LA ORDEN (L. Sprague de Camp)
Publicado en
febrero 23, 2017
Johnny Black extrajo de la estantería de la biblioteca el tomo V de la Enciclopedia Británica y lo abrió en la sección de «Química». Ajustó la cinta elástica que sujetaba sus lentes y encontró la página en cuya lectura se había interrumpido la última vez.
Se afanó en hallarle el sentido a unas fórmulas y luego meditó melancólicamente que era inútil; necesitaría que el profesor Methuen le enseñara un poco más antes de que pudiera proseguir el estudio de aquella materia. Y ansiaba verdaderamente saber todo lo posible tocante a la química que le había hecho ser lo que era, además de capacitarle para poder leer una enciclopedia.
Porque Johnny Black no era un ser humano.
Era, en realidad, un excelente ejemplar de oso negro, «Euarctos americanus», en cuyo cerebro Methuen había inyectado un producto químico que aminoró la resistencia de la idiosincrasia funcional entre sus células cerebrales, haciendo que el complicado proceso eléctrico llamado «pensamiento» fuera casi tan fácil para el pequeño seso de Johnny como lo es para el más voluminoso del hombre Y Johnny, cuya pasión predominante era la curiosidad, estaba decidido a averiguar todo lo referente a aquel proceso.
Hojeaba cuidadosamente las páginas con su zarpa. En cierta ocasión había intentado hacerlo con la lengua, pero se la cortó levemente con el recio papel, y luego había venido Methuen a darle la gran bronca por humedecer las páginas, tanto más cuanto que Johnny en aquel momento estaba deleitándose en su vicio secreto, y el profesor tuvo visiones fantásticas de chorros de jugo de tabaco babeados por Johnny sobre sus libros más caros.
Johnny leyó los artículos sobre «Quimo» y «Quinario». Satisfecha su sed de sabiduría por el momento, volvió a dejar el libro en su sitio, encerró sus lentes en el estuche prendido en su collar y emprendió su ambladura hacia el exterior.
Fuera, la isla de Santa Cruz se achicharraba bajo el sol del Caribe. El azulado del cielo y el verdor de las colinas eran matices inexistentes para Johnny que, corno todos los osos, era daltoniano. Pero hubiera deseado que el alcance de su vista de oso fuera lo suficientemente aguzado para divisar los barcos en el puerto de Frederiksted. El profesor Methuen podía verlos fácilmente desde la Estación Biológica, hasta sin lentes. Los principales motivos de queja de Johnny contra las cosas en general, eran la cortedad de su vista, la carencia de dedos para manipular y de órganos bucales para articular palabras.
Algunas veces deseaba que, si tenía que ser un animal con un cerebro humanoide, fuera por lo menos un simio. Como McGinty, el chimpancé, alojado en las jaulas cer- canas.
Johnny se sorprendió por el comportamiento de McGinty. No le había oído ni chistar en toda la mañana, siendo así que el viejo simio tenía la costumbre de chillarle y arrojarle cosas a cualquiera que pasase. Excitada su curiosidad, el oso se ladeó hacia las jaulas'.
Los monos rechinaron de dientes, como de costumbre, pero ningún sonido brotó de la jaula de McGinty.
Incorporándose, Johnny vio que el chimpancé estaba sentado, apoyado el lomo en la pared y los ojos en blanco.
Johnny se preguntó si estaría muerto, hasta que comprobó que McGinty respiraba. Johnny hizo la prueba de gruñir un poco; los ojos del simio se dirigieron hacia el ruido, y sus miembros se agitaron algo, pero no se levantó.
Debía estar muy enfermo, pensó Johnny, cavilando sobre si iba a ser necesario que arrastrase por el codo y hacia la jaula, a uno de los científicos. Pero entonces su pequeña alma más bien concentrada en sí mismo se tranquilizó con el pensamiento de que Pablo no tardaría en venir con el almuerzo del mono y se cuidaría de informar sobre el comportamiento de McGinty.
Pensar en el almuerzo le recordó a Johnny que ya era tiempo sobrado de oír la campanilla de Honoria convocando para comer a los biólogos de la Estación. Pero no se oían campanillazos. El lugar parecía anormalmente silencioso. Los únicos sonidos eran los procedentes de las jaulas de monos y pájaros, y el «put-put-put» de la máquina fija, propiedad de Bemis, allá al otro lado del lindero del terreno de la Estación.
Johnny trató de imaginarse qué era lo que el excéntrico botánico estaba tramando. Sabía que los otros biólogos no simpatizaban con Bemis; había oído a Methuen hacer comentarios sobre hombres —especialmente hombrecillos rechonchos— que iban fanfarroneando por los contornos calzando botas de montar cuando no había un solo caballo por las cercanías.
