EL DESTRUCTOR DE VÓRTICES (E.E. Smith)
Publicado en
abril 27, 2017
Instrumentos de seguridad que no protegen. Navíos «insumergibles» sepultados bajo las aguas de la tierra, en los días anteriores al Bergenholm y a la energía atómica y cósmica.
Especialmente, instrumentos de seguridad que, mientras protegen de un agente destructor, atraen como un imán a otro igual o peor. Algo similar a lo que ocurre con los cables aislados que van dentro de las paredes de una casa de madera. Protegen los conductores eléctricos contra un accidental cortocircuito externo pero, puestos en tierra inadecuadamente, como necesariamente tienen que ir, pueden atraer, y en ocasiones han atraído, a la incalculable fuerza del rayo. Entonces, la existencia de la casa, volatilizada, fundida, y llameando incandescente a lo largo, alto y ancho, se contará por minutos.
Había concretamente cuatro pararrayos: los pararrayos que protegían la casa de Neal Cloud, construida de cromo, vidrio y plástico. Aquellas varillas llevaban una adecuada toma de tierra mediante cables de cobre argentífero tan gruesos como el brazo de un hombre fuerte. Porque Neal Cloud, físico atómico, conocía e! rayo y no deseaba correr el menor riesgo en cuanto a la seguridad de su adorable esposa y de sus tres maravillosos hijos.
Pero no sabía, ni sospechaba siquiera, que, bajo ciertas condiciones de potencial atmosférico y de tensión magnéticoterrestre, su perfectamente diseñado sistema de pa- rarrayos podía llegar a ser un gigantesco imán que atrajera a los vórtices volantes de desintegración atómica.
Y ahora, Neal Cloud, físico atómico, aparecía sentado en su despacho con una forzada y triste apatía. Su cara tenía un color blanco mezclado de gris amarillento y sus manos, de prominentes tendones, se asían rígidas a los brazos de! sillón. Sus ojos, enérgicos e inmóviles, miraban fijamente, sin ver, como si traspasaran el pequeño retrato tridimensional de todo lo que constituía la razón de vivir.
Porque su guardián contra el rayo había sido un imán de vórtices en el momento en que un infortunado sujeto había intentado abatir a un vórtice atómico «suelto». Aquel individuo murió, naturalmente (casi siempre morían) y el vórtice, en vez de ser destruido, quedó simplemente desbaratado y se convirtió en una infinidad de energía furiosa e incontrolada, bastante más parecida a un puñado de materia desgajada de un sol que a ninguna otra cosa con la que el hombre esté familiarizado, se precipitó como un meteoro hacia abajo contra la nueva casa de Neal Cloud,
Aquella casa no ardió: simplemente, explotó. Nada de ella, dentro de ella, o alrededor de ella, pudo escapar al desastre. En una fracción de segundo el lugar quedó trans- formado en un cráter de lava hirviente, llenando la atmósfera de vapores venenosos hasta una altura de varias millas e irradiando a todo el espacio circumambiente un torbellino letal.
La catástrofe, cósmicamente, era infinitesimal. Desde que el hombre había aprendido a liberar la energía intraatómica, los vórtices de desintegración habían estado fuera de control. Tales accidentes habían venido sucediendo, sucedían y sucederían indefinidamente. Más de un mundo, quizá, había sido o sería consumido hasta el último gramo por semejantes vórtices atómicos sueltos. Pero poco importaba. ¿Qué importancia real pueden tener unos granitos de arena para una playa oceánica de cinco mil millas de longitud, cien de ancho y diez de profundidad? E incluso para aquel individual granito de arena llamado «Tierra» (o «Sol Tres», como se le denominaba en e! lenguaje moderno,
«Tellus de Sol» o, simplemente, «Tellus») la cuestión era de desdeñable importancia. Había muerto un hombre; pero, al morir, había añadido una página más al gran volumen ya archivado de resultados negativos. El que la señora Cloud y sus hijos hubieran pe- recido también constituía un mero infortunio. El vórtice en sí no era todavía una verdadera amenaza para Tellus. Era una más, y así pasaría mucho tiempo antes de que aquello sucediera, antes incluso de que los vórtices sueltos más antiguos de Tellus hubieran desbastado gran parte de su masa o envenenado su atmósfera, sus científicos habrían resuelto el problema. Resultaba inconcebible que Tellus, el punto de origen, y el centro mismo de la Civilización Galáctica, fueran a dejar de existir.
Pero para Neal Cloud el accidente representaba la mayor catástrofe de su vida. Su universo personal estaba destrozado, en ruinas; lo que quedaba no merecía la pena de recogerlo. El y Jo llevaban casados casi veinte años, y los lazos de unión entre ambos habían sido más fuertes, más profundos, más verdaderos, con e! pasar del tiempo. Y los niños... No podía haber sucedido, no tenía que haberle sucedido precisamente a él. Pero el destino le había jugado aquella pasada. Todos perdidos, perdidos, PERDIDOS...
Y para Neal Cloud, físico atómico, sentado en su despacho con rostro de desesperada y horrible abstracción, cuyos pensamientos taladraban su cerebro como fantasías tétricas, la catástrofe resultaba doblemente irritante a causa de su cruel ironía, porque él era precisamente el segundo, empezando por arriba, del Laboratorio de Investigaciones Atómicas. La tarea de su vida había consistido en buscar el medio de extinguir aquellos mismos vórtices desmandados que le habían destruido cuanto tenía.
Su mirada se concentraba vagamente en el retrato. Sus ojos eran claros, grises, honrados... con arrugas de carácter y humor... unos labios dulcemente curvados dispues- tos a sonreír o a besar...
Apartó la vista del cuadro y se puso a escribir apresuradamente sobre una hoja de papel. Luego, levantándose envarado, tomó el cuadro y se lo llevó mecánicamente, como si fuera un autómata, a través de la habitación, hasta un horno. Como si estuviera depositando una reliquia en un santuario, colocó el bloque de plástico entre dos electrodos, y oprimió un interruptor. Cuando el arco incandescente hubo consumado su obra, Neal Cloud se volvió y entregó el papel a un hombre alto, vestido con un traje de cuero gris, que le había estado contemplando en silencio con ojos comprensivos. Para el iniciado resultará de gran importancia e! hecho de que aquel Laboratorio estuviera regido por un Lensman no adscrito.
—Y después de esto, Phil, ya no me queda más que...
El Lensman gris tomó el documento, lo miró y, lenta y meticulosamente, lo rompió en dieciséis trocitos iguales.
—Oh, no Storm —negó con tono amable—. No admito tu dimisión. Un permiso indefinido, sí; pero no la renuncia.
—¿Por qué? —apenas fue una pregunta; la voz de Cloud salía uniforme, sin acento—.
