ASÍ SE ABURREN EN UTOPÍA (Francis Carsac)
Publicado en
febrero 22, 2017
La batalla con el crucero melanio sólo duró diez segundos, pero causó dos muertos a bordo de la Aventurera. El compartimiento diecisiete quedó abierto sobre el vacío. Nadie supo qué había sido de la astronave enemiga. Los vigías de tiro anotaron dos blancos en el objetivo.
El capitán Ron Varig no perdió el tiempo maldiciendo la mala suerte que les había hecho ingresar en el espacio normal a dos pasos de un enemigo. Eran gajes de aquella estúpida guerra que venía durando siglos sin que nadie supiera exactamente por qué, ni quién la empezó. Las negociaciones de paz se eternizaban en el planeta neutral de Telma, y no sólo por culpa de los diplomáticos. ¿Cómo detener un conflicto extendido sobre cerca de quince mil años luz y que afectaba a más de diez mil planetas? Cada vez que se llegaba a un acuerdo, algún imbécil o algún exaltado reavivaba las llamas. Y Varig creía tan poco en la buena fe de su pueblo como en la del enemigo.
Y sin embargo, los enemigos también eran humanos o casi, a pesar de su piel negra. Algunos antropólogos incluso pretendían que los Melanios (lo que significa Negros —ellos se llamaban a sí mismos los Afrans—) eran originarios del mismo planeta que los Waites, un mundo probablemente mítico llamado Eurss o Terra, según las leyendas. Casi todos los documentos relativos a los orígenes se perdieron doce mil años atrás, cuando el sol de Madissa estalló, convirtiéndose en Nova. Los supervivientes se dispersaron en todas direcciones, buscando tierras hospitalarias, y durante diez siglos o quizá más vivieron aislados, reconstruyendo la civilización en condiciones frecuentemente difíciles, antes de poder pensar en renovar los vínculos de la raza a través de las inmensidades interestelares. La misma Federación sólo contaba cuatro mil seiscientos años de existencia; tan lento fue este proceso de reunificación.
Ahora abarcaba un diámetro de aproximadamente siete mil años luz, federando débilmente mundos muy diversos, pero todos ellos poblados por Waites. Cierto que las proporciones físicas, el color de los cabellos y de los ojos (¡ah!, las rubias mujeres de Vanir, y sus ojos verdes como el mar de Orok) y la pigmentación de la piel variaban, pero todos eran de tez blanca. Los antropólogos afirmaban que entre los refugiados de Madissa había algunos individuos de piel oscura, pero si esto era cierto debieron ser absorbidos, y sus genes diluidos.
En el año 4005 de la Federación, La Bella Lia, una astronave exploradora del espacio, se tropezó con una expedición análoga de los Melanios en Tari, un pequeño mundo sin importancia. Al principio el encuentro fue pacífico. Los Melanios parecían casi humanos, a pesar de su piel negra y su ancha nariz. Después, nadie sabe qué pasó. ¿Qué pelea de marinos ebrios, que fútil conflicto desencadenó la guerra? La Bella Lia no era una astronave de combate (había muy pocas en aquel tiempo), sino un vehículo de exploración. Volvió a puerto, en Armhor, y ninguno de los supervivientes pudo decir exactamente cómo había empezado aquello. Durante los meses siguientes, media docena de astronaves desaparecieron sin dejar rastro. Hubo represalias. Y mientras tanto, cada planeta se rodeaba, sin reparar en gastos, de una flota de guerra cada vez más numerosa. No se podían correr riesgos después de la matanza de Blondor: tres mil millones de muertos en una sola noche; el planeta despachurrado por una bomba N.
Pero los Waites no se quedaron cruzados de brazos, y dos mundos Melanios tuvieron el mismo fin que Blondor antes de que los Negros aplicasen a sus planetas la misma técnica de protección. Luego, ambas partes se limitaron a emplear bombas de fusión teleguiadas (las bombas N debían montarse sobre el terreno) relativamente inofensivas: la paz de la noche perforada por el resplandor insoportable, el gran hongo mortífero remontándose en la atmósfera. Y más a menudo, batallas de flotas, con rápida retirada al Espacio II, después de lanzar los torpedos. «¡Alabadas sean las Potencias!, pues aún no se ha inventado el modo de llevar allí la guerra», pensó Varig.
Ambas partes también efectuaban incursiones contra los planetas menos defendidos, durante las cuales no se empleaban bombas a fusión, pues su objeto era el pillaje y la captura de prisioneros. Tales misiones corrían a cargo de los Hermanos del Espacio, curiosa combinación de meros piratas en busca de lucro (algunos incluso atacaban los puestos avanzados Waites), de corsarios con patente de la Federación, y de jóvenes aventureros que se embarcaban en viejas astronaves armadas de cualquier modo, y que a menudo desaparecían para siempre.
Varig se encogió de hombros. El había sido uno de estos últimos, pero había triunfado. Ahora poseía su Aventurera y la suerte no le abandonaba. Algunas penetraciones profundas y afortunadas en el espacio Melanio le habían proporcionado fama de hombre valeroso pero prudente, que preparaba cuidadosamente sus ataques sin arriesgar jamás inútilmente la vida de sus hombres. Esto le permitía escoger, entre los Hermanos del Espacio, una tripulación segura y fanáticamente fiel. Y también le valió la misión que actualmente desempeñaba.
¿Por qué la había aceptado? Poco provecho podía esperarse de ella, salvo quizá la gloria; pero a los cuarenta y cinco años la gloria poco le importaba ya. Empezaba a estar cansado de aventuras. (¡Ah, Moya, Moya de largas piernas, flor de mi juventud! ¿Por qué preferiste a Yoni?) ¿Acaso esperaba contribuir al fin de la guerra? El partido de la paz, cada vez más activo en Federa, la capital, últimamente se había sacado un as de la manga: el informe Felseim. Este profesor de la Universidad era uno de los que investigaban apasionadamente los orígenes de la humanidad.
Todos los biólogos estaban de acuerdo y los arqueólogos también: el hombre no había evolucionado en ningún planeta de la Federación. Los únicos vestigios arqueológicos anteriores a los documentos escritos se encontraban en Nera, y eran obra de una raza indígena desaparecida, muy distinta del hombre. Felseim se pasó la vida analizando las leyendas, hurgando en los archivos. Dedujo que el mundo de origen debía localizarse fuera de las actuales fronteras de la Federación, hacia el borde de la galaxia, y probablemente en el sector de la constelación del Ramo. Pero, aun habiendo recopilado más documentos que ningún otro antropólogo, aun disponiendo de los estupendos ordenadores de Federa, sus argumentos no convencieron a todos. Pero hacía un año le había sonreído la suerte. El humilde museo de Tonala, pequeña ciudad de un insignificante planeta, recibió en legado a la muerte del viejo capitán Yan Melron una heteróclita colección que éste había reunido en el curso de sus vagabundeos espaciales. Dicha colección incluía una placa de metal corroída por la milenaria exposición a las radiaciones y al polvo cósmico, y que había hallado en un pequeño vehículo primitivo abandonado en el vacío. Dicha placa mostraba, muy reconocibles todavía, las siluetas de un hombre y una mujer, así como otros datos. El conservador del museo pensó inmediatamente en Felseim y le envió una copia. Felseim recibió el paquete, se puso colorado y se precipitó hacia su tele. El conservador del museo de Tonala vio cómo le quitaban la placa original por orden federal, y en su lugar le ofrecieron todo un lote de estatuas de Jon Keremor, el famoso escultor del siglo xxx.
El laboratorio de dataciones físicas de la Universidad emitió rápidamente su informe: el objeto se remontaba por lo menos a doce mil quinientos años de antigüedad, quizá trece mil. ¡Era anterior al desastre de Madissa! ¡Y las coordenadas que indicaba, y que los ordenadores se esforzaban con ahínco en descifrar, podían ser las del planeta originario, por tanto!
Pero los engranajes de la administración, cuanto más grandes tanto más lentos. El partido de la paz lo intentó todo: si se localizaba el planeta madre, quizá pudiera demostrarse que Melanios y Waites eran del mismo origen. Y si ambos habían nacido bajo el mismo cielo, era necesario detener cuanto antes la guerra fratricida. Quedaría rebatido el máximo argumento de los belicistas: que los Melanios eran funcionalmente diferentes, monstruos incomprensibles. Pero el Ministro de Astronáutica, como es lógico, no contaba entre los partidarios de la paz. Entonces Felseim pensó en Ron Varig.
Ron había sido uno de sus más brillantes discípulos, y fue con triste estupor como, veintitrés años antes, le vio abandonar los estudios por un desengaño amoroso y enrolarse con los Hermanos del Espacio. Luego se habían visto raras veces, pero de vez en cuando Ron suministraba a su viejo profesor tal documento o tal objeto que podían interesarle. Aun así, Felseim estaba muy lejos de opinar que la infidelidad de la bella Moya hubiera sido providencial.
Y así fue como Ron aceptó una misión oficial para la Universidad de Federa: buscar Terra. A bordo fue instalado un ordenador especial cuya memoria contenía todos los datos de las leyendas recogidas en los diversos mundos Waites, sus diversas interpretaciones, y muy principalmente las coordenadas deducidas de la Placa Melron. Como resultado de todo ello, se encontraban a algunas docenas de años luz de su presunto objetivo, y acababan de descubrir que los Melanios también frecuentaban aquellos parajes. ¿También buscaban ellos el planeta Terra? ¿O pertenecía a su imperio aquella zona?
—Finalizadas las observaciones, capitán. Podemos saltar. La voz del teniente Dupar le sacó de su meditación. Regresó al puente de mando; las pantallas mostraban el helado esplendor del negro vacío constelado de estrellas. —¿Se han hecho las reparaciones? —¡Naturalmente, capitán!
El joven oficial adoptó un aire ofendido que divirtió a Ron. —¡No te ofendas, teniente! ¡Y no hagas restallar los tacones, que ya no estás en la flota, sino en una astronave corsaria! —Temo no poder acostumbrarme.
—En el combate o en la vida diaria, ¿has observado alguna cosa que te haga pensar que nuestra eficacia sea menor que la de vuestros cruceros?
—No, no lo creo. Pero confieso que, cada vez que uno de los hombres me tutea...
—¿Esto te extraña? Ya te acostumbrarás. Nosotros podemos prescindir de una estricta disciplina porque somos una tripulación libremente elegida. Todos saben que yo no vacilaría en matar a quien por dejadez, egoísmo o mala fe hiciera peligrar el navío. Por mi parte, sé que mi autoridad es aceptada porque es justa y eficaz. Aquí no necesitamos muestras externas de respeto. ¿Cuáles son nuestras coordenadas?
—Estamos a ciento cuatro años luz del objetivo. Velocidad máxima, ocho décimos.
Ron tamborileó con los dedos sobre la consola del ordenador. —Por tanto, llegaremos a la zona buscada dentro de cuatro horas. Está bien. Su guardia, teniente.
Abandonó el puesto de mando, cambió algunas palabras con los hombres que estaban en la crujía central y se sacó una llave de su bolsillo. Al introducirla en el cuadro de mandos notó la breve sensación de vértigo que acompañaba siempre a la transición espacial. Luego entró en una cabina pequeña pero confortable, provista incluso de una pantalla de televisión que sólo mostraba la negrura sin estrellas del Espacio II. Un hombre estaba sentado en un sillón leyendo un libro. Era un hombre de piel negra, un Melanio.
—Te saludo, Nam Unkumba.
El Melanio levantó la vista del libro.
—Yo también te saludo, capitán Varig.
—Dentro de cuatro horas estaremos cerca de nuestro objetivo.
—¡Cuatro horas! ¿No es raro que también sean cuatro horas para mí?
Hablaba el federal correctamente, pero con acento gutural que casi lo convertía en otro idioma.
—Sí. Es muy curioso que nuestras horas-patrón sean las mismas. Quizá sea correcta la teoría de Vange, según la cual nuestras dos razas procederían del mismo mundo.
—Entre nosotros, algunos piensan lo mismo. ¡Pero no gozan de mucha popularidad!
—Vosotros nos odiáis, ¿verdad?
Unkumba se encogió de hombros.
—¡Kongo y Wana eran dos hermosos planetas!
—Es posible. ¡Blondor también!
—¡Nosotros no atacamos sino después de vuestras incursiones sobre Dar Erui!
—Seis de nuestras astronaves desaparecieron misteriosamente.