En realidad, Bemis no pertenecía al personal de la Estación, pero sus alicientes monetarios habían inducido al tesorero a permitirle construir su casa y laboratorio en la vecindad. Para Johnny imaginar o preguntarse algo equivalía a investigar y se disponía a dirigirse hacia el lugar, cuando recordó a tiempo al alboroto que formó Bemis la última vez que recibió su inesperada visita.
Bueno, nada le impedía investigar el motivo de la negligencia, casi delictiva, de Honoria. Trotó hacia la cocina y asomó su amarillento hocico por la puerta. No avanzó más, recordando la irracional actitud de la cocinera ante la presencia de osos en su cocina.
Flotaba un olor a guisos quemados y en una silla junto a la ventana estaba instalada Honoria, negra y montañosa como siempre, ojos en blanco. El leve «¡woof!» emitido por Johnny no aportó más reacción que la misma obtenida con McGinty.
Todo esto era definitivamente alarmante. Johnny se dedicó a la búsqueda de Methuen.
El profesor no estaba en la sala común, pero otros sí que estaban.
El doctor Breuker, autoridad mundialmente famosa en la psicología del lenguaje, se hallaba en un sillón con un periódico en el regazo. No se movió cuando Johnny le resopló junto a la pierna, y, cuando el oso mordisqueó su tobillo, se limitó a retraer un poco la pierna. Había dejado caer un cigarrillo encendido en la alfombra donde formó un amplio agujero chamuscado antes de apagarse.
Los doctores Markush y Ryerson y la esposa de Ryerson también estaban allí... todos sentados como otras tantas estatuas. Mrs. Ryerson sostenía un disco, probablemente una de aquellas melodías de baile que le gustaban.
Johnny persistió un poco más en la caza de su patrón, y finalmente encontró al larguirucho Methuen, en ropas menores, tendido en su cama y mirando fijamente el techo No parecía enfermo —su respiración era regular— pero no se movió salvo cuando fue hocicado o mordisqueado.
Los esfuerzos de Johnny para despertarle le impulsaron finalmente a abandonar la cama y errar como un sonámbulo por la habitación hasta sentarse y contemplar fijamente el indefinible espacio.
Una hora más tarde abandonó Johnny sus intentos de conseguir alguna acción sensata de los diversos científicos de la Estación Biológica y salió al aire libre para pensar.
De costumbre disfrutaba pensando, pero esta vez no parecían existir los suficientes datos ni hechos que le permitiesen un avance progresivo en sus reflexiones. ¿Qué era lo que debía hacer? Podía alzar el teléfono de su suporte, pero no podía hablar por el aparato solicitando un médico.
Si bajaba a Frederiksted para llevarse a rastras a un médico por su único recurso, la fuerza, probablemente lo único que conseguiría por sus afanes y fatigas, sería que le acribillasen a balazos.
Al mirar casualmente hacia los terrenos de Bemis, le sorprendió ver algo redondo elevarse, menguar lentamente y desvanecerse en el cielo. Por sus lecturas dedujo que aquello era un globo pequeño; había oído que Bemis se dedicaba a una especie de experimento botánico que implicaba el uso de globos. Otra esfera siguió a la primera, y luego otra, hasta que formaron una constante procesión menguando hasta desaparecer en la nada.
Aquello ya era excesivo para Johnny; era preciso que averiguase por qué alguien podía querer llenar los cielos con globos de un metro de diámetro. Además, tal vez conseguiría convencer a Bemis para que viniese a la Estación y resolviera algo concreto sobre el personal hechizado.
A un lado de la casa de Bemis encontró un camión, un montón de maquinaria y dos hombres desconocidos. Había una alta pila de globos deshinchados, y los hombres estaban cogiéndolos uno por uno, inflándolos con una boquilla de manguera que sobresalía de la maquinaria, y soltándolos. En la parte inferior de cada globo estaba atada una cajita.
Uno de los hombres vio a Johnny, exclamó «¡Canastos!» y manoseó su funda pistolera. Johnny se incorporó y gravemente extendió su zarpa derecha. Había comprobado que era un buen ademán para tranquilizar a la gente que estaba alarmada por su súbita aparición. No porque a Johnny le importase si estaban o no alarmados, sino porque a veces llevaban armas, y resultaban peligrosos si se sentían acorralados o sobrecogidos. El hombre gritó:
—¡Lárgate de aquí, tú!
Johnny, perplejo ante aquel farfullar, abrió las fauces y dijo:
—¿«Quéc»?
Sus amigos sabían que esto quería decir:
—¿Qué dijiste? —y también—: ¿Qué pasa aquí?
Pero el hombre en vez de explicar las cosas sensatamente, desenfundó bruscamente su pistola y disparó.
