UN TIGRE POR LA COLA (Alan E. Nourse)
Publicado en
enero 23, 2017
El departamento de los grandes almacenes estaba tan lleno de gente ―debido a las rebajas de fin de temporada― que era sorprendente el haberla visto. La vendedora, en el mostrador, se hallaba muy atareada en el otro extremo, y la mujer se hallaba igualmente atareada en su propio extremo, trasladando objetos del mostrador a su ancho bolso negro. Kearney la observó alarmado durante varios minutos antes de llamar al detective de la otra sección.
—¡Mire a esa mujer! —dijo—. Está disponiendo de todos esos objetos como si el establecimiento fuera suyo.
—¿Una cleptómana? ¿A qué esperamos? —preguntó el otro—. Vamos a hablar con ella.
Kearny se rascó la cabeza.
—Obsérvela por un minuto. Pasa algo raro.
Permanecieron observándola. La mujer estaba en pie junto al mostrador de artículos de cocina y sus manos se movían por encima de las mercancías que había en un estante. Cogió tres cortadores de tarta y los metió en su bolsa. Siguieron dos anchos moldes de tarta y un triturador de patata, y luego una pequeña alacena para tartas, dos pequeños botes y una gran cacerola de aluminio.
El segundo detective la miraba con expresión de incredulidad.
—Está cogiendo suficientes cacharros para llenar un almacén. Y los mete todos en ese bolso. Kearny, ¡toda esa chatarra no puede entrar en un bolso!
—Ya lo sé —contestó Kearny—. Vamos.
Se acercaron a la mujer avanzando cada uno por un camino distinto, y Kearny la cogió suavemente del brazo.
—Nos gustaría hablar con usted, señora. Haga el favor de acompañarnos en silencio.
La dama alzó un rostro carente de toda expresión.
—¿Qué quieren ustedes decir? —preguntó.
—Hemos estado observando durante quince minutos cómo llenaba usted ese bolso.
—¿Este bolso? —preguntó aturdida la dama.
Kearny le quitó el bolso del brazo, lo abrió, echó una mirada a su interior y lo sacudió alarmado. Luego, muy sorprendido, abrió los ojos de par en par.
—Jerry, mire esto.
Jerry lo miró y cuando intentó hablar, no encontró palabras. El bolso estaba vacío.
Frank Collins estacionó su coche frente al Instituto de Física, siendo introducido, tras de pasar por la prueba de la huella digital, en el ala del laboratorio. Evanson salió a su encuentro en el corredor.
—Me alegro que haya usted venido —dijo Evanson sombríamente.
—Escuche, John, ¿qué es todo eso sobre un bolso? Espero que no me haya gastado usted una broma.
—Nada de eso —afirmó Evanson—. Espere a verlo.
Condujo al otro hasta una de las más amplias secciones del laboratorio. Collins, intranquilo, echó una mirada a los brillantes paneles de control, a los gigantescos generadores y elevadores de tensión, al panel de los relés con sus brillantes tubos y sus enredados hilos.
—No comprendo para qué me ha llamado usted. Yo soy ingeniero mecánico.
Evanson se dirigió a un pequeño despacho inmediato al laboratorio.
—También saca usted a la gente de apuros. Reúnase con el equipo investigador, Frank.
Los del equipo investigador llevaban máscaras, lentes y una caperuza. Collins hizo un ademán de asentimiento y miró el bolso que había sobre la mesa.
—Me parece igual a cualquier otro bolso —dijo, y al cogerlo le pareció que pesaba como cualquier otro bolso—. ¿Qué hay dentro de él? —preguntó.
—Usted nos lo dirá —contestó Evanson.
Collins abrió el bolso. En su interior había una extraña oscuridad. Cerca de la abertura se veía un cerco metálico de tono mate. Collins lo volvió boca abajo y lo sacudió. Nada cayó de él.
