UNA EXISTENCIA MÁS SENCILLA Y SABIA
Publicado en
febrero 07, 2017
Bob y su generación me enseñaron que todo ser humano vive una vida que vale la pena examinar.
Por Arthur Miller ( autor y dramaturgo, es mundialmente conocido por su obra teatral. "La muerte de un viajante". En la actualidad vive con su familia en una granja de 140 hectáreas en Roxbury (Connecticut). Condensado de "Country Journal").
SU FAMILIA fue alguna vez dueña de millares de hectáreas en el Estado de Connecticut, pero Bob Tracy vivía entonces en una cabaña de ladrillo hueco, en una parcela que ocupaba media hectárea en el fondo de una cañada. "Le diré", me explicó una vez.. "Yo tenía seis hermanas y, cada vez que una de ellas quería un sombrero nuevo, vendían un pedazo de tierra".
El interior de su cabaña olía, como dice alguien, a lo que huele un soltero en viernes; el ambiente era una mezcla de queroseno, sudor humano y vaho de perro. Más de una vez encontré a Bob durmiendo sobre su catre al lado de Ella, su adormecida perra zorrera. Una vez que lo despertaban, saltaba de la cama echándose encima los tirantes y, simulando sorpresa, gritaba a la perra que saltara del catre. El animal abría un ojo, agitaba una pata y volvía a dormirse. Bob meneaba la cabeza y repetía por centésima vez: "Resulta que unos cazadores de Waterbury me robaron mis perros buenos, ¿sabe usted?" y se volvía a lanzar una mirada furiosa a Ella, como si esto fuese culpa del animal.
Bob debía de andar entonces por los 60 años, y era hombre de complexión delgada pero recia, de ojos arrugados y labios comprimidos, que solía mantener fuertemente apretados mientras escuchaba con escéptica diversión. Para estar ocupado, hacía trabajos diversos a los granjeros, cortaba el césped y recogía chatarra. Lo conocí a fines del decenio de 1940 a 1949, cuando vino, atraído al saber que un hombre de la ciudad había comprado la casa, para preguntarme si tenía algún trasto del que quisiera desprenderme. Dándose cuenta rápidamente de mi inclinación a no desprenderme de nada, si podía evitarlo, consintió con un gesto de aprobación: "Quien nada desperdicia, nada necesitará". De allí en adelante nos llevamos bien, ya que los hábitos de despilfarro de las pocas personas de la ciudad que conocía lo dejaban confundido.
Para Bob y los de su clase, el carácter era algo parecido a lo que la televisión habría de llegar a ser para millones de personas: la diversión más deleitable, fuente de inagotable interés, la principal forma de escapar de una existencia monótona. Me parece que es esto lo que distinguió a su generación de aquellas que la siguieron hasta una época sumamente alterada. En un distrito establecido desde el siglo XVIII, sus contemporáneos nunca habían viajado a más de 60 o 70 kilómetros de su morada. Cuando alguien llegaba a visitarlos, se acomodaban en su silla y, con una avidez fruto de largos silencios y pocas interrupciones, aguardaban como un espectador de teatro a que el telón se levantara y revelara algo maravilloso. La suya era una confianza plena en el hombre que tenían delante, de quien suponían que vivía una existencia digna de observación.
Cerca de la vieja cabaña de Bob se halla la escuela de una sola aula donde asistió a clases junto con los niños de casi todas las familias que vivían en varios kilómetros a la redonda. De modo que llegaron a conocer mutuamente sus peculiaridades y costumbres, y lo que podría esperarse de ellos una vez adultos.
"Ese Donald Price, cuando creció, llegó a manejar la tienda de artículos en general. El viejo Donald estaba siempre dispuesto a jugarle a uno alguna broma. Pues bien, había cierta señora Croker que acostumbraba pedirle que le mandara todo a su casa; jamás salía de la tienda con una bolsa en la mano. Una vez Price le había llevado sus provisiones y ella le dijo:
"—Me olvidé un carrete de hilo blanco, Donald. ¿Tendrías inconveniente en traérmelo?"
"—Bueno, pues —le contestó—. ¿Quiere usted entonces que le lleve un carrete de hilo blanco?"
"Y ella respondió que eso era exactamente lo que quería."