Johnny sintió un golpe entontecedor y vio chispas cuando el plomo de calibre nueve corto se desvió al chocar contra su compacto cráneo. Al segundo siguiente, la gravilla de la calzada revoloteaba mientras galopaba con suma rapidez hacia el portón de salida. En carrera corta podía alcanzar los sesenta kilómetros por hora y mantener un promedio de cincuenta durante media hora, y en el momento actual estaba sacando el máximo de velocidad.
De regreso a la Estación, encontró el espejo de un cuarto de baño y se inspeccionó la incisión de cuatro centímetros en su frente. No era una herida grave, si bien el impacto le había producido un ligero dolor de cabeza. No podía vendarse. Pero sí podía hacer girar la llave del grifo y poner la cabeza bajo el chorro, secar la herida con una toalla, coger el frasquito de yodo, extraer el tapón con los dientes y, sosteniendo el frasco entre sus zarpas, verter unas pocas gotas en la herida. El escozor le hizo respingar, y derramar parte del líquido en el suelo donde, meditó, lo encontraría Methuen y le daría la gran bronca.
Luego salió fuera, escrutando vigilante por si aparecían los rudos individuos que estaban en la zona de Be-mis, y se puso a pensar un poco más. Sospechaba que de alguna manera aquellos hombres, los globos y el estado hipnótico del personal de la Estación, se hallaban relacionados.
¿Se encontraba también Bemis sumido en aquel arrobamiento? ¿O bien era el real autor de aquellos acontecimientos? A Johnny le habría gustado mucho investigar un poco más, pero sentía la mayor de las aversiones hacia el estado de blanco para disparos.
Se le ocurrió que si quería beneficiarse de la paralizante dolencia de los científicos era mejor que lo hiciera mientras no había peligro en hacerlo, y emprendió su ambladura hacia la cocina. Allí lo pasó en grande, ya que disponía de cinco abrelatas naturales en cada zarpa.
Estaba echándose garganta abajo el contenido de una lata de melocotones cuando un ruido al exterior le atrajo hacia la ventana. Vio el camión que estuvo en el sector de Bemis detenerse y apearse a los dos individuos rudos.
Johnny se deslizó sigilosamente hacia el comedor y escuchó a través de la puerta, tenso y dispuesto a echar el pestillo, si los intrusos pretendían entrar.
Oyó crujir la puerta exterior de la cocina y la voz del hombre que le había disparado:
—¿Cómo te llamas, eh?
La inerte Honoria, todavía inmóvil en su silla, contestaba sin entonación concreta:
—Honoria Vélez.
—Muy bien, Honoria, vas a ayudarnos a transportar parte de estas provisiones al camión, ¿comprendes? ¡Canastos! Fíjate en todo este revoltijo, Smoke. El oso ha estado por aquí. Si le echas la vista encima, lárgale un taponazo. Los filetes de oso son sabrosos, según tengo oído.
El otro tipo farfulló algo y Johnny pudo oír el chancleteo de las zapatillas de Honoria al moverse y, poco después, la apertura de la puerta exterior de la cocina. Estremeciéndose todavía ante la idea de convertirse en filetes, empujó un poco su puerta.
A través de la mampara de tela metálica de la puerta exterior pudo ver a Honoria, llenos los brazos de provisiones, obedeciendo dócilmente las órdenes y apilando las latas y bolsas en el camión. Los dos hombres sentábanse en el estribo y fumaban mientras Honoria, como hipnotizada, efectuaba varios viajes a la cocina. Cuando ellos dijeron: «Ya basta», ella sentose en el escalan de la cocina y se relajó.volviendo a su primer estado de inercia.
El camión se fue.
Johnny se apresuró a dirigirse al grupo de árboles en el límite de la propiedad de la Estación con la casa de Bemis. La arboleda coronaba una pequeña colina, convirtiéndola a la vez en un buen escondite y en una posición ventajosa para atisbar.
Pensó que resultaba evidente que la Estación no era lo suficientemente grande para él y los dos forasteros, si se iban a dedicar a acaparar las reservas de comida y matarle tan pronto como lo vislumbrasen.
Luego meditó en las acciones de Honoria. La negra, normalmente de espíritu vigoroso y de una terquedad granítica, había cumplido todas las órdenes sin rechistar. Evidentemente, la enfermedad o lo que fuese, no afectaba a una persona mental o físicamente, excepto que privaba a la víctima de toda iniciativa y fuerza de voluntad.
Honoria había recordado perfectamente su propio nombre y había comprendido las órdenes. Johnny se preguntó la causa de que él no resultara afectado por aquella rara dolencia; luego, recordando al chimpancé, sacó la conclusión de que era probablemente algo específico que sólo afectaba a los antropoides superiores.