No valdría ni el papel que estropeara.
—Ahora, no —admitió el Lensman—, pero el futuro ya es otra cosa. Hasta aquí no he dicho nada. ¿Qué podría decir conociéndote a ti y a Jo? —sus dos manos se mantuvieron unidas en un amistoso apretón—. En cuanto al futuro... Creo, sin embargo, que nada puedo decirte mejor que estas cuatro palabras: El tiempo lo borra todo.
—¿Usted lo cree así?
—No lo creo, Storm; lo sé. He vivido mucho. Tú eres un hombre demasiado valioso. El mundo te necesita y no puedes sustraerte a ello. Tienes un puesto en el mundo y volverás... —al Lensman se le ocurrió una idea repentina, y prosiguió hablando en tono alterado—: ¿No irás a cometer la tontería de...? Por supuesto que no. Tú sabes aceptar los infortunios de la vida.
—Descuide, no lo haré. El suicidio no fue nunca la solución a ningún problema.
No era la solución. Hasta aquel momento, el suicidio no había entrado en la mente de Cloud, y lo rechazó al instante. No correspondía a la clase de hombres que toman el camino más fácil.
Tras una breve despedida, Cloud se dirigió a! ascensor y descendió al garaje. Subió a su formidable Dekhotinsky Dieciséis Especial azul y emprendió la marcha.
El tráfico era tan denso que los protectores y parachoques de su coche pasaban rozando a los demás, mientras iba conduciendo con su habitual pericia y sangre fría; ni aún conscientemente se daba cuenta de que había otros vehículos a su alrededor. Aminoraba la marcha, hacía un giro, paraba, aceleraba al máximo, todo ello en correcta respuesta, puramente automática, a las señales luminosas de todas clases y colores. Conscientemente, ni siquiera sabía adonde iba, ni le importaba. Y si realmente pensaba algo, su entumecido cerebro sólo le permitía intentar evadirse de su propia y amarga imaginación. Si realmente pensaba algo, debía saber que era una evasión inútil, sin esperanza. Pero no pensaba: simplemente actuaba, en silencio, comido por la angustia. Sus ojos veían ópticamente, su cuerpo reaccionaba de manera mecánica, su cerebro pensante estaba totalmente vacuo.
Se lanzó vertiginosamente por una vía suburbana elevada, para entrar en la superautopista transcontinental. Luego fue cortando calle tras calle hasta desembocar en otra vía «ilimitada». Ilimitada, se entiende, salvo que era limitada para coches de no menos de setecientos caballos de fuerza, en perfectas condiciones mecánicas y guiados por conductores inscritos y capacitados para conducir a velocidades no inferiores a ciento veinticinco millas por hora. Al llegar a la estación de control, encendió su número de registro y empujó el pie derecho hasta el fondo del acelerador.
Todo el mundo sabe que un Dekhotinsky Deportivo ordinario hará las ciento cuarenta millas bien medidas en una hora completa, pero que muy pocos conductores ordinarios han llegado a comprobar lo que es capaz de correr uno de esos fabulosos Dieciséis. Sencillamente, no han llegado a obtener el rendimiento de su velocidad máxima.
Cloud «Storm» lo obtuvo aquel día. Aguantó a aquel Juggernaut de dos toneladas y media en una carretera abierta durante dos horas cumplidas. Pero de nada le sirvió. No podía dejar atrás los recuerdos que le acompañaban. Allí estaban Jo y los niños. Pero, más que nada, estaba Jo. El coche era de Jo tanto como suyo. Era Jo quien lo había bautizado con e! cariñoso sobrenombre de «Babe, el gran buey azul» porque, al igual que la fabulosa bestia de Paul Bunyan, le faltaba muy poco para tener seis pies entre ojo y ojo. Todo lo que había tenido el matrimonio durante su vida había sido así. Ella iba ahora acompañándole sentada junto a él. Cada recuerdo cariñoso, dulce, grato, amable, de su esposa, iba a su lado; y detrás, tan sólo al alcance de! rabillo del ojo, estaban los tres niños. Y delante, para el resto de su vida, un vacío más grande y desierto que el que cubre los espacios intergalácticos. ¡Imposible! No podía seguir soportando mucho más tiempo aquella...
Allá al frente, al fondo de la carretera, aparecía encendido un octágono de color rojo brillante. Significaba ¡«STOP»! en cualquier idioma. Cloud soltó el pie del acelerador y pisó sus potentes frenos. Se detuvo ante el puesto de control, y un oficial de impecable uniforme le dijo gesticulando:
—Lo siento, señor, pero tendrá que desviarse. Junto a esta carretera hay un vórtice atómico suelto...
—¡Oh! Pero si es el doctor Cloud... —los ojos del policía brillaron con la señal del reconocimiento—. No le había reconocido al principio. Hasta dentro de dos o tres millas más adelante no tendrá que ponerse el traje protector... Bueno, eso no lo sabe nadie mejor que usted. No nos dijeron que lo habían mandado llamar. Es una buena noticia; lo único que sabíamos es que trataban de desviar la tormenta hacia el cañón mediante fuertes presiones.
—No me mandaron llamar —repuso Cloud, tratando de sonreír—. Sólo estaba dando una vuelta, y ni siquiera traigo mi traje protector. Así que sospecho que tendré que volverme atrás yo también.
Dio media vuelta con el Especial. De modo que un nuevo vórtice suelto... Podía haber un centenar de ellos diseminados por un radio de doscientas millas. Eran hermanos del que había exterminado a su esposa e hijos, la infernal prole de aquel maldito vórtice Número Once al que había intentado destruir el incompetente y desmanotado estúpido... A su mente acudió la imagen penetrante del Número Once, tal como lo había visto la última vez, y simultáneamente le sacudió una ¡dea como un enorme puñetazo.
Se puso a pensar. Ahora pensaba «realmente»: era un pensamiento claro, intenso, convincente. Si pudiera hacerlo... Si consiguiera apagar la llama atómica de un vórtice atómico... No era exactamente una venganza, pero... ¡Por las ardientes entrañas del Klono! ¡Sería posible lo que pensaba! ¡Tenía que serlo!
Y, con ceño torvo y silencioso, pero despierto en todas las fibras de su ser, Cloud regresó a la ciudad con la misma rapidez con que había huido de ella.
Si el Lensman quedó sorprendido por la súbita reaparición de Cloud en el laboratorio, no lo demostró en lo más mínimo. Tampoco hizo el menor comentario cuando el que había sido su primer ayudante comenzó a manipular en armarios, cajones, medidores, bobinas, trajes, válvulas y otros atavíos e instrumentos.
