bien de salud.

    David se encogió de hombros y repentinamente se vio cansado.

    —Eso es todo lo que sé, Jim —repitió—. Lo único. .. —se interrumpió y se quedó escuchando—. ¿Qué fue eso?

    Todos nos quedamos inmóviles escuchando. Sí, se oía algo, un débil murmullo mecánico. Sonaba como el mido ahogado de unos potentes motores no muy lejos de allí.

    —¡La dársena del auto submarino! —exclamó Bob poniéndose de pie de un salto—. ¡Viene de allí!

    Era difícil de creerse, pero realmente parecía provenir de aquella dirección. Todos nos pusimos de pie apresuradamente y salimos corriendo del pequeño apartamiento, bajamos la escalera y llegamos a la plataforma que circundaba la pequeña dársena donde el gerente de la zona del Atlántico anclaba su yate cuando estaba en su casa de la playa.

    No había nada allí. Miramos a nuestro alrededor a la luz violácea de los tubos de troyón y pudimos ver el pequeño desembarcadero con su barandilla, las paredes blancas y la superficie del agua; eso era todo, pero las puertas que daban al mar estaban abiertas de par en par.

    Nos asomamos al exterior por las puertas abiertas y vimos el lugar donde las aguas de la dársena interior se unían al estrecho canal recto que conducía al mar. Había olas allí, una imitación en miniatura de las olas que rompían en la playa, pero el agua estaba agitada y golpeteaba contra las orillas.

    No había rastro de ningún auto submarino.

    —Me pregunto si... —dijo David molesto—. No, no podría ser.
    —¿Qué es lo que no podría ser? —le pregunté.
    —Creo que estoy oyendo fantasmas —respondió él encogiéndose de hombros—. Por un momento pensé en la posibilidad de que Joe Trencher nos hubiera seguido hasta aquí, hubiera entrado a la dársena y escuchado lo que estábamos hablando, pero eso no puede ser —señaló en dirección de las silenciosas portañolas de observación del guardián electrónico y nos recordó—: Cualquier cosa que hubiera entrado o salido habría tenido que pasar ante el circuito buscador. El guardián electrónico no hizo sonar su alarma de modo que no pudo haber ocurrido eso.
    —Estoy seguro de que oí el ruido de unos motores —dijo tercamente Bob Eskow.
    —Yo también estaba seguro —dijo David—, ¿pero no ves que es imposible? Supongo que hemos de haber oído algún extraño eco que nos llegó desde el mar o tal vez fue algún barco de superficie que pasó muy lejos en alta mar...
    —¡No soy ningún novato, David! —exclamó enojado Bob—. ¡Puedo reconocer el sonido de los motores de un auto submarino cuando los oigo! —pero luego titubeó y pareció confundido al admitir—: Tienes razón, no pudo haber sido eso. El guardián electrónico lo hubiera detectado inmediatamente.

    Subimos de nuevo las escaleras y en cierto modo la excitación que se había posesionado de nosotros minutos antes, se había desvanecido. Todos estábamos pen-sativos, casi preocupados.

    Ya se estaba haciendo tarde y rápidamente planeamos lo que tendríamos que hacer.

    —Trataré de comunicarme con mi tío —dije—. No sé si servirá de algo, pero lo intentaré. Mientras tanto, David, supongo que podrás quedarte escondido aquí. Nosotros tenemos que regresar a la Academia, pero volveremos mañana y entonces...
    —Comenzaremos a trabajar —prometió Bob.

    Eso parecía haber sido todo por aquel extraño y excitante día, pero todavía faltaba algo más.

    Dejamos a David allí y regresamos caminando lentamente por el fantástico jardín en dirección a la puerta de salida. Todos nos sentíamos muy cansados para entonces. Estábamos exhaustos no únicamente a causa de la agobiadora actividad desarrollada durante la prueba del maratón, sino también por lo ocurrido después de nuestro encuentro con David Craken y con Joe Trencher, quienquiera que fuese este último.

    Tal vez fue por eso que ya habíamos salido del jardín y habíamos bajado unos cien metros por la carretera antes de que yo me diera cuenta de una cosa.

    Me detuve y permanecí inmóvil en el camino de coral.

    —¡Tú cerraste la puerta! —le dije violentamente a Bob.
    —Bueno. . ., sí, lo hice —dijo él mirando a su alrededor—. La empujé para cerrarla después de que pasamos. Después de todo, no me pareció bien dejarla abierta en caso de que alguien...
    —¡No, no! —exclamé—. ¡La cerraste! ¿Recuerdas? Estaba entreabierta. ¿No comprendes lo que quiero decir? ¡Vengan, síganme!

    A pesar de lo cansado que estaba corrí en dirección a la puerta. Estaba cerrada, sí, tal como la había dejado Bob. Allí estaba el seto de seis metros de altura, espinoso e impenetrable. Allí estaba la puerta, con su torre de vigilancia, para el guardián electrónico, a un lado.

    Nos detuvimos jadeantes frente a la puerta y nada sucedió.

    —¿Lo ven? —grité y ellos se me quedaron mirando, parpadeando—. ¿Todavía no lo comprenden? ¡Observen lo que hago! —les dije y empujé la puerta que se abrió.

    Nada sucedió.

    Roger Fairfane comprendió lo que yo quería decir y un momento después, Bob Eskow lo entendió también.

    —¡El guardián electrónico! —murmuró Bob—. ¡No está funcionando! Esa puerta es automática; no deberías haber podido moverla, a menos que el rayo rojo identificador te hubiera reconocido. . .

    Asentí.

    —Ahora lo comprendo —les dije—. Los guardianes electrónicos han sido desconectados de alguna manera. No están trabajando. Supongo que les habrán cortado los alambres.

    Roger me miró preocupado.

    —Entonces..., esos motores que creímos haber oído...
    —No fue nuestra imaginación —dije moviendo la cabeza—. Los oímos realmente. Desconectaron el guardián electrónico y entraron. Escucharon hasta la última palabra de lo que dijimos.


    9…Ciudad Sargazo


    Dirección este y al fondo. Nuestro destino era Ciudad Sargazo.

    Ni Bob ni Roger pudieron conseguir un pase, por lo que nos correspondió a David y a mí el ir a Ciudad Sargazo a echarle un vistazo a la Ballena Asesina. Discutimos largamente si sería arriesgado que David viniera conmigo, ya que si algún cadete lo veía y lo reconocía, comenzarían las preguntas, pero nos pareció que sería mejor que fuéramos dos en aquella misión, por lo que no nos quedó otra alternativa.

    Sacamos pasajes en Hamilton para el submarino de pasajeros que hacía el viaje ordinario a Ciudad Sargazo, situada a doscientos cuarenta kilómetros al este de las Bermudas y a más de tres kilómetros de profundidad. En el breve momento que faltaba para que saliera nuestro submarino busqué una caseta telefónica y pedí una llamada de larga distancia a la lejana Cúpula Thetis para hablar con mi tío Stewart.

    No hubo respuesta. Le dije a la operadora:

    —Por favor, se trata de algo muy importante. ¿Puede seguir tratando de conseguir la comunicación?
    —¡Por supuesto, señor! —me respondió ella en su tono profesional y competente—. ¿Quiere darme su número por favor? Yo lo llamaré más tarde.

    Pensé rápidamente; aquello era imposible, por supuesto. Yo no estaría allí más de unos cuantos minutos y no quería que mi tío me fuera a llamar a la Academia porque allí había peligro de que alguien escuchara nuestra conversación.

    —Siga tratando de comunicarse, operadora. Yo la llamaré desde Cúpula Sargazo dentro de... —consulté mi reloj—..., dentro de unas dos horas.

    David me estaba haciendo señas frenéticamente desde afuera de la caseta. Colgué el teléfono y ambos bajamos corriendo por el largo y sombrío hangar del muelle de la Línea Pan-Caribe. Llegamos a la nave en el momento en que iban a bajar las escalinatas.

    No podía evitar sentirme un poco preocupado, aunque en realidad no había ninguna buena razón para ello. Mi tío siempre estaba muy ocupado, naturalmente, y no debería preocuparme demasiado si él no estaba en su casa en un momento dado. Sin embargo, Thetis quedaba al otro lado del mundo y ya debería ser más de medianoche allá. Sentí una duda molestándome en lo más recóndito de mi mente, de que tal vez mi tío no estuviera bien… pero la alegría que me causaba el volver a navegar en las profundidades del océano apartó esa duda de mi mente.

    Nos alejamos de Hamilton deslizándonos sobre la superficie. Tan pronto como hubimos pasado los bajos cercanos a la costa, nos sumergimos bajo las olas y el submarino tomó curso hacia Cúpula Sargazo.

    El pequeño submarino era un enano comparado con los gigantescos trasatlánticos que navegaban en el Pacífico y en los cuales yo había viajado hasta Cúpula Thetis hacía ya algún tiempo, pero con todo y eso tenía sus buenos sesenta metros de largo. Como era una nave pequeña, la disciplina no era muy estricta y David y yo pudimos recorrer los lugares donde trabajaba la tripulación y los cuartos de máquinas sin tener muchos problemas. Eso hizo que el tiempo se nos pasara rápidamente. Viajando a setenta nudos por hora, la travesía duraba un poco menos de dos horas y el tiempo se nos pasó sin darnos cuenta.

    Desembarcamos en Ciudad Sargazo atravesando por unas tuberías de acoplamiento protegidas con edenita y primero buscamos una caseta de teléfonos.

    Introduje varias monedas en el aparato y logré comunicarme nuevamente con la misma operadora marcando su número clave.

    Todavía no había respondido nadie en Thetis.

    Dejé pendiente la llamada y David y yo preguntamos la dirección de la dársena de la Flota donde estaban los barcos sobrantes esperando a ser vendidos en pública subasta.

    La Ballena Asesina estaba lado a lado del viejo Delfín en los diques de carena situados en la parte más baja de Cúpula Sargazo.

    Ninguno de los dos era muy grande. Ambos habían sido lo suficientemente pequeños para caber por la compuerta de los barcos que les había permitido entrar a la ciudad viniendo de las frías profundidades del exterior, pero El Delfín parecía un pequeño bote al lado de La Ballena Asesina. No perdimos el tiempo en mirarlo y abordamos a toda prisa La Ballena Asesina entrando por la escotilla principal; examinamos el submarino de proa a popa.

    —Es una preciosidad —murmuró David levantando hacia mí sus ojos que le brillaban de excitación.

    Asentí. La Ballena Asesina era uno de los últimos cruceros submarinos Clase-K que se habían construido. No había nada malo en él, en lo absoluto, excepto que durante los últimos diez años se habían logrado tantos adelantos en materia de armas submarinas, que requerían distintos montajes y diseños diferentes en los submarinos de proa a popa que la Flota había decidido deshacerse de toda nave que tuviera más de diez años de uso. El proceso de conversión casi se había completado ya y únicamente unos cuantos viejos submarinos como El Delfín y La Ballena Asesina quedaban para ser remplazados.

    Tenía cabinas de alojamiento para una tripulación de dieciséis hombres.

    —Estaremos muy atareados aquí dentro —le dije a David—, pero podremos gobernarlo. Uno de nosotros en las máquinas y el otro en los controles. Podemos dividirnos y hacer tumos de doce horas. Navegará a la perfección, ya verás.

    Él colocó una mano sobre el timón como si estuviera tocando un objeto sagrado.

    —Es una preciosidad —repitió—. Bueno, subamos y veamos si podemos hacer una oferta.

    Eso nos hizo salir un momento de nuestro arrobamiento, ya que hablamos de hacer una oferta, pero, ¿qué teníamos para hacerla? A menos que mi tío Stewart pudiera ayudamos, y él no era un hombre rico, no podríamos siquiera pagar el precio de la pe-queña cápsula de expulsión que llevaba La Ballena en la sentina y mucho menos el precio del crucero.

    En la oficina del teniente comandante que estaba a cargo de la venta de los dos submarinos nos informaron que la oferta mínima que se aceptaría por cada uno de ellos sería de cincuenta mil dólares. El oficial nos miró de pies a cabeza y nos dijo sonriendo:

    —Demasiado caro para comprarlo con lo que hayan ahorrado de sus mesadas, muchachos. ¿Por qué no se deciden a comprar algo más pequeño, digamos algo como un barco de vela de juguete?

    Por primera vez en mi vida sentí llevar puesto el uniforme escarlata de los cadetes de la Academia; si hubiera ido vestido de civil me habría sentido con mayor libertad para decirle lo que pensaba. David se interpuso delante de mí para evitar mi explosión de rabia.

    —¿Qué tenemos que hacer para presentar una oferta? —preguntó.

    La mirada divertida se desvaneció en parte del rostro del oficial.

    —Bueno, si están hablando en serio, todo lo que tienen que hacer es tomar una de esas formas de solicitud y llenarla. Escriban su nombre y su dirección, y la cantidad que piensan ofrecer. Tendrán que hacer un depósito por valor de la tercera parte de la cantidad que están ofreciendo, antes de que se abra la subasta; de lo contrario su oferta ni siquiera será tomada en cuenta. Eso es todo lo que tienen que hacer.
    —¿Puede darme una forma para La Ballena Asesina, señor?

    El teniente comandante se le quedó mirando y se encogió de hombros.

    —¿La Ballena, eh? —dijo, y comenzó a buscar entre la pila de formas que tenía sobre su escritorio—. Cuando menos en eso se ve que son listos porque El Delfín es sólo un montón de chatarra. Yo debería saberlo bien, serví en él como alférez. Pero, ¿para qué diantres quiere usted un crucero, joven, aun en el caso de que tenga el dinero para comprarlo?
    —Lo quiero —tosió David—, lo quiero para mi padre —dijo, y tomó apresuradamente las formas de la mano del oficial.

    Nos retiramos a la oficina exterior apretando ansiosamente las formas en las manos. Era un salón grande que estaba lleno de personas, algunas de las cuales nos miraron con curiosidad. Encontramos un rincón donde poder examinar los papeles.

    Yo miré por encima del hombro de David. El encabezado de las formas decía: Solicitud de Compre de Submarinos Sobrantes, y en la primera página había un espacio en los que ya estaban escritos los nombres de La Ballena Asesina y de El Delfín. David se apresuró a poner una cruz grande junto al nombre de La Ballena Asesina. Escribió mi nombre y mi dirección y titubeó al llegar al espacio marcado: Cantidad que se Ofrece.

    Lo detuve.

    —Aguarda un segundo —le dije—. Déjame que trate de comunicarme con mi tío otra vez. Hay una caseta telefónica al otro lado del salón.
    —Será mejor que veamos si vamos a poder pagar —asintió sonriendo.

    Esta vez logré comunicarme, pero la persona que respondió no fue mi tío.

    Era un visionteléfono y la imagen que tenía ante mí serpenteó y fue aclarándose hasta tomar forma. Era Gideon Park, el ayudante en quien mi tío confiaba más; el hombre que me había salvado la vida en los drenajes de Cúpula Thetis hacía ya tanto tiempo.

    En su negro rostro apareció la sorpresa y luego sonrió mostrando sus blancos dientes.

    —¡joven Jim! ¡Me alegro de verte, muchacho! —exclamó y luego pareció sentirse extrañamente preocupado—. Supongo que deseas hablar con tu tío, ¿eh? Él está..., bueno..., él no está disponible en este momento, Jim. ¿Puedo ayudarte en algo? No te habrás metido en dificultades en la Academia, ¿verdad?
    —No, no se trata de nada de eso, Gideon. ¿Dónde está mi tío?
    —Bueno —titubeó—, Jim...
    —¡Gideon! ¿Qué sucede? ¿Ha ocurrido algo malo?
    —Cálmate, Jim —me respondió—. Él se va a poner bien, pero ahora está..., está durmiendo. Hice desconectar el teléfono todo el día para que nadie lo molestara y no quisiera despertarlo a menos que...
    —¡Gideon, dime qué le pasa a mi tío!
    —La cosa no es tan grave —dijo muy serio—. Eso te lo aseguro, Jim, pero la verdad es que él está enfermo.
    —¡Enfermo!

    Gideon asintió y la negra cara reflejaba preocupación y pesar.

    —Tuvo un ataque hace tres días. Recibió una carta de un viejo conocido y la estaba leyendo, aquí mismo en su escritorio, cuando de repente, se desmayó y...
    —¿Un ataque cardiaco?

    Gideon sacudió la cabeza negativamente voz suave y afectuosa:

    —No se trata de eso, Jim. Todo lo que los doctores dicen es que tu tío ha estado demasiado tiempo bajo la presión. Ha vivido a una profundidad demasiado grande por demasiado tiempo.

    Eso era muy cierto, no cabía duda. Recordé la larga vida de aventuras que había vivido mi tío en los abismos del océano; aquella vez en que había quedado atrapado, no hacía muchos meses de eso, en un submarino averiado en el fondo del abismo más profundo del Pacífico suroccidental, cuando Gideon y yo lo encontramos y logramos rescatarlo, pero el cuerpo humano no está hecho para la vida de los peces de las grandes profundidades. Las fuertes presiones y las drogas pueden causar algunas veces efectos inesperados.

    —¿Puedo hablar con él?
    —Bueno..., los doctores dicen que no debería excitársele demasiado, Jim. ¿Se trata de algo en lo que yo pudiera ayudarte?

    No vacilé un segundo; sabía que podía confiar en Gideon tanto como en mi tío mismo y comencé a explicarle, a toda prisa, toda la enredada historia de los hombres con ojos nacarados, las perlas Tonga y David Craken...

    —¿Craken? ¿Dijiste David Craken?

    Me interrumpí y miré asombrado a la pantalla.

    —Pues sí, Gideon. Su padre se llama Jason Craken..., o cuando menos así se hace llamar.
    —¡Qué extraño, Jim! ¡Craken! ¡Ese es el nombre que aparecía en la carta! ¡La carta que tu tío leía cuando tuvo el ataque, estaba firmada por Jason Craken! —titubeó un segundo y luego prosiguió—: No cuelgues, Jim —me ordenó—, ¡Al diablo con los doctores..., voy a despertarlo!

    Hubo un momento de pausa y luego vi un rápido parpadeo al transferir Gideon la llamada a la extensión de la habitación de mi tío.

    Vi a mi tío Stewart sentado entre cojines en una cama estrecha. Tenía el rostro enjuto y demacrado, pero sonrió al verme. Era evidente que había estado acostado, pero despierto, porque no había el menor indicio de soñolencia en sus ademanes.

    —¡Jim! —su voz se oía ronca y cansada pero fuerte—. ¿Qué es todo ese asunto que me cuenta Gideon?

    Rápidamente le conté todo lo que ya le había dicho a Gideon y más aún, desde el momento en que había conocido a David Craken en la balsa gimnasio hasta lo que estábamos haciendo ahora, llenando la solicitud de compra de La Ballena Asesina.

    —Y él dijo que te llamara, tío Stewart —concluí—, y así lo hice.
    —¡Me alegro de que lo hayas hecho, Jim! —dijo mi tío y cerró los ojos un momento para pensar y por fin exclamó—: ¡Tenemos que ayudarle, Jim! Se trata de una deuda de honor.
    —¿Una deuda? —pregunté mirando la pantalla asombrado—. Pero yo no sabía que tú hubieras conocido a Jason Craken...
    —Es algo de lo que nunca te había hablado, Jim —dijo asintiendo con la cabeza—. Hace muchos años, cuando tu padre y yo éramos jóvenes, anduvimos explorando los bordes de Tonga Trench a la mayor profundidad a que podíamos llegar con el equipo de buceo que teníamos entonces. Buscábamos perlas, perlas Tonga.

    Volvió a asentir con la cabeza y repitió:

    —Perlas Tonga. Bueno, las encontramos pero no pudimos quedarnos con ellas porque cuando tu padre y yo estábamos buceando en nuestros trajes de presión a la mayor profundidad que podíamos hacerlo con seguridad, fuimos atacados. No..., no puedo decirte qué fue lo que nos atacó, Jim, porque di mi palabra de que no lo revelaría jamás; tal vez los Craken mismos te lo dirán algún día, pero fuimos arrastrados a una profundidad cada vez mayor, más allá del límite de resistencia de nuestros trajes y éstos comenzaron a fallar.

    Hizo una pausa para recordar aquel lejano día y, cosa extraña, sonrió.

    —Creí que todo había terminado para nosotros en aquel momento, Jim —continuó diciendo—, pero fuimos rescatados. El hombre que nos rescató fue... Jason Craken.

    Mi tío se había incorporado y estaba sentado más derecho en la cama. Por un momento, el tono de su voz se hizo más fuerte.

    —¡Jason Craken! ¡Un nombre extraño para un hombre extraño! Él no hablaba mucho, era un poco raro, casi rudo; llevaba barba y vestía elegantemente. Le gustaban los lujos y gastaba pródigamente; era un anfitrión generoso y un hombre muy astuto, Jim. Vendía perlas Tonga y nadie podía competir con él porque nadie más sabía de dónde provenían. El mantener secreto el monopolio representó una fortuna para él, Jim. Tu padre y yo conocíamos su secreto y sin embargo nos salvó. Arriesgó su propia vida por salvamos y puso en peligro el secreto de sus perlas, pero confió en nosotros. Le prometimos que nunca regresaríamos a Tonga Trench. Le dimos nuestra palabra de no decir jamás de dónde provenían las perlas. Si él necesita ayuda ahora, Jim, debemos encargarnos de que la reciba.

    "No puedo hacer mucho personalmente, Jim —prosiguió diciendo con el ceño fruncido—. Tengo que guardar cama por algún tiempo. Supongo que el ataque me sobrevino por la sorpresa que me causó la carta de Jason Craken; él mencionó en su carta que tal vez necesitaría dinero para comprar un submarino de guerra y he podido reunir algo. No es una fortuna, pero creo que será suficiente. Me encargaré de que lo recibas lo más pronto posible. Compra La Ballena Asesina para él. Ayúdalo cuanto puedas. "

    Se volvió a recostar entre los cojines de la cama y me sonrió.

    —Eso es todo, Jim. Será mejor que cuelgues ahora, esta llamada debe estar costando una fortuna, pero recuerda una cosa, le debemos mucho a Jason Craken, porque de no haber sido por él, ni tú ni yo estaríamos aquí en este momento.

    Eso fue todo.

    Me volví, un poco aturdido, a ver a David que aguardaba afuera de la caseta.

    —Todo está bien, David —le dije mirando alrededor en el interior del salón—. Él nos va a ayudar. Recibiremos algún dinero de él, lo suficiente, me dijo, y...

    Me interrumpí.

    —¡David! —le grité—. ¡Mira allá, a donde estábamos llenando la solicitud!

    Él se volvió rápidamente. Había dejado las formas sobre un pequeño escritorio mientras yo llamaba a mi tío. Las formas todavía estaban allí, pero sobre ellas se inclinaba la figura de un hombre.

    ¿Era en realidad un hombre? La figura se volvió y se dio cuenta de que lo estábamos mirando, nos vio con sus ojos nacarados que se contraían y parecían despedir chispas. ¡Era la persona que había surgido del mar y que se hacía llamar Joe Trencher!

    Dio la media vuelta y echó a correr cruzando la puerta para perderse entre los pasillos atestados de gente que había al otro lado.

    —¡Vamos! —gritó David—. ¡Veamos si podemos agarrarlo, tal vez todavía tenga las perlas!


    10….Tencha de Tonga Trench


    Aquel día recorrimos toda Ciudad Sargazo buscando a Joe Trencher, pero no lo pudimos encontrar. Finalmente, David se detuvo jadeante y dijo:

    —Lo hemos perdido. Desapareció como por arte de magia.
    —Pero tiene que estar en alguna parte de la ciudad. Podemos buscar nivel por nivel.
    —No —dijo David meneando la cabeza—, no tiene que estar forzosamente en la ciudad, Jim. Él no es como tú y yo; él podría tranquilamente meterse en una compuerta de escape y desaparecer en el mar y podríamos pasamos todo un mes buscándolo aquí mientras que él ya estaría a cientos de kilómetros de la ciudad.
    —¿En el mar? ¿A casi cinco kilómetros de profundidad? ¡Eso no es humanamente posible!
    —Firma la solicitud, Jim —fue la única respuesta que me dio David—, tenemos que entregarla.

    Eso fue todo lo que me diría.

    Regresamos a la oficina del teniente comandante. Firmé la forma de solicitud con mi nombre casi sin verla. Escribimos en ella la oferta mínima; cincuenta mil dólares. ¡Cincuenta mil dólares! Pero por supuesto, la nave había costado muchas veces más esa cantidad cuando nueva.

    Apenas si llegamos a tiempo para tomar el submarino de regreso a las Bermudas.

    Ambos íbamos callados y supongo que pensábamos lo mismo. Era curioso que Joe Trencher nos hubiera podido encontrar en Cúpula Sargazo. Eso hacía que fuera casi seguro que el ruido de motores que habíamos oído en la dársena del yate lo había hecho Trencher o alguien allegado a él, quien habiendo escuchado lo que discutíamos sabía ahora cuáles eran nuestros planes.

    La cosa no tenía remedio; no podíamos cambiar nuestros planes. Simplemente no podíamos hacer otra cosa.

    Estuvimos sentados sin hablar en el salón principal de descanso para los pasajeros durante una media hora poco más o menos. Estábamos casi solos. De los altavoces surgía un suave murmullo de música y había algunas parejas disfrutando de su día de descanso al extremo más alejado del salón. Eso era todo. El comercio entre Bermuda y Ciudad Sargazo no era muy animado en aquella época del año.

    Finalmente no pude resistir más aquella tensión y estallé:

    —¡David! ¡Este asunto ya ha llegado demasiado lejos! ¿Comprendes? ¡Tengo que saber contra lo que vamos a luchar! ¿Quién es ese Joe Trencher? ¿Qué relación tiene con tu padre y las perlas Tonga?

    David me miró con ojos en los que se adivinaba la preocupación. Luego miró a su alrededor en el salón. No había nadie cerca de nosotros que pudiera escucharnos y él dijo por fin:

    —Está bien, Jim, supongo que será lo mejor. Le prometí a mi padre que no hablaría de ello, pero él está enfermo y muy lejos de aquí. Creo que tendré que juzgar por mí mismo de ahora en adelante.
    —¿Me contarás todo lo relacionado con Trencher y con esas serpientes marinas o lo que hayan sido?

    Él asintió con la cabeza.

    —Trencher —dijo—, Joe Trencher fue durante algún tiempo el capataz de mi padre, su empleado de confianza, pero ahora él es quien encabeza a los amotinados.
    —¿Amotinados contra qué, David? —le pregunté exasperado porque había muchas cosas que no entendía y mucho misterio impenetrable para mí.
    —Amotinados contra mi padre, por supuesto. Ya te he contado acerca de la cúpula de mi padre y del imperio que logró construir con el dinero obtenido de las perlas Tonga. Bien, ese imperio se le está escurriendo de entre los dedos actualmente. Los ayudantes que él tenía y en quienes había depositado toda su confianza se han rebelado contra él. Trencher es sólo uno de ellos.