"Así que Price regresó a su tienda, donde tenía una carreta enorme para transportar maderas, y un tronco para tirar de ella. Enganchó, pues, a los animales, colocó el carrete sobre el piso del carromato y se fue a la casa de la señora Croker; llamó a la puerta y ella abrió. Donald regresó hasta la carreta, retiró los dos pesados tablones que se usaban para hacer bajar rodando las barricas, los colocó a la trasera y ¡figúrese usted que echó a rodar el carrete de hilo tablones abajo! Luego recogió este, se lo echó al hombro como si pesara un centenar de kilos, subió tambaleante los escalones del porche y depositó cuidadosamente el carrete a los pies de la señora Croker".
CUANTO más conocía a Bob, más probable me parecía que, si una mañana al despertar se encontrara que había regresado a fines del siglo XVIII, necesitaría menos de 10 minutos para sentirse a sus anchas, y estaría mucho más a su gusto de lo que estaba entonces, al comenzar el decenio de 1950 a 1959. Desde luego, nunca pudo entender por qué la gente compraba una finca, se afanaba durante dos o tres años mejorándola, plantando nuevos árboles y arbustos y, de pronto, cargaba todo en un carro de mudanzas... por haberse divorciado o porque debía marcharse a otro Estado por cuestiones de trabajo. Una vez preguntó: "¿Cuánto tiempo piensa usted vivir aquí?" Según su entender, la gente como yo toma y deja la propiedad como un simple arrendamiento.
Desconfiaba de la clase de personas que presionan para que se dicten reglamentos más estrictos de construcción en las zonas residenciales, exigiendo que se dejen grandes terrenos en torno a las casas nuevas. "Sencillamente, no quieren que el jornalero viva por aquí". Tal era su interpretación. Desde su punto de vista, la idea era absurda. "Lo convertirán todo en parque", decía. Para él, la tierra era objeto de labranza y hogar de hombres laboriosos.
CUANDO la fui viendo a través de sus ojos, la campiña salió de su anonimato. La de Nueva Inglaterra se ve fraccionada por muros de piedra coloreados por los líquenes. En un principio sirvieron también para amontonar ordenadamente, formando cercas, las piedras que limpiaban de los campos para poderlos arar. Me había puesto un día a desmantelar un trozo de muro cuando llegó Bob dando tumbos en su Oldsmobile, que se le había parado pocos metros más allá. La bomba de gasolina del viejo auto no trabajaba y él había colgado sobre el motor una lata de aceite para cocinar, con un tubo de goma para lavativas conectado al carburador. Nos pusimos a hablar de cómo, en otros tiempos, un hombre y una yunta de bueyes podían levantar cinco metros lineales de muro de piedra por día.
—Mi abuelo construyó este muro —me contó Bob.
Su familia había sido propietaria de la casa que yo compré, pero él nunca lo mencionó hasta que llevábamos varios años de conocernos.
—Esa es la cerca que por poco lo arrastra a la guerra civil.
—¿Cómo estuvo eso?
—Pues bien, mi abuelo era un hombre realmente pequeño de estatura, y estaba aquí, construyendo este muro, cuando vino por el camino un escuadrón de caballería que reclutaba hombres para el ejército. Al verlo, se lo quisieron llevar, pero mi abuela oyó acercarse a los caballos y vino corriendo. Era una mujer tremenda. Tomó a mi abuelo en brazos y gritó: "¡A mi muchacho no se lo llevan!" Eso lo salvó, porque el ejército no se llevaba entonces a los chicos que ayudaban a su madre.
BOE INSISTÍA en que en mi propiedad había enterrada una bolsa de oro robado al banco hacía mucho tiempo, y me animaba a buscarla. Le contesté que iría a medias con él si él mismo la encontraba, y estalló en una carcajada, pero aun entonces resultaba difícil determinar si iba en serio o en broma. Mantener siempre una expresión impasible era, según él, uno de los placeres de la vida, y tenía especial talento para contar chistes.
Cierta tarde me habló de Ben Fitzer, nonagenario durante la Primera Guerra Mundial. Era un granjero tan encerrado en su tierra que incluso al pueblo iba rara vez. "Pero un día fue por algún motivo, y se le acercó un paisano que le dijo:"
"—¿No te parece terrible que todos esos hombres se estén matando así por millones?"
"Hacía un día hermosísimo, el primero de la primavera, y el viejo Fitzer preguntó:"
"—¿A qué hombres te refieres?"
"Y el otro le aclara:"
"—Allá en Europa, Ben. Allá tienen una guerra tremenda."
"—Bueno —repuso Fitzer—, hace un día muy bonito para eso".