Contempló cómo se elevaban más globitos, y vio a dos hombres salir de la casa de campo y hablar con los infladores. Johnny tuvo la certeza de que una de las siluetas, la rechoncha, era Bemis.
Si era así, el botánico debía ser el cerebro reactor de la banda y Johnny tenía por lo menos cuatro enemigos contra quienes tendría que bregar. ¿Cómo? No lo sabía. Bueno, por lo menos podía disponer de las provisiones que quedaban en la cocina de la Estación antes de que la saquearan los fieros repartidores de taponazos.
Emprendió el descenso y se preparó un litro de café, lo cual le resultó fácil ya que la llama piloto de la cocinilla de gas había quedado encendida. Lo vertió en una sartén para enfriarlo y fue engulléndolo a lametones, tragándose a la vez toda una hogaza de pan.
De nuevo en su escondite tuvo ciertas dificultades en coger el sueño; el café estimulaba su mente, y a ella acudían en oleadas planes para atacar la casa de campo, hasta que casi se sintió dispuesto a efectuar una incursión. Pero no lo hizo sabiendo que su visibilidad era especialmente débil de noche, y sospechando que los cuatro enemigos estarían allá.
Se despertó con el alba, y escrutó la casa hasta ver a los dos matones salir para continuar en su tarea con los globos, y oyó la pequeña máquina iniciar su «put-put-put». Dando un largo rodeo, reptó hacia arriba por el lado opuesto y se deslizó bajo la casa que, como la mayoría de las casas de campo de las islas Vírgenes, no tenía sótano.
Reptó en torno hasta que un restregar de pies en el delgado suelo encima de su cabeza le reveló que estaba debajo de los hombres ocupando la invisible estancia.
Oyó la voz de Bemis:
—Al y Shorty y ahora aquellos majaderos, están retenidos en La Habana sin medio alguno de poder venir aquí, porque los transportes estarán ahora paralizados por todo el Caribe.
Otra voz, de acento británico contestó:
—Supongo que en su debido momento se les ocurrirá a ellos llegarse al propietario de una lancha o de una avioneta, y decirle simplemente al fulano que los traiga aquí. Esto es lo único que puede hacer todo el mundo en Cuba bajo la influencia de los moldea en estos momentos, ¿no es así? ¿Cuántos globos más tenemos que lanzar?
—Todos los que tenemos —replicó Bemis.
—Pero digo yo, ¿no crees que deberíamos guardar algunos de reserva? No sería conveniente tener que pasarnos el resto de nuestra vida enviando esporas a la estra- tosfera, en la esperanza de que los cósmicos nos diesen otra mutación como ésta...
—Dije todos los globos, no todas las esporas, Forney. Tengo muchas en reserva, y estoy cultivando más, constantemente, en mis moldes De todos modos, aún suponiendo que nos quedásemos totalmente desprovistos de ello antes de que el mundo entero estuviera afectado, lo que sucederá dentro de pocas semanas, ¿y qué?... No parecía haber ni una sola posibilidad sobre un millón para aquella primera mutación... y sin embargo ocurrió. Esta es la razón por la que sé que era una señal de arriba, indicando que yo fui elegido para dominar el mundo y desviarle de sus errores y confusiones ¡cosa qué haré! ¡Dios me concedió este poder sobre el mundo y El no me abandonará!
O sea, pensó Johnny, con su mente trabajando furiosamente ¡éste era el plan! Sabía que Bemis era un experto en mohos, mantillos y cultivos similares, llamados moldes. El botánico debió enviar toda una carga a la estratosfera donde los rayos cósmicos pudieran actuar sobre ellos, y una de las mutaciones así producidas tenía la propiedad de atacar el cerebro humano, cuando los gérmenes o esporas eran inhalados y llegaban a los terminales de los nervios olfatorios, en forma tal que destruían toda fuerza de voluntad.
Y ahora Bemis estaba diseminando aquellos gérmenes por todo el mundo, tras lo cual tomaría posesión de la Tierra, dando órdenes a sus habitantes para que hiciesen todo lo que él desease.
Puesto que él y sus auxiliares no habían sido afectados, tenía que existir un antídoto o preventivo de alguna clase. Probablemente Bemis guardaba un surtido a mano. Si hubiese algún modo de obligar a Bemis a revelar dónde lo guardaba, si, por ejemplo, él pudiera atarle y escribir un mensaje exigiendo la información...
Pero eso no sería práctico. Primero tendría que acabar con la banda, y confiar en la suerte para encontrar el antídoto.
Uno de los hombres atareados con los globos manifestó:
—Las diez, Bert. Hora de ¡r a recoger el correo.
—No habrá correo, tarugo. Todo el mundo en Frederiksted está sentado y quieto tal como él esperaba.