    No pude evitar asombrarme una vez más de aquel “imperio" en las profundidades del océano. No me parecía que el padre de David hubiera podido edificarlo por medios estrictamente legales y honestos...; pero, por supuesto, eso había ocurrido hacía ya mucho tiempo...

    —Todo comienza con las serpientes marinas —estaba diciendo David—. Ellas han vivido en Tonga Trench, y hecho sus nidos en la misma montaña submarina donde mi padre construyó su cúpula, durante millones de años, Jim, tal vez cientos de millones de años. Uno puede ver reproducciones de bestias como esas en los museos y le explican a uno que pertenecieron a una época muy remota, anterior en muchísimos años a la aparición del hombre sobre la Tierra. Son increíblemente antiguas y no han cambiado en lo más mínimo en todos esos cientos de millones de años. Hasta que llegó mi padre. Ha estado tratando de hacer algo con ellas, algo que es difícil de creer: está tratando de domesticarlas, como se domestica a un caballo o a un perro, para que lo ayuden, para que trabajen para él. ¡Está tratando de domesticar saurios que han sobrevivido desde la época de los dinosaurios!

    Lo miré asombrado sin poder creer lo que me decía. Recordé aquella cabeza gigantesca que había visto asomarse en la oscuridad sobre la barandilla del barco gim-nasio. ¿Domesticar eso? Habría sido más fácil enseñar a una víbora de cascabel a que me llevara el periódico a la hora del desayuno; pero él siguió hablando.

    —Naturalmente, mi padre no podía hacerlo solo, pero tuvo ayuda, una extraña clase de ayuda, casi tan increíble como las mismas serpientes marinas: Joe Trencher y unos cuantos cientos más de criaturas como él, no muchos, pero suficientes. Sin ellos, mi padre no habría podido ni siquiera comenzar a trabajar con los saurios. La gente de Trencher fue una valiosa ayuda.
    —Son bastante feos de aspecto, si Trencher es la muestra —comenté—. Con esos ojos que parecen perlas y esa piel tan pálida. Esa manera tan curiosa como respiran. ¡Ni siquiera parecen seres humanos!
    —No lo son —dijo calmadamente David negando con la cabeza—, ya no lo son, cuando menos. Descienden de los humanos, de unos polinesios que quedaron atrapados quién sabe cómo cuando su isla se hundió en el mar. ¿Has oído hablar de las montañas submarinas que hay en el Pacífico?

    Asentí. Se refería a aquellas montañas submarinas con planicies niveladas en la cúspide a causa de la acción de las olas del mar, aunque se encontraban muy abajo de la superficie donde no había olas.

    —En un tiempo fueron islas —continuó diciendo David— y los antepasados de Trencher vivieron en una de ellas. Supongo que eran buenos buzos, ha pasado tanto tiempo desde eso que es imposible asegurarlo, pero tenían nombres polinesios, por lo que no pudo haber ocurrido hace demasiados años. El padre de Trencher se llamaba Tencha y Trencher adoptó su nuevo nombre derivándolo caprichosamente del de su padre. Trencher, un habitante de Tonga Trench. Cuando su isla se sumergió, lograron sobrevivir de algún modo y dieron un salto atrás hacia el pasado, al lejanísimo pasado cuando todos los seres vivientes habitaban en el agua.
    —¿Quieres decir que...? —dije titubeando y tratando torpemente de encontrar las palabras sin poder creer que había oído correctamente—. ¿Quieres decir que Joe Trencher es una especie de... tritón?
    —Mi padre los llama “anfibios". Son mutaciones. Sus pulmones han ido cambiando para funcionar como las agallas de un pez. En realidad, ellos se sienten más a gusto en el agua que en la tierra firme.

    Asentí. Recordaba claramente cómo Joe Trencher respiraba con dificultad, jadeando y produciendo un silbido al respirar el aire. En ese momento comencé a comprender la causa.

    —En otro tiempo, Trencher fue mi amigo —dijo sombríamente David—. Cuando yo pasaba una temporada en casa de mi padre, acostumbraba ponerme un pulmón y salía a bucear con él. No lo hacíamos en el fondo de Tonga Trench, sino a unos trescientos metros de profundidad. Lo observaba mientras él domesticaba a las... criaturas. Él me mostró cosas que existen en el lecho del océano que la flota jamás ha visto. Luego, él cambió. Mi padre se culpa a sí mismo por no haberlo previsto. Dice que la mutación hace que los anfibios sean en cierto modo inestables temperamentalmente y luego, a medida que fueron sabiendo cosas del mundo exterior, cambiaron. Fuere lo que fuere, ahora Trencher odia a mi padre y a todos los humanos. Él fue quien me secuestró del barco gimnasio. Había estado esperando la oportunidad de hacerlo. ¿Recuerdas cuántas cosas extrañas habían estado sucediendo? Como piezas de equipo que desaparecían misteriosamente. Era Joe Trencher quien las causaba. Él se me apareció de pronto a trescientos noventa metros de profundidad y yo no sospeché nada, Jim. Me alegré de verlo, pero yo no sabía lo que había estado ocurriendo en la cúpula de mi padre. No sé lo que me hizo Trench, supongo que me golpeó en la cabeza con algo, porque desperté en su auto submarino cuando íbamos de regreso a Tonga Trench. Me amenazó con matarme, ¿comprendes? Me llevaba como rehén y me utilizó para amenazar a mi padre, pero éste es un hombre muy obstinado. Él ha gobernado mucho tiempo en su imperio submarino y no cedió.
    —¿Entonces cómo lograste escapar?

    David Craken sonrió por primera vez desde que iniciara su relato.

    —Maeva —dijo—. Mi amiga Maeva. Ella es una muchacha anfibia, pero ha permanecido leal a nosotros. La conozco desde que ambos éramos muy niños. Crecimos juntos. Ambos observábamos a Trencher cuando él domaba a los saurios. Luego, ella y yo nos íbamos a explorar, yo en mi traje de edenita y ella respirando el agua misma. Entrábamos a las cuevas que hay en la montaña submarina. Supongo que eso era hasta cierto punto peligroso porque aquellas cuevas pertenecían a los saurios; allí era donde ellos ponían sus huevos y tenían a sus crías. Por supuesto que en el verano teníamos buen cuidado de no acercamos a ellos, porque esa es su estación de crianza. Ese es otro misterio, ya que bajo el agua no existen las estaciones, pero los saurios las recuerdan... Era peligroso ir allí, sí, pero no tan peligroso como lo que Maeva hizo por mí hace un par de meses. Ella me encontró en el auto submarino de Joe Trencher, me trajo el cilindro de edenita que me envió mi padre junto con un mensaje, y me ayudó a escapar en el auto submarino.

    "Naturalmente, Trencher me siguió. No sé si él haya sospechado de ella o no, espero que no —el rostro de David se contrajo al decir esto y continuó—: Fuere como fuere Trencher me siguió. No lo hizo en un auto submarino sino nadando, montado en uno de los saurios. Éstos pueden desarrollar una velocidad fabulosa bajo el agua. Me siguieron y me alcanzaron."

    David levantó los ojos y dijo:

    —El resto ya lo conoces. Ahora todo depende de lo que todos nosotros hagamos y no nos queda mucho tiempo.

    No teníamos mucho tiempo, pero las horas transcurrieron.

    David regresó al pequeño apartamiento del cobertizo de los botes a esperamos. Roger, Bob y yo continuamos con nuestras clases.

    No tuvimos mucho tiempo para pensar el día siguiente. Faltaban únicamente siete días para que llegara la semana de Graduación y teníamos que presentar nuestros exámenes finales. Era difícil concentrar nuestra atención en las teorías de Mahan y en la física de los líquidos teniendo una aventura en perspectiva, pero tuvimos que hacerlo. Después del último día de exámenes no hubo descanso porque hubo ejercicios de pre-paración para el desfile. Nos vestíamos con nuestros uniformes de gala color escarlata y nos formábamos para pasar horas interminables de ejercicios de contramarcha y conversiones a la derecha y a la izquierda. No íbamos a marchar en el desfile de nuestra propia graduación, pero todos y cada uno de nosotros esperábamos con ansiedad el día en que nos tocaría prestar juramento ante los altos oficiales de la Academia y todos poníamos en las maniobras hasta el último gramo de precisión de que éramos capaces. Hacía un calor despiadado cuando realizábamos nuestras prácticas hora tras hora, bajo el candente sol de las Bermudas, preparándonos para la revista final. Entonces, poco antes de que fuera disparado el cañonazo que anunciaba la puesta del sol, vino un cambio bien venido por todos. Masas de nubes se habían ido acumulando muy altas sobre el mar y se aproximaron hacia nosotros cada vez más bajas descargando sus rayos. Las nubes se abrieron y la lluvia comenzó a caer con fuerza sobre nosotros.

    Corrimos a buscar refugio donde podíamos encontrarlo.

    Me refugié a sotavento de una lancha ballenera y descubrí que otro cadete estaba sentado en cuclillas a mi lado, tan empapado como yo. Sacudió con la mano un verdadero río de agua de lluvia de su gorra achatada de visera, del uniforme escarlata de gala, y se volvió sonriendo hacia mí.

    Era Eladio Ángel.

    —¡Jim! —exclamó—. ¡Jim Eden! ¡Hacía mucho tiempo que no te veía!

    Estreché la mano que me tendió y supongo que debo haberle dicho algo, pero no recuerdo qué.

    Eladio Ángel, el antiguo compañero de cuarto de David Craken, su mejor amigo; el único cadete en toda la Academia, aparte de Bob Eskow y de mí, que estimaba lo suficientemente a David para haber sentido su pérdida cuando él había desaparecido. ¿Qué le podría yo decir a Laddy Ángel ahora?

    Él continuaba hablando:

    —... Desde el día en que le escribiste la carta al señor Jason Craken, el padre de David. Ah, David. Aún ahora, Jim, pienso algunas veces en él. ¡Una pérdida tan irreparable! ¡Era tan buen amigo! Apenas puedo creer que se haya ido y para ser sincero contigo, Jim, todavía no puedo creer que sea cierto. No, en mi corazón siento que él vive aún, que está en alguna parte, que logró salvarse y no se ahogó. ¡Bueno, pero ya es suficiente! —dijo sonriendo una vez más—. Dime, Jim, ¿cómo has estado? Sólo te he visto una o dos veces, cuando salías de clases o cruzabas el cuadrángulo. No hemos tenido tiempo para charlar un poco. Qué oportuna fue esta lluvia, nos reunió otra vez.
    —Este..., este... sí, Laddy —dije aclarándome la garganta y sintiéndome incómodo—, sí, realmente es agradable verte de nuevo. Yo… este... —fingí mirar hacia la incesante lluvia y exclamé sorprendido—: ¡Pero, mira, Laddy! ¡Creo que está parando de llover! Bueno, tengo que regresar al dormitorio. ¡Ya nos veremos!

    Y salí corriendo bajo el implacable diluvio.

    Mientras me alejaba, me parecía sentir sus ojos clavados en mi espalda no con enojo sino con tristeza. Indudablemente lo había lastimado al ser tan rudo con él, pero, ¿qué otra cosa podía yo hacer? David había dicho una y otra vez que debíamos mantener en secreto todo el asunto y yo no soy tan buen mentiroso como para poder charlar con su mejor amigo sin revelar que él no había muerto.

    No tuve mucho tiempo para cavilar acerca de ello; cuando iba corriendo a través del cuadrángulo, calado hasta los huesos, alguien me gritó:

    —¡Eden! ¡Cadete Eden, repórtese!

    Me detuve bruscamente patinando en el suelo y saludé.

    Era un oficial que prestaba sus servicios temporalmente en la oficina del comandante. Iba cubierto con un impermeable que sólo dejaba asomar su cara bajo aquel diluvio. Me devolvió el saludo con desagrado porque el agua de la lluvia penetró por su manga al levantar el brazo.

    —¡Cadete Eden! —vociferó—. ¡Repórtese inmediatamente en la oficina del comandante! ¡Alguien quiere verlo!

    ¿Alguien quería verme?

    Las órdenes de la Academia dicen terminantemente: ¡Los cadetes que sean llamados a reportarse ante el comandante deberán hacerlo inmediatamente! Pero no necesitaba el aguijón de las órdenes para moverme porque me devoraba la curiosidad por saber de quién se trataba, ya que no podía imaginarme quién querría verme. Si era David, o alguien relacionado con él, eso sólo podía significar que había dificultades; dificultades graves, tan graves como para hacerlo revelar su secreto...

    Pero no hubo dificultades.

    Entré corriendo y jadeando a la antesala del comandante y me detuve en posición de firmes. Al mismo tiempo que saludaba, dije con voz entrecortada:

    —Cadete Eden, señor, reportándose a las órdenes de...

    Me interrumpí asombrado; una figura alta y negra se estaba levantando de un sillón de la antesala, una figura que yo conocía muy bien; la figura de alguien a quien yo creía en el otro lado del mundo en ese momento. ¡Gideon Park!

    Me sonrió mostrando sus blancos dientes y dijo en su voz suave y moderada:

    —Jim, tu tío dijo que necesitabas ayuda y aquí me tienes.


    11…La Semana de Graduación


    ¡El alto, negro y leal Gideon Park! Sólo con verlo allí esperándome en la oficina del comandante sentí que un gran peso se me quitaba de encima. Gideon y yo nos habíamos visto juntos en situaciones desesperadas y yo sentía un gran respeto por él. ¡Después de todo, tal vez lograríamos llevar a cabo nuestros planes!

    Gideon y yo sólo tuvimos un breve momento para charlar aquella primera tarde. Le susurré el lugar donde podría encontrar a David Craken, en la casa de botes de la mansión del gerente de la zona del Atlántico de la compañía Trident. Él asintió, me guiñó un ojo y se marchó.

    Regresé al dormitorio para prepararme para la cena, sintiéndome mejor de lo que me había sentido en muchos días.

    No pude salir de los terrenos de la Academia aquella noche, pero Bob no había usado todos sus pases e inmediatamente después de la cena él salió en dirección al cobertizo de los botes para charlar con Gideon y David Craken.

    Regresó unos segundos antes de que dieran la orden de apagar las luces. Había estado fuera casi cuatro horas.

    —Todo está bien —me susurró mientras se apresuraba a meterse en la cama—, Gideon trajo el dinero.
    —¿Cuánto? —le pregunté en voz baja, porque si el oficial de guardia nos oía eso significaría una falta y el final del año escolar estaba demasiado próximo para que deseáramos tener alguna.
    —Suficiente, Jim. ¡Noventa y siete mil dólares! Los trae en efectivo. Es la cantidad de dinero más grande que jamás había yo visto junta.

    Asentí con un movimiento de cabeza en la oscuridad y repetí:

    —Noventa y siete mil. ¡Qué cantidad tan rara! Supongo que es hasta el último centavo que pudo reunir —el sólo pensarlo me entristeció y murmuré apremiante—: Bob, tenemos que salir bien de esto. Conozco bien a mi tío, él se ha endeudado para conseguir ese dinero. Está devolviéndole a Jason Crake un enorme favor que él le hizo en otro tiempo, y si algo sale mal, si no podemos ayudar a que Craken le devuelva el dinero a mi tío, éste se verá en graves problemas.
    —Por supuesto —dijo Bob, que ya se había metido en la cama—. Gideon va a ir a Cúpula Sargazo mañana para hacer el depósito y que nuestra oferta sea tomada en cuenta. No nos queda mucho tiempo.
    —¿Le dijiste a David que yo había visto a Laddy Ángel?

    Durante un segundo hubo una pausa.

    —Lo..., lo olvidé. Jim. No tuve tiempo de hacerlo, de todos modos, sólo estuve con ellos unos minutos.
    —¡Sólo unos minutos! —dije asombrado y me incorporé en la cama—. ¡Pero, Bob, si estuviste fuera varias horas!
    —Tuve algo que..., bueno, Jim —dijo con voz forzada como tratando de disculparse—... yo, este...

    Ambos oímos los pasos rápidos del oficial de guardia en el corredor.

    Eso puso fin a nuestra conversación, pero no pude evitar preguntarme extrañado, mientras trataba de conciliar el sueño, por qué si Bob había estado fuera cuatro horas, sólo había permanecido unos cuantos minutos en el cobertizo de los botes. ¿Qué habría hecho el resto del tiempo?

    —¡ATENCIÓN! —rugió la voz del comandante en los altavoces y todo el cuerpo de estudiantes de la Academia adoptó instantáneamente la posición de firmes.
    —¡Por escuadrones! ¡De frente, MARCHEN!

    La banda de los submarinistas tocó el himno de la Academia y todas las clases pasaron revista.

    La semana de Graduación llegaba a su término. Giramos enérgicamente para salir del cuadrángulo, pasamos frente a las plataformas donde estaban los altos oficiales que nos pasaban revista y bajamos por la rampa cubierta de coral triturado para dirigimos a las áreas donde nos dispersaríamos.

    El año escolar había llegado a su término.

    Bob y yo éramos ya estudiantes avanzados y teníamos libre todo el verano.

    Aquel día se abrirían los sobres sellados que contenían las ofertas hechas sobre los barcos sobrantes de la flota y sabríamos si La Ballena Asesina era nuestro o no.

    Bob y yo regresamos corriendo a las barracas. La disciplina había terminado y los corredores estaban atestados de cadetes que se arremolinaban charlando, riendo y haciendo planes para el verano. Aun los oficiales de guardia, por una vez en la vida, sonreían reposadamente y caminaban entre los cadetes estrechándoles la mano a aquellos a quienes pocas horas antes regañaban y reportaban.

    Rápidamente nos pusimos nuestros uniformes blancos de paseo y nos dirigimos a la salida. Los guardias seguían igual de formarles en posición de firmes, pero cuando nos detuvimos automáticamente frente a la caseta del guardia y por la fuerza de la costumbre nos buscamos los pases que no llevábamos, uno de los guardias abandonó la posición de firmes y murmuró sonriendo:

    —¡Pueden hacer lo que les plazca, cadetes! ¡Que se diviertan!

    Asentimos con un movimiento de cabeza y pasamos frente a él, pero no nos habíamos alejado mucho cuando una voz gritó detrás de nosotros:

    —¡Bob Eskow! ¡Jim!

    Nos volvimos, pero antes de verlo ya sabía quién nos llamaba. ¡Era Eladio Ángel! Su rostro serio mostraba determinación mientras corría para alcanzamos.

    Bob y yo nos miramos uno al otro mientras él se aproximaba a nosotros observándonos con sus ojos serios y un gesto de determinación en la boca. En todos aquellos meses apenas si habíamos hablado con Laddy, a excepción de aquella en que me había encontrado con él bajo el casco de la lancha y yo me había despedido tan abruptamente.

    Y ahora, cuando menos podíamos permitir que estuviera con nosotros, allí lo teníamos.

    Se detuvo frente a nosotros jadeando ligeramente.

    —Jim —dijo en tono imperioso—, vamos, voy con ustedes.
    —¿Con nosotros? Pero... Laddy...
    —No, Jim —dijo sacudiendo la cabeza—, no tiene caso discutir conmigo. He estado pensando y sé que no estoy equivocado —sonrió débilmente y con gravedad—. Me pregunté: “¿Por qué tuvo Jim Eden que ser rudo conmigo?" Y no hallé la respuesta, porque tú no eres la clase de persona que acostumbra hacerlo. No encontraba la respuesta hasta que pensé que tal vez había algo que no querías decirme y me quedé esperando allí, Jim —dijo ansiosamente, mirándome directamente a los ojos—. Esperé allí debajo del bote, donde me habías dejado y miré la lluvia que seguía cayendo a cántaros, Jim. La lluvia que tú dijiste que ya casi había amainado, y me dije: “Jim Eden tiene un secreto."

    ¿Cuál podría ser ese secreto? Sólo había una respuesta porque ya había notado cómo me miraste cuando mencioné el nombre de cierta persona. De modo que comencé a hacer preguntas y averigüé que habías estado saliendo mucho de la Academia últimamente, demasiadas veces; y siempre ibas al mismo lugar a visitar a alguien a quien nadie había visto. De modo que el secreto ya no fue secreto, Jim, porque yo ya lo había adivinado todo —dijo con una ancha sonrisa de sincero afecto—. Así que los tres nos vamos a ir a ver a mi amigo que no se ha perdido, a mi amigo a quien ustedes han estado visitando a hurtadillas: ¡David Craken!


    El rayo electrónico surgió inmediatamente alumbrando mi rostro con un color rosa como el coral a la luz de la tarde.

    —Puede usted entrar —dijo la voz del guardián electrónico y las puertas se agitaron brevemente para quedar quietas otra vez.

    Atravesamos el hermoso jardín siguiendo las luces de troyón que alumbraban con luz pálida marcando el sendero que nos estaba permitido seguir. Desde que el guardián electrónico había sido reparado ya no había habido más problemas, pero, con una sola vez que no había funcionado fue más que suficiente.

    Llegamos a un cruce y Laddy dio vuelta distraídamente en sentido equivocado, siguiendo por una vereda de conchas color de rosa en dirección a una fuente que comenzó a funcionar cuando nos aproximamos a ella. Un rayo color coral surgió inmediatamente de una escondida mirilla y la voz mecánica gritó:

    —¡Deténgase! ¡Regrese! ¡No se le permite el paso! ¡Regrese!

    Cogí a Laddy por el hombro y lo conduje al sendero debido. No era muy saludable desobedecer las órdenes del guardián electrónico. Tenía armas para emplearlas contra los intrusos. En realidad, no era probable que fuera a derribar a Laddy de un balazo por seguir el sendero que no debía, pero tal vez podría enviar la alarma al cuartel de la policía en Hamilton si su cerebro electrónico pensaba que la propiedad de su amo estaba en peligro, y no deseábamos que la policía se enterara de que estábamos allí.

    —Es curioso —dijo Bob Eskow.
    —¿Qué es lo que es curioso?
    —Bueno... —titubeó—. Roger Fairfane. Él siempre está haciendo alarde de lo importante que es su padre y de que él maneja la compañía Trident y sin embargo no lo dejan entrar más que a la casa de los botes. ¿No te parece extraño eso, Jim? Quiero decir, si su padre es un tipo tan importante, ¿el gerente del Atlántico de la compañía de su padre no dejaría entrar a Roger donde él quisiera?
    —No nos preocupemos por esas cosas —dije encogiéndome de hombros—. Laddy, ya hemos llegado; David nos espera en aquel apartamiento que está sobre el cobertizo de los botes.

    Había sentido cierta preocupación pensando que quizá David se enojaría porque habíamos traído con nosotros a Laddy, pero no tenía por qué haberme preocupado; bastaron dos o tres palabras de explicación para que David se encogiera de hombros sonriendo.

    —Eres todo un detective, Laddy —concedió—. A decir verdad, me alegro de que lo hayas descubierto. ¡Me da mucho gusto verte!

    Gideon no había regresado todavía de Ciudad Sargazo y no teníamos nada que hacer hasta que él viniera. Por lo tanto, los cuatro —cinco cuando llegó Roger una media hora más tarde— pasamos las siguientes dos horas charlando de los viejos tiempos. David ya había preparado la comida en la cocina automática y comimos opíparamente. Luego vimos un juego de béisbol en el aparato de teleestereovisión que había en la sala y estuvimos holgazaneando.

    Fue la tarde más descansada que yo había pasado en mucho tiempo. Desgraciadamente no duró mucho.

    Ya se estaba naciendo tarde cuando oímos el sonido distante del altavoz de la entrada marcándole el alto a alguien. Luego, un momento después, vi desde la ventana los débiles puntos violáceos de la luz troyón que señalaba el sendero al visitante.

    —¡Debe ser Gideon! —exclamé—. Viene en esta dirección. ¡Espero que traiga buenas noticias!

    Era Gideon, sí. Entró en la habitación, pero no había cruzado el umbral de la puerta cuando los cinco ya habíamos saltado hacia él asediándolo a preguntas.

    —¿Lo conseguimos? ¡Vamos, Gideon, no nos hagas esperar más! ¿Qué sucedió? ¿Ya tenemos La Ballena Asesina?

    Nos miró en silencio por un momento. Las preguntas cesaron. Todos comprendimos al instante que algo andaba mal y permanecimos allí, de pie, helados y aguardando a que él hablara.

    —Jim —dijo por fin—. ¿Dijiste que habías visto a ese fulano, Joe Trencher, en Ciudad Sargazo cuando hiciste tu oferta?
    —Pues..., sí, Gideon. Él estaba revolviendo entre nuestros papeles, pero no creo que él...
    —Te equivocas, Jim —me interrumpió Gideon; en su rostro enérgico y negro apareció una expresión de frialdad y había en su voz, usualmente calmada, un tono de furia que pocas veces había yo escuchado—. ¿Recuerdas alguna otra cosa que haya sucedido ese día?
    —Bueno..., déjame pensar —repuse tratando de acordarme—. Bajamos a la dársena de la flota. Allí estaban los submarinos que se iban a vender como sobrantes: La Ballena y el otro, el que sólo es un montón de hierro viejo: El Delfín. Inspeccionamos La Ballena y llenamos las formas. Luego, mientras yo llamaba a mi tío, Joe Trencher comenzó a revolver entre nuestros papeles y no lo pudimos agarrar. Entonces firmé la solicitud de compra y tomamos el submarino que nos trajo de regreso.

    Gideon asintió con rostro sombrío.

    —¿Qué sucede, Gideon? —exclamó David—. Tengo que conseguir ese crucero. Es la vida de mi padre lo que está en juego. Si no ofrecimos lo suficiente, bueno, tal vez podamos ofrecer más de algún modo, pero es preciso que yo tenga ese submarino.
    —Oh, la oferta fue más que suficiente —dijo Gideon—, pero...
    —¿Pero qué, Gideon?

    Gideon suspiró y dijo con su voz suave y ahogada, que ahora tenía un tono de preocupación:

    —Creo que Joe Trencher sabía lo que estaba haciendo. Él también hizo una oferta, ¿saben?

    Aquella era una mala noticia y nos miramos unos a otros.

    —Joe Trencher —dijo al fin David con voz ronca y cansada—. Utilizó las perlas que me robó para comprar el submarino que yo necesitaba para salvar la vida de mi padre. Ahora ya no queda tiempo para intentar otra cosa, ya va a ser hora...