—Algunas de las nuestras también desaparecieron. ¿Estáis seguros de que fuimos nosotros los responsables?
—¿Y quién si no, en aquel sector de la galaxia? Pero no era esto lo que venía a discutir, sino el objeto de mi misión, de nuestra misión.
—¿Nuestra misión? ¡Yo sólo soy tu prisionero!
—A partir de este momento considérate libre. Sé que eres antropólogo, y por eso Felseim te sacó del campo de Teleren. Para ayudarnos, si encontramos Terra, a demostrar que es la cuna común de nuestras dos razas.
—Entonces, ¿por qué me has encerrado hasta ahora en esta cabina? Sí, la prisión es confortable, pero prisión al fin y al cabo.
—Francamente: hemos tenido que cruzar una parte de vuestro territorio. Y a mis hombres no les habría gustado que, mientras corríamos el peligro, un enemigo anduviera suelto por la Aventurera.
—De acuerdo, capitán. Si encontramos Terra os ayudaré.
En las pantallas telescópicas, el planeta (¿Terra, quizás?) aparecía como un mundo azul estriado de nubes. Un enorme satélite lo acompañaba. Todo esto concordaba con las informaciones almacenadas en el computador.
—¿Qué hacemos ahora, capitán? —dijo Stan Dupar. —Primero lo observaremos durante algún tiempo. Aunque sea Terra, la legendaria cuna de los hombres, ignoramos quién la habita actualmente, e incluso si está habitada. Blondel, ¿has captado señales?
El oficial de radio negó con la cabeza:
—Silencio absoluto en todas las bandas de ondas electromagnéticas. Nada tampoco en las ondas de Kler-Busnel.
—Tampoco hay emisión de neutrinos —añadió Abul, el físico encargado de los detectores.
—¿Un mundo muerto? ¿O que se hace el muerto? —Deberían detectarnos tan pronto como salimos del Espacio II. En cuanto a los neutrinos, nadie ha conseguido enmascarar su emisión. Vayamos a verlo, pero con prudencia. Aunque creo que llegamos demasiado tarde, si realmente es Terra. Exploremos antes el satélite.
Era un mundo desolado, acribillado de cráteres meteóricos. Primero sobrevolaron la cara oscura, que en este momento coincidía con el lado que desde el planeta central no verían jamás. La oscuridad no era obstáculo, pues los radares ultrasensibles de la Aventurera proporcionaban una imagen tan detallada como la que se habría podido obtener a la luz del sol. Nada, sólo montañas, cráteres y grietas.
—¡Ron! ¡En la pantalla fotónica! ¡Una luz! Lejos y hacia delante, una luz rompía la oscuridad sobre la superficie del satélite. Ron aumentó la aproximación. Era una mancha azulada, en forma de elipse muy achatada, que fue creciendo poco a poco a medida que la astronave se acercaba a ella. Luego, cuando se situaron en el cénit de la misma, vieron que era un círculo. Ron se quedó boquiabierto. Su mirada se hundía hasta perderse en un monstruoso túnel de más de cien kilómetros de anchura que se sumergía en línea recta hacia el centro del satélite, bañado por un resplandor azulado. Las paredes eran limpias, lisas, como cortadas a cuchillo, y con algunas concavidades negras e irregulares de trecho en trecho. —¡Es artificial!
—Pero ¿quién ha podido hacer esto, y cuándo? —¡Llamad al Melanio! —¡Esto no lo han hecho ellos, Ron! ¡Si los Melanios estuviesen tan adelantados, todos habríamos muerto hace mucho tiempo!
—¿Qué hacemos ahora?
Ron contempló a sus oficiales, reunidos a su alrededor en el puesto de mando: Stan Dupar, el teniente delegado por la flota federal (¿aliado o espía?), Blondel el radio, Abul el físico, Bornet el biólogo, Duru el antropólogo, Gueden el joven alférez que vivía su primera aventura. Recordó a su viejo amigo Gunnarson, encerrado en su cámara de tiro, listo para disparar los rayos de la Aventurera; a todos los marinos en sus puestos. Luego miró a Unkumba, que llegaba en aquel instante.
—Esto no lo habéis hecho vosotros, ¿verdad? En fin, amigos, ¡vamos a explorar ese túnel!
Puso en marcha el intercomunicador general.
—¡Hermanos del Espacio! Alguien o algo ha abierto un gigantesco túnel en este satélite. Desconocemos la utilidad de ese trabajo de titanes, así como los medios empleados. Vayamos pues a verlo de cerca. Que todos estén alerta en todo momento; nuestra vida quizá dependa de ello. He terminado. ¡Stan, ordena la maniobra!
La Aventurera se inmovilizó a la entrada del túnel. Una rápida telemetría dio noventa y siete kilómetros de anchura. Y comenzó la fantástica exploración. Vistas de cerca, las paredes todavía eran más impresionantes por su pulido de espejo.
—Esto no se ha conseguido por fusión; es demasiado regular —dijo por último Abul—. Y el túnel es perfectamente circular. En cuanto a la luz azul, se debe a una radiactividad bastante intensa, pero inofensiva para nosotros con nuestras pantallas protectoras.
La pared desfilaba monótona sobre la pantalla, mostrando tan sólo pequeñas irregularidades, disimuladas casi por el pulimento. A setenta y cinco kilómetros de profundidad, una obstrucción cerraba el túnel. Las rocas habían cedido bajo la enorme presión, y el tapón se hallaba cubierto de un amasijo de materias desmoronadas, fragmentos desprendidos aquí y allá de la pared y acumulados por la gravedad.
—¡Subamos! Stan, conduce la Aventurera al punto diametralmente opuesto de la cara iluminada. Tengo una idea; tal vez sea una locura, pero quiero verificarla.
Una hora más tarde, la astronave flotaba sobre la boca de otro enorme túnel, esta vez a oscuras, abierto en la llanura quemada por el sol.
—¡Bueno! Resulta que mi idea no era tan loca. Algo, o mejor dicho, alguien, manejando energías inconcebibles para nosotros, ha perforado esta luna de parte a parte. Como aquí la entrada es más estrecha que la salida del otro lado, dicha energía seguramente adoptaba forma de haz cónico...
Se interrumpió un instante, hizo cálculos con el ordenador y leyó la solución.
—Y el vértice de dicho cono se hallaba en la superficie de este planeta, que sin duda es Terra.
—La perforación sin duda fue instantánea, o casi —dijo Abul, asombrado—. Las rocas no tuvieron tiempo de fluir antes de solidificarse. Sólo después, la presión formó un tapón a setenta y cinco kilómetros de profundidad.
—¿Creéis que allí abajo tengan todavía a su disposición... —empezó Dupar, apuntando al planeta.
—¡Lo ignoro, pero vamos a verlo!
Aunque era muy peligroso ingresar en el Espacio II en las cercanías de una masa importante, Ron mantenía su mano sobre la palanca de mandos, mientras pensaba que de producirse un ataque, éste sería seguramente tan súbito que no le daría tiempo a reaccionar. La Aventurera flotaba a cien kilómetros de altura, escrutando el suelo. Pero sólo había mares, montañas, ríos y principalmente selvas, sabanas o estepas, según las latitudes. Nada de ciudades, pueblos o caseríos, ni tan sólo casas aisladas; salvo algunos rastros enterrados, borrados por el tiempo, de canales y carreteras, nada indicaba que este mundo hubiera estado habitado alguna vez. De vez en cuando, ciertas irregularidades en el colorido o la disposición de la vegetación indicaban el probable emplazamiento de ciudades desaparecidas. Algunas debieron ser inmensas. Si bien no se veía rastro humano, en cambio la vida animal proliferaba: grandes manadas de herbívoros en las estepas y las sabanas; seres furtivos entrevistos en las lindes de los bosques.
—Si realmente es Terra, está abandonada —dijo Ron.
—No obstante, hay algo curioso —respondió Bornet—. Esos bosques, allá abajo...
—¿Y bien?
—¡Pues, que no parecen naturales! Tienen aspecto de estar cuidados, al menos en algunos puntos. No son selvas, en modo alguno.
—¿Te refieres a una civilización vegetal?
Bornet se encogió de hombros.
—Francamente, no ¡Una civilización vegetal es casi tan improbable como una civilización mineral! Pero todo parece indicar que hasta hace poco tiempo alguien se ocupaba de estos árboles. Mira allí, justo delante de nosotros. Parece un parque.
—¡En efecto!
—¡Bajemos!
—Todavía no. Primero quiero dar un rodeo completo al planeta.
—Subamos hacia el norte —dijo una voz desde abajo.
—¡Hombre, Boren! ¿Dónde estabas? ¿Y por qué al norte?
—Para ver mejor estos casquetes glaciares —dijo el geólogo—. Estaba comprobando las características de Terra. Por lo visto era un planeta sometido a glaciaciones más o menos periódicas, y precisamente este mundo tiene aspecto de hallarse en plena glaciación. Hay enormes icebergs que descienden hasta cerca de los sesenta grados de latitud.
—¡Sea! ¡Rumbo al noroeste! Y también vamos a descender; si hubiéramos de ser atacados, pienso que habría ocurrido mucho antes. Sobrevolaremos a una altura de diez kilómetros.
Por ser la Aventurera una nave corsaria, estaba construida para maniobrar tanto en una atmósfera como en el vacío, por lo que continuó su vuelo a unos mil kilómetros por hora hacia los cuarenta y cinco grados de latitud. Sobrevolaron una inmensa llanura rodeada al sur por montañas, atravesaron muchos mares menores, luego países de lo más variado y una gran cordillera orientada norte sur, dejando a la derecha un viejo macizo muy erosionado que debía ser volcánico.
—¡Allí, allí! Una humareda —gritó Dupar.
—¡Alto!
La Aventurera se detuvo, sostenida por sus campos antigravitatorios.
—¿Dónde está esa humareda?
—Hemos pasado de largo. Alrededor de cincuenta kilómetros atrás.
Era un paisaje de colinas y hondonadas, con cañones abruptos por los que corrían ríos de mediana importancia. La flora era esteparia, con algunos bosquecillos de árboles aquí y allá, e incluso bosque espeso en las partes abrigadas. Numerosas manadas pacían en ellos. Ron aumentó la ampliación.
Bueyes, caballos, ciervos, se dijo. Y allá un grupo de leones, y más lejos un oso.
Todos estos animales le eran familiares. Algunos existían en los planetas de la Federación, pero principalmente podían ser estudiados en el antiguo tratado de zoología que conservaba la biblioteca universitaria de Federa, y que se consideraba copia de una obra original procedente de Terra.
—Parece que hemos encontrado al planeta madre, pero sin duda llegamos demasiado tarde. ¡Ya no hay hombres!
—La humareda, capitán. Sale de aquella gruta de allí —indicó Dupar.
Ron orientó los visores. La entrada de la gruta era oscura y tan sólo un hilo de humo salía por arriba, rozando las rocas, como posible indicio de actividad humana. Mientras tanto... sí, aquel montón claro al final de la cuesta era indudablemente un rimero de huesos de animales.
—¡Hombres, Ron!
El índice de Duru apuntaba a la pantalla de la derecha. Allí, en la linde de un bosque, una docena de figuras verticales, hombres indudablemente, se acercaban sigilosamente a un grupo de bueyes que pacían tranquilamente a un centenar de metros.
—¡Llevan arcos!
—Y hachas de piedra —agregó Unkumba.
—Esto explica el silencio de la radio —exclamó Blondel—. ¡Han regresado al estado salvaje!
—¿Por qué?
—Una guerra atómica, tal vez. ¡Ah, qué tiro tan precioso!
Abajo, a diez kilómetros, los cazadores habían lanzado una nube de flechas y dos bueyes rodaron por el suelo. El resto de la manada huyó, sin que los cazadores intentasen perseguirla.
—Hay que entrar en contacto pacíficamente —dijo Duru—. Buscar un individuo aislado, capturarlo si es preciso, sin hacerle daño..
—¡De acuerdo! Cuando anochezca aterrizaremos allí —indicó un macizo boscoso con un claro—, y una patrulla armada con paralizadores tratará de capturar un individuo aislado.
Aunque mediaba el verano boreal, la noche era fría. Ron y tres hombres se ocultaron en un bosque de pinos y helechos, al final de la cuesta y a la derecha de la gruta. El resplandor de unas fogatas había iluminado ampliamente la entrada, pero ahora no era más que un rescoldo junto al farallón bañado por la luna. Poco a poco el cielo oriental tomó un color más claro, y antes de amanecer el humo volvía a salir de la caverna.
