EL REPARADOR DE BIBLIAS (Tim Powers)
Publicado en
abril 27, 2017
—Pero aún servirá para hacer juramentos, ¿no? —murmuró Dick, intranquilo por la maldición de que se había hecho acreedor.
—¿Una biblia a la que falta un trozo? —replicó Silver con sorna—. Ni hablar. No comprometería más que jurar sobre un cancionero.
—¿De verdad? —preguntó Dick con cierto alborozo—. Entonces, yo diría que también es algo que vale la pena tener.
ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro
Al otro lado de la autopista estaba el viejo Humberto, un punto negro en el campo pardo, entre la vía del tren y el quitamiedos, que empujaba un cochambroso carrito de supermercado por la acera agrietada. El primer sol de la mañana proyectaba su sombra hasta la línea divisoria, pero al parecer ya estaba tan borracho que iba apoyado en el carrito, usándolo a modo de andador. Era probable que no durmiera nunca, aunque tampoco se podía decir que estuviera nunca muy despierto.
Humberto había trabajado lo suyo. A aquellas alturas se dedicaba a hablar y gesticular con gente muerta hacía mucho, que sólo existía en su recuerdo distorsionado. Pero aquella mañana, mientras Torres lo observaba, fue indudable que el viejo lo miró fijamente desde el otro lado del asfalto y saludó con la mano. Apenas era una silueta que se recortaba contra la luz del sol: sus pantalones de camuflaje, su barba blanca y su gorra de piel de mapache a lo Daniel Boone formaban un contorno amorfo; pero era posible que también le estuviera sonriendo.
Tras un momento de vacilación, Torres agitó la mano e hizo un gesto con la cabeza. Él no estaba borracho de buena mañana; podía caminar sin apoyarse y no estaba rodeado de personas imaginarias. Tenía intención de mantener esas diferencias con Humberto, pero suponía que los hermanaba la profesión y que debería mostrar cierto respeto a un compañero que, simplemente, no había sabido retirarse a tiempo.
Se guardó en el bolsillo el paquete de Camel y el cambio, dio la espalda al viejo y cruzó el aparcamiento en dirección al descampado que tenía que atravesar para llegar a su casa.
Se había retirado; al menos, ya no quería saber nada de las inmersiones profundas. Últimamente se conformaba con trabajos de poca monta: coches, biblias, gafas o ropa de segunda mano... La mitad del trabajo consistía en convencer a sus clientes de que el trabajo estaba hecho. Siempre usaba agua bendita de verdad, de las botellas de cinco litros que llenaba en la pila de plata de la iglesia de Santa Ana, pero por mucho que impresionara a los clientes, en su opinión sólo servía para mojar.
La puerta del garaje estaba abierta, y varias cabras se asomaban al jardín contiguo con las patas delanteras en la verja. Se detuvo a arrancar unos cuantos de aquellos matojos altos y peludos parecidos a la salvia que crecían por toda la zona, y se los dio a las cabras para que se entretuvieran. En ocasiones, si llegaba un cliente en un momento como aquel, susurraba algo a los animales, se quedaba callado, como si escuchara, y asentía.
Tenía el Toyota aparcado en la calle porque la entrada estaba ocupada por el Dodge Dart blanco de un cliente. Ya había terminado de instalar un «botón del dolor» en el salpicadero: si el coche no arrancaba, el dueño podría tomar medidas: «¿Conque esas tenemos? A ver si te gusta esto». Al otro lado del cortafuegos, el cable que salía de aquel botón estaba atornillado a la carcasa del carburador. Era una tontería, pero tenía que parecer convincente.
También tenía que expulsar a un fantasma balbuceante del reproductor de música del coche. Había usado una lata de aire comprimido y unos imanes, y aquello sí que no había sido ninguna tontería. Si la disposición de los imanes respecto a los altavoces era correcta, habría conseguido crear un efecto Bernoulli con el chorro de aire que apuntaba al diafragma del altavoz de forma que, cuando se disparase, dejara de oírse el monólogo titubeante que se superponía a la música que estuviera sonando. Aquel día pensaba sacar aquel trasto viejo a la autopista y, suponiendo que fuera capaz de alcanzar la velocidad necesaria, conduciría en dirección norte, sudoeste y oeste para poner a prueba el apaño. Ganaría doscientos dólares si lograba que desapareciera la voz y, en cualquier caso, cien por el botón del dolor.
