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enero 05, 2017
Estaba segura de haber visto bien cuando arrojaron por la ventana al perro azul.
Fue así: ella se había acostado sobre el lado derecho, frente al balcón, y era cerca del mediodía. Tenía los pensamientos algodonosos por las pastillas que había tomado la noche anterior, pero estaba bien despierta. Si no se levantaba a correr la cortina sobre ese rayo de Sol que le hería el ojo, era sólo por pereza. Entonces, seguía acostada de ese lado, con la cabeza apoyada sobre el antebrazo. Los sonidos, confusos, diciéndole cosas que ella no deseaba oír; el reloj, mudo porque hacía una semana que no le daba cuerda.
Fue así: sin mover mucho la cabeza podía ver las tres ventanas del edificio de enfrente, a la altura de su piso. Pero eso no era nada, porque todos los días veía lo mismo, cuando se acostaba de ese lado. El calor de la cara ya empezaba a humedecerle el brazo, y algunas gotas dibujaron manchitas obscuras en la sábana cuando levantó la cabeza para ver mejor, porque ya habían tirado al perro azul. Pobre perro azul.
Le subieron del vientre unos ruidos líquidos, y recordó que lo último que había comido era un pedazo de pastel que tal vez estaba rancio, porque sus entrañas lo combatían con espasmos lánguidos y penosos. Sin embargo, ella podía comer cualquier cosa; era invulnerable. Se lo habían dicho bien claro, muchas veces; por la noche, antes que el sueño llegara, entre el último sorbo de agua para tragar la pastilla y las figuras de vidrio que se ponían a dar vueltas por toda la habitación antes de desaparecer en un túnel obscuro que succionaba todas las cosas vivas. Era única e indestructible, le decían entre sonidos de cémbalo.
Los dolores de vientre ya pasarían, cuando todos los segmentos exactamente iguales en que se dividía su intestino, y aun todos sus órganos, volvieran a juntarse y a formarla. Se separaban para pensar. Todo su cuerpo pensaba. Por eso pudo ver al perro: no cualquiera hubiera podido.
Fue así: no supo que se estaba levantando, que iba hacia la ventana pisando con firmeza la alfombra, aunque estaba segura de que hubiera podido ir flotando. El perro azul no había terminado de caer; y eso que hacía ya un rato que lo habían arrojado. Lo miró bien, y se dio cuenta de que le habían crecido unas alas membranosas y delgadas, casi transparentes. Ahora volaba entre las copas de los árboles, sin decidirse a bajar. Tal vez se quedara a vivir en una de ellas. Hacía bien; nada de casas de familia, nada de amos crueles y desagradecidos. Pobre perro. Por eso le habían crecido alas. Era la única manera de seguir. Por eso era azul, también. Quién sabe de qué color habría sido antes. Ahora sería siempre azul, y alado. Ojalá nadie lo encontrase, ojalá supiese buscar un refugio y ponerse a salvo.
Ella se escondía todas las noches en el túnel obscuro. Entonces veía las figuras de vidrio, que le hacían unas señas a veces incomprensibles, a veces inconfundibles. Cuando las entendía se asustaba mucho; se sentaba con las piernas encogidas y se chupaba el pulgar con fuerza, hasta que las figuras se evaporaban y desaparecían. Se quedaba tanto tiempo así que le dolían las rodillas; cuando dejaban de dolerle era porque se había dormido.
El perro azul seguía volando, sin llegar al suelo. Daba vueltas en espiral, subía, bajaba; parecía estar aprendiendo. Tuvo ganas de gritarle: tanto se mostraba que al final lo verían todos, y eso no era bueno cuando se tenía un par de alas tan azules y hermosas. Quiso decirle que escondiera esas alas y ese color azul, pero el muy tonto no se daba cuenta, creía que podía usar el mundo como un espejo. Y a ella sólo le salía un graznido que se mezclaba con los sonidos de las palabras "ala" y "azul". Pobre tonto. No se daba cuenta de que, cuando llegase abajo, todos lo descubrirían; y entonces se pondrían a mirarlo, y esperarían tal vez que él dijera cosas, y hasta le harían preguntas. Y lo que es peor, tratarían de encerrarlo. Y al pobre tonto, al pobre perro azul, se le caerían las alas, y ya no sería más azul. Y entonces, tarde o temprano, volverían a arrojarlo por la ventana.
Cuando sonó el teléfono se dio cuenta de que hacía bastante tiempo que estaba sentada en el borde de la cama, mirando el desorden de la mesita de luz. Era un caos de pañuelos usados, frascos, tazas de café y, en el medio de toda la mugre, el teléfono sonando con estridencia, a punto de enmudecer. Durante el primer silencio prolongado estiró la mano y la apoyó sobre el tubo. Después de unos minutos el teléfono volvió a sonar: las vibraciones le hacían cosquillas en la palma de la mano; sin darse cuenta, levantó el tubo. De la garganta le volvieron a salir los mismos graznidos, y las palabras "azul" y "volar". Cuando calló, algunos sonidos se abrieron paso con dificultad hasta su conciencia: era una voz conocida que debía estar aquí, de este lado del teléfono, y que en cambio se ofrecía lejana, vibratoria. Sólo palabras mojadas, cantos rodados que caían porque sí, gastándose. Ella no rogaría más: sólo le salían esos ruidos afónicos que querían decir todo y nada. Con la mirada endurecida sobre su propia sombra en la pared, dejó el tubo en la mesita. La voz conocida chilló, y luego enmudeció.
Su sombra tenía la cabeza despeinada, y le faltaba el cuello, y no había manera de remediar ese estado de cosas. Pobre sombra sin cuello. Quiso recordar cuándo había tomado la última pastilla, y de qué frasco. Todo era muy difícil, especialmente pensar; sus cansados órganos se replegaban tratando de dormir, y la dejaban sola. Si pudiera, pensaría pobre perro azul que vuela para no tomar pastillas. Si pudiera, pensaría algo entero. Mientras tanto, la pastilla bajó rebotando en las paredes de la garganta, un pasadizo habitual y estrecho que llevaba a la paz obscura de sus mares interiores. En unos instantes las figuras de vidrio vendrían a recordarle que era fuerte y poderosa.
Pero esta vez fue diferente. Durante dos horas recorrió el túnel obscuro, más asustada que nunca, el pelo sudoroso pegado a la cara, las manos convulsas. Por fin se durmió. Despertó al día siguiente, bien avanzada la ma-ñana. Le dolía tanto la cabeza que tuvo que mirarse en el espejo para saber si era suya, y se vio azul. Entonces se acordó del perro y se asomó a la ventana. Todo estaba como siempre. Apoyó el vientre en la baranda y se inclinó un poco, los brazos colgando hacia afuera como ramas desgajadas.
¿Dónde tendría las alas?
Fin