—Ya despiertan —dijo uno de los astronautas en voz baja.
—Sí, Bruck —respondió Ron—. Con el fuego como única iluminación, han de acostarse temprano y levantarse con el sol. ¡Atención, aquí se acerca uno!
Una figura frágil apareció sobre la pendiente, se estiró alzando los brazos por encima de la cabeza y desapareció de nuevo en la gruta. Luego salió llevando alguna cosa oscura y blanda.
—¡Un odre! Va a buscar agua —continuó Bruck—. Es una muchacha. Tiene buen tipo, por Dios. ¡Buen trabajo haría con ella!
—¡Bah!, debe apestar como todos los salvajes —añadió uno de sus compañeros.
—¡Silencio! Está acercándose al río. Corramos por la derecha; la acorralaremos al borde del agua. ¡Y nada de brutalidades!
Ocultos entre las altas hierbas de la orilla, la vieron llegar con paso cadencioso, arrastrando el odre tras ella. A aquella hora, la claridad ya era suficiente y pudieron ver que pertenecía a un tipo físico que les era desconocido: ni Waite ni Melanio. Era bastante alta, de una piel morena, de largos cabellos lacios que por detrás le llegaban hasta la cintura. Vestía una túnica de cuero adornada con pieles, y un collar de conchas rodeaba su cuello. Los rasgos eran regulares, los ojos oscuros y la nariz, estrecha en su raíz, era de aletas dilatadas, sin ser tan ancha como la de los Melanios.
—Tenías razón, Bruck. Es preciosa —dijo Ron—. Y muy joven además; tendrá unos quince o dieciséis años.
—¡Espere, capitán! Voy a hablarle. —Y antes de que Ron pudiera impedírselo, el marino se precipitó hacia la muchacha.
Esta se detuvo en el acto. Bruck era un gigante rubio, oriundo de Soomi, con una presencia impresionante que, según afirmaba, le aseguraba el éxito con las mujeres. Soltando el odre, la muchacha sacó de su cinturón una larga lámina de sílex con mango de hueso. Lanzando un grito con voz clara, se abalanzó sobre el coloso. Bruck detuvo el viaje como pudo, aulló de rabia y dolor y dio un paso atrás, despejando así la línea de tiro. Sin vacilar, Ron apretó el gatillo de su paralizador y la muchacha cayó en la hierba. Pero tres hombres armados de jabalinas ya bajaban corriendo por la pendiente. Bruck, con aire de sorpresa, contemplaba alternativamente el cuchillo de sílex que había arrebatado con su mano izquierda, y su antebrazo derecho herido, del que manaba sangre en abundancia.
—¡Rápido! ¡Retirada hacia el bosque! El módulo vendrá a rescatarnos. Llevaos a la chica mientras yo os cubro.
Los atacantes ya estaban muy cerca y una jabalina lanzada con fuerza fue a clavarse a los pies de Ron. Aunque actuando a disgusto, los derribó a los tres y corrió a reunirse con sus hombres. La nave auxiliar ya aterrizaba.
—¡Todos a bordo! ¡Bruck, que te curen y luego cumplirás cinco días de arresto, para que aprendas a desobedecer mis órdenes! ¿Estuviste a punto de estropearlo todo!
Los efectos del paralizador eran brutales, pero pasajeros, y apenas el módulo regresó a la Aventurera, la muchacha recobró el conocimiento. Miró a sus captores con aire feroz, pero sin miedo, y prorrumpió en una diatriba vehemente, en un idioma muy sonoro. Sus ojos no se apartaban de los hombres que la rodeaban pero, cosa rara, no parecía interesarle en absoluto la cabina de mando donde se hallaba y donde tantos aparatos misteriosos, pantallas de visión, cuadrantes, luces piloto, deberían asustarla o al menos intrigarla. Pero cuando quisieron ponerle en la cabeza el casco del hipnolingual, se necesitaron tres hombres robustos para dominarla. Luego el aparato hizo su efecto; ella se relajó y se durmió casi en seguida.
—Dentro de cuatro horas habrá aprendido suficiente galáctico básico para contestarnos —dijo Duru—. Sin más inconvenientes que un leve y pasajero dolor de cabeza.
—Bien; despeguemos. No conviene que los hombres de la tribu descubran la Aventurera. Altitud, diez kilómetros, sin desplazamiento horizontal.
Sólo Duru y Unkumba, en su condición de antropólogos, asistieron al interrogatorio. En lo posible, Ron no quería asustarla. Por la misma razón, el interrogatorio tuvo lugar en la sala de oficiales, más confortable y menos extraña que el puesto de mando.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Dará, hija de Kair Elón, jefe de la tribu roja. ¿Y tú?
—Ron Varig. ¿Sabes dónde estás?
—Sí, en una máquina como las que tienen los del Centro. Pero tú no eres del Centro; tu piel es demasiado pálida o demasiado oscura.
—Los que son del Centro, ¿tienen máquinas voladoras?
—Sí, pero sólo acuden cuando les necesitamos. Y vosotros, ¿qué venís a buscar en la tierra de los Hombres?
—Y ¿cuándo tenéis necesidad de los hombres del Centro?
—No de los hombres, de las gentes.
—No veo la diferencia.
—¡Sólo los hombres de las tribus son verdaderos Hombres!
—Comprendo. Y ¿cuándo acuden?
—Cuando un cazador está demasiado enfermo para que nuestros Ancianos puedan curarlo. Entonces ellos se lo llevan en una máquina voladora. Por lo general regresa curado, pero no se acuerda de nada. Otras veces no vuelve...
—¿Dónde viven esas . gentes del Centro, Dará?
—Lejos; creo que al sur. En todo caso, es a donde dirigen sus máquinas, y de donde llegan.
—¿Y cómo son?
—Exteriormente, como nosotros. Pero no son verdaderos Hombres. ¡Ninguno de ellos sería capaz de matar un oso con una jabalina!
—¿Son físicamente débiles?
—No, pero carecen de valor. ¿Lo tendrías tú?
—Nunca he intentado cazar un oso. Pero he cazado fieras más peligrosas. A hombres como éste —dijo Ron, señalando a Unkumba.
Dará se llevó la mano a los labios.
—¡Oh, no! ¡Eso no se hace! ¡No se debe cazar a los hombres, ni siquiera a las gentes del Centro!
—¿Y si te atacan?
—Entonces es diferente. Hay que defenderse, como hice yo.
—Las cosas no siempre son tan sencillas, Dará. Nosotros creemos defendernos de los Melanios —señaló al negro— y ellos creen defenderse de nosotros. Deseamos entrar en contacto pacífico con tu pueblo. ¿Crees que esto será posible si te liberamos?
—Claro que sí. Pero, ¿quiénes sois vosotros?
—Probablemente descendientes de los hombres que abandonaron tu mundo, hace mucho más tiempo del que podrías imaginar. En el cielo ocupamos gran número de tierras como la tuya o diferentes, que están iluminadas por las estrellas que tú ves de noche, y que son soles lejanos. Y seguimos descubriendo nuevos mundos, poblándolos...
—¡Ah, sí! Aquí también, cuando la tribu es demasiado numerosa, enjambra. Por desgracia, no todos los enjambres sobreviven. A veces hay enfermedades que ni las gentes del Centro pueden curar. El enjambre muere... Pero, ¿todos los hombres del cielo tienen la piel pálida como la tuya?
—En nuestra Confederación, nuestra gran tribu, sí, más o menos. Pero está la tribu de estos otros —señaló a Unkumba— que son negros y nos hacen la guerra. No sabemos quién empezó. Es posible que también sean hombres llegados de tu planeta, o extranjeros que se nos parecen por casualidad. ¿Has oído hablar alguna vez de hombres como él?
—No, pero a lo mejor viven en otro sitio. Nosotros sólo conocemos bien los Siete Valles. El mundo es grande. Pero los del Centro lo saben sin duda. Ya los llamaré.
Ron arrojó sobre el rimero acumulado junto a la pared de la caverna la costilla de buey que acababa de roer, y se limpió las manos con el pedazo de piel de zorra que usaba como servilleta. A su lado, Dará servía de intérprete; frente a él y al otro lado de la hoguera estaban los ancianos de la tribu, sentados sobre cráneos de caballo. Un poco más lejos, dentro de la caverna y delante de las puertas y las tiendas de piel, los cazadores vigilantes, pero no hostiles, rechazaban de vez en cuando a algún niño que intentaba deslizarse entre sus piernas, o a alguna mujer curiosa que intentaba mirar de puntillas por encima de sus hombros. A su izquierda, Duru y Unkumba daban buena cuenta de trozos de carne cortados al sílex y hábilmente asados. A sus espaldas, cuatro astronautas con los paralizadores al cinto curioseaban alguna cara femenina entrevista en la semioscuridad.
Ron contempló a sus huéspedes. Todos tenían el mismo tipo físico de Dará: altas, robustas, con una piel morena o tostada, y cabellos muy negros y largos, pero casi sin bigote ni barba. Se volvió hacia la muchacha.
—Pregunta a los Ancianos si quieren hablarme de las tradiciones de vuestro pueblo.
—No es necesario. Yo las conozco, al menos en parte. Fui iniciada el año pasado. Nosotros somos los Hombres, Los-que-han-elegido. Hace ya mucho tiempo, nuestros antepasados abandonaron el Centro
—¿Por qué?
—Allí la vida no era apropiada para verdaderos Hombres. Anduvieron largos días, encontraron este país y fundaron las tribus.
—¿Cuántas tribus?
—Nosotros conocemos catorce, pero seguramente hay otras al este, más allá del río y de las montañas.
—¿Y sois felices?
—¡Felices y libres!
—Pero ¿tenéis relaciones con las gentes del Centro?
—Como ya te he dicho, cuidan a nuestros enfermos o gravemente heridos que nuestros Ancianos no pueden atender. Pero sólo se quedan el tiempo preciso.
—¿Cómo los avisáis?
—Cada tribu tiene una caja de comunicación que nos dieron. Los llamamos con una señal convenida, pues pocos de ellos conocen nuestra lengua, que actualmente es distinta de la suya.
—¿Y son vuestras únicas relaciones?
—Algunos de los del Centro a veces intentan venir a vivir con nosotros. Pero suelen morirse pronto, o se van.
Ron se volvió hacia Duru.
—¡Curioso sistema! ¿Qué os parece?
—Curioso en efecto, y artificial. Sin duda sabremos más cuando entremos en contacto con ese Centro misterioso. ¿Podéis llamarles, Dará?
—¡Ya lo hemos hecho! A cambio de los cuidados que nos prodigan, debemos avisar al Centro si ocurre algo anormal en nuestra región.
Ron se levantó rápidamente.
—Dará, da las gracias a tu padre y a los Ancianos. He de regresar a mi máquina. Ignoro vuestras intenciones...
—Son pacíficas —respondió ella con una risita—. Quédate, pues. Hemos organizado para ti una cacería de osos, mañana por la mañana.
—Gracias, pero debo atender a mi tripulación. ¿Cuándo llegarán?
—Ya están en camino, llegarán aquí de un momento a otro. Pero te aseguro que no hay ningún peligro.
—Te creo, Dará, pero... ¡Vamos! ¡Vosotros, a la nave auxiliar, y pronto!
Las gentes del Centro llegaron media hora más tarde en tres aparatos que debían funcionar por antigravitación, puesto que no se veía ningún medio externo de propulsión. Dos de ellos eran platillos lisos, abultados en el centro, pero el tercero poseía una torrecilla de la que sobresalía una especie de proyector. Este último no aterrizó, sino que se detuvo a unos cien metros de altura, a tres kilómetros al norte de la Aventurera. En el crucero corsario se había dado alerta roja; todos ocupaban sus puestos de combate, y los grandes lasers y desintegradores seguían todos los movimientos de las naves recién llegadas. A tan escasa distancia era imposible usar los torpedos nucleares, y además, Ron no quería destruir al pueblo de Dará junto con el posible enemigo.
Abajo, en la estepa, se había formado un grupo formado prácticamente por igual número de cazadores que de recién llegados. Aumentando la ampliación, Ron pudo ver que Dará señalaba el cielo y luego la astronave. Dos siluetas se destacaron del grupo y avanzaron hacia la Aventurera: Dará y uno de los recién llegados. Era un hombre joven, de estatura mediana, vestido con una corta túnica roja sin mangas. No llevaba nada en las manos y parecía desarmado.
