CLEMENCIA EJECUTIVA (Gardner Dozois y Jack C. Haldeman II)
Publicado en
abril 28, 2017
EL presidente de Estados Unidos permanecía sentado completamente inmóvil en su mullida butaca del tercer piso y contemplaba cómo hacía su aparición la luz del sol de madrugada, lentamente, en una línea que se dibujaba en la descolorida alfombra.
No recordaba haber salido de la cama ni haberse sentado en aquella butaca. Era capaz de recordar con cierta confusión que llevaba un rato sentado allí, observando el lento advenimiento del alba, aunque apenas empezaba a tomar plena conciencia de sí mismo y de su entorno.
Únicamente sus ojos se movieron, amarillentos y húmedos, al filtrarse el mundo hacia el interior.
En la actualidad, esto le sucedía casi cada mañana. Cada mañana volvía lentamente a su cuerpo como procedente de una inmensa distancia, de unos impresionantes abismos de tiempo y espacio, para encontrarse sentado en la butaca, de pie junto a la ventana o, en muy raras ocasiones, apoyado en una esquina contra la pared. Alguna vez estaba a medio vestir cuando le volvía la conciencia, se despertaba en el momento de atarse un cordón del zapato o de abrocharse los pantalones. En determinadas ocasiones, como esta mañana, se hallaba simplemente sentado, mirando. En otras, se despertaba con el sonido de su propia voz, fuerte y fría, en la desnuda sala revestida de madera, que decía cosas extrañas e importantes que casi nunca llegaba a entender. Si tan sólo fuera capaz de captar las palabras que decía en momentos como aquéllos, siquiera una vez, estaba convencido de que todo cambiaría, de que lo comprendería todo. Pero nunca las captaba.
No se movió. Cuando los rayos del sol alcanzaran la butaca habría llegado el momento de bajar. Nunca antes, independientemente de lo tarde que a veces se hacía, habida cuenta que la luz del sol cambiaba con las estaciones, incluso de que a veces no llegara al desayuno o que, en los días nublados de invierno, permaneciera completamente inmóvil hasta que la señora Hamlin subía a buscarle. Se trataba de uno de los rituales por medio de los cuales intentaba mantener cierta cohesión en su vida.
La ventana que daba a la parte oriental de la casa estaba inundada por un tono azul, pálido y frágil, y la porción de luz directa en lento movimiento era de un dorado cálido y crudo. Las motas de polvo danzaban en el rayo. Aparte de aquellas motas, todo estaba quieto y en suspensión. Fuera de su respiración alargada y tenue, todo se sumía en el más profundo silencio. La sala olía a polvo, calor y madera vieja. Era el mejor rato del día. Naturalmente, no podía durar.
Muy lejos de allí, flotando en el límite de la audición, hizo su aparición la voz dulce, de bronce cubierto de cardenillo, de una campana que tañía en el pueblo de Fairfield, al otro lado de la colina, y en aquel preciso instante, como si el leve repiqueteo fuera un aviso, la propia casa empezó a hablar. Era una casa irregular de madera, que tenía más de cien años y se hablaba a sí misma al alba y en el crepúsculo; crujía, gruñía, murmuraba, susurraba como un viejo excéntrico y caprichoso a medida que sus huesos de madera se expandían con el sol o se contraían con la escarcha. Aquel monólogo enfurruñado y artrítico duraba unos minutos, tras los cuales los propios inquilinos añadían sus propios sonidos, de uno en uno: Seth en el cuarto de baño, muy pronto, farfullando mientras se lava; el señor Thompkins, que se aclara la garganta sin parar en la habitación de abajo y tose, expectora y escupe como si se estuviera ahogando en un mar de mucosidades; el crío de Sadie, que llora en un vano intento de despertar a su perezosa madre; la señora Hamlin con un portazo en la cocina; la voz fuerte y nasal del señor Samuels en el patio de delante.
La luz del sol traspasó la butaca. El presidente de Estados Unidos se desperezó y suspiró, alzó los brazos y los hizo descender después, golpeó con los pies para restablecer la circulación. Con sonidos chirriantes, se puso de pie. Permaneció un momento en esta posición abriendo y cerrando los ojos en la súbita calidez, deseando que volviera la vida a sus huesos. Tenía unos brazos nudosos y delgados, cubiertos, igual que el pecho, por un fino vello blanco que se electrizaba con la luz del sol. Se restregó los brazos con las manos para suavizar la carne de gallina, se pellizcó el caballete de la nariz y se dirigió hacia la ventana con gablete para echar una ojeada al exterior. En cierta forma resultaba extraño contemplar las nítidas calles flanqueadas de árboles de Northview, las antiguas casas de madera, los tejados, las columnas de humo que ascendían, negras y delicadas, de las chimeneas de argamasa agrietada. Pero más raro aún era que no hubiera automóviles en las calles, ningún estruendo o traqueteo debido al tráfico, que no apestara a gasolina, que no hubiera aviones en el cielo...
