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febrero 12, 2017
La sensación de mareo sería mucho más tolerable si pudiera disimularla. Para eso tenía que hacer algo. Encontrar una ocupación momentánea que la rescatase de ese bailoteo caliente (diez minutos, sólo diez minutos, había dicho el marinero, hasta que llegaran al otro extremo de la bahía), ese vértigo que le confundía los límites y se los mezclaba en una masa blanda y repugnante.
De lejos, la isla no parecía desierta como les habían dicho. A Lea se le hacía difícil creer que esa figura contundente, recortada contra el cielo, fuera una roca estéril con algunas matas de vegetación.
A medida que pasaba el tiempo y las olas le jugaban esa mala pasada, la isla se volvía más deseable. Ansiaba llegar, tanto como ansiaba que terminase, a su alrededor y debajo de los pies, la agitación impúdica del agua. Pero no terminaba.
Por eso pensó en disimular, en hacerse la desentendida, en decirse qué natural era todo aquello, cómo lo manejaba. Las personas con las que podía conversar eran cuatro. Martín, su marido, que se daría cuenta enseguida de que ella lo estaba pasando mal, y empezaría a preguntarle; no resultaría. Berta, una vieja solitaria con acento extranjero, cara de amargada y un poco sorda. Lili, la nieta quinceañera de Berta, que estaba tan mareada como ella con el agravante de que no le interesaba disimularlo. Oscar, un grandote con aspecto de nuevo rico que la miraba como diciendo "Aquí estoy, nena". Ni pensarlo.
De los males menores, eligió a Berta. Cuando mucho, serían dos monólogos cordiales.
Lea se volvió hacia la mujer.
—Calor, ¿eh? Como para darse un chapuzón.
Berta movió la cabeza afirmativamente y se abanicó la cara con una revista.
—¿Sabe nadar? —preguntó Lea, temerosa de que todo quedase allí.
La mujer la miró espantada, señalando las olas.
—¿Aquí?
—No, claro —se apuró a contestar Lea—. Cuando lleguemos a la isla —y señaló con la cabeza la isla parda todavía lejana, en cuyos bordes podían verse ya, sin embargo, unas manchas color té que prometían ser playas.
—¿Vamos a parar ahí? —preguntó Berta, casi con disgusto—. Si no hay nada.
Lea se alegró de poder discutir.
—Bueno, yo no diría eso. Las playas están vacías, pero se ven deliciosas. Prometen. ¿Le gusta nadar? —repitió, desafiante.
La vieja no tuvo más remedio que contestar.
—A veces, en la pileta —no parecía muy dispuesta a contestar las preguntas directamente, como si contestar fuera lo mismo que obedecer.
Lea se dio cuenta, y siguió arremetiendo. El asunto empezaba a divertirla.
—¿Piensa quedarse hasta fin de mes?
Berta suspiró, se tomó un tiempo, carraspeó.
—Cuando vengan los padres de Lili...
Y de repente, como si se hubiera disparado un resorte, la mujer empezó a contar la complicada historia de su familia; el hijo, acusado injustamente de una estafa, mientras el socio le desbarataba la empresa y la mujer se dedicaba al alcohol, y esa hija primaveral que no sabían dónde meter, que era la adoración de su papá, pobre hijo al que la vida estaba castigando. Y a ella de rebote, por ser una madre que sufría como sufren siempre todas las madres.
Y antes de que Lea pudiera reponerse de la generosidad oral de la vieja, la mancha silenciosa de la isla apareció a menos de doscientos metros del barco.
El mareo ya había pasado; así que, apenas Berta hizo una pausa para contestar una pregunta de la nieta, Lea decidió cambiar de interlocutor. Además, Martín parecía muy extrañado de su interés por las historias familiares de desconocidos. Con los labios casi cerrados y un gesto cómico, le disparó de golpe:
—¿Qué le pasa a la vieja?
Lea suspiró.
—De todo. Aunque en realidad a ella no le pasa nada, y eso es lo que le pasa —dijo, muy seria.
Martín no entendió, ni trató de entender. Señaló con la cabeza la isla, que se agrandaba envolviendo la proa.
—Ahí sí que no pasa nada.
Lea la miró de nuevo, pensativa. Casi para ella misma, murmuró "Ya veremos" y se volvió hacia Martín con gesto desafiante.
La isla era hermosa; desde donde estaban, ya casi detenidos, se veía una playa de arena pálida con forma de media luna, que terminaba en una pared de roca moteada de grutas. Más allá de la arena, a los costados, había piedras húmedas y brillantes, que seguramente marcaban el límite de otra playa.
El barco se detuvo. En esa zona, el oleaje era mínimo; estaban a unos sesenta metros de la playa. Sin dejar de mirar hacia la isla,
Lea se desabrochó la camisa y la tiró sobre el asiento de madera.
Martín se desperezó, tratando de relajarse; por lo visto, él también había estado deseando que cesara el oleaje.
—¿Te vas a bañar? —le preguntó a Lea.
Asintiendo con la cabeza y mirando siempre hacia la isla, Lea se zambulló. Era cierto: a veces la gente hacía preguntas que parecían órdenes.