—Toma el mando, Stan. Estad alerta, pero sin nervios. Desembarco solo y desarmado.
Hacía tres días que los astronautas eran huéspedes del Centro, y Ron pensaba que apenas hacían visto nada. Siguieron a los tres aparatos hacia el sur sobrevolando un mar bastante estrecho y aterrizaron hacia treinta y cinco grados de latitud, en un paraje montañoso y boscoso que no se diferenciaba en nada de los demás. Consistía simplemente en un gran claro rectangular, en uno de cuyos rincones se posaron guiados por Tahir, el jefe de los enviados, que se había quedado a bordo de la astronave y ya dominaba el galáctico básico. Se abrieron unas trampas y los tres aparatos voladores desaparecieron bajo el suelo.
Pese a la insistencia de Tahir, antes de aceptar la hospitalidad que le era ofrecida Ron dejó un retén a bordo y reunió a sus hombres en la cabina general, excluyendo al terrano.
—Vamos a ser huéspedes de un pueblo desconocido para nosotros; pienso y espero que sus intenciones sean pacíficas. Veinte de vosotros quedaréis aquí, a las órdenes de Gunnarson. Los demás desembarcaréis conmigo. Nada de armas excepto los paralizadores; es lo convenido con Tahir. Recordad que si nosotros desconfiamos de ellos, ellos también tienen derecho a desconfiar de nosotros. Cuento con vuestra absoluta corrección, ya que este no es un mundo conquistado, sino que venimos como amigos. Si los trajes y costumbres os parecen curiosos, sed educados. Si os parecen repugnantes, sed más educados aún y ponedlo en mi conocimiento. No os excedáis en la bebida, si se os brinda, y dejad en paz a las mujeres, salvo invitación explícita. Y aun así, ¡mucha prudencia! Eso es todo. ¡Cuento con vosotros!
Tuvo una entrevista secreta con Gunnarson.
—Pase lo que pase, Einar, si no recibes nuestras noticias déjate de heroísmos inútiles. ¡Despega y regresa directamente a Federa!
De momento, todo iba bien. La ciudad que les acogía era totalmente subterránea, al menos por lo que se podía juzgar, ya que sólo les dejaron ver una pequeña parte. Estaba compuesta de largas calles brillantemente iluminadas, parques abovedados, pequeños lagos donde jugaban peces multicolores. Numerosos pájaros anidaban en los árboles, y también tenían muchas estatuas, bajorrelieves y pequeños templetes de columnas que revelaban un arte generalmente frío y académico. La población parecía feliz, pero debido a la barrera lingüística Ron no pudo conversar mucho con ella. Residía en un confortable piso de tres habitaciones, con una gran pantalla de televisión que ocupaba toda una pared de la sala de estar, pero que apenas utilizaba, al no entender lo que decían los actores. Parecían gustar sobre todo de representaciones teatrales; en cambio, no tenían nada que se pareciese a un programa informativo.
Sus oficiales residían cerca y en parecidos alojamientos. En cuanto a los hombres de la tripulación, fueron repartidos entre diversas «familias» (?) y decían estar bien acogidos, bien alimentados y que no les faltaba de lo demás.
—Te lo juro, capitán —decía Bruck—. Yo no tengo la culpa. ¡Es que caen literalmente como moscas!
Ron sonrió.
—Sí, ya sé, capitán. Soy un poco exagerado. ¡Pero es que aquí ocurre de verdad!
—¿Y la comida?
—¡Ah, capitán! ¡Si tuviéramos una cantina así a bordo!
—Así pues, ¿contento?
—¡Todos lo estamos! ¡Esto es el paraíso!
—¿Has explorado la ciudad?
—Pues, no. Realmente no sé lo que pasa, pero cada vez que me propongo hacerlo, ocurre algo: una nueva ratoncita que cae en mis brazos, una invitación a participar en competiciones1 deportivas... En realidad, ¡he vencido a su campeón de lucha!
—Bueno, diviértete, pero no descuides la vigilancia.
—¿Temes algo, capitán?
—No, nada concreto. Pero no te dejes ablandar.
Bruck se alejó y Ron conferenció con sus oficiales. Todos tenían la misma sensación de malestar. Se les había recibido con los brazos abiertos, pero les parecía hallarse «en observación». En aquella situación insegura, podían pasar pronto de huéspedes mimados a prisioneros. Sin embargo, nadie intentó impedir que comunicase con la Aventurera, donde no había novedad, salvo que los veinte hombres estaban ansiosos por ser relevados para gozar a su vez de la maravillosa hospitalidad de que les hablaban sus compañeros. Nada nuevo, comentó Gunnarson, excepto un detalle: desde que aterrizaron, el silencio de las ondas había sido reemplazado por una algarabía de señales de todas clases y sobre numerosas longitudes de onda, que procedían en parte del lugar en que se encontraban y en parte se recibían de otros muchos lugares del planeta. Por lo tanto, los de Terra se habían «hecho los muertos» cuando ellos llegaron, y esto inquietaba un poco a Ron y a su estado mayor.
Al cuarto día, Tahir los condujo a una gran sala o laboratorio, donde habían preparado una docena de camillas dispuestas de dos en dos. Cada una de ellas había sido equipada con un casco análogo al de hipnolingual, salvo algunos detalles.
—Hemos sacado de los museos, reparado y ensayado estos aparatos —dijo Tahir—. En tiempos muy lejanos, cuando en este mundo existían pueblos distintos con diferentes idiomas, fueron utilizados por nuestros antepasados. Uno de nosotros se tumbará en esta camilla y se pondrá el casco, y uno de vosotros hará lo mismo en la de al lado. Los centros del lenguaje de cada cerebro quedarán intercomunicados y excitados, y se intercambiarán las memorias relativas al vocabulario. Es cuestión de pocos segundos y completamente inofensivo. En seguida comprenderéis nuestra lengua, y nosotros la vuestra.
—Y ¿con quién lo habéis ensayado, si aquí se habla una sola lengua? —preguntó Duru.
—Muy fácil. Hemos empleado a un hombre de las tribus salvajes que estaba aquí en tratamiento médico. ¿Quieres empezar, capitán Varig? Yo seré tu pareja.
—Como quieras, pero tu cerebro va a verse sobrecargado, pues además del galáctico hablo otros siete idiomas distintos.
—¡Magnífico! He estudiado las lenguas muertas y poseemos muchos documentos anteriores a la unificación. ¿Quién sabe? Si realmente procedéis de Terra, alguno de vuestros dialectos podría facilitar mi trabajo.
Ron indicó a Dupar que vigilase y luego se tendió en la camilla. El casco se ajustó a su cabeza, e inmediatamente tuvo una ligera sensación de vértigo, de intrusión en su personalidad. Tahir ya se levantaba.
—Terminado, capitán. Te hablo en terrestre y me entiendes, y lo mismo en soomi, en franches, en rus . ¿Estás convencido? Tan pronto como tus oficiales posean las mismas facultades, o sea, dentro de pocos minutos, os conduciré ante el consejo local, que está impaciente por recibiros. Mientras tanto, vuestros hombres irán pasando a su vez bajo el casco.
El consejo estaba formado por treinta miembros, hombres y mujeres, todos de aspecto juvenil y vestidos, como todo el mundo en el Centro, con túnicas cortas de vivos colores. Se hallaban reunidos en una agradable sala en forma de anfiteatro. La mayor desenvoltura parecía reinar entre sus miembros, quienes conversaban alegremente entre sí cuando llegaron los astronautas. Fueron instalados en el estrado del anfiteatro, en confortables asientos. Luego, un hombre alto se puso en pie para imponer silencio, y dijo:
—Tiene la palabra el capitán Ron Varig, de la astronave la Aventurera, actualmente de escala en Terra. Deseamos que nos exponga el motivo de su viaje.
Entonces, Ron habló. Hizo una viva descripción de la Confederación Waite, su extensión, sus pueblos, sus distintas lenguas, costumbres y formas de gobierno, aunque sometidas a la autoridad central de Federa; habló de su desarrollo científico, de su historia y también de su poderío. Habló de la guerra contra los Melanios, cuya causa exacta nadie conocía y que despilfarraba energías creadoras cada vez mayores, que producía más muertos y ruinas cada año, sin que nadie supiera cómo ponerle fin. Habló de los dos partidos: el que opinaba que los Melanios eran monstruos extraños que era preciso destruir, y el que creía en la común procedencia del planeta donde él actualmente se encontraba, aun careciendo de pruebas que lo confirmase.
—Y por eso estamos aquí —terminó—. Para hallar esas pruebas. ¿Queréis ayudarnos?
—Así lo creo —respondió el terrano—. Pero antes me gustaría conocer el punto de vista de éste —señalaba a Unkumba—, que supongo será un Melanio.
—Mi relato será parecido al del capitán Varig, con una ligera variante —dijo el negro—. Nosotros constituimos una Confederación aproximadamente de la misma importancia, quizás algo más poblada, pero tecnológicamente menos, un poco menos desarrollada. Otra diferencia es que, como nosotros no sufrimos ninguna catástrofe comparable a la de Madissa, poseemos documentos antiguos y sabemos que procedemos de Terra, aunque ignorábamos dónde se hallaba. Cuando se produjo nuestra emigración, las astronaves eran mucho menos perfectas que ahora y, si bien sabían de dónde partían, llegaban a donde podían.
—¡Unkumba! Eso no me lo habías dicho —exclamó Ron.
El negro sonrió.
—¿Desde cuándo un prisionero debe contárselo todo a sus guardianes? ¿Me habrías creído sin pruebas? Nosotros sabemos que procedemos de un mundo donde existían razas de distintos colores y conflictos raciales. Estamos convencidos de que vosotros procedéis también de este mundo. Lo abandonamos más tarde que vuestros antepasados, y cuando vuestras astronaves partieron con un cargamento de hombres en hibernación y a velocidades hiperlumínicas, nuestros pueblos todavía se hallaban en pleno subdesarrollo, víctimas de la desnutrición y de una demografía incontenible. En el 2100 de aquella era, hace más de doce mil años... años-patrón, que como las horas, los minutos y los segundos son los mismos para nosotros que para vosotros. ¡Esto debió bastar para abrirte los ojos, capitán! En el 2100, como iba diciendo, las primeras astronaves hiperlumínicas construidas por los blancos regresaron, y entonces algunas naciones negras se desangraron, materialmente, para enviar también algunos de sus hijos al Cosmos, para darles su oportunidad. Consiguieron armar tres naves, capitán Varig, ¡sólo tres naves! ¿Comprendéis ahora por qué, pese a no sufrir ninguna catástrofe como la de Madissa, al comenzar con tan insignificante número hemos necesitado tanto tiempo para llegar prácticamente al mismo nivel que vosotros?
Un hombre se levantó entre los terranos.
—Lo que ocurrió luego puedo contarlo yo, puesto que soy historiador. Me llamo Jon Akero. En el 2150 de la antigua era estalló la primera guerra racial. Durante muchos siglos, los blancos explotaron el planeta sin hallar oposición seria. Durante los dos últimos siglos, los pueblos de color intentaron liberarse de esa explotación. Pero, aunque desde el punto de vista político consiguieron cierto éxito, económicamente fracasaron, por lo general. ¡Sí, también tenían su parte de culpa! Estaban divididos por viejos odios, intentaban a su vez explotar a los más débiles y perdían mucho tiempo en vanas palabrerías. Pero poco a poco constituyeron una fuerza nada despreciable, aliándose con dos poderosas naciones pertenecientes a la raza amarilla. Prescindo de los detalles, que podréis consultar en nuestros libros. Así pues, la guerra estalló en 2150. No fue todo tan sencillo: algunos blancos eran aliados de los amarillos y negros, y algunos amarillos de los blancos. Pero después de algunos meses y de no pocas alternativas, se definieron los dos bloques. Aunque las armas nucleares fueron utilizadas con cierta moderación, las devastaciones fueron espantosas. Lamento decirte, capitán Varig, que los blancos perdieron esta guerra. No desaparecieron del todo, pues constituyen un tercio de nuestros antepasados, pero por más de setecientos años dejaron de contar como potencia. En 2903 tuvo lugar la segunda guerra racial, esta vez entre negros y amarillos. También aquí las pérdidas fueron espantosas. Tras la guerra y las epidemias, la población terrestre quedó reducida a unos quinientos millones, de los catorce mil millones que contaba antes. Entonces surgió un hombre, un mestizo procedente de una isla llamada Martinica: Bartolomé Cayeux. Apoyándose en los blancos, relativamente poco perjudicados esta vez, sobre una fracción de los amarillos y otra de los negros, consiguió imponer la paz. El precio fue una implacable dictadura que duró cincuenta años. Uno de sus primeros decretos consistió en legalizar sólo matrimonios interraciales. A partir de 2908, todos los niños de pura raza fueron declarados bastardos y privados de sus derechos civiles. Sólo podían recuperar estos derechos si al alcanzar la edad adulta se casaban con una persona de otra raza. El decreto fue aplicado inexorablemente y, como la pérdida de los derechos civiles excluía prácticamente todas las carreras profesionales interesantes, consiguió lo que se proponía. Al cabo de pocas generaciones, la población terrestre se mezcló y nosotros somos el resultado. ¡Ah, sí! Como era de esperar, en 2957 la revolución humanista derribó a Cayeux, pero el nuevo gobierno tuvo la prudencia de no abolir aquel decreto. Desde entonces poseemos seguridad, estabilidad y paz. La población de la Tierra se ha mantenido en los cuatrocientos cincuenta millones. Hemos renovado la faz del planeta, dejándola prácticamente virgen. Nuestras ciudades, nuestras fábricas, nuestros cultivos, son subterráneos. El problema del envejecimiento de la población no se plantea, ya que hemos retardado la muerte y principalmente
Ron sonrió.
