COREA DEL NORTE POR DENTRO
Publicado en
marzo 21, 2017
Las chicas de Kaisong entonan a menudo, camino de la escuela, una canción popular que se titula "Mutilemos a cualquier soldado norteamericano que encontremos hoy"
Un raro panorama visto a través de los ojos de un periodista australiano.
Por Paul Raffaele.
DURANTE mi permanencia en la República Popular China como corresponsal de la Comisión de Radiodifusión Australiana, se me permitió efectuar una extraordinaria visita de dos semanas al Reino Ermita. Para el mundo no comunista, Corea del Norte sigue siendo uno de los países más inaccesibles y aislados del planeta.
El viaje comenzó en el aeropuerto de Pekín, donde mi esposa, otro periodista australiano y yo, abordamos un avión de fabricación soviética en el que se veía impresa la estrella roja, emblema de Corea del Norte. Nos habían dicho que, comparada con los placeres proletarios de Pyongyang, capital coreana, Pekín era el París de Oriente. En poco tiempo lo veríamos.
Llegamos a Pyongyang cuando ya había oscurecido. Un corpulento policía norcoreano de cara ancha, en uniforme de amplios hombros al estilo ruso, abordó nuestro avión bimotor para darnos la bienvenida a la "República Popular Democrática". El aeropuerto estaba casi desierto, pero nuestros anfitriones, dos periodistas norcoreanos, nos aguardaban en la terminal sin luz. De inmediato fuimos fotografiados por un reportero gráfico y declarados "la delegación amistosa de periodistas australianos que vienen para hacer su primera y fraternal visita a sus colegas de Corea del Norte".
Cuando entramos a Pyongyang hicimos dos descubrimientos sorprendentes. A primera vista, la ciudad es de una belleza extraordinaria, y está casi desierta durante la noche. El auto atravesó anchas avenidas bordeadas por abundantes sauces. Durante el trayecto, que duró 30 minutos, vi sólo un puñado de norcoreanos y otros tres coches: muy grandes, muy negros y, seguramente, de funcionarios públicos.
Fuera de esto, Pyongyang parecía una ciudad fantasma, sosegada, apartada, desligada de la habitual explosión de color y sonido que caracteriza de noche a la mayoría de las ciudades asiáticas. Sin embargo, esta ausencia de ruidos y movimiento le daba la intangible belleza de una tímida virgen que cubre estrechamente su pecho con un manto. Aun en la oscuridad, Pyongyang tenía la apariencia de un parque impecable, soberbiamente planeado, inundado de árboles, pabellones, fuentes y ríos.
Esa primera noche, en un lujoso hotel reservado para extranjeros, nuestros dos anfitriones periodistas nos dieron información sobre el código de comportamiento para quienes visitan Corea del Norte: las comidas se toman en el hotel; los cuestionarios de las entrevistas son sometidos a las autoridades con anterioridad; no se permite salir en excursión privada fuera del hotel sin aprobación y compañía de los guías. Se esperaba que casi no tuviéramos contacto con la gente común. (Les aclaré que tenía la intención de recorrer las calles tan a menudo como me fuera posible y de dirigir la palabra a tantos norcoreanos cuantos quisieran hablar conmigo.) En efecto, nuestros guías pretendían limitar deliberadamente nuestra visión de esta original sociedad. Sin embargo, las giras oficiales con su diario despliegue de los ideales de la sociedad, combinadas con mis rondas rebeldes por las calles, me permitieron penetrar al "paraíso terrenal" norcoreano.
Corea del Norte parecía el Estado de máxima prosperidad. El promedio mensual de ingresos por persona es bajo, pero el costo de la vida no resulta elevado. No existen los impuestos. Los alquileres, que incluyen agua y electricidad, son cubiertos con una cuota del dos al cinco por ciento sobre el salario del trabajador. Los productos básicos tales como los cereales y la ropa se racionan a un costo mínimo. La mayoría de los militares norcoreanos que desertan al Súr presentan como la mejor razón para huir, el control de los alimentos y la consecuente hambre generalizada; pero en dos semanas no vi a una sola persona sufrir por falta de comida. Al contrario, los niños y adultos invariablemente irradiaban salud, situación que solamente una copiosa cantidad de comida puede dar.