    ¿Hora de qué? Me pregunté, pero Roger Fairfane lo interrumpió y preguntó:

    —¿Fue eso lo que sucedió, Gideon? ¿Hizo Trencher una oferta más alta para que no pudiéramos comprar el submarino?
    —No fue eso exactamente —dijo Gideon negando con la cabeza—. Trencher es el propietario de La Ballena Asesina, pero la compró por cincuenta mil dólares, o sea lo mismo que ustedes ofrecieron.
    —¿Pero entonces qué...?
    —Vean —dijo Gideon con voz suave—, Trencher no estuvo únicamente curioseando entre esos papeles. Él los cambió. Los cambió para su propio beneficio. Hice que el comandante de la flota me los mostrara y es obvio que fueron alterados, pero, por supuesto, no pude probar nada —nos miró tristemente y continuó—: La oferta que ustedes hicieron no fue por La Ballena Asesina; no después de que Trencher anduvo hurgando entre sus papeles. Sobre lo que ustedes ofrecieron, y que ahora les pertenece, fue sobre el otro submarino, el montón de hierro viejo como tú lo llamaste, Jim, El Delfín.


    12…La Armada de Chatarra


    Al día siguiente, David Craken y yo fuimos a Ciudad Sargazo a recoger la “ganga" que habíamos comprado.

    La Ballena Asesina todavía estaba en la dársena junto a nuestro submarino. El primero era ya un submarino anticuado, no había duda de ello, pero se veía tan bruñido y mortífero como el cetáceo cuyo nombre llevaba. Estaba bastante sumergido en el agua y su casco de edenita producía débiles destellos de luz cuando las pequeñas olas golpeaban contra sus costados.

    Al lado de La Ballena Asesina nuestro Delfín parecía lo que en realidad era, un montón de chatarra.

    Naturalmente no había el menor rastro de Joe Trencher por allí. Por un momento tuve la disparatada idea de que debíamos esperar, vigilando a La Ballena Asesina hasta que Trencher viniera a reclamar el submarino que nos había arrebatado con engaños, y nos enfrentáramos a él... Pero, ¿de qué habría servido eso? Además, no teníamos tiempo. David había repetido una y otra vez que sólo teníamos unas cuantas semanas. Algo iba a suceder en julio, algo a lo que se refería con mucho misterio, algo que era muy peligroso.

    Ya estábamos a principios de junio. Cuando mucho nos quedaban cuatro semanas para reacondicionar al Delfín, sumergimos, hacer el largo viaje bordeando todo el Continente Americano hacia el sur hasta el Cabo de Hornos (no podíamos cruzar por el Canal de Panamá porque teníamos que evitar la inspección que la flota nos haría si pasábamos por allí) y llegar al océano Pacífico para poder ayudar al padre de David.

    La travesía iba a ser muy larga... y El Delfín era un submarino muy pequeño.

    —Bueno —me dijo David sonriendo cansadamente—, subamos a bordo.

    El Delfín había sido un submarino magnífico y muy famoso..., treinta años atrás. Nos abrimos paso entre un montón de piezas de equipo que habían sido abandonadas allí. Era evidente que su última tripulación había tenido tanta prisa por dejar el submarino que ni siquiera se habían molestado en empacar.

    Llegamos al cuarto de oficiales. Las placas de enmohecido latón que habían sido soldadas a los mamparos registraban los grandes momentos en la historia de la nave. Nos detuvimos un momento a leerlos.

    A pesar de todo no pude evitar sentir un estremecimiento de emoción.

    El submarino había mantenido los récords de profundidad y velocidad, dentro de su clase, durante tres buenos años. Había sido la nave insignia del almirante Kane durante sus expediciones polares, realizadas en años pasados antes de que yo hubiera nacido, y en las cuales había logrado sacar gráficas del fondo del mar que se encuentra bajo el hielo. Había perseguido y hundido al pirata submarino que se hacía llamar Davy Jones. Y más tarde, cuando todavía podía navegar, pero ya era demasiado viejo para prestar un servicio regular en la flota, se había convertido en el submarino escuela de la Academia. Había sido dado de baja hacía dos o tres años, poco antes de que todos nosotros viniéramos a la Academia, y, finalmente, había sido sacado a subasta.

    Ahora era nuestro.

    Alquilamos un cuarto en un hotel de Cúpula Sargazo para pasar la noche. Era un lugar muy lujoso en el cual abundaban las comodidades y las diversiones para los vacacionistas y los turistas ansiosos de probar las imitaciones de los misterios del fabuloso Mar de los Sargazos, pero nosotros no estábamos de humor para disfrutar de ellas. Nos fuimos a acostar y ambos permanecimos despiertos un buen rato preguntándonos si el anticuado blindaje del Delfín resistiría las trituradoras presiones de los abismos del océano...

    Roger Fairfane nos sacudió para despertamos. Me senté en la cama parpadeando y consulté mi cronómetro pulsera. Apenas eran las cinco de la mañana y pregunté torpemente:

    —¡Roger! ¿Qué haces aquí? Pensaba que todavía estabas en las Bermudas.
    —Estaba —me respondió frunciendo el ceño preocupado—. Tuvimos que venir en seguida, todos nosotros. Laddy, Bob y Gideon vinieron conmigo. Tomamos el submarino nocturno que salió de las Bermudas.

    David ya se había levantado de la cama y estaba parado a nuestro lado.

    —¿Qué sucede, Roger?
    —¡Mucho! ¡Nuevamente se trata de Joe Trencher! La oferta que él hizo por El Delfín la efectuó a nombre de una compañía llamada Compañía de Naves Submarinas de desecho. Bueno, alguien revisó las ventas de naves de desecho y descubrió que no existía dicha compañía. Gideon averiguó que se va a dar la orden a las nueve de la mañana para que todas las ventas sean canceladas. De modo, David, que si queremos usar El Delfín para ayudar a tu padre, tenemos que zarpar antes de que la orden llegue a las nueve de la mañana.
    —¡Eso no nos dio mucho tiempo!

    David y yo habíamos pensado pasar cuando menos un día completo probando el viejo equipo de propulsión y presión de El Delfín. Aun en caso de haberlo podido hacer sería bastante arriesgado someter al viejo submarino a las tremendas presiones que rodeaban a Cúpula Sargazo. Pero, ahora, sólo teníamos unas horas.

    —Bueno, gracias a Dios que contaremos con ayuda —murmuró David mientras nos vestíamos a toda prisa para después abandonar el hotel—. ¡Me alegro que Gideon haya venido por avión desde Marinia! Y que también haya venido Laddy. Haremos falta todos nosotros para mantener a flote esa vieja bañera oxidada.
    —Lo único que espero es que logremos hacerlo —gruñí, y corrimos corredor abajo siguiendo a Roger Fairfane hasta los ascensores para pasajeros y llegar a los niveles que quedaban al ras del lecho del océano, donde El Delfín y La Ballena Asesina flotaban tranquilamente...
    —¡Se ha ido! —gritó David cuando llegamos al angosto pasillo que había sobre la dársena—. ¡La Ballena se ha ido!
    —Por supuesto que se ha ido —dijo Roger—. ¿No te lo expliqué ya? Trencher debe haber recibido la noticia también. La Ballena Asesina ya se había ido cuando llegamos aquí. ¿No es irónico? —agregó disgustado—: ¡Trencher fue el causante de todo este problema, pero él ya se ha ido llevándose su Ballena Asesina!

    Gideon ya estaba trabajando y revisaba la capa del blindaje de edenita con rostro preocupado. Levantó la vista cuando subimos por la plataforma hasta la escotilla que daba a las cubiertas.

    —¿Crees que resistirá la presión, Gideon? —le pregunté.

    Se echó hacia atrás el sombrero y se quedó mirando al parpadeo de una línea de luz que se formaba donde las pequeñas olas lamían el costado del submarino.

    —¿Que si lo creo? —me respondió—. No, Jim, te diré la verdad; no lo creo. Por lo que he visto, este submarino debería ser remolcado al mar y echado a pique. Su capa de edenita es defectuosa. Necesitaría yo trabajar cien horas reparando el generador antes de que pudiera confiar realmente en ella. Su planta de energía hace diez años que la debían haber vendido por anticuada. Una de las bombas está descompuesta y tanto la planta de energía, como las bombas y como todo lo demás se calientan porque se filtra la radiación. Si de mí dependiera, tiraría a la basura la planta con todo y las planchas que la sostienen.
    —Pero, Gideon... —le dije mirándolo asombrado.
    —Es igual, Jim —me interrumpió levantando la mano, y agregó con su voz suave—: El submarino flota. Además he hablado con el oficial encargado de los barcos de desecho, lo levanté de la cama para hablarle, y él me dijo que el submarino llegó aquí por propulsión propia y que ese mismo blindaje que tiene ahora soportó la presión del agua. Bueno, eso sucedió hace un mes y si lo pudo hacer entonces lo podrá hacer ahora —sonrió y continuó diciendo—: Estos submarinos no son únicamente un montón de maquinaria. ¡Tienen vida propia! Éste, por ejemplo, a simple vista parece que no sirve para otra cosa que para ser vendido como chatarra, pero todavía navega y mientras siga navegando, me arriesgaré en él.
    —¡Yo digo lo mismo! —se apresuró a decir David.
    —Y yo también —les dije—. ¿Qué opinan Laddy y Bob?
    —Ya están abajo —respondió Gideon— tratando de echar a andar las máquinas. ¿Escuchan eso?

    Todos escuchamos.

    No, no oímos nada; cuando menos yo no, pero pude sentir algo debajo de mí, donde mis pies tocaban la redondeada joroba superior de la armadura de El Delfín, pude percibir una débil vibración.

    ¡La nave había cobrado vida! ¡Aquella vibración la producían los viejos motores que por fin comenzaban a trabajar!

    —Ya está, Jim. Podremos zarpar tan pronto como abran las compuertas que dan al mar para dejamos salir —me dijo Gideon, y luego agregó volviéndose a ver a Roger Fairfane—: Tú eres el único que no ha dado su opinión. ¿Qué dices? ¿Quieres continuar, o piensas que es demasiado peligroso?

    Roger frunció el ceño nervioso.

    —Yo… yo... —comenzó a decir, pero luego sonrió y nos dijo—: ¡Voy con ustedes! Además recordemos nuestras categorías; soy el cadete de mayor graduación entre todos nosotros, Gideon y David ni siquiera son cadetes y mucho menos oficiales. De modo que yo seré el capitán, recuérdenlo.

    El capitán estuvo a punto de tener que enfrentarse a un motín antes de que pasaran cinco minutos desde que se había autonombrado, pero Gideon nos calmó.

    —¿Qué más da? —nos preguntó con su voz grave y calmada—. Déjenlo, que él sea el capitán. Necesitamos que alguien lo sea, ¿no es cierto? Todos debemos trabajar en armonía...
    —No sé si podremos hacerlo si él es el capitán —gruñó Bob. Nos encontrábamos en ese momento en el cuarto de oficiales acomodando en sus lugares nuestras cartas de navegación y esperando a que el oficial de la flota nos diera el visto bueno para poder pasar por las compuertas de los submarinos y salir al mar—; pero creo que tienes razón; que sea él el capitán si así lo quiere. No me importa...

    Se oyó el ruido de una trompeta arriba y todos salimos de la cámara de oficiales para ver de qué se trataba.

    —¡Ah, del Delfín! —gritó una voz por los altoparlantes de la oficina de la Flota—. ¡Tienen el campo despejado para pasar por la Compuerta Baker! ¡Buen viaje!
    —¡Gracias! —gritó la voz de Roger Fairfane a través del altavoz del puente. Escuchamos el repiquetear de los sistemas de advertencia y el rechinante gemido de los motores que cerraban la escotilla.

    Todos corrimos a nuestros puestos. Tendríamos que hacer el trabajo de dos hombres, cada uno, durante aquella aventura en el fondo del océano.

    Mi puesto estaba en el puente, al lado de Roger Fairfane. Éste dio la señal a Laddy Ángel y a Bob Eskow, quienes se encontraban abajo en el cuarto de máquinas, de avanzar hacia adelante a poca velocidad.

    En la pantalla del microsonar que teníamos frente a nosotros, vimos cómo el pequeño punto verde que marcaba la posición de El Delfín iba penetrando pulgada a pulgada en la Compuerta Baker.

    Paramos las máquinas cuando la proa del submarino topó contra los topes de protección formados con cuerdas.

    Las puertas de la compuerta se cerraron detrás de nosotros.

    El Delfín cabeceó y se balanceó bruscamente cuando el agua del profundo océano penetró en chorros de tremenda presión en la compuerta.

    Escuché cómo el gemido del generador que proporcionaba la corriente a la edenita se hacía una octava más agudo al recibir la fuerza de aquella tremenda presión y hacerla volverse contra sí misma para protegemos de ser horriblemente triturados.

    El casco del viejo submarino chisporroteó y fulguró con un fuego verde al recibir la fuerza de la presión.

    La puerta de la compuerta se abrió ante nosotros.

    Roger Fairfane señaló Avante Lento en el tablero de controles y nuestra nave salió a penetrar en el implacable océano.

    Supongo que fue nuestra buena suerte lo único que nos salvó.

    Gideon subió a toda prisa desde el cuarto de máquinas.

    —¡Pon rumbo a la superficie! —gritó—. Este submarino es muy viejo. Roger, y el blindaje de edenita no es tan bueno como debiera serlo. ¡Llévalo arriba, muchacho, llévalo arriba! ¡Está haciendo agua!

    Roger se sonrojó y parecía que estaba a punto de oponerse a recibir órdenes de Gideon. ¡Él era el capitán! Pero no se podía discutir con la presión de las profundidades; maniobró las aletas de proa y popa para colocarlas en posición de ascensión rápida y señaló Velocidad de Flanqueo en el indicador.

    El viejo Delfín se estremeció y comenzó a ascender a mayor velocidad.

    Bajé corriendo con Gideon por la escalera de la cámara para ir a revisar las vías de agua.

    No eran demasiado peligrosas, pero cualquier vía de agua es peligrosa cuando uno tiene tres kilómetros de agua sobre su cabeza. Sólo era una nube de rocío que surgía del lugar donde se unían dos planchas y el blindaje de edenita no cerraba perfectamente la grieta entre ellas.

    —Puedo arreglarlas, Jim —dijo Gideon hablando en parte para sí—. Navegaremos en la superficie y desarmaré el generador de la edenita. El casco resistirá, pero ahora tenemos que llegar arriba.

    Teníamos que subir tres kilómetros, pero el viejo Delfín lo logró.

    Salimos a la superficie y navegamos en ella. Aquello no era propio de los buenos marinos, pero teníamos prisa. Fijamos curso sureste para el larguísimo viaje en que daríamos vuelta al Cabo de Hornos para llegar al Pacífico del Sur. En la superficie no podíamos alcanzar nuestro máximo de velocidad. A diferencia de los antiguos submarinos, El Delfín había sido diseñado para navegar bajo el agua; su silueta regordeta había sido delineada para navegar así y el hacerlo en la superficie era difícil en realidad para el submarino, pero a pesar de todo, podíamos navegar a bastante buena velocidad.

    Gideon se puso a trabajar inmediatamente para desarmar el viejo generador. Podíamos continuar navegando confiando en las placas de acero que cubrían la capa de edenita, en tanto no nos sumergiéramos. Una vez que Gideon terminara su trabajo, podríamos regresar a las profundidades, donde el submarino debía navegar. Entonces nos lanzaríamos a nuestro largo recorrido hasta el Abismo de Tonga. Tendríamos que recorrer medio mundo, y un poco más, porque la larga desviación que tomaríamos para dar vuelta a la América del Sur añadía miles de kilómetros a nuestro viaje. A la velocidad de cuarenta nudos, Gideon prometió que alcanzaríamos esa velocidad, llegaríamos a Tonga Trench en unas dos semanas.

    David y yo comprobamos nuestra posición con un compás solar y trazamos nuestro curso en los mapas de navegación.

    —Dos semanas —dije, y él asintió.
    —Dos semanas —repitió él mirando desolado a la distancia—. Espero que lleguemos todavía a tiempo...
    —¡Craken! ¡Eden! —gritó con voz chillona de excitación Roger desde el puente de mando. Salimos a toda prisa de la cabina de nave le pasaba.
    —¡Miren eso! —nos ordenó apuntando en dirección al microsonar—. ¿Qué creen que sea?

    Miré atentamente la pantalla. Había un pequeño punto de luz, atrás de nosotros y a gran profundidad, cuando menos a cien brazas.

    Traté de obtener una imagen mejor cerrando el campo de visión. Eso hizo que el pequeño punto se hiciera más brillante y se aclarara un poco...

    —¡Ahí está! —gritó Roger y se notaba un ligero tono de pánico en su voz.

    No podía culparlo, porque la imagen que aparecía en el microsonar se vio clara y brillante por una fracción de segundo.

    Luego volvió a convertirse en un pequeño punto que iba disminuyendo en tamaño; pero en aquella fracción de segundo yo había visto una silueta extraña. ¿Sería un submarino? Tal vez, pero si era un submarino, se trataba de uno muy extraño, porque tenía una torrecilla de mando muy rara, con la forma de una enorme cabeza triangular sobre un cuello largo y flexible.

    Me volví a ver a David con una pregunta en mis labios pero no tuve que hacerla.

    —Tienes razón, Jim —asintió con la cara pálida—, es un saurio, una serpiente marina, y nos está siguiendo.


    13...Los Perseguidores del Fondo del Mar


    Nos persiguió incesantemente, hora tras hora, día tras día. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a ello y hasta hacíamos bromas, pero eran bromas en las que había mucha de la preocupación que nos embargaba, porque no había duda de que el saurio que nos perseguía estaba relacionado estrechamente con Joe Trencher, con La Ballena Asesina y con la revuelta de los anfibios contra el padre de David Craken.

    Cruzamos el ecuador y tuvimos una pequeña ceremonia, tal como hacían los marinos de antaño al iniciar a los novatos en los misterios de los espíritus del mar. En realidad sólo había un novato entre nosotros que jamás había cruzado el ecuador. Gideon y David Craken ya habían perdido la cuenta de las veces que lo habían cruzado. Laddy Ángel vivía en el Perú, y Bob y yo ya habíamos efectuado el largo viaje hasta Marinia en una ocasión. Roger era el único novato y para sorpresa de todos, aceptó la tonta iniciación de buen humor. Lo bañamos con un balde de agua fría y salada que llenamos en la compuerta de presión (porque ya estábamos navegando sumergidos otra vez y el blindaje de edenita fulguraba suavemente en las planchas de nuestro casco) y él gritó riéndose:

    —¡Diviértanse ahora, muchachos! Después que esto termine, volveré a ser el capitán y les advierto que tengo muy buena memoria.

    Pero lo que él decía era una broma y no una amenaza y por primera vez desde que lo había conocido, sentí cierto afecto por Roger Fairfane.

    Sin embargo, una vez que la broma terminó y él salió de su cabina después de haberse cambiado las ropas mojadas por ropas secas, volvió a ser el mismo Roger retraído y reservado de siempre.

    Arribamos a un puerto de la parte más oriental de las costas del Brasil para abastecemos de comestibles, ya que no lo habíamos podido hacer en Ciudad Sargazo. Teníamos dinero de sobra para comprar todo lo que necesitáramos; para todo, excepto para una cosa. Gideon bajó a tierra y permaneció allá varias horas. Cuando regresó se veía cansado y preocupado.

    —Lo intenté, Jim, créeme que lo intenté por todos los medios. Hasta fui a los peores lugares de los muelles tratando de conseguir un contacto con alguien, pero no hay aquí ningún armamento que pudiéramos comprar. Tenemos un submarino de guerra, pero no tiene armas para guerrear. No existe la más remota probabilidad de que podamos conseguir armas para él.

    David Craken estaba escuchando y asintió en tono sombrío.

    —Está bien, ya sabía que íbamos a tener problemas para conseguir armas. La flota no vende sus barcos con armas y se preocupa porque sea muy difícil para cualquiera el conseguirlas, pero mi padre sí las tiene, en su cúpula, si llegamos hasta allá...

    Dejó sin terminar la oración.

    Navegamos por aguas que comenzaban a mostrar signos de los deshielos de los glaciares de la Antártica. Eran un poco más densas, una fracción de grado más frías y una millonésima parte menos saladas; nos estábamos acercando a la punta de América del Sur.

    Atravesamos el Estrecho de Magallanes por la noche, navegando sumergidos y dirigiéndonos únicamente por medio del sonar y de nuestros mapas. El pasaje era difícil, pero había una base de la flota en la Tierra del Fuego y no deseábamos llamar su atención.

    Una vez que estuvimos en aguas del Pacífico, todos nosotros, como movidos por el mismo impulso corrimos a 1a pantalla del microsonar para ver si nuestro implacable perseguidor había atravesado el estrecho en pos de nosotros.

    Sí lo había hecho. El pequeño punto, que algunas veces se había aproximado tanto a nosotros como para mostrar claramente su cabeza triangular y su flexible cuello, seguía persiguiéndonos, seguía allí.

    Y siguió allí cuando entramos a la corriente del Perú y penetramos en las aguas del Pacífico.

    Laddy Ángel miró a los instrumentos meteorológicos y dijo sonriendo con una mueca:

    —El agua es fría y se mueve rápidamente. Es la corriente del Perú. ¡Es extraño, pero en cierto modo me hace sentir nostalgia por mi hogar!

    Roger Fairfane, quien no estaba de guardia en ese momento pero que estaba descansando en el puente dejó oír una breve carcajada y dijo:

    —¿Nostalgia? ¿Por una corriente del océano?
    —Se ríe usted, mi capitán —dijo Laddy arqueando las cejas—, pero créame, la corriente del Perú es la vida de este país. Algunos años falla y es una corriente muy débil, o tal vez vaga por otros lugares del océano durante algunos meses prefiriendo las profundidades del océano a las costas. Esos años son malos para mi país porque la corriente trae alimento; de ese alimento viven los pequeños peces de que se nutren los pájaros marinos que producen el guano y son ellos mismos alimento para los peces más grandes. Mi país tiene que depender de todas esas cosas —asintió muy serio con la cabeza y agregó—: Ríase de una corriente del océano si quiere, pero para mi país, ésta representa la vida.

    El Delfín continuó avanzando. Pasó la longitud de las Galápagos y de la isla de Pascua, extraña y legendaria. Nos mantuvimos lejos de tierra. En realidad lo único que teníamos cerca era el fondo del mar, pero cada vez que pasábamos cerca de una isla o de un grupo de islas, David Craken las tachaba con una marca de su lápiz, consultaba el calendario y suspiraba profundamente. El tiempo seguía transcurriendo.

    Y el saurio seguía detrás de nosotros. Algunas veces parecía como si fueran dos. A veces, al pequeño punto que nos seguía parecía unírsele otro más pequeño.

    —¿Será posible que sean dos serpientes? —le pregunté a David—. ¿Viajan por parejas?

    Él se encogió de hombros con una expresión de preocupación en los ojos.

    —Algunas veces viajan en grandes manadas, Jim, pero no creo que ese otro punto sea un saurio.
    —¿Qué puede ser entonces?
    —Si es lo que pienso —dijo muy serio sacudiendo la cabeza—, pronto lo sabremos. Si no lo es, no tiene caso que nos preocupemos.

    Gideon, quien tenía agachada la cabeza atareado revisando las complejas entrañas del viejo monitor que controlaba la dirección del fuego del armamento, levantó la vista de su tarea de reparación. Era ésta una tarea que tal vez no sirviera de nada, porque no teníamos armas que disparar, pero Gideon había tomado como deber suyo el tener todo preparado para el momento en que quizá lográramos llegar a la cúpula submarina de Jason Craken. Si lográbamos conseguir armas allí, el monitor disparador estaría en condiciones de hacerlas funcionar. Él había revisado todo, desde la cápsula de escape de la sobrequilla hasta los instrumentos de microsonar del puente de mando.

    —David —dijo con voz calmada—, nos falta recorrer un poco más de mil kilómetros para llegar. ¿No crees que ya es hora de que confíes en nosotros y nos cuentes todo lo que está pasando?
    —¿Lo que está pasando con qué?
    —Bueno, David, lo que está pasando con esos saurios, como tú los llamas. Jim dice que ya le has contado algo acerca de ellos, pero debo decir que hay cosas que no comprendo.

    David titubeó. Él iba gobernando la nave en ese momento, pero en realidad no era mucho lo que tenía que hacer. El Delfín iba navegando a mil seiscientos cincuenta metros de profundidad, dirigido por el piloto automático, el nivel apropiado para navegar en dirección oeste en el Pacífico. Los indicadores mostraban que el sistema de presión de la edenita estaba trabajando a la perfección, no había ninguna vía de agua en todo el casco, ninguna sirena anunciaba falla alguna en el mismo, ni que la fisión se estuviera filtrando en las viejas máquinas. Estábamos navegando rápidamente y con seguridad.

    David miró el microsonar, donde la pequeña e implacable manchita seguía tras de nosotros. Luego sacó un mapa enrollado de su gabinete y lo extendió enfrente de nosotros.

    Todos nos reunimos en un círculo alrededor de él, Gideon, Bob, Laddy, Roger y yo. El mapa estaba marcado Tonga Trench. Era un mapa topográfico, igual a los que empleaba usualmente la Flota, pero tenía muchas marcas hechas con lápiz, que indicaban detalles en lugares que los topógrafos de la flota habían dejado en blanco. Se veía la forma alargada de una zanja que era Tonga Trench y que debía medir más de kilómetro y medio, de extremo a extremo.

    Alguien, David o su padre, supuse, había agregado un grupo de montañas submarinas y abismos con marcas y flechas escritas con lápiz.

    David señaló con el dedo una de las montañas submarinas.

    —Aquí —dijo— hay algo por lo cual muchas personas darían un millón de dólares por conocer. De aquí es de donde provienen las perlas Tonga.

    Oí que Roger emitía un extraño y entrecortado sonido de excitación atrás de mí.

    —Y aquí —continuó diciendo David— es donde nacen los saurios, los grandes reptiles marinos. Mi padre dice que descienden de las criaturas que reinaban en los océanos hace cien millones de años o más: los plesiosauros, los llama él. Desaparecieron de las profundidades del mar millones y millones de años antes de que el hombre apareciera en la faz de la Tierra; pero no desaparecieron todos, algunos sobrevivieron en los abismos de Tonga Trench.

    Volvió a doblar el mapa celosamente, como si temiera que lo fuéramos a memorizar.

    —Hace cuarenta años, ellos atacaron el auto submarino de mi padre, cuando él trató de llegar por primera vez a las profundidades de Tonga Trench. Él logró derrotarlos y escapó llevando consigo las primeras perlas Tonga que vieron la luz del sol, pero nunca se olvidó de ellos. Desde entonces los ha estado estudiando y hasta ha estado tratando de domesticarlos poco a poco con la ayuda de los anfibios; criándolos desde pequeños, al nacer de huevos que lograban capturar, pero en realidad los saurios no son muy inteligentes y son muy difíciles de domesticar. Ustedes habrán oído las antiguas leyendas de los marineros que hablan de serpientes marinas. Mi padre dice que estos saurios han existido desde tiempos remotísimos, desde mucho antes de la historia. Una o dos veces cada siglo, dice él, un joven macho era expulsado de las manadas y vagaba por el mundo en busca de pareja. La mayor parte del tiempo evitaban salir a la superficie porque la falta de presión les causa molestias, pero unos cuantos de ellos fueron vistos y los hombres jamás los olvidaron. Son enormes como una ballena, están cubiertos de escamas y tienen un cuello muy largo. Nadan valiéndose de sus enormes patas, que tienen forma parecida a un remo. Deben haber aterrorizado a los primeros marinos que se aventuraron a navegar en barcos de vela, ya que eran mucho más grandes que sus embarcaciones.
    —He oído hablar de los plesiosauros —comentó Bob Eskow frunciendo el ceño—; descienden de los reptiles que en una época vivieron en tierra firme como todos los grandes saurios marinos. ¿Dices que esa cosa que nos está siguiendo es uno de ellos?
    —Uno de los que han sido domesticados —asintió David—. Los anfibios los enseñan y Joe Trencher los está utilizando en la rebelión contra mi padre.