—Nosotros hemos conseguido prácticamente los mismos resultados en este sentido. Pero quiero formular una pregunta. Vuestra civilización es subterránea, ¡de acuerdo! Pero utilizáis ondas hertzianas para vuestras comunicaciones. ¿Cómo no las detectamos a nuestra llegada?
—Vosotros entrasteis cerca de la órbita de Neptuno, y, de haber escuchado entonces, nos habríais detectado. Pero tenemos puestos de observación que nos avisaron. Son puestos automáticos, naturalmente. Perdisteis muchas horas observando el sistema solar, de modo que, cuando iniciasteis la aproximación, ya habíamos interrumpido todas las comunicaciones.
—Pero, ¿por qué?
—No conocíamos vuestras intenciones. Podían ser hostiles.
—¿Habéis sido atacados alguna vez?
—No, pero era de prever. Y no somos guerreros. Combatiríamos si fuese preciso? pero...
—Otra pregunta. ¿La aldea donde hemos aterrizado...?
—¿Los paleolíticos? Algunas veces nacen individuos inadaptados a la civilización pacífica que hemos desarrollado. Individuos que necesitan luchas y conflictos para distraerse. Estos seres constituyen un problema, y este problema fue resuelto hace mucho tiempo, dejándoles vivir como quisieran en una zona salvaje de la Tierra. Luego descubrimos otros procedimientos de reajuste, pero los descendientes de aquéllos constituyen las tribus. Alguna que otra vez, raramente, algunos de nuestros conciudadanos prefieren incorporarse a los «primitivos». Por lo común vuelven pronto, y reajustados. O mueren libres. Pero... basta de palabras. En el parque central hemos preparado una fiesta en vuestro honor, y ya es tiempo de ir allí.
La fiesta fue magnífica. Apagada la habitual luz difusa, el parque resplandecía con mil fuentes luminosas de colores, y en él se hacinaba una alegre multitud. Eran hombres y mujeres de gestos armoniosos, vestidos de vivos colores. Hubo una representación teatral que los astronautas no entendieron del todo por estar llena de alusiones que revelaban una civilización compleja, hermosos cantos, excelente música, y para quienes gustaban del esfuerzo físico, pruebas de lucha en las que participaron los marineros de la Aventurera con diversa fortuna, aunque Bruck venció a todos sus adversarios.
—Son demasiado educados —dijo a Ron mientras éste le felicitaba—. ¡Parece que tienen miedo de hacer daño!
También hubo danzas que a Ron, algo puritano por educación y por temperamento, le parecieron más bien decadentes; luego llegó el banquete. Fue servido a orillas del lago, en un bosque florido. La comida fue delicada y abundante, las bebidas deliciosas y variadas. Por último un cortejo de muchachas sirvió ceremoniosamente unas botellas llenas de un líquido iridiscente y se llenaron los vasos.
—Capitán —dijo Tahir, sentado frente a Ron—, vamos a pronunciar un brindis en honor de la Aventurera y para celebrar su escala entre nosotros. Brindaremos con el licor sagrado, el sudra, que da la felicidad. ¡Bebed, compañeros reencontrados después de milenios! ¡Por Terra, nuestra madre común! ¡Por vuestras Federaciones, blanca o negra! Y que puedan, gracias a los documentos que os daremos, recobrar la paz. ¡Bebamos, compañeros!
Ron bebió. El licor tenía un sabor fresco y delicado, que no se parecía a nada de cuanto conocía. Pensó que debía ser muy alcohólico, ya que sintió inmediatamente un calorcillo que desde su estómago se extendía por todo su cuerpo. ¡Sí! ¡Era divino! Mejor que el más viejo whisky de Caledón, mejor que los más finos caldos de Franchia. En verdad era una extraordinaria aventura el hallarse en el planeta ancestral y saber que probablemente —mejor dicho, seguramente— se pondría fin a la absurda guerra. Esos terranos eran gentes deliciosas. Y en el fondo tenían razón. ¿Por qué correr de un lado al otro del Cosmos? Tan pronto llegase a Federa, cumplida su misión, se retiraría a su casa natal del valle Clara, buscaría una mujer que compartiese su vida y por fin viviera feliz, cultivando sus recuerdos. ¿Una mujer? ¡Seguro!, eso era lo que necesitaba. Mientras tanto, si era verdad lo que decía Bruck, no le sería difícil. .
Recorrió con la mirada la multitud; a su alrededor sólo se veían rostros sonrientes. Sintió remordimientos: Einar y sus veinte hombres estaban encerrados en el crucero, en una guardia estéril y estúpida. Era preciso llamarles. ¡Que probasen aquel excelente sudral Sacó la radio de su bolsillo.
—¿Einar? ¡Aquí Ron! Todo va inmejorablemente, todo es perfecto. Puedes acompañarnos con tus hombres. Te mandaremos un guía... voy a ocuparme de ello. ¿Qué? ¡La Aventurera no corre ningún peligro! ¡Sí, cierra las esclusas si quieres, pero ven! Te esperamos.
¡Utopía! ¡Allí era donde ahora se encontraba él, Ron Varig, capitán corsario! ¡El sueño milenario realizado al fin! ¡La armonía, la paz de los cuerpos y de las almas! ¡El país de la eterna felicidad, de los ideales encarnados! Vio a Stan Dupar con una chica a cada lado. ¡El buen Stan! Comprendió al fin que la disciplina era la fuerza de las flotas de combate, pero no la felicidad. Blondel, Abú, Duru, todos estaban allí, ¡radiantes! Bruck y sus camaradas ya habían desaparecido, sin duda en la sombra de los bosquecillos, o en alguna casa. Entre los oficiales, tan sólo Bornet había desaparecido. ¡Caramba, caramba! ¡Si le creía aún más puritano que yo! Unkumba hablaba vehementemente con una preciosa muchacha que apoyaba la espalda en un árbol. Los Melanios eran hermanos; todo se arreglaría. ¡Ah!, ahí llegaban Gunnarson y sus hombres. Estaban sirviendo más sudra. Se dirigió hacia ellos, pero le cerraron el paso dos preciosas jovencitas. Aunque, ¿cómo saber si lo eran? ¡Bah! ¡Poco importaba! Eran lozanas y hermosas.
—No es bueno estar solo —le dijo la más bajita—. ¿A cuál de las dos escogerás?
Se echó a reír.
—¿Debo escoger? ¡Es muy difícil! ¿Por qué no las dos? ¿Es posible?
—¡Es posible! ¡Depende de ti! —respondió ella riendo.
—¡Entonces, vamos! ¡Y viva Terra!
Despertó lentamente, con los brazos alrededor de un cuerpo femenino y otra forma cálida acurrucada a su espalda. ¡Ah, sí! ¡Vana y Saura! ¡Qué noche! ¡Qué noches, quizás! Akero había dicho que necesitaría algún tiempo para reunir los documentos. Mientras tanto, se vivía muy bien en Utopía.
—¡Vamos, niñas! ¡Levantaos, que es tarde!
Le respondieron unos bostezos. Saura se incorporó a medias, desperezándose sobre la cama.
—¡No hay prisa! ¡Hoy no se trabaja! Nos han dado tres días de fiesta.
—Voy a preparar el desayuno —dijo Vana—. ¿Vienes a ayudarme?
Ambas partieron desnudas, y pronto un apetitoso olor le incitó a levantarse también. El desayuno se componía de una bebida caliente, negra y aromática llamada kaua, con pequeños panecillos dorados y calientes, y deliciosas confituras. Lo tomó sentado entre las dos muchachas. La sonrisa de Saura le recordó a Moya y, por primera vez en su vida, pudo recordarla sin dolor. El recuerdo era lejano, borroso, como una historia semiolvidada.
—Saura, ¿qué haces cuando no estás en mi cama? ¿Y tú, Vana? ¿Qué edad tenéis?
—Enseño a los niños —dijo Saura—. ¿Mi edad? ¿Y eso qué importa? Veintisiete años, puesto que quieres saberlo.
—Yo llevo un sintetizador de alimentos —dijo Vana—. Y tengo veintinueve años.
—¿Os ocupa mucho vuestro trabajo?
—Tres horas al día.
—¿Y el resto del tiempo?
—Pinto, leo, hago escultura. Y también me divierto.
—Y yo leo, bailo y me divierto.
—Y ¿qué les enseñas a los niños, Saura?
—La historia de nuestro pueblo. Otros enseñan algo de ciencia, lo preciso para hacer funcionar las máquinas... Y luego están los cursos más importantes, los de ajuste social. ¡En ellos se combaten las tendencias individualistas!
—Les habría dado mucha guerra si me hubieran tenido como alumno a mis diez años —dijo Ron, sonriendo—. Pero comprendo la necesidad de tal enseñanza. ¿No tenéis sabios, aparte de vuestros técnicos?
Ellas le miraron con aire de extrañeza. Luego pasó por el rostro de Saura una sombra.
—Los hay, pero no los frecuentamos. No son simpáticos.
Ron recordó al viejo Zenón Attomansk, su profesor de física en la Universidad, con su carácter intratable.
—En mi planeta, algunos también son así. Pero hay otros. De todas maneras, no tiene importancia. ¿Qué haremos hoy?
—¡Bueno! —dijo Vana, que era la más decidida—. Para empezar podríamos nadar en el lago. ¡Luego ya veremos!
A orillas del lago, Ron halló a Duru acompañado de una hembra alta y escultural, así como a Gunnarson, cuya compañera apenas le llegaba al hombro. Ambos tenían aspecto feliz.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Ron.
—No lo sé —dijo Duru—. Estoy demasiado ocupado en estudiar antropología práctica. —Y se echó a reír.
—Supongo que por ahí andarán —respondió Gunnarson—. En realidad, te agradezco que me hayas dispensado de esa estúpida guardia a bordo. No hay ningún peligro, en efecto.
—¿Verdad que esos terranos son deliciosos? ¿Has visto a Bornet? Desapareció ayer al final del banquete.
—¡A lo mejor tenía prisa! Cuando estos puritanos empiezan a destaparse... Por ejemplo, tú mismo... —Y la mirada de Einar, francamente admirativa, pasó de Vana a Saura.
Pero Vana le atraía hacia el agua y él la siguió, dejando para más tarde los asuntos serios, suponiendo que existiesen.
Así pasaron muchos días. Como las horas de trabajo de sus compañeras no coincidían, nunca estaba solo. Cierto día, paseando con Saura, entrevió en un corredor a un hombre vestido de negro.
—¡Atiza! ¡Qué color más curioso! ¿Significa algo ? ¿Está de luto?
Pero Saura parecía atemorizada y no respondió. Luego se estremeció.
—¡No es nada! Seguramente un excéntrico, mal ajustado. No hablemos más, ¿quieres?
Pero el incidente quedó grabado en su memoria. La euforia de los primeros tres días de fiesta ya se había disipado. En efecto, estaba contento, relajado, pero aquel bienestar era una felicidad tranquila, bien distinta de la desbordante alegría del principio. Se franqueó con Saura, más intelectual que Vana.