Sus alimentos básicos son el arroz, el trigo y kimchi, col picante como chile, reforzados con abundante cantidad de vegetales y pescado. El trigo está racionado estrictamente (al igual que en China), pero el alforfón o trigo sarraceno está disponible en cantidad suficiente para satisfacer el antojo de los norcoreanos por los fideos, los cuales sorben de una sopa picante en exceso. Los norcoreanos untan condimentos picantes a casi todo lo comestible.
El ginseng, raíz con forma humana, es considerado con reverencia casi mística y se utiliza para curar desde un dolor de dientes hasta la impotencia. Los norcoreanos comprimen su esencia hasta formar píldoras, tónicos y licores de alto contenido alcohólico, que beben como agua. Otro de sus aguardientes predilectos es la repugnante ginebra de serpiente, vendida en botellas dentro de las cuales se encuentra el cuerpo arrugado de un diminuto reptil. La manera de vestir en Corea del Norte es tan falta de imaginación que los atuendos resultan más uniformes que en China. Los hombres usan traje oscuro de fibra artificial, corbata y sombrero de tela parecido a los que usaba Lenin; las mujeres, faldas largas y chaquetas de color pastel. La mayoría de ellas agrega también a su vestimenta bufandas tejidas o pañoletas de pura lana al estilo ruso.
Un problema grave es la vivienda. Al final de la guerra de Corea sólo permanecían en pie en Pyongyang tres edificios, pero los norcoreanos han trabajado con ahínco para construir sus viviendas. Cientos de edificios de apartamentos, mal construidos pero razonablemente cómodos, están regados por todo Pyongyang y otras ciudades principales. Existen barriadas, pero los constructores trabajan todo el día para crear nuevos edificios de apartamentos.
Durante mi primer día vi el amanecer y escapé del hotel para observar cómo la ciudad se desperezaba. La mañana estaba brumosa y en las paradas de los autobuses los norcoreanos se apiñaban en grupitos para mantener un poco de calor. Cuando llegué al centro de la ciudad, las calles se veían atestadas de gente que iba a su trabajo y de niños que marchaban en formación militar hacia la escuela. Las ancianas vestidas con el tradicional chima (una voluminosa falda de talle alto), balanceaban grandes paquetes en la cabeza mientras iban al lado de mujeres de edad madura ataviadas con el uniforme militar norcoreano. La calle principal estaba curiosamente vacía de autos, pero los camiones transitaban por doquier, cargados con coles para hacer kimchi, y con obreros para las granjas colectivas cercanas.
Entré a un pequeño restaurante. Tras de deliberar largamente el cocinero, dos camareros y el administrador, pues no tenía yo cupones de racionamiento, me sirvieron un tazón de deliciosos fideos y me cobraron el equivalente de dos centavos de dólar.
A pesar de la amonestación que recibí cuando regresé al hotel, éramos un grupo alegre cuando salimos a nuestra primera excursión por Norcorea. Nuestro destino era la pequeña aldea llamada Mang-yongdae, justo en las afueras de Pyongyang, lugar donde nació el presidente Kim II-Sung.
Kim es el alma de Corea del Norte. Ningún viajero pasa una hora sin oír su nombre o sin ver su retrato o su estatua. Todo adulto y la mayoría de los niños usan distintivos con la imagen del Presidente. En las escuelas se dedica una clase diaria al estudio de la vida del joven Kim II-Sung. Así que el humilde suelo natal del Presidente fue un apropiado punto de partida. La aldea se ha convertido en un monumento nacional; los norcoreanos tienen que visitarla cada año. La casita donde nació "El Sol de la Humanidad" es una sucesión de chozas de barro. Un museo cercano, tan ostentoso como simples son las chozas de barro, contiene numerosas salas llenas de fotografías y retratos de la Familia Revolucionaria, los parientes del presidente Kim.