    El Delfín continuaba avanzando a través de las oscuras profundidades del océano.

    David desvió su mirada de los mapas y dijo con rostro ensombrecido:

    —Estamos muy lejos de las rutas que siguen las principales líneas de trasatlánticos submarinos. Ya nace mucho tiempo que no hemos pasado ninguna de las boyas de sonar que sirven como guías, pero creo que ya hemos llegado..., aquí.

    Señaló con el dedo una pequeña cruz marcada con lápiz en el mapa.

    ¡Era Tonga Trench!

    La expresión de su rostro se aclaró y le sonrió a Roger.

    —Capitán Fairfane —le reportó en tono formal—, tengo que indicarle una corrección en el curso. Acimut, continuar en veinticinco grados. Elevación, negativa cinco grados —sonrió y lo tradujo a palabras comunes y corrientes—: ¡Avante y al fondo!
    —Entonces sólo nos faltan unas cuantas horas más, David —dijo calmadamente Gideon—, ¿Llegaremos a tiempo?
    —Creo que sí —respondió David encogiéndose de hombros—. Cuando menos eso espero.

    Miró a la pantalla del sonar, donde el pequeño punto que era el saurio que nos perseguía, continuaba siguiéndonos.

    —¿Saben?, estamos ya casi en julio y ese mes es en el que los saurios ponen sus huevos. Mi padre es un hombre muy obstinado, Gideon. Para construir su cúpula escogió un pequeño montículo en la vertiente de una montaña submarina sabiendo, desde mucho antes que terminara el trabajo, que estaba situada en muy mal lugar, porque es allí a donde los saurios acuden a poner sus nuevos. Ellos suben y salen del foso. Mi padre dice que es una costumbre que han seguido desde hace cientos de millones de años, quizá desde la época en que salían a la playa a poner sus huevos en tierra firme, como lo hacen hoy en día las tortugas.

    "Comoquiera que sea, la cúpula de mi padre se interpone directamente en el paso de ellos —continuó diciendo David y meneó la cabeza pensativamente—. Mientras él estuvo bien de salud y contaba con los anfibios para que le ayudaran, se las arregló para luchar contra los saurios y hacer que se desviaran y creo que hasta disfrutaba haciéndolo; pero ahora, él está enfermo y solo, y probablemente los anfibios intenten algo contra él al mismo tiempo... "

    Volvió a mirar en el microsonar y gritó:

    —¡Gideon! ¡Jim!

    Nos apiñamos a su alrededor y observamos la pantalla. En ella aparecía una vez más otro punto de luz. Se veía la pequeña mancha que tenía la forma del saurio y otra más pequeña, cerca de la primera; pero ahora, esta última era más grande que antes y mientras la observábamos iba alimentando de tamaño.

    —Algo se está aproximando a gran velocidad —dijo Gideon frunciendo el ceño—. ¿Será otro saurio? Pero avanza con mayor rapidez de la que el otro jamás haya alcanzado. Se nos está acercando como si estuviéramos parados en el mismo lugar...

    David se puso pálido y dijo desalentado:

    —No es un saurio, Gideon.

    Roger, Laddy y Bob estaban hablando todos al mismo tiempo y pasé entre ellos, empujándolos para llegar hasta los instrumentos que controlaban el alcance del microsonar. Los pequeños puntos de la pantalla se agrandaron pero se hicieron borrosos, luego se aclararon un poco para volver a hacerse borrosos nuevamente.

    —¡Por favor! —grité—. ¡Háganme campo para maniobrar!

    Me volví de nuevo a los controles y suavemente fui haciendo retroceder las imágenes. Se hicieron más brillantes y más claras...

    —¡Tienes razón, David! —dijo Gideon a mi espalda en voz baja, pero con un acento de preocupación—. ¡Eso no es un saurio!

    Era un submarino. Un submarino grande, más grande que el nuestro.

    Moví el control del microsonar una fracción de milímetro y la imagen quedó enfocada con toda claridad.

    ¡La figura que aparecía en el microsonar era la del suave y mortífero contorno de La Ballena Asesina!


    14…Escaramuza Submarina


    El submarino era La Ballena Asesina, no cabía la menor duda.

    Se dirigía directamente hacia nosotros. Roger nos miró con el rostro pálido.

    —Bueno, ¿qué vamos a hacer? —inquirió—. ¿Qué pueden hacer ellos? No están armados, ¿verdad? La flota debe haberle quitado todo el armamento a La Ballena igual que lo hizo con El Delfín...
    —No cuentes con eso —le dijo David con voz calmada—. Recuerda que Trencher está en su elemento: en el agua. Ellos se han retrasado para hacer algo. Deben haber puesto al saurio a seguimos mientras que estaban ocupados haciendo alguna otra cosa. ¿Qué fue lo que estuvieron haciendo? No lo sé, Roger, pero puedo tratar de adivinar y creo que deben haber estado desmontando el armamento de algunos barcos hundidos en alguna parte del fondo del mar... No tengo seguridad de ello, lo admito, pero si crees que no pueden causamos ningún daño, Roger, me temo que eres demasiado optimista.
    —¡Eden! —dijo Roger con aspereza—. ¡Llámalos por el sonarófono! ¡Pregúntales qué es lo que quieren!
    —¡Sí, señor! —le respondí, y comencé a manipular el sonarófono mandando en él un mensaje para el submarino que nos seguía.
    —¡Delfín a Ballena Asesina! ¡Delfín a Ballena Asesina!

    No hubo respuesta.

    Volví a intentarlo:

    —¡Delfín a Ballena Asesina! ¡Adelante, Ballena Asesina! ¡Responda!

    No hubo respuesta y seguimos aguardando. El sonarófono recogía y amplificaba los sonidos del submarino que nos venía siguiendo: el gemido semimusical de sus turbinas atómicas, el suave siseo del agua al deslizarse por su blindaje de edenita; pero no hubo respuesta.

    Roger me miró con ojos centelleantes y me apartó a un lado para tomar él mismo el micrófono del sonarófono.

    —¡Ballena Asesina! —gritó—. Habla El Delfín, soy su comandante. Roger Fairfane. Exijo una respuesta...

    Dejó de escuchar repentinamente. Había mirado en dirección de la pantalla del microsonar y contra el campo oscuro que era el agua del mar, pude ver una pequeña lista de luz brillante que se apartada a toda prisa de la clara silueta de La Ballena.

    Salté apresuradamente pasando junto a Roger hacia el piloto automático y lo desconecté con un rápido movimiento del interruptor. Tomé el timón de dirección e hice que El Delfín se zambullera súbitamente en una maniobra de emergencia.

    Todos salieron rodando agarrándose de lo que podían. Roger Fairfane se incorporó trabajosamente y me dijo con el rostro contorsionado de furia y echando chispas por los ojos:

    —¡Eden! ¡Yo soy quien manda aquí! ¡Si crees que...!

    Boooom.

    La sorda explosión lo interrumpió. El viejo Delfín se estremeció con una sacudida y las planchas metálicas del casco sometidas a una tremenda tensión produjeron alarmantes chasquidos.

    —¿Qué fue eso? —gritó Roger.
    —Un proyectil cohete —le respondió Gideon—. Si Jim no nos hubiera hecho zambullimos, estaríamos respirando agua en este momento.
    —¡Todos a sus puestos!

    Corrimos a ocupar nuestros puestos de combate y Roger dio toda marcha al submarino.

    Puestos de combate, sí, pero, ¿qué teníamos para combatir? La Ballena Asesina había conseguido armas en alguna parte, ya fuere desmantelando algún barco hundido o comprándolas en alguna forma ilegal, pero nosotros no teníamos ninguna.

    Bob Eskow y Gideon se encargaron de las máquinas e hicieron rendir a los viejos y chirriantes reactores hasta el último vatio de potencia posible.

    No fue suficiente; La Ballena Asesina, al ser un submarino más moderno, de mayor tamaño y más rápido, nos iba ganando terreno. Roger, sudando a chorros, empujó el indicador de velocidad inútilmente hasta el máximo. Tomó el tubo acústico y gritó:

    —¡Cuarto de máquinas! Escucha, Eskow. Desconecten los topes de seguridad, manejen los reactores manualmente. ¡Necesitaremos más potencia!
    —¿Manualmente? —exclamó la voz de Bob en respuesta—. Pero, Roger, estos reactores son muy viejos. Si desconectamos los topes de seguridad...
    —¡Es una orden! —dijo furioso Roger y colgó de golpe el micrófono en su base. Me miró ansiosamente, yo estaba a cargo del microsonar, y me preguntó—: ¿Ganamos terreno, Eden?
    —No, señor —le respondí sacudiendo la cabeza—, se nos siguen acercando. Creo que intentan acercarse hasta una distancia donde sea imposible que podamos evadir sus proyectiles.

    A mi lado, David Craken estaba manejando el sondómetro y trazaba nuestro curso en el mapa que había hecho. Levantó la mirada y dijo casi sonriente:

    —¡Roger, Jim! Creo que lo lograremos —apuntó con el lápiz en el mapa con tal fuerza que casi rompió el papel y añadió—: El último sondeo muestra que acabamos de pasar un punto de comprobación. ¡No nos faltan más de treinta kilómetros para llegar al baluarte de mi padre!

    Miré por encima de su hombro. La pequeña marca que había hecho con el lápiz mostraba que ya estábamos sobre la ladera de Tonga Trench. Había nueve kilómetros de agua desde la superficie hasta el cieno del fondo y nos encontrábamos aproximadamente a la mitad. El largo y retorcido croquis de los fosos de Tonga y de Kermadec que se extendían mil seiscientos kilómetros en el mapa grande que había sobre la pared de la cabina no aparecían en el pequeño mapa que estaba usando David. Nos encontrábamos sobre los riscos en el borde de la misma enorme y extraña zanja y descendíamos poco a poco.

    Volví a concentrar mi atención en el microsonar y miré la pantalla...; apenas si lo hice a tiempo.

    —¡Proyectil! ¡Ejecuten maniobra evasiva!

    Roger hizo girar el timón con todas sus fuerzas hacia un lado y hacia abajo; el viejo Delfín dio una vuelta descendente en espiral.

    Boom.

    La explosión se oyó más cerca que la anterior.

    Roger masculló algo ininteligible y volvió a tomar el micrófono.

    —¡Bob! ¡Necesito más potencia!

    Fue Gideon quien le respondió esta vez, y aun en ese momento su voz se oía calmada y amable.

    —Me temo que no podremos suministrar más potencia, Roger. Los reactores ya están sobrecalentados.
    —¡Pero necesito más potencia!
    —Algo se está filtrando en el interior de la cubierta protectora —le explicó calmadamente Gideon—. Creo que los viejos conductores ya estaban muy corroídos y el último proyectil tal vez los haya hecho romperse —la apacible voz hizo una pausa y luego continuó diciendo—: Hemos estado tratando de que continúen trabajando, pero es imposible reparar los reactores serie K, Roger. Ya están sobrecalentados en este momento, más allá de la línea roja de peligro. Si se calientan más tendremos que descargarlos o abandonar el submarino.

    Por un momento pensé que lo lograríamos. El Delfín, a su máximo de potencia, iba devorando los últimos kilómetros que lo separaban del baluarte y la cúpula submarinos de Jason Craken. La Ballena Asesina, con todo y ser un submarino más rápido, moderno y grande no nos lograba ganar terreno muy rápidamente. Cesaron el fuego durante largos minutos, en tanto que el pequeño punto de luz que era la cúpula de Craken comenzó a tomar forma en la pantalla del microsonar de proa.

    Luego, abrieron el fuego nuevamente. Esta vez fue toda una descarga formada por seis proyectiles que se venían abriendo como las varillas de un abanico al acercarse a nosotros.

    Roger torció el estabilizador de cola del Delfín y comenzamos a efectuar una serie de violentas evoluciones.

    Boom, boomboom, boomboomboom.

    Pero todos los proyectiles fueron cortos y explotaron a nuestra popa. Roger sonrió con una sonrisa de loco.

    —¡Tal vez lo logremos si podemos aguantar otros diez minutos...!
    —¡Proyectiles! —le grité interrumpiéndolo porque otra descarga de brillantes listas se desprendió de la nave perseguidora en la pantalla del microsonar.

    Nuevamente efectuamos una acción evasiva… y una vez más, los proyectiles explotaron a popa, pero esta vez lo hicieron más cerca, mucho más cerca.

    Estaban disparando sus proyectiles a una rapidez prodigiosa. Era evidente que Joe Trencher quería evitar a toda costa que llegáramos a la cúpula.

    Repiqueteó el aparato de comunicación con el cuarto de máquinas y la voz de Bob gritó:

    —¡Puente! ¡Vamos a tener necesidad de cortar la corriente dentro de tres minutos! Ya hemos quitado todos los topes de seguridad de los reactores. ¡Repito, vamos a cortar la corriente en tres minutos!
    —¡Mantengan el submarino en marcha lo más que puedan! —vociferó Roger y empujó con fuerza el timón hacia adelante haciéndonos zambullimos precipitadamente una vez más—. ¡Atención toda la tripulación! ¡Toda la tripulación debe ponerse sus trajes de presión! Es probable que la siguiente descarga explote directamente sobre nosotros y tendremos vías de agua en el casco —sacudió la cabeza sonriendo y agregó—: ¡Nos llenarán de agua, pero haré que lleguemos, secos o mojados!

    No pude menos que admirar a Roger Fairfane en aquel momento. Él no era la clase de persona que se gana la estimación de los demás, pero la Academia se equivoca rara vez y debí haber comprendido que si él era considerado uno de los mejores cadetes, por algo sería.

    Vio que lo estaba mirando y debe haber leído lo que estaba pensando en la expresión de mi cara, porque sonrió y no obstante que nos encontrábamos tan apurados en aquel momento de tenso combate, me dijo:

    —Nunca te he agradado, ¿verdad? No te culpo, Jim, no poseo muchas cualidades para agradar a la gente. Yo... —se humedeció los labios—... tengo que confesar una cosa, Jim.
    —No tienes que confesar nada... —le dije ásperamente.
    —No, no, tengo que hacerlo —dijo sin despegar sus ojos de la pantalla del microsonar ni sus manos de la rueda del timón, y agregó rápidamente—: ¡Mi padre no es un hombre importante, Jim! Trabaja como contador en la compañía Trident, eso es todo lo que hace. Me permiten usar el cobertizo de los botes de la casa del gerente del Atlántico porque sienten lástima por él, pero siempre he soñado que algún día y de algún modo...

    Se interrumpió y añadió en tono sombrío:

    —Si puedo ayudar a abrir otra ruta importante para la compañía Trident que llegue hasta aquí, a Tonga Trench, eso sería algo bueno para mi padre.

    Sacudí la cabeza en silencio. Era curioso; todos aquellos meses Bob y yo nos habíamos burlado de Roger y lo habíamos detestado, y sin embargo, bajo toda aquella presunción había un joven agradable.


    Todos nos pusimos nuestros trajes de presión dejando entreabiertos los cascos para poder maniobrar con mayor facilidad. Tendríamos tiempo suficiente para cerrarlos cuando los proyectiles abrieran en dos nuestro submarino.

    El momento casi había llegado, pero primero una sirena de advertencia comenzó a sonar en el interior del submarino. Las luces rojas comenzaron a encenderse en todo el tablero de instrumentos. Las luces del techo empezaron a parpadear y a hacerse amari-llentas a medida que la corriente proporcionada por las máquinas iba disminuyendo y tuvimos que emplear los acumuladores. El veloz Delfín vaciló en su loca carrera a través del océano.

    El grito que nos llegó desde el cuarto de máquinas nos confirmó lo que ya sabíamos:

    —¡Reactores fuera de servicio! ¡Ya no tenemos corriente! ¡Sólo contamos con los acumuladores!

    Roger me miró y sonrió con la mitad de la cara. En él no había jactancia ni presunción. Revisó el tablero de instrumentos y tomó una rápida decisión.

    Soltó los topes de contención para dejar libre la rueda del timón dándoles una patada y la empujó lo más que pudo, mucho más allá del ángulo normal de inmersión, hasta lo máximo que alcanzó. Eso hizo que El Delfín se clavara en picada hacia el fondo del abismo.

    Pasaron los minutos. Escuchábamos los lejanos estallidos de los proyectiles, pero muy distantes, por encima de nosotros. Aun contando únicamente con la fuerza proporcionada por los acumuladores para hacer girar las hélices, el viejo Delfín bajaba a mayor velocidad de la que podían alcanzar los proyectiles, porque la fuerza de gravedad tiraba de nosotros.

    Roger mantuvo los ojos fijos en el microsonar y los sondómetros. Hasta el último momento posible tiró hacia atrás de la rueda del timón y las aletas de inmersión hicieron trazar al submarino una “G" completa para no chocar contra el fondo.

    Roger cortó la corriente que impulsaba las hélices.

    Después de un momento se escuchó un ruido de deslizamiento y roce en el casco y luego un golpe sordo.

    Descansábamos en el fondo de Tonga Trench, sin contar con armas, sin corriente eléctrica y teniendo seis kilómetros de agua sobre nuestras cabezas.


    15… ¡Abandonen la Nave!


    Estábamos en la inclinada ladera de Tonga Trench, a seis kilómetros de profundidad, en espera de que La Ballena Asesina viniera a rematarnos.

    Gideon y Bob Eskow entraron corriendo del cuarto de máquinas y Bob Gritó:

    —¡La nave va a explotar! Hicimos trabajar las máquinas demasiado tiempo y los reactores están sobrecalentados. ¡Tenemos que salir de aquí, Roger!

    Roger asintió calladamente. Por la expresión de su cara parecía estar pensando en algo muy remoto o abstracto, como si estuviera buscando la solución de un problema de táctica o navegación submarina que le hubieran presentado en el salón de clases.

    El microsonar funcionaba todavía con los últimos impulsos eléctricos de los acumuladores. Pude ver la oscura y borrosa imagen de La Ballena Asesina en la parte superior de la pantalla. Estaban navegando en círculos sobre nosotros, muy arriba, pero nos estaban esperando.

    El inanimado Delfín permanecía en un ominoso silencio, excepto por la débil vibración de los tubos de circulación de los reactores. Las reacciones nucleares no producen ruido; no había nada que nos advirtiera que una explosión se estaba preparando a pocos metros de distancia de nosotros. De vez en cuando se oía un alarmante crujido metálico, uno que otro chasquido, como si el blindaje de edenita estuviera comenzando a ceder por falta de corriente, milímetro a milímetro, bajo el aplastante peso del agua que había sobre nosotros.

    El submarino descansaba inclinado en un ángulo muy agudo con la popa hacia abajo. Roger estaba parado sosteniéndose con una mano de la rueda del timón y con la mirada vagando en el espacio. Se despabiló, supongo que su distracción fue únicamente cuestión de segundos, y miró a su alrededor.

    —¡Abandonen la nave! —nos ordenó.

    Eso fue todo para El Delfín.

    Nos reunimos en la compuerta de presión para casos de emergencia y tuvimos un último consejo de guerra.

    —Estamos solamente a unos cuantos kilómetros del reducto submarino de Jason Craken —dijo Roger en tono de mando—. David, tú nos mostrarás el camino. Tenemos que ahorrar la energía eléctrica, por lo que únicamente uno de nosotros usará su reflector cada vez. ¡Manténganse juntos! Si alguien se queda rezagado estará perdido. No podremos regresar a rescatarlo. Tendremos que ponernos en marcha inmediatamente. El aire de nuestros trajes tal vez no nos dure más de media hora. Las baterías de los trajes son viejas y tendrán que luchar contra una presión muy alta. Tal vez ni siquiera duren tanto como el aire. ¿Entendido?

    Todos asentimos mirándonos unos a otros.

    Revisamos nuestro blindaje para las grandes profundidades y cada uno inspeccionó los trajes de los otros. Los trajes tenían una apariencia de fragilidad; estaban construidos de aluminio y plástico. Únicamente la brillante capa de edenita podía evitar que cedieran instantáneamente, y como había dicho Roger no contábamos con suficiente energía eléctrica para mantener brillando la edenita por mucho tiempo.

    —¡Pónganse los cascos! —ordenó Roger.

    Al cerrar las placas de los visores, la capa de edenita de cada uno de los trajes cobró vida, parpadeando débilmente cuando nos movíamos.

    Roger hizo una señal con la mano y Laddy Ángel, que era quien estaba más cerca de las válvulas de la compuerta asintió para dar a entender que había comprendido la orden y se apresuró a llegar hasta las válvulas.

    La escotilla que estaba detrás de nosotros se cerró herméticamente.

    Las portañolas de entrada del agua se abrieron y comenzaron a arrojar ferozmente chorros de agua de las profundidades del océano contra las placas de desviación. El agua que salpicaba rebotando contra las placas tenía aún tanta fuerza que casi nos hacía perder el equilibrio, pero en un momento se llenó la compuerta, se abrió la escotilla exterior y salimos al antiquísimo fango de Tonga Trench debajo de más de seis kilómetros de agua.

    Atrás de nosotros, el casco del Delfín fulguraba con luz brillante. Parecía iluminar todo el fondo del mar alrededor de nosotros. Miré hacia atrás en una ocasión; algunas sombras comenzaban a formarse en la capa de edenita: signo seguro de que la energía eléctrica ya estaba fallando y de que sólo era cuestión de un momento para que se terminara.

    Después tuve que mirar al frente. Nos formamos en hilera y nos pusimos en marcha siguiendo a David Craken. Nos tomó unos breves momentos de ensayos hasta que logramos nivelar el peso de nuestros trajes en uno o dos kilogramos, balanceando el peso con la flotabilidad, dejando escapar un poco de aire, de modo que pudiéramos deslizamos por el fangoso lecho del mar dando largos saltos, parecidos a los de una película en cámara lenta.

    Entonces comenzamos a avanzar realmente. En un momento El Delfín se convirtió a nuestras espaldas en un vago manchón azuloso. Poco después, sólo era un débil resplandor a la distancia.

    ¡Sin embargo, todavía había luz!

    —¡Qué diantres...! —grité olvidando por un momento que nadie podría oírme. Era increíble: ¡Había luz a seis kilómetros de profundidad! Pero más increíbles aún eran las cosas que allí crecían.

    El lecho del océano es casi en su totalidad simplemente fango negro; sin embargo, allí había vegetación: Una brillante selva de brillante follaje marino que crecía de un modo muy extraño en la rocosa ladera que teníamos frente a nosotros. Los delgados y flexibles tallos crecían elevándose hasta perderse de vista, serpenteando hasta penetrar la oscuridad que teníamos por encima de nosotros, y estaban cubiertos de hojas gruesas de formas extrañas.

    Hojas y tallos, ramas y curiosas flores, todo brillaba con un suave resplandor de luz verdosa.

    Salté hacia adelante y le di una palmadita en el hombro a David Craken. La capa de edenita de mi guante y la de su hombro fulguraron con mayor brillantez al ponerse en contacto. Él no pudo haber sentido mi mano pero debe haber notado el fulgor por el rabillo del ojo. Se volvió muy erecto haciendo girar todo el cuerpo y pude ver borrosamente su rostro detrás de su visor de plástico y de la capa de edenita.

    Señalé con el brazo hacia la brillante selva sin decir palabra.

    Él asintió con la cabeza y sus labios formaron algunas palabras, pero no pude comprender lo que me decía. Sin embargo, me pude dar cuenta de que aquello no era nada sorprendente para él.

    Entonces recordé algo: la extraña acuarela que me había enseñado Laddy Ángel y que colgaba sobre la cama de David, en la Academia. En ella se veía una selva y una ladera rocosa como aquellas. Además, recordaba que aparecía otra cosa en la pintura: un horrible y gigantesco saurio surgiendo de entre la selva submarina.

    Yo había descartado la selva submarina considerándola una loca fantasía y sin embargo, la tenía ante mis ojos. ¿Dónde estarían los saurios?

    Desvié mi pensamiento a cosas más agradables; ya teníamos bastantes problemas frente a nosotros sin necesidad de buscar más de qué preocupamos.

    David parecía estar como en su casa. Íbamos saltando perezosamente en fila, a través de los claros que encontrábamos en la selva submarina y parecíamos monstruosos canguros que saltábamos en cámara lenta sobre la superficie de la Luna. Después de algunos minutos, David hizo la señal de alto y Gideon, quien era el segundo en la fila, avanzó hasta reunirse con David. Las linternas del traje de Gideon se encendieron y Roger, quien había ido al frente de la procesión al lado de David, apagó las suyas y se alineó detrás de él. Aquella era una precaución necesaria; las lámparas de nuestros trajes producían una luz enceguecedora y consumían enormemente la energía de nuestras baterías. Teníamos que distribuir equitativamente la descarga de nuestras baterías. Cualquiera de nosotros que contara con menor reserva de energía, escucharía tarde o temprano un crujido de advertencia en el endeble blindaje de su traje cuando la capa de edenita comenzara a parpadear y a fallar. Ese sería el último ruido que escucharía.

    Continuamos avanzando, quizá apenas habríamos recorrido unos cuantos kilómetros pero nos parecían interminables.

    Comencé a sentirme extrañamente exaltado y ligeramente aturdido. Pronto comprendí cuál era la causa de ello: los viejos tanques de oxígeno tenían ya poca carga. No nos habíamos atrevido a utilizar la energía eléctrica en los electropulmones y los pequeños tanques eran para ser utilizados únicamente en casos de emergencia.

    Cualquiera que fuera la razón, el hecho era que yo estaba respirando aire viciado.

    Algo me empujó por la espalda y me hizo caer con brazos y piernas extendidos. Oí un lejano estruendo que retumbó en el agua y cuando miré a mi alrededor pude ver que todos habíamos sido derribados como si fuéramos títeres.

    Gideon se incorporó y señaló hacia atrás, al lugar donde habíamos dejado a El Delfín. Comprendí inmediatamente.

    Los reactores de El Delfín habían sido forzados en exceso y finalmente habían reventado. Atrás de nosotros, una explosión nuclear acababa de reducir a átomos el casco de la inutilizada nave.

    ¡Gracias a Dios que ya estábamos al otro lado del último risco y fuera del alcance de la explosión!