—No se puede vivir siempre a toda velocidad —respondió ella—. No te preocupes. Habrá más fiestas.
Algunos días más tarde Bornet apareció de súbito. Casualmente Ron estaba solo, sentado en un bosquecillo junto al lago. El médico-biólogo venía acompañado por Bruck.
—Ron, tengo que hablarte. Ya me conoces y sabes que puedes confiar en mí. Estoy seguro de que has contraído una enfermedad, y debo ponerte una inyección, ¿quieres?
—¡No, por Dios, infeliz matasanos! ¡En mi vida me he sentido mejor!
Bornet suspiró y se encogió de hombros.
—Sabía que contigo no resultaría. Lo siento. ¡Atízale, Bruck!
Creyó que un rayo había descargado sobre su cabeza. Más tarde se enteró que sólo había sido un puñetazo del gigante. Se despertó poco después, con la mandíbula dolorida. Bornet guardaba en su estuche una jeringuilla. Ron se sacudió.
—Diablos, ¿qué me habéis hecho? ¿Y qué pinto yo con este ridículo traje? ¿Dónde están los hombres?
—No grites. No llames la atención, pero escucha. Tengo cosas muy serias que contarte. La tarde del banquete me ofrecieron de beber, como a todos. Como tú sabes, jamás bebo alcohol. Por eso rehusé. Pero cuando sacaron el sudra, como se trataba de un rito que nuestros huéspedes parecían tomarse muy en serio, fingí que bebía. Como nadie me vigilaba estrechamente, pude verter el contenido de mi vaso en un tubo de ensayo que llevaba en el bolsillo. Luego observé el cambio en tu comportamiento y en el de nuestros compañeros. Cuando llamaste a Einar y los hombres de guardia para que vinieran, comprendí que pasaba algo raro. ¡Tú dejar el navio sin guardia! Me alejé sin que nadie se diera cuenta, regresé a bordo y en seguida analicé el sudra. Contiene un alcaloide euforizante, afrodisíaco y que probablemente crea hábito, aunque no perjudica al organismo, a juzgar por nuestros huéspedes. Inmediatamente me puse a buscar un antídoto, mientras me preguntaba cómo me las apañaría para obligar a tomarlo. Por suerte, apareció Bruck; es inmune a la sudraína por naturaleza, pero nadie se dio cuenta, ya que Bruck no necesita afrodisíacos para comportarse como un terrano. Y hemos hecho un descubrimiento terrible: algunos terranos son tan inmunes como el mismo Bruck. No ha sido fácil encontrarlos, pues disimulan su inmunidad lo mejor que pueden. Cuando se les descubre, desaparecen. Conque debes estar muy atento. Sigue la corriente; compórtate como si estuvieras bajo los efectos de la sudraína. Mientras tanto, procuraré desintoxicar a los oficiales y luego a todos los hombres que pueda. Pero la próxima fiesta con absorción obligatoria de sudra es dentro de quince días tan sólo. Hay que largarse antes de esa fecha. También intentaré hallar algunas armas. ¡Vamos, Bruck! No hay que llamar demasiado la atención.
Los dos hombres desaparecieron y Ron quedó pensativo.
Ni por un instante dudó de la veracidad de lo referido por el biólogo. Ahora todo se explicaba demasiado bien. Se preguntó si podría seguir el juego sin traicionarse, y se encogió de hombros. ¿Por qué no? Por lo visto, la sudraína tenía al menos un efecto duradero, el de destruir las inhibiciones sexuales. No se traicionaría regresando a su antiguo carácter, por el que algunos de sus hombres solían apodarle «el fraile», si bien él jamás trató de imponerles su propio código moral. Pero una parte del plan de Bornet le inquietaba. ¿Pasaría lo mismo con todos los miembros de la tripulación? Tal vez sería mejor reunirlos y administrarles el tratamiento de forma colectiva para emprender la huida. Pero tal plan era aún más difícil de realizar; además, Akero le pareció sincero cuando prometió documentos sobre el pasado multirracial de Terra. No podía volver a Federa con las manos vacías. Aunque no le gustaba haber sido drogado, a lo mejor los terranos lo habían hecho sin mala intención. Nadie parecía retenerles contra su voluntad. Aquella estancia en Terra quizá quedaría en su recuerdo como un interesante y feliz intermedio en una vida ruda y peligrosa. Así pues, a menos que ocurriera una crisis súbita, era mejor esperar y ver qué pasaba.
La crisis llegó algunos días más tarde, cuando la mayoría de los tripulantes de la Aventurera ya se habían desacostumbrado de los efectos de la sudraína. Aquella tarde, Ron celebraba una fiesta en el parque cercano a su alojamiento, y estuvo muy animada, aunque sin alcanzar los extremos de la recepción de bienvenida. Estaba allí casi toda la tripulación de la astronave con sus oficiales junto con sus compañeras y un buen número de terranos, entre quienes figuraba Jon Akero. Este acababa de enviar a su huésped una caja que, según él, contenía todos los documentos necesarios para demostrar que Waites y Melanios procedían del mismo planeta. Saura alzaba su vaso para brindar a la salud de Ron, cuando éste la vio palidecer de repente. Dejó caer el vaso y se llevó la mano a la boca con expresión de pánico. —¿Qué ocurre, Saura? —¡Los . los Negros!
Ron se volvió. El parque estaba rodeado por una treintena de hombres que vestían túnicas negras, como el que un día vio en un corredor. Instintivamente, echó mano al cinto en busca de un arma, pero no halló nada. Se había dejado en casa, bien escondido, el desintegrador que le facilitara Bornet, y también el paralizador que antes solía llevar. Uno de los hombres de negro habló, y su voz, artificialmente amplificada, resonó bajo la bóveda del parque.
—¡Ciudadanos! ¡Volved en paz a vuestras casas! ¡Capitán Varig, síguenos con tus hombres! ¡Toda resistencia es inútil! El resto de tus compañeros están en nuestro poder.
Los terranos obedecieron, pero antes Akero se acercó para estrechar la mano de Ron.
—Nosotros no tenemos nada que ver con esto —dijo—. Pero cuando los guardianes intervienen, nadie puede desobedecer.
—¿Los guardianes?
—Ellos —dijo señalando a los hombres de negro—. Los guardianes de Terra.
Se encogió de hombros y salió a su vez. Vana desapareció sin una palabra, pero Saura se lanzó hacia él, abrazándole apasionadamente antes de seguir a los demás. Ron y sus hombres quedaron solos.
—De acuerdo —dijo en voz alta—. Os seguiremos. ¡No, Bruck! ¡Nada de resistencia! ¡No tenemos con qué luchar!
Como para desmentirle, se oyó la descarga de un desintegrador y dos siluetas negras se desplomaron.
—¡No disparéis! ¿Quién...?
Del círculo de los Negros brotó un delgado rayo rojo y Gueden se desplomó soltando su arma, con el pecho agujereado. Ron se precipitó hacia él, pero ya estaba muerto. Un murmullo amenazador se alzó entre las filas de los astronautas.
—¡Paz! ¡Os lo repito, no podemos hacer nada! ¡Si Gueden me hubiera obedecido, aún viviría!
Se volvió hacia los guardias negros.
—¡Dadle una sepultura decente!
—No lo dudes, capitán —respondió su jefe—. Ha sido atolondrado, pero valiente. Dos de mis hombres se ocuparán de ello en seguida. Y ahora, ¡seguidme!
Marcharon en fila de a dos, flanqueados por los terranos vestidos de negro, que no les perdían de vista, con las armas apuntando. Ron les observó mientras caminaban. Sus caras eran duras, severas, incluso melancólicas, muy diferentes de las caras sonrientes de los ciudadanos con quienes acababan de convivir. Se volvió hacia Gunnarson, que caminaba a su lado, y le dijo en soomi:
—Estos no parecen drogados. O, en todo caso, lo están con otra clase de droga.
—¡Silencio!
Ron obedeció. Fueron conducidos a un estrecho corredor perforado en la roca, que debieron pasar en fila india. Una sección de los guardianes les precedió y la otra les siguió.
—Son competentes —dijo Gunnarson—. ¡Lástima!
Atravesaron puertas blindadas y llegaron a una rotonda flanqueada por una serie de celdas. Allí los oficiales fueron separados a un lado y los tripulantes a otro. Ron y su estado mayor se encontraron en una ancha pieza cuya única abertura era la puerta que acababan de franquear, y que se cerró tras ellos con ruido sordo. A lo largo de las paredes había una decena de literas atornilladas al suelo, algunas sillas de metal ligero y una mesa.
—Bien, ya estamos prisioneros. Pero de nuevo falta Bornet. Y nos dijeron que los ausentes ya habían sido capturados —se extrañó Blondel.
—¡Sin duda está en otra celda, o muerto! —Lo dudo —dijo Boren—. Es astuto como un zintivar y desconfiado como una pulusa. Lo más seguro es que esté escondido en algún lugar con los hombres que faltan, o encerrado en la Aventurera, con todas las pantallas defensivas en acción. —¿Cómo han matado a Gueden, capitán? —Una variedad de láser. Nada difícil de combatir si tuviéramos armas, y nada que pueda atravesar las pantallas del crucero, salvo si tienen algo más poderoso en reserva. En todo caso, han sido las primeras armas que vemos en Terra. Y queda el instrumento con el que alguien hizo aquel agujero en el satélite. —Tenemos compañía —interrumpió Dupar. La puerta se había abierto silenciosamente. Tres hombres armados se hallaban junto a ella. —Sigúenos, capitán Varig.
—Einar, te dejo el mando. ¡Para lo que vale! —añadió con sutil sonrisa—. ¡Vamos, guiadme!
Por estrechos corredores y ascensores llegaron ante una puerta de madera negra forrada de metal. Sólo una parte de esta puerta giró y Ron penetró en una pieza austera, donde se veía una gran mesa llena de instrumentos, estantes de libros, pantallas de visión y algunas sillas. En un rincón, detrás de una mesa más pequeña, había un hombre moreno y delgado, con los rasgos físicos de la raza terrana: pómulos salientes, nariz estrecha con aletas dilatadas, mentón puntiagudo, ojos oscuros, labios más bien delgados. En él estaban exagerados de modo casi caricaturesco, prestándole un aspecto inquietante, de máscara.
—Siéntate, capitán. Soy Fon Kebelda, mariag... coronel, diríais vosotros... encargado de la defensa del Centro 81.623. Te preguntarás, sin duda, dónde estáis.
—Entre los verdaderos amos de Terra.
El hombre meneó la cabeza.
—Te equivocas, capitán Varig. No los amos, sino los servidores y guardianes. Los guardianes de lo que, en una conversación que me ha sido transmitida, has llamado Utopía.
Se llevó la mano a la frente con gesto cansado.
—La Utopía, capitán. Uno de los más antiguos sueños de la humanidad. ¿Sabes que probablemente es mucho más antiguo de lo que podéis imaginar? Poseo en facsímil, claro está, un libro de un tal Tomás Moro cuya primera edición data del año 1518 de la era cristiana, es decir, de hace más de doce mil años. Pues bien, ese antiguo sueño actualmente está casi realizado en Terra. Digo casi, pues todavía no puede prescindir de sus guardianes.
—Y ¿en qué amenazamos nosotros a Utopía, para que nos hagáis arrestar al precio de tres bajas, dos de vuestros hombres y uno de mis oficiales?
—Para que lo comprendieras sería necesario explicarte muchas cosas. Y voy a hacerlo, pues quiero convenceros de que a pesar de todo no soy vuestro enemigo. Jon Akero ya os ha contado lo que ocurrió en Terra después de que vuestros antepasados salieran en las primeras naves hiperlumínicas. Ellos partieron en el año 2060 de la era antigua, durante el renacimiento científico que siguió a los años de estancamiento a principios del siglo veintiuno. Cuarenta años después, cuando aún viajaban hibernados por el espacio, muy lejos de su objetivo, las astronaves hiperlumínicas recién inventadas exploraron un radio de unos cien años luz y todas volvieron. La emigración de los negros, si se puede afirmar que tres astronaves constituyan una emigración, tuvo lugar en 2120. Todavía se estaban estudiando las condiciones de vida de los planetas descubiertos, y no había empezado la verdadera colonización, cuando estalló la primera guerra racial. Amarillos y negros vencedores, tuvieron que ocuparse en restablecer la habitabilidad del planeta, y no hubo más expediciones. Cuando podían interesar de nuevo estalló la segunda guerra racial, que fue peor que la primera. Después de la dictadura de Cayeux y la fusión de las razas, lo cual necesitó algún tiempo, la mentalidad humana había cambiado. Cierto que en 3005 hubo otra salida, hacia la periferia de la galaxia esta vez, pero jamás hemos vuelto a saber de la misma. ¿Fracasó la expedición? ¿O quizá los colonos estaban hartos de Terra? ¡Vosotros mismos habéis esperado bastante antes de buscarnos! Como decía, y cualquiera que fuese el motivo, la mentalidad había cambiado. La ciencia, responsable, no de las guerras, pero sí de sus destrucciones, era mirada con desconfianza. Todo partidario de los descubrimientos partió el año 3005. Los demás prefirieron vivir en calma, seguridad y estabilidad. Así nació el orden social que actualmente podéis ver en este mundo, y que habéis llamado Utopía.