Al segundo día visitamos un jardín de infantes en un suburbio de Pyongyang. Desde su nacimiento hasta los cinco años, los niños norcoreanos son criados en un vasto sistema de guarderías gratuitas. Todos, desde los cinco a los 16, son obligados por ley a asistir a la escuela, que también es gratis. Los estudiantes universitarios se eligen a través de exámenes competitivos y reciben sin costo alguno la instrucción, los libros de texto y una subvención del Estado mientras atienden a los cursos. En la Universidad de Kim II-Sung, en Pyongyang, todos los matriculados deben probar su lealtad política incuestionable antes de que se les admita. Si un estudiante brillante no está de acuerdo con la política gubernamental, explicó el director de educación, se le suspende. Sí aun así el alumno continúa en desacuerdo es expulsado.
Aunque el jardín de infantes que visitamos era más ostentoso que todos los que conocía (incluia una peluquería con tres sillas, una piscina bajo techo, así como una pequeña pista de carreras, completada con brillantes bicicletas), la directora, de aspecto benévolo, insistió en que era lo común en Pyongyang. Los niños viven virtualmente internados en el colegio. Vuelven a casa cada sábado por la tarde y regresan al colegio temprano, los lunes por la mañana. La directora me señaló: "Aquí nos hacemos cargo completamente de los cuerpos y las mentes de los niños para moldearlos mejor y convertirlos en poco tiempo en modelos de trabajadores y soldados, dedicados a los ideales del presidente Kim II-Sung y empeñados en exterminar a los diablos". A propósito, el diablo en Corea del Norte usa el uniforme de los soldados norteamericanos, tiene nariz larga y ojos redondos.
Quedé paralizado mientras un chiquillo de tres años marchó con precisión escalofriante hacia el frente de su clase y lanzó un juramento ferviente para echar a los norteamericanos de Corea del Sur. En el campo de tiro del jardín de infantes, un grupo de niños de seis años, vestidos con el uniforme de los comandos de asalto, disparó con pistolas electrónicas hacia blancos de dos metros de altura que representaban al barco estadounidense Pueblo, a un soldado japonés y a un grotesco recluta norteamericano que, con el perfil deformado de Lyndon Johnson, enseñaba los colmillos y las garras.
Uno intenta comprender la obsesión norcoreana por el enemigo. Atrapada geográficamente entre China y Japón, Corea, a través de la historia, ha tenido que luchar con fuerza por su independencia. Para ellos, los norteamericanos son únicamente los últimos de una larga fila de invasores. En las calles, varios carteles gigantes muestran a los soldados estadounidenses como demonios, y la radio y la televisión emiten programas antinorteamericanos sin cesar. En el pueblo de Sinchon, distante unos 90 kilómetros de Pyongyang, se encuentra el Museo de las Atrocidades, una espantosa colección de despojos, reliquias de piel humana y frasquitos de gérmenes supuestamente usados por las fuerzas de Estados Unidos durante la guerra de Corea. Todos los niños de primera enseñanza tienen la obligación de visitarlo antes de empezar la secundaria.
Después de recorrer el museo, esperábamos con gusto pasar una noche agradable en la ópera; pero el hacernos entrar en el teatro pareció una misión de espionaje. Llegamos sin ser vistos por nadie, por una puerta lateral. Luego de una corta espera nos llevaron al auditorio, en donde las luces ya estaban bajas y la orquesta había comenzado la obertura.
La ópera, El mar de sangre, fue escrita por el presidente Kim y su tema son los terratenientes viciosos y explotadores y sus esbirros en conflicto con soldados de caras juveniles, obreros y heroínas de la causa comunista. En contraste con la ópera de Pekín, que usa el estilo vocal secular en tonos agudos, la de Pyongyang parecía haber sido compuesta en Milán o en Munich, con barítonos ruidosos, sopranos fastuosas y tenores terribles. Justo antes de que cayera el último telón, nuestro guía nos sacó rápidamente por la puerta lateral, otra vez sin ser vistos por ojos norcoreanos.