Nadó despacio entre las pequeñas olas, dejándose masajear. Todo le sentaba bien allí. Allí, ¿dónde? Iba hacia la playa. Sin embargo, ese lugar existía por sí mismo: era "el medio" entre el barco y la isla, una bisagra, un pa-saje; y a la vez un lugar donde estar, aunque sólo fuera por unos minutos. En ese lugar no tenía importancia ninguna de las cosas que había dejado atrás, en el barco: ni los dramas de Berta, ni las preguntas de Martín, ni sus vértigos y miedos.
Flotó de cara al cielo, dejando qué el agua le ablandase la piel. Cuanto más se alejaba del barco, menos real le parecía. La isla, en cambio, sí existía; estaba viva, y era perfecta: en la arena, millones de poros chupaban el agua con avidez; todo el espacio se hinchaba de mar, brillaba, se ponía tenso con cada caricia. La isla y el mar eran una borrachera constante y dulce que no cesaba de latir.
Deseando llegar, Lea empezó a dar brazadas rápidas, siempre de espaldas; en una de ellas tocó el fondo con la mano. Cansada, se arrastró sobre la arena compacta hasta un lugar donde no llegaban las olas y se aflojó.
Tal vez se durmió; no había forma de saber cuánto tiempo había estado así, porque del reloj sólo le quedaba una marca blanca sobre la piel tostada. Otras marcas blancas en su cuerpo eran las que había dejado la bikini, que ya no estaba. Se tocó el pelo, sabiendo que ya no encontraría allí la hebilla que sos-tenía un mechón sobre el lado izquierdo; tampoco quedaban vestigios del esmalte rojo con que había cubierto las uñas de las manos y de los pies. Todo lo que llevaba encima había desaparecido.
Miró hacia adelante: el horizonte era una línea azul, densa, que separaba el agua del cielo; una franja comprimida entre el Sol y la profundidad pasmosa del mar. Ninguna imagen interrumpía la línea, ni la trayectoria de la mirada por debajo de ella; ningún barco.
El ruido de las olas le llegó desde muy lejos; sin dudarlo, se levantó y empezó a caminar internándose en la isla.
El aire le resultó tenue, en contraste con el agua de la que venía; avanzó con movimientos elásticos y livianos, sintiendo qué fácil era caminar. Recordó un sueño muy repetido, en el que ocurría todo lo contrario: ella quería avanzar y algo se lo impedía. Era un sueño muy extraño, nunca se lo había contado a na-die. Además de la dificultad para moverse, y la sensación penosa que eso le provocaba, sentía vergüenza por no poder avanzar; tomaba impulso, daba un paso, pero no conseguía dar el siguiente, algo invisible la frenaba. Ahora, en cambio, tenía la vivida sensación de estar logrando algo muy deseado.
Llegó a una hondonada que ocultaba una franja de paisaje distinto del que podría imaginarse desde el mar: árboles, algunos de ellos con frutos, vegetación, y hasta césped. La playa era sólo una fachada, un decorado que envolvía la verdadera cara de la isla. A lo lejos, un poco más arriba, estaban las grutas que había visto desde el barco. Eran dos. Pensó que, al llegar, vería en ellas alguna señal clara. Tuvo una idea extravagante: la entrada de dos grutas con las siluetas de un hombre y una mujer, como las que identifican los baños públicos.
El pasto era bastante alto en algunos sitios, le rozaba las piernas. Al principio le gustó; después se volvió fastidioso y agresivo. Más adelante, sin embargo, era mucho más corto, y sólo de vez en cuando tenía que esquivar algunas matas ariscas y punzantes.
Lo verdaderamente nuevo era el contacto con el aire de las zonas del cuerpo que no estaban acostumbradas a él: las nalgas, la vulva, los pezones.
Hacía un buen rato que caminaba. En realidad, ese lugar era bastante más grande de lo que le había parecido cuando lo vio surgir al final de la playa. Tuvo ganas de detenerse un momento; bajo un árbol que parecía un ciruelo había una cantidad de frutos caídos. Algunos estaban agrios, a juzgar por el olor fuerte que despedían; otros, en cambio, parecían haber caído pocos minutos antes. Los probó: eran dulces y jugosos. Recogió varios y los llevó hasta un lugar sombreado y herboso, donde se sentó.
Después de comer los frutos sintió un gran cansancio; le pesaban los párpados, casi no podía mantenerlos abiertos. Entonces, ovillándose junto al tronco del árbol, se durmió.
Cuando abrió los ojos era de noche. Tuvo la sensación de haber sido despertada por un grito, o por algún ruido diferente, que contrastaba con el telón de fondo que le había asegurado el sueño: grillos, sapos, rumores verdes y laboriosos que entretejían la obscuridad en calma, confirmando la monotonía. Miró el cielo: en la obscuridad, el hacinamiento de estrellas transmitía la misma sensación estática y contínua del canto de los grillos. En ese clima, el movimiento más inocente habría parecido un terremoto. Pero nada se movió.
¿Qué la había despertado, entonces? No recordaba ninguna pesadilla, suponiendo que hubiese gritado en sueños huyendo de algún monstruo.
Lea tembló. El rocío le mojaba los brazos, el vientre, los muslos. Aunque el día había sido caluroso, ahora todo estaba húmedo y frío. Le costaría soportar esa intemperie hasta que llegase la mañana. Se sentó con las piernas dobladas y apoyó la espalda contra la corteza áspera del tronco. El árbol le protegía la espalda, y los brazos eran una especie de muralla alrededor de las piernas. Trató de que las zonas de su cuerpo que aún no se habían enfriado contagiasen el calor a las otras, que ya empezaban a entumecerse.