—Ah, claro, así es. Pero deberíamos empezar a organizarles, antes que todos ellos revienten de hambre. Tenemos que disponer de gente que trabaje para nosotros.
—De acuerdo, tío listo, adelante y organiza. Yo me tomaré unos minutos de descanso para fumar un pitillo. Supongamos que, mientras tanto, intentas poner de nuevo en funcionamiento el servicio telefónico ¿en?
Johnny vigiló el par de piernas con botas desapareciendo dentro del camión, que al poco emprendía la marcha abandonando el lugar. El otro par de piernas acudió hacia los peldaños frontales sentándose en ellos. Johnny recordó un árbol, al otro lado de la casa, cuyo tronco se erguía cerca del alero.
Cuatro minutos después, pisaba silenciosamente de un lado a otro del tejado hasta detenerse y mirar hacia abajo, al fumador. Bert arrojó a lo lejos su colilla y se puso en pie.
Instantáneamente los 235 kilos de músculos acerados de Johnny aterrizaron sobre su espalda dejándolo en posición prona. Antes que pudiera llenar sus pulmones para gritar, la zarpa del oso percutió con un «pop» sonoro sobre un lado de su cabeza. Bert se estremeció y se apaciguó, al adquirir su cráneo un aspecto mucho más abultado de un lado que del otro.
Johnny tendió el oído. La casa estaba silenciosa. Pero el hombre llamado Smoke regresaría con el camión... Johnny arrastró rápidamente el cadáver bajo la casa.
Luego abrió cautelosamente la mampara frontal con sus zarpas y se coló al interior, manteniendo las garras enhiestas para que no rechinasen contra el suelo. Localizó la habitación desde la cual había salido la voz de Be-mis. Podía oír aquella voz, con su exagerada resonancia oratoria, venir por el aire a través de la puerta en aquel momento.
Empujó la puerta, abriéndola lentamente. La sala del laboratorio del botánico y estaba lleno de macetas, cajas encristaladas con plantas, y aparatos químicos. Bemis y un joven, evidentemente el británico, se hallaban sentados al fondo charlando animadamente.
Johnny estaba ya a medio camino dentro del laboratorio antes que ellos le viesen.
Saltaron en pie. Forney gritó:
—¡Por Júpiter!
Bemis emitió un tremendo chillido cuando la zarpa derecha de Johnny, con un veloz movimiento en forma de paletada, actuó en su abdomen de modo bastante similar a cómo un cucharón recoge una buena porción de helado dentro del recipiente normal.
Bemis, convertido ahora en un espectáculo horrible, intentó caminar, luego arrastrarse y por fin, lentamente, se abatió en un charco de su propia sangre.
Forney, mirando desorbitado los colgantes intestinos de Bemis, alzó apresuradamente una silla para esgrimirla hacia Johnny, como había visto hacer a los tipos del circo con los leones. Johnny, sin embargo, no era un león. Johnny se alzó sobre sus patas traseras y despidió la silla a través de la estancia donde fue a estrellarse entre un estrépito de cristales.
Forney se abalanzó hacia la puerta pero Johnny ya estaba sobre su espalda antes que hubiera dado tres pasos...
Johnny meditó la manera de acabar con Smoke cuando regresase. Tal vez, si se ocultase detrás de la puerta y le saltase encima al entrar, podría terminar con él antes que el hombre pudiera airear su pistola.
Entonces vio los cuatro rifles automáticos en el paragüero.
Johnny era buen tirador con un rifle, o por lo menos todo lo bueno que el alcance de su vista lo permitía. Abrió parcialmente la recámara de uno de los rifles para asegurarse de que estaba cargado, y encontró una ventana desde donde dominaba la carretera y la vía de acceso a la casa.
Cuando Smoke regresó y se apeó del camión, se quedó definitivamente sin enterarse de lo que le había golpeado.
Johnny se dedicó entonces a encontrar el antídoto. Bemis debió haberlo guardado en algún sitio cercano, quizás en su despacho La mesa estaba cerrada, pero, aunque fabricada en láminas de acero, no estaba diseñada para resistir a un oso decidido y mañoso.
Johnny hincó sus garras bajo el cajón inferior, y se afianzó izando,con fuerza. El acero se combó, y el cajón salió hacia fuera con un sonido lacerante. Los otros reaccionaron del mismo modo.
En el último encontró una botella grandota y cuadrada con una etiqueta. Se puso los lentes y leyó: «Yoduro de potasio». Había también dos jeringas con aguja hipodérmica.
Probablemente aquel era el antídoto, y funcionaba por inyección. Pero ¿cómo iba él a hacerlo funcionar? Extrajo cuidadosamente el tapón de la botella con los dientes, y se concentró en el intento de llenar una de las jeringas. A base de sostener el cilindro de cristal entre sus zarpas y atrayendo el émbolo con la boca, por fin lo consiguió. Llevando la jeringa en la boca trotó de regreso a la estación. Halló a Methuen en paños menores, en la cocina, comiendo con expresión soñadora los restos que habían quedado tras las incursiones suyas y de los fieros repartidores de taponazos.