Se apartó de la ventana. Por un momento todo parecía enfermizo e iba al revés; parpadeó en el salón cómodo y familiar como si fuera la primera vez que lo veía, como si se tratara de un lugar indeciblemente extraño. Todo lo que le rodeaba se hizo más ardiente, tenso y aterrorizador. « ¿Qué sucede?» se preguntó ciegamente. Se apoyó contra un haz de luz de través, aturdido y desconcertado, hasta que el sonido distante de la voz de la señora Hamlin estaba regañando a Tessie en la cocina y el estrépito de la disputa ascendió por los tres pisos de pino, escayola, y antiguos y delicados clavos de diez peniques—le devolvió de nuevo a la realidad con algo parecido al placer, con algo parecido al dolor.
Jamie, le llamaban. Jamie el loco.
Moviendo la cabeza y mascullando, Jamie recogió el batín y los utensilios de afeitar y caminó por el estrecho y desconchado pasillo del pequeño dormitorio de arriba. Notaba el frío de las planchas de madera encerada al entrar en contacto con los pies.
El cuarto de baño también era frío. Acababa de empezar el mes de julio, pero el tiempo ya refrescaba durante la noche y de madrugada. Al parecer, cada año era más frío. Quizá volvía la glaciación, tal como decían algunos. O quizá se debiera a que él se acababa un poco cada año y se acercaba al definitivo frío de la tumba. Refunfuñando, se metió en el reducido espacio que quedaba entre el lavabo y el talud del tejado y se dio un golpe en la cabeza, como siempre, con el pestillo de la claraboya. Tenía espacio suficiente, a condición de que se encorvara y arrimara el muslo al váter. Éste era una especie de vetusta monstruosidad de porcelana, desgastado hasta el punto de parecer de cristal, que hacía gluglú constante y placenteramente y emitía un apacible aliento de tierra. Casi hacía compañía. El muchacho del corral había subido ya una gran palangana de agua «caliente», si bien en aquel momento, cuando ya la habían utilizado tres o cuatro personas, estaba fría y tenía un color grisáceo; en cuanto la hubiera usado el último, iría directa al váter para baldearlo. Abrió el neceser y sacó una deforme pastilla de jabón de sosa, una toalla raída y una simple navaja de afeitar.
El espejo que había sobre el lavabo estaba resquebrajado y borroso: no había nada que hacer, ya no quedaba nadie que fabricara espejos. Parecía el fondo adecuado para el reflejo de su rostro, también, salvando las distancias, borroso, gris y agrietado por los años. Él no sabía qué edad tenía; era una de las cosas que el doctor Norton le había advertido hacía ya mucho tiempo que no debía preocuparle. Ni siquiera recordaba cuánto tiempo llevaba allí, en Northview. ¿Diez años? ¿Quince? Estudió su rostro en el espejo, la piel manchada, de color terroso, los ojos profundamente hundidos bajo la plataforma de la frente, una red de finas arrugas. ¿Setenta bien conservados? La memoria era confusa; los años, nebulosos, desaparecían antes de que tuviera tiempo de controlar su número. Rechazó la idea de intentar recordar. Daba lo mismo Cubrió su rostro con espuma de jabón.
Cuando terminó de vestirse, los demás inquilinos de la casa ya estaban abajo. Les oía hablar a lo lejos, un sonido tenue y distante, como el zumbido de los insectos en el fondo de un profundo y antiguo pozo cubierto de lodo. Con gran cautela, Jamie se dirigió al vestíbulo. El revestimiento de madera del suelo y las paredes de arriba no tenían un acabado tan bueno como el resto de la casa. Pensó en todas las astillas que se mantenían al acecho en toda aquella madera, a la espera de engancharse en su piel. Bajó la escalera. La barandilla se balanceó cuando se agarró a ella y emitió un leve gemido para recordarle que también ella era vieja.
En cuanto entró en el comedor, la conversación se extinguió. Los demás ocupantes de la casa levantaron la vista para mirarle y la apartaron enseguida. Toqueteaban con nerviosismo la vajilla y los cubiertos, colocaban la servilleta, acercaban las sillas a la mesa o las apartaban un poco de ella. Alguien tosió con timidez. Atravesó el comedor hasta su silla y se quedó de pie detrás de ella.
—Buenos días, Jamie—dijo la señora Hamlin, airada.
—Señora...—respondió él con cortesía, intentando no tener en cuenta su mal humor. Otra vez llegaba tarde.
Se sentó. La señora Hamlin le dirigió una mirada de desaprobación, movió la cabeza y se concentró directamente en lo que tenía en el plato. Como si aquélla fuera la señal, se reanudó la conversación y, de forma gradual, recuperó el tono anterior. Pasaron los instantes de incomodidad. Jamie dedicó toda su atención a llenar el plato, interceptando las grandes fuentes de jamón del país, huevos y pan de maíz en su recorrido de un extremo a otro de la mesa. Las comidas siempre transcurrían así: con violentos silencios, incómodas miradas de soslayo, rostros que pretendían ser amables, pero que no lograban disimular por completo la repugnancia. Jamie el loco, Jamie el loco. La conversación fluía como en caracolillos alrededor de él, sin incluirle nunca, aunque todos le dirigían una sonrisa formal cuando se cruzaban la mirada y, en determinadas ocasiones, Seth o Tom le dedicaban un gesto de asentimiento con una cordialidad que casi podía calificarse de poco forzada. No bastaba con ello aquella mañana. Por primera vez desde hacía meses, le apetecía hablar. No era un niño, era un adulto, ¡un hombre mayor! Prestó menos atención a la comida y empezó a aguzar el oído para escuchar lo que decían, a la espera de una oportunidad para meterse en la conversación.