Necesitaba calor. Así encogida no lo conseguiría; además, ya no podría volver a dormirse. La quietud le había endurecido los músculos y le había erizado la piel. Decidió que, a pesar de la obscuridad, debería caminar: tropezar o caerse no sería peor que estar así, traspasada por el frío y la humedad. Se levantó y echó a andar.
Caminó a tientas como los ciegos, barriendo el aire con los brazos. De vez en cuando, el vuelo de una luciérnaga perforaba la obscuridad. Sobre su cabeza, un techo de hojas frenaba los rayos lunares.
Sin embargo, esa negrura fue cambiando. En alguna parte, allá adelante, nació un resplandor: el bosque se incendiaba. Al acercarse un poco más, el resplandor adoptó una forma conocida; se oyó un agradable crepitar, y los ojos de Lea descifraron una imagen antigua y entrañable: un hombre sentado ante un fuego.
Lea se acercó despacio, saliendo de la obscuridad.
A simple vista, el hombre parecía dormido; sin embargo, tenía los ojos abiertos, la mirada atrapada por el fuego. Como Lea, estaba desnudo.
Ella le habló como si continuara una conversación ya iniciada, y él la miró sin sorprenderse.
—Tengo frío —dijo Lea.
—Sí, claro —dijo él, y le tendió la mano para que se sentara a su lado.
Ahora los dos miraban el fuego con la cara encendida. Lea respiró el aire caliente y seco de la hoguera, y siguió el movimiento de las ramas que se retorcían consumiéndose entre las brasas.
Por momentos, a Lea le parecía que el hombre cerraba los ojos y los movía bajo los párpados, como si estuviera buceando en ellos, o tratando de capturar alguna imagen.
—Me llamo Lea —dijo ella, y estalló una brasa.
El hombre se llamaba Manuel.
—Descansemos. Mañana, cuando salga el Sol, iremos allá —dijo Manuel, señalando hacia el lugar donde se suponía que estaban las grutas. Acercó al fuego un tronco grande y se acostó. Dejó que Lea apoyara la cabeza en su pecho, y la rodeó con el brazo.
Lea se amodorró; el fuego los abrigaba, y no había peligro.
Cuando despertó, el Sol ya estaba bastante alto; debían ser por lo menos las ocho de la mañana. No vio a Manuel.
Lea se desperezó y se puso de pie, tratando de reconocer el lugar. Del fogón quedaba sólo una capa blancuzca de ceniza y algunos trozos de carbón a medio quemar, cubiertos de rocío. El pasto era suave y corto, y los árboles que la rodeaban parecían todos de una misma clase; había un penetrante olor a resina.
Se sentía sucia y maloliente, y tenía un gusto horrendo en la boca. Oyó pasos a sus espaldas: Manuel volvía.
—Pájaros de mierda —dijo él, mostrando las manos abiertas—. Se comen toda la fruta. Lo malo es —dijo, mirando hacia las grutas— que estamos lejos. Pero a lo mejor encontramos algo; hay muchas plantas ahí, más adelante. Vamos —dijo, y señaló el rumbo.
Empezaron a caminar, y al rato Lea tenía las piernas y los brazos cubiertos de rasguños; el pasto había cambiado, y ya no era suave y corto, sino áspero y bastante alto. En algunos lugares costaba abrirse camino. Miró los brazos de Manuel: no se veían rasguños, a pesar de que tenía que usarlos, igual que ella, para abrirse paso.
Lea tuvo que soportar ese tormento, y el dolor de los pies, hasta que llegaron a la orilla de un arroyo.
Manuel se volvió hacia ella; no parecía cansado.
—Hay que nadar —dijo.
Hacía calor. Nadaron en silencio, demorándose. El Sol estaba alto, y el cielo muy despejado. Al llegar a la otra orilla, Manuel arrancó unas ramas verdes que colgaban sobre el agua. Estaban cargadas de vainas; las abrieron y sacaron unas semillas verdes y tiernas. Después de comerlas, Lea se inclinó sobre el arroyo y bebió.
Retomaron la marcha, y al poco tiempo el suelo empezó a mostrar un suave declive: el fin de la hondonada. Ahora tendrían que ir cuesta arriba. Era un trecho duro; llevaban algunas vainas de las que se habían alimentado al me-diodía, y fueron desgranándolas sin detenerse y masticando las semillas insulsas pero consistentes.
Ahora que se acercaban, Lea advirtió que las grutas eran mucho más grandes de lo que parecían desde la playa: grandes bocas obscuras, como cráteres, se dibujaban en la pared de la montaña frente a sus ojos. Recordó, con cierta sensación de irrealidad, la idea de las siluetas en los baños.
También observó que las grutas estaban mucho más separadas de lo que creía. Ellos se dirigían hacia la de mayor altura.
Por fin, el declive terminó: habían llegado a una gran explanada, lisa y desprovista de vegetación; frente a ellos se alzaba la entrada de la gruta. Era imponente, pero no sólo por el tamaño. Esa boca grisácea y tosca parecía la puerta de entrada a un escenario remoto y olvidado.