—Creo que eso era todo cuanto necesitaba, jefe —dijo finalmente Cloud—. Aquí tiene un cheque en blanco. Si este material no diera resultado, rellene el cheque a su voluntad, ¿quiere?
—No —contestó el Lensman, rompiendo el cheque exactamente igual que lo había hecho con el impreso de renuncia—. Si deseas el material para unos propósitos legítimos, ha de ser en el servicio de Patrulla y corriendo los riesgos propios de ella. Si, por el contrario, lo que pretendes es destruir un vórtice, ese material no saldrá de aquí. Es una orden terminante, Storm.
—Tiene razón y a la vez está equivocado, Phil —declaró Cloud sin la menor timidez—. Efectivamente, me propongo volar el vórtice Número Once con duodec, pero no como un pretexto para el suicidio, como cree usted.
—¿De qué forma piensas hacerlo? —el interrogante del corpulento Lensman llevaba implícito un marcado escepticismo—. No podrás conseguirlo si no es debido a un accidente fortuito, casi imposible de producir. Tú mismo has sido de todos nosotros el que más se ha opuesto a esos intentos suicidas.
—Lo sé; no tuve la solución hasta hace pocas horas. Se me ocurrió de golpe. Es curioso que lo haya tenido siempre a la vista y no se me ocurriera antes.
—Esto es lo que ocurre con la mayoría de problemas —admitió el jefe—. No es evidente hasta que uno no da con la ecuación clave. Bueno, desearía llegar a convencer- me de ello, pero te aseguro que no te será fácil hacerlo. De todos modos, será otro quien realice el trabajo, no tú.
—Cuando lo haya conseguido se dará usted perfecta cuenta de por qué tengo tanta necesidad de hacerlo yo mismo. ¿Pero por qué me va a ser tan difícil convencerle?
—Debido a la variabilidad —respondió el viejo—. Para que la carga de explosivos resulte efectiva en el momento del impacto, debe coincidir, dentro de unos límites muy reducidos, con la actividad del propio vórtice. Una carga demasiado pequeña hará que se convierta en varios vórtices diseminados que, si bien son inferiores al original, son, sin embargo, lo suficientemente grandes como para subsistir por sí mismos. Si la carga es demasiado grande, entonces reavivará al vórtice original, aún mayor, en su primitivo cráter. Y varía tanto la actividad de ambos en cuanto a magnitud, máxima y mínima, y su ciclo resulta tan errático (ya que puede discrepar de segundos a horas, aparentemente sin ton ni son) que han fracasado totalmente cuantas tentativas se han hecho en cualquier instante predeterminado. Ni siquiera lograron resolverlo Kinnison, ni Cardynge, ni la Conferencia de Científicos... como tampoco consiguieron producir un haz tractor que actuara a manera de sirga sobre los vórtices.
—Pero descubrieron —objetó Cloud— que era susceptible de pronosticarse, al menos por breves segundos (la longitud del tiempo es directamente proporcional a la longitud del ciclo en cuestión), mediante una prolongación del cálculo de las superficies curvadas.
—¡Hum! —resopló el Lensman—. ¿Y qué? ¿De qué serviría una previsión de diez segundos, cuando a una máquina calculadora le costaría una hora el resolver las ecuaciones...? ¡Oh...! —se interrumpió, mirándole con asombro—: ¡Oh! había olvidado que eres un calculador insuperable, un prodigio nato en matemáticas que jamás necesitó utilizar la máquina calculadora, ni siquiera para computar una órbita... Pero hay otras cosas.
—Las hay, y muchas. Naturalmente, ya he tenido en cuenta el ángulo calculador; pero había otras cosas mucho más difíciles de solucionar que la propia variabilidad...
—¿Cuáles? —preguntó el Lensman.
—El miedo —replicó hoscamente Cloud—. Nada más pensar en que puedo encontrarme luchando a brazo partido con un vórtice se me paraliza el cerebro. Es el mie- do inconfundible, puro y natural que el ser humano tiene? la muerte, el miedo que hace perder al hombre su dominio sobre sí mismo y le hace ver la misma muerte que tan penosamente está tratando de eludir. Eso era lo que me detenía.
—Bien... puede que tengas razón —ponderó el Lensman, repiqueteando sordamente sobre su mesa con los dedos—. Y, ahora, ya no tienes miedo a la muerte; ni siquiera subconscientemente. Pero asegúrame una cosa, Storm: dime que no la vas a invitar.
—No la invitaré, señor. Sobre todo ahora que tengo una misión por cumplir. Pero eso es todo cuanto puedo prometer. No haré ningún esfuerzo sobrehumano para evitarla. En consideración a mi deber, adoptaré las debidas precauciones pero, si me vence, nada importa. Cuanto más rápido suceda, mejor; antes me habré reunido con Jo.
—¿De veras lo crees así?
—Implícitamente.
—Entonces, los vórtices son tan buenos como apagados Su oportunidad de acabar con la Patrulla no son mayores que las de Boskone.
—Eso pienso —dijo casi malhumorado—. La única oportunidad que tiene de vencerme es si cometo un error, cosa que no creo.
—¿Cuál será tu ángulo? —preguntó el Lensman con los ojos iluminados por el interés—. No podrás emplear el ataque acostumbrado; tu tiempo va a ser demasiado breve.
—Algo así —dijo Cloud. Y, tomando una hoja de papel de dibujo, trazó un croquis rápidamente—. Aquí está el cráter, con el vórtice al fondo. Por medio de los instrumentos de observación o desde un armazón acorazado de mi invención, obtendré los datos relativos a masa, emisión, máxima, mínima, etcétera. Entonces les encargo que me preparen tres bombas de duodec, una equivalente a la actividad que me propongo atacar, y las dos restantes con una tolerancia de un cinco por ciento en más y en menos con relación a la cifra obtenida, embaladas en cajas de neocarballo y de una consistencia computada exactamente para que aguanten hasta encontrarse sobre el centro del vórtice. Entonces, yo me lanzo en un traje volante, blindado y protegido, digamos por aquí...
—En ese caso, además del traje, deberás utilizar un «flitter» monoplaza —le interrumpió el jefe—. Son demasiados instrumentos para un traje, y no digamos las bombas. Además, necesitarás mayor protección de la que puede proporcionarte un traje. No nos será difícil transformar un «flitter» en bombardero.
—Cielos, eso sería mucho mejor. En tal caso, puedo dirigir mi «flitter» en una trayectoria de proyectil así, cuyo objetivo será el centro del vórtice, ¿comprende? A diez segundos de distancia, aproximadamente en este punto, tomo las lecturas instantáneas, resuelvo las ecuaciones sobre la superficie curvada para cierto tiempo cero...
—¿Y si el ciclo no te permite dar con la solución en diez segundos?