También tenía que reparar un par de biblias; se sacaría como mínimo cincuenta dólares por cada una, y sólo tenía que sujetar la página a una tablilla en el bastidor y quemar el pasaje que sus clientes consideraban intolerable con un pirógrafo; una simple cuchilla no tenía tanta autoridad como el hierro candente. Después, por supuesto, tocaba empapar el libro mutilado en agua bendita para que siguiera siendo válido pese a las alteraciones. Los versículos que le tocaba quemar con más frecuencia eran San Mateo 19, 5-6 y San Marcos 10, 7-12, ya que condenaban las segundas nupcias tras el divorcio, pero también era habitual que le encargaran borrar San Mateo 25, 41-46, donde Jesús prometía el Infierno a aquellos que negaran auxilio a los desamparados. Hasta tenía una oferta: un paquete de eliminación de las treinta y tantas alusiones al adulterio. Había biblias personalizadas que, al cabo de unos años, acababan con la cubierta y poca cosa más.
Abrió la puerta de un empujón, puesto que nunca cerraba con llave, y se dirigió a la cocina para coger una cerveza del punto álgido del fregadero. La luz del contestador estaba intermitente, y pulsó el botón de reproducción después de abrir la lata de Budweiser.
—Transmítele este mensaje a Torres —dijo la voz grabada—. ¡Apunta el número que te voy a dictar! Es muy importante; asegúrate de que lo reciba. —La voz recitó un número, y Torres lo escribió.
El aparato llevaba de fábrica un mensaje pregrabado con voz femenina: «No hay nadie que pueda atender su llamada en este momento». Normalmente, quienes llamaban pensaban que vivía con una mujer, y no debía de parecer muy fiable, porque no era infrecuente que insistieran mucho en que le transmitiera el mensaje.
Marcó el número y, al cabo de un momento, contestó un hombre.
—¿Señor Torres? Necesitamos que nos ayude, igual que hizo con la familia Fota hace cuatro años. Se han llevado a nuestra hija y hemos recibido una nota de rescate. La teníamos en una cafetera, con unas rosas atadas alrededor...
—Lo siento —interrumpió Torres—, pero ya no me dedico a ese tipo de trabajos. Le recomiendo que llame al señor Seaweed, de Corona, que es más joven. ¿Quiere que le dé su número?
—Hablé con él la semana pasada, pero después me enteré de que usted había vuelto al negocio, y es mejor que Seaweed.
El pobre Humberto había seguido haciendo inmersiones profundas. Torres también las estuvo haciendo más tiempo del debido, y como resultado, muchos libros que le habían encantado de joven se le habían vuelto incomprensibles.
—Lo siento mucho, pero lo he dejado definitivamente. —Dicho aquello, colgó el teléfono.
Ni siquiera había negociado el rescate cuando se llevaron a su propia hija, tres años atrás. Su mujer lo había dejado, incapaz de entender que, de haberse salido con la suya, era más que probable que le hubiera tocado pasarse el resto de la vida cambiando los pañales a un marido retrasado.
Amelia, su hija, había muerto de unas fiebres a la edad de ocho años. Estaba enterrada en el terreno que había detrás del cementerio católico, y casi todos los domingos, Torres y su mujer visitaban la tumba y se aseguraban de que siempre estuviera cubierta de montones de peluches y molinillos. Una caja de plástico negra con tapa trasparente, plantada a modo de lápida, contenía el certificado de defunción que demostraba que había muerto en un hospital. Indudablemente, su alma había ido al Cielo, pero decidieron retener su fantasma para que no tuviera que vagar por el frío y ruidoso semimundo; Torres lo vinculó a una de sus muñecas de trapo. Todos los domingos por la noche le llevaban caramelos, tabaco y un chupito de ron; no parecía muy apropiado para una niña, pero en cierto modo, todos los fantasmas tenían la misma edad. Torres siempre encendía y apagaba los cigarrillos antes de colocarlos frente a la muñeca; también mordía los caramelos: los fantasmas necesitaban que alguien les empezara las cosas.