Se oyeron murmullos y ecos de voces lejanas; sin embargo, estaban solamente ella y Manuel.
Los brazos de Lea seguían cubiertos de rasguños, pero ya no le dolían. Manuel, unos pasos más adelante, le tendió la mano.
Apenas entraron, un animal pequeño y lanudo pasó corriendo a su lado y se precipitó sobre Manuel: un perro.
—¿De dónde salió? —preguntó Lea, sorprendida.
Manuel se agachó y rascó la cabeza del animal.
—Viene del otro lado.
Lea se quedó en silencio, y no hubo ninguna explicación.
Allí adentro había un verdadero campamento: mantas, ropas, elementos para cocinar, un bidón con agua. Lea eligió de un montón de ropa un buzo y un pantalón. Eran un poco grandes, pero igual podría usarlos. Entonces Manuel sacó algo de un bolso.
—Éstas te quedarán mejor —le dijo.
Eran una blusa y una falda plisada, un poco larga quizás. Estaban hechas de una tela muy suave, de color salmón.
Había también ropa interior y un par de sandalias trenzadas. Lea y Manuel se vistieron en silencio.
En una canasta había algunos alimentos: queso, fiambre, pan. Cuando terminaron de comer, los invadió una especie de borrachera que terminó en risa, una risa compulsiva que no pudieron contener. Lea creyó que nunca terminaría de reírse; pero entonces la risa se volvió dolorosa, y poco a poco se fue transformando en llanto. Lloró hasta que Manuel la abrazó.
—El barco —dijo Lea—. El barco se ha ido. Ya no está.
Manuel guardó las cosas en una mochila que cargó sobre la espalda, y ayudó a Lea a levantarse. Después empezó a caminar hacia el interior de la gruta; sin preguntar, Lea lo siguió.
Avanzaron por una galería sinuosa, iluminándose con velas. En algunos lugares había escalones desparejos que debían tantear con cuidado para no caer. Al final de uno de esos desniveles se encontraron con una pared de roca; allí parecía terminar todo. Sin embargo, el perro, que los había seguido todo el tiempo unos pasos atrás, tomó hacia la izquierda y desapareció. No era el fin: sólo un recodo. Hubo más recodos como ése, y el camino seguía a veces hacia la izquierda y a veces hacia la derecha. Por momentos parecía que estaban por hacer un giro completo, y luego la dirección cambiaba; entonces se oían sonidos parecidos a murmullos, o a voces cantando muy suavemente, como si detrás de las paredes de roca pudiese haber algo que no fuera aquella obscuridad maciza. También se oía, a veces, el inconfundible sonido de la lluvia cayendo sobre el techo: un tamborileo que nacía en alguna parte y llegaba desde el interior de la bóveda, royendo las entrañas de la roca.
Por momentos el sonido de la lluvia se transformaba en el llanto de un bebé; luego se oía una voz de mujer arrullándolo, y ambos sonidos vibraban juntos un rato en las paredes, esfumándose y volviendo a aparecer. Al surgir los ruidos, el perro alzaba las orejas y gimoteaba. Manuel lo llamaba con un silbido y lo hacía callar dándole palmadas.
Cuando por fin cesaron todos los sonidos, un gran silencio ocupó los espacios vacíos: el hueco de la gruta, los poros de la piel, los oídos.
Llegaron al salón. Era un ensanchamiento circular en el cual convergían varios corredores como el que acababan de dejar atrás. Una luz muy tenue, cuyo origen no era evidente, iluminaba todo el lugar. El suelo era de roca brillante, y en varios sitios había charcos de agua que se formaban por el goteo de incipientes estalactitas. En uno de los charcos había un grupo de aves zancudas que, al acercarse ellos, se amontonaron y lanzaron unos graznidos que rebotaron contra las paredes durante un momento.
—Falta poco —dijo Manuel, y sus palabras también chocaron contra las paredes y el techo, dando tumbos—-. Es por ahí —y señaló uno de los corredores.
No había terminado de hablar cuando el perro se adelantó, corriendo hacia el lugar señalado; Manuel lo siguió. Lea se demoró un poco, abarcando el lugar con la mirada.
En el corredor volvió la obscuridad. A medida que se alejaban del espacio iluminado, la marcha se hacía más difícil; al obscurecer por completo, Lea chocó contra algo: el corredor terminaba de repente en una pared lisa y ver-tical.
Manuel la tomó de los hombros y la guió hacia un costado: una salida lateral, como un embudo negro y estrecho, desembocaba en una escalera tallada en la piedra.
Lea contó los peldaños: eran doce. Al final de la escalera, la penumbra se volvía más suave y el aire estaba templado y seco. Al extender los brazos para no tropezar de nuevo, las manos de Lea encontraron algo muy familiar: una silla de paja.
—Mi casa —dijo Manuel.
En la penumbra se veían tres sillas más, una mesa y una cama turca sobre la que se acostó el perro.
—Está obscuro —dijo Lea.
Manuel abrió la ventana y el Sol entró de golpe.
El día que llegaron, la aldea estuvo silenciosa.
Lea trató de asomarse a la ventana enseguida, pero Manuel la detuvo y la convenció de que era mejor que comieran algo y descansaran. Lea protestó, pero ya salía de una sartén un olor delicioso. El cansancio le pesó en los párpados; comió en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, y dejó que Manuel la llevara hasta la cama y se acostara junto a ella.