Breuker, el psicólogo, y el doctor Bouvet, el bacteriólogo negro haitiano, estaban también atareados en lo mismo. Evidentemente los tormentos del hambre les habían incitado a andorrear por la casa hasta que encontraron algo comestible, y sus debilitados instintos les capacitaron para comer sin necesidad de recibir órdenes.
Allende de esto, se hallaban totalmente desvalidos, si no les daban órdenes, y volverían a sentarse permaneciendo como vegetales hasta morirse de hambre.
Johnny intentó inyectar la solución en la pantorrilla de Methuen, sosteniendo la jeringa atravesada en la boca y empujando el émbolo con una zarpa. Pero al pinchazo de la aguja el hombre instintivamente respingó apartándose. Johnny lo intentó una y otra vez. Finalmente agarró a Methuen y lo mantuvo boca abajo mientras aplicaba la aguja, pero el hombre se retorció con lo cual la jeringa se rompió.
Un desalentado oso negro recogió los trozos de cristal.
Excepto posiblemente los ausentes Al y Shorty, pronto iba a ser el único ente pensante que habían dejado en la Tierra con alguna iniciativa.
Deseó con fervor que Al y Shorty siguieran en Cuba —y preferentemente— a dos metros bajo tierra. No es que le importase mucho lo que pudiera sucederle a la raza humana que contenía tantos ejemplares malignos.
Pero sentía cierto afecto por su caprichoso y cadavérico patrón, Methuen. Y, lo que era más importante desde su punto de vista, no le agradaba la idea de pasarse el resto de su vida hurtando y cazando su comida como un oso silvestre. Tal clase de existencia resultaría excesivamente estúpida para un oso de su inteligencia. Tendría, naturalmente, acceso a la biblioteca de la Estación, pero no habría nadie para explicarle las partes difíciles de la química y las otras ciencias cuando se atascase.
Regresó al laboratorio de Bemis y se trajo consigo la botella y la hipodérmica restante que rellenó como hizo con la anterior. Intentó insertar muy suavemente la aguja en el profesor Methuen, pero el biólogo de nuevo se apartó.
Johnny no se atrevía a recurrir a la fuerza por temor a romper la única jeringa que quedaba. Probó la misma táctica con Breuker y Bouvet, sin mejores resultados. Lo intentó en Honoria que dormitaba en los peldaños de la cocina. Pero ella se despertó instantáneamente y se apartó, frotándose el sitio donde había sido pinchada.
Johnny se preguntó qué diablos podía ya probar. Consideró la posibilidad de golpear a uno de los hombres para dejarle sin sentido e inyectarle; pero, no, ya que no sabía hasta qué punto podía golpear para entontecer sin matar. Le constaba que si le atizaba a uno de ellos podría cascarle el cráneo como si fuera un huevo.
Anadeó hacia el garaje y agarró un rollo de cuerda con la cual intentó atar a la nuevamente adormilada Honora. Disponiendo solamente de zarpas y dientes para apañárselas, se encontró él mismo más liado en la cuerda que la cocinera, que, despertándose, se libertó sin dificultad de los lazos.
Sentose a meditar. No parecía existir ningún medio que le permitiese inyectar la solución. Pero en su presente estado los seres humanos harían cualquier cosa que se les ordenase. Si alguien ordenase a alguno de ellos que cogiese la jeringa y se inyectase a sí mismo, lo haría...
Johnny depositó la jeringa frente a Methuen, y trató de decirle lo que tenía que hacer. Pero no podía modular sus intentos de decir: «Recoge la jeringa», brotaban de su garganta más o menos como: «Rec-rec-jerg».
El Profesor miraba fija e inexpresivamente y posó la mirada en otro sitio. El lenguaje por signos tampoco dio resultado.
Johnny desistió y fue a colocar la botella y la jeringa en un estante alto donde los hombres no pudieran alcanzarlas. Vagabundeó por las dependencias con la esperanza de que algo pudiera darle una idea.
En la habitación de Ryerson vio una máquina de escribir, y pensó que ya tenía la solución. No podía manejar un lápiz, pero podía hacer funcionar una de aquellas máquinas, a su modo. La silla crujió alarmantemente bajo su peso, pero se mantuvo firme.
Johnny cogió una hoja de papel entre sus labios, la hizo oscilar sobre la máquina, y giró el rodillo con ambas zarpas hasta que atrapó el papel en el cilindro giratorio. El papel quedó torcido pero esto no se podía evitar.