    Nos levantamos y continuamos nuestra marcha. Estábamos siguiendo el borde de lo que en otro tiempo fuera una corriente de lava, donde la piedra derretida de un volcán submarino se había petrificado formando figuras negras y grotescas. Las fantásticas y brillantes plantas marinas nos rodeaban por todas partes y parecían crecer aun en la misma roca.

    Las miré distraídamente y luego lo hice con mayor atención. Por un momento me pareció haber visto que algo se movía entre ellas: algo gigantesco...

    Era imposible estar seguro. La única luz que se veía provenía de las plantas mismas y ocultaba tanto como lo que dejaba ver. Me detuve para volver a mirar y no vi nada. Luego, tuve que acelerar el paso para alcanzar a mis compañeros.

    Cada vez se me hacía más difícil avanzar con rapidez. Ahora ya no había duda: el aire de mi traje se estaba viciando cada vez más.

    Bajamos por una extensa ladera y salimos a una planicie. Las brillantes plantas submarinas seguían formando una espesa maraña a nuestro alrededor. La extraña maleza semejaba una rasgada cortina que apenas nos dejaba vislumbrar sobre nuestras cabezas los negros riscos que acabábamos de pasar.

    David hizo alto y señaló adelante de él extendiendo el brazo. Tosí sofocado y traté de avanzar. Entonces me di cuenta de que no me estaba llamando para que ocupara el frente de la columna; Laddy Ángel ya estaba allí. David nos estaba señalando algo.

    Levanté lo más que pude la cabeza para ver, y allí, asomándose entre las plantas marinas que había adelante de nosotros, pude ver un enorme bulto negro. ¡Era una montaña submarina! Y en su cima se veía un suave resplandor azuloso parecido al resplandor de la cúpula de la Academia.

    ¡Edenita! ¡El resplandor era la cúpula de Jason Craken!

    Me pregunté si habríamos llegado a tiempo. Uno de nosotros, no pude ver quién, dio un traspié y cayó, luchó por levantarse y finalmente se quedó agitando los brazos y comenzó a flotar elevándose en el agua. Otro de mis compañeros, me pareció que fue Gideon, saltó a su lado y lo detuvo con un brazo.

    Era evidente que no era mi aire el único que se estaba viciando.

    Emprendimos la marcha una vez más, pero ahora avanzábamos más lentamente y manteniéndonos más juntos unos de otros. Por el rabillo del ojo volví a ver un ligero movimiento. Me volví a ver esperando no ver nada, pero esta vez estaba terriblemente equivocado.

    Lo que vi estaba lejos de ser nada esta vez. Por el rabillo del ojo me había parecido algo gigantesco v amenazador, y cuando lo vi directamente, todavía estaba allí más amenazador y gigantesco aún, porque era algo real y tangible.

    Era un saurio extraño y gigantesco que nos estaba siguiendo.

    Encendí las lámparas de mi traje alumbrando hacia mis compañeros para llamarles la atención y les señalé frenéticamente en dirección al monstruo que aparecía entre la jungla submarina.

    Ellos lo vieron. Comprendí, por la extraña y contorsionada actitud que asumieron quedándose parados, que lo habían visto.

    David Craken hizo una seña frenética de excitación pero no pude comprender lo que quería decir. Los demás, como si se hubieran puesto de acuerdo, saltaron hacia adelante y se dispersaron. Los seguí y todos corrimos, saltando y huyendo precipitadamente con los lentos, lentísimos saltos que nos permitía dar el agua. Nos escabullimos entre los altos tallos de las plantas submarinas que se mecían suavemente y buscamos un sitio donde ocultamos.

    Podía oír el ronco silbido de mi respiración dentro del casco y me pareció que todo se iba poniendo extrañamente negro a mi alrededor. Sentía palpitaciones en la cabeza y un dolor sordo en ella; el aire estaba más viciado, tan viciado que me sentí tentado a detenerme, a descansar, a tirarme en el suelo y descansar, dormir, aflojar los músculos...

    Me obligué a mí mismo a hacer un esfuerzo por arrastrarme al abrigo de un grupo de brillantes arbustos y me quedé tirado de espaldas, allí, respirando roncamente y con dificultad. Noté, sin ninguna preocupación y sin ninguna emoción, que la gigantesca bestia estaba muy cerca de mí. “Es extraño", pensé. “Es idéntico al que pintó David, hasta trae un jinete cabalgando en su lomo."

    Había algo sobre su lomo. No, no era algo, sino alguien. Una persona. La figura de u..., de una muchacha, pequeña y frágil, de piel morena y cabello negro. Sus ojos brillaban con un resplandor blanco igual que los de Joe Trencher. Su traje estaba tejido de un material tan luminoso como las plantas submarinas. Estaba cerca de mí, tan cerca que podía yo ver las anchas ventanas de su nariz y la expresión de su rostro.

    ¡Era fácil verla porque no llevaba puesto ningún traje de presión! ¡Allí, a más de seis kilómetros de profundidad, ella respiraba el agua del fondo del océano!

    No tuve tiempo de examinarla más detenidamente porque el monstruo en que ella cabalgaba acaparó toda mi atención. Aun dentro de la calma artificial causada por el envenenamiento del aire que respiraba y de mi lenta sofocación, comprendí que representaba un peligro mortal. La enorme cabeza se inclinaba hacia mí, el enorme y flexible cuello se curvaba como el de un cisne. Su abierta boca podría devorarme con un solo mordisco. Los dientes parecían sables como los de los soldados de caballería.

    El azuloso resplandor de la jungla que me rodeaba se tomó color gris oscuro para mí y sentí que a mi alrededor.

    Pude ver a la perfección las escamas que cubrían como una coraza el cuello del saurio y las enormes garras negras en que terminaban sus grandes patas conformadas como remos.

    La gigantesca cabeza bajaba entre las retorcidas ramas de las brillantes plantas y pensé que había llegado mi hora final...

    El color gris se tomó en oscuridad y la oscuridad giró vertiginosamente produciendo un zumbido a mi alrededor. Me desmayé.


    16... El Ermitaño de Tonga Trench


    Desperté recordando un sueño fantástico en el que horribles saurios gigantescos nadaban en el mar y extrañas sirenas cabalgaban en sus lomos dirigiéndolos con puntiagudos palos.

    ¡Fantástico, sí, pero aún más fantástico era que yo hubiera despertado!

    Me encontraba acostado boca arriba sobre un catre de lona y en el interior de una pequeña habitación de paredes metálicas. Alguien había abierto el casco de mi traje de presión y mis pulmones aspiraban aire puro. Me incorporé con mucho trabajo y miré a mi alrededor.

    Roger Fairfane estaba acostado a un lado de mí y Bob Eskow al otro. Este último estaba todavía inconsciente.

    Había una portañola de presión en la pared del cuarto y pude ver a través de ella una compuerta llena de agua a presión. Pude ver también que algo se movía en el interior de la compuerta, algo que me pareció familiar, pero extraño al mismo tiempo.

    Era ambas cosas: extraño y familiar. Allí estaba la muchacha del mar. No había sido un sueño causado por la falta de oxígeno; sino que estaba allí en carne y hueso y pude ver sus ojos nacarados semejantes a los del hombre llamado Joe Trencher...; pero en ellos advertí una humana preocupación y en la expresión de su rostro se reflejaba una afectuosa compasión mientras ella hacía esfuerzos por introducir dentro de la compuerta a unas figuras vestidas con trajes de presión.

    ¡Una..., dos... tres! Eran tres figuras que se movían débilmente.

    Eran, tenían que ser, Gideon, Laddy y David. Ella nos había salvado a todos.

    Detrás de ella asomaba la mole de algo extraño y mortífero, pero ella no demostraba tenerle ningún miedo; era la boca abierta de la picuda cabeza del saurio.

    Observé cómo ella se volvía, ondulando como una anguila, y le daba una amistosa palmadita al saurio en la callosa nariz. No fue un golpe fuerte sino casi una caricia, como cuando un jinete da una afectuosa palmadita en el hocico a su fiel caballo.

    Lo que David había dicho era cierto: los saurios estaban domesticados. Los seres marinos a quienes él llamaba anfibios cabalgaban realmente en ellos y los utilizaban como bestias de carga.

    La joven habitante del fondo del océano dejó al saurio y penetró en la cámara. La vi manipular los brillantes instrumentos de un tablero de controles.

    Las enormes puertas se deslizaron hasta cerrarse dejando afuera a la inquisidora cara del saurio. Vi que las puertas resplandecían súbitamente con el brillo de la edenita.

    Las bombas comenzaron a trabajar produciendo un traqueteo. Se encendieron unos reflectores, y en un momento la joven estuvo de pie sobre el mojado suelo tratando de arrastrar a las figuras vestidas con trajes de presión, que eran mis compañeros, hacia la compuerta interior.

    Bob Eskow se revolvió en su catre y exclamó con voz aguda:

    —¡Diatomea! ¡Diatomea a radiolario! ¡Los moluscos están...!
    —¡Despierta, Bob! —le dije sacudiéndolo—. ¡Estás soñando!

    Abrió los ojos y me miró. Por un momento apenas si me reconoció, luego sonrió y me dijo:

    —Creí… creí que todo había acabado para nosotros, Jim. ¿Estás seguro de que estamos aquí?
    —Estamos aquí —le dije dándole una palmadita en el hombro de su traje de presión—. ¡Esta joven y su amigo, el dinosaurio, nos trajeron a la cúpula del señor Craken!

    David ya se había puesto de pie y asintió con la cabeza, al mismo tiempo que comenzaba a quitarse su traje de presión.

    —Gracias Maeva —le dijo a la joven, quien estaba parada y nos observaba en silencio con los ojos muy abiertos—. Si Maeva no hubiera acudido en nuestra ayuda...: pero Maeva y yo siempre hemos sido amigos.

    La muchacha habló y me pareció extraño oír hablar el lenguaje de los humanos a quien no podía yo evitar seguir considerando como una sirena, pero su voz era suave y musical cuando dijo:

    —Por favor, David, no pierdas tiempo; mis gentes saben que ustedes están aquí —miró a la portañola de la cámara ansiosamente como si temiera que fuera a abrirse de pronto e irrumpiera en la habitación una nariz—. Cuando el Viejo Ironsides y yo los traíamos a la cúpula vi que otro de los saurios y su jinete nos estaban observando. Vayamos a ver a tu padre...
    —¡Ella tiene razón! —dijo abruptamente David—. ¡Vamos!

    Todos habíamos recuperado el conocimiento nuevamente. David y Gideon no se habían desmayado en realidad a causa de la falta de oxígeno, pero se habían sentido tan débiles que casi había sido lo mismo. Si Maeva no los hubiera ayudado y el saurio a quien ella llamaba Viejo Ironsides no los hubiera traído en su amplio lomo cubierto de escamas, ellos habrían muerto y el resto de nosotros también.

    ¡Qué extraña era la joven! Tenía la piel suave y morena y llevaba el negro cabello corto. Los nacarados ojos, que en Joe Trencher me habían parecido horribles y vacíos, en ella me parecían fríos y apacibles, y le daban a su rostro una expresión de tristeza y de angustia.

    Pensé que era muy hermosa.

    Aun en la urgencia del momento, le sonreía a David. Vi que movía rápidamente las manos en una serie de complicadas señas y comprendí que lo estaba apremiando a ir a ver inmediatamente a su padre en algún lenguaje de signos que usaban en las profundidades del océano y que para ella era más natural que el lenguaje hablado.

    Roger asió rudamente a David por un hombro y lo apartó a un lado para susurrarle de modo que no lo pudiera oír Maeva:

    —¡Las sirenas no existen! ¿Qué clase de monstruo es ella?
    —¿Monstruo? —preguntó enojado David—. ¡Ella es un ser humano como tú! Pertenece a la raza de los anfibios igual que Joe Trencher, pero en ella podemos confiar. Sus antepasados habitaban las islas polinesias que se sumergieron, dejándolos atrapados en el fondo del océano y a quienes mi padre encontró.
    —¡Pero..., ella es un pez, Craken! ¡Respira agua! ¡Eso no lo hacen los humanos!

    El rostro de David se endureció y por un momento pensé que íbamos a tener problemas por lo furioso que estaba, pero se calmó luchando por dominarse. ¡Evidentemente aquella joven significaba mucho para él!

    —¡Vamos! —dijo—. ¡Busquemos a mi padre!

    Recorrimos apresuradamente el interior de la cúpula a lo largo de resbalosas colinas de acero y pasando por varias habitaciones que, al echarles un breve vistazo en nuestro rápido recorrido, me parecieron los aposentos de un viejo palacio de un sultán; estaban bella y costosamente decoradas pero arruinándose a causa del abandono en que los tenían.

    ¡Era un lugar fantástico! Una cúpula submarina es algo sumamente costoso de construir; costoso no únicamente en dinero, sino también en tiempo, en materiales y en vidas humanas. Había cientos y más cientos de ellas diseminadas por todo el lecho de los océanos, cierto, pero muy pocas pertenecían a un solo hombre.

    Además, el construir una, como el padre de David Craken lo había hecho, en secreto, contando únicamente con la ayuda de unos cuantos técnicos a quienes se les hizo jurar que guardarían el secreto, y con el trabajo manual de los anfibios y la ayuda de los sau-rios... ¡Era algo increíble!

    Conté cinco niveles bajo la comba superior de la cúpula, cinco niveles en los que había viviendas, espacios para diversiones, tiendas, muelles, almacenes y un gigantesco reactor nuclear que zumbaba al producir la corriente eléctrica necesaria para las necesidades de la cúpula y para mantener inofensiva la aplastante presión de las aguas del mar. Había varios cuartos, una docena de ellos o más, que parecían ser laboratorios. Cruzamos por uno de ellos en el que había alineados unos enormes tanques llenos de tallos machacados de las extrañas y brillantes plantas que crecían en el abismo exterior. Allí en la atmósfera apenas si brillaban, su resplandor casi se había extinguido. El vapor mohoso que surgía de aquellos tanques estuvo a punto de ahogar a la pobre Maeva, quien ya respiraba con dificultad desde que saliera del agua, e hizo que el resto de nosotros apresuráramos el paso.

    —Son experimentos de mi padre —explicó brevemente David—. Ha probado todo; ha molido los tallos, los ha disuelto en ácidos, los ha tratado con solventes, los ha quemado, los ha sometido a acción centrífuga.

    Algún día... —miró a su alrededor a los bancos de trabajo donde había infinidad de matraces de cristal y de vasos de boca ancha que burbujeaban y producían un vapor a causa de los ácidos que contenían, a los bastidores llenos con tubos de ensayo y aparatos de destilación—... algún día las cosas cambiarán —terminó de decir con voz alterada—, pero ahora no tenemos tiempo para estas cosas. ¡Vamos!

    Llegamos a la cámara más alta de la cúpula, pero el padre de David no estaba en ella.

    —Maeva —dijo preocupado David—, no lo entiendo. ¿Dónde puede estar él?
    —Él no se encuentra bien de salud, David —dijo la joven con voz suave y fluida pero jadeando de vez en cuando por respirar—. Él no nació en el mar, tal vez esté dormido.

    Tocó suavemente a David con su mano y recibí una impresión al advertir por primera vez que tenía los dedos unidos por una finísima membrana.

    —Tienes que sacarlo a la superficie, David —continuó diciendo ella jadeante—, de lo contrario creo que morirá.
    —¡Primero tengo que encontrarlo! —dijo preocupado David mirando a su alrededor.

    Nos encontrábamos en una habitación que al parecer había sido en otro tiempo un lujoso salón. Sus paredes estaban cubiertas desde el piso hasta el techo con anaqueles llenos de libros. Había libros de ciencia y filosofía revueltos desordenadamente con novelas de misterio y aventuras excitantes. En unos estantes largos y altos podían verse infinidad de carpetas conteniendo obras de arte, dejadas al morir por la madre de David, supuse, porque estaban cubiertas de polvo gris.

    La habitación estaba ahora atestada de equipo científico más o menos similar al que habíamos visto abajo, como si el propietario de la cúpula no tuviera otro interés en la vida que no fueran sus investigaciones científicas. Había allí cajas sin desempacar que con-tenían matraces y reactivos químicos y cuyos marbetes mostraban que habían sido comprados en Marinia. En las etiquetas se podía ver que habían sido pedidas a diferentes direcciones y bajo infinidad de nombres ficticios; ninguna iba dirigida al señor Craken. Había una bomba de cobalto encerrada dentro de una caja de plomo que debía pesar toneladas; un moderno autoclave eléctrico para el cual no se había encontrado espacio en el laboratorio de abajo. Una gigantesca prensa hidráulica que podía crear presiones experimentales cientos de veces mayores que las del agua de las profundidades del océano existentes en el exterior de la cúpula. Tubos de ensayo, agujas hipodérmicas y botellas semivacías que Craken había rotulado con jeroglíficos sólo conocidos por él.

    Las ventanas eran la cosa más extraordinaria de toda la habitación. Eran unas amplias ventanas panorámicas con entapizados y cortinas de muy buen gusto.

    ¡Lo que se veía a través de ellas eran paisajes que podían enrollarse!

    En el exterior de esas ventanas, a seis kilómetros de profundidad, uno podía ver abetos y altos pinos, verdes montañas y praderas y colinas cubiertas de pasto, y lejanos picachos cubiertos de nieve.

    Las miré asombrado sin creer lo que estaba viendo. David me vio y me dijo casi sonriendo:

    —Son estereopanoramas —explicó despreocupadamente con la mirada vaga y la mente distante—. Eran para mi madre. Ella había nacido en Colorado y siempre sentía nostalgia de la tierra firme y de las montañas de su terruño...
    —¡David! —dijo casi implorante Maeva—. ¡Debemos apresuramos!
    —¡No sé qué hacer, Maeva! —respondió preocupado David—. Supongo que lo mejor será que nos diseminemos y registremos la cúpula, pero...

    Nunca oímos el final de su oración. De pronto se escuchó un sonido como de estática que pareció difundirse por toda la cúpula. Luego surgió un estruendo de docenas de ocultos altoparlantes.

    —¡Atención! ¡Atención! —rugió la voz mecánica del guardián electrónico—. ¡La cúpula está siendo atacada! ¡Atención! ¡Atención! ¡La cúpula está siendo atacada!
    —¡Hagamos algo, David! —exclamó Roger con voz en la que se advertía pánico—. Olvida a tu padre; los anfibios están atacando y...

    Pero David no lo estaba escuchando, estaba mirando atentamente hacia el otro lado del cuarto, en dirección a un amontonamiento de equipo y material que casi llenaba un rincón.

    —¡Papá! —gritó.

    Todos nos volvimos. Allí, en el rincón, un anciano, consumido y delgado se estaba incorporando para sentarse en un catre. No lo habíamos podido ver porque estaba detrás del montón de triques que había a su alrededor.

    La advertencia de peligro del guardián electrónico lo había despertado.

    Estaba sentado muy calmado y nos miraba con la mirada vaga, pero con una expresión amistosa e imperturbable. Tenía una barba corta que en otro tiempo llevara muy cuidada, pero que ahora era áspera y gris.

    —¡Pero si es David! —exclamó—. Me preguntaba dónde andarías. Me alegro mucho de que hayas traído algunos amigos tuyos a visitamos.


    17... Craken de la Montaña Submarina


    Lo miramos y luego nos miramos unos a otros. Todos pensamos lo mismo, pude verlo en los ojos de David y en los de la muchacha y reflejado en los rostros de los demás: Jason Craken había perdido la razón.

    —Bien venidos —nos dijo haciéndonos un ademán para saludamos muy contento—. Bien venidos sean todos.

    En otro tiempo había sido un hombre muy fuerte. Pude darme cuenta de eso por el tamaño de sus huesos y los flacos músculos que le quedaban, pero ahora estaba delgado y consumido. La piel le colgaba y la tenía cubierta de extrañas manchas verdosas. Necesi-taba un corte de pelo en su canoso cabello y la barba era una verdadera maraña. Casi no quedaba rastro del hombre elegante que me había descrito mi tío.

    Había estado durmiendo vestido con su bata de laboratorio, que en otro tiempo fuera blanca, y que ahora estaba toda manchada y arrugada. Bajó la vista a ella y dejó oír una risita.

    —No esperaba tener invitados, como podrán ver —dijo apesadumbrado—. Les pido me disculpen. No me agrada recibir a los invitados de mi hijo entre todo este desorden; pero mis experimentos me toman la mayor parte de mi tiempo, caballeros. No me alcanzan las veinticuatro horas del día para tantas...
    —Padre —dijo gravemente David caminando hacia él—. ¿Por qué no descansas un poco? Yo les mostraré la cúpula a mis..., a mis invitados.

    Durante todo aquel momento, el robot guardián seguía gritando:

    —¡Atención! ¡Atención! ¡Atención!

    David nos hizo una seña y abandonamos la habitación en silencio. Después de un momento él se reunió con nosotros.

    —Él se pondrá bien —nos dijo—. ¡Vayamos ahora al cuarto de controles!

    La cámara de controles era un pequeño cuarto situado en la base de la cúpula. En su interior había un círculo de pantallas de televisión que mostraban por secciones todo el lecho del océano que había en el exterior alrededor de la cúpula.

    No había nada a la vista.

    —Todavía no se ve nada —comentó David preocupado—. Así lo pensé porque el guardián electrónico está ajustado para advertir la proximidad de cualquier nave submarina, pero tiene un considerable alcance. No aparecerán en las pantallas durante un buen rato todavía.
    —¿Aparecerán? —inquirí yo.
    —No sé si serán más de uno —repuso David encogiéndose de hombros—. Quizá nada más venga La Ballena Asesina, pero que yo sepa, cuando menos tienen otro submarino, el que me quitaron a mí. ¿Cuántos más tendrán? No lo sé.
    —Creo que tuvimos mala suerte —dijo suavemente Gideon arrugando la frente—. Yo había esperado que ellos creerían que todos habíamos perecido juntos con El Delfín cuando explotaron sus reactores.
    —Ya te lo dije antes, David —le recordó la muchacha sacudiendo la cabeza y jadeando—. Alguien nos vio. Siento mucho haber permitido que me vieran, pero...
    —No tienes por qué disculparte, Maeva —la interrumpió David apretándole la mano—. ¡Tú nos salvaste la vida!

    David miró pensativamente las pantallas y luego hizo un gesto de asentimiento.

    —Tengo que ir a cuidar a mi padre —dijo—. ¿Quieres venir conmigo, Jim? Será mejor que los demás se queden aquí vigilando las pantallas.
    —De acuerdo —asintió Gideon en su voz amable—. Dime una cosa: ¿no es un control director de proyectiles tipo Mark XIX lo que veo ahí? Supongo que hay un cañón de torrecilla, ¿no es verdad? ¿Sí? Entonces podemos luchar contra ellos devolviéndoles el fuego desde aquí. Ya he manejado un Mark XIX antes y...
    —No creo que puedas hacer mucho con éste —lo interrumpió David.

    Gideon lo miró pensativamente y después de un momento le pregunto:

    —¿Y por qué no?
    —Está descompuesto, Gideon —le respondió David—. Los anfibios destrozaron los circuitos cuando se rebelaron contra mi padre. Si nos atacan no tendremos armas para luchar contra ellos.

    Los dejamos en la cámara de controles y debo decir que me sentía descorazonado. ¡No teníamos nada con que pelear! ¡Ni siquiera un auto submarino en el que pudiéramos escapar!

    Pero antes de que saliéramos del cuarto, Gideon ya había puesto manos a la obra y estaba desarmando las cajas de conexión y revisando los circuitos arruinados. Era muy improbable que pudiera reparar el cañón, pero yo ya había visto a Gideon hacer cosas improbables otras veces.

    El padre de David estaba otra vez durmiendo cuando regresamos con él, y David lo despertó sacudiéndolo suavemente.

    Se frotó los ojos y miró parpadeando a David.

    Esta vez no había en él la distraída serenidad con que nos había saludado un momento antes, parecía recordar lo que le estaba sucediendo y se vio desesperado.

    —David —dijo—. David...

    Se sacudió y se puso de pie.

    Se dirigió caminando torpe y débilmente hasta un laboratorio. Llenó un pequeño vaso de boca ancha de una botella que contenía un líquido incoloro y bebió éste de un trago.

    Regresó hasta donde estábamos, sonriendo y caminando con más firmeza.

    —Siéntense, siéntense —nos dijo al tiempo que empujaba a un lado varias pilas de libros que había sobre dos sillas—. Ya te había dado por perdido, David. Me alegro de verte aquí.

    David Craken se apresuró a buscar otra silla para el anciano, pero éste hizo caso omiso de ella y se sentó en el borde del rechinante catre pasándose las manos entre su ralo cabello.

    —¡Estás muy enfermo, papá! —le dijo David.
    —Son sólo algunas reacciones desafortunadas —comentó Jason Craken mirando distraídamente las extrañas manchas verdes de sus manos y encogiéndose de hombros—. Supongo que me he estado utilizando demasiado a mí mismo como conejillo de Indias, pero me siento bastante fuerte, David, bastante fuerte para recuperar lo que me pertenece, como va a descubrir Joe Trencher.

    Tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre, pero había en ellos un extraño e intenso brillo producido por la fiebre..., o por la locura, pensé.

    —¡Papá, en este momento nos están atacando! —le dijo David—. ¿Lo sabías? La llamada de advertencia del guardián robot se escuchó hace diez minutos.

    Jason Craken sacudió la cabeza con impaciencia e hizo un gesto despectivo como si estuviera apartando a un lado a los atacantes.

    —Ya me han atacado muchas veces —replicó violentamente—, pero todavía estoy aquí y seguiré en mi cúpula mientras viva. Y cuando yo muera, tú ocuparás mi puesto, David.

    Se levantó tambaleándose ligeramente y se dirigió otra vez hasta el banco del laboratorio para servirse otro vaso del líquido incoloro. Fuere lo que fuere, aquel líquido pareció infundirle nueva vida, y dijo con voz fuerte:

    —¡Joe Trencher va a recibir su lección! ¡Lo domaré del mismo modo que he domado a los saurios, David! —regresó a sentarse junto a nosotros.

    Me dio la impresión de estar viendo a un emperador con aspecto de espantapájaros sentado en un desvencijado catre por trono.

    —Jim Eden —me dijo—, te doy la bienvenida a Tonga Trench. Jamás creí que llegaría a necesitar la ayuda que tu tío me prometió hace ya tantos años, pero es que nunca pensé que Trencher y su gente se atreverían a volverse contra mí —parecía estar furioso a la vez que enfermizamente deprimido—. ¡Trencher! —escupió—. Te aseguro, Jim Eden, que sin mi ayuda, los anfibios estarían todavía viviendo como animales. Así vivían cuando los encontré, atrapados en sus cavernas submarinas. Podría decir que yo los creé y esa sería aproximadamente la verdad; sin embargo, son unos desagradecidos. ¡Se han vuelto contra mí! ¡Ellos y los saurios! ¡Tengo que aplastarlos para que sepan bien quién es el amo...!