Al día siguiente, cuando Lea despertó, Manuel preparaba café.
—Buenos días —dijo Manuel, cariñoso; últimamente, le hablaba como si ella fuese alguien a quien había que cuidar mucho.
—Hola —contestó Lea, luego de un sorbo de café. Las tazas y la cafetera estaban apoyadas directamente sobre la mesa sin mantel. En una lata había galletas dulces con mucho sabor a manteca. Con la taza de café en la mano, Lea fue hasta la ventana; Manuel la siguió.
La ventana daba a una galería de tablas angostas, a la que se salía por una puerta que se abría a un costado. En el centro de la galería había una escalera, también de madera, que bajaba hasta el nivel del piso.
Lea salió a ver. Las paredes exteriores de la casa, como había imaginado, formaban parte de la montaña; la galería, asentada sobre pilares, era la única saliente artificial a la vista. Bajó y miró hacia arriba: a un costado, sobre la ladera, humeaba una larga chimenea de piedra.
La escalera daba a un sendero de tierra; Lea caminó seguida por el perro. Las nubes pasaban bajas, rozándole la cabeza; una de ellas chocó con un penacho de vapor: el humo de otra chimenea. Debajo de ésta había una ventana parecida a la de la casa de Manuel, pero más pequeña, y faltaba la galería. Lea no tardó en descubrir más casas como ésa, todas mitad montaña, con frentes rústicos y unas chimeneas que parecían nidos de avispas o de hormigas tropicales. En algunas casas, la entrada estaba a nivel del suelo, y era un simple agujero en la pared de roca, cerrado con puertas de madera sin cepillar, con la pintura descascarada.
Por una puerta entornada asomó un rostro de mujer. Pañuelo gris en la cabeza, rasgos suaves, piel aceitunada. Miró a Lea fijamente y luego se retiró. Lea intentó hablarle, pero la puerta se cerró y la mujer no volvió a salir.
Lea se acercó a la ventana: dos figuras se juntaban y hablaban haciendo gestos y señalando hacia afuera. De repente tuvo la sensación de que muchos ojos la miraban, detrás de las ventanas, escondidos en las galerías o por las puertas entornadas. Parecía que todo el tiempo la habían estado mirando, mientras ella creía deambular por las calles de un pueblo dormido.
Empezó a desandar el camino, y antes de llegar a una curva oyó voces; se ocultó detrás de un pilar y escuchó. Había un grupo de personas hablando.
—...ha vuelto —dijo una de ellas.
—¿Lo viste? —preguntó otra.
—No, pero la vi a ella —fue la respuesta.
Lea se sobresaltó: ella era ella, sin duda.
Manuel no le hizo mucho caso; siguió cortando leña, la piel bañada por el sudor. Excitada, Lea lo acosó con preguntas.
—Es que nunca te habían visto —dijo él.
—¿Y qué hay con eso? Pude haber venido sola.
Manuel se limitó a mover la cabeza, en silencio.
La mujer del pañuelo gris bombeó un rato y un chorro de agua cristalina cayó sobre el fuentón de cinc. A varios pasos, Lea la miró. Era la segunda vez que se encontraban; en realidad, la mujer no la había visto a ella. Apenas advirtió su presencia, huyó silenciosamente y desapareció detrás de la puerta. Volvió a salir, con un atado de ropa, cuando Lea se alejó lo suficiente.
Sentada sobre un tronco, del otro lado del camino, Lea se quedó mirando a la mujer que lavaba.
Así era en ese lugar cada vez que se encontraba con alguna persona que no fuera Manuel. Tenía que verlas desde lejos, o espiarlas detrás de una ventana cuando pasaban frente a la casa mirando furtivamente hacia arriba.
A veces no se conformaban con pasar; se detenían a comentar algo, confiadas en el silencio de la siesta. Se reunían dos o tres, y hablaban en voz baja.
—Nunca aprenderá.
—Podría hacer algo útil, en vez de ir allá a buscar...
Una mañana, Manuel se levantó temprano; Lea estaba despierta, pero se quedó quieta y con los ojos cerrados hasta que él salió. Habían golpeado en la puerta, muy suavemente. Lea espió por una pequeña abertura de la ventana. Una vieja de pelo desgreñado hablaba con Manuel; tenía la voz cascada, y parecía furiosa.
—Ella no existe, es una idea tuya.
Manuel se defendió.
—Pero...
—No existe, te dijimos que no fueras más allá. Así nunca vas a llegar a nada.
Lea no alcanzó a oír la respuesta de Manuel, pero en cambio sí oyó las últimas palabras de la vieja:
—Mejor sería que te fijes en una de las nuestras. Ahí está Ada, por ejemplo...
Y se alejó protestando y moviendo las manos, como dando por sentado que Manuel nunca entendería.
Otro día, mientras Lea preparaba algo para comer, una mujer joven se detuvo frente a la galería, y estuvo un rato mirando. Tenía la mirada triste, y a Lea le costó reconocerla; era atractiva, tenía formas robustas y el pelo muy largo.
Era la mujer del pañuelo gris.
Mientras comían, Lea le contó el incidente a Manuel.
