MI ENCUENTRO CON CHURCHILL
Publicado en
enero 10, 2017
Sólo uno de los grandes héroes del mundo pudo adivinar al hombre que latía en aquel muchacho.
Por Fulton Oursler, hijo.
ES TERRIBLE tener 16 años y no haberse afeitado nunca. En la Navidad me habían regalado un tarro con jabón perfumado, una brocha con mango de hueso y la navaja de afeitar más moderna. "Pronto necesitarás todo esto", me dijo mi padre, haciéndome un guiño tranquilizador. Desde entonces, todas las mañanas me veía al espejo, pero comenzó el año nuevo de 1949 sin que me asomara al rostro la menor sombra de barba.
En febrero cometí el espantoso error de llevar a la escuela mi tarro, mi brocha y mi navaja, y de ocultarlos en mi armario con la esperanza de que mi virilidad brotara de repente; por ejemplo, entre la clase de sociología y la de latín. Mis implementos fueron descubiertos y exhibidos (con jocosos comentarios) por dos velludos estudiantes de segundo año.
Después de eso, mi primera elusiva afeitada se convirtió en obsesión. Soñaba a todas horas, imaginándome los ritos ceremoniales: cómo lograría pacientemente que de mi tarro brotara espesa y tibia espuma, cómo la extendería sobre la piel, con lentitud y abundancia, y cómo, a continuación, daría los magistrales trazos con la navaja que señalarían el comienzo de mi edad viril. Pero por mucho que me mirara, el espejo seguía proclamando que era yo imberbe.
Poco antes de la Pascua de Resurrección mi padre anunció que él y mi madre proyectaban hacer una breve visita a Inglaterra. Añadió con indiferencia que, si yo quería, podría acompañarlos.
Empaqué mi tarro, mi brocha y mi navaja, todavía vírgenes, y el 2 de abril subí por la pasarela del lujoso trasatlántico Queen Mary.
La hora anterior a la de zarpar transcurrió en una actividad frenética. Mis padres tenían en la Cubierta A su camarote, que se llenó inmediatamente de amigos que iban a desearles buen viaje. (Esa fue la semana en que el libro de mi padre, The Greatest Story Ever Told —"La historia más grande jamás relatada"—, alcanzó el primer lugar en la lista de los mayores éxitos de librería en los Estados Unidos.) Mi camarote se hallaba en la cubierta superior y apenas había llegado a él, acompañado de un grupo de amigos de la escuela, cuando el primer sonoro resoplido de la sirena anunció que todos los visitantes debían abandonar el barco. Uno de mis amigos había estado leyendo la lista de pasajeros. "¡Mira!" gritó, señalando un nombre. Lo leí en voz alta, incrédulo: "Winston Churchill". ¡Churchill! A mis 16 años, lo tenía yo por un dios.
Volvió a oírse el aviso de la sirena y, después de despedirme de mis compañeros, corrí al camarote de mi padre.
—¿Sabes quién está a bordo? —le pregunté.
—Sí —respondió, entregándome un papel.
La nota decía: "Mi estimado señor Oursler: ¡Qué suerte que viajemos juntos! ¿Podrían usted, su señora esposa y su hijo tomar el té con nosotros el martes ?" Firmaba Churchill.
En los días siguientes vi al gran hombre en dos ocasiones. Primero en la cena, a dos mesas de distancia de la nuestra. Su cara sonrosada, redonda, sobresalía de un traje oscuro de rayas finas. Sonreía a todo el mundo, hasta que le sirvieron el plato principal. Entonces arrugó la frente en señal de disgusto y su rostro cambió de sonrosado a encarnado. Llamaron al cocinero y, con gran animación, Churchill le señaló el plato y agitó las manos. Era evidente que explicaba cómo debían haber preparado el guiso. Cuando se retiró el pobre cocinero, casi sentí la misma vergüenza que él.
Volví a verlo una noche, ya tarde. Dos hombres lo sostenían, mientras él se dirigía tambaleante hacia su camarote. Parecía como si el gran estadista deseara más bien ir en dirección opuesta, mientras los hombres, con suave determinación, lo guiaban hacia su puerta.