Hubiese preferido escribir en español porque era más fácil de deletrear, pero el español no era la lengua nativa de ninguno de los hombres de la Estación, y él no quería someter a grandes esfuerzos las facultades humanas. Por consiguiente tendría que redactar en inglés. Empleando una uña por turno, tecleando lentamente:
RECOGE JERINGA Y TE INYECTAS SOLUCIÓN EN ARTE SUPERIOR DE TU BRAZO.
La ortografía de «jeringa» no tenía aspecto de estar correcta, pero no iba ahora a preocuparse por aquel detalle.
Llevando el papel en la boca pataleó de regreso a la cocina. Esta vez colocó la jeringa frente a Methuen, berreó para atraer su atención y agitó el papel ante sus ojos. Pero el biólogo echó únicamente un breve vistazo al papel y desvió la mirada.
Gruñendo por el vejamen, Johnny empujó la jeringa para apartarla de cualquier daño y trató de obligar a Methuen a leer. Pero el científico meramente se retorció bajo su empuñadura y no prestó la menor atención al papel. Cuanto más le agarraba, tanto más intentaba escapar. Cuando el oso le soltó, caminó por la habitación y volvió a quedarse en estado de arrobamiento.
Renunciando por el momento, Johnny colocó la jeringa en sitio seguro y se preparó otro litro de café. Era un brebaje flojo, ya que no quedaba mucho de la materia prima. Pero quizá le daría alguna idea.
Luego salió fuera y caminó por los alrededores, en el crepúsculo, pensando furiosamente. Parecía absurdo-— hasta su pequeño sentido de oso del humor se daba cuenta— que el hechizo podía ser roto por una simple orden, que él, sólo él en el mundo entero conocía la orden, y que no disponía de medios para darla.
Se puso a rumiar lo que sucedería si no hallase nunca el medio. ¿Perecería simplemente la totalidad de la raza humana, quedando solamente él como única criatura inteligente en el Mundo? Lógicamente tal acontecimiento tendría sus ventajas, pero temía que resultase una existencia aburrida.
Podía coger una lancha del puerto y poner proa hacia el continente, y luego darse una caminata al norte de Méjico donde encontraría a otros de su especie. Pero no estaba seguro de que fuesen una compañía con la cual congeniase; podían, presintiendo su rareza, hasta intentar matarle. No, esta idea no servía, todavía no.
Los animales de la Estación, sin alimentarse durante dos jornadas, alborotaban en sus jaulas. Johnny durmió mal, y despertó mucho antes de la aurora. Pensaba que había tenido una idea, pero no podía recordarla...
¡Un momento! Tenía algo que ver con Breuker. Era un especialista de la psicología del lenguaje ¿no? El hacía cosas con un fonógrafo portátil grabador de sonidos; Johnny le había visto captar los alaridos belicosos de McGinty.
Se encaminó hacia la habitación de Breuker. En efecto, allí estaba la máquina. Johnny la abrió y consumió las siguientes dos horas en calcular cómo funcionaba. Podía poner en marcha el motor con bastante facilidad, y con alguna paciencia aprendió a poner en marcha los conmutadores. Ajustó finalmente el aparato para que grabase, puso en funcionamiento el motor y vociferó:
—¡«Uuá-á-á-á»!
Paró el mecanismo, tocó el conmutador de retroceso, colocó la aguja en el surco exterior del disco de aluminio, y volvió a poner en marcha el aparato.
Durante unos segundos transmitió un leve arañazo y de pronto vociferó: ¡«Uuá-á-á-á»! Johnny lanzó varios chillidos de complacencia.
Estaba sobre la pista de algo, pero no sabía del todo qué era aquel algo. Un disco fonográfico de su grito no sería más efectivo para darles órdenes a los hombres que el original del grito.
Bien, Breuker debía tener una colección de discos. Después de unas exploraciones, Johnny los encontró en un juego de cajas que parecían archivadores de cartas. Fue leyendo las etiquetas.
«Piar de pájaros: Periquito Rojiverde. Cacatúa.» Aquello no le servía para nada.
«Balbuceo infantil: 6 a 9 meses.» Fuera también.
«Dialecto del Lancashire.»
Probó este disco y escuchó un monólogo acerca de un muchachito que era deglutido por un león. Por su experiencia con muchachitos, Johnny pensó que era una excelente idea, pero no había nada en el disco que pudiera serle útil.
El siguiente estaba etiquetado:
«Lenguaje Americano. Serie n.° 72-B, Condado de Lincoln, Missouri.» La grabación empezó:
«Érase una vez un ratoncito que nunca lograba tomar una decisión. Siempre que los demás ratones le preguntaban si le gustaría salir a pasear con ellos, él contestaba: "No lo sé". Y cuando le decían: "¿No te agradaría pasar unas horas en casa?", él no decía que sí ni que no; siempre se negaba a elegir. Un día su tío le dijo: "¡Oye, mira! Nadie te hará nunca caso si sigues portándote así....»