Por fin se presentó. Seth hizo una pregunta al señor Samuels. No se trataba tanto de dar una opinión como de constatar una realidad, y Jamie conocía la respuesta.
—Sí—dijo Jamie—, en una época, la población de la ciudad de Nueva York era mucho más numerosa que la de Augusta.
De repente se quedaron todos en silencio. El señor Samuels apretó con fuerza los labios, con una mueca propia de quien saborea algo repugnante. Seth movió la cabeza en un gesto de hastío, con un aire triste y decepcionado. Jaime bajó la vista para evitar la mirada de Seth. Notaba que la señora Hamlin se congestionaba y montaba en cólera a su lado, pero tampoco quiso mirarla.
¡Qué mala pata! ¡No era aquello lo que había querido decir! No era aquél el tema. Se había equivocado.
Otra vez le había ocurrido lo mismo.
La gente hablaba de él en la mesa, lo sabía, pero ya no era capaz de entenderles. Oía sus voces, pero las palabras resultaban desleídas y todo lo que quedaba era ruido y un siseo estático. Se concentró en la tarea de untar con mantequilla una rebanada de pan de maíz, intentaba aferrarse a la simple acción mecánica mientras el mundo se alejaba de él en todas las direcciones, más allá del auténtico límite de su percepción, como una marea que se ha alejado unas cuantas millas de la orilla.
Cuando la marea del mundo regresó a puerto, se encontró fuera, en el porche—la terraza, como todavía la llamaban algunos—, y la señora Hamlin le daba la lata, le arreglaba la vestimenta, le pasaba la mano por su blanco y áspero pelo para alisárselo, le preparaba para dirigirse al trabajo. Seguía irritada con él, aunque eso tampoco hacía mella, pues la exasperada ternura de fondo salía a flote aun en medio de la regañina.
—Directo al trabajo, ¿me oyes? Nada de haraganear ni contemplar las musarañas. — Él asintió tímidamente con la cabeza. La señora Hamlin era una aristócrata de nariz de loro, facciones duras, rostro arrugado y un apretado moño de pelo blanquísimo. En realidad tenía uno o dos años menos que él, pero a Jamie le parecía mucho más vieja—. Y derecho a casa en cuanto salgas del trabajo. Esta noche tenemos la gran cena del Cuarto día y tendrás que ayudar en la cocina, ¿me has oído?, Jamie, ¿me escuchas?
Jamie agachó la cabeza y dijo:
—Sí, señora.
Sus pies estaban impacientes por emprender el camino.
—Y ahora, ¡andando! exclamó la señora Hamlin mientras le daba un empujoncito. Luego, suavizando algo aquella expresión severa, añadió—: Pórtate bien.
Se escabulló por el porche hacia la directa y cálida luminosidad de la mañana.
Caminó con los pies a rastras, las orejas gachas, embotado aún por la vergüenza de la reprimenda que había recibido. Por su lado pasó, a medio galope, el señor Samuels, a lomos de su caballo roano, con la carabina enfundada en la montura; las herraduras repicaban contra la calzada; a patrullar todo el día con la escolta. El señor Samuels le saludó con "la mano al pasar; se le veía impresionantemente alto, importante y adulto sobre la elevada silla de montar; Jamie le respondió con la sonrisa tímida, amplia, sin controlar los labios, que a veces incluso a él le parecía inconsistente. En cuanto perdió de vista al señor Samuels agachó de nuevo la cabeza y frunció el ceño al ver el polvo acumulado en sus zapatos. En aquel momento el sol brillaba por encima de los árboles y los tejados, y la temperatura estaba subiendo.