—Ah, es Ada —dijo él—. ¿Hay más sopa? ---y eso fue todo.
A partir de esa vez, Ada volvió a pasar frente a la casa todas las tardes. Se detenía un momento y miraba hacia arriba, y luego continuaba.
Un día Lea despertó con náuseas.
Se sentía rara, y tuvo que comer algo enseguida para que se le pasara el malestar. Tenía el vientre hinchado y le dolían los pechos. Cuando se lo dijo a Manuel, él sonrió y comenzó a tratarla con más ternura todavía, y a llenarla de atenciones. Le llevaba el desayuno a la cama y no le dejaba hacer los trabajos de la casa.
Lea empezó a aburrirse. Hubiera querido explorar más allá de las casas, detrás de un bosque de eucaliptus que se veía por la ventana.
Pero desde que empezó a tener esos síntomas, Manuel no la dejaba salir. Estaba prisionera.
A medida que pasaba el tiempo, Lea se ponía cada vez más triste; Manuel, en cambio, parecía feliz. Durante un par de días estuvo pelando mimbre y se puso a trenzarlo mientras silbaba una melodía dulzona. Al principio Lea quiso saber de qué se trataba; se cansó de preguntarle, siempre con el mismo resul-tado: Manuel dejaba de silbar, le dedicaba una sonrisa, y seguía silbando y trenzando el mimbre. Sólo después de varios días, cuando el trabajo tomó forma, Lea descubrió que se trataba de un canasto ovalado.
Cuando los síntomas de Lea empezaron a declinar, las cosas cambiaron.
Ya no tenía que comer algo con urgencia, ni se levantaba con náuseas. Y el vientre no crecía como a Manuel le hubiera gustado. Cuando recuperó la forma chata de costumbre, la mirada de Manuel se volvió hosca. Parecía triste y abatido.
Por varios días no le preocuparon los movimientos de Lea, ni sus estados de ánimo; Lea podía entrar y salir a su antojo, sin dar explicaciones.
En ese tiempo, Manuel recibió varias veces la visita de la vieja que, en el mismo tono severo de la primera vez, no dejaba de repetirle "Te lo dijimos, te lo dijimos". En una de esas visitas, Lea decidió ir hasta el bosque; se calzó las sandalias y se puso un pañuelo en la cabeza; tal vez de esa manera las otras personas la verían. Antes de salir, tropezó con un bulto: el canasto, olvidado en un rincón, a medio terminar.
Su paso por entre las casas fue recibido con la indiferencia de costumbre; cada vez que miraba a alguien para saludarlo o preguntarle algo, éste le daba la espalda y hacía como que no la veía. O le contestaba con un monosílabo o un gruñido.
El bosque era una franja de eucaliptus que crecían apretados. Lo atravesó sin detenerse, aspirando el fuerte vaho.
Al dejar atrás los últimos árboles, la vegetación desapareció en la arena, al pie de las dunas; se sacó las sandalias y trepó. Desde allí arriba se veía el mar. La playa, abajo, era estrecha: apenas una media luna, recostada contra un paredón de roca.
Dentro de Lea lucharon dos impulsos: uno era bajar corriendo hasta la playa, recuperarla, dejar que la espuma de las olas le impregnase los pies, los muslos, la cintura; el otro era volver. Estuvo así un rato, retorciéndose las manos; por fin dio media vuelta y regresó al bosque.
Allí encontró a Manuel. Venía hacia ella con expresión de alarma, despeinado, la camisa abierta. Estaba pálido y le temblaban las manos. Apenas la vio, se detuvo frente a ella respirando agitado. Luego, sin decirle una palabra, la abrazó muy fuerte.
—No quiero que vayas allá —dijo con voz ronca cuando pudo hablar—. Nunca.
Después la tomó de la cintura y así, enlazados, se encaminaron hacia la casa. Poco antes de llegar encontraron a Ada, que al verlos ocultó la cara entre las manos y echó a correr.
Había refrescado. Juntaron un poco de leña y encendieron un buen fuego en la chimenea. Pronto hubo brasas, sobre las que Manuel puso unas papas. Cada tanto las hacían girar con una vara, hasta que estuvieron crocantes. Mientras comían, Manuel hizo chistes imitando a la vieja, y Lea lo escuchó divertida. Un poco por las bromas y otro poco por el vino que habían tomado, la risa fue inevitable; y rieron como si nada distinto hubiera ocurrido, como si no fuera cierto el bosque, o las dunas, o las ganas de Lea de saber qué signi-ficaba la playa.
Llegó el frío. Lea pasaba la mayor parte del tiempo adentro, tejiendo ropa de lana para ella y para Manuel.
Manuel salía muchas veces a cazar, y cocinaban las liebres que él traía con los condimentos que Lea cultivaba en las macetas de la galería.
Manuel ya no le miraba el vientre. Esto alivió a Lea, pero a la vez le provocaba una aguda sensación de extrañeza.
En todo ese tiempo, Lea había aprendido que varios temas eran tabú para Manuel: uno de ellos era el de la playa. En cuanto lo mencionaba, él se mostraba receloso y la miraba con inquietud. Otro era el de las grutas. No había vuelto a ver la gruta que terminaba tras la casa, porque apenas entraron Manuel cerró la puerta con una llave que guardaba en secreto. En vista del efecto que causaba en Manuel, Lea hacía todo lo posible por evitar el tema; sin embargo, a veces la curiosidad la vencía y no podía resistir la tentación de pre-guntar. Manuel se alteraba, y cambiaba de conversación o intentaba seducirla con alguna caricia. Pero eso le producía a Lea una rabia que alejaba cualquier posibilidad de contacto, y estaban varias horas sin hablarse.