—Cuando aún ignorábamos lo que ocultaba la calma de su superficie.
—¡Espera antes de juzgar! Los ciudadanos corrientes llevan una vida feliz. Son tan libres cómo es posible, trabajan poco, tienen una formación artística y literaria muy sólida. Habrás visto las obras de nuestros artistas, oído a nuestros músicos... —No estoy calificado para juzgar, pero me parece que les falta vigor, que son... ¿Cuál es la palabra? ¡Académicas!
—Es el precio de la seguridad. ¿Ves la hilera de libros antiguos que ocupa todo este rincón de mi biblioteca? Pese a las destrucciones de las guerras, hemos salvado muchos de la primera civilización. Los hombres de aquellos tiempos salvajes contaban con algunos espíritus amantes de la cultura que construyeron refugios antiatómicos. Pues bien, allí hay obras magníficas, que de momento nosotros ya no sabemos producir, aunque serían incomprensibles para la mayoría de nuestros ciudadanos. —¿Y la ciencia?
—Se enseña algo de ciencia en nuestras escuelas. Mejor dicho, las recetas necesarias para el mantenimiento de las máquinas que sustentan nuestra civilización. La verdadera ciencia sólo se cultiva entre los guardianes.
—Pero, aunque sólo sea de vez en cuando, deben nacer espíritus a los que vuestra civilización estática no puede satisfacer. ¿Son eliminados?
—No, a menos que nos veamos absolutamente obligados a ello. No somos tiranos, capitán, ni salvajes. Los que aman la actividad física, o creen amarla, se van con los paleolíticos. Allí encuentran su propio género de utopía. Algunos regresan y crean problemas. Los que se apasionan por la investigación intelectual son descubiertos muy pronto en las escuelas y se convierten en guardianes. Aquí se les permite utilizar su inteligencia, pero es casi la única libertad que poseen. ¡Ser guardián de sus hermanos, capitán, es un trabajo agotador y sin recompensa! —¿Y no tenéis problemas con ellos? Kebelda inició una pálida sonrisa.
—Están adoctrinados, como yo mismo lo he sido, y cuando recapacitan con el tiempo y la experiencia, su sentido de la responsabilidad los convierte en mejores guardianes, la mayor parte de las veces.
—¿Y las otras?
—A veces hay que tomar medidas lamentables. Es el precio que pagan para tener acceso a la ciencia.
—Pues yo he conocido entre los ciudadanos a hombres que, como Akero por ejemplo, son buenos historiadores...
—Y pudiste conocer a otros, generalmente mediocres. En el caso de Akero, lamento que no llegase a ser guardián. Fue uno de los pocos que no pudimos descubrir a tiempo.
—¿Puedo hacer un par de preguntas?
—¿Por qué no? No tengo nada que ocultar.
—La primera es: ¿Por qué lo del sudra?
—Capitán, si el hombre ha llegado a ser lo que es, ello obedece a su agresividad. Esto duró más de dos millones de años, o quizá tres. Utopía tiene menos de diez mil años. ¿Crees que es suficiente para modificar la naturaleza humana? ¡Mientras subsistan trazas de esta agresividad, que ya ha cumplido su misión y debe desaparecer, la humanidad necesitará estabilidad, guardianes y sudral El sudra es una especie de substituto a las excitaciones de la caza, de la guerra, de la lucha personal, e incluso de la misma rivalidad. Para el animal humano bruto, Utopía tiene ese enorme defecto: uno se aburre.
—La segunda pregunta se refiere a vuestros paleolíticos. Los he visto. Tienen aspecto feliz, aunque estén llenos de agresividad...
—¡Tampoco existe la guerra entre ellos!
—Sí, ya me lo han dicho. Pero tienen la aventura cotidiana de la caza. ¿Para qué existen? ¿Y no teméis que al cabo de algunos siglos su población llegue a multiplicarse excesivamente y...?
Se interrumpió al recordar las palabras de Dará sobre el escaso número de colonias que sobrevivían.
—¿Para qué existen? Al principio reunieron a todos aquellos para quienes habría sido demasiado difícil hallar sitio en Utopía. Luego inventamos el sudra. Además, los guardianes no son numerosos; no todos lucharían en el caso, improbable aunque no imposible, de que ello fuese necesario. Los paleolíticos son una especie de reserva genética de agresividad, por así decirlo. En cuanto al aumento de su población, se controla sin que ellos lo sepan. En nuestros laboratorios hemos desarrollado un microorganismo muy especial, la fiebre hilarante. La muerte es muy dulce, pero inevitable.
—¡Pero esto es monstruoso!
—¿Más que vuestra guerra, capitán?
—¡Pero nosotros desconocemos el porqué de esta guerra e intentamos...!
—¡Precisamente! ¡Lucháis, matáis, y ni siquiera sabéis por qué! Nosotros defendemos a Utopía. Dentro de algunos milenios probablemente la raza humana ya no necesitará guardianes ni sudra. ¡Entonces se abrirán las puertas de nuestros laboratorios y podremos emigrar pacíficamente a las estrellas!
—Hallaréis sorpresas desagradables. Además de las Confederaciones Waite y Melania existen otras razas, ¡y no todas pacíficas!
—Si somos atacados, nos defenderemos. Poseemos el arma absoluta, capitán. Pero los utópicos no lucharán entre sí como vosotros, y jamás serán los primeros en comenzar una guerra. Y ahora debo poner en tu conocimiento la decisión que se ha tomado sobre vosotros y que no te gustará. No abandonaréis jamás Terra, seréis recluidos en una isla para vivir y morir en paz. No queremos que vuestras bárbaras Confederaciones se enteren de nuestra existencia. ¡Y no es que no sepamos defendernos! ¡Aunque hubieras venido con toda una escuadra, y no con una sola astronave, lo mismo habríais sido destruidos. —Tal vez. ¡Tenemos armas muy poderosas! —Capitán, voy a enseñarte el arma absoluta que te he mencionado. ¡Acompáñame!
Se puso en pie. Era alto y delgado, y parecía aún más alto con su túnica negra. Apretó un botón y entraron dos guardianes con las armas a punto.
—Pertenezco a la sección científica y no a la militar de los guardianes, conque no sabría defenderme. Pero Gona y Ruki son campeones de tiro. No lo olvides, y sígueme.
Pasaron por otra puerta y tomaron un ascensor que conducía a una cúpula blindada. En medio de ella y apuntando al techo se veía un disco cóncavo de unos diez metros de diámetro, formado por una malla de metal blanco brillante, en cuyo centro había un cono truncado de metal rojo; cobre sin duda. La periferia del disco estaba a un metro del suelo aproximadamente, y a través de la malla se adivinaba una fosa poco profunda. Fon Kebelda señaló el aparato.
—Esta es nuestra arma absoluta. Este espejo, que puede girar sobre su base oculta para cubrir un radio de treinta grados, es un excitador de Espacio III. —¿Espacio III? —Sí, capitán Varig. Vosotros utilizáis el Espacio II con vuestras astronaves, ¿verdad? En el Espacio II la velocidad de la luz es el cuadrado de la normal. Podéis hacerlo sin peligro porque el Espacio II está vacío, y sin dejar de respetar las leyes del físico protohistórico Einstein podéis recorrer el Cosmos. Pues bien, los terranos hemos descubierto el Espacio III, donde la velocidad de la luz, o mejor dicho, la máxima velocidad de transmisión de información es tal, que no hemos podido medirla. Seguramente es finita, pero nuestros instrumentos son demasiado imperfectos. De todos modos, poco importa, pues el Espacio III no está vacío, pero por lo poco que sabemos resulta extraordinariamente hostil a la materia tal y como nosotros la conocemos. Así pues, tenemos toda una serie de proyectores barriendo el cielo y cubriéndolo por completo a partir de una altura suficiente para que nada pueda alcanzarnos. Uno de ellos, montado en el Ecuador, hace 2510 años hizo aquel agujero en Luna que tanto te intrigó. Fue la única vez que se usó un excitador a gran escala para verificar una hipótesis: algunos de nosotros pensaban que más allá de ciento cincuenta mil kilómetros la energía era demasiado débil para traspasar la materia al Espacio III. El experimento demostró que se equivocaba.
—¿Y cuál es el alcance máximo?
—Teóricamente, veinte millones de kilómetros. En Marte o Venus estaríais a salvo, pero no sobre Luna.
—¿Y actúa a través del techo?
—Claro que no. Desaparecería. Pero lo abrimos así.
Kebelda pulsó algunos mandos y, con lenta rodadura, el techo de metal giró sobre sí mismo y se hallaron a cielo abierto. Debía ser tarde, pues el sol caía oblicuo y sólo iluminó la parte superior de la cúpula. Kebelda hizo ademán de cerrar. Una idea germinó en el cerebro de Ron, una idea loca, pero sin duda era su última oportunidad. Si saliera bien...
—¡Espera! Nunca volveré a tener ocasión de ver uno de estos proyectores, y todo cuanto se refiere a las armas me fascina. ¿Se podría hacer una demostración?
Kebelda vaciló.
—Eso consume mucha energía y gran cantidad de aire, dejando algo de radiactividad, débil de todos modos. Pero, por otra parte, una demostración te hará más persuasivo cuando expliques a tus hombres que no podéis hacer nada, que debéis resignaros a vuestra suerte. De acuerdo. Toma este manual de instrucciones que se halla sobre esta repisa y cuando el proyector esté activado, arrójalo sobre el espejo. Hazlo rápido, pues de lo contrario el aire al volatilizarse puede desencadenar un tornado. Ya te avisaré cuándo debes lanzar el libro, pues aunque el proyector funcione no se ve nada. Sobre todo, no pases la mano por encima del espejo si deseas conservarla. ¿Estás preparado? Ron tomó el libro y se acercó al espejo. Kebelda sacó una llave de su bolsillo, abrió el cuadro de mandos y dio vuelta a un conmutador. Una aguja se desplazó sobre el cuadrante, fijándose entre dos líneas rojas.
—¡Atención! Cuando te diga, arroja el libro. Apretó un botón rojo. —¡Ahora!
En vez de obedecer, Ron, que era quien estaba más cerca del espejo, se echó hacia atrás y se volvió.
—¡Eh! Esta luz en la base del cono, ¿es normal? Intrigados, los dos guardias se acercaron, e inesperadamente Ron les empujó sobre el proyector. Kebelda ya cortaba la energía, pero era demasiado tarde: Gona estaba muerto, con la cabeza y un hombro desaparecidos; Ruki contemplaba con aire asombrado el muñón de su brazo izquierdo, del que brotaba sangre con fuerza. Ron se precipitó sobre el láser, que Ruki había soltado para sujetarse la muñeca con la mano derecha, y se volvió con el arma en la mano.
—¡Cierra la cúpula! Y atiende a ese desgraciado. Si no, morirá desangrado.
Mientras el terrano obedecía, Ron examinó su arma. Era un láser de gran potencia, análogo al modelo IV de las flotas de la Confederación. Lo empleó metódicamente para inutilizar el proyector, destrozando las barras de metal, fundiendo los mandos y cortando los cables de alimentación.
—Ahora bajaremos a tu despacho, y luego me conducirás personalmente a donde están mis hombres. Tu vida dependerá de tu cooperación.
—Te felicito, capitán. He caído en tu trampa como un imbécil. Pero mi vida no tiene la menor importancia. No soy más que un guardián.
—No dudo de que sacrificarías tu vida y la de este infeliz. Pero falta saber hasta qué punto eres capaz de soportar el dolor físico. Nosotros somos corsarios, y aunque personalmente no apruebo la tortura, no he podido evitar que los más rudos de mis hombres la empleen para hacer confesar a sus prisioneros Melanios dónde esconden su fortuna. Como decías, a veces hay que tomar medidas lamentables.