El edificio de la escuela, de cuatro plantas, era el más alto de Northview—ahora que el fuego había arrasado el banco—y proyectaba una sombra azulada en su camino cuando enfiló la calle principal. Todavía hacía las funciones de escuela en invierno y en las tardes de verano, cuando los niños volvían del campo, si bien allí se almacenaban provisiones básicas a fin de utilizarla como bastión en caso de sitio, como había ocurrido en una sola ocasión, hacía quince años, cuando apareció un destacamento de invasores procedente del sur. Había dos ametralladoras del calibre cincuenta —recuperadas de un jeep del ejército que quedó abandonado en la antigua autopista estatal poco después de la guerra— montadas en lo alto del tejado de la escuela, cuyo alcance podía proteger casi toda la ciudad. Hacía años que no se disparaba con ellas, pero estaban bien resguardadas contra las inclemencias del tiempo, se revisaban periódicamente, y en todo momento había un centinela apostado allí arriba, aunque ahora lo más probable era que el centinela hiciera subir subrepticiamente alguna muchacha hacia el tejado para pasar mejor las cálidas noches veraniegas. Todo se había relajado mucho, casi adormilado. Algo parecido sucedía con la escolta que patrullaba las fronteras más alejadas de Northview y vigilaba los rebaños y las casas de campo aisladas, pues sus efectivos se habían reducido, de treinta a diez, y ya llevaban tres o cuatro años sin participar en refriega alguna; prácticamente había acabado la afluencia de refugiados hambrientos, saqueadores y temporeros sin rumbo fijo: o habían muerto o habían encontrado territorio donde instalarse. Ahora la escolta se dedicaba más a los animales. Los osos negros ocupaban de nuevo las montañas y las colinas de los alrededores. Desde hacía cuatro o cinco años los lobos habían hecho su aparición otra vez, procedentes de quién sabe dónde; su número aumentaba sin parar y cuanto más rigurosos se hacían los inviernos más fuerte era la amenaza. Unos turistas procedentes de Jackman Station, en Maine, habían contado que últimamente se había avistado un puma en las laderas de White Cap, en el territorio despoblado del «Norte de Moosehead», pese a que antes de la guerra no quedaba ninguno, como mínimo hasta Colorado o Columbia Británica. En veinte años lo habían conseguido.
Delante del viejo almacén que ahora era el cuartel de la escolta, había un extraño carro, un artilugio que para Jaime era nuevo. Estaba pintado a rayas y bandas delirantes y una combinación de manchas hechas al azar con una gran variedad de colores—azul muy oscuro, amarillo intenso, escarlata, morado, marrón claro, verde hierba pálido, negro, naranja tostado—, como si un centenar de chiquillos de antes de la guerra se hubieran dedicado a estamparlo con los dedos. Para los ojos de Jamie, acostumbrados a los tonos deslustrados y descoloridos de los antiguos edificios castigados por el tiempo de Northview, aquellas listas de color eran tan brillantes que parecían vibrar y sobresalir en un relieve que contrastaba con la superficie del carro. Había perdido la costumbre de ver colores vivos, aparte de los propios de la naturaleza. Además, aquello estaba recién pintado, algo que ni tan sólo podía recordar de los años que hacía que no lo veía. Incluso el corpulento caballo que aguantaba con paciencia los tirantes del carro—y que en aquel momento movió el ojo con gesto indolente hacia Jamie e hizo estallar los labios con un bufido de lamentación—, incluso aquel caballo estaba pintado: por un lado, azul, por el otro, verde brillante y rayas de color calabaza en los costados. Jamie quedó atónito ante aquello y se preguntó si había posibilidad de que fuera algo real o se trataba de uno de los «efectos» —alucinaciones, incluso él lo comprendía— que le sobrevenían durante los «trances» particularmente nefastos. Al cabo de un momento—durante el cual el carro no espejeó ni sus colores se desvanecieron lo más mínimo en los bordes—agudizó la mirada lo suficiente como para fijarse en los letreros: unos grandes rótulos pintados a mano que colgaban a ambos lados de una especie de estructura de anuncio con dos tablones, apoyada en la caja del carro. En la parte superior de cada uno de los letreros ponía CONFEDERACION MOHAWK en un rojo luminoso, y una larga lista de palabras, cada una de ellas pintada en un color distinto:
MUNICION CARGADA MANUALMENTEPINTURADENTADURAS POSTIZASGAFAS: SEGUN RECETA MÉDICAACEITE PARA LAMPARASODONTOLOGLA INDOLORASEMILLAS NO CONTAMINADAS DE TRIGO, MAIZ, MELONESTELAS DE LINOCRISTALES PARA VENTANASMEDICINAS Y LINIMENTOSCONDONESHERRAMIENTAS AGRICOLAS METALICASGANADO SIN CONTAMINARCLAVOSINSTRUMENTOS MUSICALESMARIHUANAWHISKYJABONTRABAJOS DE IMPRENTA¡TODO EN MOHAWK!
Jamie trataba de descifrar algunas de las palabras más difíciles cuando se abrió la puerta del cuartelillo de la escolta y el señor Stover bajó a toda prisa la escalera.
—¿Qué haces aquí, Jamie?—le preguntó—. ¿Ya estamos mano sobre mano?
Jamie le miró boquiabierto, intentando hallar las palabras que pudieran describir aquel maravilloso carro nuevo, la extraña sensación que le producía, pero el esfuerzo era excesivo y no consiguió formar la frase.
—Iba al almacén del señor Hardy—dijo por fin—. Nada, me voy a barrer el almacén del señor Hardy.
El señor Stover, con cierto nerviosismo, echó de nuevo una ojeada a la puerta del cuartelillo de la escolta, se tocó un poco la barbilla mientras reflexionaba y luego dijo: — Por hoy no importa, Jamie. No te preocupes por el almacén hoy. Vete para casa.
—Pero...—respondió Jamie, perplejo—. Pero... ¡si lo barro todos los días!
—Hoy no—le dijo el señor Stover, tajante—. Venga, ¡a casa! ¿Me oyes? ¡Andando!
—La señora Hamlin se pondrá hecha una furia—respondió Jamie con tristeza y resignación.