—No meta la mano en su interior —le advirtió Evanson—. No ofrece seguridad. Alguien lo hizo y perdió su reloj de pulsera.
Collins levantó la mirada. En su simpático rostro había curiosidad.
—¿De dónde sacaron ustedes esto?
—Hace unos días, un par de encargados de sección atraparon a una ladrona en los almacenes Taylor-Hyden. La mujer se proveía de batería de cocina y estaba llenando su bolso. La cogieron in fraganti, pero cuando quisieron sacar del bolso la batería de cocina, no encontraron nada. Uno de ellos perdió su reloj de pulsera buscando en el interior del bolso.
—Sí, pero…¿cómo llegó a ustedes el bolso?
Evanson se encogió de hombros.
—Llevaron a la mujer al departamento psiquiátrico de la policía, naturalmente. Ella negó incluso que hubiera visto nunca aquel bolso. Y cuando los muchachos de la policía observaron el bolso, nos llamaron a escape. Ahora verá usted por qué.
Evanson tomó un metro rígido y empezó a meterlo en el bolso. Penetró unos diez centímetros, o sea hasta el fondo del bolso…
¡Y siguió penetrando!
El metro no encontró fondo. Ni siquiera se notaba su bulto en el bolso.
Collins lanzó una exclamación.
—¡Santo cielo! ¿Adónde se va el metro?
—Quizás se vaya a alguna otra parte. Otra dimensión. No lo sé.
—¡Tonterías!
—¿Qué otra cosa puede ser, entonces? —preguntó Evanson, apartando el metro—. Además, haga usted lo que haga, no puede sacar el forro fuera.
Collins contempló el oscuro interior del bolso. Con cautela, metió un dedo, frotó el anillo metálico, lo arañó con una uña. Una débil línea apareció.
—Esto es aluminio —afirmó—. Un círculo de aluminio.
Evanson asintió con un movimiento de cabeza.
—Todos los objetos que la mujer robó eran de aluminio —dijo—. He aquí por qué le hemos llamado. Usted es ingeniero y entiende de metales. Hemos estado haciendo cábalas durante tres días sobre lo que pasa en el interior de ese bolso. Y no hemos dado con ello. Quizás usted pueda decírnoslo.
—¿Qué es lo que han hecho ustedes?
—Echar objetos en su interior. Examinarlo con todos los instrumentos. Rayos X… En fin, todos. Y no hemos puesto nada en claro. Nos gustaría saber adónde va todo lo que se echa.
Collins metió en el bolso un botón de aluminio. Éste pasó a través del círculo de aluminio y desapareció.
—Vamos a ver —dijo haciendo una mueca—. ¿Quiere usted decir que ya no podemos sacar ese botón?
—Se trata de una forma geométrica de segundo orden —manifestó Evanson, mientras encendía cuidadosamente un cigarrillo—. Se puede sacar lo que hay dentro de una forma de primer orden, como una esfera o una pelota de goma, sólo con hacer un orificio en la superficie. Pero no se puede, no importa lo que se haga, sacar un tubo interior.
—¡Hum! ¿Por qué no?
—Porque hay un agujero en él. Y uno no puede sacar un agujero a través de otro agujero. Aunque se trate de un agujero infinitesimal.
—¿Sí? —preguntó Collins frunciendo el ceño.
—Lo mismo pasa con este bolso. Creemos que envuelve un trozo de otro universo. Un universo de cuatro dimensiones. Y usted no puede sacar un trozo de otro universo a éste sin causar una serie de perturbaciones.
—Pero se puede sacar un tubo interior —protestó Collins—. Todo puede quedar deformado, pero se lo puede sacar a través del agujero.
Evanson echó una ojeada al bolso, que se hallaba sobre la mesa.
—Quizá. Una geometría de segundo orden bajo una situación tensa. Pero hay un obstáculo: no habría ya más un tubo interior.
Tomó otro trozo de aluminio y lo tiró en el bolso. Después sacudió la cabeza con ademán de cansancio.