Pero un día entraron unos ladrones y se llevaron la muñeca. En su lugar dejaron una nota en la que ponía: «Señor Torres, si quiere recuperar a su hija, deme un poco de su sangre». También había un teléfono.
Normalmente, las notas de rescate pedían que el destinatario se hiciera un tatuaje, que era como otro que tenía el secuestrador, y si obedecía, este le arrebataba un montón de recuerdos, la capacidad de sentir afecto y la facultad de soñar. Pero cabía la alternativa de ofrecer sangre de alguien que tuviera el alma rota tal como la tenía Torres; por ello, muchas familias que sufrían uno de aquellos robos acudían a él y le ofrecían grandes sumas a cambio de un poco de sangre que les ahorrara la necesidad de someterse al temible tatuaje vampírico.
A veces, cuando los padres del fantasma estaban divorciados, el ladrón era el otro cónyuge, ya que los tribunales se negaban a dictaminar sobre la custodia de los hijos muertos. O también podía ser un pretendiente despechado... En esos casos no pedían ningún rescate, pero en algunas ocasiones, Torres había conseguido rastrear al ladrón y recuperar el tarro, la caja o la botella que contuviera el fantasma.
Sin embargo, lo más habitual era que tuviera que ceñirse al trato: citarse con el secuestrador y entregar una taza de sangre, aproximadamente, a cambio del fantasma robado; y cada vez, junto con la sangre, perdía un trozo de alma.
El teléfono volvió a sonar, y Torres se acabó la cerveza decidido a no contestar.
Diez años atrás era una mera consideración abstracta: si pensaba en ello, que tampoco era frecuente, suponía que podía perder gran parte del alma sin echarla de menos; a fin de cuentas, seguro que iría al Infierno de todas formas por habérsela roto deliberadamente a los dieciocho años. Tenía la impresión de que dispersarla equivalía a eludir el pago de un impuesto. Pero a los treinta y cinco años ya había perdido el pelo; se le habían roto tantos vasos sanguíneos en la retina que casi no veía por el ojo izquierdo, y cuando intentaba leer una novela larga le resultaba imposible seguir la trama. Al parecer, junto con la sangre y los fragmentos de su hipotética alma había perdido integridad física y mental.
Pero los ladrones no querían la sangre para aumentar su integridad; era casi lo contrario. Torres lo veía como una especie de bótox espiritual.
Se trataba por lo general de médiums, adivinos, videntes..., metafísicos en general; y más que la evasión que representaban los recuerdos y sueños ajenos, así como la capacidad de sentir afecto, buscaban una forma de amortiguar el ruido extrasensorial producido por las vidas y las muertes de los humanos. Torres lo imaginaba como un centenar de radios que sonaran a la vez, con la mitad de los locutores borrachos como cubas, lloriqueando, soltando risitas estúpidas o buscando camorra.
Pero no lo sabría nunca, porque había roto todas las antenas de su alma a los dieciocho años, la noche en que mató a un borracho que lo atacó con una navaja en un aparcamiento. Consiguió desarmarlo y lo dejó inconsciente golpeándole la cabeza contra un parachoques, pero después, y sólo porque podía, le clavó la navaja en el pecho. La fiscalía dictaminó que había sido homicidio involuntario, en legítima defensa, de modo que no presentó cargos. Pero tenía el alma rota.
Saltó el contestador, pero no se oyó nada después del mensaje saliente. Torres tiró la lata de Budweiser a la papelera y se dirigió al salón, que se había convertido en taller con el paso de los años.
Cometer un asesinato era la forma más eficaz de romperse el alma, y Torres había rescatado su primer fantasma aquel mismo año, sin cobrar, sólo para averiguar si su alma proporcionaba la desconexión provisional de la humanidad que tanto valoraban los metafísicos. Pudo comprobar que funcionaba a la perfección.