—Entonces seguirá probando hasta que me lo permita.
—Y si no es una vez, será otra.
—Exactamente. Entonces, teniendo todo dispuesto para el momento cero, y suponiendo que la actividad esté próxima al valor postulado...
—Suponte que, no sucede así —gruñó el jefe.
—Entonces aceleraré o desaceleraré...
—¿Resolviendo nuevas ecuaciones al mismo tiempo?
—Claro; sin interrupción de clase alguna, hasta que la actividad, calculada en el momento cero, coincida con una de mis bombas. Entonces suelto dicha bomba, me lanzo en un viraje brusco y, ¡ZASSS!, adiós muy buenas —terminó haciendo un gesto expresivo con una rotación del brazo.
—Bonito panorama —dijo el Lensman lleno de dudas—. Y tú, mientras tanto, cogido en medio de la explosión, con dos bombas de duodec pegadas al traje o dentro del «flitter».
—Oh, no. Me habré desprendido de ellas varios segundos antes y no me explotarán encima.
—Eso espero. ¿Pero te has dado cuenta de lo atareado que vas a estar durante esos diez o doce segundos?
—Perfectamente— repuso Cloud, y su rostro se volvió sombrío—. Pero me hallaré en pleno control de mis actos. No tendré miedo a nada de lo que suceda; «a nada». Y ahí está precisamente el mal —terminó en voz baja.
—Qué demonio, adelante con ello —aceptó finalmente el Lensman—. Hay todavía muchas coses que no nos han mencionado, pero probablemente podrás solucionarlas so- bre la marcha. Creo que voy a ir a echar una mano a los muchachos de la estación de alerta mientras haces los preparativos. ¿Cuándo opinas que podrás salir?
—¿Cuánto tardarán en tener listo el «flitter»?
—Un par de días. ¿Qué te parece el sábado por la mañana?
—El sábado, diez, a las ocho en punto. Allí nos veremos.
Y nuevamente Neal Cloud y Babe, el gran buey azul, volaron sobre la carretera. Y a medida que iba tragando millas, el físico rumiaba dentro de su mente la misión que se había impuesto a sí mismo.
Al igual que el fuego, sólo que peor, la energía intraatómica era un buen servidor, pero un dueño implacable. El hombre la había liberado, realmente, antes de dominarla. De hecho, todavía no estaba regulada por completo, ni tal vez lo estuviera nunca. Lo estaba en cuanto a ciertas dimensiones y actividades. Aquellas elementos de autolimitación, contados a millones, eran los servidores. Podían ser manejados, aislados, controlados; en verdad, de no ser sometidos a un excitante bombardeo y a una cuidadosísima alimentación, escaparían al control. Y, de cuando en cuando, debido a alguna de la docena de razones ignotas, ya que la ciencia conocía fundamentalmente muy poco sobre la verdadera interioridad de las reacciones intra-atómicas, uno de aquellos reducidos y domesticados vórtices de autolimitación se transformaba en otro mayor y autosuficiente, igual que una nova. Entonces dejaba de ser un servidor para convertirse en un dueño. Tales transformaciones se producían, quizá, sólo una vez o dos a lo largo de un siglo sobre la Tierra. Lo malo era que no desaparecían jamás, que seguían existiendo como una amenaza «permanente». Y jamás se obtenían referencias porque, cada vez que se presentaba la ocasión, arrasaban lo que caía a su paso. Todo instrumento u objeto sólido dentro de un radio de cien pies se derretía en la grasienta y ennegrecida escoria hirviente de su cráter.
Por suerte, la proporción de su desarrollo era lenta; casi tan lenta como persistente, pues, de lo contrario, a la civilización apenas si le quedaría un poco de sitio en el planeta. Y a menos que se lograra hacer algo antes de no muchos años acerca de los vórtices sueltos, las consecuencias iban a ser realmente graves. Esta era la razón de que, se hubiera creado este laboratorio.
Hasta entonces, nada se había conseguido realmente. El haz tractor que habría desviado a los vórtices aún no estaba proyectado. No podía emplearse ningún elemento material, pues se disgregaba. Desde hacía algún tiempo se empleaban los rayos dé presión que desviaban los vórtices hacia los desiertos, a no ser que resultara más económico el dejarlos enseñorearse de las tierras que devastaban. Con un poco de suerte, valiéndose del duodec, habían conseguido desmenuzarlos en otros muchos pequeñísimos, autolimitados. El duodecaplilatomato era el explosivo detonante más poderoso y terrorífico jamás inventado en todos los planetas conocidos de la Primera Galaxia. Pero se había cobrado un pavoroso desquite en vidas y materia. El duodec, asimismo, había causado mayores daños que los remediados, toda vez que desperdigaba generalmente al vórtice en lugar de extinguirlo.
Ni que decir tiene que se habían ofrecido infinidad de proyectos con gran variedad de fantasías. Algunos de ellos hasta parecían practicables. Otros habían sido probados, y algunos estaban siendo experimentados. Había uno, que parecía ir ganando mayores partidarios, consistente en construir una colosal estructura hemisférica bajo el terreno y alrededor del vórtice, instalando un dispositivo de disparo a control remoto para hacer volar toda el área, lo cual resultaba tal vez factible desde el punto de vista de la ingeniería. Eran proyectos capaces de ocasionar daños tan grandes que no se experimentaban como no fuese bajo las mayores condiciones de seguridad. En suma, que la represión de los vórtices sueltos seguía siendo un problema sin resolver.
El vórtice Número Uno, el más antiguo y el peor de los conocidos en Tellus, había sido desviado hacia tierras incultas, y allí, a las ocho en punto del día 10, Cloud comenzaba a trabajar sobre él.
La «estación de observación», en vez de ser una desvencijada estructura como podía dar a entender la despreocupada terminología del Lensman, era, de hecho, todo un observatorio plenamente equipado. Su personal no era numeroso; constaba de ocho hombres, que trabajaban en tres turnos alternos de ocho horas a razón de dos hombres en cada turno. ¡Pero los instrumentos...! Para desarrollarlos se habían requerido cientos de años humanos de tiempo y auténticos milagros de investigación, sin desdeñar los problemas que había entrañado el desarrollo de los conductores protegidos capaces de pasar, a través de pantallas de fuerza quíntuples, los impulsos transformados de las mismas radiaciones contra las cuales aquellas pantallas eran muy efectivas. Porque el laboratorio, así como sus largos accesos, debía de estar fuertemente protegido; sin semejante protección, no podrí* existir allí la vida.