—Dile a Edna que yo te he mandado para casa. Y no quiero que salgas, Jamie. No debe verte nadie, ¿entendido? Hoy tenemos un visitante ilustre en Northview y sólo faltaría que tropezara contigo.
Jamie hizo un gesto de aceptación con la cabeza. No era tan bobo como para no captar la parte de la frase que no había acabado de pronunciar: tropezar contigo, con el tonto, el loco, el chalado. Lo había oído suficientes veces. Ya sabía que estaba loco. Sabía que era un estorbo. Sabía que debía permanecer dentro, sin que le vieran las visitas, porque violentaba a la señora Hamlin y a todos sus amigos.
Jamie el loco.
Poco a poco, se dio la vuelta y se alejó con paso torpe por el mismo camino que le había llevado allí. Ahora el sol le daba de lleno en la nuca y el sudor se le acumulaba en las arrugadas cavidades de entre los ojos.
Jamie el loco.
En la esquina, protegido por la sombra del gran roble que se alzaba en un extremo del patio de la escuela, se volvió para mirar hacia atrás.
Un grupo de hombres había salido del cuartelillo de la escolta y se dirigía charlando sin prisas al almacén del señor Hardy; entre ellos estaban el señor Jameson, el señor Galli, el señor Stover, el señor Ashley y, en medio del grupo, hablando con entusiasmo y con muchos gestos, el que les visitaba, el forastero: un hombre alto, de tez rojiza y una mata de pelo lacio y rubio que brillaba al sol como el oro bruñido.
Mientras contemplaba al visitante —que en aquel momento daba unos golpecitos en el hombro del señor Galli y le hacía retroceder un poco—, Jamie experimentó un escalofrío, el temor irrazonable e irracional a los extraños, a todo lo que se hallaba fuera de los estrechos límites a los que él se había ceñido siempre, por lo que era capaz de recordar, y de pronto la ilusión producida por el maravilloso carro quedó empañada, disminuida, al darse cuenta de que también él debía proceder del exterior.
Se encaminó hacia casa con un paso más ligero, como empujado por algún antiguo y frío viento que aún no había entrado en contacto con el mundo iluminado por el sol.
Aquella noche se celebraba la fiesta del Cuarto día—el «Día de la independencia», como lo seguían llamando algunos viejos—. Para Jamie, que se encontraba ayudando en la cocina como de costumbre, al atardecer eso suponía una especie de bruma cargada de trabajo, pues todos sudaban con la preparación de la comida: pavo asado, jamón, paloma torcaz, trucha, mapache al horno, boniatos, maíz, cebollitas, sopa de bayas, pan casero, moras, ciruelas y muchísimas otras cosas.
Todo era lo de costumbre; lo esperaba y lo aceptaba. Lo que salía de lo corriente—y no se lo esperaba—era que no le permitieran comer con los demás cuando se sirviera el banquete. En lugar de ello, Tessie preparó un plato para él en la cocina y le dijo, sin ningún acento desagradable: —Vamos, Jamie, no te muevas de aquí. Este año tienen un invitado ahí fuera, el bocazas del señor Brodey, y la señora Hamlin dice que tienes que comer en la cocina y procurar que no te vea nadie. Pero no te preocupes, chato, que te pondré un plato fantástico, lo mismo que si comieras con ellos.
Luego, tras unos minutos de idas y venidas apresuradas y bulliciosas, Tessie se fue.
Jamie se quedó solo, sentado en la cocina vacía.
Ante sí, un plato lleno a rebosar; incluso le habían servido una copa de vino de diente de león, una delicia poco corriente, pero, sea como fuera, ya no le apetecía nada.
Permaneció allí sentado escuchando cómo el viento sacudía la vieja casa, hacía crujir las vigas y gemir la madera. Cuando el viento amainó, les oyó hablar en el comedor, con voces demasiado débiles para que él pudiera distinguir las palabras.
Un enojo extraño en él empezó a tomar cuerpo en su interior. «Jamie el loco», dijo en voz alta; su propia voz le sonaba monótona y gris. No había derecho. Miró por la ventana, hacia el lugar donde el sol prácticamente se había ocultado en una amalgama de nubes de un morado plomizo. De repente, pegó un manotazo a la copa de vino y la mandó al suelo rodando. ¡No había derecho! ¿Por qué tenía que estar allí solo como un niño malo? Aunque... a pesar de que... lo fuera...
Sin saber muy bien cómo, se encontró de pie. ¿No se merecía comer con los demás? ¿Acaso era peor que los otros? En realidad. En realidad...
El pasillo. Parecía flotar sobre él, a pesar de que sus pies se tambaleaban, vacilaban. Las voces se hicieron más fuertes y, justo en el momento en que se tradujeron en palabras, Jamie se detuvo y permaneció de pie, desapercibido, en la sombra, tras la bóveda del comedor, apoyado en la jamba de la puerta, con una sensación medio de rabia, medio temerosa y un ansia entre la curiosidad y el vacío.