A esta altura el absurdo juego de "eviten que la delegación amistosa de periodistas australianos conozca a la amistosa gente coreana" se había convertido en una prueba de ingenio. Durante las visitas oficiales, las horas de llegada a las comunas, fábricas, tiendas y universidades, eran cambiadas constantemente, quizá para asegurar que antes de que nosotros llegáramos ya no hubiera nadie cerca de esa zona. Al visitar una tienda de Pyongyang a mediodía, la encontramos desierta. Al día siguiente, a la misma hora, volví solo y estaba repleta de compradores.
Es fácil criticar a Corea del Norte, pero uno no puede evitar sentirse impresionado por lo que ha logrado este país de 17 millones de habitantes desde 1953. Al final de la guerra de Corea, la industria y la construcción habían sido destruidas casi en su totalidad. En los años siguientes, la Unión Soviética y China aportaron miles de millones de dólares en ayuda (el Metro de Pyongyang, construido por los rusos, es uno de los más bellos del mundo). Esta tarea de reconstrucción ha sido lograda casi en su totalidad por los norcoreanos mismos, instigados por el presidente Kim, el cual ahora está tratando de convertir a su país en un Estado industrial y, al mismo tiempo, de modernizar y mejorar los métodos tradicionales de la agricultura.
La granja colectiva más rica de Corea del Norte, Chongsanri, en las afueras de Pyongyang, está a la cabeza de estos esfuerzos. Tiene más de 1000 personas y usa 60 tractores para cultivar casi 1500 hectáreas de tierra. La directora de la granja, Chang Dok Pyon, hizo hincapié en que la granja colectiva tenía más tractores que la mayoría y en que se la tomaba como modelo para otros establecimientos. Durante nuestra visita noté el alto grado de mecanización que tiene la agricultura en Corea del Norte, mucho más avanzada que la de las comunas primitivas de China.
El orgullo de Corea del Norte es el complejo industrial Hamhung-Hungnam, en la costa oriental. Esta región del país se parece a la antigua Inglaterra del siglo XIX, con el fondo de ondeantes montañas casi oscurecidas por un mar de chimeneas y un manto neblinoso y amarillo que cuelga pesadamente en el firmamento.
En la fábrica de Vinalon, donde los trabajadores producen los textiles sintéticos desarrollados en Corea del Norte, conocí a una de las mujeres más famosas del país, una simple obrera que fue arrancada del anonimato hace un decenio, cuando el presidente Kim visitó la fábrica y supo que la mujer, aunque casada durante varios años, no tenía hijos. El Presidente le dio un poco de raíz de ginseng de su uso personal y la mujer tuvo cuatro niños en el mismo número de años siguientes. El control de la natalidad es una idea insultante en Corea del Norte, que tiene alrededor de la mitad de la población de Corea del Sur. Las casadas son exhortadas por el Estado a tener cuantos hijos les sea posible, y hasta reciben premios al superar los seis.
La vida en Corea del Norte no es tan terrible como, digamos, la de los infernales barrios bajos de Calcuta, pero en última instancia las atracciones de su existencia se asocian con la degradación de las reglas totalitarias.
A menudo recuerdo nuestro último domingo en Pyongyang con sobresalto doloroso. El Sol brillaba; las calles estaban llenas de gente. Habíamos desafiado a nuestros guías y nos dirigíamos a los parques donde los niños jugaban al fútbol y las niñas recogían flores silvestres. Tres chiquillos, atraídos por mis cámaras fotográficas, se acercaron a mí y sonrieron. Les hablé con las escasas frases de coreano que aprendí. Me contestaron y luego, mientras estaban juntos en un puente sobre el río Taedong, les tomé una foto. Cosa inocente, pensé; pero mientras me alejaba vi que un policía agarraba por el cuello a los chicos y se los llevaba.
CONDENSADO DE "PACIFIC" VOLUMEN VII, NÚMERO 2. 1978