Este problema y muchos más se habían resuelto, no obstante, y allí estaban los instrumentos. Cada fase y factor de la existencia y actividad del vórtice se medían y registraban continuamente, a lo largo de cada minuto de cada día de cada año. Y los datos obtenidos se resumían e integraban en una gráfica «Sigma». Esta gráfica, si bien aparecía tan sólo como una línea tortuosa y sin sentido para el profano, constituía una completa fuente de información a los ojos del iniciado en la materia.
Cloud contempló la gráfica «Sigma» correspondiente a las últimas cuarenta y ocho horas y frunció el ceño, porque una punta sobresaliente de la línea, de una hora escasa de existencia, apuntaba ahora sobre la línea superior del diagrama.
—Mal asunto, ¿eh, Frank? —gruñó.
—Bastante malo, Storm. Y va empeorando —asintió el observador—. No me sorprendería que Carlowitz estuviera en lo cierto; si no se está preparando para reventar por su parte alta, yo soy una tía solterona de Zabiskan.
—No hay periodicidad ni ecuación, desde luego. —Fue una afirmación, no una pregunta.
El Lensman ignoró completamente, al igual que el observador, aunque con menos petulancia, la clara posibilidad de que, en cualquier momento, el laboratorio y todo su contenido quedase desintegrado.
—Nada en absoluto —añadió llanamente Cloud. El no necesitaba pasarse largo tiempo ante una máquina calculadora. De un solo vistazo ya sabía, ignorando más razones, que no sería posible establecer una ecuación que--se ajustara siquiera a la situación ascendente de aquella gráfica «Sigma» desenfrenada y cambiante—. Pero la mayoría de los ciclos cortan esta ordenada aquí (siete cincuenta y uno), y así lo tomaré para mis cálculos. Esto significa un 9,9, o seis kilogramos de carga básica de duodec, con la alternativa de un cinco por ciento en más y en menos. La proposición ha de ser de cincuenta y tres milímetros de neocarballoy como base. ¿Está listo?
—Todo como dijiste —le informó el observador—. Lo tendrán aquí dentro de quince minutos.
—¡Rayos, a vestirse tocan! ¿Qué estoy esperando?
El Lensman y el observador le ayudaron a ponerse el engorroso y gruesamente acolchado traje blindado. Comprobaron todos los instrumentos del mismo, asegurándose de que los dispositivos de protección y seguridad funcionaban con plena eficiencia. Luego, los tres se encaminaron hacia el «flitter». Realmente, era una canoa supersónica, un torpedo de cortas alas y grotescos timones multidireccionales a base de cohetes propulsores que actuaban en cualquier sentido, en completa maniobrabilidad. Pero éste tenía algo más que no llevaban los «flitters» ordinarios: en torno a su aguda proa, debidamente espaciados, asomaba la boca, abierta como en un bostezo, de un lanzabombas triple.
Nuevas comprobaciones. El Lensman y el blindado Cloud sabían que cada uno de las docenas de instrumentos, a bordo del «flitter», funcionaban con precisión; sin embargo, todos fueron comprobados con los instrumentos maestros del laboratorio.
Cuando llegaron las bombas, las cargaron y Cloud, agitando el brazo en un descuidado saludo, subió al diminuto compartimiento de pilotaje. El «flitter» carecía de cámara reguladora de presión, pues su espacio no se lo permitía. La masiva puerta quedó herméticamente cerrada sobre sus juntas de fibra y sus pesadas palancas encajaron en sus lugares. Una forma acolchada descendió sobre el piloto inmovilizado su cuerpo, a excepción de brazos y piernas.
Luego, después de asegurarse de que sus dos compañeros se habían puesto a cubierto, Cloud disparó el «flitter» al aire en dirección al hirviente infierno que era el Vórtice Atómico Suelto Número Uno. Porque, sin lugar a dudas, era un infierno hirviente.
Su cráter tenía un reborde altamente irregular, con una milla completa de diámetro y, tal vez, un cuarto de profundidad. No era, sin embargo, un cono perfecto porque su fondo, al hallarse en gran parte en fusión debido a la incandescencia, se encontraba prácticamente horizontal, salvo una depresión en su centro, donde realmente se localizaba el vórtice. Las paredes de la depresión eran escarpadas y llenas de accidentes, variando en elevación y forma según la dureza y resistencia de los estratos que las componían. Sus secciones ora se tornaban de un vapor cegador e insoportablemente blanco que salía al exterior en llamaradas ígneas, ora se enfriaban merced a una bo- canada de aire para cambiar a un rabioso escarlata, mientras que de sus entrañas brotaba un indolente río de lava. En ocasiones, una parte de su pared adoptaba incluso un tono negro, cubriéndose de escorias volcánicas o de brillantes estratos obsidianos.
Pero siempre, desde cualquier parte, se estaba infiltrando en el cráter un enorme volumen de aire. Se precipitaba dentro, en forma de aire ordinario, pero luego salía despedido hacia arriba como una columna rabiosa y ensoberbecida, totalmente transformado. Nadie sabía, ni aún sabe, qué cambio, operan los vórtices sueltos en las moléculas y átomos del aire. En efecto; debido a la extrema variabilidad, ya referida, probablemente su acción es sucesiva, sin que vuelva a repetirse dos veces.
De lo que no hay duda es de que existe de hecho una escasa combustión; es decir, salvo la forzosa combinación del nitrógeno, argón, xenón y criptón con el' oxígeno.
Hay, sin.embargo, consunción, mucha consunción. Y lo que ocasiona el increíblemente intenso bombardeo resulta transformado. Y su alteración es tan profunda y desconocida que la atmósfera salida del cráter ya no es, en modo alguno, como el aire que conocemos. Puede que sea corrosivo, tal vez venenoso, en sus múltiples formas; a lo mejor es simplemente distinto. Pero de lo que no cabe duda es de que ya no se trata del mismo aire que los seres humanos estamos acostumbrados a respirar. Y es esta amenaza, lo que acabaría con la posibilidad de vida sobre la superficie de la Tierra.
Resulta verdaderamente difícil describir el aspecto de un vórtice atómico suelto para quienes nunca vieron uno, como por fortuna no lo han visto la mayoría de las personas. Prácticamente, toda su aterradora radiación está en aquellos octavos del espectro que resultan invisibles al ojo humano. Basta decir, pues, que tenía una temperatura media efectiva en su superficie de unos quince mil grados absolutos (dos veces y media más fuerte que el calor reinante en el sol de Tellus), y que estaba irradiando, a aquella incomprensible temperatura, toda frecuencia posible, liberando así el aire hacia el exterior. Y, mientras tanto, Neal Cloud, lleno de espanto, traspasaba con su «flitter» aquella lóbrega y letal atmósfera, estableciendo ecuaciones tomadas de sus aparatos medidores y resolviéndolas casi instantáneamente con su prodigioso cerebro matemático. Porque el nivel de actividad, incluso en sus depresiones más bajas, resultaba muy por encima del nivel que había previsto. La piel le picaba y comenzaba a quemarse. Los ojos le escocían y le dolían. No ignoraba lo que significaban aquellos síntomas; ni siquiera 'las poderosas pantallas protectoras del «flitter» lograban contener la radiación. Ni su traje protector ni sus gafas especiales conseguían librarle de lo que se infiltraba dentro del «flitter». Pero aún no se daba por vencido. La actividad descendería probablemente en un momento dado. Si esto sucediera, tenía que actuar rápido. Por otra parte, también podía volar en pedazos de un instante a otro.