Llevaba veinte años reparando biblias, pero sólo hacía un par que se había forjado una reputación en aquel campo, y había sido por accidente: un día de verano, tres testigos de Jehová encorbatados aparecieron en su puerta, y salió al jardín a debatir las Escrituras con ellos. «Déjenme esa biblia —les había dicho —y les demostraré en qué se equivocan.» Cuando se la entregaron, la abrió por el primer capítulo del Evangelio de san Juan y empezó a leer en voz alta. Tenía la vista tan deteriorada que se vio obligado a sacar la lupa, y no se dio cuenta de que la atravesaba un rayo de sol hasta que prendió el libro. Los testigos de Jehová huyeron despavoridos y, al parecer, hicieron correr la voz de que le bastaba con tocar una biblia para que estallara en llamas.
Estaba sujetando al bastidor una biblia vieja y desgastada, sobre la mesa de mármol, con el propósito de eliminar los comentarios de San Pablo en contra de la homosexualidad, cuando oyó tres golpes en la puerta: el primero, vigoroso; los otros dos, apenas un roce. Se dio cuenta de que, como no estaba cerrada, el visitante la había abierto sin querer. Dejó el pirógrafo en el cenicero y salió al vestíbulo.
En el umbral había un hombre bajo y fornido, con bigote, que tenía una caja en las manos y se agitaba incómodo de un lado a otro.
—Señor Torres... —Acompañó el saludo con una sonrisa, pero inmediatamente después puso una cara tan lúgubre que dio la impresión de que no volvería a sonreír jamás—. Se han llevado a mi hija.
Quizá la caja de zapatos fuera el altar en que guardaba el fantasma de su hija, en un tarro de mermelada o un frasco de perfume, probablemente rodeado de lazos y corazoncitos de caramelo. Resultaba un tanto austera, pero era posible que la usara sólo para los viajes: el equivalente de una jaula para gatos.
—Acabo de llamar —continuó—. Ha saltado el contestador, pero tenía la esperanza de que estuviera en casa de todas formas.
—Ya no me dedico a negociar rescates de fantasmas —dijo Torres con resignación y paciencia—. Debería llamar a Seaweed, de Corona.
—No quiero recuperar ningún fantasma. —Le tendió la caja—. De eso se encargó ayer el viejo Humberto. Esto es para usted.
—Si Humberto rescató a su hija —dijo Torres mirando la caja con aprensión, sin aceptarla—, ¿a qué ha venido?
—No estoy hablando de ningún fantasma. Mi hija tiene doce años, y ayer se la llevaron cuando volvía del colegio. Le daré mil quinientos dólares si la recupera. Esto es un regalo que quiero hacerle. Humberto me ha ayudado a conseguirlo.
—¿Han secuestrado a su hija? —Torres dio un paso atrás—. ¿Viva? ¡Dios mío, llame a la policía inmediatamente! ¡O al FBI! ¿Cómo se le ocurre acudir a mí con...?
—En la policía no se tomarían en serio la nota de rescate —contestó sacudiendo la cabeza—. Creerían que el secuestrador quiere dinero y no que sus condiciones son sinceras. —Respiró a fondo y volvió a tenderle la caja—. Tenga.
Torres la aceptó; pesaba muy poco. Levantó la tapa con precaución. Dentro, en un lecho de romero y estampitas católicas, había una muñeca de trapo que Torres reconoció al instante.
—Amelia —susurró. La sacó de la caja y pudo sentir el temblor del fantasma de su hija, tanto tiempo añorado—. ¿Se la consiguió Humberto?
«No me extraña que me haya saludado esta mañana —pensó—. Espero que no le consumiera mucha alma; casi no le queda.»
—Quédesela. No le pido nada a cambio, pero le ruego que me ayude a salvar a mi hija.
—¿Qué ponía en la nota de rescate? —Torres se resistía a invitarlo a entrar.
—«Juan Manuel Ortega»; me llamo así. «Tengo a Elizabeth, y la mataré y le sacaré toda la sangre si no convence a Terry Torres para que me dé un poco de la suya.»