    Se interrumpió repentinamente cuando su voz llegó a un crescendo y permaneció inmóvil mirándonos con furia.

    David se acercó a él y le dio unas palmaditas para calmarlo. En aquel momento era difícil saber quién era el padre y quién el hijo, pero de una cosa sí estaba yo seguro: el padre de David Craken estaba medio loco.

    Sin embargo, él podía hablar tan cuerdamente como cualquiera, entre un ataque y otro de su furiosa obsesión.

    David logró calmarlo y permanecimos allí sentados por lo que me pareció un largo rato, charlando y esperando. ¿Esperando? Difícilmente podría yo haber sabido lo que estábamos esperando.

    ¡Fue un extraño intermedio! El guardián electrónico había sido desconectado y sus gritos de advertencia ya no repercutían en nuestros oídos; sin embargo, no por ello habíamos dejado de estar bajo un ataque del enemigo. Todavía no nos habían lanzado ningún proyectil jet, pero el guardián robot no podía haberse equivocado.

    No había duda: en alguna parte, poco más allá del alcance del microsonar, Joe Trencher y La Ballena Asesina daban vueltas sobre nosotros, preparándose a destruir la cúpula donde estábamos, y nosotros no teníamos armas.

    Yo sabía que Gideon estaría jugándole una carrera al tiempo tratando de reparar los estropeados circuitos de los controles del cañón para hacerlo funcionar de algún modo, pero aquella era una ardua y compleja tarea, era algo en lo cual una cuadrilla entrenada tal vez ocuparía una semana en hacerlo, y él era un solo hombre trabajando con instrumentos con los que no estaba familiarizado.

    No obstante, yo no sentía miedo en aquel cuarto en compañía de Jason Craken y de su hijo.

    Después de un momento, Craken se repuso y comenzó a hablar nuevamente de mi padre y de mi tío. Era asombroso cómo podía recordar hasta el último detalle de lo ocurrido en aquellos días, hacía decenas de años y sin embargo, apenas podía recordar cómo había vivido en los meses que había estado solo en aquel lugar, mientras David y los demás nos estábamos preparando a venir en su ayuda.

    —Háblale de sus experimentos y de sus descubrimientos —me susurró David—, eso ayudará a calmarlo.
    —Cuénteme..., este..., cuénteme de esas extrañas plantas que crecen afuera de la cúpula —dije obedientemente—. Yo ya había estado en el fondo del mar antes de esto, señor Craken, pero nunca había visto nada parecido a ellas;

    Asintió con la cabeza, con un movimiento parecido al de un águila, con una expresión fiera, pero calmada en el rostro, y con los ojos hundidos.

    —¡Nadie más las ha visto jamás, Jim Eden! Las profundidades del mar son como un túnel..., como un túnel de vida. Lo son en todas partes, excepto aquí. ¿Comprendes lo que te quiero decir con eso?

    Asentí ansiosamente. Aun en ese momento, a pesar del peligro de ser destruidos que se cernía sobre nosotros, no pude menos que sentirme cautivado por aquel extraño anciano.

    —Uno de mis profesores decía eso mismo —le dije—. Recuerdo que nos decía que la vida en el océano es como un gigantesco embudo que se llena desde arriba. Diminutas plantas crecen cerca de la superficie, hasta donde les llega la luz del sol. Ellas son el alimento de que se nutren pequeñísimas criaturas animales y éstas son devoradas por otras de mayor tamaño y así sucesivamente pero todo depende de las pequeñas plantas todos los seres marinos obteniéndolo de la luz del sol. Sólo una pequeña parte de ésta baja por el cuello del embudo hasta llegar a las profundidades del mar.
    —¡Muy cierto! —exclamó el anciano—. Pero aquí tenemos otro embudo, Jim Eden, y éste está boca abajo. Esas plantas... —me miró fijamente, casi con sospecha en sus ojos—, esas plantas son el gran secreto de Tonga Trench, Jim Eden, son el mayor secreto de todo, porque de ellas dependen todas las otras maravillas de mi reino de Tonga Trench. Ellas poseen su propia fuente de energía. Se trata de un proceso atómico —me miró pensativamente con el ceño fruncido y confesó—: No he logrado penetrar todos sus secretos, pero créeme que lo he intentado, sé que se trata de una cierta reacción nuclear que obtiene energía, según creo, del inestable isótopo de potasio del agua del mar, todavía no he logrado reproducir el proceso en un tubo de ensayo. ¡Todavía no, pero lo lograré!

    Se paró y caminó despacio, muy pensativo, hasta la mesa del laboratorio. Distraídamente se sirvió otro vaso del elixir del cual al parecer dependía por completo. Miró el vaso pensativamente y lo posó sobre la mesa sin probarlo.

    Evidentemente el sólo pensar en el secreto de Tonga Trench era para él un estimulante tan poderoso como el mismo elixir. Comencé a comprender por qué aquel hombre había podido continuar viviendo tanto tiempo, a pesar de estar solo y enfermo: lo impulsaba la misma despiadada compulsión que hace a los grandes hombres..., y a los locos.

    —De modo que ya ves —continuó diciendo—, hay un segundo embudo de vida aquí. La brillante maleza, con su propia energía que no necesita de la luz del sol. Los pequeños animales que se alimentan de ella. Los animales más grandes, los saurios y los anfibios, que se nutren de los más pequeños.
    —Los saurios —lo interrumpí extrañamente excitado—. David me dijo algo acerca de..., acerca de que podíamos esperar un cierto peligro de ellos. ¿Es cierto eso?
    —¿Peligro? —preguntó el anciano mirando a su hijo con cierto reproche y como si la palabra fuera un disparador que lo pusiera en movimiento, tomó el vaso del líquido y se lo bebió—. ¿Peligro? ¡Oh, David, no puedes tener miedo de los saurios! ¡Ellos no pueden hacernos ningún daño dentro de esta cúpula! —se volvió a verme y una vez más asumió el tono y la actitud de un maestro de escuela que le enseña la lección al alumno y dijo muy serio—: Se trata de un patrón que siguen los saurios al reproducirse. Ellos son ovíparos y sus huevos no resisten las presiones del fondo de Tonga Trench, donde crecen las plantas brillantes. De modo que, cada año, durante la estación en que ponen sus huevos, tienen que subir a la cumbre de la montaña submarina a hacerlo. Sólo existe un camino para llegar a las cuevas en donde, desde tiempos remotos, han puesto siempre sus huevos y yo construí esta cúpula precisamente en ese camino —dejó oír una suave risita, como si hubiera hecho algo que requiriera mucha astucia—. Mientras los estuvimos domesticando —me dijo muy contento—, les permitía que pasaran, pero ahora..., ¡ahora no entrarán en esas cuevas! ¡Tonga Trench es mía, y tengo intenciones de conservarla! —hizo una pausa mirándome fijamente—. Tal vez necesite ayuda —admitió por fin—. Hay muchos saurios, pero ustedes están aquí; ustedes y los otros deben ayudarme. Puedo pagarles. Puedo pagarles espléndidamente porque todas las riquezas de Tonga Trench me pertenecen. ¡Las perlas Tonga! He encontrado un método para alimentar la producción de ellas; similar al que empleaban los antiguos cultivadores de perlas japoneses. Eso no puede lograrse con las ostras comunes y corrientes, porque las perlas Tonga contienen el núcleo radiactivo que se les forma a causa de las plantas brillantes, pero ya he plantado perlas Tonga, Jim Eden, y la primera cosecha está lista a ser recogida —se puso de pie y aun con lo encorvado que estaba, era más alto que nosotros—, ¡Te ofrezco una participación en un millar de millares de perlas Tonga por tu ayuda! De todos modos me debes esa ayuda, como sabrás, porque tu padre y tu tío me lo prometieron. ¿Qué dices, Jim Eden, me ayudarás a conservar mi imperio de Tonga Trench? —en sus ojos iba apareciendo una expresión más salvaje cada vez—. ¡Esto es lo que tendrás que hacer! —gritó—. Debes tomar tu crucero submarino, El Delfín, y debes destruir el submarino que está utilizando Joe Trencher. El armamento con que cuenta la cúpula será suficiente para contener a los saurios. Tengo un potente cañón que dispara poderosos proyectiles montado en lo alto de la cúpula y cuento con parque de sobra. El cañón está acondicionado con el más moderno control automático de fuego que existe. Destruye a Joe Trencher por mí, la cúpula se encargará de acabar con los saurios si intentan pasar por aquí. ¿De acuerdo, Jim Eden?

    Fue en ese momento cuando algo estalló en mi cerebro.

    Él estaba de pie aguardando mi respuesta. Casi me había hecho creer que todo aquello era posible. Estaba tan seguro de sí mismo que me hizo olvidar por un momento, mientras hablaba, unas cuantas cosas.

    Como por ejemplo que El Delfín había sido destruido y reducido a átomos; que su cañón de proyectiles no funcionaba por haber sido saboteado por los anfibios cuando se rebelaron contra él.

    David y yo nos miramos sombríamente. Su padre había luchado contra el mar durante demasiado tiempo y había tomado en exceso las extrañas pociones que él mismo se preparaba.

    Él había pensado un perfecto plan táctico de batalla, el único, pero lo malo que tenía era que dicho plan dependía de un cañón que no podía disparar y de un submarino que se había hundido.

    En ese momento no supe qué decirle, pero no tuve necesidad de hacerlo porque se oyó un rápido ruido de pasos que se aproximaban y Maeva, la muchacha del océano, irrumpió excitada y jadeante en la habitación.

    —¡David! —gritó con voz ronca luchando por respirar—. ¡David, están regresando! ¡Los saurios están atacando otra vez y un submarino los viene dirigiendo!

    Nos pusimos de pie de un salto, pero antes de que saliéramos del cuarto una sorda explosión estremeció la cúpula.

    ¡Había sido un proyectil submarino disparado por La Ballena Asesina! ¡La batalla de Tonga Trench había comenzado!


    18…La Batalla de Tonga Trench


    —¡Suban! —gritó Maeva—. ¡Suban a la torre donde está el cañón! Gideon no pudo reparar el control de fuego automático, pero está tratando de manejar el cañón manualmente.

    Subimos a toda prisa la estrecha escalera de acero yendo David adelante.

    Encontramos a Gideon en la torre, mirando un complicado tablero de alambres y resistencias. Tenía la mente tan fija en su tarea que ni siquiera levantó la cabeza para miramos cuando entramos.

    —¡Gideon! —grité, y tuve que detenerme apoyándome contra la pared cuando otra explosión estremeció la cúpula.

    ¡Esta vez iban en serio!

    La torrecilla era un pequeño y oscuro recinto lleno de los vapores que subían de los laboratorios de Jason Craken. Tenía pequeñas ventanas distribuidas a su alrededor, en realidad no mayores que una portañola, y era poco lo que se podía ver a través de ellas. Todo lo que pude distinguir, a través del pálido resplandor de la edenita de la misma ventana, fue la pendiente curva de la cúpula abajo de nosotros, que brillaba inestable-mente con su propia capa de edenita. La fría luz azul de la cúpula alumbraba dos o tres puntos salientes en las oscuras rocas.

    —¡No puedo ver nada! —le dije a David mirándolo asombrado.
    —No podrás hacerlo, Jim —dijo David con un movimiento de cabeza—. Se necesita el microsonar para ver a cierta distancia bajo la superficie del océano. En eso está trabajando Gideon en este momento, a juzgar por lo que está haciendo. Este cañón de proyectiles puede ser manejado manualmente si las miras del microsonar trabajan, pero hace cuando menos quince años que no ha sido operado así. Siempre fue controlado desde la cámara de controles que está allá abajo, ¿comprendes? pero ahora ésta ha sido destruida.

    Gideon levantó la vista distraídamente. Asintió para hacer ver que estaba de acuerdo. Pareció que iba a decir algo pero continuó con su trabajo. No era difícil ver que estaba muy preocupado.

    El cañón de los proyectiles casi ocupaba todo el espacio de la torrecilla. Era una fea pero eficaz máquina de destrucción, aunque el tubo disparador, o cuando menos la pequeña parte de él que quedaba en el interior de la torrecilla, parecía demasiado delgado. Los proyectiles de cubiertas brillantes que estaban listos en la recámara eran mucho más largos que mi brazo.

    —¿Te parece demasiado anticuado? —me preguntó David leyéndome el pensamiento—. Te aseguro que es bastante mortífero, Jim. Una de esas bombas puede destruir a un submarino. La explosión neutraliza la corriente de la capa de edenita por una fracción de segundo y la presión del agua del océano se encarga de lo demás. Tienen propulsión de chorro a vapor, los llaman proyectiles termodinámicos, absorben agua y la expulsan por detrás en forma de vapor.

    Hubo una súbita exclamación por parte de Gideon, quien sacó algo de una caja de refacciones y conectó una nueva pieza entre la maraña de cables y piezas.

    —¡Esto deberá hacerlo trabajar! —dijo en voz baja y apretó un interruptor.

    Todos nos quedamos aguardando casi sin respirar. Se escuchó un zumbido distante de motores pequeños. La torrecilla se estremeció y giró ligeramente. Se prendió la pantalla del microsonar.

    —¡Lo lograste! —exclamó David.
    —Cuando menos, parece que está trabajando —asintió Gideon y le dio una palmadita casi cariñosa a la recámara del cañón—. Lo más difícil de arreglar fue el circuito del sonar. Éste sirve como mira para el cañón. Sin el sonar, sería como estar disparando a ciegas. Ahora creo que podremos ver lo que hacemos.

    Miré en la pantalla del microsonar. Ésta era de un modelo muy antiguo y se parecía poco a la nueva y brillante pantalla que me habían enseñado a operar en la Academia. Todo se veía reducido y distorsionado, como si estuviéramos viendo al revés por un telescopio barato; pero cuando me fui acostumbrando a su uso pude distinguir algunos detalles. Pude ver las inclinadas laderas de la montaña submarina que bajaban desde donde estábamos. Distinguí el dentado borde de una hondonada que sin duda era la ruta que utilizaban los saurios para subir a poner sus huevos y era la misma por la que Maeva y el Viejo Ironsides nos habían traído.

    Miré a la pantalla y luego lo hice con mayor atención. Se veía como una especie de remolino de formas diminutas.

    —Pero si es un banco de peces —dije—. Eso prueba, cuando menos, que los saurios no andan cerca, ¿no es cierto? Quiero decir, los saurios asustarían a los peces y...
    —¿Peces? —me dijo Gideon mirándome asombrado—. ¿De qué estás hablando?
    —¿No lo comprendes, Gideon? —le expliqué pacientemente—. Si fueran saurios se verían en el microsonar, ¿no es cierto? Y ese banco de peces...

    Me miró con una expresión enigmática y se encogió de hombros.

    —Mira aquí, Jim —me dijo y ajustó los vernieres del microsonar con un toque suave, haciendo que el instrumento se enfocara con mayor precisión—. Allí, precisamente enfrente de ti. Son saurios, creo que han de ser unos doscientos. Se ven muy pequeños porque estas anticuadas pantallas que se utilizan para apuntar el cañón reducen el tamaño de todas las cosas, pero allí los tienes, y están fuera de nuestro alcance.

    Miré asombrado sin creer lo que me decía. Él señalaba a lo que yo había creído era un banco de peces diminutos. Eran saurios, era cierto. Cientos y más cientos de ellos. Miré de más cerca y pude ver otro pequeño objeto entre mis “peces"; esta vez no se trataba de un saurio sino de algo muchísimo más peligroso.

    Apunté hacia él y Gideon y David siguieron la dirección a que apuntaba mi dedo.

    —Estás en lo cierto, Jim —dijo David—; es La Ballena Asesina. Están esperando..., pero no esperarán mucho tiempo más.

    Esperaron exactamente otros cinco minutos. Luego, los tres vimos el pequeño chorro de luz que salía del brillante contorno de La Ballena Asesina y que venía como flecha hacia nosotros. ¡Era otro proyectil!

    Segundos después, el sordo estallido de su explosión sacudió la cúpula una vez más.

    Pero antes de que esto último ocurriera, Gideon ya había saltado a la plataforma del cañón. Con una mano en la manivela y con la otra tratando de obtener la mejor imagen posible en la mira del microsonar, hizo girar la torrecilla para hacer que el arma apuntara a la distante figura de La Ballena Asesina. Lo vi apretar el disparador. . .

    Hubo una rápida sucesión de golpes secos y la esbelta culata del cañón saltó una fracción de pulgada, media docena de veces, a medida que Gideon disparaba una descarga de seis proyectiles contra La Ballena.

    El microsonar fulguró seis veces al salir los proyectiles que produjeron una ráfaga de ondas de presión en la pantalla.

    Cuando la pantalla se aclaró, La Ballena Asesina seguía aún allí rodeada por el enjambre de saurios.

    —Fuera de alcance, por supuesto —asintió calmadamente Gideon—, pero nosotros también estamos fuera del alcance de ellos, aunque cuenten con mejores armas en el crucero. Cuando menos, podemos esperar que los mantendremos a distancia.

    Revisó el cerrojo de carga del cañón y nos dijo:

    —Jim, David, vuelvan a cargarlo, ¿quieren? No quiero separarme del gatillo por si acaso a Trencher y a sus muchachos se les ocurre lanzar un ataque sorpresivo.

    Nos apresuramos a hacer lo que nos pedía. Los proyectiles que había colocados en los estantes, a todo el derredor de la torrecilla, no eran suficientes para nuestras necesidades. Llenamos los cargadores, el mecanismo automático de carga del cañón se encargaría de lo demás, y miramos preocupados la escasa pila de proyectiles que nos quedaban.

    —No son muchos —concedió David—. Gideon, ¿te las podrás arreglar tú solo aquí? Será mejor que Jim y yo bajemos al almacén a buscar más proyectiles.
    —¡Estaré bien! —sonrió Gideon enseñando sus blancos dientes—. Pero no se tarden demasiado. Presiento que vamos a necesitar hasta el último proyectil que consigamos, de un momento a otro.

    Pero no llegó el ataque. David, Bob, Laddy, Roger Fairfane y yo formamos una cuadrilla para subir los esbeltos proyectiles desde el almacén situado en la base de la cúpula hasta la torrecilla del cañón. Cada uno de nosotros podíamos subir tres cada vez y efectuamos dos o tres viajes cada uno.

    El ataque aún no llegaba. David y Bob salieron del almacén llevando únicamente un proyectil cada uno.

    —¡Se acabaron! —dijo David muy pálido—. Éstos son los últimos que quedaban. Cuando los anfibios se rebelaron contra mi padre se llevaron también todo lo que pudieron del arsenal, no dejaron más que los proyectiles que encontramos.

    Contamos rápidamente los proyectiles que teníamos. Eran unos setenta y cinco nada más. ¡Y el cañón disparaba seis cada vez!

    Tuvimos un breve consejo de guerra en el cuarto de controles, situado en la base de la cúpula, cerca de los almacenes. Las pantallas que había alrededor de la cámara mostraban por partes las montañas submarinas y el fondo del mar que había a nuestro alrededor.

    La Ballena Asesina permanecía en el mismo lugar, amenazadora y expectante. De vez en cuando disparaba un proyectil, pero ninguno de los que lanzó causó daño alguno y habíamos acabado por no hacerles caso. Los saurios seguían girando en círculos en grupos que se movían rápidamente.

    —Estamos a principios de la estación en que ellos ponen sus huevos —dijo sombríamente David—. Supongo que durante millones de años lo han hecho igual. Siempre ejecutan esa especie de extraño rito allí abajo, en la base de la montaña submarina, y luego comienzan a subir. Los he visto hacerlo muchas veces. Se pasan horas dando vueltas, como lo están haciendo ahora, hasta que por fin, uno de ellos comienza a subir por la ladera de la montaña en dirección a las cavernas, donde pondrá sus huevos, y los otros lo siguen...

    Cerró los ojos y pude imaginarme lo que veía en su mente: una horda de centenares de saurios subiendo por la ladera de la montaña submarina y derribando a su paso la cúpula. Y Joe Trencher conduciéndolos desde su submarino directamente hacia la cúpula, al mismo tiempo que la bombardeaba con sus proyectiles.

    La cúpula de edenita era resistente, no había duda, pero cada una de aquellas bestias era casi del tamaño de una ballena. Veinte o treinta toneladas de carne enfurecida que golpeaban contra la cúpula, cuando menos la harían estremecerse. Si multiplicamos esto por cien, o por doscientos o trescientos... Además, había que recordar que la capa de edenita dependía únicamente de la corriente eléctrica que le proporcionaban delicados instrumentos electrónicos, y si por una fracción de segundo esa corriente fallaba...; la cúpula quedaría aplastada en cuestión de un momento y todos nosotros quedaríamos reducidos a trituradas burbujas de materia, entre una maraña de escombros, cuando los seis kilómetros de agua que teníamos sobre nuestras cabezas nos aplastaran contra el lecho del océano.

    Bob Eskow se secó la frente con un pañuelo y se puso de pie. Se volvió a ver a David Craken y le dijo:

    —David, eso lo decide todo. Los proyectiles que dispara el cañón podrían detener a los saurios, pero como sólo contamos con setenta y cinco de ellos y los saurios son centenares, sería igual que no nos molestáramos en dispararles. Además, nunca podremos alcanzar a La Ballena Asesina con el cañón porque éste no tiene suficiente potencia. Sólo nos queda una cosa que hacer.
    —Tiene razón, David —intervine yo—. Tú eres quien puede hacerla. Tienes que hacer las paces con los anfibios.

    David nos miró de un modo extraño.

    —¡Hacer las paces con ellos! —exclamó y soltó una aguda carcajada—. ¡Si pudiera hacerlo! Pero, ¿qué no comprenden? Mi padre es quien debe hacer las paces y su mente anda divagando. Ustedes mismos lo han visto. Los anfibios no están acostumbrados a las leyes del mundo que ustedes conocen. Ellos obedecen a un solo hombre, a un líder. Joe Trencher es su líder y en otro tiempo él tuvo que obedecer a mi padre. No digo que mi padre haya sido siempre justo. Él era un hombre muy severo. Quizá durante todo el tiempo que ha vivido aquí su mente ha estado constantemente bajo una tremenda tensión. Ha tenido problemas que le harían perder la razón a cualquiera. Él tal vez fue demasiado severo, demasiado estricto, y por eso Joe Trencher y su gente se rebelaron contra él; pero es a mi padre a quien ellos respetan todavía, aunque estén luchando contra él. Si él tratara de hacer la paz, posiblemente daría resultado, sí, pero él jamás hará eso, no puede hacerlo, su mente no puede simplemente aceptarlo.
    —¡David! —exclamé al asaltarme una idea—. Esto ya debe haber ocurrido anteriormente, ¿no es cierto? No me refiero a la rebelión de los anfibios, sino a la estación de desove de los saurios. ¿Qué hicieron ustedes los otros años cuando ellos iniciaban su procesión para subir a las cavernas? ¿Cómo evitaron que le causaran daños a la cúpula?
    —Los anfibios los conducían —respondió desesperanzado David—. Colocábamos a una docena de ellos en el exterior de la cúpula y llevaban reflectores y gongs. Como ustedes saben el agua conduce el sonido, y el ruido de los gongs y la luz de los reflectores los apartaban de la cúpula. Mi padre no debería haber construido la cúpula en este lugar; en el paso de ellos, pero él es un hombre testarudo y en muchas ocasiones nos escapamos por un pelo de que nos arrollaran los saurios. Ahora, sin contar con la ayuda de los anfibios y con ellos atacándonos al mismo tiempo, no tenemos la menor esperanza.

    No tuvimos tiempo para seguir discutiendo. Escuchamos el sordo estallido de un proyectil proveniente de La Ballena. Luego otro y casi inmediatamente, otro más.

    Simultáneamente se escuchó la débil sucesión de golpes secos de nuestra torrecilla cuando Gideon contestó el fuego.

    Todos nos volvimos a mirar la serie de pantallas que mostraban la ladera de la montaña submarina.

    La horda de saurios ya no trazaba círculos alocadamente. Dos, tres, cuatro de ellos habían comenzado a avanzar en nuestra dirección y otros más los seguían. El brillante casco de La Ballena Asesina se aproximaba con ellos al mismo tiempo que nos disparaba.


    19… ¡Estampida en el Fondo del Mar!


    La cúpula retumbaba y se estremecía bajo el casi incesante fuego proveniente de La Ballena Asesina.

    Gideon contestaba el fuego fríamente al principio, después lo hacía desesperadamente y al final ya no tenía la menor esperanza; pero había logrado mantener a los saurios en un estado de confusión. Había derribado al primer grupo de saurios que aparecieron. El grueso de la horda había seguido nadando en círculos otro rato. Luego, otro grupo lanzó una nueva arremetida por pasar a poner sus huevos más allá de la cúpula y se desvió. Las explosiones de nuestro pequeño cañón los había confundido y desmoralizado.

    Hubo un tercero y un cuarto intentos y en ambos Gideon logró contener a los monstruos, pero yo llevaba la cuenta aproximada de los proyectiles disparados y comprendí lo mismo que Gideon: ya casi no teníamos proyectiles.

    Pensé en Gideon, aferrado a su cañón allá en la torrecilla y sentí remordimiento. Esta lucha no era suya, yo me había metido en ella por mi propia voluntad, pero me culpaba por haberlo involucrado a él. Sin embargo, no tuve tiempo para pensar en tales cosas porque teníamos algo que hacer.

    A David se le había ocurrido una idea desesperada: volveríamos a llenar los recipientes de oxígeno de nuestros trajes de presión. Cargaríamos las baterías al máximo posible y trataríamos, cuando menos, de salir al agua llevando reflectores y gongs para ver si lográbamos apartar a los saurios de la cúpula.

    La idea era en extremo desesperada, porque seguramente los anfibios, más fuertes que nosotros y mejor equipados, conducirían a los furiosos monstruos contra nosotros y era indudable que la base de la cúpula submarina, bajo seis kilómetros de agua y con saurios de treinta toneladas de peso, arremolinándose furiosos y enloquecidos a nuestro alrededor, iba a ser un lugar horriblemente inseguro; pero era el único recurso que nos quedaba.

    Jason Craken se quedó solo con sus delirios de loco, hablando para sí excitadamente en una jerga extraña. Gideon y Roger estaban ocupados en la torrecilla. Sólo quedamos Laddy, David, Maeva y yo para alistar los trajes. Bob Eskow, quién sabe dónde estaba.

    Tardamos minutos que nos parecieron interminables, mientras la cúpula se mecía y temblaba bajo nuestros pies. Entonces David tiró al suelo el último de los tanques de oxígeno y gritó enojado:

    —¡Ya no hay oxígeno en ese tanque! Tendremos que arreglárnoslas con el que tenemos. ¿Cómo ves esto, Laddy?

    Laddy Ángel, quien estaba ajustando los cilindros en el interior de los trajes, contó rápidamente y se encogió de hombros.