Existían dos escuelas matemáticas a este respecto. Una sostenía que el vórtice, sin ninguna carga esencial en su condición o naturaleza física, seguiría aumentando sus proporciones; seguiría creciendo indefinidamente hasta que, en unión de los otros vórtices del planeta, hubiera convertido en energía toda la masa del mundo.
La segunda escuela, de la que el susodicho Carlowitz era el más patente portavoz, afirmaba que, alcanzado cierto grado de desarrollo, la energía interna del vórtice alcanzaría proporciones tan fabulosas que no podría mantenerse el equilibrio generación - radiación. Aquello, por supuesto, daría lugar a una explosión, cuya naturaleza y consecuencia solían ser explicadas insistentemente por el matemático Carlowitz, con malsano deleite profesional. Ninguna escuela, sin embargo, podía probar su teoría, o la probaba basándose en sus imperfectas matemáticas, pero entre ellas se odiaban y menospreciaban ruidosa y encarnizadamente.
Y ahora que Cloud estudiaba a través de sus casi opacas defensas a aquella indescriptible bola de fuego devoradora, a aquella monstruosidad arrolladura que pudo haber salido de la fosa más profunda de los ardientes infiernos mitológicos, se sentía poderosamente inclinado en favor de Carlowitz. No parecía posible que cualquier explosión fuera atraer (mayores males de los ya existentes. Y estaba persuadido de que, con tal explosión, aquella amenaza sería triturada y desintegrada en millas a la redonda, totalmente hecha trizas.
La actividad del vórtice se mantenía alta, demasiado alta. En la pequeña cabina de mando del «flitter» la temperatura seguía aumentando. Le aumentaba el dolor de los ojos, y cada vez le quemaba más la piel. Presionando un botón de comunicación, habló:
—Phil; quiero tres bombas más. Igual a éstas, pero de mayor potencia.
—Conforme pero, si haces eso, el descenso habrá de ser al mínimo —le advirtió el Lensman—. Es totalmente imprevisible, ya sabes.
—Es posible. Tendré que olvidarme del cinco por ciento de margen y picar de morro. Ahora o nunca. Pídame dos más; una, la mitad de las que tengo aquí, y la otra el doble. Facilitó las cifras para la carga y el envoltorio de los explosivos—. ¡Ahí Rómpame un tarro de ese mejunje contra las quemaduras. Me estoy derritiendo de calor.
Cloud aterrizó. Se despojó de todas sus ropas, y el observador le estuvo embadurnando hasta la última pulgada cuadrada de su epidermis con aquella pasta espesa que servía no sólo como una pantalla altamente eficaz contra las radiaciones, sino también como un buen remedio para nuevas quemaduras. Igualmente, se cambió las gafas por otro par de mayor grosor, más fuertes y más oscuras. Llegaron las dos bombas pedidas, y las sustituyeron por dos de la carga original.
—Mientras estaba allá arriba se me ocurrió una idea —dijo entonces Cloud a los observadores—. Veinte kilogramos de duodec no es precisamente un cohete verbenero, pero ¿qué menos podemos lanzar? ¿Tienen ustedes idea de lo que va a ser de la energía que hay encerrada dentro del vórtice cuando lo haya volado?
—Me lo imagino —repuso el Lensman frunciendo el ceño pensativo—. Pero carezco de datos.
—Lo mismo me ocurre a mí. Pero creo que harían muy bien en retirarse a la nueva estación; a dónde tenían pensado protegerse si las cosas empeorasen.
—Pero ¿y los instrumentos...?
El Lensman no estaba pensando en los instrumentos en sí, que, carecían de valor comparados con la vida humana, sino en las grabaciones que aquellos instrumentos proporcionarían. Estas grabaciones tenían un valor incalculable.
—Ya lo grabaré yo también en cinta a bordo del «flitter» —le recordó Cloud.
—Pero suponte que...
—¿Qué el «flitter» no consigue su propósito? En tal caso la estación no servirá de nada. ¡Qué equivocado estaba Cloud!
—Pues, por si acaso, nos iremos cuando tú te retires —decidió el jefe.
Cloud se encontró de nuevo en el aire, dándose cuenta de que la actividad, si bien era alta, no lo era demasiado, y fluctuaba con excesiva celeridad. No conseguía disponer de cinco minutos que se ajustaran fielmente a lo previsto, y mucho menos de diez. De forma que se puso a esperar, lo más cerca de aquel horrible centro de desintegración que le permitía su arrojo.
El «flitter» se hallaba suspendido en el aire, inmóvil, haciendo silbar suavemente sus cohetes de sustentación. Cloud conocía a la milésima su altitud sobre el suelo. Sabía con increíble precisión la distancia que le separaba del vórtice. Conocía igualmente, con la misma certeza, la densidad de la atmósfera y la velocidad y dirección exacta del viento. Y de ahí que, al poder leer con la suficiente proximidad las momentáneas variaciones de las ciclónicas tormentas que se agitaban dentro de cráter, también le era posible computar con gran facilidad el curso y velocidad necesarios para arrojar la bomba en el centro exacto del vórtice en una fracción de tiempo dada. La parte más peliaguda, lo que nadie había conseguido hacer hasta entonces, era pronosticar, con la antelación útil necesaria, hasta dónde debía aproximarse a la actividad cuantitativa del vórtice, con posibilidad de éxito. Porque, como ya se había dicho, tenía que volarlo por exceso no por defecto, pues en este último caso no conseguiría más que desperdigar al vórtice por todo el Estado.
Por consiguiente, Cloud centró toda su atención en los instrumentos de medición que tenía delante; se concentró con toda la fuerza de las fibras de su ser, con todas las células de su cerebro.
De pronto, casi imperceptiblemente, el diagrama «Sigma» dio signos de horizontalidad. En aquel instante, el cerebro de Cloud comenzó a trazar simultáneas ecuaciones, nueve de ellas implicando factores desconocidos, una integración en cuatro dimensiones. Pero no importaba; Cloud las fue resolviendo laboriosamente, un factor cada vez. Sin poder explicarse cómo había llegado a ello, supo la respuesta, exactamente Igual que es capaz de percibir el poselniano o el rlgeliano cada partícula componente por separado de un sólido opaco tridimensional, sin poder explicar cómo trabaja su sentido de la percepción. Eso era cuanto sabía.