—No lo sé. El material se va a alguna parte.
Arrojó luego en el bolso una regla de madera y observó cómo salía de nuevo.
—Sólo admite aluminio —dijo—. Nada más. Ese detective de los grandes almacenes tenía un reloj militar hecho de aluminio, el cual desapareció de su muñeca; pero llevaba dos anillos de oro en la misma mano y a ninguno le pasó nada.
—Vamos a jugar a las adivinanzas —propuso Collins.
Evanson le miró con viveza.
—¿Qué quiere usted decir?
Collins sonrió.
—Parece que lo que está al otro lado de ese bolso quiere aluminio. ¿Por qué? Hay un anillo de aluminio alrededor de la boca del bolso… a todo alrededor de ella. Como una boca de túnel. Pero no es grande, y no hay mucho aluminio ahí. Parece que ellos necesitan mucho más.
—¿Ellos?
—Bien, lo que toma el metal y rechaza la madera.
—Y ¿para qué?
—Podemos aventurar una sospecha. Quizás estén construyendo otra abertura. Una más grande.
Evanson le miró fijamente.
—No divague —dijo—. ¿Por qué…?
—Sólo pensaba en voz alta —contestó Collins, humildemente.
Luego cogió el metro de acero. Sujetándolo firmemente por un extremo, metió el otro en el bolso.
—Eso no lo quieren —murmuró Evanson, que observaba intrigado—. Están intentando rechazarlo.
Haciendo un esfuerzo, Collins continuó empujando la vara hacia dentro. Súbitamente, ésta se curvó y apareció el otro extremo. Con rapidez, Collins se apoderó de él y empezó a tirar con fuerza de ambos extremos a la vez.
—¡Caramba! —exclamó Evanson—. ¡Está usted torciendo su universo para acomodarlo a nuestra geometría!
El bolso parecía aflojarse en su interior. De pronto, uno de los extremos del metro se escapó de la mano de Collins. Éste se retiró hacia atrás, separándose del bolso. El metro había quedado de nuevo recto.
—¿Tienen por aquí un cabrestante?
—Creo que sí —contestó Evanson.
—Bien —dijo Collins—. Creo que ahora sé cómo formar un gancho para coger su universo.
La gran barra de acero de tres pulgadas rodó fácilmente hasta el laboratorio sobre una carretilla. El extremo de la barra estaba cubierto con brillante aluminio y su punta formaba un agudo gancho.
—¿Está el cabrestante dispuesto? —preguntó Collins.
—Sí —contestó Evanson.
—Entonces coloque el bolso en el extremo de la barra y que ésta penetre en él.
El extremo de la barra desapareció dentro del bolso.
—¿Qué intenta usted hacer? —inquirió intrigado Evanson.
—Parece que quieren aluminio, así que se lo vamos a dar. Si están construyendo otra abertura con él, yo engancharé esa abertura y la haré salir a este laboratorio. Ellos pondrán el aluminio sobre esta barra con el resto. Si podemos enganchar lo que ya tienen hecho, tendrán que marcharse y dejarnos retirar la barra, o bien abrir hacia este laboratorio.
—Pero… ¿y si no hacen ninguna de las dos cosas?
—Tienen que hacer una de las dos. Si nosotros tiramos de una sección no libre de su universo a través del bolso, esto producirá un terrible desastre en todo su plano geométrico. Todo su universo quedará retorcido. Justamente como un tubo interior.
El cabrestante crujía mientras Collins movía la barra de un lado para otro dentro del bolso.
—Tire un poco hacia arriba —dijo al operador.
Evanson movió la cabeza con amargura.
—No veo… —empezó a decir. Pero la barra se balanceó bajo una súbita presión.
—¡Firme! ¡Lo ha enganchado usted! —gritó Collins.