—De acuerdo; admitamos que la carne es débil y que yo ceda aquí. Pero cuando encontremos a los demás guardianes, no dudaré ni un segundo en darles la orden de disparar, pues la muerte no me espanta. Un segundo de angustia, quizá de dolor, y luego la nada...
Ron se rascó la cabeza, pensativo.
—Veamos, intentemos otro sistema. ¿Por qué no quieres dejar que nos vayamos?
—Hemos conseguido la estabilidad gracias a terribles esfuerzos. Por primera vez en su historia, la humanidad tiene tiempo de vivir, de reflexionar...
—¿Ese rebaño de drogados?
—No, aunque alguna que otra vez realizan aportaciones válidas. La droga, como la llamas, no altera su inteligencia. Pero nosotros contamos con los guardianes. Investigan todos los campos de las ciencias físicas y humanas, y obtienen resultados. Si quisiéramos, podríamos conquistar la galaxia. Imagina una flota de astronaves armadas con proyectores de Espacio III. Pero únicamente saldremos de Terra cuando hayamos alcanzado nuestro objetivo, que es dejar de ser fieras conquistadoras como vosotros, para llegar a una forma de inteligencia, a una manera de ser más elevada. Nos queda mucho que hacer. Para ello necesitamos que nuestro refugio no sea descubierto; todavía necesitamos algunos milenios de aislamiento y de estabilidad. ¿Qué ocurrirá cuando tú regreses a tu belicosa Confederación? Nos invadirán los curiosos, algunos locos intentarán conquistarnos, y tendremos que defendernos. No sé qué le ocurre a un ser humano proyectado al Espacio III, pero debe ser bastante horrible. ¿Quieres que sean millones?
—Me parece que te engañas acerca del interés que pueda presentar vuestra Terra para nosotros, los galácticos. Tan sólo la hemos buscado con un fin determinado: verificar si era auténtica la teoría de que Waites y Melanios proceden de la misma evolución sobre un planeta, y así tratar de frenar nuestra guerra absurda. También nosotros, a nuestra manera, queremos alcanzar un nivel superior de humanidad. Pero ¿y vosotros? Vuestros ciudadanos drogados, vuestros guardianes con aire infeliz...
—En efecto, a veces lo son. Su deber les obliga a hacer cosas desagradables. Saben que son esclavos de un orden superior a ellos, de un objetivo que no verán realizado. ¡Pero también tienen sus momentos de exaltación!
—De todas maneras, lo que quiero hacerte comprender es que, en nuestra Confederación, Terra sólo interesa a algunos arqueólogos. Si dejas que nos vayamos pacíficamente, vuestras coordenadas serán un secreto bien guardado. Y si alguno vuelve a descubriros por casualidad, pues bien, ¡admito que tenéis derecho a defenderos!
—Me gustaría creerte, Varig. Pero no puedo correr ese riesgo. Y yo no soy el Supremo Guardián, no puedo tomar sobre mí. .
La puerta de la cúpula se abrió, y Gunnarson y Bruck aparecieron armados, acompañados de un guardián también armado. Se detuvieron en el acto.
—¡Ya veo que no nos necesitas, capitán! —gritó alegremente el coloso—. ¡Vaya estropicio! —continuó admirativamente, contemplando las ruinas del proyector—. ¿Qué era esto? —Un arma terrible, Niels. Pero, ¿qué ha pasado? —Este hombre nos ha liberado y nos dio armas —respondió Gunnarson—. De momento, somos los amos.
—¿Es verdad eso, Halor?, exclamó Kebelda—. ¿Será posible que un guardián nos haya traicionado? ¡Responde! —Es cierto, Mariag.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué haces correr un terrible peligro al Plan? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? El hombre respiró hondo.
—¡Por la libertad, Mariag! Para vivir como un hombre y no como "esclavo de un plan concebido antes de que yo naciera, y cuyo fin no veré. ¡Y porque aquí se aburren hasta las ovejas! —Pero ¿cómo? Tú eres uno de nuestros mejores físicos. En tu laboratorio tienes cuanto necesitas. Has realizado descubrimientos...
—¡Que han ido a pudrirse en los archivos! Y allí permanecerán hasta el día glorioso, lejos, lejos en el futuro, en que alguien tendrá el valor de anunciar que el plan se ha realizado, si es que eso ocurre. No, Mariag, aquí somos prisioneros de este único planeta. ¡Ellos tienen el Universo! —¡También tienen la guerra!
—Me han explicado por qué, y cómo esperan detenerla. Y además, Mariag, quizá no existan los dioses, pero creo que los antepasados, los grandes, los que trazaron este plan que seguimos, usurparon los atributos de la divinidad. Quizá tuvieran razón, pero, ¿quién puede asegurarlo? Nada os impedirá continuar este experimento. Los galácticos también realizan otro, con sus tragedias, claro, como el nuestro. Pero al menos ellos son libres.
Kebelda se encogió de hombros con aire cansado.
—De acuerdo, pero seréis aniquilados cuando intentéis abandonar Terra. Este proyector está inutilizado, pero antes de que os alejéis lo suficiente para pasar con seguridad al Espacio II, entraréis en el radio de acción de los proyectores vecinos.
—Los cuatro proyectores vecinos también han sido saboteados, Mariag. Podremos pasar.
Kebelda pareció darse por vencido.
—Entonces, ¿no estás solo? ¿Es una traición organizada?
—Somos doce y nos iremos con ellos. ¿Una traición? No, una evasión. Digamos que los barrotes de la jaula han desaparecido por unos instantes, y que aprovechamos la oportunidad.
—El tiempo apremia, capitán —cortó Gunnarson—. Dominamos la situación, pero sólo momentáneamente.
—¡Tienes razón! Sigúenos, Kebelda. Vamos a embarcar en la Aventurera, y allí te dejaremos. Pero antes debo pasar por mi alojamiento para recuperar los documentos de Akero.
—Ya está hecho, capitán —dijo Bruck—. Ya está a bordo. Y con una pequeña sorpresa para ti...
Mientras la puerta de la esclusa se cerraba lentamente, Ron lanzó una última mirada sobre aquel valle terrano que jamás volvería a ver y donde se hallaba la tumba de Gueden; luego contempló el rostro angustiado de Kebelda.
—No te preocupes. Te prometo que nadie sabrá dónde se encuentra Terra.
Luego, cerrando la escotilla, se dirigió al puesto de mando.
—Stan, despegue inmediato. Ascenso en vertical hasta los cien kilómetros, y paso al Espacio II. Ya sé que corremos algún riesgo al ingresar tan cerca de una masa planetaria. Pero ignoramos qué otras armas poseen sus arsenales, aparte de los proyectores que pusimos fuera de combate.
No quedó tranquilo hasta que la negrura absoluta del Espacio II apareció en las pantallas de visión. Entonces se volvió en su asiento de mando, suspiró y dijo:
—Bien, amigos. Hemos salido de ésta con el mínimo de desperfectos, ¡pero por los pelos! Dime, Unkumba, ¿qué valor tienen estos documentos de Akero?
—Son indiscutibles —respondió el antropólogo—. Haremos copias y Unkumba podrá llevarlas a su Gobierno. Sin duda esto no bastará para detener la guerra, pero podrá contribuir notablemente, si al mismo tiempo hacemos proposiciones aceptables de paz.
—¡Estupendo! ¿Y qué ha sido de los guardianes que nos han seguido?
—Repartidos en diversos compartimientos, y vigilados por nuestros hombres. Pero los creo sinceros —dijo Gunnarson. —¿Son doce?
—Sí. La crema de los guardianes científicos, conocedores de las técnicas del Espacio III. Ron silbó.
—¡Habrá que explicarles que es mejor no hablar de eso por el momento!
—Akero también ha querido venir con nosotros, junto con algunos más. Cuando supieron que nos íbamos, algunos terranos pidieron que nos los llevásemos. Debido a que en ese momento no lo podía consultar contigo y el tiempo apremiaba, decidí aceptarlos en proporción con las plazas disponibles. Son veintiuno en total.
—Me pregunto si nuestros mundos les gustarán más que el que han dejado. En fin, es asunto suyo. ¿Hay mujeres entre ellos? —Tres.
Ron sintió pena un momento. Si se hubiera tomado tiempo para buscar a Saura... Pero sin duda valía más así. Ni por un instante pensó en Vana.
—¿Crees que conseguiremos la paz, Unkumba?
—Sí. Mi pueblo está harto de esta carnicería. ¿Y el vuestro?
—Creo que también. Aunque, ¿durará esa paz? ¿Está hecho el hombre para la paz? Reinaba aquí abajo, pero ¡a qué precio! Una masa drogada y feliz, esclava sin saberlo. Una élite cuya única razón de vivir es un deber impuesto por un implacable condicionamiento, despreciando su libertad. ¿Es que para el hombre sólo existe la alternativa entre la guerra o la esclavitud?
El Melanio colocó su mano sobre el hombro del capitán.
—No hay que desesperar del hombre, Ron. La comarca de donde procede mi pueblo, el África, fue durante mucho tiempo una tierra de esclavitud, incluso antes que los antepasados de los Waites la invadiesen. Nuestra historia, más larga que la vuestra, nos enseña que incluso entre Afrains han habido largos siglos, quizá milenios, de guerras y de servidumbre. Hoy día somos una vasta Confederación de miles de planetas. También de vuestro lado han habido infinidad de luchas fratricidas, y hoy sois un solo pueblo en el Cosmos. Si llegamos a detener esta guerra, ¡y lo conseguiremos!, por primera vez en su historia la humanidad estará completamente pacificada. Sí, ya lo sé; quedarán los demás, los no-humanos, a quienes a veces tendremos que presentar batalla. Pero incluso esto pasará. Algún día, Ron, todos los seres conscientes del Universo estarán en paz. Nosotros no lo veremos, ni quizá nuestros biznietos, pero llegará. ¡Y llegaremos a esto siendo libres! ¿Se unirá Terra a nosotros entonces?
Cayó el silencio. «Si hay paz, ¿qué haré yo?», pensó Ron. Renovar los viejos lazos, volver a mis primeros amores, a la ciencia. O retirarme a mi casa natal del valle Clara. Vivir a lo filósofo. ¿Solo? ¡Si Moya no me hubiese engañado!
Se estremeció. Si Moya no le hubiera traicionado, él no habría sido capitán corsario. Probablemente sería profesor en cualquier universidad. De pronto sintió fatiga.
—Stan, toma el mando. Voy a descansar a mi cabina.
Cuando abrió la puerta vio que Saura dormía en un sofá, sueltos sus largos cabellos. El ligero ruido que hizo él al entrar la despertó. Se levantó y lo miró tímidamente. Ron quedó un instante inmóvil, luego se lanzó hacia ella tendiéndole los brazos.
—Así, pues, ¿me aceptas? —dijo ella en voz baja.
—Has cambiado, Saura. No tienes la misma expresión que cuando...
—Ya no estoy bajo la influencia del sudra. Antes de que Gunnarson nos aceptase, a bordo, Bornet nos dio la inyección que libera.
—¿Y cómo te encuentras?
—¡Sola, atemorizada y libre!
—Mira, la guerra terminará pronto, o así lo espero. Y yo también voy a sentirme solo, un poco atemorizado y libre. Pienso retirarme a una propiedad que poseo en un hermoso valle donde nací, en Federa, nuestro planeta central. ¿Quieres compartir conmigo ese retiro?
Se lanzó a sus brazos.
—¿Y para qué crees que he venido? Te he amado incluso cuando era... una cosa esclavizada por el sudra. Sólo lamento que los niños a quienes enseñaba...
—¡Podrás seguir haciéndolo, Saura! Enseñar la historia de un planeta que fue valiente, que ganó el universo para sus hijos, y que quizá momentáneamente tuvo miedo y se replegó sobre sí mismo.
La tomó dulcemente en sus brazos. A su alrededor, la Aventurera vibraba con toda la potencia de los motores que la propulsaban hacia un espacio que no había sido hecho para el hombre, y que sin embargo el hombre había conquistado.
«Una mujer me lanzó a la aventura, otra mujer la termina —pensó—. ¿Añoraré la aventura?»
Se encogió de hombros. El porvenir se encargaría de decírselo. De momento era feliz envuelto en el olor de los cálidos y negros cabellos de Saura.
Fin