De cualquier modo, en virtud de un sentido o facultad que caracteriza a todo prodigio matemático, Cloud supo que, en el tiempo de ocho segundos y tres décimas a partir de aquel instante observado, la actividad del vórtice se hallaría ligeramente, aunque no mucho, por debajo del coeficiente de su bomba más pesada. Con otro arranque mental de su cerebro, supo exactamente la velocidad que precisaría. Su mano accionó sobre los mandos, su pie derecho piso enérgicamente a fondo contra e! botón de disparo y, aunque el trepidante «flitter» se disparó hacia abajo en una aceleración de ocho gravedades telúricas, Cloud sabía a la milésima de segundo cuánto tiempo tendría que mantener aquella aceleración para lograr la velocidad requerida. Si bien no resultaba realmente larga en cuanto a tiempo, sí lo era respecto a la incomodidad que implicaba. Le llevó mucho más cerca de vórtice de lo que había pretendido; en efecto, se encontró justamente sobre el propio cráter.
Pero mantuvo el curso calculado y, en el preciso instante, cortó la marcha y soltó la bomba más grande. Entonces, con una rapidez que sólo dejaba ver una mancha de su imagen aceleró nuevamente hasta las ocho gravedades y comenzó a describir círculos como sólo es capaz de hacerlo un «speedster» o un «flitter». Prácticamente inconsciente debido al terrible efecto de la aceleración lineal y angular, Cloud lanzó las dos bombas pe- queñas. No le importaba que no cayeran en el centro del cráter ni cerca del observatorio, pues ya lo había previsto. Luego, sin esperar a completar el círculo o a enderezar el vuelo del vehículo, la mano de Cloud se asió a la palanca cuyo cierre accionaría al Bergenholm y dejaría al «flitter» libre de inercia.
Demasiado tarde. Aquello parecía un infierno, con el pequeño vehículo velocísimo aún inerte. Sin embargo, Cloud se había movido rápido. Su entrenado cuerpo y mente habían estado trabajando con la mayor rapidez y en perfecta coordinación. Simplemente, había faltado tiempo, Si hubiera dispuesto del tiempo deseado, diez segundos completos, o siquiera nueve, lo habría conseguido, pero...
A partir de entonces, a pesar de lo que había sucedido, Cloud defendió su acción.
¡Tenía que alcanzar la lectura 8,3 de segundo! Otra décima de segundo y la bomba no caería a tiempo, no llevaría la deriva del cinco por ciento que necesitaba. Y ahora ya no podía tampoco esperar a otra ocasión. Sus pantallas protectoras ya no resistían más y, si aguardaba a que se presentara otra ocasión, quedaría carbonizado dentro de su puesto.
La bomba salió disparada y fue a hacer impacto directo, exactamente en el lugar deseado. Su penetración fue perfecta. La envoltura de neocarballoy sólo resistió el tiempo necesario, y la terrorífica carga de duodec hizo explosión si no exactamente en el centro del vórtice, al menos sí lo suficientemente cerca de él como para cumplir su cometido. En otras palabras; las suposiciones de Cloud resultaron en extremo aproximadas. Pero el tiempo, en conjunto, había sido demasiado corto.
No había salido el «flitter» del cráter cuando la bomba hizo explosión. Pero no fue sólo la explosión de la bomba; los pronósticos de Cloud quedaron materializados y, además, la descomunal energía del vórtice se fundió con la del duodec detonante para formar un todo completamente incomprensible.
En parte, el infernal torrente de lava hirviendo que había dentro de aquella diabólica caldera fue impulsado hacia abajo por la imponente fuerza de la explosión y, en parte, fue arrojado fuera en masas, en gotas y a torrentes. Y los enfurecidos aires provocados por la explosión acometían contra los fragmentos, los hacían añicos, y los arrojaban todavía con mayor violencia en su carrera. Y solidificado, golpeaba impetuoso contra las paredes del cráter, arremetiendo con tal furia que hacía derrumbarse hacia afuera la muralla pétrea y compacta, para abrir brechas irregulares en torno al cráter, por donde salían los gases chirriantes que luego se mezclaban con la atmósfera.
Por otra parte, la onda expansiva originada, o los fragmentos volantes, o lo que fuera, alcanzó también a las dos bombas sueltas y las hizo explotar, añadiendo su contribución a la ya de por sí formidable concentración de fuerza. No se encontraban tan cerca del «flitter» como para destruirle, pero sí lo suficiente como para no hacerle ni a él ni a su piloto'ningún bien.
La primera terrorífica sacudida alcanzó al «flitter» cuando la mano derecha de Cloud se encontraba en el aire, dirigiéndose al panel para manipular en el Berg. El impacto agitó su brazo hacia abajo y a un lado, haciendo que se fracturasen los dos huesos del antebrazo al ser golpeado contra el borde del cuadro. Cuando llegó la segunda conmoción, un instante después, quedó rota su pierna izquierda. Entonces empezó el desastre.
Pedazos de rocas sólidas o semifundidas aporreaban el casco del «flitter», destruyéndole las alas y los timones de profundidad. Incandescentes bloques de escoria derretida se precipitaban contra los cohetes y toberas, que después se solidificaban y los ocluían. El endeble artefacto volador había caído presa de aquellas descomunales fuerzas que le llevaban de aquí par allá sin poder resistirse a ellas, lo mismo que una hoja suelta a merced de las aguas de unas cataratas. Y el cerebro de Cloud se encontraba tan hueco como un huevo, a causa de las violentas concusiones que caían sobre él desde tan distintas partes y casi todas al mismo tiempo. Sin embargo, con un solo brazo, una sola pierna y las pocas células de su cerebro que todavía le funcionaban, el físico seguía lu- chando.
Haciendo un supremo esfuerzo de. voluntad y nervio, desplazó su mano izquierda sobre el teclado giratorio del interruptor del Bergenholm. Lo impulsó y, en el momento de cerrarlo, descendió sobre él una inmensa y tranquila paz, como si fuera un manto. Porque, afortunadamente, el Berg seguía funcionando; el «flitter» y cuanto llevaba a bordo se encontraba libre de inercia. Nada importante podía golpearle y producirle ningún mal. Ahora podía fluctuar sin esfuerzo, alejándose de la más leve amenaza que se le acercara. Cloud deseó desvanecerse entonces, pero no lo hizo por completo. En vez de ello, trató de volver la vista, turbia, para mirar al cráter. Nueve décimas partes de sus placas visuales no funcionaban, pero finalmente logró echar un vistazo. ¡Excelente! Todo había salido bien. No estaba sorprendido; tenía plena confianza en que todo iba a salir bien. Tampoco había diseminado ningún micro-vórtice. No podía haberlo sido, pues la única posibilidad de que así ocurriera era disparando sobre la parte superior del mismo y no en la inferior.