BOB TENÍA raptos de intuición comercial, especialmente al enterarse de que alguien había obtenido millares de dólares por tierras que 15 años antes se vendieron a 90 la hectárea. Tratando de personificar a un comerciante sagaz, se me presentó en casa con un ofrecimiento:
—Le vendo toda mi propiedad, incluyendo la casa, por 6000 dólares.
—Pero, ¿qué voy a hacer con ella?
—Venderla. Obtener una ganancia. Mi cabaña es tranquila, aislada.
Se había aprendido la jerga de los tratantes en bienes raíces, pero vacilaba al hablarla, como si manejara un idioma extranjero.
—... Tiene además manantial.
—¿En agosto?
—Bueno, ¡demonios!, en agosto nada fluye.
Yo esperaba de él la habitual mirada burlona, de pretendida inocencia, pero sus ojos ya no reflejaban buen humor. Parecía, por el contrario, aguardar realmente a que yo comenzase a negociar la compra de su miserable vivienda y su húmeda hondonada, invadida por la maleza. Su rostro revelaba una avidez que nunca le había visto antes. Era como si de pronto fuésemos adversarios: él quería hacerse de lo que yo tenía, y yo rechazaba lo que él me ofrecía. El buen humor de nuestra relación había concluido; Bob luchaba para incorporarse al gran mundo norteamericano de los negocios y estaba resentido conmigo, como si yo estuviese tratando de impedírselo.
SOLÍAMOS cruzarnos en el camino después de aquello, pero él apenas se detenía. Vendió su propiedad y fue a instalarse en casa de un soltero jubilado que vivía en la pobreza: el Dr. Steele. Ambos discutían mucho. No volvimos realmente a hablarnos hasta unos meses antes de su muerte, cuando, desde la ventanilla de mi automóvil, lo vi segando el césped del jardín de la señora Tyler.
Bob había trabajado en ocasiones para ella, años antes, cuando todavía éramos amigos, y cierta vez la señora le dejó una nota pegada a su puerta, con la lista de faenas que debía cumplir en las dos horas contratadas. "Estimado Bob", decía, "por favor, corte el césped, coloque las contraventanas, arregle los macizos de flores, barra el garaje y lleve la basura al muladar". Él estudió la lista, después sacó el cabo de un lápiz del bolsillo de la camisa y escribió cuidadosamente al pie del papel: "Estimada señora Tyler: No tengo orejas de burro. Suyo afectísimo, Bob". Y nunca regresó.
Detuve el automóvil y llamé a Bob. Me alegré al ver la sonrisa que se dibujó en su rostro cuando levantó la vista. Dejó la segadora y se acercó al coche. Hacía calor y se había quitado la camisa; me conmovió ver colgar tan floja la carne de aquel cuerpo antes tan apretado. Sus ojos irlandeses y azules me parecieron empañados por una enfermiza nubosidad acuosa. Nuestros caminos se habían cruzado durante casi 25 años, y aquella era la primera vez que, ante su presencia, me cruzaba por la mente la idea del fracaso. Los hinchados nudillos de las manos, los dedos deformados por la artritis, la respiración estertórea, me trajeron a la memoria aquel día, mucho tiempo atrás, en que me enseñó a segar. Bob había asido la guadaña y, desplazando su peso de una pierna a otra, recorrió la quinta parte de una hectárea dejando detrás una estela de hierba segada. Después regresó junto a mí sin síntomas apenas del esfuerzo.
—¿Está trabajando otra vez para la señora Tyler? —le pregunté.
—Verá usted: no es mala persona.
—¿Cómo va el Dr. Steele?
—Oh, ya murió.
—No lo sabía. ¿Cuándo fue eso?
—Hace ya más de un año.
Volvió la mirada cuidadosamente a un extremo y otro del solitario camino e, inclinándose hacia mí, me dijo confidencialmente:
—Nadie lo echará de menos. Los labios entrecerrados con fingida gravedad y la mirada traviesa reaparecieron súbitamente, y ambos soltamos la risa; y por un instante nos encontramos de nuevo en aquel tiempo pasado, antes de que toda la tierra estuviera fraccionada en lotes, cuando él y otros como él vivían en sus haciendas, independientes y libres para disfrutar de las palabras que le salían de la boca.
© ARTHUR MILLER. 1977 ESTE MATERIAL TAMBIÉN SE PUBLICÓ EN "BLAIR & KETCHUM'S COUNTRY JOURNAL" (ENERO DE 1978)