—Tarde o temprano tendrán que incorporarse a la Confederación—decía el señor Brodey, el forastero. Las expresiones de los demás comensales sentados alrededor de la amplia mesa eran frías, reservadas—. Este tipo de economía de intercambio entre pueblos que han establecido no puede durar eternamente, la verdad, a pesar de que se trate de una especie de socialismo comunal...
—¿Nos está llamando comunistas?—preguntaba el señor Samuels, indignado.
Pero antes de que Brodey pudiera responder (caso que hubiera pretendido hacerlo), Jamie avanzó hacia la mesa, apartó una silla vacía—la que utilizaba siempre—y se sentó. Todos los rostros se volvieron hacia él, sobresaltados, y la conversación se detuvo.
Jamie les miró. En el camino hacia la mesa había empeñado todo lo que le quedaba de voluntad; todo volvía a descender sobre él, su vista flotaba, empezó a perder el contacto con su propio cuerpo, como si la cabeza se alejara de él con lentas oscilaciones, como un globo sujeto a un finísimo cordel. El sudor le bañaba la frente, abrió la boca jadeando como un perro. En medio de una confusión para él escurridiza y continuamente cambiante, oyó que la señora Hamlin empezaba a decir: — ¡Jamie! ¿No te había dicho que...?
Y al mismo tiempo, el señor Ashley comentaba al señor Brodey:
—No le haga caso. Es el tonto del pueblo. Enseguida lo mandamos a la cocina.
Brodey sonreía con un aire alegre, tolerante, de superioridad; algo en aquella leve y despectiva sonrisa, algo en el círculo de caras vueltas hacia él, algo sirvió de detonador para que salieran las palabras de los labios de Jamie, para que levantaran el vuelo de forma repentina. Arrojó con violencia las palabras que le resultaron familiares contra aquellos rostros pálidos e inmóviles, como había ocurrido tantas veces, e hizo que les castañetearan los dientes y temblaran hasta los huesos. Ya no conocía el significado de aquellas palabras, pero seguían siendo duras, precisas, y notó que al pronunciarlas el hierro las inundaba. Las ensartó hasta agotarlas y luego se calló.
Un silencio de muerte se cernió sobre la sala. El señor Brodey le miraba fijamente, y Jamie vio que su rostro pasaba por toda una gama de expresiones: de la irritación a la alarmada conjetura y de allí al pasmo. Se le aflojó la mandíbula y se quedó sin aliento; soltó un leve gruñido, como si le hubieran pegado un golpe en el estómago, y su rostro perdió rápidamente el color.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Ay, Dios mío!
Para Jamie fue como si el mundo se volviera a disipar de nuevo, todo se fue retirando hasta que apenas era capaz de rozar la realidad con la punta de los dedos; en el comedor veía un resplandor tenue y notaba un zumbido mientras batallaba por recuperar una brizna de control. Todos los rostros habían perdido la expresión, permanecían desprovistos de individualidad, y él ya no distinguía cuál de aquellas figuras ovoides rosadas y carentes de rasgos correspondía al semblante sudoroso, formal y pasmado del señor Brodey. Con gesto torpe se puso de pie, guiando su pesado cuerpo con un acto de voluntad consciente, como si fuera un defectuoso autómata mecánico. Agitó los brazos en busca de equilibrio, volcó la silla con cierto estruendo y se quedó de pie, oscilante ante ellos, consciente del agrio hedor de su propio sudor.
—Lo siento—soltó—. Lo siento, señora Hamlin. No tenía intención de...
El silencio se prolongó un rato, después, por encima de las arcadas, el sonido zumbante y la irrealidad, oyó decir a la señora Hamlin: —Tranquilo, muchacho. Ya sabemos que no tenías intención de hacer nada malo. Ahora te irás arriba, Jamie. Vamos.
Su voz era seca, monótona y cansada.
A ciegas, Jamie dio media vuelta y se fue dando traspiés hacia la escalera; todos los espíritus malignos no acabados de formar chasqueaban bajo sus talones como los años.
Abajo, el señor Brodey exclamó:
— ¡Ay, Dios mío!
Ni siquiera había notado que a su alrededor la fiesta había acabado, ni que la señora Hamlin le empujaba hacia el porche para «hablar un momento a solas». Cuando por fin consiguió tenerlo allí fuera, donde la fresca brisa nocturna azotaba el rostro del hombre a través de la trama metálica del porche enrejado, el señor Brodey salió de su aturdimiento y se volvió lentamente hasta quedar frente a frente con la señora Hamlin, que esperaba con paciencia y algo encogida en la moteada sombra.
—Es él—dijo, aunque había aún más impresión que acusación en su tono—. El hijo de puta. ¿Verdad que es él?
—¿Quién, señor Brodey?
—A mí no me la juega—respondió Brodey con dureza—. He visto fotos de antes. El tonto era en realidad...
—Es...
—... el presidente de Estados Unidos.—Brodey la miró—. Puede que esté loco, pero no por creer que es el presidente, porque lo es. Es James W. McNaughton. No me dirá que no es McNaughton.
—Sí que lo es.
—¡Santo Cielo! ¡Imagínese! El último presidente.
—El presidente titular—confirmó en voz baja la señora Hamlin.
Cruzaron sus furtivas miradas entre las suaves sombras de la noche.