Un día, luego de una pelea, Manuel había salido a conseguir leña y Lea, obstinada, decidió buscar la llave. Hurgó entre las ropas de Manuel, en su caja de herramientas, en los estantes más altos, cubiertos de polvo y grasa. Nada.
Estaba a punto de abandonar el intento cuando algo le llamó la atención: algo relacionado con las pipas y el tabaco. Muchas veces había visto a Manuel fumar en pipa, pero no recordaba haber visto cuando la llenaba. Con movimientos casi reflejos levantó la tapa del pote de tabaco: allí estaba la llave. La tomó, ocultándola en un bolsillo del delantal, y echó una mirada por la ventana. No se veía a Manuel por ningún lado.
Sin embargo, en el momento de meter la llave en la cerradura sintió unos pasos que subían por las escaleras. Con terquedad, siguió probando la llave. Cuando ya tenía la mano sobre el picaporte, él estuvo a su lado.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, furioso.
Sin prestarle atención, Lea movió el picaporte, dispuesta a abrir; y en ese momento, antes de que pudiera hacerlo, se oyó un trueno que parecía venir de la montaña. Lea y Manuel se tambalearon.
Un polvillo denso comenzó a caer desde el techo, nublando las formas. El bramido del trueno se hizo más fuerte, y se volvió ensordecedor; cayeron pedazos de mampostería, y las cacerolas que temblaban sobre los estantes saltaron enloquecidas y se abollaron contra el piso.
Las paredes escupían objetos que caían con estrépito, sumándose al trueno. Lea gritó y se abrazó a Manuel. Alrededor de ellos se desató una tormenta de polvo y fragmentos.
Cuando acabó el temblor, sobrevino un silencio momentáneo. Lea creyó oír un vocerío de grullas, y se acordó de las aves zancudas que había visto al final de la gruta.
Todo estaba cubierto de polvo: el piso, la cama, la mesa, las sillas; y los objetos caídos, muchos de ellos rotos, daban una impresión lastimera. Ellos mismos estaban grises y obscuros.
Manuel abrió la puerta que daba a la gruta: un amontonamiento de piedras bloqueaba la entrada.
Les llevó un tiempo arreglar todo ese destrozo, y limpiar los escombros y el polvo. Les parecía que la casa nunca iba a quedar como antes. Con mucho trabajo fueron restaurando los muebles heridos, las cacerolas, las grietas en el techo, las paredes y el alma de la casa. El tiempo se fue posando, capa sobre capa, hasta borrar las huellas del temblor, y el olvido terminó de apagar la pena por los destrozos. Lea dejó de pensar en la gruta.
En la primavera se dedicaron a fabricar dulces y mermeladas con frutas silvestres: frutillas, moras, grosellas, frambuesas. Llenaban frascos y él los cambiaba por otros alimentos, o por ropa.
De vez en cuando, Lea pensaba en la playa. Un día tuvo un recuerdo súbito: era un mar como el que había visto al cruzar el bosque; ella estaba nadando, y había también un barco, y otras personas.
Tuvo la sensación de que todo aquello era muy importante, pero no pudo entender por qué.
Ese día, Manuel se enfermó. Habían estado recogiendo frutas y al volver a la casa dijo que se sentía cansado y dolorido. Lea le hizo unas fricciones, mientras él hablaba todo el tiempo de cómo había que revolver la pulpa para hacer el dulce. A Lea le pareció que repetía demasiado las cosas y que mezclaba sin sentido las palabras.
Lea le tocó la frente: ardía.
Le sacó los zapatos y lo ayudó a acostarse; tuvo que ponerle varias mantas, y aún así seguía temblando. Con algunos yuyos que guardaban en una lata, le preparó un té. Tuvo que ayudarlo a incorporarse, y al tocarlo notó que estaba aun más caliente que antes.
Manuel pasó la noche entre delirios y temblores, sudando y revolcándose. Ella lo veló hasta el amanecer. La fiebre había bajado y durmió un rato tranquilo.
Pero durante la mañana volvió a ponerse mal. Cuando empezó a tener convulsiones, Lea se asustó y decidió ir en busca de la curandera.
En el camino se encontró con varias personas que, como siempre, la ignoraron. Le costó convencer a la curandera de que la acompañara, de que Manuel no se pondría bien sin su ayuda. La mujer parecía no oírla, mientras hacía misteriosas mezclas en el mortero. Después, cuando Lea ya estaba cansada de rogarle, empezó a recoger paquetes y frascos y a meterlos en una bolsa de arpillera. Sin decir nada, salió. Lea, detrás, parecía un perro apaleado.
En la casa de Manuel, después de distribuir los frascos y paquetes por el suelo, junto a la cama, la curandera le ordenó a Lea que saliera.
Mientras, frente a la casa, fueron reuniéndose las otras personas de la aldea. Lea pensó quedarse en la galería, pero la curandera no dio muestras de querer empezar hasta que ella llegó a la escalera.