Ambos incidentes me desquiciaron. No era así como esperaba que un dios se comportara. El día en que estábamos invitados a tomar el té, durante el desayuno dije a mi padre lo que sentía. Churchill era grosero e inmoderado.
—¿Y tú te atreves a juzgarlo? —me preguntó mi padre respirando profundamente— Hace más de 50 años ese hombre participó en la última gran carga de caballería de la historia. Escapó del cautiverio en la Guerra de los Boers y, aunque habían puesto precio a su cabeza, pudo regresar a Inglaterra. En la Primera Guerra Mundial ideó un gran plan para terminar el conflicto rápidamente. El plan fracasó y durante muchos años perdió Churchill su influencia política. Después advirtió al mundo contra el peligro de Hitler, pero nadie lo escuchó. Por último, cuando se realizaron todas sus predicciones, cuando era ya casi demasiado tarde y los Estados Unidos permanecían aún neutrales, alentó a su país para que combatiera solo contra los nazis. Es uno de los dos o tres oradores más grandes de la historia y ha escrito páginas del mejor inglés desde Shakespeare. ¡Y a ti te molesta que sea quisquilloso en público con la comida y porque crees que bebe demasiado! ¿Sabes lo que dijo Lincoln cuando la gente criticaba al general Grant por borracho?
—No.
—Dijo: "Le enviaré una caja de whisky, si eso le ayuda a ganar la guerra". ¿Sabes lo que dijo Cromwell cuando posó para un retrato?
—No.
—El pintor deseaba favorecerlo, pero Cromwell le pidió: "Pínteme con verrugas y todo".
Después de un silencio, mi padre comentó pausadamente:
—Te estás volviendo hombre. Debes saber que nadie es perfecto. Indudablemente, los héroes no lo son. Debes adquirir el sentido de... la proporción.
Esa tarde, mientras me vestía para el té, no sólo me sentía contrito, sino que empezaba a temblar con una especie de sobresalto. No había juzgado temerariamente a un dios, sino a un gran hombre. Y ahora iba a conocerlo. ¿Y si él me juzgara a mí? Si me preguntara, por ejemplo: "Dime, jovencito, ¿qué piensas de la Guerra de los Boers?"
Recuerdo que tenía las manos heladas cuando llegué con mis padres al camarote de Churchill.
—¿Quiénes fueron los Boers? —pregunté, de repente.
Mi padre se volvió hacia mí:
—Te lo diré después. Recuerda que nadie es perfecto. Tú, por ejemplo, tienes la tendencia a hablar demasiado. ¡Espero que esta tarde escuches!
A continuación, llamó a la puerta.
En los primeros momentos de aturdimiento, después de que entramos, noté con alivio que Churchill no se hallaba en el recibidor. Había allí muchos invitados. La señora de Churchill empezaba a presentarnos cuando se hizo el silencio. Volví la vista y —cual Mefistófeles que saliese de una nube de humo— allí estaba Churchill en persona, fumando un enorme habano. Vestía el traje más raro que jamás hubiese yo visto: gris, de una sola pieza, de una tela semejante a la lona, con una cremallera de arriba abajo en el frente. Posteriormente me enteré de que ese había sido su traje de batalla durante la Segunda Guerra Mundial.
Pasó por entre la multitud estrechando manos y después tomó a mi padre por el brazo y lo llevó al lado opuesto de la habitación. No los seguí, pero estuve atento a todo lo que hacían. Cuando tomaron asiento, todos los demás se sentaron en las sillas más próximas. Quedé, así, distante tal vez unos seis metros, observando ansioso mientras la insulsa charla que bullía en torno de mí ahogaba sus palabras. Mi padre dijo algo y Churchill río. Desesperado, me incliné hacia adelante y en ese momento el estadista volvió casualmente la vista hacia mí. Supongo que creyó que me iba a caer de mi asiento. Sonrió, extendió la mano y me hizo señas de que me acercara a él.
Cuando llegué, mi padre me dirigió una rápida mirada que yo no podía dejar de comprender: debía permanecer absolutamente callado.