—Llame a la policía —dijo Torres—. Lo de desangrar a su hija es un farol. ¿De qué podría servirle la sangre de una niña? ¿Cuándo ha recibido esa nota? Cada minuto...
Pareció que Ortega se disponía a decir algo con vehemencia, pero habló con un hilo de voz:
—Mi hija Elizabeth... mató a su hermana el año pasado. Sacó el fusil del armario y... No sabía lo que hacía; es una niña. No sabía que estaba cargado...
Torres se dio cuenta de que había arqueado las cejas. Estaba seguro de que la niña sabía de sobra que el fusil estaba cargado y había matado a su hermana deliberadamente, con lo que se le había roto el alma; también estaba seguro de que el secuestrador era consciente de ello, aunque el padre lo ignorase.
«Su hija es una asesina. Como yo.»
Sin embargo, el secuestrador no podría usar la sangre de la niña para hacerse con su alma rota y debilitada, como sí podía hacerse con la de Torres, a menos que...
—Su hija... —Hizo un esfuerzo para contener la alteración de su voz—. ¿Ha empleado la magia alguna vez? —«¿O sigue teniendo el alma virgen?», añadió para sus adentros.
—Puede ser. —Ortega apretó la mandíbula con fuerza—. Me dijo que había atrapado el fantasma de su hermana en mi máquina de afeitar eléctrica, y creo que era verdad. He dejado de usarla, pero me parece oírla por las noches.
«En ese caso —pensó Torres—, al secuestrador, su sangre le resultaría tan útil como la mía. Puede que no tanto, porque seguro que la mía es más opaca, más antigua y teñida por la magia, pero le serviría de todas formas.»
—Aquí tiene mi teléfono. —Ortega le entregó una tarjeta y siguió hablando para que no lo interrumpiera—. Y el secuestrador insiste mucho en que la sangre que necesita es la suya. Lo dejo en sus manos. Salve a mi hija, por favor.
Giró en redondo y se encaminó a paso ligero hacia una furgoneta que estaba aparcada detrás del Toyota. Torres lo siguió, pero le daba el sol en el ojo casi ciego y tenía que avanzar a tientas. Se detuvo al oír que el vehículo arrancaba y se ponía en marcha. Probablemente, la mujer de Ortega estaba esperando al volante.
«Debería llamar yo a la policía —pensó mientras miraba la furgoneta, que se alejaba—. Aunque tiene razón: se tomarían en serio el secuestro, pero no creerían que el secuestrador no quiera dinero. Pero quiere mi sangre; me quiere a mí.
»¡Una niña viva! Yo no rescato vivos, sino fantasmas, y además ya lo he dejado.
»Esa niña es como yo.»
Volvió a la casa y dejó la muñeca de trapo en la encimera, apoyada en la tostadora. Casi mecánicamente, se sacó el paquete de Camel del bolsillo de la camisa, encendió un cigarrillo, lo apagó en el fregadero y lo dejó en el mármol, junto a la muñeca.
Volvió a encenderse por sí solo. Sonó el teléfono, pero Torres no contestó; se quedó mirando la muñeca y el cigarrillo encendido.
—No hay nadie que pueda atender su llamada —dijo la mujer del mensaje pregrabado—... y me tenía en el televisor, papá, para que cambiara los canales. Me decía «dos», «cuatro», «once»... y yo ponía el canal que fuera.
Torres se dio cuenta de que se había sentado en el suelo de linóleo. El fantasma no había encontrado nunca la forma de comunicarse mientras estaba con él y su mujer.
—Lo siento, Amelia —dijo compungido—, pero pagar tu rescate me habría matado. No quieren dinero; quieren...
—¿Qué? —dijo quien hubiera llamado—. ¿Está el señor Torres?
—Por lo menos me daba ron —dijo la voz de Amelia—. Y no te habría matado, en realidad.
Torres se puso en pie. Tenía cuarenta años, pero se sentía anciano. Abrió un armario; en el estante superior estaba la botella de ron de 75° de Amelia, junto a la vajilla de porcelana que no usaba nunca. La cogió y le sacudió el polvo.