—Y para usted no es ninguna sorpresa, ¿verdad?—La cólera empezaba a sustituir la incredulidad en el tono de Brodey—. Todo el tiempo ha sido consciente de ello. Todos ustedes lo sabían. Desde el primer momento todos sabían que era el presidente McNaughton.
—Sí.
—¡Dios mío! exclamó Brodey, con un énfasis totalmente distinto en su expresión: repugnancia e inquietud furiosa en vez de pavor. Abrió la boca, volvió a cerrarla y empezó a enrojecer.
—Vino aquí hace casi veinte años, señor Brodey —dijo la señora Hamlin, con calma, en tono evocador—. Puede que un par de meses después de la guerra. La escolta lo encontró exhausto en un campo situado en los límites de la ciudad. Estaba medio muerto. No tengo ni idea de cómo llegó hasta aquí. Quizás había algún búnker en estas colinas, o tal vez se estrelló el avión en el que viajaba, o hizo todo este camino a pie desde lo que quedó de Washington... No lo sé. Ni el mismo Jamie lo sabe. Prácticamente ha perdido la memoria; supongo que a causa de la conmoción y el riesgo. Casi todo lo que recordaba era su cargo de presidente, e incluso esto de una forma confusa y nebulosa, como algo que uno evoca después de una pesadilla, algo que se desvanece y aparece de nuevo de vez en cuando, en plena noche. Para él la vida desde entonces ha sido como un sueño, pobrecito. La cabeza no le ha vuelto a funcionar.
—¿Y ustedes le ofrecieron cobijo? —dijo Brodey, en un tono cada vez más agudo y lleno de indignación—. ¿Le recogieron? ¿A ese carnicero?
—¡Esa lengua, muchacho! Está hablando del presidente.
—¡Maldita sea esta mujer! ¿No sabe... que él desencadenó la guerra?
Tras un silencio asfixiante, la señora Hamlin dijo con dulzura:
—Ésa es su opinión, señor Brodey, no la mía.
—¿Cómo puede negarlo? El ultimátum «Una Vida». Las «huelgas preventivas» de México y Panamá. Entre la incursión a Monterrey y el lanzamiento de las primeras bombas pasaron tan sólo unas horas.
—¡No tenía otra opción! Los indonesios le habían presionado...
—¡Sabe perfectamente que está desbarrando!—Brodey hablaba a gritos—. En Mohawk nos lo explicaron todo; se aseguraron muy mucho de que no se nos olvidara el nombre de la persona que destruyó el globo, ¡no lo dude! Tenga en cuenta que todo el mundo tenía claro que ese hombre no era apto para el cargo. Si no era más que un pedante senador venido del quinto pino, un don nadie, un provocador. Todo el mundo dijo que si llegaba a la Casa Blanca haría estallar la guerra... ¡Y eso es lo que hizo! ¡Arrea! ¡Ni más ni menos! El inútil tontainas que tienen aquí. ¡Él lo hizo!
La señora Hamlin suspiró y cruzó los brazos apretándolos con fuerza contra el estómago, como si sintiera dolor. Parecía que se hacía más pequeña, más vieja, que se debilitaba y se encallecía.
—No sé, joven—dijo, fatigada, después de un denso silencio—. Puede que tenga razón, puede que no. Quizás él se equivocó. No lo sé. Todo parecía tan importante en aquellos momentos... Ahora apenas recuerdo qué se discutía entonces, de qué iba todo. De todos modos, tampoco creo que tenga tanta importancia ahora mismo.
—¿Cómo puede decir eso?—Brodey se secó el rostro, sudaba muchísimo y tenía un aire muy serio; la perplejidad había filtrado parte de la exasperación—. ¿Cómo es posible que permitan... a ese... ese hombre... a él...? ¿Cómo le permiten vivir aquí, bajo su mismo techo? No entiendo cómo soportan que viva aquí, por no decir ya cómo es que le hacen la comida, le lavan la ropa... ¡Dios mío!
—Había perdido la memoria, señor Brodey. Había perdido la cabeza. ¿No lo entiende? El pobre doctor Norton, que en paz descanse, trabajó meses para conseguir que Jaime pudiera al menos andar por su cuenta, sin que nadie le vigilara de cerca. Tuvieron que enseñarle a comer, a vestirse, a ir al lavabo, como se hace con un niño. Al principio, incluso aquí, en Northview, algunos pensaban como usted, señor Brodey, y todavía queda gente que se siente incómoda cerca de Jamie, pero poco a poco todos lo fueron comprendiendo e hicieron las paces con él. Independientemente de lo que hubiera o no hubiera sido, ahora es igual que un crío, un crío enfermo, viejo y asustado, que la mayor parte del tiempo no entiende lo que le sucede. Señor Brodey, no se puede odiar a un niño por algo que ni siquiera recuerda haber hecho.
Brodey dio la vuelta, con aire ofendido, como si se dispusiera a entrar de nuevo en la casa, pero luego se volvió otra vez.