Churchill empezó a hablar del discurso que pronunció en Estados Unidos y en que había empleado por primera vez la frase "Cortina de Hierro". Mi padre comentó:
—Sus predicciones se han vuelto a cumplir. Hay una terrible división entre Rusia y Occidente. Pero lo previsto por usted no podrá complacerle mucho.
—Por lo contrario —respondió Churchill—. Estoy muy satisfecho. Necesitábamos a Stalin y las crisis que provocó. La agresividad de Stalin ha unido a Occidente como nunca antes. Juntos, debemos hacer que Rusia renuncie a los países de Europa Oriental dejándolos que celebren elecciones libres.
—¿Qué haría usted para lograr tal cosa?
Churchill no respondió inmediatamente. Me miró como para saber si seguía yo la conversación. Después miró a los demás invitados que llenaban la salita.
—Pues bien —contestó, elevando la voz y pronunciando las siguientes palabras deliberadamente, con una pausa entre cada frase, como si estuviera pronunciando un discurso en el Parlamento—, pues bien, ¡me pide usted que pase por el angosto puente tendido sobre el abismo que separa la perogrullada de la indiscreción!
Hubo una explosión de risa y por primera vez desde que entré en ese lugar me sentí tranquilo. Tan tranquilo que empecé a hablar:
—Señor Churchill —pregunté—, si los rusos perfeccionaran la bomba atómica, ¿cree usted que vacilarían en emplearla?
Mi padre parpadeó, echó atrás la cabeza y me miró con desaprobación. En el acto, lamenté mis palabras. Churchill, sin embargo, pareció encantado.
—Bueno, eso depende ¿no es así? —repuso— Oriente podría tener tres bombas; Occidente podría tener cien. Pero ¿suponiendo que fuese viceversa?
Mi padre quiso hablar, pero Churchill continuó:
—Verán ustedes —barbulló al mismo ritmo deliberado, alzando más la voz a cada palabra—, verán ustedes, con la bomba atómica (volvía el silencio en la habitación) todo es cuestión de... (todavía se conversaba en el otro extremo) todo, absolutamente todo, es cuestión de... de...
Parecía no encontrar la palabra precisa que completara su pensamiento. No comprendí que simplemente esperaba la atención de todos los presentes. En ese momento, todo lo que supe fue que, por algún motivo, mi padre no ibaa salvar a Churchill de su repentina y penosísima incapacidad de expresarse.
—Señor —intervine con voz entrecortada—, ¿quiere usted decir que todo es cuestión de... proporción?
Atónito, mi padre se inclinó hacia adelante, muy agitado, pero Churchill alzó majestuosamente la mano y, señalándome con su formidable cigarro, exclamó:
—Eso es, ¡exactamente! Proporción es una palabra muy adecuada, que se olvida con demasiada frecuencia, en la guerra y en la paz. Debes pronunciarla, jovencito, todas las mañanas al despertar. Debes decírtela a ti mismo cuantas veces estés ante el espejo, cuando te afeites.
Al oír esas palabras me empezó a dar vueltas la cabeza. Noté con satisfacción que mi padre ya no estaba disgustado conmigo y continué sentado, disfrutando silenciosamente de mi triunfo, mientras proseguía la charla en torno a las siguientes elecciones, al pacto del Atlántico y a las recientes victorias de Mao en China.
Cuando terminó el té y nos alejábamos del camarote de Churchill por el pasillo, me sentía jubiloso.
—¿Podrás creerlo, papá? —exclamé— ¡Supuso realmente que yo me afeitaba!
Mi padre se detuvo y me observó con cuidado.
—Yo en tu lugar —me aconsejó— buscaría un espejo y me miraría bien.
En el baño de mi camarote, después de mucho examinar, descubrí la verdad. Debajo de la nariz y a ambos lados del mentón brotaba inconfundible una incipiente barba. Eran unos pelillos tan suaves y ralos que apenas podía palparlos con la punta de los dedos; pero allí estaban.
Preparé mi tarro, mi brocha y mi navaja. Hice una espuma que habría bastado para toda la tripulación. Alcé la navaja, me miré al espejo y, con la voz más profunda que pude sacar del pecho, pronuncié mis primeras palabras como hombre:
"Verán ustedes, todo es... eh... todo, absolutamente, ¡es cuestión de proporción!"