—Pienso decirle lo grosera que has sido —dijo quien fuera que estuviera llamando—. Esto no tiene ninguna gracia. —Colgó.
—No. —Torres sirvió una buena cantidad de ron en una taza de café—. No me habría matado, pero me habría dejado hecho un vegetal. No sería capaz de... trabajar, hablar, pensar...
«Si ya casi no entiendo las tiras cómicas del periódico», pensó.
—¡Me tenía en el televisor, papá! Era su mando a distancia.
Torres dejó la taza en la encimera y sintió vibrar el asa mientras la soltaba. El olor penetrante del alcohol se hizo más intenso, como si se estuviera evaporando.
—Y me daba caramelos —añadió la voz de Amelia desde el contestador—. Los Sugar Babies me gustan más que los Reese's Pieces. —Torres le había dado siempre Reese's Pieces, pero en aquella época, la niña no podía informarlo de sus preferencias.
—A los que no rescataba nadie nos ponía encima de la tele; la tenía llena de tarros, cajas y demás, y nos hacía cambiar lo que decía la gente; le hacíamos decir maldiciones. —El teléfono sonó de nuevo; Amelia chistó desde el contestador, y después preguntó con impaciencia—: ¿Qué? ¿Qué?
—¿Puedes darle un recado a Terry Torres? —dijo una voz de mujer—. Que no se te olvide, por favor. Apunta este número. —Recitó un teléfono, y Torres lo memorizó automáticamente—. Tengo a mi marido en un despertador, pero se está desvaneciendo; cada vez sueño menos con él, aunque me lo ponga debajo de la almohada, y las pastillas de menta... Sólo se ha comido media en un año. Hay que potenciarlo; díselo a Terry Torres. Estoy dispuesta a pagar mil dólares.
«Le pediré más —pensó Torres—. Seguro que paga lo que le pida.» ¿Potenciarlo? La única forma de potenciar un fantasma que se estuviera desvaneciendo, y todos se desvanecían más tarde o más temprano, consistía en añadir otra alma al contenedor, y tenía que ser de recién nacido, para que aportara vitalidad pero no tuviera todavía una personalidad que interfiriese con la otra.
Lo había hecho varias veces, y aunque sólo eran fantasmas, no almas ni personas, siempre tenía la sensación de que estaba echando ratones en un terrario para que los devorase una gran serpiente ciega.
—Con eso podrá comprar un montón de Sugar Babies —comentó el fantasma de Amelia.
—¿Qué? Dale el recado, por favor.
—Me he aprendido el número —dijo Amelia cuando la mujer cortó la llamada.
—Yo también.
Las comadronas vendían fantasmas de bebé, pero le repugnaba la idea de conseguir uno.
—Mamá ha muerto —anunció Amelia.
Torres fue a decir algo, pero soltó un bufido. Bebió un trago del ron de Amelia para cobrar fuerzas.
—¿De verdad?
—Desde luego. Siempre que se muere alguien, todos nos enteramos. Supondrían que no darías sangre por ella, ya que no quisiste darla por mí. Los Sugar Babies son mejores que los Reese's Pieces.
—Sí, ya me lo has dicho.
—¿Podré quedarme con sus anillos? Me quedarían muy bien en la cabeza.
—No sé qué fue de ella.
«Es verdad —cayó en la cuenta de repente—. No tengo ni la más remota idea.» Miró la muñeca y se preguntó por qué tanto empeño en conservar esas cosas.
Tenía una biblia en la repisa de la chimenea, en el salón. Estaba relativamente intacta, aunque por supuesto, tenía las hojas abarquilladas por la inmersión en agua bendita. Había eliminado media docena de versículos del Antiguo Testamento relacionados con la brujería; se planteó suprimir el «No matarás» del Éxodo, pero después pensó que junto con el mandamiento podía desaparecer su forma de ganarse la vida.
Después de negarse a pagar el rescate del fantasma de Amelia eliminó también el versículo Ezequiel 44, 25: «No se acercarán a muerto alguno para no contaminarse; sólo por el padre, la madre, el hijo, la hija, el hermano o la hermana que no haya tenido marido se contaminarán».