Mientras Lea bajaba, la atmósfera se volvió sofocante.
Una oleada de rechazo la golpeó al pisar el último escalón, en medio de un silencio irreal. Del grupo de personas brotó una fuerza poderosa contra la que tuvo que luchar para no ser aniquilada. Entre aquellas personas que no la miraban ni le hablaban, ella no era nada. Después de un rato salió la curandera. Todos la observaron; sin decir nada, bajó la escalera y pasó frente a Lea. Les habló a las otras personas:
—Vamos —dijo—. Se pondrá bien.
Sólo cuando ya se habían ido todos le volvieron las fuerzas a Lea. Se miró las manos, las piernas, se tocó: estaba entera. Cuando subió, Manuel dormía con placidez. En el aire había un olor salvaje, una mezcla de azufre y azúcar quemada.
Manuel durmió sin interrupciones hasta la mañana siguiente, y se despertó completamente fresco.
La experiencia había sido muy dura para Lea. Casi no podía pensar, pero se dio cuenta de algo: allí nunca podría existir fuera de Manuel.
Empezó a creer que, en realidad, no era más que un sueño de Manuel. Un día se lo dijo.
Después de la enfermedad de Manuel, Lea evitaba encontrarse con la gente. Salía a la hora de la siesta, o bien temprano por la mañana, cuando el pasto estaba aún mojado.
Un día amaneció lloviendo. Era una lluvia fina, apenas más espesa que el rocío, que duró todo el día. También llovió el día siguiente, y el otro, y el otro. Tuvieron más de tres semanas de lluvia incesante, el cielo todo el tiempo opaco y sucio, como si se le hubiera velado la última capa.
Lea empezó a sentir nostalgias. Soñaba con otros lugares y otros cielos, y se despertaba muchas veces llorando sin poder recordar por qué lo hacía. Manuel le preguntó qué le pasaba.
—Tengo nostalgias —dijo Lea.
Pero no supo decir por qué.
Sin embargo, a veces se guardaba en secreto pedazos enteros de sueños que no le contaba a Manuel, y cuando estaba sola pensaba mucho en ellos, y se sentía mejor.
Llovía y llovía; el agua hinchaba la madera de las casas y ablandaba los troncos de los árboles y el mimbre apoyado sobre las estacas, arrancándole un olor ácido y desagradable.
Las mujeres recogían el agua en los fuentones de cinc para lavarse la cabeza; pero era tanta que también la usaban para bañar a los niños, para lavar y hasta para cocinar. Se oía todo el tiempo el tañido de las gotas cayendo, con diferentes ritmos, en las ollas alineadas en la galería, o sobre el alféizar de las ventanas. Era una música triste para Lea, que no podía dejar de pensar en los reflejos del Sol en un pedregal mojado.
Bajo la luz lechosa de las nubes todo se veía borroso, los contornos se apelmazaban y se fundían.
Llegó el verano, y las últimas nubes aún no se habían evaporado. El calor era sofocante. Subía desde la tierra macerada, sin alcanzar a secarla; siempre había más capas de humedad por debajo, aflorando en un vaho caliente y pegajoso que se adhería a la piel.
Manuel se aferró más a Lea; estaba siempre pendiente de sus actos y hasta de los gestos más triviales, y no había prácticamente nada que ella hiciera o pensara que él no quisiera saber.
A Lea, en cambio, se le hizo cada vez más perentoria la idea de la playa. Cuanto más pensaba en ella, más le parecía que había estado allí alguna vez.
Poco a poco fue apoderándose de los recuerdos, que volvían perezosamente a ocupar lugares vacantes. Se acordó, por ejemplo, de un traje de baño de dos piezas que alguna vez había usado. No le habló a Manuel de esos recuerdos, para no hacerle daño; pero entonces ocurrió algo. Había despertado varias veces en la noche; al aclarar, con el Sol todavía bajo, se sintió fatigada. Manuel dormía; se levantó, y supo dónde tenía que buscar. Encontró el traje de baño y se lo puso debajo de la ropa que usaba siempre. En medio del embotamiento que la invadía, y del calor, una línea neta se recortó ante sus ojos. Rectas y curvas que la rodeaban y la contenían, definiéndola; colores, formas y olores propios que ya no perdería, porque se había vuelto a adueñar de ellos.
Un pájaro cantó, familiar, sin advertir el paso de Lea bajo los árboles. Era la segunda vez que atravesaba el bosque. Lo hizo con pasos rápidos, sin detenerse a comprobar cuánto se parecía a un bosque y cuánto a un decorado. Atrás, la aldea respiraba en silencio.
Al llegar a las dunas se quitó la blusa y la pollera, y se descalzó. La arena de la playa se le amoldaba a las plantas de los pies como un sueño perfecto.
Una vez en el agua empezó a nadar hacia el barco, que quién sabe adonde la llevaría ahora.
Martín la ayudó a subir.
—¡Por fin llegaste! —dijo—. Creímos que te había pasado algo. ¿Qué hay allá?
—Nada —dijo Lea—. Grutas.
Y mientras el barco se alejaba de la isla, y todo el tiempo hasta que la playa fue apenas una pincelada brumosa y débil, Lea pensó en Manuel, que seguramente seguiría soñando con ella todas las noches, junto al fuego.
Fin