—¡Debería estar muerto!—gritó Brodey. Tenía los puños completamente cerrados y los músculos del cuello agarrotados—. Lo mínimo que se merecería es estar muerto. ¡Millones de vidas en las manos de ese hombre! Miles de millones. ¡Y usted, todos ustedes, no sólo le dejan vivir sino que le justifican! ¡Justifican sus actos!—Permaneció un momento en silencio, buscando las palabras que pudieran expresar la magnitud de la atrocidad—. Es como si... ¡como si se justificara al propio diablo!
La señora Hamlin se movió, avanzó camino de las sombras del porche, bajo la luz de la luna, y se cubrió bien con el chal, como presa de un escalofrío, aunque la noche seguía siendo templada. Se miraron el uno al otro durante unos segundos, mientras el silencio del campo se cernía profundamente sobre ellos, roto tan sólo por los grillos y el sonido ronco de la respiración exaltada de Brodey.
—He creído que le debía este intento de explicar unas cuantas cosas, señor Brodey— dijo ella—. Ahora bien, no estoy segura de poder conseguirlo. Las cosas han cambiado mucho, se han estabilizado hasta tal punto que quizá para ustedes los jóvenes resulte difícil la comprensión, pero los que vivimos la guerra, todos tuvimos que hacer cosas que no hubiéramos querido hacer. Aquí mismo donde está usted, señor Brodey, en este preciso lugar del porche, yo maté a un saqueador, le maté con la vieja pistola de mi marido, y tenía al señor Hamlin que yacía inmóvil en el vestíbulo, apenas a cinco metros de aquí, la Peste Turgente había acabado con él. Yo misma hice cosas peores que éstas en mi época. Seguro que las hicimos todos, todos los supervivientes. Y tal vez no haya tanta diferencia con ese pobre viejo que está allí sentado.
Brodey recuperó el control. Apretaba las mandíbulas con fuerza, los músculos alrededor de la boca sobresalían en unos pequeños haces tensos. Sin embargo había recuperado el ritmo respiratorio y la expresión de su rostro era severa y fría. Había conseguido convertir la cólera en una llama latente y manejable; en aquel momento, tenía por primera vez un aspecto amenazador. Sin hacer caso—o aparentando no hacer caso— del discurso de la señora Hamlin, dijo en tono dialogante: — ¿Sabe que allá abajo, en Mohawk, blasfemamos con su nombre? Su nombre es una maldición para nosotros. ¿Sería capaz de entenderlo? El día de su cumpleaños quemamos una efigie suya, en las plazas públicas, que con los años se ha convertido casi en una ceremonia. Este hombre tiene que expiar por ello, señora Hamlin. Debe pagar por todo lo que ha hecho. Allá, en Mohawk, no soportamos que los monstruos vivan.
—¡Huy! exclamó la señora Hamlin con amargura—. Allá abajo hacen muchos disparates, muchas estupideces, ¿no le parece?
La señora Hamlin echó la cabeza hacia atrás; el pelo plateado brillaba en la plateada luz y parecía que volvía a recuperar su estatura. En aquellos momentos latía una violenta luz en sus ojos y un nuevo y violento acento vibraba en su voz.
—¿Conque expiar, cretino? ¿Qué se ha creído? Ni que fuera un cura farisaico, un santurrón de tres al cuarto, usted, un bocazas de piel roja. Usted y su estúpida bandera y su estúpida Confederación Mohawk. Permítame tan sólo una puntualización: esto en ningún momento ha formado parte de ninguna Confederación Mohawk, nunca lo hizo y nunca lo hará. Esto es Northview, del estado soberano de Vermont, de Estados Unidos de América. ¿Me ha oído bien, señor mío? Esto es Estados Unidos de América, y este pobre chalado que tenemos aquí... pues nada, es el presidente de Estados Unidos de América, a pesar de que a veces no sea capaz ni de cortar como se debe la carne que come. Tal vez fue un imbécil, puede que años atrás se equivocara, quizás ahora está loco, pero aún es el presidente. —Con los ojos encendidos tocó a Brodey con el dedo en un gesto amenazador—. Mientras esta ciudad siga en pie, América continuará existiendo, y este viejo será presidente en tanto queden americanos para servirle. Nosotros cuidamos lo nuestro, señor Brodey; nosotros cuidamos lo que es nuestro.
Una sombra tomó cuerpo cerca de Brodey y habló con la voz de Seth: — ¿Edna?
Brodey se volvió para mirar a Seth. Cuando volvió de nuevo la cabeza hacia la señora Hamlin, ésta tenía un arma en la mano: un gran revólver anticuado que parecía enorme comparado con la pequeña mano repleta de venas azuladas que lo sostenía.
—¿No irá en serio?—murmuró Brodey.
—¿Necesitas ayuda, Edna?—dijo la voz—. Aquí están algunos de los muchachos. —No, gracias, Seth. —El cañón del revólver se mantenía firme como su mirada—.
Ciertas cosas debe hacerlas una sola persona.
Montó el percusor del arma.
El presidente de Estados Unidos oyó el disparo.
Solo, en el pequeño cuarto de baño de arriba, esquivó la mirada de la figura borrosa que se reflejaba en el espejo y un impulso le hizo lavarse las manos.
Fin