El cabrestante crujía ruidosamente y el motor aullaba debido al esfuerzo. La barra de acero empezó a salir del bolso lentamente, milímetro a milímetro. Cada diez minutos, uno de los técnicos hacía una marca de yeso en la barra junto a la boca del bolso.
Frank Collins llenó su pipa y empezó a dar nerviosas chupadas.
—Yo veo esto de la siguiente manera —dijo—. Esos seres metieron un pequeño agujero de la cuarta dimensión en nuestro universo y lograron controlar a esa mujer. De esta forma la forzaron a reunir piezas de aluminio para poder hacer una abertura mayor.
—Pero… ¿por qué?
Evanson preparaba café, que sacaba de un termo. Era tarde y todo el edificio se hallaba silencioso y desierto, excepto aquella sección del laboratorio. El único ruido que se percibía era el que producía el cabrestante tirando del otro universo.
—¡Quién sabe! —contestó Collins—. Tal vez para lograr más aluminio. Sea cual sea la razón, desean venir a nuestro universo. Quizá el suyo atraviesa algún peligro. La razón puede ser tan ajena a nuestra naturaleza que quizá nos sea imposible concebirla.
—Pero… ¿y eso de engancharles? —preguntó Evanson, que estaba preocupado.
—Así lo controlamos. Si colocamos un trozo no libre de su universo dentro del nuestro, ellos no podrán utilizar la abertura. El orificio quedará obturado. Cuanto más tiremos, más tensión tendrán en la estructura de su universo. Entonces tendrán que escuchar nuestros términos. Entonces tendrán que darnos información, para que nosotros podamos construir aberturas y examinarles a conciencia. Si no lo hacen, averiaremos su universo.
—Pero… ¡ni siquiera sabemos lo que están haciendo!
Collins se encogió de hombros e hizo otra marca de yeso en la barra, que producía ruido debido a la tensión.
—No creo que debamos correr ese riesgo —dijo Evanson, en tono de lamentación—. No tengo permiso para hacer esto. Le he dejado a usted hasta ahora por… por rutina —y se estremeció súbitamente—. Esto es algo tan vago que me parece que no tiene ningún sentido…
Collins sacudió vivamente su pipa.
—Rutina es todo lo que necesitamos —repuso.
—Digo que estamos cometiendo un error —continuó el otro—. Creo que debemos apartar en seguida la barra del bolso y esperar a que venga Chalmers por la mañana.
Con creciente inquietud Collins miró al cabrestante. Sus dedos temblaban al encender de nuevo la pipa.
—No diga tonterías —exclamó—. Ahora ya no podemos retirar la barra. Las roldanas se hallan bajo una gran presión. Ni siquiera podemos cortar esa barra con una llama oxidante, no en menos de veinte minutos… Y cuando se rompiera, haría saltar en pedazos todo el edificio.
—Pero el peligro… —murmuró Evanson poniéndose en pie; tenía la frente húmeda de sudor y señaló con la cabeza el crujiente cabrestante—. Está usted poniendo en peligro nuestro propio universo…
—¡Cálmese, cálmese! —dijo enfadado Collins—. Ya no podemos volver atrás. Lo estamos haciendo, y eso es todo. Cuando se coge a un tigre por la cola, se ha de mantener el pulso.
Evanson se paseó excitado por la estancia.
—Me parece —dijo, con voz tensa— que el tigre tendría todas las ventajas. Y si la cosa sale mal, ¡piense lo que ellos podrían hacer a nuestro universo!
Collins se frotó nerviosamente la barbilla.
—Bien, de todos modos… —replicó— me alegro de que nosotros pensáramos primero en ello.
Se interrumpió bruscamente, al tiempo que palidecía. Evanson siguió su mirada y quedó sin aliento. El termo se le cayó al suelo, produciendo un gran estrépito. Señaló la segunda marca de yeso, que penetraba lentamente en el interior del bolso.
—Quiere usted decir que tenía esperanzas de que pensáramos primero —repuso.
Fin