Su segundo esfuerzo consistió en localizar el observatorio secundario, donde tenía que aterrizar, y también en esto tuvo éxito. Le quedaba la suficiente inteligencia como para comprender que con todos los cohetes prácticamente ocluidos y las alas y la cola fuera de funcionamiento podía aterrizar por inercia con aquel pequeño aparato. Sin embargo, no le quedaba otra solución que efectuar un descenso libre.
Y a fuerza de habilidad y con un empleo extremadamente inortodoxo de los cohetes que le quedaban en uso hizo un aterrizaje libre, casi dentro de los límites del campo del observatorio. Una vez posado del todo, dejó el «flitter» a merced de su inercia.
Pero, como ya se ha dicho, su cerebro no funcionaba del todo bien; había mantenido a su aparato libre de inercia algunos segundos más de lo que creía, y ni siquiera se daba perfecta cuenta de las colisiones que había soportado. Como consecuencia de estas cosas, su velocidad intrínseca no se ajustaba exactamente a la del terreno donde reposaba. Así, cuando Cloud cortó el Bergenholm, devolviendo con ello al «flitter» la velocidad e inercia absolutas que tenía antes de entrar en caída libre, dio lugar a una decreciente colisión final.
Hubo un último y terrible golpetazo cuando el Inmóvil vehículo topó contra el suelo, igualmente inmóvil; y Cloud «Storm», destructor de vórtices, se apagó como una luz proverbial.
Llegaron los redoblados servicios de socorro. El piloto estaba inconsciente y las puertas del «flitter» no podían ser abiertas desde el exterior, pero aquéllos no eran unos obstáculos insuperables. Una plancha, ya suelta, estaba siendo retirada, y el piloto era cuidadosamente sacado de su prisión y era llevado urgentemente a! Hospital de la Base dentro de la ambulancia bajo la inmediata asistencia facultativa.
Y más tarde, en una oficina privada de aquel hospital, el jefe del laboratorio de Investigaciones Atómicas, vestido de gris, aguardaba sentado, pero no pacientemente.
—¿Cómo está, Lacy? —preguntó el jefe de Sanidad Militar que entró en la habitación— No morirá, ¿verdad?
—Claro que no, Phil; decididamente, no —repuso Lacy con vivacidad—. Posee un esqueleto verdaderamente bueno. Las quemaduras son superficiales, y responderá en seguida al tratamiento. Los efectos retardados y profundos de las radiaciones a las que estuvo expuesto pueden ser neutralizados con entera eficacia. Ni siquiera va a necesitar de un tratamiento «Phillips» para la restauración de las partes dañadas, salvo posiblemente para unos cuantos músculos descompuestos o cosa parecida.
—Pero ha sufrido bastantes lesiones serias, ¿no? Sé que se le fracturó un brazo y una pierna, al menos.
—Son solamente simples fracturas; carecen de importancia —Lacy hizo un gesto despectivo con la mano para implicar que eran simples huesos rotos—. Estará fuera dentro de pocas semanas.
—¿Cuánto tiempo tengo que esperar para verle? —preguntó el Lensman-físico—. Tengo que tratar con él de cosas importantes y debo entregarle un mensaje lo antes posible.
Lacy arrugó los labios. Luego dijo:
—Puedes verle ahora mismo. Ha recobrado el conocimiento, y es lo suficientemente fuerte. No mucho tiempo, desde luego. Phil... quince minutos a lo sumo.
—De acuerdo, y gracias.
Una enfermera llevó al Lensman visitante junto a la cama de Cloud.
—¡Hola, estup...! —exclamó alegremente—. Eso de «estup» es un abreviativo de estupendo, no de estúpido —aclaró.
—Hola, jefe. Me alegra ver a alguien. Siéntese.
—Eres el hombre más buscado de la Galaxia —le dijo el visitante al enfermo—, sin exceptuar a Kimball Kinnison. Mira este carrete de cinta, y sólo es el primero. Lo he traído para que lo leas a tus anchas. Tan pronto como un planeta se entere de que contamos con un destructor de vórtices, con un experto que realmente sabe dónde hay que pegar (y las noticias viajan con gran rapidez), ese planeta envía una petición de Primera Clase A, doblemente urgente, reclamando tus servicios.
»A lo que parece, Sirio IV fue el primero que hizo la oferta, pero Aldebarán II le fue a la zaga y, desde entonces, tocios los canales están ocupados. Canopus, Vega, Rigel, Spica... Todos, desde Alsakan a Vandemar, te están reclamando. Les hemos contestado diciendo que no recibiríamos a ninguna delegación personal; tuvimos que arrojar materialmente a una pareja de chickladorianos de cabello rosado, para convencerlos de nuestras intenciones, y de que se tendría en cuenta la edad y condición del vórtice de que se trate, sin prioridad en la petición formulada.
—Exactamente —convino Cloud—. Considero que es la única forma de realizarlo.
—Así que olvídate de ese trauma psíquico... Bueno, no quiero decir eso —se apresuró a rectificar el Lensman—. Ya me entiendes. El deseo de vivir es el factor más importante para la recuperación de un hombre. Ahora hay muchos mundos que reclaman tus servicios para que renuncies a ello, ¿no crees?
—Supongo que sí —asintió Cloud sombrío—. Pronto saldré de aquí. Y continuaré mi labor hasta que uno de esos vórtices termine lo que éste ha empezado.
—Hijo mío, entonces te morirás de viejo —le aseguró el Lensman—. Poseemos muchos datos; toda la información que necesitamos. Ya sabemos lo qué hay que hacer con tus pantallas protectoras. La próxima vez no pasará a través de ellas más que la luz, y sólo la que tu desees. Podrás quedar esperando tan cerca del vórtice como quieras durante el tiempo que te plazca, hasta poseer con exactitud los datos de actividad e intervalo de tiempo que necesites. Estarás tan seguro y cómodo como si te encontraras en tu propia cama.
—¿Eso es cierto?
—Absolutamente; o, al menos, tan seguro como podemos estarlo de algo que no hemos experimentado nunca. Pero veo que el ángel guardián que tienes aquí está mirando al reloj implacablemente, así que tendré que irme antes de que me echen. ¿Está todo claro, Storm?
—Tan claro como el éter, jefe.
Y así es como «Storm» Cloud, físico atómico, se convirtió en el mejor especialista de los anales de la ciencia y cómo llegó a ser el único destructor de vórtices de la Galaxia.
Fin