    —No muy bien, David —dijo en voz baja—. No contamos con mucho oxígeno.
    —¡Eso ya lo sé! ¿Con cuánto contamos?
    —Tal vez... —respondió Laddy frunciendo el ceño pensativamente—, tal vez alcance para unos veinte minutos en cada traje, para cuatro trajes solamente. Tenemos oxígeno suficiente para que cuatro de nosotros salgamos allá afuera a tratar de espantar a los saurios. Eso de acuerdo con lo que nos enseñaron en la Academia, pero.... —se encogió de hombros y confesó—: pero no estoy seguro de que sea igual aquí. Tantos centímetros cúbicos de oxígeno nos deben dar tantos minutos de respiración, pero no puedo estar seguro, David, si los profesores de mi clase pensaban en ese momento en lo mucho que vamos a tener que respirar dentro de unos minutos. Tendremos que saltar y aporrear los gongs como si fuéramos los porristas en un juego de fútbol y tengo mis dudas de que el aire que nos duraría veinte minutos caminando calmadamente nos dure lo mismo si andamos saltando como acróbatas.
    —¿Y corriente eléctrica? —inquirió febrilmente David.

    De eso estaba encargado yo. Había conectado las baterías tipo “leyden" al reactor de corriente de la cúpula y observaba los manómetros que indicaban el tiempo.

    —No tenemos mucha corriente —admití—, pero si sólo contamos con veinte minutos de oxígeno, es igual. La corriente logrará mantener funcionando el blindaje de edenita de los trajes, cuando menos el doble de ese tiempo.

    David permaneció un momento callado y pensativo y luego se encogió de hombros.

    —Bueno —dijo—, es lo más que podemos hacer. Si no es suficiente. ..

    No terminó la oración ni necesitaba hacerlo porque todos sabíamos lo que significaría el que fracasáramos en nuestro intento.


    Al tener escasez de oxígeno y de energía eléctrica sólo podríamos permanecer unos cuantos minutos afuera de la cúpula y por lo mismo, tendríamos que esperar en el cuarto de controles hasta que la estampida estuviera ya casi encima de nosotros. Observábamos las pantallas del microsonar en espera de la gran acometida, la acometida que Gideon no podría ya detener con su cañón.

    No hablábamos mucho; no nos quedaba mucho que decir. En ese momento volví a recordar que Bob Eskow no estaba con nosotros. ¿Dónde estaría?

    —David —dije—. Ya hace rato que no veo a Bob. Lo necesitaremos cuando salgamos allá afuera.

    David frunció el ceño con los ojos fijos en la pantalla.

    —Andaba revolviendo en los almacenes en busca de más cilindros de oxígeno, creo, aunque le dije que ya no había más. Quizá uno de nosotros debería ir a buscarlo —dijo, y se volvió a ver a Maeva, quien estaba a su lado muy callada y nos observaba calmadamente con los ojos muy abiertos. Sentí envidia de ella. Si los saurios pasaban nuestras débiles defensas y derribaban la cúpula, ella viviría. Al menos, la mayoría de nosotros eso creíamos.

    Entonces recordé a Joe Trencher y su enardecido odio contra todo lo relacionado con los Craken y no me sentí tan seguro de que ella viviría, después de todo, porque Joe Trencher no perdonaría a quien había traicionado a los anfibios al ponerse al lado los Craken para luchar contra aquellos.

    —Maeva —le dijo David—. Ve a ver si puedes encontrarlo.

    Ella asintió, jadeando por respirar, y echó a andar silenciosamente hacia la salida del cuarto de controles; pero todavía no había llegado a la puerta cuando Bob apareció en ésta.

    Todos lo miramos asombrados. Él venía arrastrando un enorme cilindro metálico pintado de amarillo, de unos treinta centímetros de diámetro y una altura casi igual a la del mismo Bob. Sobre el color amarillo se veía pintado en letras negras:

    EQUIPO DE SALVAMENTO
    PARA GRANDES PROFUNDIDADES


    Contenido: Balsa para cuatro personas con equipo de salvamento de emergencia y equipo de señales. Blindaje de edenita probado a seis kilómetros de profundidad.


    —¿Qué diantres vas a hacer con eso? —le pregunté.

    Levantó la vista asombrado y sin aliento.

    —Podremos comunicamos con radiolario, ¿comprendes? Es decir...
    —¿Qué cosa?

    Se interrumpió y el intenso brillo de sus ojos se apagó un poco.

    —Quiero decir.. . —titubeó—. Quiero decir que si dos de nosotros subiéramos en él a la superficie, podríamos, bueno, podríamos llamar a la flota. Podríamos. ..

    Continuó hablando mientras yo lo miraba fijamente y pensaba que él estaba actuando en forma muy extraña. ¿Estaría perdiendo la razón a causa de la tremenda tensión de la situación en que nos encontrábamos? Yo estaba seguro de que él había dicho algo acerca de “radiolario", la misma jerga extraña que él había murmurado cuando recuperó el sentido después de que nos rescatara Maeva. Pero él parecía estar perfectamente bien...

    —Aguarda, Bob —lo interrumpió David cortante—, es una buena idea, pero tiene dos fallas. En primer lugar: estamos muy lejos de las rutas que acostumbran seguir los barcos y los submarinos y no puedes estar seguro de que haya por aquí cerca algún submarino de la flota que pueda recibir tu mensaje —Bob abrió la boca para decir algo, pero David lo detuvo - Y lo que es aún más importante, no nos queda suficiente tiempo para hacerlo. Ese equipo de salvamento puede subirte fácilmente a la superficie, lo admito, pero cuando menos tardará diez minutos en llegar a ella desde esta profundidad, aun suponiendo que logres resistir el que te suba de un tirón a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora.

    Miró a las pantallas del microsonar y agregó preocupado:

    —¡Tal vez ni siquiera nos queden diez minutos!

    No nos quedaban. En realidad no nos quedaban ni diez segundos.

    Se escuchó un zumbido en el aparato de intercomunicación que conectaba con la torre del cañón muy por encima de nosotros y la suave voz de Gideon exclamó:

    —¡Prepárense a recibir el ataque! ¡Se están aproximando a toda prisa!

    No necesitábamos la advertencia; en nuestras propias pantallas del microsonar podíamos ver la corriente de saurios que se dirigía hacia nosotros. Esta vez no eran dos o tres sino un grupo compacto formado por unos veinte o más, y toda la monstruosa horda los seguía muy de cerca.

    Los cuatro que teníamos puestos trajes de presión y Maeva, la muchacha del océano, nos apiñamos en el interior de la compuerta. El agua del mar entró cubriéndonos.

    Bajo aquella presión tan tremenda el agua no entró fluyendo por la válvula en forma de una corriente, sino que entró explotando como una retumbante niebla que empañó los visores de nuestros cascos y nos sacudió los trajes como si fuera un terrible huracán blanco.

    El estruendo cesó por fin y salimos a la ladera de la montaña submarina a enfrentamos al estruendo aún mayor causado por los enfurecidos saurios.

    ¡Fueron minutos interminables! Los cinco nos dispersamos llevando las lámparas de nuestros trajes, los gongs y unas pequeñas y anticuadas granadas explosivas que David había sacado de alguna parte y que aunque eran demasiado pequeñas para causar mucho daño, podían producir mucho ruido.

    Los saurios se echaron sobre nosotros en horda. Parecían ser miles de ellos, amontonándose como abejas en un campo de tréboles. Era imposible creer que nosotros cinco, con los inofensivos instrumentos que llevábamos como armas, pudiéramos hacer algo por desviar aquella marea destructora, pero lo intentamos.

    Encendimos nuestras linternas y les lanzamos las granadas. Aporreamos los enormes gongs de latón que nos había dado David y su sonido profundo y melodioso retumbó haciendo eco y multiplicándose en la terrible presión de Tonga Trench.

    Aterrorizamos a los monstruos. Creo que habrían huido todos si hubieran estado solos; pero así como nosotros los asustábamos por un lado, otros lo hacían por el otro, los anfibios. Una docena o más de los saurios iban conducidos por jinetes, que los montaban yendo encogidos sobre sus lomos azuzándolos por medio de palos puntiagudos hacia nosotros. Otros anfibios nadaban detrás de la enloquecida horda haciendo casi tanto ruido como nosotros y causando igual pánico entre las bestias.

    Parecía que aquello iba a durar una eternidad...

    Comencé a sentirme mareado y débil. ¡Se me estaba acabando el oxígeno! Pude ver a Maeva y a David a un lado, saltando frenéticamente y golpeando sus gongs, semejantes a títeres submarinos. Más abajo de la ladera, en el borde de la brillante maleza que se interrumpía a poca distancia de la cúpula, vi a Laddy Ángel evadiendo el ataque furioso de un par de saurios, luego comenzó a saltar detrás de ellos y los hizo apartarse de la cúpula. Era difícil poder ver el pálido resplandor azul producido por la edenita de la fortaleza de Jason Craken, pero. .. ¿Dónde estaba Bob?

    Forcé mis ojos al máximo pero no pude verlo por ninguna parte.

    Me tambaleé y estuve a punto de caer además de que sentí que flotaba hacia arriba en el agua.

    Debo haber agotado mi oxígeno más pronto de lo que había calculado. Tosí sintiéndome sofocado y parpadeé tratando de enfocar mi vista en la mole redonda y azul brillante de la cúpula. ¡Estaba tan lejos de mí! Di un paso hacia ella..., y otro más..., estaba tan lejana que me pareció que sería imposible llegar a ella.


    20… ¡Los Moluscos Están Preparados!


    A pocos metros de la cúpula, tropecé y caí lentamente. No tenía fuerzas para volverme a levantar, no obstante que no necesitaba hacer un gran esfuerzo para ello, ya que el empuje hacia arriba del agua me habría ayudado.

    Todo lo veía extrañamente borroso y, cosa rara, nada me parecía importante. Sabía que el aire que respiraba estaba viciado. Podría vivir unos cuantos minutos más, quizá hasta un cuarto de hora, pero no podía moverme, porque simplemente no quedaba suficiente oxígeno en mis tanques para sostenerme.

    Era completamente obvio: me quedaría allí tirado, pensé soñoliento, hasta que me quedara dormido, y luego, después de unos minutos, moriría, envenenado por el bióxido de carbono de mi propia respiración...

    O tal vez, si el blindaje de edenita fallaba entonces, cuando la corriente se agotara, moriría aplastado, reducido a una informe masa por la furia de las profundidades.

    Era completamente obvio y no pude lograr que me importara. Algo extraño estaba sucediendo. Levanté ligeramente la cabeza para ver mejor. Vi una extraña caverna metálica y algo que se movía dentro de ella, algo que tenía una brillante cabeza amarilla y un brillante cuerpo también amarillo...

    Sacudí la cabeza violentamente y volví a mirar. La caverna se convirtió en la compuerta de la cúpula y el extraño objeto de la brillante cabeza amarilla se transformó en Bob Eskow vestido con su traje de presión y cargando el cilindro amarillo que había subido arrastrando desde los almacenes, el equipo de salvamento de emergencia.

    Pensé, como en un sueño, que era notable que él se estuviera tomando la molestia de cargar una cosa como aquella. Todo lo que yo sentía era una irresistible pereza; era la narcosis causada más bien por el aire viciado que por la presión, pero de todos modos era la narcosis. No importaba. Nada me importaba ya.

    De pronto, Bob comenzó a arrastrarme. Aquello tampoco importaba, pero él estaba interfiriendo con mi placentero descanso y lo empujé enojado. No podía comprender lo que él estaba naciendo.

    Luego lo comprendí: me estaba amarrando a los grilletes que rodeaban la boya de rescate pintada de amarillo. Por un momento su cara cubierta por el casco flotó frente a la mía como un enorme y borroso rostro. Lo vi haciéndome señas frenéticas como de que cortara algo.

    Lo miré intrigado e irritado. ¿Cortar? ¿Qué querría decir con eso?

    Miré atrás de mí y vi el extremo de la boya amarilla de salvamento, al sitio donde el lastre estaba unido a la unidad flotante. Lo que me quería decir era que separara el lastre y lo soltara para que la boya flotara hacia la superficie llevando a ella a los pasajeros rescatados.

    Posiblemente eso era lo que Bob quería que yo hiciera: que soltara el lastre.

    Oprimí irritado la palanca separadora, el lastre se soltó y la unidad de flotación tiró de nosotros hacia la superficie.

    ¡Subíamos muy rápido! Era como si hubiéramos sido disparados por un cañón. La impresión me hizo perder el sentido por un segundo, creo. Tenía conciencia de la oscura roca y del resplandor azul de la cúpula que se iban alejando debajo de nosotros, y luego todo se me hizo muy confuso. Se formó un resplandor grisáceo en el agua a nuestro alrededor y más tarde se fue desvaneciendo hasta que quedamos en la más completa oscuridad. Después comencé a ver luces brillantes y extrañas que parecían ojos que brillaban y se sumergían desde arriba y bajaban rápidamente pasando frente a nosotros para perderse en la profundidad.

    El aire que respiraba se estaba haciendo rápidamente más viciado.

    Podía oír mi respiración. Era jadeante, rápida e irregular, semejante a la de Maeva después de respirar aire varias horas. . ., o a la de un hombre agonizando. Comencé a sentir que me quemaban los pulmones, la cabeza me dolía, oía el retumbar de gongs y veía espirales de fuego que giraban y se desvanecían en el negro océano.

    Después, de pronto, ya estábamos en la superficie del mar.

    ¡Para mi asombro, vi que era de noche!

    Por alguna razón, no había pensado que fuera de noche en la superficie. Abrimos los visores de nuestros cascos y, sostenidos de la boya, aspiré una profunda bocanada del húmedo y fresco aire de la noche y me quedé mirando asombrado a las estrellas como si nunca antes hubiera visto el cielo de noche. ¡Era asombroso! Pero más asombroso aún era que todavía estuviéramos vivos.

    El aire que aspiré fue para mí como una dosis del más poderoso estimulante conocido por el hombre. Tosí y jadeé y, de no haber sido porque estaba atado a la boya, creo que me habría soltado de ella y me habría sumergido de nuevo en los aterradores kilómetros de profundidad que nos separaban de Tonga Trench y que nos aguardaban voraces bajo nosotros.

    Oí un fuerte chasquido metálico: era Bob, quien se encontraba un poco más repuesto que yo y había jalado la palanca que abría el equipo de emergencia.

    El brillo de la capa de edenita se apagó en el cilindro pintado de amarillo. La cubierta se separó de golpe y una balsa de plástico saltó de su interior y comenzó a inflarse produciendo un suave siseo de gas...

    De un modo u otro logramos trepamos a bordo de ella. Nos quitamos los cascos y nos tumbamos boca arriba para recuperar nuestras fuerzas.

    El alto oleaje del Pacífico nos hacía subir y bajar, subir y bajar. En el intervalo entre una enorme ola y otra quedábamos rodeados de agua, después subíamos para quedar en la cresta de una montaña de agua desde la que veíamos un valle de ondulantes dunas negras. No se oía mucho mido a nuestro alrededor, únicamente el suave golpetear de las olas contra los costados de nuestra balsa de caucho, el murmullo del aire, nuestras propias respiraciones y el débil crujido de la balsa misma.

    Era absolutamente imposible creer que a seis kilómetros directamente abajo de nosotros se estaba desarrollando una tremenda batalla; pero Bob lo recordó y lo creyó, y antes de que yo pudiera exigirle alguna explicación él se había incorporado y había puesto manos a la obra.

    Yo permanecí tendido sobre el mojado colchón que era el fondo de la balsa, mirando las resplandecientes estrellas del trópico a las que jamás había esperado volver a ver. Todavía me ardían los pulmones y la garganta, pero hice un esfuerzo por sentarme para ver lo que estaba haciendo Bob.

    Estaba sentado en cuclillas al extremo de la balsa tratando de abrir los gabinetes sellados que contenían raciones de emergencia, el botiquín de primeros auxilios y un aparato de radio-sonar para pedir socorro.

    Era con el trasmisor con lo que Bob estaba ocupado frenéticamente.

    —¡Bob! —exclamé y me interrumpí para toser porque sentía la garganta irritada y casi no podía hablar—. Bob, ¿qué es lo que pasa? Has estado actuando en una forma tan extraña que...
    —¡Espera un momento, Jim!
    —¡No puedo esperar! —le respondí—. ¿Qué no te das cuenta de que los Craken y nuestros otros amigos que están allá abajo tal vez estén muriendo en este momento? ¡Ellos nos necesitan! Sin nuestra ayuda los saurios los van a destruir...
    —¡Por favor, Jim! ¡Confía en mí!

    ¡Confiar en él! No podía hacer otra cosa. Me había alejado de la batalla del fondo de Tonga Trench y ahora para mí era lo mismo que si se estuviera desarrollando sobre la superficie de la luna, ya no podía volver a ella. Habíamos tardado unos diez minutos en alejamos y era completamente imposible regresar allá. Aun en el caso de que hubiera tenido oxígeno para el traje de presión y energía eléctrica para hacer funcionar su blindaje de edenita. ¿Qué habría podido yo hacer? ¿Soltarme de la balsa y sumergirme? Sí. . ., para llegar al fondo tal vez a varios kilómetros de distancia de la montaña submarina donde la acosada cúpula de Jason Craken tal vez ya estuviera siendo aplastada por la presión de las profundidades. No podía saber qué corrientes submarinas nos habrían alejado al subir ni las que me arrastrarían al bajar.

    Era difícil poder confiar en él como me lo pedía, pero de algún modo comencé a poder hacerlo.

    —Está bien — gruñí y me aclaré la garganta.

    Observé cómo sus dedos trabajaban febrilmente con el aparato de radio-sonar y un pensamiento me asaltó.

    —Cuando menos hay una cosa buena. Cuando regresemos a la Academia, si es que regresamos, podré informarle al instructor Blighman que por fin lograste calificar a seis kilómetros de profundidad.

    Me sonrió brevemente y volvió a ocuparse del trasmisor de socorro.

    Estaba construido para mandar automáticamente un SOS en la frecuencia de radio utilizada para los casos de emergencia y simultáneamente lanzaba una señal de sonarófono. El sonarófono llegaría a cualquier submarino que estuviera a su alcance, que era muy corto, por supuesto. El aparato de radio trasmitiría la misma señal electrónicamente. Claro que como en aquellos días había un tráfico mayor bajo la superficie del mar pocos barcos la recibirían, pero su alcance era de miles de kilómetros y en alguna parte habría un barco o alguna boya repetidora que retrasmitiría la señal vía sonarófono y algún submarino podría escucharla y acudir en nuestra ayuda.

    Me acerqué más a él para ver lo que hacía. ¡Estaba desconectando la cinta que daba la señal automáticamente!

    Mientras yo lo observaba él terminó de hacer sus conexiones y encendió el transmisor. Tomó un pequeño micrófono que tenía un cable muy corto y comenzó a hablar en él. Me le quedé mirando asombrado al oír lo que decía.

    —Diatomea a radiolario, diatomea a radiolario.

    Aquello no tenía ningún significado. Era la misma jerga que él había murmurado en otra ocasión. Yo había pensado que se trataba del producto de una mente semidelirante al comenzarse a recobrar de una tremenda impresión, sin embargo, ahora él estaba diciendo lo mismo en el trasmisor y lo trasmitía por radio y por sonarófono a..., ¿a quién?

    —Diatomea a radiolario —repitió—. ¡Diatomea a radiolario! Los moluscos están preparados. Repito. ¡Los moluscos están preparados! ¡Apresúrese, radiolario!

    Me hundí hacia atrás recostándome en la balsa sin creer lo que oía mientras ésta se mecía en las olas.

    Abajo de nosotros, nuestros amigos estaban luchando por sus vidas, y allí en la superficie, hasta donde habíamos huido, mi amigo Bob Eskow se había vuelto más loco que el mismo Jason Craken.

    Pero las apariencias engañan.

    Sentado allí en aquella húmeda y endeble balsa miré atentamente a mi amigo y comencé a comprender algunas cosas. Bob levantó los ojos hacia mí con cierta preocupación.

    —Hola, diatomea —le dije.

    Él titubeó un segundo y luego sonrió.

    —De modo que lo has adivinado.
    —Mucho me tardé, pero tienes razón: lo he adivinado, o cuando menos eso creo —dije, y cobré aliento—. Diatomea es tu nombre clave, ¿no es cierto? Tú eres diatomea, y radiolario supongo que será el nombre clave de la flota. Tú eres lo que llamamos un agente secreto, Bob, y estás en una misión. Todo este tiempo has estado trabajando para la flota. Viniste con nosotros no únicamente por divertirte, ni para ayudarme a pagar la deuda que mi familia tenía con los Craken, sino que viniste porque la flota te lo ordenó. ¿Estoy en lo cierto?

    Asintió en silencio y después de un momento dijo:

    —Bastante acertado.

    Era difícil aceptarlo, pero ahora que yo ya tenía la clave, las piezas comenzaron a acomodarse en su lugar. Todas aquellas misteriosas ausencias de Bob allá en la Academia; las horas y las tardes en que él desaparecía y no me decía adonde había ido, mientras yo pensaba que había estado practicando el buceo, él se había estado reportando ante el servicio secreto de la flota. Cuando él titubeó antes de prometerle a David guardar el secreto, lo hizo porque él tenía que cumplir con su deber ante la flota y no podía hacer aquella promesa, hasta que David lo expresó en cierta forma que no hacía que su promesa se interpusiera a su deber.

    Además, lo más importante de todo, cuando parecía que él estaba abandonando a nuestros amigos debajo de nosotros en el fondo de Tonga Trench, era porque tenía que subir a la superficie a utilizar el radio para informar a la flota de lo que pasaba.

    —Creo que te debo una disculpa, Bob —le dije—. A decir verdad, pensé...
    —No importa lo que hayas pensado, Jim —me interrumpió—. Lo único que siento es no haberte dicho la verdad antes de ahora, pero mis órdenes eran...
    —¡Olvídalo! —lo interrumpí yo a mi vez—. Pero, dime, ¿qué sucederá ahora?
    —¡Espero que aún estemos a tiempo! —dijo muy serio—. “Los moluscos están preparados" es nuestra señal de SOS. Quiere decir que la batalla ya está desarrollándose, allá en el fondo, Jim. La flota iba a estar alerta, aguardando a recibir esta señal de radio. Al recibirla vendrán a toda marcha y... —su voz se quebró y dijo en tono diferente—: Deben venir primero a recogemos y después bajaremos a Tonga Trench, donde la flota se hará cargo de lo que haya que hacerse. ¿Comprendes? La flota sabe que algo está sucediendo aquí, pero no puede interferir a menos que haya violencia. Esperamos demasiado tiempo y ahora que la violencia se ha iniciado lo único que espero es que ellos lleguen aquí antes de que sea demasiado tarde.
    —Quisiera poder... —comencé a decir y me interrumpí a mitad de la oración olvidando lo que quería.

    Algo que avanzaba muy rápido y que producía un suave resplandor iluminaba las olas bajo nosotros.

    —¡Mira, Bob! —le dije señalando con el dedo.

    Se trataba de un débil resplandor azul que se veía en las negras aguas y que se fue haciendo cada vez más brillantes hasta tomar la forma del casco de un submarino, que me pareció extrañamente familiar y que salía a la superficie cerca de nosotros.

    —¡Aquí están! —grité—. ¡Bob, aquí están ya!

    Él miró hacia el brillante casco y luego se volvió a verme.

    —Debería haber desconectado el sonorófono —dijo ofuscado—, ellos me oyeron.
    —¿De qué estás hablando? —inquirí—. Querías que viniera la flota, ¿no es cierto?

    Me interrumpí porque de pronto comprendí que estaba terriblemente equivocado.

    Entonces comprendí por qué aquel largo casco me había parecido familiar cuando lo vi brillando con su resplandor azuloso bajo las suaves olas. Apenas si oí a Bob cuando exclamó:

    —¡Ese submarino no pertenece a la flota! ¡Es La Ballena Asesina! ¡Ellos escucharon mi mensaje en el sonarófono!


    21…A Bordo de "La Ballena Asesina"


    Los anfibios nos hicieron subir a bordo de su crucero submarino y se cerraron las escotillas. No creo que toda la operación les haya tomado más de un minuto. Bob y yo estábamos tan asombrados y tan impresionados que ni siquiera pensamos en oponer resistencia.

    Además, ya no tenía caso luchar; si había alguna esperanza en alguna parte para nosotros, tan probable era que la encontráramos a bordo de La Ballena como aguardando desmoralizados en la balsa.

    La Ballena Asesina apestaba. El aire fétido de su interior olía con el mismo tufo penetrante de las brillantes plantas de Tonga Trench, un olor que yo relacionaba con los anfibios. Toda la nave estaba empapada con una humedad resbalosa producida al condensarse la neblina de que estaba invadida. Todo lo que tocábamos estaba húmedo y pegajoso y salpicado de manchas de moho y óxido.

    Habría unos veinte anfibios en La Ballena. Nos hicieron bajar por las escalinatas tratándonos con violencia y casi sin dirigimos la palabra. No sé si la mayoría de ellos hablaban inglés o no, pero cuando hablaban entre sí lo hacían comiéndose las consonantes y dándole tanta entonación a las vocales que no podía entenderles.

    Nos llevaron a la presencia de Joe Trencher. El líder de los ojos nacarados que mandaba a los anfibios, se encontraba en el cuarto de controles capitaneando la nave. Estaba desnudo hasta la cintura y había conectado un rociador a una llave de agua que lo mantenía continuamente empapado de agua salada.

    Se nos quedó mirando con el ceño fruncido mientras rociaba su piel, blanca como la panza de un pez. Parecía un monstruo salido de alguna antigua leyenda, pero no me pasó desapercibido el hecho de que había hecho maniobrar la nave en un inclinado círculo de inmersión con tanta perfección como cualquier oficial de la flota.

    —¿Por qué interfirieron en nuestros asuntos y se pusieron en contra nuestra? —demandó.
    —Los Craken son nuestros amigos —respondí por los dos— y la flota tiene jurisdicción sobre todo el fondo del océano.

    Nos miró con el ceño fruncido sin decir nada por un momento. Luego tuvo un acceso de tos y comenzó a resollar con dificultad bajo el chorro de agua.

    —He pescado un resfriado —farfulló acusadoramente y mirándonos con furia—. ¡No puedo soportar este aire seco!
    —No está tan seco —comentó con agudeza Bob—. En realidad está usted arruinando este submarino. ¿Qué no sabe que toda esta humedad lo dejará inservible?
    —¡El submarino es mío! —le respondió enojado Trencher y agregó encogiéndose de hombros—: Comoquiera que sea, aguantará el tiempo suficiente. Ya hemos derrotado a los Craken y cuando ellos hayan muerto no necesitaremos más el submarino.

    Aspiré hondo al oír lo que había dicho: ¡Los Craken derrotados!