El no había querido contaminarse o, mejor dicho, seguir contaminándose, por su propia hija muerta, que había acabado ayudando a maldecir desde algún televisor.
Volvió a sonar el teléfono, y levantó el auricular antes de que saltara otra vez el contestador.
—¿Sí?
—¿Señor Torres? —dijo una voz de hombre—. Tengo aquí delante un recipiente de silencio. Tiene doce años y no está metida en ningún tarro.
—Su padre ha venido a verme.
—Como recipiente, lo prefiero a usted. La niña no está mal, pero aún tiene el alma un poco traslúcida y entraría ruido.
A Torres lo asaltaron varias anécdotas sobre metafísicos que acababan por perder la razón a fuerza de estar oyendo constantemente el estruendo de los pensamientos.
—Mi padre ha dejado de jugar a eso —dijo Amelia—, Y ya me ha recuperado.
Torres recordó el saludo que había cruzado con Humberto aquella mañana.
Miró hacia el salón. Pasó la vista por la biblia que tenía en el bastidor, y llegó a los libros que conservaba en un estante, encima de la chimenea: libros de bolsillo, libros de tapa dura con el título grabado en oro, libros con la guarda desgastada... ¿Qué encontraba antes en ellos? Un vínculo con la vida de otras personas que, desde los dieciocho años, no podía obtener de ninguna otra manera. Pero a aquellas alturas tanto le habría dado que estuvieran en blanco: de vez en cuando sacaba uno, lo abría y se esforzaba por leer, con ayuda de la lupa; pero aunque entendía las palabras, era incapaz de seguir el hilo.
«Esa niña es como yo.
»¿Habría conseguido rehacerme si lo hubiese intentado? Debería convencer a su padre para que la ayude a intentarlo.»
—Vaya con la niña al punto de reunión —dijo Torres. Se apoyó en la encimera; a pesar de su resolución, la cabeza le daba vueltas—. Acudiré con sus padres, para que se la lleven.
«Ya estoy muerto —pensó—. Su padre recurrió a mí, pero en el Libro pone que es lícito que haga eso por una hija. Y para mí, para el muerto, es la única forma que me queda de establecer un vínculo con otras vidas, aunque sean de desconocidos.»
—Y usted vendrá conmigo.
—De eso nada —dijo Amelia—. Tiene que traerme ron y caramelos.
En vida, Amelia habría mostrado al menos un poco de preocupación por la niña secuestrada.
«Todos debemos la mente a Dios —pensó Torres—, y quien renuncie a ella hoy, mañana se verá recompensado.»
—Sí —dijo Torres. Cogió la taza de ron y, aunque estaba temblando, lo vertió sobre la cabeza de la muñeca de trapo. El alcohol la empapó y formó un charco en la encimera—. ¿Cuánto es el rescate?
—Una cantidad razonable —le aseguró su interlocutor.
Torres se sintió aliviado; estaba seguro de que todo lo que le quedaba era una cantidad razonable; en cualquier caso, era probable que el secuestrador no se conformara con eso. Encendió el mechero y lo acercó a la muñeca, que quedó envuelta en un resplandor azul con forma de lágrima. Se apartó, dispuesto a golpear las alacenas con un trapo húmedo si prendían. La muñeca carbonizada empezó a deshacerse en pedazos.
Amelia no dijo nada más por el contestador, pero a su padre le pareció oír un largo suspiro. Esperaba que fuera de alivio.
—Tengo una condición —dijo Torres.
—¿Qué?
—¿Tiene una biblia? Entera; sin reparar.
—Puedo comprarla.
—Cómprela y tráigamela.
—De acuerdo. Entonces, ¿trato hecho?
El ron se había consumido, y la muñeca había quedado reducida a una masa negra con unas pocas ascuas. Llenó la taza en el grifo y la volcó encima; se acabó el resplandor.
Suspiró hasta vaciarse los pulmones.
—Sí. ¿Dónde quedamos?
Fin