El disco siguió adelante, pero la mente de Johnny estaba concentrándose en su idea. Si pudiese lograr que el aparato le dijese: «¡Oye, mira!» a Methuen, su problema debería quedar solucionado. No serviría de nada poner todo el disco, ya que aquellas dos palabras no sobresalían del resto del cuento. Si consiguiese hacer un disco con sólo aquellas palabras...
Pero ¿cómo iba a poder hacerlo si solamente había un aparato? Necesitaba dos, uno para poner el disco y otro para grabar las palabras deseadas. Chilló con exasperación.
¡Ser derrotado después de haber llegado tan lejos! Sintió impulsos de tirar el aparato por la ventana. Por lo menos produciría un bonito estrépito.
Como un fogonazo la solución acudió. Cerró el grabador y lo llevó a la sala común, donde había un pequeño tocadiscos empleado por los científicos para su diversión.
Colocó el disco de Lenguaje Americano en aquel aparato, colocó un disco virgen en el grabador, y puso en marcha e! tocadiscos, con una uña en el conmutador de la grabadora para pulsarlo en el momento adecuado.
Dos horas y varios discos estropeados después, ya tenía lo que quería. Llevó la grabadora a la cocina, la instaló convenientemente, depositó la jeringa frente a Methuen y puso en marcha el aparato.
Ronroneó y arañó unos diez segundos, y luego exclamó severamente:
—«¡Oye, mira! ¡Oye, mira! ¡Oye, mira!»
Los ojos de Methuen chispearon de pronto al enfocar sus pupilas y mirar con intensidad ante él a la hoja de papel con las palabras en mayúsculas mecanografiadas que Johnny mantenía colgante ante sus ojos. Leyó las palabras y, sin un pestañeo de emoción, cogió la jeringa, hincando la aguja en su bíceps.
Johnny ya había cerrado la grabadora. Ahora tendría que esperar para ver si la solución química hacía efecto. Al ir transcurriendo los minutos tuvo la atroz sensación de que a lo mejor no se trataba de un antídoto ni mucho menos.
Media hora después, Methuen se pasó una mano por la frente. Sus primeras palabras fueron audibles, pero crecieron en volumen progresivamente como un aparato de radio al ir calentándose:
—En e! nombre de Dios... ¿qué nos ha ocurrido, Johnny? Recuerdo todo lo que ha ido sucediendo en estos últimos tres días, pero durante todo ese tiempo, al parecer yo no tenía el menor deseo de hacer nada... Ni siquiera tenía la suficiente fuerza de voluntad para hablar.
Johnny hacía ademanes con ¡a zarpa y le precedió hacia la habitación de Ryerson y la máquina de escribir. Methuen que conocía bien a su Johnny, le insertó para su uso una hoja de papel en el rodillo de la máquina.
Pasó algún tiempo y dijo Methuen:
—Ya comprendo ahora. ¡Qué magnífico plan para un aspirante a dictador! El mundo entero obedece sus órdenes implícitamente; todo cuanto ha de hacer es seleccionar subordinados y decirles lo que han de ordenar a ¡os demás que hagan. Naturalmente, el antídoto era yoduro de potasio; es el fungicida clásico, y disipó el germen anulándolo rápidamente en mi cerebro.
Dio una cariñosa palmada en el hombro peludo de Johnny.
—¡Vamos, viejo compinche! Tenemos trabajo pendiente. Lo primero es hacer que los demás en la casa se inyecten a sí mismos. ¿Has pensado...? ¡Piensa en ello, Johnny! ¡Un oso salvando a la humanidad! Muchacho, después de esto, ya puedes mascar todo el tabaco que quieras. Hasta voy a intentar conseguirte una hembra oso para ti, inyectándole su cerebro como hice con el tuyo, de modo que así tengas una compañera digna de ti.
Una semana después todo el mundo en Santa Cruz había sido tratado, y fueron enviados hombres al continente y a las otras islas del Caribe para proseguir con la tarea.
Johnny Black, al no encontrar nada que suscitase su curiosidad por los contornos de la casi desértica Estación Biológica, se ladeó hacia la biblioteca.
Extrajo del estante el tomo V de la Enciclopedia Británica, lo abrió por la sección de
«Química» y nuevamente se dispuso a empollar.
Esperaba que Methuen regresase dentro de un mes aproximadamente, y pudiera disponer de algún tiempo libre para explicarle las partes difíciles; pero, mientras tanto, tendría que apañárselas lo mejor que pudiese, ya que en definitiva, no era más que un oso negro, terco y curioso.
Fin