    —¿Ellos han… ellos están. .. ? —le pregunté.
    —¿Muertos? ¿Es eso lo que quiere decir? —terminó la pregunta por mí y se encogió de hombros nuevamente—. Si no lo están, será únicamente cuestión de poco tiempo. Están derrotados, ¿me oyen?

    Apartó el tubo rociador a un lado como si el sólo pensar en ellos lo hubiera puesto furioso. Cuando menos aún había alguna esperanza, pensé, si ellos pudieran resistir un poco más...

    —¡Explíquenme! —dijo resollando con dificultad—. Los vimos subir a la superficie y escuchamos su mensaje, pero no lo pude comprender. ¿Quién es diatomea y quién es radiolario? ¿Qué querían decir al hablar de unos moluscos?

    Bob me lanzó una mirada y avanzó un paso hacia Trencher.

    —Yo soy diatomea —dijo—. Radiolario es mi superior, Trencher, un comandante de la Flota Submarina. Como diatomea, fui enviado en una misión especial concerniente a las perlas Tonga, a usted y a su gente. Necesitaba información y la obtuve. Mi mensaje hará que toda la flota venga aquí, si fuese necesario, a aplacar toda resistencia y a tomar el mando de esta zona.

    Hablaba con tanta seguridad y tanta confianza que casi no pude reconocerlo.

    —Esta es su última oportunidad, Trencher —dijo con un aire que habría envidiado un almirante—. Le aconsejo que se dé por vencido. ¡Estoy dispuesto a aceptar su rendición inmediata!

    Fue un bravo intento, pero el líder de los anfibios también tenía su coraje. Por un momento se quedó aturdido parpadeando y jadeando con cierta duda reflejada en los ojos, pero luego soltó una ronca y entrecortada carcajada. Volvió a tomar el rociador y se em-papó otra vez sin dejar de reírse.

    —¡Qué ridiculez! —exclamó resollando con un sonido silbante—. Es usted fantástico, jovencito. Lo tengo a usted en mi poder en esta nave y vivirá únicamente mientras yo quiera, y todavía me pide que me rinda.
    —Es su última oportunidad, yo... —se apresuró a decir Bob.
    —¡Silencio! —vociferó Trencher y se quedó viéndonos con el ceño fruncido y jadeando por un momento mientras decidía lo que debería hacer—. ¡Ya basta! Tal vez usted sea un espía..., no lo sé, pero no oí que nadie respondiera a su mensaje. ¿Llegó éste hasta la flota? Yo creo que no, mi joven respira-aire, y ustedes son quienes ya no tendrán otra oportunidad porque en este momento nos estamos sumergiendo hacia Tonga Trench.

    Movió el rociador hacia su cara y nos miró a través de sus pequeños párpados que casi cubrían sus ojos nacarados.

    —No volverá usted a ver el firmamento, jovencito. No puedo permitir que siga viviendo.

    Joe Trencher se encogió de hombros y extendió sus dedos unidos por membranas en un gesto con el que quería rechazar toda responsabilidad. Aquella era una sentencia de muerte y tanto Bob como yo lo comprendimos así.

    Sin embargo, aun en aquel momento, pude ver algo en los fríos ojos nacarados del anfibio que bien podría haber sido tristeza…, compasión..., o remordimiento.

    —No es que yo desee matarlos —dijo pesaroso—, es que ustedes no nos han dejado otra alternativa. Tenemos que guardar el secreto de Tonga Trench para nosotros y ustedes quieren divulgarlo a todo el mundo. ¡No podemos permitir eso! Tenemos que retenerlos a ustedes en Tonga Trench. Es una lástima que no puedan respirar agua salada, pero es una desgracia para ustedes y no para nosotros el que este aire no durará para siempre.

    Aun en aquella atmósfera húmeda y fría yo estaba sudando, pero traté de razonar con él.

    —Ustedes no podrán mantener su secreto, Trencher. La exploración de los océanos se está llevando a cabo muy rápidamente y si nosotros no regresamos, otros hombres llegarán aquí tarde o temprano y encontrarán los saurios, o a las plantas brillantes y las perlas Tonga.
    —Tal vez vengan —asintió apesadumbrado—, pero no podremos dejarlos que regresen a la superficie.
    —¿Por qué? —inquirí.
    —¡Porque somos diferentes, respira-aire! —respondió Trencher parpadeando como un ídolo de rostro triste en algún extraño templo y que tuviera dos perlas Tonga por ojos—. ¡Aprendimos nuestra lección hace ya muchas generaciones! Somos mutaciones, como nos llama Jason Craken, pero en otro tiempo fuimos humanos. Nuestros antepasados vivían en las islas y cuando algunos de nosotros intentamos regresar, los isleños trataron de matamos. Nos hicieron refugiamos en el fondo del mar. Encontramos Tonga Trench y ese ha sido un buen mundo para nosotros, joven, un mundo en el que podemos vivir pacíficamente. ¡Pacíficamente, sí, siempre que nadie nos moleste!

    Jadeaba produciendo un sonido silbante al luchar por respirar y me pareció que parte de su angustia estaba en sus sentimientos y en su mente. Se le oía anhelante y trágico. Aun cuando estaba diciendo fríamente que nos iba a matar, no pude evitar pensar que hasta cierto punto comprendía lo que él sentía.

    Tal vez él tenía buenas razones para odiar y temer a los respira-aire, como él nos llamaba.

    —Trencher —dije lentamente—, parece que ambas partes han cometido errores, pero debe comprender que tenemos que buscar una paz que sea justa para sus gentes y para los humanos. Los hombres los necesitan a ustedes, pero ustedes también necesitan de los hombres. Ustedes, los anfibios, pueden ser una ayuda valiosísima en la conquista del fondo de los océanos, pero nuestra sociedad tiene muchas cosas que ustedes pueden tener también: medicinas, descubrimientos científicos, ayuda de diferentes clases...
    —Y todavía más importante que eso —intervino Bob—, ustedes necesitan la protección de la flota.

    Trencher resopló e hizo una pausa para respirar nuevamente su rocío de agua salada.

    —Jason Craken trató de convencemos de eso —rezongó despreciativamente—. Trató de sobornamos con todas las chucherías que vuestra civilización puede ofrecer, y cuando lo aceptamos, él trató de convertirnos en esclavos. ¡Los regalos que nos obsequió fueron armas para conquistamos!
    —Pero Craken está loco, Trencher —le dije—. ¿No lo comprende? Él ha vivido solo tanto tiempo aquí, que su mente divaga. Él necesita atención médica. Necesita ser llevado a una institución donde puedan ayudarlo. Necesita...
    —¡Lo que él necesita —exclamó brutalmente Trencher con un silbido— es una tumba! Porque no creo que esté aún con vida —volvió a hacer una pausa y se quedó pensativo, y una vez más me pareció ver cierto remordimiento en sus blancos ojos—. Creímos que era nuestro amigo —dijo— y tal vez sea verdad que ha perdido la razón, pero ahora ya es demasiado tarde. En otra ocasión vinieron otros hombres también. . ., otros hombres que creíamos eran nuestros amigos y en quienes pudimos haber confiado; pero también es ya demasiado tarde para eso, jóvenes respira-aire, porque cuando dejé la cúpula para seguirlos a la superficie sólo era cuestión de minutos para que aquélla cayera.
    —¿Cómo se llamaban esos otros hombres? —le pregunté en un impulso repentino.

    Me miró resollando y en sus opacos ojos nacarados se reflejaba cierta curiosidad.

    —Bueno —respondió— se llamaban...

    Otro de los anfibios gritó algo excitado, pero no pude entender una sola palabra de lo que decía.

    Joe Trencher sí le entendió y corrió a la pantalla de microsonar que el otro manejaba.

    —¡La flota! —exclamó resollando roncamente—. ¡La flota!

    Era cierto; en la pantalla se veía una docena de puntos gruesos. ¡Eran submarinos de guerra, submarinos grandes, que se acercaban a toda marcha!

    La Ballena Asesina se lanzó a una inmersión en un pendiente círculo y hubo una conmoción y carreras precipitadas entre su tripulación. Bob y yo fuimos apartados de allí sin ningún miramiento.

    Sentí que la nave se estremecía y comprendí que estaba lanzando sus proyectiles contra el contingente naval que se aproximaba. ¡Estábamos en dificultades, no había duda! Porque si la flota ganaba la batalla, lo haría reduciendo a átomos a La Ballena Asesina y a nosotros con ella. Y si la flota, por un milagroso infortunio, perdía..., entonces Joe Trencher nos haría respirar agua salada cuando se acabara el aire.

    —¡Al menos recibieron tu mensaje! ¡Todavía queda alguna esperanza! —le dije tenso a Bob.

    Él se encogió de hombros sin quitar los ojos de las pantallas de microsonar. Estábamos acercándonos al fondo de Tonga Trench en ese momento. Pude distinguir la figura borrosa de la montaña submarina y los valles y riscos cercanos a ella.

    —Quisiera —dije pensando en algo que se me había ocurrido—, quisiera que la flota no hubiera llegado en ese preciso momento. Había pensado que. . .
    —¿Qué cosa? —me preguntó Bob viéndome.
    —Bueno. . . —le respondí titubeando—, que los hombres de quien hablaba fueran, bueno..., fueran personas a quienes conocemos, pero no pude oír los nombres que él dijo. ..
    —¿No los oíste? —me preguntó Bob mientras los anfibios gritaban y corrían de un lado para otro alrededor de nosotros—. Yo sí los oí. Y estás en lo cierto, Jim, los hombres que él dijo que tal vez habrían sido los únicos en los que él habría confiado son los únicos otros hombres que habían llegado antes hasta aquí: ¡Stewart Eden y tu padre!

    Lo miré asombrado.

    —¡Bob! ¿Pero qué no lo comprendes? ¡Entonces tal vez todavía tengamos una probabilidad! Si él dice que tal vez habría confiado en ellos quizá me escuche a mí.

    Tenemos que hablar con él y poner fin a esta lucha cuando todavía haya alguna esperanza.

    —¿Esperanza?

    Bob soltó una carcajada pero no había nada de humor en ella. Señaló a las pantallas del microsonar donde ahora podía verse claramente el fondo de Tonga Trench.

    —Mira —dijo con voz tensa y entrecortada—. Echa un vistazo y ve por ti mismo cuánta esperanza queda.

    Miré.

    ¿Esperanza? No, cuando menos para los Craken ya no había ninguna esperanza, como tampoco la había para Laddy Ángel, para Roger Fairfane o para el hombre que en una ocasión me salvara la vida, Gideon Park.

    Allí estaba la montaña submarina irguiéndose en su valle y se veía también la cúpula que había construido Jason Craken, pero esta última ya no estaba en lo alto del declive de la montaña submarina; los saurios habían llevado a cabo su horrible tarea. La cubierta protectora de edenita había caído y apenas si brillaba en algunos bordes del metal diseminado por todos lados y la cúpula había quedado aplastada y completamente destruida.


    22… ¡El Pánico es el Peor Enemigo!


    Una docena de fulgurantes llamaradas estallaron simultáneamente. Era la flota que respondía el fuego de La Ballena Asesina. Hubo una explosión de llamaradas a estribor, otra a babor y otra encima de nosotros.

    —¡No nos dieron! —exclamó Joe Trencher con voz ronca y tono de triunfo.
    —¡No fue que fallaran! —grité yo—. ¡Estamos copados, Trencher! ¡Esa sólo fue una andanada que disparó la flota para advertimos que hagamos alto y cesemos toda acción ofensiva; de lo contrario, la siguiente andanada será disparada exactamente contra nosotros!
    —¡Cállese! — rugió jadeando y les gritó órdenes a los otros anfibios en un lenguaje que no pude comprender.

    La Ballena Asesina corveteó, viró y salió disparada rodeando por detrás de los escombros de la cúpula para ocultarse entre las cavernas y salientes donde los saurios ponían sus huevos. La nave descendió rápidamente para introducirse en una grieta cercana a lo que antes había sido la base de la cúpula. En la pantalla del microsonar pude ver que las paredes de la grieta parecían levantarse a nuestros costados y cerrarse atrás y debajo de la nave. Me pareció ver que algunas cosas se movían detrás de nosotros, eran cosas grandes, grandes como los saurios. . ., pero cuando menos, La Ballena Asesina había quedado oculta a la flota y suavemente descendió hasta el rocoso fondo de la hendedura.

    Trencher dio una orden breve que no pude entender y el zumbido de los motores y los generadores cesó.

    Permanecimos quietos allí, aguardando.

    El coro formado por la ronca respiración de los anfibios aumentó en intensidad haciéndose cada vez más desagradable. Nadie habló. Todos estábamos mirando las pantallas del microsonar.

    La flota había quedado fuera de nuestra vista, oculta por el borde rocoso o los destruidos restos de la cúpula.

    La cúpula estaba precisamente frente a nosotros. Pocos minutos antes, cuando Bob y yo escapamos a la superficie para lanzar la llamada de auxilio, se había erguido gigantesca y orgullosa dominando las entradas de las cavernas donde los saurios acudían a desovar; ahora, sólo eran ruinas. Unos cuantos trozos y piezas de metal sobresalían de entre los escombros. Aquí y allá se veía una parte de una cámara y unos cuantos metros cuadrados de pared que todavía parecían conservar un vestigio de su forma original. Eso era todo.

    Joe Trencher había dicho que lo que los Craken necesitaban era una tumba y aquélla era su tumba, aquellos escombros que teníamos ante nosotros. Su tumba y la de Roger, Laddy y la de mi leal e irremplazable amigo Gideon.

    Joe Trencher tuvo un violento acceso de tos y yo lo observé atentamente.

    Algo ocurría detrás de aquel rostro rudo y contorsionado. Había cierta expresión, cierta emoción que a veces no podía ocultar en su cara. Si no estaba yo equivocado, el anfibio comenzaba a arrepentirse de lo que había hecho y a darse cuenta de que no había mayor esperanza para él que para nosotros.

    Era el momento en que debería arriesgarme a hablar. Me acerqué a él y él levantó los ojos, pero ninguno de los anfibios hizo algún movimiento por detenerme. Traté de leer lo que pensaba detrás de sus brillantes y nacarados ojos pero me fue imposible.

    —Trencher —le dije—. Usted habló antes de otros dos hombres en quienes usted podría haber confiado. ¿Ambos se apellidaban Eden?
    —¿Eden? —me dijo mirándome fieramente con el ceño fruncido, pero pensé que su furia no era sincera—. ¿Cómo sabe sus nombres? ¿Son ellos mis enemigos también?
    —Porque yo también me llamo Eden —le respondí—. Uno de esos hombres era mi padre y el otro es mi tío.

    Trencher arrugó la frente sorprendido y se ocultó bajo su rocío de agua salada.

    —Usted dijo que podría confiar en ellos, Trencher —lo presioné—, y tenía razón. Mi padre ya murió, pero mi tío vive aún. Fue porque este último me ayudó que pude llegar hasta aquí. ¿No confiará en mí? Déjeme hablar con el comandante de la flota por el sonarófono y veamos si podemos lograr una tregua.

    Hubo un largo momento de silencio interrumpido solamente por las silbantes respiraciones de los anfibios.

    Luego, Joe Trencher apartó a un lado su rocío de agua salada, me miró y dijo desolado:

    —¡Ya es demasiado tarde!

    Señaló a la pantalla del microsonar donde las ruinas de la cúpula de Jason Craken estaban esparcidas frente a nosotros.

    ¡Demasiado tarde!

    Todos miramos y comprendí lo que quería decir. Ciertamente ya era demasiado tarde para cualquiera que estuviera aplastado en aquellas ruinas, bajo el peso del océano. Y en otro sentido, ya era demasiado tarde para Joe Trencher y para su gente, porque seguramente se habían puesto fuera de los límites de la ley de los humanos al causar aquellas muertes, pero..., algo extraño había en aquellas ruinas, algo que resaltaba entre ellas.

    Miré y observé con mayor atención.

    Una sección de las ruinas estaba intacta y... brillaba con la luz fosforescente de un blindaje de edenita en actividad. Y de ella venía una luz que parpadeaba a intervalos irregulares. Era una luz débil, proveniente de alguna portañola semioculta, pero no era ninguna ilusión; allí estaba, parpadeando, dando una señal en un código complicado.

    ¿Complicado? ¡Claro...! ¡Como que se trataba del código de señales de la Flota Submarina! ¡Era una llamada de auxilio!

    ¡Todavía estaban con vida!

    De algún modo, ellos habían logrado penetrar a una sección de la cúpula en la que una armadura de edenita había seguido funcionando, sobreviviendo al resto de la estructura.

    —Allí tiene su última oportunidad, Trencher —le dije—. Ellos todavía están con vida allí dentro. Ahora tendrá que decidirse. ¿Se rendirá a la flota?

    Titubeó y creo que estuvo a punto de aceptar, pero en ese preciso momento ocurrieron dos cosas que relegaron a segundo término el que él se fuera o no a rendir a la Flota Submarina.

    Hubo una lluvia de blancas explosiones que aparecieron en todas las pantallas del microsonar. Fueron más de doce explosiones. ¡La flota estaba avanzando para destruimos!

    Además, en la pantalla de atrás que mostraba lo que había a popa de nosotros en el interior de la grieta, algo se movió con un estremecimiento y se lanzó rápidamente en nuestra dirección. ¡Uno de los saurios nos atacaba!

    Fue un momento en el que el tiempo pareció detenerse. Todos nos quedamos paralizados como si fuéramos las piezas de un tablero de ajedrez que esperáramos a que el jugador se decidiera a hacer su jugada. Joe Trencher miró fijamente la pantalla paralizado e indeciso y sus anfibios esperaban su señal. Bob y yo observábamos. Observábamos mientras la furia desatada de los proyectiles de la flota agitaba las profundas aguas del océano a nuestro alrededor y La Ballena Asesina se sacudía y se estremecía por la fuerza de las explosiones que estallaban a su alrededor. Observábamos mientras la gigantesca figura del saurio que se lanzaba con fuerza contra nosotros acercándose cada vez más y agigantándose horriblemente en la pantalla del microsonar.

    ¡Y no venía sola! Porque en su lomo cabalgaba una esbelta figura, encorvada sobre la espalda del monstruo y conduciéndolo con un palo puntiagudo como si fuera un elefante.

    ¡Era Maeva, la joven anfibia!

    La mano de Joe Trencher quedó suspendida sobre el control disparador de sus proyectiles de chorro. No pude comprender por qué no disparó.

    Uno de los anfibios le gritó algo en voz chillona a Trencher, pero éste permaneció mirando fijamente la pantalla con sus opacos y nacarados ojos en los que se advertía una extraña emoción que no pude comprender.

    Ruuum.

    La furiosa y veloz figura del saurio desapareció de la pantalla y un momento después La Ballena Asesina se estremeció con una fuerte sacudida cuando la rabiosa bestia nos embistió.

    Todos caímos rodando por la cubierta a causa del golpe tan fuerte que el furioso saurio le dio a La Ballena. Alcancé a ver en la pantalla la figura del saurio que rebotaba y hacía desesperados esfuerzos por recuperar el equilibrio, agitando el agua torpemente con sus patas semejantes a remos. Había salido herido en el encontronazo pero seguía con vida y su jinete, la joven anfibia, seguía montada en su lomo. La bestia estaba herida, pero también nosotros lo estábamos.

    Los tubos de la luz troyón parpadearon, disminuyeron su intensidad y volvieron a brillar. Aquella advertencia no presagiaba nada bueno, porque si la corriente eléctrica fallaba, también lo haría nuestro blindaje de edenita.

    Los anfibios ya no guardaban silencio. Gritaban y parloteaban entre ellos como si fueran monos enloquecidos encerrados en una jaula. Uno de ellos se estaba arrastrando por el inclinado piso en dirección a los controles del disparador de proyectiles. Joe Trencher se incorporó y se lanzó sobre el otro anfibio, pero Trencher había resultado lastimado y se veía aturdido y lento. El otro hombre de ojos nacarados se volvió a en-frentársele, ambos lucharon por un segundo y Trencher salió volando.

    El anfibio llegó hasta los controles del cañón y comenzó a maniobrarlos en el momento en que Maeva y su extraña montura se acercaban rápidamente para atacamos de nuevo.

    Apenas si había tiempo de pensar en ese momento de tremenda confusión, pero Bob y yo éramos cadetes de la Academia Submarina y habíamos aprendido lo que generaciones de cadetes anteriores a nosotros también habían aprendido, que siempre hay tiempo para pensar. “¡El pánico es el peor enemigo!" Era el lema que nos repetían una y otra vez, desde el momento en que ingresábamos como novatos hasta el día de nuestra graduación.

    “Nunca se dejen dominar por el pánico. ¡Piensen y actúen!"

    —¡Ya es hora de que intervengamos! —le susurré a Bob.

    Trencher y los otros anfibios estaban enfrascados en una lucha por apoderarse de los controles del cañón. Ya habían disparado un proyectil y Trencher parecía estar tratando de que no dispararan otro. Los demás anfibios, una media docena de ellos o más, corrían de un lado para otro en un estado de confusión.

    Los atacamos con todo lo que encontramos a mitad de la nave. Por un momento fue una lucha sangrienta y furiosa, pero ellos estaban confundidos y nosotros no, sabíamos lo que teníamos que hacer. Algunos de ellos llevaban pistola al cinto y fue a los primeros que atacamos y les quitamos las armas antes de que los otros recapacitaran. La lucha terminó casi antes de haber comenzado, porque Bob y yo teníamos las armas en nuestras manos.

    ¡Nos habíamos adueñado de La Ballena Asesina! Permanecimos de pie respirando con dificultad, pero con las pistolas levantadas y apuntando hacia ellos.

    Joe Trencher lanzó una mirada enloquecida en dirección de la pantalla del microsonar y vino hacia nosotros.

    —¡Alto! —le ordené—. ¡Deténgase o...!
    —¡No, no! —gritó deteniéndose bruscamente y patinando en el piso. Señaló a la pantalla y agregó—: Lo único que quiero es salir allá afuera a ayudar a Maeva. ¿No lo comprende?

    Me arriesgué a echarle un vistazo a la pantalla. Era cierto, la joven necesitaba ayuda. Aquel disparo al azar hecho con el cañón había acertado a herir a su montura, el Viejo Ironsides, y éste pataleaba en el agua desesperadamente en su agonía. La muchacha había desaparecido de su lomo, aturdida tal vez por la explosión si no era que algo peor le había sucedido. Mientras observábamos la pantalla, el monstruo comenzó a perder fuerzas y dando vueltas sobre sí mismo empezó a hundirse. ..

    —¡Tal vez sea un truco! —me susurró Bob—. ¿Podremos confiar en él?

    Miré a Joe Trencher y tomé una decisión.

    —¡Vaya! —le ordené—. Vea si puede ayudarla... Cuando menos, eso le debemos a ella.

    Los opacos ojos me miraron fijamente por un segundo y Joe Trencher pasó corriendo junto a mí en dirección a la compuerta. Se detuvo mientras la puerta interior de la compuerta se abría y dijo jadeando:

    —Usted ganó, respira-aire —titubeó y agregó—: Me alegro de que ustedes hayan ganado.

    Luego desapareció y en un momento oímos el ruido del agua al entrar ésta en la compuerta.

    —¡Bob! —le ordené—. Comunícate con la flota por el sonarófono. Diles que cesen el fuego. Todo terminó...

    ¡Ganamos!

    Ese fue el final de nuestra aventura en Tonga Trench.

    Encontramos a nuestros amigos, en aquella pequeña cámara cerrada que fue todo lo que quedó del castillo submarino de Jason Craken. Estaban aporreados y exhaustos, pero estaban vivos. Los médicos marinos de la flota entraron y se hicieron cargo de ellos. Fue bastante sencillo el curar las heridas y los raspones que habían recibido Gideon, Roger, Laddy y David Craken. En cuanto a Jason Craken, poco podían hacer los médicos, era su mente la que estaba afectada, no su cuerpo. Los médicos se lo llevaron tratándolo con el mayor cuidado posible. Él no puso objeción alguna; en su nublado cerebro él seguía siendo el emperador de Tonga Trench y ellos eran sus súbditos.

    Maeva fue a visitamos y tomando la mano de David se volvió a verme.

    —Gracias por haberle dado a Joe Trencher la oportunidad de salvarme —me dijo—. Si él no hubiera acudido a ayudarme...
    —Usted es quien merece el agradecimiento de todos nosotros —le dije sacudiendo la cabeza—. De no haber sido por usted y por el Viejo Ironsides que nos acometieron precisamente en aquel momento, Bob y yo jamás hubiéramos podido apoderarnos de La Ballena Asesina. Además, el mismo Trencher nos ayudó. Él no dejó que los otros anfibios dispararan contra usted. No sé por qué lo hizo.

    Maeva me miró asombrada y ella y David se volvieron a verse. Luego, David me dijo sonriendo:

    —¿No lo sabías? No tiene nada de sorprendente que Joe no los dejara disparar contra Maeva… ya que después de todo, ella es su hija...

    La última vez que vi a Maeva fue a través de la pantalla del microsonar cuando ella iba nadando junto al submarino que nos llevaba a David, a Bob y a mí y agitaba la mano en señal de despedida.

    A todo nuestro alrededor veíamos en las pantallas las siluetas brillantes de los submarinos de guerra de la flota que regresaban a sus bases al terminar la lucha en Tonga Trench. Maeva se veía extrañamente pequeña y solitaria en contraste con todos aquellos enormes acorazados submarinos.

    Ella no podía vemos, pero agitamos las manos en respuesta.

    —Adiós —murmuró para sí Bob.
    —¡No le digas adiós! —le ordenó David dándole una fuerte palmada en la espalda—. ¡Dile hasta luego! ¡Algún día volveremos!


    Fin



    Esta primera edición de
    5,000 ejemplares se terminó
    de imprimir el día 18
    de mayo de 1970, en los talleres de Organización
    Editorial Novaro, S.A., Calle 5, Nº 12,
    Fraccionamiento
    Industrial Naucalpan
    de Juárez, Edo.
    de México



    ORGANIZACIÓN EDITORIAL NOVARO, S.A.
    D.R. © MAYO DE 1970, ORGANIZACIÓN EDITORIAL NOVARO, S.A.
    DONATO GUERRA, N9 9, MÉXICO 1, D.F.
    PRIMERA EDICIÓN, MAYO DE 1970
    Título de este libro en inglés: UNDERSEA FLEET
    Traducción de M. CICERO
    Copyright 1956, por Frederik Pohl & Jack Williamson
    Todos los derechos reservados
    IMPRESO Y HECHO EN México
    PRINTED AND MADE IN MEXICO

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  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
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    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
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    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
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    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
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    7 -
    8 -
    9 -
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             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
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    P4 -
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    P7 -
    P8 -
    P9 -
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    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























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      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

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      - Quitar

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      - Quitar

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      - BLUR BLANCO - 1 - 2

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      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

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      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

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    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
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